El viejo organillo de Cristi

Table of Contents

1. El Viejo Organillo De Cristi
2. Capítulo 1: El Viejo Organillo
3. Capítulo 2: El Encargo Más Importante Dado a Cristi
4. Capítulo 3: Sólo Un Mes Más
5. Capítulo 4: Mabel Toma Su Primera Lección De Organillo
6. Capítulo 5: No Hay Pecado En La Ciudad Luminosa
7. Capítulo 6: La Única Manera De Entrar Al "Hogar, Dulce Hogar"
8. Capítulo 7: Las Campanillas De La Pequeña Mabel
9. Capítulo 8: Hecho Apto Para El Hogar
10. Capítulo 9: Treffy Entra a La Ciudad Celestial
11. Capítulo 10: "No Hay Sitio … Más Dulce Que El Hogar"
12. Capítulo 11: Solo En El Mundo
13. Capítulo 12: Cristi Es Bien Atendido
14. Capítulo 13: La Obra De Cristi Para El Señor
15. Capítulo 14: Al Fin "Hogar, Dulce Hogar"

El Viejo Organillo De Cristi

La lectura da placer, clase y habilidades; los sabios la anhelan, los pillos la evitan y los necios la descuidan.
Publicado por:
Blessed Hope Baptist Printing Ministry
88 Caney Rd.
Lumberton, Mississippi 39455

Capítulo 1: El Viejo Organillo

“Hogar, dulce hogar, no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar”, tocaban las notas poco musicales de un organillo en el último piso de la casa de pensión en una calle sombría y solitaria. Por cierto que las palabras no parecían aplicarse a esa lúgubre casa; no había allí muchos que supieran de la dulzura del hogar.
Era un lugar muy oscuro e incómodo. Mientras los pensionistas del cuarto común en la planta baja trataban de acomodarse lo mejor posible en sus pésimas camas —muchas de las cuales no eran más que bancos de madera— quizá alguno de ellos suspiraba al pensar en lo lejos que estaba de su “hogar, dulce hogar”.
Pero el organillo seguía tocando, aunque ya era tarde de noche, ya habían extinguido la vela, y el fuego en la chimenea se iba apagando. Si hubiéramos subido por la torcida escalera de madera, hubiéramos visto a un viejito sentado solo en su ático, sonriéndole a su organillo mientras giraba la manija con su mano temblorosa.
El viejito Treffy amaba su organillo, era el único consuelo de su vida. El anciano era pobre, estaba desamparado, y no tenía ni un amigo en el mundo. Todos sus seres queridos habían muerto. No tenía con quien hablar ni a quién contarle sus tristezas. Y por eso había juntado todos los pedacitos y fragmentos de amor que restaban en su viejo corazón, aunque débiles y marchitos, y se los había dado a su viejo organillo, el cual era tan viejo como él. Ahora se estaba poniendo muy anticuado y pasado de moda. La seda roja en el frente estaba muy sucia y gastada, y no podía tocar ninguna de las tonadas nuevas que tanto les gustaban a los niños. A veces pensaba el viejito Treffy que él y su organillo se parecían mucho: se estaban poniendo decrépitos, la gente los miraba con desprecio y los hacían a un lado al pasar apurados por la calle. Y aunque el viejito Treffy tenía mucha paciencia, no podía dejar de sentir ese desprecio.
Lo había sentido mucho el día del cual estoy escribiendo. El día estaba frío y oscuro. Un viento tajante soplaba del este, y más en las esquinas de las calles, que había helado al viejito hasta los huesos. Su saco harapiento no lo protegía nada. ¿Cómo iba a hacerlo si lo había usado tantos años que ya ni los podía contar? Sus manos flacas y temblorosas estaban tan entumecidas por el frío que apenas podía manejar el organillo, y, en consecuencia, las tonadas salían con sacudoncitos y temblores, que ciertamente no habrían estado dentro de la intención del fabricante del viejo organillo.
No había mucha variedad en las tonadas que podía tocar el viejito Treffy. Había tres anticuadas: “Centésimo viejo”, “Pobre Ana María” y “Reine Britania”; y la cuarta restante era “Hogar, dulce hogar”, su favorita. Siempre la tocaba con mucha lentitud, para hacerla durar más, y en este día frío los sacudoncitos y temblores que emitía la hacía sonar más melancólica. Pero nadie le había prestado atención al viejito Treffy y su organillo. Un grupito de niños lo había rodeado y pedido que tocara muchas tonadas nuevas que él desconocía. No pareció gustarles “Hogar, dulce hogar”, ni las otras tonadas por lo que pronto se apartaron. Luego un caballero anciano sacó la cabeza por la ventana, y malhumorado le dijo que se fuera, y que no molestara al tranquilo vecindario con su ruido. El viejito Treffy obedeció humildemente, y luchando contra el implacable viento del este, probó otra calle más bulliciosa, pero un policía le advirtió que se fuera porque estaba obstruyendo la calle.
El pobre viejito Treffy ya desmayaba, pero no podía darse por vencido porque no tenía ni un centavo en el bolsillo, y había salido sin desayunar. Después de mucho rato, la esposa de un granjero que pasaba con una canasta en el brazo, tuvo lástima del anciano que temblaba de frío. Sacó una moneda de su enorme bolsillo y se la dio.
Siguió Treffy tocando su organillo todo el día. Una y otra vez se repetían las cuatro tonadas, pero aquel centavo fue lo único que recibió ese frío día.
Por fin, al caer la noche, se dirigió a la pensión. Camino a casa, se separó de su único centavo al comprar un panecillo. Lentamente y cansado se arrastró escaleras arriba a su solitario ático.
El pobre viejito Treffy se sentía deprimido esa noche. Sentía más que nunca que él y su organillo eran anticuados, eran cosas del pasado. Se estaban poniendo viejos juntos. Podía recordar el día cuando era nuevo. ¡Qué orgulloso había estado de él! ¡Cuánto lo había admirado! La seda roja brillaba mucho, y las tonadas eran las de moda. No había tantos organillos en aquel entonces, y la gente se detenía para escuchar, no sólo los niños, sino también hombres y mujeres. En aquel tiempo, Treffy se sentía como un hombre digno. Pero desde entonces había pasado una generación y ahora Treffy sentía que era un viejo pobre y solitario, que había quedado atrás y que su organillo era demasiado anticuado para la época. Por eso, se sentía muy deprimido y triste, al rastrillar los restos de carbón y tratar de prender una llamita de fuego.
Pero cuando terminó de comer su pan y tomar un poco de té lo cual lo calentó un poquito, el viejito Treffy se sintió algo mejor, y como siempre, se volvió a su viejo organillo para levantarse el ánimo. Porque el viejito Treffy no sabía nada de un Consolador mejor.
Al principio, la dueña de la casa había objetado al organillo del viejito Treffy. Decía que molestaba a los pensionistas, pero cuando Treffy ofreció pagarle un poquito más por semana por su pequeño ático a condición de poder tocarlo cuando quisiera, no volvió a oponerse.
Así fue que, hasta muy entrada la noche, siguió dando vuelta a la manija, y su rostro se veía más contento y su corazón más tranquilo mientras escuchaba sus cuatro tonadas. Era tan buena compañía, decía, y el ático era muy solitario de noche. Y allí no había nadie para encontrarle defectos al organillo, ni para decir que era anticuado. Treffy lo admiraba con todo su corazón, y sentía que por lo menos en las noches recibía el respeto que merecía.
Pero había alguien escuchando el viejo organillo, y admirándolo tanto como el viejito Treffy, aunque éste no lo sabía. Afuera de su puerta, agachado con su oreja pegada contra una enorme rajadura en la puerta, se encontraba un chiquito harapiento. Había llegado a la pensión para dormir, y se había acostado en uno de los duros bancos, cuando el viejito Treffy comenzó a tocar el organillo. Al principio no había prestado atención, pero cuando sonaron las primeras notas de “Hogar, dulce hogar”, el pequeño Cristi había levantado la cabeza, y se había puesto a escuchar atentamente. Fue casi demasiado para él. Le recordaba el pasado. Pocos meses antes, el pequeño Cristi tenía una mamá, y esa fue la última tonada que había cantado. Volvió a recordar vívidamente el cuarto vacío, desolado, el cuerpo desgastado en la cama, la querida mano cariñosa que le acariciaba el rostro con tanta ternura y la dulce voz que le había cantado esa tonada. Le parecía escuchar a su madre ahora.
“Hogar, dulce hogar, no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar”.
¡Con cuánta dulzura lo había cantado! Él lo recordaba muy bien. Y recordaba lo que le había dicho después:
“Me voy a mi hogar, Cristi, a mi hogar, dulce hogar. Me voy a mi hogar, Cristi”.
Y esas fueron las últimas palabras que le dijo.
Desde entonces, la vida había sido muy triste para el pequeño Cristi. La vida sin su mamá, no era vida para él. No había tenido un momento de felicidad desde que ella falleciera. Él había trabajado muy duro, pobrecito, para ganarse el pan, porque ella le había dicho que lo hiciera. Pero con frecuencia había deseado irse con su mamá al “Hogar, dulce hogar”. Y lo deseaba más que nunca aquella noche, al escuchar la tonada de su madre. La esperó con mucha paciencia, mientras el viejito Treffy tocaba las otras tres, pero al rato alguien cerró la puerta, y el ruido dentro del cuarto de la pensión era tanto que no podía distinguir las notas de la tonaba que anhelaba oír.
Entonces Cristi salió sigilosamente en la oscuridad, cerrando la puerta silenciosamente para que nadie lo oyera, y subió con cuidado las escaleras. Se agachó junto a la puerta y se puso a escuchar. Hacía mucho frío, el viento soplaba con fuerza por las escaleras haciéndolo tiritar de frío. Pero el pequeño siguió agachado junto a la puerta.
Al rato el organillo dejó de tocar. Escuchó que el viejito lo acomodaba contra la pared, y unos minutos después todo quedó en silencio.
Entonces Cristi volvió a bajar las escaleras sigilosamente, y se acostó en su duro banco. Se quedó dormido y soñó con su mamá en una tierra lejana. Le parecía oírla cantar.
“‘Hogar, dulce hogar’. Estoy ahora en mi hogar, Cristi. Estoy ahora en mi hogar, y no hay sitio más dulce que el hogar”.

Capítulo 2: El Encargo Más Importante Dado a Cristi

Ahora la deprimente pensión tenía un encanto para el pequeño Cristi. Noche tras noche regresaba, con tal de oír la tonada de su madre. La dueña empezó a considerarlo como parte de su casa. A veces le daba un trozo de pan, porque todas las noches notaba su rostro hambriento cuando llegaba al cuarto común de la pensión para dormir.
Y todas las noches el viejito Treffy tocaba su organillo, y Cristi subía silenciosamente las escaleras para escucharlo.
Pero una noche, mientras estaba arrodillado junto a la puerta del ático, de pronto la música se detuvo, y Cristi oyó un sonido sordo, pesado, como si algo se hubiera caído al suelo. Esperó un minuto, pero todo estaba quieto, así que levantó el cerrojo cautelosamente y espió dentro del cuarto. Había sólo una luz tenue en el ático, pues el fuego ya se estaba apagando, y el viejito Treffy no tenía una vela. Pero por la luz de la luna que entraba por la ventana, Cristi pudo ver al anciano caído en el suelo con su pobre y viejo organillo a su lado. Hacía un frío tremendo, y Cristi pensó que estaba muerto. Se disponía a ir a llamar a la dueña, cuando el anciano se movió, y le preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué pasa? ¿Quién anda?
—Soy yo, señor Treffy, —dijo Cristi—, soy yo. Estaba escuchando su organillo cuando lo oí caer, por eso entré. ¿Se siente mejor, señor Treffy?
El anciano levantó la cabeza, y miró a su alrededor. Cristi lo ayudó a pararse, y lo llevó hasta su camita de paja en el rincón del ático.
—¿Se siente mejor, señor Treffy? –volvió a preguntar.
—Sí, sí –fue la respuesta—. Es por el frío, muchacho, hace mucho frío ahora de noche, y soy un pobre viejo solitario. Buenas noches.
Diciendo eso, el anciano se quedó dormido. Cristi se acostó a su lado y también se quedó dormido.
Este fue el principio de una amistad entre el viejito Treffy y Cristi. Ambos estaban solos en el mundo, sin amigos y desamparados, y esto los acercó. Cristi era un gran consuelo para Treffy. Le hacía mandados, le limpiaba el viejo ático, y todas las mañanas le bajaba el organillo a la planta baja cuando Treffy salía para dar sus vueltas. A su vez, Treffy le había dado un rincón del ático para dormir, y lo dejaba sentarse junto a su pequeño fuego mientras tocaba su querido y viejo organillo. Cada vez que llegaba a “Hogar, dulce hogar”, Cristi pensaba en su madre, y de lo que le había dicho antes de morir.
—¿Dónde está el “Hogar, dulce hogar,” señor Treffy? –le preguntó una noche.
Treffy recorrió con la vista el desdichado ático, con su techo manchado por el agua y su piso destartalado y podrido, y sintió que no podía llamarlo “Hogar, dulce hogar”.
—Acá no es, Cristi—dijo.
—No, —dijo Cristi pensativamente—, creo que ha de estar muy lejos de aquí, señor Treffy.
—Sí –dijo el anciano—. En alguna parte ha de haber algo mejor.
—Mi mamá solía hablar del cielo —dijo Cristi con un tono de duda—. ¿Será ese el hogar del que hablaba?
Pero el viejito Treffy no sabía nada del cielo, nadie nunca le había contado de un hogar celestial. No obstante, pensó muchas veces en las palabras de Cristi ese día al arrastrarse cansado por las calles con su viejo organillo. Estaba decayendo con mucha rapidez, pobre anciano. Sentía las piernas cada vez más débiles, y llegó medio desmayado al ático. El viento frío lo había calado hasta los huesos.
Cristi había llegado antes que él, había prendido el fuego, calentado el agua y preparado todo para que el viejito Treffy estuviera más cómodo. Se preguntaba qué le pasaría a Treffy esa noche, estaba tan quieto y silencioso, y no pidió su viejo organillo después del té, sino que se acostó en cuanto pudo.
La mañana siguiente estaba demasiado débil para salir, y Cristi se quedó a su lado. Le alcanzaba con ternura lo que quería.
El día siguiente fue lo mismo, y el día después también, hasta que la alacena del ático quedó vacía, y se había acabado el dinero del pobre viejito Treffy.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Cristi? –dijo lastimosamente—. Me parece que ya no puedo salir, ¿a ti qué te parece?
—Tiene razón. No puede –respondió Cristi—. Ni se le ocurra, señor Treffy. A ver, ¿qué podemos hacer? ¿Quiere que yo salga con el organillo?
El viejito Treffy no contestó. Luchaba con un pensamiento: ¿Podía dejar que alguien que no fuera él mismo tocara su querido organillo? Le sería difícil verlo salir, y tener que quedarse, sí muy difícil. Pero Cristi era un muchachito cuidadoso, preferiría confiárselo a él que a ningún otro, y ya había gastado su último centavo. No podía quedarse con las manos cruzadas y morirse de hambre. Sí, el organillo debía salir; pero sería muy triste para él. Estaría tan solo en el oscuro ático cuando Cristi y el organillo no estuvieran allí. Qué día largo y aburrido sería para él.
—Sí, Cristi, mañana puedes llevártelo –dijo por fin—. Pero debes ser muy cuidadoso con él, muchacho, muy cuidadoso.
—Lo seré, señor Treffy—dijo Cristi alegremente—. Ya verá que lo volveré a traer sano y salvo.
¡Qué día fue ese para Cristi! Se levantó aun antes que los pájaros, y mucho antes que los hombres durmiendo en los bancos en el cuarto común. Salió sigilosamente al patio y, a la luz del amanecer, se arrodilló junto a la bomba de agua que todos usaban, y se echó agua en la cara y la nuca hasta haber perdido toda sensación de frío. Se frotó las manos hasta que estaban coloradas como guindas, y tuvo que metérselas en el harapiento saco, para poder sentir que todavía las tenía. Luego, volvió a subir las escaleras y levantando el cerrojo de la puerta del ático con mucho cuidado para no despertar al viejito Treffy, se peinó el enredado cabello con un peine roto, y se acomodó la ropa harapienta lo mejor que pudo.
Ya Cristi estaba listo, y deseaba que se despertara el viejito Treffy y le diera permiso para irse. Empezaban a cantar los gorriones en el alero, y comenzaba a brillar el sol. Se oían ruidos en la casa también, y uno a uno los hombres en el dormitorio se desperezaron y salieron para su trabajo hasta la noche.
Cristi los observó ir por la calle, y se puso aún más impaciente. Por fin, le tocó suavemente la mano al viejito Treffy, quien dijo en una voz sorprendida:
—¿Qué pasa, Cristi, muchacho, qué pasa?
—Ya es de mañana, señor Treffy –dijo Cristi—. ¿Le falta mucho para despertarse?
El anciano se dio vuelta en la cama, y por fin se sentó.
—Ah, Cristi, muchacho, ¡qué buen mozo estás! –dijo Treffy con admiración.
Cristi se paró muy derechito con aire de importancia, y caminó de un lado a otro en el ático, para que Treffy pudiera admirarlo mejor.
—¿Puedo irme ahora, señor Treffy?—preguntó.
—Sí, Cristi, muchacho, vete si quieres—respondió el anciano—, pero tendrás muchísimo cuidado con el organillo, ¿verdad, Cristi?
—Sí, señor Treffy –dijo el muchacho—, seré tan cuidadoso como usted.
—¿Y no le darás vuelta a la manija demasiado rápido, Cristi?
—No, señor Treffy –dijo Cristi—. No la daré vuelta más rápido de lo que lo hace usted.
—Y no te vayas a detener para hablar con los muchachos en la calle, Cristi. A veces son muy groseros, y siempre quieren tonadas nuevas; pero no les hagas caso. Pobrecito organillo, sus tonadas son de antes, como lo soy yo. Pero no les hagas caso a los muchachos, Cristi.
—No, señor Treffy –dijo Cristi—. No les haré más caso que usted.
—Hay una tonada que les gusta mucho –dijo el viejito Treffy reflexivamente—. En realidad, no la conozco. La llaman Marsi Ilesa (Marsellesa) o algo así. Supongo que tiene el nombre de alguno que estuvo en la guerra.
—¿No sabe quién? –preguntó Cristi.
—No –respondió el viejito Treffy—. No me hago problemas por eso. Supongo que habrá sido algún haragán que no cumplía su deber por lo que compusieron un canto para burlarse de él. Pero que sea así o no, Cristi, no lo sé. Supongo que no habría nacido todavía cuando fabricaron mi organillo.
—Bueno, señor Treffy, estoy listo. Hasta luego –dijo Cristi, poniéndose la correa del organillo en el cuello.
Y con un aire de gran importancia, Cristi bajó las viejas escaleras, y salió a la calle marchando triunfalmente. Había allí varios niños, que lo rodearon y miraron con admiración acompañándolo por la calle.
—Danos una tonada, Cristi; haznos oír algo, Cristi –gritaban todos. Pero Cristi meneó la cabeza resueltamente y siguió su marcha. Se sintió aliviado cuando se cansaron de seguirlo y regresaron a sus casas. Ahora se sentía hombre, y siguió adelante seguro de sí mismo.
Y luego comenzó a tocar. ¡Qué momento fue para él!
Muchas veces había dado vuelta la manija del organillo en el solitario y viejo ático, pero eso era muy distinto de tocar en la calle. Allá, nadie más que el viejito Treffy podía escucharlo, quien parado junto a él decía ansiosamente: “Dale vuelta suavemente, Cristi, dale vuelta suavemente”. En cambio, aquí había un gentío que iba y venía. A veces alguno se detenía un minuto, y entonces, ¡qué orgulloso se sentía Cristi! Estaba seguro de que no había otro organillo como el suyo. No le importaba lo que la gente decía de Marsi Ilesa, seguro que no sería tan buena como la “Pobre Ana María”; y en cuanto a “Hogar, dulce hogar”, Cristi por poco se echaba a llorar cada vez que lo tocaba. Cuánto amaba a su mamá, y no podía menos que pensar que ella todavía lo estaba cantando en alguna parte. Se preguntaba dónde estaría ella, y dónde estaría el “Hogar, dulce hogar”. De alguna manera, tendría que averiguarlo.
Y así fue pasando el día, La paciencia de Cristi se vio recompensada con un buen puñado de monedas. Le dio gran satisfacción gastarlas camino a casa para comprar cosas que el viejito Treffy necesitaba, ¡y cuánto disfrutó al contarle al anciano sus aventuras de ese día!
Treffy le dio a Cristi una calurosa bienvenida cuando abrió la puerta del ático, pero sería difícil decir si estaba más contento de ver a Cristi o de ver a su viejo y querido organillo. Lo examinó con cuidado y ternura, pero no pudo encontrar que Cristi le hubiera hecho daño alguno, y lo elogió por ello.
Luego, mientras Cristi preparaba el té, Treffy tocó sus cuatro tonadas, reflexionando con afecto y admiración en “Hogar, dulce hogar”.

Capítulo 3: Sólo Un Mes Más

El viejito Treffy no volvió a recobrar sus fuerzas. Siguió débil y frágil. En realidad, no estaba enfermo, y podía sentarse todos los días junto al pequeño fuego que Cristi encendía para él en las mañanas. Pero no podía descender por las empinadas escaleras, y menos aún caminar cargando el pesado organillo que hasta a Cristi le hacía doler los hombros.
Entonces Cristi tomó el lugar del anciano. No siempre era un trabajo agradable como lo había sido la primera mañana. Había días fríos y días lluviosos; había agua nieve que le pegaba el rostro y escarcha que le congelaba hasta los huesos. Había días húmedos de neblina que lo envolvían como una frazada mojada, y fuertes vientos, que casi se lo llevaban. Luego se cansó un poco del sonido del pobre y viejo organillo. Nunca tuvo la valentía de confesárselo al viejito Treffy; de cierto, ni él mismo lo quería admitir, pero no podía menos que desear que la “Pobre Ana María” solucionara ya sus problemas y que los demás cantos se transformaran en algo nuevo. Pero nunca se cansaba de “Hogar, dulce hogar”. Era siempre nuevo para él, porque lo oía en la voz de su madre.
Por fin pasó el invierno, llegó la primavera, y los días comenzaron a ser más largos y claros. Entonces Cristi iba más lejos, a los suburbios tranquilos donde no se oía con tanta frecuencia el sonido de un organillo. Allí, la gente tenía tiempo para escuchar. Estaban lejos del ir y venir bullicioso de la ciudad, y había pocos transeúntes en las calles. Estos suburbios eran algo aburridos. Las filas de villas con sus jardines formales al frente le empezaron a resultar monótonas. Era el tipo de lugar en que una mente ocupada y activa anhelaría un poco de variedad. Y fue por eso que el organillo era un visitante bienvenido, y uno tras otro le tiraban a Cristi una moneda animándolo a que volviera otra vez.
Un día cálido de primavera, cuando el sol brillaba con todo su esplendor, como si hubiera estado cansado de estar escondido en el invierno, Cristi trabajaba por uno de los caminos en las afueras de la ciudad. El organillo le pesaba mucho, y de cuando en cuando tenía que detenerse para descansar un minuto. Al rato llegó a una linda casa, en medio de un precioso jardín. Los canteros de flores enfrente de la casa estaban llenos de flores de primavera: campanillas, azafrán de primavera, violetas y hepáticas en plena flor.
Cristi comenzó a tocar frente a esta casa. No podría decir por qué la escogió, quizá la única razón era por el hermoso jardín, y a Cristi siempre le habían encantado las flores. En una ocasión, su mamá le había comprado un ramillo de flores de primavera, las cuales, después de varios días en una botella rota, Cristi había apretujado entre las páginas de un viejo libro de lectura, y, en medio de todos sus problemas, nunca se había separado de él.
Así, pues, frente a esta casa con su lindo jardín, comenzó Cristi a tocar el organillo. No había hecho girar tres vueltas la manija cuando aparecieron dos caritas alegres en una ventana de la planta alta que lo miraban con entusiasta interés. Asomaron sus cabezas por la ventana, hasta donde se lo permitían los barrotes protectores, y Cristi podía escuchar lo que decían.
—Míralo –dijo la niñita que parecía tener unos cinco años—, qué lindo toca, ¿no es cierto, Carlitos?
—Sí, muy lindo –contestó Carlitos—, ¡y qué linda canción está tocando!
—Es cierto –comentó la pequeña—, es tan alegre, ¿no es cierto, niñera? –agregó dirigiéndose a la niñera que la sostenía de la cintura para que no se cayera por la ventana. Mabel había oído decir lo mismo a su papá la noche antes, cuando su mamá tocaba una música para él por primera vez, y, por lo tanto, le pareció bien la manera de expresar su admiración por la canción de Cristi.
Pero la canción era “Pobre Ana María”. La niñera sabía muy bien la letra. Y como Ana María era como se llamaba ella misma, se había puesto sentimental mientras Cristi la tocaba, y se preguntaba si Juan, el empleado del almacén, que le había prometido ser eternamente fiel, se comportaría como lo había hecho el novio de la pobre Ana María que se había muerto de tristeza porque él la había abandonado. Por eso, no podía coincidir con el comentario de Mabel, de que “Pobre Ana María” era una canción alegre, y se sintió aliviada cuando comenzó a oírse la tonada de la próxima canción. Cuando terminó ésta, y el organillo empezó a tocar “Hogar, dulce hogar”, los chiquillos gritaban de alegría, porque su mamá se los había cantado con frecuencia y era su favorita. Con sus lindas voces infantiles, se sumaron al coro: “Hogar, dulce hogar, no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar”. Mientras el pobre Cristi los miraba, se le ocurrió que al menos ellos sabían lo que era tener un dulce hogar.
“¿Por qué no tendré yo un lindo hogar?” pensaba. Entre tanto, los chicos se habían ido corriendo de la ventana. Bajaron las escaleras y le pidieron dinero a su mamá para el pobre organillero. Un minuto después, dos monedas fueron arrojadas a Cristi desde la ventana del cuarto de los niños. Cayeron en medio de un cantero de blancas campanillas, y Cristi tuvo que abrir el portón del jardín y caminar cautelosamente en el césped para levantarlas. Pero no las podía encontrar, así que los chicos otra vez bajaron corriendo las escaleras y salieron al jardín para ayudarle. Por fin las encontraron, y Cristi se quitó el sombrero e hizo una reverencia cuando se las dieron. Se puso el dinero en el bolsillo y miró con cariño las campanillas.
—Qué lindas son las flores, niña –dijo.
—¿Te gustaría una, organillero? –preguntó Mabel, parada de puntitas de pie para ver mejor el rostro de Cristi.
—¿Me darías una? –preguntó Cristi entusiasmado.
—Le preguntaré a mamá –dijo Mabel entrando corriendo a la casa.
—Puedo cortar cuatro, organillero, así que elígelas –dijo cuando regresó.
Era difícil seleccionar las flores, y por fin ataron en un racimo las cuatro campanillas que escogió.
—Una vez mi mamá me dio unas como estas, niña –dijo.
—¿Y ahora ya no te las da? –preguntó Mabel.
—No, niña, se murió –dijo Cristi lastimosamente.
—¡Ay! –exclamó Mabel con voz triste —¡pobre organillero, pobre organillero!
Cristi volvió a cargar el organillo, y se preparó para partir.
—Pregúntale cómo se llama –le susurró Mabel a Carlitos.
—No, no, pregúntale tú.
—Por favor, Carlitos, pregúntale –volvió a rogar Mabel.
—¿Cómo te llamas, organillero? –preguntó tímidamente Carlitos.
Cristi les dijo su nombre, y al ir alejándose por el camino podía oír que le gritaban:
—Vuelve otro día, Cristi. Vuelve otro día, Cristi. Vuelve pronto, Cristi.
Las campanillas se habían marchitado para cuando Cristi llegó al ático aquella noche. Trató de revivirlas poniéndolas en agua, pero no volvieron a verse frescas, así que las puso en el viejo libro de lectura con las flores secas que le había dado su madre.
Cristi no tardó en repetir su visita al camino suburbano, pero esta vez, aunque tocó dos veces sus cuatro tonadas, y lentamente tocó “Hogar dulce, hogar”, los niños no aparecieron. No recibió ni sus sonrisas ni campanillas porque Mabel y Carlitos habían salido con su niñera a caminar por el campo, y estaban demasiado lejos como para escuchar el sonido del organillo del pobre Cristi.
Treffy todavía no podía salir, y a veces se ponía nervioso, aun con Cristi. Era muy aburrido para él quedarse sentado solo todo el día, sin nada que lo consolara, ni su viejo amigo el organillo. Cuando llegaba Cristi de noche, si lo que había recibido no era tanto como de costumbre, el pobre viejito Treffy suspiraba y gemía y extrañaba no poder andar como antes con su organillo.
Pero Cristi le tenía mucha paciencia porque lo quería más de lo que había querido a nadie desde la muerte de su mamá, y el cariño aguanta muchas cosas. Y le hubiera gustado encontrar alguien o algo que consolara a Treffy y lo ayudara a mejorar.
—Señor Treffy –dijo una noche —¿quiere que llame al doctor para que lo vea?
—No, no, Cristi, muchacho. Déjame tranquilo, déjame tranquilo –respondió Treffy.
Pero Cristi no dejó así el asunto. ¿Y si Treffy se moría y lo dejaba otra vez solo en el mundo? El pequeño ático, aun lúgubre como era, había sido un hogar para Cristi, y había sido bueno volver a tener alguien que lo quería. Estaría muy, muy solo si se muriera Treffy. El anciano estaba cada vez más delgado y pálido, y sus manos más temblorosas y débiles, tanto que casi no podía ya dar vuelta a la manija del organillo. Cristi había oído que los ancianos iban desmejorando y después, de golpe se morían. Empezó a temer que eso la pasara al viejito Treffy. Tenía que conseguir que alguien viniera a ver a su patrón.
La dueña de la casa se había caído por las escaleras y se había roto un brazo. Cristi sabía que había venido a verla un doctor. ¡Ojalá diera unos pasos extras por las escaleras para ver al viejito Treffy! El cuarto de la dueña estaba cerquita del ático, y le llevaría apenas unos minutos. Entonces Cristi podría preguntarle qué le pasaba al anciano y si podía mejorar.
Estos pensamientos no lo dejaron dormir hasta entrada esa noche. Inquieto, daba vueltas sobre su almohada, y se sentía muy preocupado y ansioso. La luz de la luna se filtraba en el cuarto, cayendo sobre el rostro del viejito Treffy acostado en su cama en el rincón. Cristi levantó la cabeza y la apoyó en el codo para observarlo. Sí, se veía muy desmejorado y enfermo. ¡Oh, cómo anhelaba que Treffy no se fuera, como lo había hecho su madre, dejándolo atrás!
Esa noche, Cristi lloró hasta quedarse dormido.
El día siguiente se quedó pendiente en las escaleras hasta que llegó el doctor de la dueña. El viejito Treffy pensó que era muy haragán porque no salía con el organillo, pero Cristi lo conformaba con una excusa tras otra, y no dejaba de mirar por la ventana a la calle donde podría ver cuando llegara el doctor en su carruaje.
Cuando por fin llegó el doctor, Cristi lo observó entrar al cuarto de la dueña, y se sentó a la puerta hasta que salió. El doctor cerró enseguida la puerta, y ya se retiraba cuando oyó una voz ansiosa que lo llamaba.
—Por favor, señor, por favor, señor –dijo Cristi.
—Bien, mi muchacho, ¿qué quieres? –dijo el doctor.
—Por favor, señor, no se enoje, señor, pero le pido que suba las escaleras un minuto y vaya al ático, señor; se trata del viejito Treffy, y se ve muy mal.
—¿Quién es el viejito Treffy? –preguntó el doctor.
—Es mi anciano patrón, es decir, me cuida, o, mejor dicho, lo cuido yo a él.
El doctor no sabía qué pensar de esta poco lúcida explicación. No obstante, dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras al ático.
—¿Qué le pasa? –preguntó gentilmente.
—Eso es lo que quiero saber, señor –dijo Cristi—. Es muy anciano, señor, y me temo que no le quede mucho tiempo, y quiero saber, por favor. Pero mejor será que entre yo primero, señor. El señor Treffy no sabe que usted viene.
—Señor Treffy –dijo Cristi, entrando valientemente en el cuarto—, aquí vino a verle el doctor de la dueña.
Y para la alegría de Cristi, el viejito Treffy, no hizo ninguna objeción, sino que soportó con paciencia y amabilidad el examen del médico, sin siquiera preguntarle quién lo había enviado. Cuando se retiró el doctor prometió enviarle remedios al día siguiente. Ya subía a su carruaje cuando sintió una manito fría en el brazo.
—Por favor, señor doctor, dígame cuánto es –dijo Cristi.
—¿Cuánto es qué? –preguntó el doctor.
—Cuánto cuesta su visita al pobre viejito Treffy, señor. Señor, tengo algunos centavos –dijo Cristi sacándoselos del bolsillo—. ¿Esto alcanza, señor? Si no, mañana le llevaré más a su casa.
—Ah –dijo el doctor sonriendo—, puedes guardarte tu dinero, muchacho. No te voy a quitar tus últimos centavos, y cuando venga a ver a la señora, visitaré también al viejito.
Aunque no dijo nada, el rostro de Cristi expresaba su agradecimiento.
—Por favor, doctor, dígame qué piensa del señor Treffy –pidió Cristi.
—No estará con nosotros mucho más, muchacho, quizá cosa de un mes más –dijo el doctor cuando ya se iba marchando.
“¡Cosa de un mes! ¡Sólo un mes!” pensó Cristi al caminar lentamente de vuelta al ático, con un gran peso en su alma. Un mes más con su querido anciano patrón, sólo un mes más, sólo un mes más. Y el minuto transcurrido hasta llegar al ático, vio, como en una foto dolorosa, lo que sería la vida para él sin el viejito Treffy. No tendría un hogar, ni siquiera un viejo ático, no tendría amigos. ¡Sin casa, sin amigo, sin casa, sin amigo! ese sería su dolor. ¡Y sólo un mes antes de que sucediera! ¡Sólo un mes más!
Con el corazón lleno de dolor, Cristi abrió la puerta del ático.
—Cristi, muchacho, ¿qué dijo el doctor? –preguntó el viejito Treffy.
—Dijo que le queda sólo un mes más, señor Treffy, sólo un mes más; ¿y qué haré yo sin usted? –dijo Cristi entre sollozos.
Treffy no respondió. Era cosa tremenda oír que sólo le quedaba un mes de vida, que en un mes tendría que dejar a Cristi, el ático y el viejo organillo, e ir... no sabía a dónde. Era un pensamiento abrumador para el viejito Treffy.
Poco dijo ese día. Cristi se quedó en casa, porque no tenía ánimo para llevarse el organillo ese día tan triste, y se quedó a cuidar al viejito Treffy con cariño y dolor. ¡Sólo un mes más! ¡Sólo un mes más!, resonaba en los oídos de ambos.
Pero cuando llegó la noche, y no había en el cuarto más luz que la del fuego, el viejito Treffy comenzó a hablar.
—Cristi, ¿a dónde voy? ¿Dónde estaré en un mes, Cristi? –dijo con inquietud.
Cristi contempló el fuego pensativamente.
—Mi mamá hablaba del cielo, señor Treffy; y dijo que se iba a su hogar. “Hogar, dulce hogar” fue lo último que cantó. Me supongo que el “Hogar, dulce hogar” está en alguna parte del cielo, señor Treffy. Sí, creo que sí. Es un buen lugar, según dijo mi madre.
—Sí, supongo que lo es, pero no puedo menos que pensar que ese lugar será muy extraño, Cristi, muy extraño. Y sé tan poco de él, tan poco, muchacho –dijo el viejito Treffy.
—Yo tampoco sé mucho –comentó Cristi.
—Y allí no conozco a nadie, Cristi. Tú no estarás allí, ni ningún conocido. Y tendré que dejar mi pobre y viejo organillo. ¿Te parece que habrá allí organillos, Cristi?
—No –respondió Cristi—, nunca oí decir a mi mamá que los hubiera. Creo que dijo que tocaban arpas en el cielo.
—Eso no me gusta tanto como el organillo. No sé en qué ocuparé mi tiempo allí –dijo el viejito Treffy con tristeza.
Cristi no supo qué responder, así que se quedó callado.
—Cristi, muchacho –dijo el viejito Treffy de pronto—, quiero que averigües todo lo que puedas acerca del cielo, quiero saber todo acerca del cielo. Si supiera a dónde voy, quizá no me sienta tan extraño allí. Tu mamá lo llamó “Hogar, dulce hogar”, ¿no es cierto?
—Sí, estoy casi seguro de que hablaba del cielo –dijo Cristi.
—Pues bien, Cristi, muchacho, ocúpate de averiguarlo –dijo Treffy con ansiedad—, y recuerda que me queda sólo un mes más. ¡Sólo un mes más!
—Haré todo lo posible, señor Treffy, todo lo posible.
Y Cristi cumplió su promesa.

Capítulo 4: Mabel Toma Su Primera Lección De Organillo

El día siguiente, Cristi tenía que salir como siempre. El viejito Treffy no parecía estar peor que antes. Podía sentarse, y Cristi le abrió la pequeña ventana antes de salir para que entrara aire fresco al ático encerrado. Pero poco aire fresco había ese día. La atmósfera estaba pesada y sofocante, y el pobre Cristi se sentía cansado y deprimido. Se dirigió, sin saber en realidad por qué, al camino suburbano, y se detuvo delante de la casa con el lindo jardín. Quería volver a ver esas caritas alegres, a lo mejor le levantarían el ánimo. Se sentía muy mal hoy.
Esta vez, no se sintió defraudado. Apenas había dado dos vueltas a la manija del organillo cuando aparecieron Mabel y Carlitos en la ventana de su cuarto, y, después de comprobar que realmente era Cristi, su organillero, corrieron al jardín y se pararon a su lado mientras tocaba.
—Qué hermoso toca –susurró Carlitos a Mabel.
—Sí. Me encantaría tener un organillo, Carlitos, ¿y a ti? –dijo la pequeña.
—¿Y si le pido a papá que nos compre uno? –preguntó su hermano.
—No sé, Carlitos, si a mamá le gustará oírlo siempre. Ya sabes qué dolores de cabeza fuertes tiene – respondió Mabel.
—Pero si lo tocáramos en nuestro cuarto, seguro que no lo oiría –sugirió Carlitos.
—Me encantaría tocar el organillo –dijo Mabel tímidamente dirigiéndose a Cristi.
—Bueno, niña, acérquese –dijo Cristi.
Parada de puntitas a su lado, la pequeña Mabel tomó la manija del organillo con su manita blanca. Muy despacio y con cuidado la hizo girar, tan despacio que la mamá se acercó a la ventana para ver si algo le había pasado al organillero.
Qué lindo espectáculo vio la joven madre. La niñita rubia, delicada, en su claro vestido de verano, dando vuelta a la manija del viejo y desteñido organillo, y el organillero a su lado, observándola con admiración. La pequeña Mabel levantó la vista, vio el rostro de su madre en la ventana. Le sonrió y saludó con la cabeza, contenta de que la estaba observando.
Pero Mabel hacía girar la manija con tanta lentitud que al final se cansó de los melancólicos lamentos de la “Pobre Ana María”.
—Cámbialo, por favor, organillero –dijo—. Hazlo tocar “Hogar dulce hogar”, sé que a mamá le gusta mucho ese canto.
Cristi sabía que entre los dos cantos había otros así que tomó la manija, y alegremente dijo:
—Está bien, niña, haré aparecer esa canción lo más rápido posible.
Dio vuelta la manija con tanta rapidez que, si lo hubiera oído el viejito Treffy, se hubiera muerto de espanto mucho antes de terminar el mes. Varios en casas de enfrente se acercaron a las ventanas para mirar. Pensaban que algún mal espíritu se habría posesionado del organillo, primero había tocado tan despacio y ahora tan rápido.
Pero un minuto después comprendieron lo que pasaba, cuando la pequeña otra vez empezó a tocar, y muy lentamente se hicieron oír las primeras notas de “Hogar, dulce hogar”. Dio vuelta la manija hasta que había terminado “Hogar, dulce hogar”. Luego con un suspiro de satisfacción se la devolvió a Cristi.
—Me gusta “Hogar, dulce hogar” –dijo—. Es una canción tan linda.
—Sí, niña, es mi favorita también. ¿Dónde está el “Hogar, dulce hogar”? –preguntó de pronto, recordando su promesa al viejito Treffy.
—Este es mi hogar –dijo la pequeña Mabel meneando la cabeza en dirección a la linda casa—. No sé dónde estará la tuya, Cristi.
—En realidad no tengo un lugar que puedo llamar hogar, niña –dijo Cristi—. Yo y el viejito Treffy vivimos juntos en un viejo ático, y eso no será por mucho tiempo, sólo un mes más, niña Mabel, y entonces ya no tendré ni ese hogar.
—¡Pobre organillerito, pobre Cristi! –exclamó la pequeña Mabel, muy afligida.
Carlitos había tomado ahora la manija del organillo y estaba disfrutando de “Pobre Ana María”, pero Mabel no prestaba atención. Estaba pensando en el pobre muchacho que no tenía más hogar que un ático y que pronto no tendría ni siquiera eso.
—Hay otro hogar en alguna otra parte, ¿no es cierto, niña? ¿No es el cielo un tipo de hogar? –dijo Cristi.
—Oh, sí, hay un cielo –dijo Mabel con entusiasmo—. Tendrás tú un lugar allí, ¿no es cierto organillero?
—¿Dónde está el cielo? –preguntó Cristi.
—Allí arriba –dijo Mabel, señalando el cielo –en las alturas, Cristi. Las estrellitas viven en el cielo. Antes pensaba que eran los ojos de los ángeles, pero dice la niñera que es ridículo creer eso.
—Me gustan las estrellas –dijo Cristi.
—Sí, a mí también. Las verás todas cuando vayas al cielo, Cristi, estoy segura de eso –dijo Mabel.
—¿Cómo es el cielo, niña Mabel? –preguntó Cristi.
—Es muy hermoso, visten ropas blancas y las calles son de oro, Cristi, de puro oro muy brillante. Y allí está Jesús, Cristi. ¿No te gustaría ver a Jesús? –dijo Mabel.
—No sé. No sé quién es –respondió Cristi, lleno de sorpresa.
—¿No amas a Jesús, Cristi? Ay, organillero, ¿no amas a Jesús? –dijo Mabel con una expresión muy seria y preocupada y con lágrimas en sus ojazos oscuros.
—No –dijo Cristi. –Sé muy poco acerca de él, niña Mabel.
—Pero no puedes ir al cielo si no amas a Jesús, Cristi. ¡Ay! cuánto lo siento, al final no tendrás un hogar. ¿Qué harás? –y las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Mabel.
Pero en ese momento oyeron la voz de la niñera que llamaba a los niños a comer.
Cristi siguió su camino muy pensativamente. Pensaba en las palabras de Mabel, y en las lágrimas de la pequeña. “No puedes ir al cielo si no amas a Jesús, al final no tendrás un hogar” había dicho. Era una idea nueva para Cristi, y una muy triste. ¿Qué si nunca, nunca, llegaba a saber nada del “Hogar, dulce hogar”? Y entonces recordó al pobre viejito Treffy, su querido patrón, que sólo tenía un mes más de vida. ¿Amaba él a Jesús? Nunca había oído al viejito Treffy mencionar su nombre, ¡y qué pasaría si Treffy moría, y nunca se iba al cielo sino a otro lugar! Cristi había oído hablar del infierno, y no sabía mucho de él tampoco. Siempre se había imaginado que era para gente muy mala. Tenía que contarle a Treffy lo que le había dicho Mabel. A lo mejor, después de todo, el anciano sí amaba a Jesús. Cristi anhelaba que así fuera. Estaba impaciente por que llegara la noche, para poder irse a casa y preguntarle.
La tarde fue tranquila, con la atmósfera más pesada y sofocante que la mañana, y el pequeño Cristi se sentía muy cansado. El organillo siempre le resultaba pesado, pero hoy le parecía más pesado que nunca. Llegó el momento que tuvo que sentarse para descansar. Se sentó en el umbral de una casa en una de las calles de barrio, a una media milla de donde vivía el viejito Treffy. Se encontraba sentado allí, con su organillo apoyado en la pared, cuando se encontraron dos señoras justamente frente a él, y después de saludarse afectuosamente, comenzaron a conversar. Cristi podía oír todo lo que decían.
—¿Qué hay en ese lugar? –preguntó una de ellas, mirando del otro lado de la calle a un edificio largo y bajo con una tabla al frente.
—¡Es el salón de nuestra nueva misión! –dijo la otra—. Pertenece a la iglesia que está en la esquina de la calle Melville. Todos los domingos a la noche viene un joven para predicar. A mí me encanta oírle también, explica todo con mucha claridad.
—¿Explica qué? –preguntó su amiga.
—Pues todo lo del cielo, y cómo podemos llegar a él, y acerca de Jesús y lo que él ha hecho para nosotros. El Sr. Wilton es un hombre gentil. Vino a visitar a mi hijo cuando estaba enfermo. ¿Lo conoce usted?
—No –fue la respuesta—. Quizá asista mañana. ¿A qué hora es?
—Comienza a las siete de la noche todos los domingos –dijo la señora—. Y no se preocupe por la ropa. Allí todos son pobres como nosotros.
—Pues bien, vendré—. Hasta mañana.
Cristi había oído todo y ya había decidido venir a la misión la noche siguiente a las siete. No podía demorarse en averiguar lo que Treffy quería saber. Y ya había pasado un día del mes que quedaba.
—Señor Treffy, ¿ama usted a Jesús? –preguntó Cristi esa noche.
—¡Jesús! No, Cristi, supongo que no. Supongo que debería amarlo. La gente buena lo ama, ¿no es cierto? –respondió el anciano.
—Señor Treffy –dijo Cristi seriamente—, si no ama usted a Jesús no puede ir al cielo, y jamás volverá a tener un hogar, jamás lo tendrá.
—Ay, ay, Cristi, me temo que así es. Cuando era pequeño como tú, solía oír hablar de estas cosas. Pero en aquel entonces no les presté atención, y ahora he olvidado todo lo que oí. He estado pensando mucho últimamente, desde que he estado tan mal; algo recuerdo. Pero no me acuerdo bien lo que me dijeron. Esto es malo, Cristi, es malo.

Capítulo 5: No Hay Pecado En La Ciudad Luminosa

Había sido un día pesado y agobiador, y la noche estaba peor. A Cristi le costó conciliar el sueño, y cuando por fin se quedó medio dormido, lo despertó súbitamente el estruendo de un trueno que sacudió al viejo ático desde una punta a otra.
El viejito Treffy se sentó en la cama, y Cristi fue a su lado. Era una tormenta terrible. Los relámpagos llenaban de luz el ático por un instante, de modo que Cristi podía ver el rostro pálido y tembloroso del viejito Treffy. Luego volvió a reinar la oscuridad y se oyó nuevamente el terrible estruendo de los truenos, que parecía el ruido de casas que se desplomaban, lo cual hizo que el viejito Treffy temblara de pies a cabeza. Cristi no recordaba una tormenta igual, y tenía mucho miedo. Se arrodilló cerca de su anciano patrón, y le tomó la mano temblorosa.
—¿Tiene usted miedo, señor Treffy? –dijo finalmente, cuando un relámpago volvió a iluminar el cuarto.
—Sí, Cristi, muchacho –dijo el viejito Treffy—. No sé por qué, antes nunca le tenía miedo a las tormentas, pero esta noche sí.
El pobre Cristi no respondió, y entonces Treffy continuó:
—Los relámpagos parecen como que Dios me está mirando, Cristi, y los truenos parecen la voz de Dios, y le tengo miedo. No lo amo, Cristi, no lo amo.
Y nuevamente un relámpago iluminó todo y se oyó un trueno ensordecedor, y nuevamente el viejito Treffy temblaba de pies a cabeza.
—No quiero morir esta noche, Cristi. Y los relámpagos están tan cerca, muchacho, ¿sabes que es el pecado? –susurró.
—Sí, es hacer cosas malas, ¿no es cierto?
—Así es –respondió Treffy —, y yo he hecho muchas cosas malas, Cristi; y es tener malos pensamientos, y he tenido muchos de ellos, Cristi; y es decir malas palabras, y he dicho muchas de ellas, Cristi. Pero nunca me ha importado hasta esta noche.
—¿Por qué es que le importan esta noche? –Preguntó Cristi.
—He tenido un sueño, muchacho, y me ha hecho temblar.
—Cuéntemelo –rogó Cristi.
—Estaba pensando en lo que dijiste acerca de amar a Jesús, me quedé dormido, y me pareció estar de pie ante una puerta hermosa; estaba hecha de oro, Cristi, y sobre la puerta había letras brillantes. Las deletreé, y decía “Hogar, dulce hogar”. Y me dije “Lo he encontrado por fin, me gustaría que Cristi estuviese aquí.” Pero justo entonces alguien abrió la puerta y dijo: “¿Qué quieres, viejo?” “Quiero entrar”, dije. “Estoy muy cansado y quiero estar en mi hogar.” Pero cerró la puerta, y me dijo con mucha seriedad y tristeza: “Aquí no puede entrar ningún pecado, viejito Treffy, no puede entrar ningún pecado.” Y Cristi, me sentí que yo era puro pecado, así que di media vuelta y me fui, y todo se puso muy oscuro. En ese instante vino el trueno, y me desperté sobresaltado. No lo puedo olvidar, Cristi, no lo puedo olvidar –dijo el viejito Treffy.
Siguieron los relámpagos y siguieron los truenos, y el viejito Treffy seguía temblando.
Cristi no lo podía consolar, porque él mismo estaba dominado por el miedo, pero se acurrucó a su lado y no lo dejó hasta que había pasado la tormenta, y el único sonido era el de la lluvia en el techo del ático. Entonces se volvió a meter en su cama y se quedó dormido.
A la mañana siguiente, todo parecía haber sido un mal sueño. El sol brillaba con todo esplendor, y Cristi se levantó y abrió la ventana. Todo se veía fresco y limpio después de la lluvia. El aire ya no estaba pesado y agobiante, y los gorrioncitos cantaban el alero. Era el domingo a la mañana, y el domingo a la noche Cristi planeaba ir a escuchar al predicador en la misión. ¡Ojalá ya fueran las siete, para poder ir y averiguar lo que el viejito Treffy quería saber!
El pobre anciano estuvo muy inquieto y desdichado todo el día. Cristi no lo dejó ni un minuto, sólo los domingos podía quedarse y cuidar a su querido y anciano patrón. Notó que el viejito Treffy no se había olvidado de su sueño, aunque no lo volvió a mencionar.
Por fin pasó el día que a Cristi le resultó larguísimo, y a las seis de la tarde, se lavó y preparó para partir.
—No te vayas a perder ni una palabra de lo que dice, Cristi –dijo muy serio el viejito Treffy.
El salón de la misión recién se abría cuando llegó el pequeño Cristi. Cristi echó una mirada hacia adentro con timidez. Una señora estaba encendiendo las lámparas de gas y preparando el lugar para la congregación, y, cuando lo vio, le mandó que se largara.
—¿No habrá predicación esta noche? –preguntó Cristi mostrando su desilusión.
—¡Ah!, ¿has venido al culto? Está bien, pasa, pero tienes que sentarte y quedarte quieto.
Ahora bien, como el pobre Cristi no tenía con quién hablar, la recomendación de la señora era innecesaria. Entró con mucha humildad, y se sentó en el primer banco.
Después empezó a llegar la congregación: ancianos y niños, mamás con bebés en sus brazos, ancianas con la cabeza cubierta con chales, esposos y esposas, algunos jóvenes, gente con toda clase de rostros y toda clase de personalidades, desde la callada y respetable esposa de un artesano hasta la pobre niñita mendiga que se sentó en el banco al lado de Cristi.
Y a las siete en punto, se abrió la puerta y entró el predicador. Cristi no le quitó los ojos de encima durante todo el culto. Y, ¡ah! cómo disfrutó del canto, ¡especialmente el último himno! Una señorita detrás de él lo estaba cantando con mucha claridad y él pudo entender todas las palabras. ¡Ah, si pudiera recordarlas para repetírselas al viejito Treffy! El himno decía así:
Hay una ciudad luminosa,
Cerradas están sus puertas al pecado,
Nada sucio
Nada sucio
Jamás entrará ni ha entrado.

Salvador, vengo a ti,
Cordero de Dios, escúchame,
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.

Señor, haz que desde ahora
Tu hijo amante sea.
Guardado por tu poder,
Guardado por tu poder,
Para que ya tristeza no vea.

Hasta que ropaje blanco como la nieve
Con los redimidos yo he de vestir,
Sin falta y sin mancha,
Sin falta y sin mancha,
¡Seguro en aquel hogar feliz!
Y después del himno comenzó el sermón. El texto del predicador era Apocalipsis 21:27: “No entrará en ella ninguna cosa sucia”.
Habló de la Ciudad Celestial de la cual acababan de cantar, la luminosa y hermosa ciudad, con sus calles de oro y sus puertas de perlas. Habló del río de agua de la vida, y los árboles a cada orilla del río. Habló de los que viven en ese lugar feliz, de su ropaje blanco y sus coronas de oro, de los dulces cantos que siempre cantan y del gozo que brilla en todos sus rostros.
El predicador también les dijo que en esa ciudad luminosa nunca hay tristeza. No hay llanto, ni lágrimas, ni suspiros ni problemas. No hay pies cansados caminando en ese pavimento de oro, ningún hambriento, no hay sol caliente que quema, ni fría escarcha ni nieve. En la ciudad de oro no hay enfermedad, no hay muerte; no hay funerales en el cielo, ni tumbas. Allí reina el amor perfecto, no hay peleas ni discusiones, no hay tonos airados ni murmullos discordantes, no hay voces groseras que alteren la paz. Y todo esto eternamente y para siempre, nada de ansiedad porque vaya a llegar a un final, nada de temores deprimentes por el futuro, ni despedidas, ni adioses. Una vez allí, hay seguridad para siempre. Es estar en el hogar, descansando, con Dios.
—¿Les gustaría ir allí? –preguntó el predicador.
Un murmullo muy suave llenó el salón, un suspiro de nostalgia, una expresión de asentimiento. Y el pequeño Cristi susurró para sus adentros:
—¿Si me gustaría ir allí? ¡Ya lo creo, yo y el viejito Treffy y todos!
—No entrará allí ninguna cosa sucia –dijo el predicador—. Cerradas están sus puertas al pecado. Mis amigos, si hay un pecado en su alma, las puertas del cielo, de la Ciudad Celestial, están cerradas para usted. “No entrará en ella ninguna cosa sucia, no entrará en ella ninguna cosa sucia”. Si en toda mi vida nunca hubiera pecado, si en toda mi vida nunca hubiera realizado una mala acción, o dicho una mala palabra, o pensado un mal pensamiento, si toda mi vida hubiera hecho todo lo que debía hacer, siendo totalmente sin pecado y santo, pero esta noche cometiera un pecado, ese pecado, por más pequeño que fuera a los ojos del hombre, ese pecado sería suficiente para impedir que entrara al cielo. Las puertas estarían cerradas por ese único pecado. Ninguna alma sobre la cual hay una manchita de pecado puede entrar en esa ciudad luminosa.
—¿Hay alguno en este salón –preguntó el predicador—, que pueda decir que ha pecado sólo una vez? ¿Hay alguno aquí que pueda decir que hay un solo pecado en su alma?
Nuevamente hubo un apagado murmullo en el salón, y nuevamente los suspiros profundos, pero esta vez eran suspiros de sus conciencias que los acusaban.
—No, ninguno de nosotros puede afirmar eso. Cada uno de nosotros ha pecado una y otra y otra vez. Y cada pecado es como una mancha oscura, una mancha profunda de tinta en el alma –agregó el predicador.
“Ay, ¿qué vamos a hacer el señor Treffy y yo?” pensó Cristi.
Y pensó en el ático solitario y el rostro triste y agotado del viejito Treffy.
“Entonces era cierto. Las palabras de la niña Mabel y las del sueño del señor Treffy; todas muy ciertas, todas muy ciertas” siguió pensando.
Si Cristi hubiera estado prestando atención, hubiera oído que el predicador explicaba la manera de librarse del pecado, pero su mente infantil estaba llena de la idea central del sermón, y cuando volvió a escuchar al predicador le estaba diciendo a la congregación que esperaba que volvieran el próximo domingo a la noche, pues pensaba predicar sobre la segunda estrofa del himno y explicarles, en más detalle que esta noche, cuál era la única manera de entrar por las puertas del cielo.
Cristi caminó de regreso a la pensión muy triste y desconsolado; no tenía ningún apuro por ver los ojos ansiosos e inquisitivos del viejito Treffy. Cuando llegó al oscuro ático se sentó junto a Treffy y, fijando su vista en el fuego, dijo con pesar:
—Su sueño era verdad, señor Treffy. He vuelto a oír lo mismo esta noche. El sermón era sobre eso, y cantamos sobre eso, así que ya no queda ninguna duda.
—Cuéntame todo, muchacho –dijo Treffy lastimeramente.
—Es un lugar hermoso, señor Treffy –dijo Cristi—. Estaría usted allí muy feliz y cómodo si pudiera entrar. Pero no se permite ningún pecado dentro de sus puertas. Eso fue lo que dijo el predicador, y lo que dice también el himno:
“Hay una ciudad luminosa,
Cerradas están sus puertas al pecado.”
—Entonces no hay esperanza para mí, Cristi, no hay esperanza para mí –dijo el anciano.
Y horas después, cuando Cristi creía que Treffy estaba bien dormido en su cama en el rincón, oyó su pobre, vieja y temblorosa voz murmurando una y otra vez:
—Cerradas están sus puertas al pecado, cerradas están sus puertas al pecado.
Y hubo otro oído escuchando la voz del viejito Treffy. El hombre a las puertas de la Ciudad Celestial, de quien escribe Bunyan, había escuchado el triste lamento del anciano, y lo sintió en lo más profundo del alma. Conocía íntimamente al viejito Treffy, y pronto le diría, con tono cariñoso, abriendo las puertas del descanso:
“Quiero, de todo corazón, dejarte entrar.”

Capítulo 6: La Única Manera De Entrar Al "Hogar, Dulce Hogar"

Esa semana fue muy larga y triste para Treffy y para Cristi. El anciano casi ni hablaba, excepto para susurrar las palabras tristes del himno, o para decirle a Cristi, con total desaliento:
—Ya todo acabó para mí, Cristi; para mí no hay hogar.
Treffy ni se acordaba de su organillo. Cristi se lo llevaba de día, pero de noche quedaba guardado contra la pared, sin que lo tocara. Ahora Treffy no aguantaba oírlo. Una noche Cristi había empezado a tocarlo, pero la primera tonada fue “Hogar, dulce hogar”, y Treffy había dicho con amargura:
—No toques esto, Cristi, no hay un “Hogar, dulce hogar” para mí; nunca volveré a tener un hogar, no, nunca.
Así que Treffy no tenía nada que lo consolara. Aun su viejo organillo parecía haberse puesto en su contra: su propio y querido organillo que tanto había amado, ahora lo hacía sentir todavía más desgraciado.
El doctor lo había vuelto a visitar, según lo había prometido, pero dijo que no podía hacer nada por Treffy, que era cuestión de tiempo. No había medicamento que pudiera salvarle la vida.
Era terrible para el viejito Treffy estar cada día más cerca de la muerte, cada día la cadena de su vida aflojándose más y más, y acercándose cada día más a un futuro desconocido.
Treffy y Cristi contaban ansiosamente los días hasta el domingo, cuando oirían acerca de la segunda estrofa del himno. Quizá después de todo podría haber algo de esperanza, alguna manera de entrar en la ciudad luminosa, alguna entrada al “Hogar, dulce hogar”, por la cual hasta el alma manchada de pecado del viejito Treffy pudiera entrar.
Por fin llegó el domingo. Era una noche húmeda y lluviosa, el viento tormentoso soplaba con fuerza, y la pequeña congregación en el salón de la misión era más pequeña que de costumbre. Pero se leía en el rostro de algunos una gran determinación, y, el predicador, al observar a los pocos reunidos y cuando leyó su texto sintió que muchos no habían venido por mera curiosidad, sino con un anhelo sincero de escuchar la Palabra de Dios. Y elevó su corazón en una oración muy sentida, pidiendo que para muchos en ese salón la Palabra que estaba por compartir fuera de bendición eterna.
En el salón de la misión hubo gran silencio cuando el Sr. Wilton leyó su texto. Cristi fijó su vista en él, y escuchó atentamente cada palabra.
El texto era éste: “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”.
Primero, el predicador les recordó el sermón del domingo anterior, de la luminosa ciudad de oro donde todos anhelaban ir. Les recordó la primera estrofa del himno:
“Hay una ciudad radiante,
Cerradas sus puertas están al pecado”
Y luego preguntó suavemente y con cariño:
—¿Hay alguno que ha llegado esta noche a este salón anhelando saber la manera como él, un pecador, puede entrar en la ciudad? ¿Hay alguno así?
—Ay, sí, yo –dijo en voz baja el pequeño Cristi.
—Intentaré, con la ayuda de Dios, mostrarles la manera –dijo el predicador—. Ustedes y yo hemos pecado. Un pecado es suficiente para cerrarnos las puertas del cielo, pero hemos pecado, no sólo una vez, sino cientos de miles de veces. Nuestras almas están cubiertas de las manchas del pecado. Pero hay una cosa, sólo una cosa, por medio de la cual el alma puede volver a ser blanca, clara y pura. El texto nos dice que es “La sangre de Jesucristo.”
Luego pasó a explicar cómo es que la sangre de Jesús puede limpiar el pecado. Habló de la muerte de Jesús en el Calvario, de la fuente que allí abrió para limpiar el pecado y lo sucio. Les explicó que Jesús es el Hijo de Dios, y que, por lo tanto, su sangre que derramó en la cruz es de valor infinito. Les dijo que, desde aquel día en el Calvario, miles han acudido a la fuente, y cada uno ha salido de ella más blanco que la nieve, habiendo desaparecido todas las manchas del pecado.
El predicador les dijo que cuando los que han sido limpiados llegan a las puertas de perlas, éstas se abren de par en par para recibirlos, porque no hay ni una mancha en sus almas, pues están libres de pecado. Y luego su rostro se puso muy serio, e inclinándose hacia delante, rogó a los presentes que acudieran a la sangre para poder ser lavados y limpiados. Les rogó que se fijaran en la segunda estrofa del himno, y dijeran de todo corazón:
Salvador, vengo a ti,
Cordero de Dios, escúchame,
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
—Hay una palabrita en mi texto –siguió diciendo el predicador—, que es un gran consuelo. Me refiero a la palabra todo. ¡Todo pecado! Eso incluye toda mala palabra, todo mal pensamiento, toda mala acción. Eso incluye la mancha más negra, la más oscura, la más profunda. Todo pecado, cada pecado, todos los pecados. Ningún pecado es demasiado malo como para que no lo alcance la sangre. Ningún pecado tan grande que no lo pueda cubrir la sangre. Y ahora bien, cada alma en este salón es salva o no salva, está limpia o sucia.
Continuó el predicador:
—Quiero hacerles, mis queridos amigos, una pregunta muy seria. En su alma ¿está el pecado o la sangre? Está el uno o el otro. ¿Cuál es?
El predicador hizo una pausa al hacer esta pregunta, y el salón estaba tan quieto que se hubiera oído caer un alfiler. ¡Cuántos estaban reflexionando en la condición de su propio corazón! Y Cristi se decía en lo más profundo de su corazón:
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
El predicador terminó su sermón exhortando a todos que acudieran esa misma noche a la fuente. ¡Con cuánta intensidad les rogaba que no demoraran más, que dijeran ya mismo: “Señor, vengo a ti”! Les rogó que cuando llegaran a sus casas, en sus propios cuartos, se pusieran de rodillas sintiendo que Jesús se encontraba de pie junto a ellos.
—Eso es “venir a Jesús” –dijo el predicador.
Les dijo que le contaran todo a Jesús, que le entregaran a él todos sus pecados, que le pidieran que los cubriera todos con su sangre, para esa misma noche poder acostarse a dormir más blancos que la nieve.
—¿Lo harán? –preguntó—. ¿Harán esto?
Y el pequeño Cristi se dijo: “Sí, lo haré”.
Al terminar, el Sr. Wilton se paró en la puerta, saludando amablemente a cada uno al salir. Parecía muy cansado y ansioso después de su sermón. Lo había predicado con mucha oración y emoción, y anhelaba, sí, anhelaba intensamente saber que había bendecido a alguna alma.
Algunos de la pequeña congregación que iban saliendo lo hacían con rostro serio y reflexivo, y al pasar cada uno, el Sr. Wilton elevaba una oración pidiendo que la semilla en esa alma brotara y diera fruto. Pero había otros que ya empezaban a conversar con sus vecinos, que parecían haber olvidado todo lo que habían oído. Verlos entristeció el corazón del joven predicador. “¿Se ha perdido la semilla, querido Señor?” dijo sin fe, porque ya estaba muy cansado y agotado, y cuando el cuerpo es débil es fácil que nuestra fe también se debilite.
Pero vio algo en el rostro de Cristi al salir del salón que lo impulsó a llamarlo para hablar con él. Había notado la atención del muchacho durante el sermón, y quería saber si había comprendido lo que había oído.
—Mi muchacho –dijo el predicador con bondad, poniendo una mano sobre el hombro de Cristi—, ¿puedes decirme cuál fue el texto de esta noche?
Cristi lo recitó correctamente, y el predicador pareció complacido. Le hizo a Cristi varias preguntas más sobre el sermón, y luego lo alentó a hablar. Cristi le contó acerca del viejito Treffy, quien tenía un mes más de vida, y que anhelaba saber cómo podía ir al “Hogar, dulce hogar”. El predicador prometió ir a visitarlo, y anotó el nombre de la calle y el número de la casa en su libretita. Antes de que Cristi se retirara se arrodilló con él en el salón vacío, y oró pidiendo que esa misma noche el querido Señor lavara el alma de Cristi con su sangre preciosa.
Cristi se retiró pensativamente, pero muy contento porque esta noche tenía buenas noticias para el viejito Treffy. Apuró sus pasos al ir acercándose a la pensión, y corrió escaleras arriba al ático, ansioso de contarle todo al pobre anciano.
—¡Señor Treffy! ¡Qué hora maravillosa he pasado! Fue hermoso, señor Treffy, y me estuvo hablando el predicador, y viene a verlo a usted, sí viene aquí –dijo Cristi triunfalmente.
Pero Treffy anhelaba tener mejor noticia que ésta.
—¿Y qué me puedes decir del “Hogar, dulce hogar”, Cristi? –preguntó.
Hay una manera de llegar, señor Treffy –dijo Cristi—. Usted y yo no podemos entrar con nuestros pecados, pero “la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado”. Eso dice la Biblia, señor Treffy, y fue el texto del predicador.
—Cuéntame más –dijo Treffy con voz trémula.
—No hay nada fuera de la sangre de Jesús que pueda limpiarnos del pecado, señor Treffy –dijo Cristi—, y lo único que tenemos que hacer usted y yo es acudir a él, pedírselo y lo hará esta misma noche, dijo el predicador. He aprendido otra estrofa del himno, señor Treffy.
Cristi se arrodilló junto al anciano y recitó con reverencia:
Salvador, vengo a ti,
Cordero de Dios, escúchame,
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
Treffy repitió las palabras después de él con voz temblorosa.
—Yo quisiera que me limpiara, muchacho –dijo.
—Entonces lo hará, señor Treffy –dijo Cristi—. Jesús nunca rechaza a nadie.
—Ay, pero soy viejo, Cristi, y he sido pecador toda mi vida, y he hecho algunas cosas muy malas, Cristi. Nunca lo había pensado hasta la semana pasada, pero ahora lo sé. No creo que me lave de mis pecados; son tan grandes, muchacho.
—¡Pero sí lo hará! –dijo Cristi con entusiasmo—. Eso es justo lo que dijo el predicador. Hay una palabra para usted en el texto, señor Treffy. “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”. Todo pecado, todo pecado, ¿no le basta esto, señor Treffy?
—Todo pecado –susurró el viejito Treffy—, ¡todo pecado! Sí, Cristi, creo que eso me basta.
Después de esto, ambos quedaron en silencio. Cristi contemplaba el fuego. Luego, dijo de pronto:
—Señor Treffy, vamos ahora mismo y pidámoselo.
—¿Pedir a quién? ¿Al predicador?
—No –respondió Cristi—, al Señor Jesús. Está aquí en el cuarto, el predicador dijo que lo estaba. Pidámosle que nos lave a usted y a mí, ahora mismo, señor Treffy.
—¡Ay, bien! Pidámosle eso, Cristi.
Entonces el anciano y el muchacho se pusieron de rodillas, y con una fuerte percepción de la presencia del Señor, el pequeño Cristi oró:
—Señor Jesús, venimos a ti, yo y el señor Treffy. Tenemos muchos pecados que hay que lavar, pero el predicador dijo que tú no nos rechazarías, y el texto dice todo pecado. Creemos que se aplica a nosotros, Señor Jesús, a mí y al señor Treffy. Por favor lávanos hasta quedar blancos como la nieve. Queremos ir al “hogar, dulce hogar”. Por favor, lávanos esta noche en la sangre. Amén.
Enseguida el viejito Treffy, con voz temblorosa agregó:
—Amén, Señor, lávanos a los dos, a mí y a Cristi, lávanos hasta que seamos blancos como la nieve. Por favor, hazlo. Amén.
Después de esto, se levantaron, y Cristi dijo:
—Ahora podemos acostarnos, señor Treffy, porque estoy seguro que ya nos ha escuchado.
Así fue que el hombre a las puertas recibió al anciano tembloroso al igual que al niño pequeño, y al entrar habían oído en lo más profundo de su corazón, la Voz llena de gracia diciéndole a cada uno, una y otra vez:
“Confía, hijo, tus pecados te son perdonados.”

Capítulo 7: Las Campanillas De La Pequeña Mabel

A la mañana siguiente, Cristi se despertó contento, porque recordaba la oración de la noche anterior, y, con su fe sencilla había creído que la sangre de Jesucristo lo había limpiado de todo pecado.
Pero el viejito Treffy volvió a sentir duda y temor. Comenzó a mirar su interior, y recordó sus pecados. ¿Qué si, después de todo, había todavía pecado en su alma? ¿Qué si las puertas seguían cerradas para él?
—Cristi, muchacho, no siento que las cuentas estén arregladas todavía para mí –dijo con ansiedad.
—¿Por qué no, señor Treffy? –preguntó Cristi.
—Es que he sido muy malo, Cristi. No me parece que sea posible que el Señor me perdone tan fácilmente, hay mucho pecado en mi alma.
—Pero usted le pidió que lo limpiara, señor Treffy, ¿no es cierto?
—Ay, sí, se lo pedí –dijo Treffy desconsoladamente.
—Y él ha dicho que lo hará si se lo pedimos, ¿no es así, señor Treffy?
—Ay, Cristi, así es.
—Entonces es seguro que lo ha hecho –dijo Cristi.
—No sé, muchacho, no siento que lo haya hecho –dijo el viejito Treffy lastimeramente.
Así fue que mientras el pequeño Cristi andaba en la luz, el viejito Treffy seguía dando tropezones en la oscuridad, en momentos con esperanza, en momentos con temores, pero nunca confiando.
Cristi hizo otra visita al camino suburbano esa semana. La pequeña Mabel y su mamá estaban saliendo de la casa cuando llegó Cristi. La niña corrió con entusiasmo cuando vio el organillo, y le rogó a su mamá que se quedara mientras daba vuelta a la manija ¡sólo seis veces!
La señora le habló a Cristi con gentileza. Le hizo varias preguntas, y él le contó acerca del viejito Treffy, lo enfermo que estaba y cómo le quedaba apenas un mes más de vida. Los ojos de la señora se llenaron de lágrimas, preguntó a Cristi dónde vivía y anotó la dirección en un cuadernito que llevaba en el bolsillo.
—Mamá –dijo Mabel –quiero preguntarte algo.
La mamá se agachó, Mabel le susurró algo al oído, y luego dijo la señora con bondad:
—Sí, si deseas hacerlo.
Mabel corrió hacia la casa y regresó con un ramo grande de campanillas blancas, bonitamente arreglado con ramitas de hojas verde oscuro. Muy blancas y puras, y bellas a la vista.
—Toma, organillero –dijo Mabel, poniendo el ramo en las manos—, estas campanillas queridas son mías, me las dio mi tía Elena, y son para que se las lleves al señor Treffy. ¿Te parece que le gustarán?
—Ah, sí, estoy seguro que sí, niña –dijo Cristi con emoción.
—Mabel –dijo la mamá—, enséñale a Cristi la oración que te dije que siempre dijeras cuando miras las campanillas.
—Sí –dijo Mabel—, como no. Dice así, Cristi: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.
El rostro de Cristi pareció iluminarse.
—¿Dirás esta oración, Cristi? –preguntó la señora con bondad.
—Sí, señora –respondió Cristi—, es como la que el señor Treffy y yo oramos anoche:
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
La señora sonrió cuando Cristi dijo esto, y pareció muy complacida.
—Estoy muy contenta porque conoces la única manera de ser limpio –dijo la señora—. Estas campanillas siempre me hacen pensar en las almas blancas, sin manchas por haber sido lavadas en la sangre de Jesús.
Luego la señora y la pequeña Mabel siguieron su camino, y Cristi miró las flores con ternura. ¡Qué cariño sentía por ellas ahora! Dirigió sus pasos derechito a casa, porque no quería que las campanillas se marchitaran antes de que se las diera al viejito Treffy. ¡Qué hermosas, qué limpias y puras lucían! Muy diferentes del humo y el polvo de su ruidosa calle. Cristi esperaba que el aire impuro no fuera a mancharlas. Algunos de los chicos comenzaron a seguirle rogándole que les regalara una flor, pero él cuidó mucho sus tesoros hasta que llegó al ático.
Cuando Cristi abrió la puerta ¡cuál sería su sorpresa al ver allí nada menos que al predicador, sentado al lado del viejito Treffy, hablándole muy serio! Éste hizo una pausa para saludar gentilmente a Cristi, y luego siguió con lo que estaba diciendo. Le estaba contando a Treffy acerca de la muerte de Jesús, y cómo era que la sangre de Jesús puede limpiar de todo pecado.
—No siento que las cuentas estén arregladas para mí –dijo Treffy con voz temblorosa—. Todavía me parece todo oscuro y dudoso. No siento que haya sido limpiado, no puedo sentirme contento.
—Treffy –dijo súbitamente el predicador—, ¿cree usted que le diría yo una mentira?
—No, Señor. Estoy seguro que no, puedo verlo en su rostro. No, señor, confiaría en usted en cualquier parte.
—Pues bien, Treffy –dijo el predicador, sacando dinero de su bolsillo—, te he traído esto. Ahora no puedes trabajar y necesitas muchas cosas que no puedes comprar. Te doy este dinero para que las compres.
—Gracias, señor –dijo el viejito Treffy con lágrimas en los ojos—. No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento. Estamos muy pobres en este momento, Cristi y yo.
—Un momento, Treffy –dijo el predicador—, el dinero no es tuyo todavía. Primero debes tomarlo en tus propias manos.
Treffy extendió su arrugada y temblorosa mano tomando el dinero mientas susurraba nuevamente palabras de agradecimiento.
—¿Sientes que lo tienes ahora, Treffy? –preguntó el predicador.
—Sí, señor, lo tengo –dijo el viejito Treffy.
—¿Estás seguro que lo tienes, Treffy? –insistió el predicador.
—Sí, señor –volvió a decir Treffy desconcertado—. Sé que lo tengo, no entiendo qué quiere decir, señor.
—Te diré lo que quiero decir –dijo el predicador—. El señor Jesús ha venido a este cuarto, tal como lo he hecho yo, Treffy. Te ha traído un regalo, tal como lo he hecho yo. Su regalo le ha costado a él mucho más que el mío me ha costado a mí: le ha costado su vida. Se ha acercado a ti, como lo he hecho yo, y te dice, como he dicho yo: ‘Viejito Treffy, ¿confías en mí? ¿Crees que te diría una mentira?” Y luego te extiende su regalo, como lo hice yo, Treffy, y dice: “Tómalo, es para ti”. Ahora bien, Treffy, ¿qué tienes que hacer con este regalo? Exactamente lo que hiciste con el mío. No tienes que trabajar para recibirlo, ni quedarte esperando. Tienes que simplemente extender tu mano y tomarlo. ¿Sabes de qué regalo te estoy hablando?
Treffy no contestó, por lo que el predicador continuó:
—Se trata del perdón de tus pecados, Treffy, se trata del corazón limpio que tanto anhelas, se trata del derecho a entrar al “Hogar, dulce hogar” por el cual estás orando, Treffy. ¿Tomarás el regalo del Señor?
—Quiero tomarlo, pero no sé cómo –dijo el viejito.
—¿Te detuviste a pensar cómo ibas a tomar mi regalo, Treffy?
—No, simplemente lo tomé.
—Exactamente. Y eso es lo que tienes que hacer con el regalo del Señor, simplemente tienes que tomarlo –dijo el predicador.
Y después de un instante continuó:
—¿Me hubiera agradado a mí, Treffy, si hubieras retirado tu mano y dicho: “¡No, señor! No lo merezco. No creo que realmente me lo dé, no puedo tomarlo todavía.”?
—No, supongo que no.
—Pero es justamente lo que le estás haciendo al Señor Jesús, Treffy. Te está ofreciendo su regalo, y quiere que lo tomes ya, no que demores diciendo: “No, señor, no puedo creer lo que dices, no puedo confiar en tu palabra, no puedo creer que el regalo sea para mí, no puedo tomarlo todavía”.
—Treffy –agregó el predicador—, si puedes confiar en mí, ah, ¿por qué no puedes confiar en el Señor Jesús?
Las lágrimas caían por el rostro del anciano, y no podía responder.
—Te voy a preguntar algo más, Treffy –dijo el predicador—, ¿Confiarás ahora en el Señor Jesús?
—Sí, señor –dijo Treffy entre lágrimas—. No puedo menos que confiar en él ahora.
—Bien, Treffy, recuerda que Jesús se encuentra en este ático, cerca de ti, cerca de mí, muy, muy cerca, Treffy. Cuando le hablamos, él oye cada palabra que le decimos, escucha cada uno de nuestros suspiros, conoce cada uno de nuestros anhelos.
El predicador no había terminado:
—Pero antes de que le hables, Treffy, escucha lo que él te quiere decir –dijo, sacando su Biblia del bolsillo—. Estas son sus propias palabras: “Venid... estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” porque “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”. Treffy, ¿no quieres confiar en el Señor Jesús? ¿Crees que te diría una mentira?
—No, estoy seguro que no.
—Muy bien, Treffy, entonces se lo diremos.
El predicador se puso de rodillas junto a Treffy, Cristi también lo hizo, y el viejito Treffy juntó sus manos temblorosas mientras aquel elevaba una oración.
Fue una oración muy sencilla, simplemente asegurando creer lo que el Señor decía. El viejito Treffy fue repitiendo las palabras del predicador con profunda sinceridad, y, cuando terminó, el anciano siguió con las manos juntas, y dijo:
—Señor Jesús, confío en ti. Acepto tu regalo. Creo en tu palabra.
Entonces el predicador se puso de pie, y dijo:
—Treffy, cuando tomaste mi regalo, ¿qué hiciste enseguida?
—Le di las gracias, señor –dijo Treffy.
—Sí –dijo el predicador—, ¿no te gustaría agradecerle al Señor Jesús por el regalo del perdón de tus pecados que te ha dado?
—¡Ay! –dijo Treffy con lágrimas en los ojos—, sí, señor, quiero.
Entonces todos volvieron a arrodillarse, y en pocas palabras el predicador dio gracias al Señor por su gran amor y bondad hacia el viejito Treffy al darle el perdón de sus pecados.
Y nuevamente el viejito Treffy repitió las palabras, y agregó:
—Gracias, Señor Jesús, muchas gracias por el regalo, te costó la vida. De veras que te doy las gracias con todo mi corazón.
—Ahora bien, Treffy –dijo el predicador al levantarse para retirarse—, si mañana viene Satanás y dice: “Viejo Treffy, ¿de veras sientes que has sido perdonado? Quizá todo sea un error”, ¿qué le dirás?
—Creo que le diré el texto de la Biblia –respondió el viejito Treffy—. “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”.
—Eso dará resultado, Treffy –dijo el predicador—. Satanás no tiene respuesta para eso. Y recuerda, el Señor quiere que sepas que has sido perdonado, no que meramente lo sientas. Hay una diferencia entre sentir y saber. Tú sabías que habías tomado mi regalo, y no me entendiste qué significaba cuando te pregunté si habías sentido que te lo había dado. Es igual con el regalo del Señor, Treffy. Tus sentimientos no tienen nada que ver con tu seguridad, pero tu fe tiene mucho que ver con ella. ¿Has creído lo que el Señor dice? ¿Has confiado en él? Esa es la cuestión.
—Sí, señor, lo he hecho –dijo Treffy.
—Entonces sabes que has sido perdonado –dijo el predicador con una sonrisa.
—Sí, señor –dijo Treffy con alegría—, ahora confío en él.
En ese momento, Cristi se acercó a Treffy, y puso en sus manos el ramo de campanillas blancas.
—Me las dio la niña Mabel –dijo—, y me dijo que cada vez que las mirara, dijera una pequeña oración: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.
—Más blanco que la nieve –repitió el predicador—, ¡más blanco que la nieve, Treffy! Eso es maravilloso, ¿no te parece?
—Sí –respondió el viejito Treffy reflexivamente contemplando las flores—, más blanco que la nieve, emblanquecido con la sangre de Jesús.
Con esto, el predicador se despidió, pero cuando ya iba cruzando la calle, oyó que Cristi corría tras él. En la mano llevaba algunas de las hermosas campanillas y una de las ramitas verdes.
—Por favor, señor –dijo—, ¿le gustaría llevarse estas campanillas?
—Muchas gracias, muchacho; ya lo creo que me gustaría.
Se llevó las campanillas a su casa con cuidado, y éstas le enseñaron una lección de fe. La semilla que había sembrado en el salón de la misión no se había perdido. Ya dos pobres almas manchadas de pecado habían venido a la fuente, y habían sido lavadas más blancas que la nieve. El anciano y el muchachito habían creído la palabra del Señor, y habían encontrado la única manera de entrar a la ciudad luminosa, al “Hogar, dulce hogar”.
Dios había sido muy bueno con él al dejarlo saber esto. Podía ahora hacer frente al futuro con confianza.

Capítulo 8: Hecho Apto Para El Hogar

¡Qué distinto le parecía todo a Treffy después de librarse de sus dudas y temores! Aun el pequeño ático parecía lleno de sol, y el corazón del viejito Treffy estaba lleno de luz. Había sido perdonado, y lo sabía. Y, como hijo perdonado, podía levantar sus ojos y mirar con una sonrisa el rostro del Padre.
Un gran peso había sido quitado del corazón del pequeño Cristi. Su anciano patrón estaba ahora tan feliz y contento, nunca impaciente por sus largas ausencias cuando andaba afuera con el organillo, ni nervioso y ansioso por el sustento del día. El viejito Treffy había entregado a Jesús la carga del pecado, y no era difícil entregarle también la carga de su sustento. El Señor que había llevado la carga más pesada con toda seguridad llevaría también la más liviana. Treffy no hubiera podido expresar con palabras este sentido de confianza, pero lo llevaba a la práctica. Ya no se oían sus quejas ni sus malos presentimientos. Tenía siempre una gran sonrisa y una palabra alegre para Cristi cuando éste regresaba cansado a la noche. Y mientras Cristi andaba afuera, se quedaba acostado muy quieto y tranquilo, hablándose suavemente a sí mismo o agradeciendo al Señor el gran regalo que la había dado.
Y la confianza del viejito Treffy no fue defraudada. “No serán condenados cuantos en él confían”.
El regalo de la visita del predicador no fue el único que recibieron esa semana. Un día, Cristi llegó a casa al mediodía para ver cómo estaba el anciano, y se disponía a volver a salir a dar sus vueltas, cuando oyó el suave frufrú de una falda de seda en las escaleras, y un leve toque en la puerta. Cristi la abrió rápidamente, y allí estaban Mabel y su mamá. Habían traído muchos regalitos para el viejito Treffy, que a Mabel le encantó darle. Pero le trajeron también lo que el dinero no puede comprar: palabras dulces y bondadosas y radiantes sonrisas, que alegraron su corazón.
La señora se sentó al lado de Treffy, y conversaron acerca de Jesús. Al anciano ahora le encantaba hablar de Jesús, porque podía decir:
—Me ama, y dio su vida por mí.
La señora sacó un pequeño Nuevo Testamento del bolsillo, y le leyó un capítulo. Tenía una voz dulce y leía con tanta claridad que Treffy podía entender cada palabra.
La pequeña Mabel se quedó sentada muy quietita mientras su mamá leía. Luego, se puso de pie y corrió al otro extremo del ático:
—Aquí están mis campanillas –dijo, con una exclamación de alegría al verlas en la ventana—. ¿Le gustan, señor Treffy?
—¡Ah! Niña, claro que sí, y Cristi y yo siempre pensamos en tu pequeña oración cuando las miramos –contestó el anciano.
—Lávame, y seré más blanco que la nieve –recitó Mabel con reverencia—. ¿El Señor lo ha lavado a usted, señor Treffy?
—Sí, niña, creo que sí –fue la respuesta.
—Qué bien –dijo la pequeña—, entonces es seguro que irá al “Hogar, dulce hogar”, ¿no es así, mamá?
—Sí –respondió la mamá—, Treffy y Cristi han encontrado el único camino que lleva al hogar eterno. ¡Y qué día feliz será cuando todos nos volvamos a encontrar allí! ¿Le gustará ver a Jesús, Treffy? –preguntó.
—Sí –dijo el viejito Treffy –será maravilloso ver su bendito rostro. Me da ganas de cantar de gozo cuando lo pienso, y no tengo que esperar mucho tiempo.
—No –dijo la señora, con una mirada melancólica —. Casi quisiera estar en su lugar, Treffy; me gustaría estar tan cerca como usted del “Hogar, dulce hogar”. Pero eso sería egoísta de mi parte –agregó levantándose para partir.
Pero la pequeña Mabel había visto el viejo organillo, y no tenía ningún apuro por irse. Tenía que hacerle girar la manija, “un poquito”. En el pasado, el viejito Treffy se hubiera alterado y afligido ante la idea de que la manija de su querido organillo estuviera en manos de una niñita de seis años. Aun ahora sintió cierta inquietud cuando ella lo sugirió. Pero su temor desapareció cuando vio la manera cuidadosa con que Mabel lo hacía. El viejo organillo estaba en buenas manos. Y, para alegría de Mabel, la primera tonada fue “Hogar, dulce hogar”. Qué dulce sonaba a los oídos de Treffy. No estaba pensando en ningún hogar terrenal, sino en la “ciudad luminosa” donde esperaba estar pronto. Y la señora estaba pensando lo mismo.
Cuando terminó la canción se despidieron. Cristi miró por la ventana y las vio cruzar la sucia calle y subir al carruaje que las esperaba.
Había sido una semana muy feliz para Cristi y el viejito Treffy.
Llegó el domingo, y otro culto en el pequeño salón de la misión. Cristi estuvo allí muy a tiempo, y el predicador le sonrió cariñosamente cuando entró.
Esta noche el predicador hablaría sobre la tercera estrofa del himno. Cantaron el himno entero antes del sermón, y luego volvieron a cantar la tercera estrofa para que todos pudieran recordarla durante la predicación.
Señor, haz que desde ahora
Tu hijo amante sea.
Guardado por tu poder,
Guardado por tu poder,
Para que ya tristeza no vea.
Y el texto del sermón era Colosenses 1:12: “Aptos para participar de la suerte de los santos en luz”.
Lo repitió lentamente, y Cristi lo susurró suavemente, para poder enseñárselo al viejito Treffy.
—“Apto para participar de la suerte de los santos en luz”. ¿Cuál es esa suerte? –preguntó el predicador.
Mis queridos amigos, nuestra suerte es la herencia de esa ciudad luminosa de la cual hemos estado hablando tanto. El “Hogar, dulce hogar”, el hogar de nuestro Padre celestial. Todavía no estamos allí, pero para todos los que han sido limpiados por Cristo hay en las alturas un maravilloso hogar. Jesús lo está preparando para nosotros; es nuestra herencia. Me pregunto cuántos en este salón tienen allá un hogar. Pueden tener un hogar desdichado e incómodo en la tierra. ¿Es ese su único hogar? ¿No hay un hogar para ustedes en la ciudad luminosa, un hogar en el cielo?
Siguió diciendo el predicador:
—Todos pueden tener allí un hogar si vienen a la fuente, si pueden decir desde lo profundo de su corazón: “Señor, lávame, y seré más blanco que la nieve”.
Cristi sonrió cuando el predicador dijo su pequeña oración, porque se acordó de las campanillas. Y el predicador pensó en ellas también.
Luego pasó a decir que quería hablar esa noche a los que habían acudido a Jesús, a los que habían llevado sus pecados a él y que habían sido lavados en su sangre.
“Ese soy yo y el viejito Treffy” pensó Cristi para sus adentros.
—Mis queridos amigos –siguió el predicador—, todos ustedes tienen una herencia. Son hijos del Rey. Hay un lugar en el reino esperándolos. Jesús está preparando ese lugar para ustedes, y quiero mostrarles esta noche que tienen que estar listos para ir a él, tienen que ser aptos para recibir la herencia. Algún día, el príncipe de Gales será el rey de Inglaterra. Este reino es su herencia. En cuanto nació tenía derecho a él. Pero se ha educado y capacitado con mucho cuidado, a fin de ser apto para recibir la herencia, a fin de poder disfrutarla y ser capaz de aprovecharla. Si no tuviera educación, si se hubiera criado en unos de estas calles sombrías, aunque tuviera todo el derecho de ser rey, no podría disfrutarlo, se sentiría extraño, incómodo y fuera de lugar.
—Lo mismo sucede con nuestra herencia –siguió diciendo. En cuanto nacemos de nuevo tenemos derecho a ella, pasamos a ser hijos e hijas del Rey de reyes. Pero necesitamos estar preparados y ser hechos aptos para recibir la herencia. Tenemos que llegar a ser santos en nuestro interior. Tenemos que capacitarnos y aprender a aborrecer al pecado y amar todo lo que es puro y santo. Y ésta es la obra del Espíritu Santo de Dios.
—Queridos amigos, ¿están dispuestos a pedir el don del Espíritu Santo para ser aptos? No sucederá en un solo día. Ustedes acudieron a Jesús para ser limpiados de la mancha del pecado. Lo hizo al instante, les dio inmediatamente el derecho a la herencia. Pero no llegarán a ser santos al instante. Poco a poco, hora tras hora, día tras día, el Espíritu Santo les irá haciendo más y más aptos para la herencia. Irán siendo más y más como Jesús. Aborrecerán más al pecado, amarán más a Jesús, llegarán a ser más santos. Pero, ¡ah! no se crea nadie que ser bueno le da el derecho a la herencia. Si yo fuera el que ha recibido la mejor educación, si me hubieran enseñado cien veces mejor que al príncipe de Gales, todo eso no me daría el derecho a ser el rey de Inglaterra. No, mis amigos, el único camino al “Hogar, dulce hogar”, la única manera de obtener el derecho a la herencia, es por medio de la sangre de Jesús. No hay otro camino, no hay otro derecho.
—Pero después que el Señor nos ha dado el derecho al reino, siempre nos prepara para él. El alma perdonada siempre vivirá una vida santa. El alma que ha sido emblanquecida querrá siempre mantenerse limpia de pecado. ¿No sucede así con ustedes? Piensen en lo que Jesús ha hecho por ustedes. Los ha lavado con su sangre, les ha quitado el pecado que le costó la vida. ¿Volverán a hacer ustedes las cosas que lo entristecen? ¿Serán tan desagradecidos como para hacer semejante cosa?
—¡Seguramente que no! Seguramente dirán, con las palabras de la tercera estrofa de nuestro himno:
Señor, haz que desde ahora
Tu hijo amante sea.
Guardado por tu poder,
Guardado por tu poder,
Para que ya tristeza no vea.
Y seguramente le pedirán, muy, pero muy sinceramente, que les dé aquel Espíritu Santo, él único que puede hacerlos santos. Y cuando la obra haya acabado, cuando ya hayan sido hechos aptos para recibir la herencia, el Señor los llevará a ella. No los hará esperar. Algunos son hechos aptos con mucha rapidez. Otros tienen que esperar largos y cansadores años de disciplina. Pero todos los hijos del Rey estarán finalmente listos, todos serán llevados al hogar, y recibirán la herencia. ¿Estarán ustedes entre ellos?
Con esa pregunta terminó el predicador su sermón, y la pequeña congregación se fue retirando en silencio, todos se fueron a sus casas pensativos.
Cristi se quedó cerca de la puerta hasta que salió el predicador. Éste preguntó bondadosamente por el anciano, y luego le hizo a Cristi varias preguntas acerca del sermón, porque mientras predicaba temía que no estaba presentando las cosas con suficiente claridad como para que las comprendiera un niño. Pero se alegró al descubrir que la verdad principal del sermón había quedado impresa en la mente del pequeño Cristi, y que iba a poder llevarle al viejito Treffy al menos algo de lo que había escuchado.
Porque Cristi había sido enseñado por Dios, y en los corazones enseñados por el Espíritu Santo, la semilla echa raíces. El Señor los prepara para recibir la palabra, y prepara la palabra para ellos, y el sembrador no tiene más que poner su mano en su canasta y desparramar la semilla sobre la tierra blanda. Se hundirá, brotará y dará fruto.
El predicador sintió esta verdad al caminar hacia su casa. Y recordó que está escrito que dijo el Señor: “Mi palabra... hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié”.
“Ese es un mensaje para mí, al igual que para mis oyentes” pensó. “Señor, prepárame siempre antes de que yo predique tu palabra.”

Capítulo 9: Treffy Entra a La Ciudad Celestial

—Cristi, muchacho –dijo Treffy aquella noche, cuando Cristi le había contado lo que podía recordar del sermón, y le había recitado la tercera estrofa del himno—, el Señor va a tener que apurarse mucho, mucho para prepararme a .
—Quizá no tanto, señor Treffy –dijo Cristi preocupado—, quizá no tanto como usted cree.
—Ya casi se ha cumplido el mes, Cristi, y creo que me estoy acercando mucho a la ciudad celestial, acercando mucho al “Hogar, dulce hogar”. A veces, me parece ya leo las palabras sobre las puertas.
Cristi no pudo responder. Sentado junto al fuego, se tapó el rostro con las manos, y bajó más y más la cabeza. Y, finalmente, aunque había tratado de contenerse, se largó a llorar, lo cual conmovió el corazón del viejito Treffy. Puso cariñosamente su mano sobre la cabeza de Cristi, y por un rato, ninguno de los dos dijo palabra. Cuando el corazón duele mucho, el silencio muchas veces hace más para consolar que las palabras, pero tiene que ser un silencio que brota de un corazón lleno, no de uno vacío. El corazón del viejito Treffy estaba muy lleno de cariño, de melancolía por el pobre Cristi.
—Cristi, muchacho –dijo por fin—, tú no me harías quedar fuera de las puertas, ¿no es cierto?
—No, no, señor Treffy –dijo Cristi—, por nada del mundo haría algo así; lo único es que quisiera ir yo también.
—Me parece, muchacho, que el Señor tiene trabajo para que hagas para él antes de ir. Yo soy un anciano pobre e inútil, tambaleante y tembloroso, así que me va a llevar a mi hogar, pero tú, tú tienes toda la vida por delante, Cristi, ¿no es así?
—Sí –dijo Cristi, con un suspiro, porque pensaba cuánto tiempo tendría que pasar antes de volver a estar con el viejito Treffy, y antes de que las puertas de oro se abrieran para él.
—¿No quisieras hacer algo para el Señor, muchacho, simplemente para mostrarle que lo amas?
—Sí, señor Treffy, eso quisiera –dijo Cristi susurrando.
—Cristi –dijo el viejito Treffy, sentándose súbitamente en la cama—. Daría todo lo que tengo; sí, todo, aun mi viejo organillo y tú sabes cuánto lo amo... pero renunciaría a él y a todo lo demás con tal de tener un año más de vida, un año para mostrarle al Señor que lo amo.
Y con pesar agregó:
—Pensar que dio su vida por mí, y que murió una muerte tan terrible por mí, y yo apenas tengo una pobre miserable semana para demostrarle que lo amo. ¡Ah, Cristi! ¡Ah, muchacho! No aguanto pensar lo desagradecido que parezco.
Ahora le tocó a Cristi ser el consolador:
—Señor Treffy –dijo—, simplemente dígale eso al Señor, estoy seguro que comprenderá.
Treffy juntó al instante las manos y dijo con sinceridad:
—Señor Jesús, de veras te amo, quisiera poder hacer algo por ti, pero sólo me queda una semana de vida, sólo una semana; pero, de veras te doy gracias, y daría cualquier cosa por tener un poco más de vida para mostrarte que te amo. Por favor, por favor comprende lo que te quiero decir. Amén.
Finalizada su oración, el viejito Treffy dio media vuelta en su cama y se quedó dormido. Cristi permaneció un ratito más junto al fuego. En los últimos días había tratado de olvidar qué poco tiempo le quedaba con el anciano, pero ahora estaba muy consciente de ello. Y se sentía muy triste y desolado. Es muy terrible perder al único amigo que uno tiene en el mundo. Es muy espantoso ver delante de uno un nubarrón oscuro y sombrío, y sentir que ese nubarrón está en su camino, y que uno tiene que pasar por él. El pobre Cristi se sentía dominado por el dolor, porque “temía tener que entrar en el nubarrón”. Pero recordó las palabras de Treffy, y dijo de todo corazón:
—Señor Jesús, ayúdame a darte mi vida. Y por favor ayúdame a ser compasivo con el viejito Treffy. Amén.
Luego, algo consolado, se acostó a dormir.
La mañana siguiente miró ansiosamente al viejito Treffy. Parecía más débil que nunca, y a Cristi no le gustaba la idea de tener que dejarlo. Pero les quedaba muy poco dinero, y pareció que Treffy quería que se fuera, así que, lleno de tristeza, Cristi salió a dar sus vueltas con el organillo. Decidió ir al camino suburbano para contarle a la pequeña Mabel y a su mamá lo peor que estaba su querido patrón. Es un gran consuelo contar nuestras tristezas a aquellos a quienes les interesan.
Así fue que Cristi se detuvo delante de la casa con el lindo jardín. La época de las campanillas había pasado, pero ahora las prímulas ocupaban su lugar, y el jardín lucía muy alegre. Pero Cristi no estaba de ánimo para admirarlo, miraba ansiosamente hacia la ventana del cuarto de la pequeña Mabel. Pero no la veía, así que dio vuelta a la manija de su organillo y tocó “Hogar, dulce hogar”, la tonada favorita de ella, para atraer su atención. Un minuto después de comenzar a tocar, vio a la pequeña Mabel que salía a toda prisa de la casa corriendo hacia él. Pero no sonreía como siempre. “Parece haber estado llorando”, pensó Cristi.
—Ay, organillero –dijo—, no toques hoy. Mamá está enferma en cama, y le hace doler la cabeza.
Cristi dejó de tocar inmediatamente. Estaba en medio del coro de “Hogar, dulce hogar”, y el organillo emitió un melancólico quejido al dejar de tocar.
—Lo siento mucho, niña –dijo.
Mabel, de pie frente a él se quedó en silencio, y Cristi, bajó la cabeza para verla mejor, y le dijo con sentimiento y ternura:
—¿Está muy mal, niña?
—Sí –respondió la pequeña—. Creo que sí, porque papá está muy serio, y la niñera no nos deja jugar.
—Y oí que le decía a la cocinera que mamá no iba a mejorar –agregó con un sollozo que brotaba de su corazoncito.
—¡Pobre niña! –dijo Cristi con dolor –¡pobre niña, no te preocupes tanto, por favor, no te preocupes tanto!
Y mientras Cristi seguía mirando a la niñita, por su mejilla cayó una lágrima grandota que cayó sobre el bracito blanco de ella.
De pronto, Mabel levantó la vista.
—Cristi –dijo—, creo que mamá está por irse al “Hogar, dulce hogar” y yo quiero ir también.
—Yo también –dijo Cristi con un suspiro—pero falta mucho, mucho tiempo para que sus puertas se abran para mí.
En ese momento la niñera llamó a Mabel para que entrara, y Cristi se fue triste por su camino. El mundo le parecía muy lleno de problemas. Hasta el cielo estaba nublado, y un viento penetrante del este lo congeló hasta los huesos, quemando las flores primaverales. Los brotes de los árboles se mecían para atrás y para adelante con cada ráfaga, y Cristi casi se sintió mejor porque todo estaba tan gris. Se sentía muy triste y afligido, muy inquieto y desgraciado. Empezó a pensar si Dios lo habría olvidado. El mundo le parecía tan inmenso y desolado. Su viejo patrón se estaba muriendo, su amiguita Mabel tenía problemas, parecía haber dolor por todas partes. Parecía no haber consuelo para el pobre Cristi.
Cansado y agobiado tomó rumbo a la pensión, y se arrastró por las escaleras hasta el ático. Escuchó una voz adentro, una voz baja y suave, que calmó el alma inquieta de Cristi. Era el Sr. Wilton, y le estaba leyendo algo al viejito Treffy.
Treffy estaba sentado en la cama, con una dulce sonrisa en su rostro, escuchando con entusiasmo cada palabra. Y, al entrar Cristi, el predicador estaba leyendo este versículo:
—“La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” Ese es un hermoso versículo para ti, Treffy.
—Sí –dijo Treffy, animándose—, y para el pobre Cristi también, que está muy deprimido, señor.
—Cristi, ¿por qué está turbado tu corazón? –preguntó el predicador poniéndole una mano en el hombro.
Cristi no podía contestar. Se apartó súbitamente del predicador, y tirándose en la cama del viejito Treffy, comenzó a llorar con amargura.
Al predicador se le partía el corazón al ver al pobre Cristi. Se arrodilló a su lado, y poniéndole un brazo alrededor, con una ternura casi maternal, dijo suavemente:
—Cristi, ¿qué te parece si vamos juntos al Señor Jesús y le contamos tu dolor?
Y luego, en palabras muy simples, que Cristi podía comprender, el predicador le pidió al Señor que se acordara del pobre niño solitario para consolarlo y bendecirlo, y hacerle sentir que tenía un Amigo que nunca lo dejaría. Mucho después de que partiera el predicador, cuando el silencio reinaba en el ático y Treffy dormía, Cristi oyó una voz en su corazón que le decía: “No se turbe vuestro corazón”. Y se fue a dormir en paz.
De pronto, lo despertó la voz del anciano:
—Cristi, ¡Cristi, muchacho!
—¿Qué pasa, señor Treffy? –dijo Cristi, saltando de su cama apresuradamente.
—¿Dónde está el viejo organillo, Cristi? –preguntó Treffy.
—Aquí está, señor Treffy, está bien y seguro –dijo Cristi.
—Toca una tonada, Cristi, toca “Hogar, dulce hogar.”
—Es la medianoche, señor Treffy, la gente se preguntará qué pasa—, respondió Cristi.
Pero Treffy no contestó, y Cristi se deslizó a su lado con una luz, y miró su rostro. Estaba muy alterado y extraño. Tenía los ojos cerrados, y había algo en su rostro que Cristi nunca había visto. No sabía qué hacer. Caminó hasta la ventana y miró afuera. El cielo estaba muy oscuro, pero en medio de la oscuridad brillaba una estrella. “No se turbe vuestro corazón” parecía decirle. Y Cristi respondió en voz alta:
—Señor, querido Señor, ayúdame.
Cuando se retiró de la ventana, Treffy volvió a hablar, y Cristi le oyó decir:
—Toca, Cristi, toca el organillo.
Ya no vaciló más. Tomó el organillo, dio vuelta a la manija, y lentamente las notas de “Hogar, dulce hogar” llenaron el oscuro ático. El anciano abrió los ojos cuando Cristi tocaba, y al terminar el canto, llamó al muchacho, y tomándolo, lo acercó lo más posible y susurró:
—Cristi, muchacho, se están abriendo ahora las puertas. Estoy entrando. Toca nuevamente, Cristi.
Qué difícil le resultó tocar las otras tres tonadas, parecían muy fuera de lugar en el cuarto de la muerte.
Pero Treffy no pareció oírlas. Susurraba las palabras de la oración:
—¡Lávame, y seré más blanco que la nieve, más blanco que la nieve!
Y, mientras Cristi tocaba “Hogar, dulce hogar” por segunda vez, los pies cansados del viejito Treffy pasaron por las puertas celestiales. Al fin estaba en su hogar, en su “Hogar, dulce hogar”.
Y el pequeño Cristi quedó afuera.

Capítulo 10: "No Hay Sitio … Más Dulce Que El Hogar"

A la mañana siguiente, algunos de los pensionistas en el cuarto grande de la planta baja, recordaron haber oído ruidos en el silencio de la noche que los había despertado. Algunos afirmaban que había sido sólo el viento que se oía aullar en la chimenea, pero otros estaban seguros de que hubo música, y comentaron que quizá el viejito en el ático se había estado entreteniendo a medianoche con el organillo.
—No puede ser –dijo la dueña de la pensión cuando se enteró del asunto—él nunca volverá a tocar. Según el doctor, se está muriendo.
—Vaya y pregúntele si no estuvo tocando su organillo a medianoche –dijo un hombre desde uno de los rincones del cuarto— le juego que sí estaba tocando.
La dueña subió las escaleras para satisfacer su curiosidad, y llamó a la puerta del ático. Nadie contestó, así que la abrió y entró. Cristi estaba profundamente dormido, estirado en la cama donde yacía el cuerpo de su viejo patrón. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas, y descansaba la cabeza sobre una de las manos arrugadas y frías del viejito Treffy. La dueña se quedó muy seria, e instintivamente se estremeció ante la presencia de la muerte.
Cristi se despertó sobresaltado, y la miró desconcertado. Al principio no se acordaba de lo que había pasado. Pero enseguida recordó todo, y se dio vuelta lanzando un gemido.
La señora, se sintió conmovida por el dolor del muchacho, pero era una mujer áspera, y no sabía cómo mostrar su compasión. Cristi se sintió aliviado cuando ella se fue y lo dejó solo. En cuanto reinó el silencio en la casa, trajo a un vecino para atender el cuerpo del viejito Treffy, y luego salió para avisarle al predicador.
Al predicador le dio mucha lástima ver el sufrimiento del muchacho. Una vez más lo encomendó a su Padre amante, al Amigo que nunca lo dejaría ni lo abandonaría. Y cuando Cristi se había retirado, una vez más se arrodilló y agradeció a Dios de todo corazón por haberle permitido ser el pobre y débil instrumento para traerle esta alma. Habría al menos uno en la hermosa puerta del “Hogar, dulce hogar”, esperándolo. El viejito Treffy lo estaría esperando. ¡Qué bueno había sido Dios con él! Fue con un corazón agradecido que se sentó para preparar su próximo sermón, que sería sobre la última estrofa del himno. Y lo que acababa de enterarse acerca del viejito Treffy lo ayudó mucho a palpar la realidad de la ciudad luminosa de la cual iba a predicar.
El predicador buscó ansiosamente a Cristi cuando entró en el salón de la misión lleno de gente el domingo a la noche. Sí, allí estaba Cristi, sentado como siempre en el primer banco, con su rostro muy pálido y alicaído, y con la mirada baja y triste. Y cuando cantaban el himno, el predicador notó las lágrimas que corrían por sus mejillas, aunque se las secaba con la manga en cuanto aparecían. Pero Cristi levantó la vista casi con una sonrisa cuando leyó su texto. Era Apocalipsis 7:14, 15: “Estos son los que han venido de grande tribulación, y han lavado sus ropas, y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios”.
—Esta noche –dijo el predicador—, voy a hablar del “Hogar, dulce hogar” y de los que allí moran, la gran multitud de los redimidos. Es un lugar muy santo. No hay ni una manchita en las calles de oro, el mal no existe en la ciudad. El tentador no puede entrar allí. Se desconoce el pecado. Todo es muy, muy santo. En las ropas blancas de los que allí moran no hay ninguna mancha; sus ropas son puras y limpias, impecables, brillantes y blancas. No hay nada que pueda ensuciarlas, nada para arruinar su hermosura, han sido blanqueadas para siempre en la sangre del Cordero, y por eso están delante del trono de Dios.
—Nunca olviden –siguió diciendo—que esta es la única manera de poder estar delante de ese trono. Tener buena voluntad, no los llevará allí, ser mejor que otros, no servirá para nada. Si de hecho van a entrar en el cielo, tendrán que ser lavados y blanqueados en la sangre del Cordero.
—San Juan nos ha dado una vislumbre del cielo. Vio una gran multitud de los redimidos que cantaban un canto nuevo para alabar al que los había redimido. Y desde la época de San Juan ¡cuántos se han sumado a esa multitud! Cada día, cada hora, casi cada momento, un alma llega a las puertas de la ciudad. Y las puertas de perlas se abren para cada alma lavada en la sangre de Jesús. Todos están vestidos con ropaje blanco, y al caminar por las calles de oro y presentarse ante el trono de gloria, se unen a ese canto que nunca pasará de moda: “Amén: La bendición y la gloria y la sabiduría, y la acción de gracias y la honra y la potencia y la fortaleza, sean a nuestro Dios para siempre jamás. Amén.”
—Queridos amigos, ¿se sumarán ustedes a esa multitud? Este es un mundo oscuro, triste, moribundo, ¿se contentarán con que éste sea su todo? ¿Se contentarán con nunca entrar en el “Hogar, dulce hogar”? ¿Demorarán venir a la fuente, pero luego despertar y encontrarse con que han quedado afuera de la ciudad luminosa, afuera para siempre? Un anciano, con quien estuve conversando la semana pasada, está celebrando su primer domingo en esa ciudad luminosa.
Ante estas palabras, el salón quedó en total silencio, y Cristi se dijo para sus adentros: “Se refiere al señor Treffy, estoy seguro que sí.”
—Era un pobre anciano manchado por el pecado –siguió diciendo el predicador—, pero creyó en Jesús, acudió a la sangre de Cristo para ser lavado, y estando aún aquí fue blanqueado más blanco que la nieve. Y dos noches atrás el querido Señor llamó al anciano y se lo llevó a su hogar. No había ninguna marca de pecado en su alma, por lo tanto, las puertas se abrieron para él, y ahora viste la ropa blanca de los redimidos por Cristo: “sin falta ni mancha, sin falta ni mancha, ¡seguro en aquel hogar feliz!”.
—Si me enterara yo el domingo que viene, que usted ha muerto, ¿podría decir lo mismo de usted? Mientras nosotros nos reunimos aquí, ¿estaría usted en el “Hogar, dulce hogar”? ¿Ha sido lavado en la preciosa sangre de Cristo? ¿Ha sido realmente perdonado? ¿Ha acudido realmente a Jesús?
—Les ruego que cada uno conteste esa pregunta en su propio corazón –dijo con mucha intensidad—. Quiero encontrarme algún día con cada uno de ustedes en el “Hogar, dulce, hogar”. Creo que cuando Dios me lleve allí los estaré buscando, y ¡cuánto anhelo ver a cada uno de ustedes allí, en nuestro hogar!
—No puedo decir más esta noche –dijo el predicador—, pero estoy muy emocionado. Dios permita que cada uno de ustedes pueda ser lavado ahora en la sangre de Jesús, y ser blanqueado en esta vida, más blanco que la nieve, para luego decir con un corazón agradecido: “Señor, trabajaré para ti, te amaré y te serviré todo lo que pueda...
Hasta que ropaje blanco como la nieve
Con los redimidos yo he de vestir,
Sin falta y sin mancha,
Sin falta y sin mancha,
¡Seguro en aquel hogar feliz!”
Terminó el culto, y la congregación se retiró. Pero Cristi se quedó en el banco donde estaba sentado. Cubrió su rostro con las manos, y no levantó la cabeza ni cuando el predicador le puso la mano suavemente en el hombro.
—¡Ay! –sollozó al fin—. Quiero irme a ese hogar. Mamá se ha ido, el viejito Treffy se ha ido, y yo me quiero ir también.
El predicador tomó la manita morena del niño en las suyas, y dijo:
—Cristi, pobrecito Cristi, al Señor no le gusta tenerte fuera de las puertas, pero tiene trabajo para que tú hagas todavía, y luego se abrirán las puertas, y aquel hogar será aún más dulce después de los días oscuros aquí en la tierra.
El predicador siguió consolándolo con palabras bondadosas y cariñosas, luego oró una vez más con él, y Cristi pudo retirarse con menos pesar. Pero no podía dejar de pensar en el domingo anterior, cuando se había apurado para regresar a casa y contarle a Treffy la tercera estrofa del himno.
Esta noche no había nadie a quien Cristi le pudiera contar lo que había oído. Esperó un minuto a la puerta del ático, como si casi tuviera miedo de entrar, pero eso fue sólo un minuto, y cuando entró desapareció su temor.
Ya se ponía el sol, y algunos rayos de gloria caían sobre el rostro de Treffy que yacía en la cama. Le pareció a Cristi como que venían derechito de la ciudad de oro, había algo tan luminoso y tan celestial en ellos. Y Cristi se imaginó que Treffy sonreía. Sería su imaginación, pero le gustó pensar que así era.
Luego fue a la ventana del ático y miró afuera. Casi le pareció ver la ciudad de oro, lejos, entre esas nubes maravillosas y luminosas. Era un pensamiento extraño y feliz pensar que allí estaba Treffy. ¡Qué cambio para él de este ático oscuro! ¡Ah, qué luminoso le parecería el cielo a su anciano querido!
Cristi hubiera dado cualquier cosa por ver siquiera un minuto lo que Treffy estaba haciendo.
“¿Le contará a Jesús acerca de mí, de cómo quiero irme a ese hogar”? se preguntó.
Y cuando ya se había puesto el sol, y la luz iba desapareciendo, Cristi se arrodilló en el crepúsculo, y dijo de todo corazón:
—Señor, por favor dame paciencia, y por favor llévame algún día a vivir contigo y con el viejito Treffy en el “Hogar, dulce hogar”.

Capítulo 11: Solo En El Mundo

El pequeño Cristi era el único doliente que siguió al viejito Treffy hasta su tumba. El suyo fue un entierro de pobre, a cargo del distrito. Su cuerpo fue puesto en un ataúd del distrito, y llevado a la tumba en un coche fúnebre del distrito. Pero, eso no importaba, porque Treffy estaba en su “Hogar, dulce hogar”. Todas sus penas y problemas habían pasado, su pobreza había llegado a su fin, y en “la casa de su Padre” lo estaban cuidando bien.
Pero el hombre que manejaba el coche fúnebre no quería perder tiempo en el camino, y Cristi tuvo que caminar tras él muy rápido, y a veces correr, para no quedar atrás. En el camino pasaron otro cortejo fúnebre muy distinto. Iba muy despacio. Había un coche fúnebre grande al frente, y le seguían seis carruajes llenos de gente. Cuando Cristi pasó cerca de ellos en el medio del camino, podía ver a los dolientes, muy tristes, y como si hubieran estado llorando mucho. Pero en uno de los carruajes vio algo que nunca olvidaría. Con su cabecita apoyada en el hombro de su papá y su carita pálida y triste, vio a su amiguita Mabel.
“¡Entonces murió su mamá!” pensó Cristi, “¡Y éste es su entierro! ¡Ay! ¡Qué mundo triste es éste!”
No sabía si Mabel lo había visto, pero el dolor de la niñita le tocó lo más profundo de su alma, y fue con más tristeza que antes que Cristi se apuró para alcanzar al coche fúnebre que llevaba el cuerpo de su anciano patrón a la tumba.
Así fue que las dos procesiones fúnebres, el del anciano pobre, y el de la bella y joven madre, continuaron hasta el cementerio, y sobre ambos cuerpos se pronunciaron las palabras: “El cuerpo vuelve al polvo de donde fue tomado, y el espíritu vuelve a Dios que lo dio”. Sus almas felices estaban en el “Hogar, dulce hogar”, lejos, lejos de estas escenas de dolor, porque pocos días antes, justamente a la misma hora, dos almas habían dejado este mundo de sufrimiento, y se habían encontrado ante las puertas de perlas, y, porque ambas estaban limpias y blancas, ambas lavadas en la sangre del Cordero, las puertas se habían abierto de par en par, y el viejito Treffy y la madre de la pequeña Mabel habían entrado juntos a la ciudad celestial. Ahora ambos habían visto a Jesús, el querido Señor a quien tanto amaban, y en su presencia disfrutaban plenitud de gozo.
Cristi tuvo que dejar el pequeño ático después de la muerte de Treffy, porque la dueña quería alquilarlo por más dinero. Pero le dio al muchacho permiso para dormir en el cuarto grande con los demás, y se apropió de los pocos muebles del viejito Treffy como pago por el alquiler que le debía.
Pero el organillo era propiedad de Cristi. El anciano se lo había regalado con toda solemnidad una semana antes de morir. Le había pedido a Cristi que se acercara, y le dijo que trajera el organillo. Luego lo encomendó al cuidado de Cristi.
—Tú lo cuidarás, Cristi –había dicho—. Nunca te separes de él, hazlo por mí. Y cuando toques “Hogar, dulce hogar”, piensa en mí y en tu madre, y cómo los dos llegamos allí.
Le resultó difícil a Cristi, el primer día después del entierro del viejito Treffy, salir con el organillo. No le importaba tocar las otras canciones, incluyendo “Pobre Ana María”, pero la primera vez que llegó a “Hogar, dulce hogar” lo embargó tanta emoción que se detuvo en medio y siguió caminando sin terminarlo. Los transeúntes se sorprendieron ante la pausa súbita en la tonada, y más todavía el ver las lágrimas que corrían por las mejillas de Cristi. No sabían que la última vez que había tocado esa tonada había sido en el cuarto de muerte, y que mientras la tocaba, su amigo más querido en el mundo había pasado al verdadero “Hogar, dulce hogar”. Pero Cristi sí lo sabía, y las notas del canto le hicieron recordar aquella medianoche. No se decidió a seguir tocando hasta que elevó su vista al cielo azul y pidió ayuda para poder regocijarse en el gozo del viejito Treffy. Y le vinieron muy dulcemente a mente las palabras del coro: “Hogar, dulce hogar, no hay sitio... más dulce que el hogar, más dulce que el hogar”.
“Y el viejito Treffy por fin está allí” pensó Cristi mientras terminaba de tocar.
Una semana después del entierro de Treffy, Cristi, fue al camino suburbano, con la esperanza de ver una vez más a la pequeña Mabel. No se había olvidado de su carita triste en la ventanilla del carruaje funerario. Y cuando estamos sufriendo dolor, nos hace bien ver e identificarnos con los que también están sufriendo. Cristi sentía que le sería de gran consuelo ver a la pequeña. Quería que le contara acerca de su mamá y de cuando se había ido al “Hogar, dulce hogar”.
Cuando Cristi llegó a la casa se quedó sorprendido. El lindo jardín estaba como siempre. Pero la casa parecía muy desierta y extraña. Las persianas de las habitaciones en la planta baja estaban cerradas, las ventanas de los cuartos de arriba no tenían persianas, pero parecían vacías y abandonadas. En la ventana del cuarto de los niños, en lugar de los rostros alegres de la pequeña Mabel y de Carlitos, había una anciana de rostro agriado, con la cabeza agachada, tejiendo.
¿Qué estaría pasando? ¿Dónde estaban los niños? ¿Sería posible que hubiera otro muerto en la casa? Cristi no se podía retirar sin averiguar, tenía que preguntarle a la anciana qué pasaba. Así que se paró frente al portoncito del jardín, y empezó a tocar el organillo con la esperanza de que mirara para afuera y le dijera algo. Pero, ella apenas le dio una mirada, no dio señales de haberlo oído, y siguió tejiendo.
Al rato, Cristi no aguantaba más, así que deteniéndose súbitamente a la mitad de “Pobra Ana María” caminó por el caminito de grava y tocó el timbre. La anciana sacó la cabeza por la ventana, y le preguntó qué quería. Cristi no sabía qué decir, así que dijo lo que lo estaba atormentando:
—Por favor, señora, dígame, ¿ha muerto alguien?
—¿Muerto? ¡No! –dijo la anciana inmediatamente—, ¿por qué lo preguntas?
—Por favor, ¿podría hablar con la niña Mabel? –preguntó Cristi con timidez.
—Me temo que no –respondió la anciana –a menos que quieras cruzar el océano. Ahora ya debe haber llegado a Europa.
—¡Europa! –repitió Cristi, sorprendido.
—Sí –dijo la anciana—todos se han ido para todo el verano.
Con esto, cerró la ventana abruptamente, como para decir: “Y eso es todo lo que te voy a contar”.
Cristi se quedó un momentito parado en el lindo jardín antes de retirarse. Se sentía muy decepcionado, había tenido la esperanza de ver a sus amiguitos, y ahora se habían ido. Estaban muy lejos en Europa. De seguro que Europa quedaba lejos, y quizá no volvería a verlos nunca más.
Se fue caminando lentamente por el camino polvoriento. Se sentía muy solo esta tarde, muy solo y abandonado. ¡Su mamá se había ido, el viejito Treffy se había ido! La mamá de Mabel se había ido y ahora ¡se habían ido también los niños! Ya no tenía a nadie que le levantara el ánimo o que lo consolara, así que con cansancio arrastró el viejo organillo por las calles calurosas. No tenía ánimo para tocar, estaba muy cansado y agotado, pero no sabía a dónde ir para descansar. Ni siquiera tenía el viejo ático. Pero el pavimento le quemaba los pies, y el sol estaba tan fuerte, que Cristi decidió volver a la deprimente pensión, y tratar de encontrar un rincón tranquilo en el cuarto común. Pero cuando abrió la puerta se encontró con una nube de polvo, y la dueña le gritó que se largara, no podía limpiar el cuarto con él haraganeando a esa hora del día. Entonces Cristi volvió a salir, muy afligido y desconsolado. Se fue a una calle tranquila donde se cobijó junto a la sombra de un alto muro.
Cristi tenía demasiado calor y estaba demasiado cansado como para sentirse desgraciado, pero a ratos sentía escalofríos y se iba al sol para volver a calentarse. Sentía un dolor extraño y fuerte en la cabeza, lo que lo tenía muy confundido e incómodo. No sabía qué le pasaba, y a veces se levantaba y trataba de tocar un ratito, pero estaba tan enfermo y mareado que tenía que parar y acostarse sin moverse junto al muro, con el organillo a su lado. Cuando comenzó a ponerse el sol, se arrastró cargando su organillo al cuarto común de la pensión. La dueña había terminado de limpiar, y estaba preparando la cena para los pensionistas. Le tiró a Cristi un trozo de pan cuando entró, pero él no pudo comerlo. Se arrastró a un banco en el último rincón del cuarto, y apoyando su viejo organillo a su lado contra la pared, se quedó dormido.
Cuando despertó, el cuarto se había llenado de hombres. Estaban comiendo su cena, hablando y riendo ruidosamente. No notaron a Cristi, tan quieto en el rincón. Por el ruido, no pudo volver a dormirse, de vez en cuando temblaba al oír las malas palabras y bromas groseras.
A Cristi le dolía terriblemente la cabeza, y se sentía muy, pero muy enfermo; nunca en su vida había estado tan enfermo. ¡Hubiera dado cualquier cosa por tener un rinconcito quieto donde acostarse, donde no tenía que oír las maldiciones y la maldad de los hombres en ese cuarto! Luego sus pensamientos se volvieron al viejito Treffy en su “Hogar, dulce hogar”. ¡Qué distinto era el lugar donde se encontraba su anciano querido!
“No hay sitio... más dulce que el hogar, no hay sitio... más dulce que el hogar” pensaba Cristi. “¡Qué lejos estoy de mi ‘Hogar, dulce hogar’!”

Capítulo 12: Cristi Es Bien Atendido

—¿Qué le pasa al muchachito? –le preguntó la mañana siguiente uno de los hombres a la dueña, cuando ésta preparaba el desayuno—. Tiene fiebre o algo parecido. Estuvo hablando de una y otra cosa toda la noche. Yo tenía dolor de muelas, y no pude dormir. Y el chico no dejó de hablar en toda la noche.
—¿De qué hablaba? –preguntó otro hombre.
—Un montón de tonterías –dijo el primero—. Ciudades luminosas, entierros y campanillas, y una vez se levantó y comenzó a cantar. Me extraña que no lo hayan escuchado.
—No te extrañe. Estaba tan cansado, que ni un terremoto me hubiera despertado. ¿Qué cantaba?
—Uno de esos cantos de su viejo organillo. Supongo que los tiene en la cabeza y no se los puede sacar. Creo que anoche estaba tratando de cantar “Hogar, dulce hogar”.
Con esto, el hombre salió para su trabajo.
—Bien, patrona –dijo otro—, si el muchacho está enfermo, cuanto antes lo saque de aquí mejor; no sea que nos contagie a todos.
Cuando todos los hombres se habían ido, la dueña se acercó a Cristi para ver si realmente estaba enfermo. Trató de despertarlo, pero él la miró con una mirada perdida, y no parecía reconocerla. Lo levantó en sus brazos y lo llevó a un cuartito oscuro debajo de las escaleras que estaba lleno de cajas y basura. No era una mujer mala, no podía echar al pobre niño a la calle en la condición que se encontraba. Le armó una camita en el piso, y dándole un vaso de agua, lo dejó para seguir con su trabajo. Esa tarde buscó al doctor del distrito para que fuera a verlo, y él le dijo que estaba muy enfermo.
Por muchos días el pequeño Cristi se debatió entre la vida y la muerte. No tenía conciencia de todo lo que pasaba, nunca oía entrar a la dueña, ni la oía salir. Ella era la única persona que se le acercaba, y podía darle muy poca atención porque tenía tanto que hacer. Pero se preguntaba por qué sería que Cristi hablaba con tanta frecuencia de un “Hogar, dulce hogar”. En medio de todos sus desvaríos, seguía con esa idea. Aun en su delirio, el pequeño Cristi añoraba la ciudad luminosa.
Después de un tiempo, Cristi comenzó a mejorar y lentamente, muy lentamente, se le fue la fiebre. Pero estaba tan débil que ni siquiera podía darse vuelta en la cama; y apenas si podía hablar. ¡Qué largos y cansadores le resultaban los días! La dueña había empezado a cansarse de atenderlo, así que Cristi pasaba largas horas sin ver a nadie, ni tener a nadie con quien hablar.
El suyo era un cuartito muy oscuro, iluminado únicamente con la luz del pasillo, y Cristi no podía ver ni siquiera un poquito del cielo azul. Se sentía muy solo en el mundo. Durante todo el día no había más sonido que los gritos lejanos de los niños en la calle, y en las noches podía oír el ruido de los hombres en el cuarto común. Con frecuencia se desvelaba casi toda la noche, escuchaba el tic tac del reloj en las escaleras, y hora tras hora contaba las campanadas. Luego observaba la tenue luz gris que iba entrando en su oscuro rincón, y escuchaba los pasos de los hombres que se iban a su trabajo.
Nadie vino a ver a Cristi. Se extrañaba que el Sr. Wilton no hubiera venido a preguntar por él al ver que no estaba en el culto. ¡Qué alegría le hubiera dado verlo! Pero los días iban pasando, nunca vino, y Cristi se extrañaba más y más. En una ocasión le pidió a la dueña que fuera a buscarlo, pero ella le dijo que no podía molestarse para ir tan lejos.
Si el pequeño Cristi no hubiera tenido un amigo en Jesús, su pequeño corazón se hubiera destrozado en la soledad y desolación de estos días de debilidad. Pero, aunque su fe de a ratos flaqueaba, y estaba muy deprimido, a veces hablaba con Jesús, como con un amigo querido; y de este modo recibía consuelo. Y las palabras que el predicador le había leído a su anciano patrón resonaban siempre en sus oídos:
“No se turbe vuestro corazón”.
No obstante, esas semanas le resultaron muy largas y aburridas. Por fin pudo sentarse en la cama, pero se sentía mareado cuando se movía porque había estado gravemente enfermo, y necesitaba toda clase de comidas nutritivas para poder recobrar sus fuerzas. Pero no había nadie que se ocupara de las necesidades del pobre huérfano. Nadie, excepto el querido Señor; él no lo había olvidado.
Era una tarde pesada y agobiante. A Cristi, acostado en su cama, parecía faltarle el aliento y anhelaba el aire puro. Se sentía medio desmayado y cansado, muy deprimido y desanimado.
—Por favor, querido Señor –dijo en voz alta— envíame alguien que venga a verme.
No había acabado de decir esto cuando se abrió la puerta, y entró el predicador. ¡Era demasiado para el pequeño Cristi! Extendió sus brazos hacia él de puro gozo, y se largó a llorar.
—¿Qué pasa, Cristi? –dijo el predicador— ¿no estás contento de verme?
—¡Creí que nunca vendría y me sentí tan lejos del Hogar! ¡Qué contento estoy de verlo!
El Sr. Wilton le dijo a Cristi que había estado fuera de la ciudad, y que otro predicador lo había remplazado. Pero la noche antes había predicado por primera vez en el salón de la misión desde su regreso, y se había extrañado de no ver a Cristi sentado en la primera fila. Le preguntó a la mujer que limpiaba el salón si lo había visto, y ella le había dicho que Cristi no había vuelto desde que él se había ido de viaje. El predicador quería saber qué pasaba, y por eso vino a verlo lo más pronto posible.
—Y ahora, Cristi –agregó—, cuéntame de estas largas y aburridas semanas.
Pero Cristi estaba ahora tan alegre y contento, que lo que había pasado le parecía una larga pesadilla. Ahora había despertado, y había olvidado su dolor y soledad.
Conversaron alegremente por un rato, y luego el predicador dijo:
—Cristi, tengo una carta acerca de ti, que te voy a leer.
La carta era del papá de la pequeña Mabel, que resultó ser amigo del Sr. Wilton.
“MI QUERIDO AMIGO:
“Hay un pobre muchacho de nombre Cristi (no sé su apellido) que vive en una pensión en la calle Percy. Vivía antes con un anciano organillero, pero creo que éste ya estaba al borde de la muerte hace algunas semanas. Mi querida esposa se encariñó mucho con el muchacho, y mi pequeña Mabel habla frecuentemente de él. Me imagino que debe haber quedado en la miseria. Le agradeceré que lo encuentre usted y le busque un hogar confortable con alguna persona respetable dispuesta a hacer el papel de su mamá.
“Adjunto un cheque para pagar los gastos por ahora. Quisiera que fuera a la escuela un año o dos, y luego quiero, si el muchacho desea servir a Cristo, capacitarlo para trabajar como lector de la Biblia entre la gente más pobre en su barrio.
“Creo que no puedo honrar mejor la memoria de mi querida esposa que hacer lo que ella hubiera deseado con respecto al pequeño Cristi. Haré por él todo lo que ella misma hubiera hecho, de haber vivido.
“Por favor dispénseme por molestarlo con este asunto, pero no quiero dejarlo hasta mi retorno, no sea que perdamos de vista al muchacho. El deprimente ático donde Cristi vivía con su anciano patrón, fue el último lugar donde lo visitó antes de su enfermedad, y siento la responsabilidad por este niño como una obligación sagrada que debo realizar por mi querida esposa, y también por aquel que dijo: ‘En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis.’
“Desde ya agradecido, su amigo
GERALD LINDESAY.”
—Cristi –dijo el predicador—, el Señor ha sido muy bueno contigo.
—Sí, el viejito Treffy tenía razón, ¿no es cierto? –dijo Cristi.
—¿Qué dijo el viejito Treffy?
—Dijo que el Señor tenía algún trabajo para que hiciera para él –dijo Cristi—. Yo no creía que podía haber algo que yo pudiera hacer, pero después de todo me va a dejar hacer algo.
—Sí –dijo el predicador, sonriendo—, ¿qué te parece si le damos las gracias, Cristi?
Entonces se arrodilló al lado de la cama de Cristi y oró. El pequeño Cristi juntó sus dos manos flaquitas y agregó sus palabras de alabanza:
—Oh, Jesús, te doy muchísimas gracias porque tienes algún trabajo que yo pueda hacer por ti, y, si así lo quieres, quedaré fuera de las puertas un tiempito más, a fin de hacer algo para mostrarte cuánto te amo. Amén.”
—Sí, Cristi –dijo el predicador al levantarse para retirarse—. Debes trabajar con un corazón muy amante. Y cuando hayas acabado tu trabajo, vendrá el descanso. Después de la larga espera vendrá el “Hogar, dulce hogar”.

Capítulo 13: La Obra De Cristi Para El Señor

Era una calurosa tarde de verano, varios años después, y, en la calle de la pensión, el ambiente era tan sofocante y agobiante como lo había sido en la época cuando vivían allí Cristi y el viejito Treffy. Había un montón de chicos jugando en la calle, gritando y peleándose tal como la habían hecho en aquel entonces. El aire estaba lleno de humo y polvo, y la calle parecía tan descuidada como en aquellos años. Era todavía un lugar muy deprimente y muy triste.
Tales fueron los pensamientos de Cristi al llegar aquella tarde calurosa. Le parecía estar tan lejos como siempre del “Hogar, dulce hogar”. No obstante, de todos los lugares que visitaba como lector de la Biblia, no había lugar que a Cristi le interesara más, porque no podía olvidar los días sombríos cuando siendo un huérfano desamparado, había llegado allí para pasar la noche. Y no podía olvidar el viejo ático, que había sido el primer lugar, después de la muerte de su madre, que había podido llamar su hogar. Era precisamente a ese ático que se dirigía esta tarde. Subió por las destartaladas escaleras, y, al hacerlo, recordó la noche cuando las subió por primera vez, y cómo se había arrodillado delante de la puerta del viejito Treffy, escuchando el organillo. Cristi nunca se había separado de ese organillo, el último regalo de su anciano patrón. Era raro que pasara una semana sin que le diera vuelta a la manija, y escuchara las viejas tonadas queridas. Y siempre terminaba con “Hogar, dulce hogar”, porque seguía siendo su favorita. Y cuando la niña Mabel lo visitaba, siempre quería tocar el organillo como recuerdo de su infancia. Ahora ya no era la niña Mabel, aunque Cristi a veces la llamaba así cuando conversaban de aquellos tiempos, y de Treffy y su organillo. Mabel ahora estaba casada con el predicador bajo el cual Cristi trabajaba, y se interesaba mucho en el joven lector de la Biblia. Siempre estaba dispuesta a ayudarle con su consejo y comprensión. Y le preguntaba a Cristi acerca de los pobres que visitaba, y él le decía cuáles necesitaban más la ayuda de ella. Y donde más la necesitaban allí estaba dispuesta a ir la joven señora.
Así fue que cuando Cristi tocó a la vieja puerta del ático, fue Mabel misma quien la abrió. Acababa de llegar a ver una pobre mujer enferma. No había visto a Cristi en ese ático desde los días cuando ambos eran niños. Mabel sonrió al pasar él, y le dijo:
—¿Te acuerdas la ocasión cuando nos vimos aquí siendo niños?
—Sí –contestó Cristi—, lo recuerdo bien. En aquella ocasión éramos aquí cuatro, señora Mabel, y dos de los cuatro se han ido a la ciudad luminosa de la cual hablamos ese día.
—Sí –dijo Mabel con lágrimas en los ojos—, nos están esperando en el “Hogar, dulce hogar”.
El ático estaba tan deprimente ese día como lo había estado cuando vivía allí el viejito Treffy. Casi todos los vidrios de la ventana estaban rotos, y cubiertos con pedazos de papel o trapos. El piso estaba más podrido que nunca, y las tablas parecían que iban a ceder cuando Cristi cruzó el cuarto para hablar con una señora que parecía muy triste, sentada en una silla junto al fuego que ardía lentamente. Era evidente que estaba muy enferma y muy desesperada. Cuatro niñitos jugaban todo alrededor, haciendo tanto ruido que Cristi apenas pudo oír lo que le dijo la madre cuando le dijo que “no estaba mejor, nada mejor, y no creía que jamás mejoraría”.
—¿Ha hecho usted lo que le pedí, señora? –preguntó Cristi.
—Sí, señor, lo he dicho una y otra vez, y más lo digo, más desgraciada me siento.
—¿A qué se refiere? –preguntó Mabel.
—A una pequeña oración. Le pedí que orara: “Dios, dame tu Espíritu Santo, para que me muestre lo que soy”.
—Y creo que me lo ha mostrado –dijo con tristeza la pobre mujer—. No había sabido que era pecadora, y cada día, sentada aquí junto a mi fueguito, vuelvo a recordarlo, y cada noche de insomnio vuelvo a recordarlo.
—Le he traído otra oración, señora –le dijo Cristi—. La he anotado en una tarjeta para que pueda aprenderla rápidamente: “Dios, dame tu Espíritu Santo, para que me muestre lo que es Jesús”. Dios ha escuchado y contestado su primera oración, así que puede estar segura que escuchará ésta también. Y si él le muestra qué es Jesús, estoy seguro que será usted feliz, porque Jesús perdonará sus pecados, y le quitará toda la pesada carga de ellos.
La pobre mujer leyó la oración en voz alta varias veces, y luego la señora Mabel tomó un libro de su bolsillo y comenzó a leer. Era un pequeño y muy gastado Nuevo Testamento. Alguna vez había sido azul, pero, por el uso constante, había perdido su color, y los cantos dorados habían perdido su brillantez. No era la primera vez que ese mismo Nuevo Testamento había estado en ese ático. Era el mismo del cual había leído la mamá al viejito Treffy quince años antes. ¡Cuánto amaba Mabel ese libro! Aquí y allá había marcas de lápiz que su mamá había puesto junto a algún versículo favorito, y Mabel los leía una y otra vez, hasta que llegaron a ser los favoritos suyos también. Fue uno de estos que le leyó a la pobre mujer aquel día: “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado.” Luego explicó cuán dispuesto está Jesús a salvar a cualquier alma que acude a él, y cómo su sangre es suficiente para quitar el pecado.
La enferma escuchó atentamente, y, con lágrimas en los ojos, Cristi le dijo:
—No hay versículo que yo ame más que ese, señora. El predicador basó su sermón en el salón de la misión la segunda vez que asistí, y me vinieron ganas de cantar de alegría cuando lo oí. Recuerdo cómo corrí por las escaleras a este ático, para contárselo a mi anciano patrón.
—¿Y has comprobado que es cierto, Cristi?
—Sí, señora, ya la creo, y Treffy también.
Luego Mabel y Cristi se retiraron, pero al ir bajando las escaleras, Cristi dijo:
—¿Tendría usted tiempo para visitar unos minutos a la dueña? Le encantaría verla, y no creo que le quede mucho tiempo de vida.
Mabel dijo que con mucho gusto la visitaría; entonces, Cristi tocó a la puerta al pie de las escaleras. Contestó una joven, y ellos pasaron al cuarto.
La dueña estaba acostada en una cama en el rincón del cuarto, y parecía dormir; pero enseguida abrió los ojos, y cuando vio a Cristi se le iluminó el rostro y extendió las manos en gesto de bienvenida. Ya estaba anciana, y había dejado de tomar pensionistas varios años antes.
—Ah, Cristi –dijo—, qué contenta estoy de verte, he estado contando las horas hasta que vinieras.
—Señora, hoy ha venido a visitarla la señora Mabel, mi amiga y hermana en la fe.
—¡Qué bueno! Cristi me había dicho que algún día vendría –dijo la pobre anciana dirigiéndose a Mabel.
—Hace mucho que conoce a Cristi, ¿no es así? –preguntó Mabel.
—Así es –dijo la anciana—. Al principio llegó aquí como un muchachito harapiento, temblando de frío. Me impresionó bien, señora, porque era mucho más calmado que algunos de los que venían, y solía darle a veces un trozo de pan, cuando parecía más hambriento que de costumbre.
—Sí, señora –dijo Cristi—, con frecuencia usted fue muy buena conmigo.
—¡Ay! No tanto como debí haber sido, Cristi. Sólo te di sobras de pan, algunas sobras de las comidas de los hombres, pero no tantas. Pero tú has venido a mí y me has traído el Pan de Vida, no sólo trocitos y sobras, pero más que suficiente, todo cuanto quiero, y más de lo que necesito.
Al oír esto, Mabel comentó:
—Cristi, me alegra saber esto. El Señor ha sido muy bueno contigo. Tu obra no ha sido en vano.
—¡En vano! –exclamó la anciana—. ¡Ya lo creo que no! Hay más que muchos, señora Mabel, que Dios bendecirá en el hogar celestial por lo que usted y su padre han hecho por este joven, y yo seré la primera. Me encontraba en la oscuridad como cualquier pagano, hasta que vino Cristi, y me leyó la Biblia, y me habló de Jesús, y me explicó todo con mucha claridad. Y ahora sé que mis pecados han sido perdonados, y que muy pronto el Señor me llevará a mi hogar, paciente esperaré...
Hasta ropaje blanco como la nieve
Con los redimidos yo he de vestir,
Sin falta y sin mancha,
Sin falta y sin mancha,
¡Seguro en aquel hogar feliz!
—Veo que la señora sabe tu himno, Cristi –dijo Mabel.
—Sí, se lo enseñé hace mucho tiempo, y a ella le gusta tanto como le gustaba a mi anciano patrón.
Después de conversar un ratito más, Mabel se despidió, y Cristi siguió haciendo las visitas que había programado. Toda aquella tarde larga y calurosa, siguió trabajando, subiendo oscuras escaleras, bajando a húmedos sótanos, visitando pensiones atestadas de gente. Y, dondequiera que iba, dejaba caer semillas de la Palabra de vida, dulces palabras de las Sagradas Escrituras, apropiadas para el corazón de la gente que encontraba.
Porque Cristi encontraba que en la Biblia había una palabra para cada necesidad, un mensaje para cada alma. Había paz para el cargado de pecado, consuelo para el desconsolado, descanso para el cansado, consejo para el desorientado y esperanza para el moribundo. Y Cristi siempre oraba antes de salir, pidiendo que el Espíritu Santo le diera la palabra apropiada para cada persona que visitaba. Y, cuando llamaba a la puerta de alguna casa, siempre elevaba una oración silenciosa, como esta:
“Señor, que conoces el corazón de todos los hombres, dame la oportunidad de decir algo para ti, y, por favor, a aprovecharla, y muéstrame cómo decir las palabras apropiadas.”
Con razón Dios lo bendecía. Con razón que a dondequiera que iba Cristi no sólo encontraba oportunidades para hacer el bien, sino que podía aprovechar al máximo esas oportunidades. Con razón cuando alguien estaba enfermo siempre mandaba a buscar al joven lector de la Biblia para que la leyera y orara por ellos. Con razón los niñitos lo amaban y a las pobres madres cansadas les gustaba sentarse unos minutos para oírlo leer palabras de consuelo del Libro de la Vida. Con razón todo el día Cristi encontraba trabajo que hacer para el Maestro, y almas esperando recibir el mensaje del Señor. Por lo general estaba muy cansado cuando se iba a casa de noche, pero no le importaba, pues nunca olvidó el dolor de Treffy, pocos días antes de morir, porque le quedaba sólo una semana para mostrarle su amor a su Salvador. Y Cristi daba gracias a Dios todos los días porque le había dado el honor y privilegio de trabajar para él.
Cristi vivía en una calle tranquila no lejos de la pensión de su niñez. Antes vivía más lejos, porque le gustaba caminar después de acabar su trabajo, pero vio que los pobres muchas veces lo querían para distintas cosas en las noches y en otros momentos, así que volvió a mudarse más cerca de ellos y más cerca de su trabajo. Muchas veces acudían a él con sus problemas, se sentaban en su pequeño departamento y le contaban sus penas. Especialmente a los jóvenes les encantaba llegar al departamento de Cristi para conversar con él, y una vez por semana Cristi tenía allí una pequeña reunión de oración, a la cual asistían muchos de ellos. Encontraban en esas ocasiones una gran ayuda en su camino al cielo.
Cuando Cristi abrió la puerta de la pensión cierto día, oyó el sonido que lo tomó de sorpresa. Era el sonido de su viejo organillo, y estaba tocando las notas de “Hogar, dulce hogar”. No se podía imaginar quién lo estaría tocando, porque le tenía prohibido a los hijos de la propietaria que lo tocaran, excepto cuando él estaba presente para vigilar que no lo dañaran. A veces sonreía para sus adentros al pensar cómo cuidaba al viejo organillo. Le recordaba aquellos días cuando había empezado a tocarlo, con el viejito Treffy a su lado, observándolo y diciendo ansiosamente: “Tócalo suavemente, Cristi, tócalo suavemente”.
Ahora él mismo era tan cuidadoso como lo había sido Treffy, y por nada del mundo se arriesgaba a que lo dañaran. Por eso, se apuró para subir las escaleras para ver quién podía ser que lo estaba tocando esta mañana. En el camino se encontró con la dueña, quien le dijo que un caballero lo estaba esperando en su salita, que parecía ansioso de verlo, y lo había estado esperando un largo rato. Y, cuando Cristi abrió la puerta, ¡quién tocaba el organillo sino su viejo amigo, el Sr. Wilton, el predicador de su niñez!
Hacía años que no se veían, porque el predicador se había ido a vivir a otra parte, donde predicaba las mismas verdades que otrora predicar en el pequeño salón de la misión. Había llegado para pasar un domingo donde antes había trabajado, y estaba ansioso por saber cómo le iba a su amigo Cristi, y si todavía estaba trabajando para el Salvador, y todavía esperando con expectativa ir al “Hogar, dulce hogar”.
Fue un encuentro muy afectuoso el del predicador y su joven amigo. Tenían mucho que contarse, porque hacía tanto que no se veían.
—Así que todavía tienes el viejo organillo, Cristi –dijo el predicador mirando la seda desteñida, que estaba aún más descolorida que en la época de Treffy.
—Sí, señor –contestó Cristi—, Jamás me separaría de él. Le prometí a mi anciano patrón que nunca lo haría, y fue el regalo que me dio en su lecho de muerte. Y ahora cuando escucho las notas de “Hogar, dulce hogar” pienso en el viejito Treffy, y pienso lo feliz que habrá estado estos quince años en la “ciudad luminosa”.
—¿Recuerdas cuánto anhelabas ir allí, Cristi?
—Sí, señor, y no lo anhelo menos ahora, pero me gustaría esperar algunos años más si es la voluntad de Dios. Hay mucho que hacer en el mundo, ¿no es cierto? Y lo que yo hago apenas me parece una gota en el océano cuando veo a los cientos que hay en estas calles atestadas de gente. A veces casi lloro cuando siento qué poco los puedo alcanzar.
—Sí, Cristi, hay mucho que hacer, y no podemos hacer ni la décima parte, ni la milésima parte, de lo que hay que hacer. Lo que tenemos que anhelar es que nuestro querido Señor pueda decir de cada uno de nosotros: “Hizo todo lo que pudo” –dijo el predicador.
Luego el predicador y Cristi se pusieron de rodillas y oraron pidiendo a Dios que bendijera la obra de Cristi, que lo capacitara para poder llevar a muchos, en las calles de ese desdichado barrio, a Jesús, a fin de que pudieran encontrar un hogar en aquella ciudad a donde ya había ido Treffy.

Capítulo 14: Al Fin "Hogar, Dulce Hogar"

Era el domingo a la noche, y Cristi una vez más se encontraba en el saloncito de la misión, ahora no como un pobre muchacho harapiento, sentado en la primera fila y corriendo el riesgo de que lo echara la mujer que encendía las lámparas de gas. A ésta jamás se lo ocurriría ahora echar a Cristi, porque el joven lector de la Biblia era un hombre reconocido en el distrito. Siempre llegaba temprano, el primero en llegar, y solía pararse en la puerta para dar la bienvenida a cada uno que llegaba, ayudando a ancianos y ancianas a sus asientos, y estando a la expectativa de aquellos a quienes había invitado por primera vez durante la semana. Y si aparecía algún muchachito harapiento, que parecía dispuesto a escuchar, Cristi lo atendía con especial cuidado porque no olvidaba el día cuando entró por primera vez en ese salón, anhelando oír una palabra de consuelo para darle a su anciano patrón.
Esta noche estaba a cargo del culto el Sr. Wilton, y Cristi había estado ocupado toda la tarde repartiendo invitaciones especiales a la gente, porque anhelaba que escucharan a su viejo amigo.
El salón estaba lleno cuando entró el predicador. ¡Se regocijó al ver a Cristi entre la gente, con una palabra cariñosa para cada uno, y repartiendo los pequeños himnarios que usarían para cantar!
“Venid, todo ha sido preparado”, fue el texto del predicador. Qué silencio había en el salón ¡y con cuánto interés escucharon todos al sermón! Primero, el predicador habló de la fiesta de la boda en la parábola, prevenida, o sea preparada con tanto cuidado, preparada con tanto amor, todo preparado, pero ¡ninguno vino! Todos tenían alguna excusa, todos estaban demasiado ocupados o eran demasiado perezosos para aceptar la invitación, nadie estaba listo para obedecer a la invitación “Venid”, extendida por gracia.
Y luego el predicador habló de Jesús, y cómo había preparado todo para nosotros, cómo está preparado el perdón y cómo la paz está preparada, los brazos del Padre están preparados para recibirnos, el amor del Padre está preparado para darnos la bienvenida, hay un hogar en el cielo preparado para nosotros. Eso, dijo, era la parte de Dios en el asunto.
—¿Y cuál, queridos amigos, es nuestra parte?—siguió diciendo—. Venid: “todo está preparado: venid”. Venga cada uno, venga y tómelo, lo único que tenemos que hacer es recibir su amor. Alma manchada de pecado: ven. Tú que estás cansado: ven. “Todo está preparado: venid”. Todo está prevenido, o sea preparado. Está preparado ahora. Eso significa esta noche, este mismo domingo, no el año que viene, no la semana que viene, no mañana, sino que todo está prevenido, preparado y dispuesto ahora. Dios ha hecho todo lo que ha podido, no puede hacer más, y nos dice: “¡Venid!” ¿No vendrán ustedes? ¿Acaso las cosas buenas de Dios no valen la pena? ¿No les gustaría acostarse a dormir sabiendo que han sido perdonados? ¿No les gustaría sentarse un día en las bodas del Cordero?
—¡Qué día será! –dijo, al ir terminando el sermón—. San Juan recibió una vislumbre de su gloria entre las cosas maravillosas que Dios le permitió ver. Y tan importante era, tan bueno, tan especialmente bello, que el ángel parece haberlo detenido, para que San Juan pudiera escribirlo inmediatamente: “Espera un minuto, no sigas, saca tu libro y escríbelo. ‘Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero’.”
—¿Será usted uno de esos bienaventurados? –preguntó el predicador—. ¿Ha sido lavado en la sangre del Cordero? ¿Acudirá usted a esa cena? ¿Tiene usted derecho de entrar al “Hogar, dulce hogar”? No sé cuáles sean sus respuestas a estas preguntas. Pero si no puede contestarme ahora, ¿cómo podrá contestar en aquel día a Dios que examina los corazones?
Y con esta pregunta, finalizó el sermón, y la congregación se retiró. Pero los que habían conocido antes al predicador se quedaron para darle la mano y para obtener una última palabra de consejo o consuelo.
El predicador acompañó a Cristi de regreso a su casa.
—Ahora bien, Cristi –dijo el Sr. Wilton—, ¿te parece que puedes estar preparado para irte conmigo mañana a la mañana a las ocho?
—¿Irme con usted? –preguntó extrañado Cristi.
—Sí, Cristi, has estado trabajando mucho últimamente y le he pedido permiso a mi amigo, el papá de Mabel quien provee tu sueldo, si puedo llevarte a casa conmigo, para que puedas disfrutar un poco del aire de campo y de un merecido descanso. Estoy seguro que no será tiempo perdido, Cristi. Tendrás tiempo para leer y orar con tranquilidad, y podrás cobrar nuevas fuerzas y sentirte renovado para tu obra en el futuro. Bien, ¿te parece que puedes estar listo a tiempo?
Cristi sabía que no había peligro de que no estuviera listo a tiempo. Lleno de emoción, le agradeció al predicador su invitación, porque a veces sentía que necesitaba una pequeña pausa en su vida ajetreada.
Así fue que al día siguiente Cristi y el predicador partieron para el pueblo tranquilo en el campo donde se encontraba la iglesia que éste pastoreaba.
El resultado de aquella visita puede verse en la siguiente porción de una carta escrita por Cristi al Sr. Wilton meses después.
“Prometí que le contaría acerca de nuestro pequeño hogar. Es, creo, uno de los más felices en este mundo. Siempre bendeciré a Dios por haber podido visitar su pueblo donde conocí a la que sería mi querida esposa.
“Al fin tengo mi propio ‘Hogar, dulce hogar’. ¡Somos tan felices juntos! Cuando llego de mi trabajo siempre la encuentro esperándome, y me tiene todo preparado. Y las noches que pasamos juntos son muy quietas y tranquilas. A Nelly le gusta oír de las visitas que he hecho durante el día, y los pobres ya la quieren tanto que acuden a ella para contarle todos sus problemas. Y es un consuelo tan grande poder orar juntos por aquellos en quienes tenemos interés de llevar al Salvador.
“¡Nuestra casita tiene mucha luz y es alegre! Me hubiera gustado que la hubiera visto usted la noche que llegamos. La señora Mabel nos había preparado todo, y con sus propias manos había puesto en la mesa un hermoso ramo de campanillas blancas con ramitas verde oscuro. Me recordaron las que me dio cuando era la niñita Mabel, y cuando me enseñó aquella oración que nunca he olvidado: ‘Lávame, y seré más blanco que la nieve’.
“Y ahora, mi querido Sr. Wilton, puede pensar en Nelly y en mí viviendo juntos en amor y felicidad en nuestro querido y pequeño hogar terrenal, ¡esperando aún con gran expectativa al hogar celestial eterno, nuestro verdadero, nuestro mejor, nuestro más luminoso HOGAR, DULCE HOGAR!”