Enseñanzas típicas del libro del Éxodo

Table of Contents

1. Prefacio
2. Éxodo 1: Israel en Egipto
3. Éxodo 2: El nacimiento de Moisés
4. Éxodo 3 y 4: La comisión de Moisés
5. Éxodo 5 y 6: Primer mensaje a Faraón
6. Éxodo 7 al 11: Juicios sobre Egipto
7. Éxodo 12: El cordero pascual
8. Éxodo 13: Las demandas de Dios
9. Éxodo 14: Dios como el Libertador de Su pueblo
10. Éxodo 15:1-21: El cántico de redención
11. Éxodo 15:22-27: Mara y Elim
12. Éxodo 16: El maná
13. Éxodo 17: Refidim y Amalec
14. Éxodo 18: Bendición milenial
15. Éxodo 19 y 20: Sinaí
16. Éxodo 21 al 23: Leyes
17. Éxodo 24: La ratificación del pacto
18. Éxodo 25:1-9: El tabernáculo
19. Éxodo 25:10-22: El arca con el propiciatorio
20. Éxodo 25:23-30: La mesa del pan de la proposición
21. Éxodo 25:31-40: El candelero de oro puro
22. Éxodo 26:1-14: Las cortinas del tabernáculo
23. Éxodo 26:15-30: La estructura del tabernáculo
24. Éxodo 26:31-37: El velo de obra primorosa, etc.
25. Éxodo 27:1-8: El altar de bronce
26. Éxodo 27:9-19: El atrio del tabernáculo
27. Éxodo 28: El sacerdocio
28. Éxodo 29:1-35: La consagración de los sacerdotes
29. Éxodo 29:38-46: El holocausto continuo
30. Éxodo 30:1-10: El altar del incienso
31. Éxodo 30:11-16: El dinero de la expiación
32. Éxodo 30:17-21: La fuente
33. Éxodo 30:22-38: El aceite de la unción santa y las especias aromáticas
34. Éxodo 31: Cualificaciones para el servicio
35. Éxodo 32-34: Apostasía, mediación y restauración
36. Éxodo 35-40: Consagración y obediencia

Prefacio

Los capítulos siguientes son muy sencillos y meramente expositivos. Al tratar del Tabernáculo y sus utensilios sagrados, el tema podría haber sido hecho más atractivo si se hubiese adornado con ilustraciones. Cabe preguntarse, sin embargo, si acaso las representaciones gráficas o visuales, aunque puedan tener su valor desde un punto de vista educacional, sea para el joven o para el estudiante, verdaderamente no entorpecen más que ayudan en la comprensión de la enseñanza espiritual. Ahora que el velo se ha rasgado, y los creyentes tienen acceso, en virtud de la sangre preciosa de Cristo, al Lugar Santísimo, a la presencia inmediata de Dios, el significado del Tabernáculo es mejor comprendido volviendo la mirada atrás a él a través de la luz del cumplimiento de todo en Cristo. Ya que Él, y Él solo, es la llave para dar libre acceso a estos misterios sagrados. En una palabra, es Cristo quien explica el Tabernáculo, y no el Tabernáculo el que explica a Cristo. El Tabernáculo, efectivamente, no fue un tipo, sino un antitipo, y era solamente una “figura para aquel tiempo presente” (Hebreos 9:9, RVR1865), “dando el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie” (Hebreos 9:8). Es, por tanto, la ferviente esperanza y oración del escritor, que el examen de estas páginas pueda, mediante la bendición de Dios, ayudar al lector a descubrir más de las bellezas y excelencias de la persona de Cristo, y a comprender más plenamente la naturaleza y perfección de Su obra, así como también al lugar bienaventurado de privilegio y gracia al cual los creyentes han sido, en consecuencia, llevados.
E. Dennett, LONDRES 1882.
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Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (“”) y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (“”), se indican otras versiones, tales como:
BTX = Biblia Textual, © 1999 por Sociedad Bíblica Iberoamericana, Inc.
JND = Una traducción literal del Antiguo Testamento (1890) y del Nuevo Testamento (1884) por John Nelson Darby (1800-82), traducido del Inglés al Español por: B.R.C.O.
KJV1769 = King James 1769 Version of the Holy Bible (conocida también como la “Authorized Version”).
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso.
NTPESH = NUEVO TESTAMENTO DE LA BIBLIA PESHITTA En Español, Traducción de los Antiguos Manuscritos Arameos. Editorial: Broadman & Colman Publishing Group. Copyright: © 2006 por Instituto Cultural Álef y Tau, A.C.
RVR1865 = Versión Reina-Valera Revisión 1865 (Publicada por: Local Church Bible Publishers, P.O. Box 26024, Lansing, MI 48909 USA).
RVR1909 = Versión Reina-Valera Revisión 1909 (con permiso de Trinitarian Bible Society, London, England).
RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano)
TA = Biblia Torres Amat
VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas—1166 PERROY, Suiza).
Traducido del Inglés por: B.R.C.O.; noviembre 2011–marzo 2013

Éxodo 1: Israel en Egipto

El gran tema del libro del Éxodo es el de la redención. En Génesis tenemos la creación, y luego, después de la caída, y del anuncio de un Libertador en la simiente de la mujer, que heriría la cabeza de la serpiente (Génesis 3:15) —la revelación, de hecho, del segundo Hombre, de quien Adán era una figura (Romanos 5:14), y en quien todos los consejos de Dios se establecerían— ‘todos los grandes principios elementales que encuentran su desarrollo en la historia de las relaciones de Dios con el hombre, la cual está registrada en los libros siguientes’. El libro de Génesis, por lo tanto, ha sido acertadamente denominado como el ‘semillero’ de la Biblia. Pero en el libro del Éxodo, el tema es uno: la redención con sus consecuencias, consecuencias en gracia, y cuando el pueblo, mostrando su insensibilidad para con la gracia, así como también la ignorancia de su propia condición, se colocaron ellos mismos bajo la ley, consecuencias del gobierno. Aun así, se cumple el gran resultado de la redención, el establecimiento de un pueblo delante de Dios, en relación con Él; y esto es lo que imparte un interés tal al libro, y hace que sea tan instructivo para el lector Cristiano.
Los cinco primeros versículos contienen una breve declaración de los nombres de los hijos de Jacob que entraron en Egipto con su padre —ellos y sus familias, que suman, junto con José y su casa ya en Egipto, setenta almas—. Los detalles, de los que esto es un breve resumen, se encuentran en Génesis 46. La ocasión inmediata de que ellos descendieran a Egipto fue la hambruna; pero mediante la hambruna, así como mediante la iniquidad de los hijos de Jacob al vender a su hermano a los Ismaelitas (Génesis 37:28), Dios no hizo más que llevar a cabo el cumplimiento de Sus propios propósitos. Mucho antes de esto, Él había dicho a Abraham, “Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza” (Génesis 15:13-14). Esta es la historia de los doce primeros capítulos en el Éxodo; y ello nos llena de admiración para reflexionar que, independientemente de las actuaciones de los hombres, incluso en maldad y en prepotente rebelión, ellos están subordinados al establecimiento de los consejos divinos de gracia y amor. Tal como Pedro dijo ciertamente, en el día de Pentecostés con respecto a Cristo, “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:23). Así, incluso la ira del hombre es uncida a las ruedas del carruaje de los decretos de Dios.
Existe, indudablemente, una razón por la cual se nos muestra, al comienzo del libro, a los hijos de Israel en Egipto. En la Escritura, Egipto es un tipo del mundo, y de ahí que Israel en Egipto llega a ser una figura de la condición natural del hombre. De este modo, después de la declaración de que “murió José, y todos sus hermanos, y toda aquella generación” (Éxodo 1:6), la narración pasa rápidamente a describir sus circunstancias y su condición. Se indica, en primer lugar, su aumento y, efectivamente, su prosperidad. Ellos “fructificaron y se multiplicaron, y fueron aumentados y fortalecidos en extremo, y se llenó de ellos la tierra” (Éxodo 1:7). Eran los hijos de la promesa, si bien estaban en Egipto, y como tales el favor de Dios reposaba sobre ellos. En virtud de esto se nos presenta este retrato de prosperidad terrenal. Dios jamás olvida a Su pueblo, aunque ellos puedan olvidarse de Él.
Aparece ahora otra figura en la escena: “Se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no conocía a José” (versículo 8). La declaración de que “no conocía a José” es en extremo significativa. José en Egipto fue un tipo de Cristo en Su gloria terrenal y, por consiguiente, no conocerle a Él es algo característico de un estado moral. El Faraón, de hecho, es el dios de este mundo, y como tal debe estar necesariamente en antagonismo al pueblo del Señor. Por consiguiente, leemos inmediatamente acerca de sus maquinaciones astutas y designios maliciosos para destruir la prosperidad de ellos, y para reducirlo a servidumbre impotente y desesperada (versículos 9 al 12). ¿Y cuál fue su motivo? “Para que no se multiplique, y acontezca que viniendo guerra, él también se una a nuestros enemigos y pelee contra nosotros, y se vaya de la tierra” (versículo 10). Satanás conoce aquello que tenemos tendencia a olvidar, que el mundo debe aborrecer a los hijos de Dios, y que ellos, si son fieles, deben estar en antagonismo con el mundo, y de ahí que él, en la persona de Faraón, parece proveer para la contingencia de una guerra, y para evitar la liberación de ellos. Él, por tanto, puso “sobre ellos comisarios de tributos que los molestasen con sus cargas; y edificaron para Faraón las ciudades de almacenaje, Pitón y Ramesés” (versículo 11).
Así son llevados a estar bajo servidumbre al mundo, “Y los egipcios hicieron servir a los hijos de Israel con dureza, y amargaron su vida con dura servidumbre” (versículos 13 y 14). El otro aspecto del retrato es, “Pero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían” (versículo 12). Esto surgió del hecho ya señalado, que, no obstante su condición, ellos eran el pueblo de la promesa, incluidos en los propósitos de Dios, y como tal, se velaba sobre ellos, eran protegidos, y bendecidos; de modo que Faraón, como el dios de este mundo, era impotente para llevar a cabo su destrucción. La verdadera cuestión era, tal como muestra el asunto, entre Dios y Faraón; y el rey de Egipto estaba, en sus ardides contra los hijos de Israel, luchando contra Dios. De ahí su fracaso en todo aspecto. Por otra parte, la condición de los Israelitas retrata muy sorprendentemente la condición del pecador —más bien el pecador al que se le ha hecho sentir el yugo acerado de ser esclavo del pecado y de Satanás—. Tal como con el hijo pródigo, el cual cae cada vez más bajo, hasta que está a punto de morir y en degradación completa, antes de que vuelva en sí, así hace Dios aquí que los hijos de Israel sientan el peso de sus cargas, y prueben la amargura de su vil servidumbre, para despertar en ellos un deseo de liberación antes de que Él comience a actuar a favor de ellos. Existe una cosa tal como el pecador siendo insensible a su degradación, y estando satisfecho, si es que no está feliz, en su alejamiento de Dios; pero si él ha de ser salvo, debe pasar a través de la experiencia que es prefigurada por este relato de la condición de los Israelitas. Hasta entonces, él no conoce jamás su estado verdadero, o jamás desea liberación.
El resto del capítulo (versículos 15 al 22) se ocupa con una descripción de otro intento para debilitar, y a su tiempo destruir, a los hijos de Israel. Pero nuevamente está la actividad de otro a favor de ellos. Faraón era un rey absoluto, y ninguno de sus súbditos se atrevía a oponerse a su voluntad; pero incluso estas débiles mujeres son sostenidas en su desobediencia, porque consideraban que su primer deber era temer a Dios. El monarca más poderoso en el mundo es impotente contra Dios, y así igualmente contra los que se identifican con Dios o con Su pueblo. Por eso Sifra y Fúa “no hicieron como les mandó el rey de Egipto” (versículo 17), y Dios trató con ellas, y debido a que temieron a Dios, Él prosperó sus familias (versículos 17 al 21). “Si Dios está a favor de nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31, BTX). Por tanto, podemos aprender primeramente, la impotencia total del enemigo para frustrar los propósitos de Dios; en segundo lugar, la invencibilidad de aquellos que están relacionados con Sus propósitos; en tercer lugar, de qué manera el temor de Dios puede elevar al más débil y al más humilde sobre el temor del hombre y luego, al final de todo, cuán grato para el corazón de Dios es toda señal de fidelidad a Él en medio de una escena donde Satanás reina, como dios de este mundo, y oprime y procura destruir a Su pueblo.
Pero la enemistad de Faraón aumenta, y “mandó a todo su pueblo, diciendo: Echad al río a todo hijo que nazca, y a toda hija preservad la vida” (versículo 22). El capítulo siguiente nos mostrará de qué manera Dios usó este mismo decreto del rey para preparar un libertador para Su pueblo.

Éxodo 2: El nacimiento de Moisés

Este capítulo, pleno de interés, se hace más atractivo para la mente espiritual mediante el comentario divino que es presentado en Hebreos 11 acerca de sus principales incidencias. Aquí, en el libro del Éxodo, es un registro sencillo del ayudante humano de las acciones registradas; allí en Hebreos 11 es, más bien, el aspecto divino, o la estimación que Dios formó de las acciones de Su pueblo. Por lo tanto, es sólo mediante la combinación de estos dos aspectos que nosotros podemos espigar la enseñanza que nos es proporcionada de este modo. Así como en el caso del nacimiento de nuestro bendito Señor en Belén, así también aquí, poco comprendieron los padres, o el mundo alrededor, el significado del nacimiento del hijo de Amram y Jocabed. Dios obra siempre de este modo, colocando silenciosamente el fundamento de Sus propósitos, y preparando a Sus instrumentos hasta que el momento, determinado anteriormente, llega para la acción, y entonces Él pone al descubierto Su brazo en la exhibición de Su presencia y Su poder ante el mundo.
Pero debemos trazar los acontecimientos del capítulo. “Un varón de la familia de Leví fue y tomó por mujer a una hija de Leví, la que concibió, y dio a luz un hijo; y viéndole que era hermoso, le tuvo escondido tres meses” (Éxodo 2:1-2). ¡Qué sencillamente hermoso es esta escena natural! ¡Y qué bien pueden entrar nuestros corazones en los sentimientos de esta madre judía! El rey había ordenado que todo hijo que naciera fuese echado al río (Éxodo 1:22); pero ¿qué madre consentiría entregar su hijo a la muerte? Todos los afectos de su corazón se rebelarían a causa de ello. Pero ¡cuán lamentable! existía el decreto inexorable de este rey déspota; ¿y cómo podía ella, una pobre, débil mujer, y una mujer débil de una raza despreciada, resistir la voluntad de un monarca absoluto? Vamos al comentario inspirado en el Nuevo Testamento: “Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido por sus padres por tres meses, porque le vieron niño hermoso, y no temieron el decreto del rey” (Hebreos 11:23). Es cierto, ellos debían obediencia a su soberano terrenal, pero también debían obediencia al Señor de señores y, confiando en Él, fueron elevados sobre todo temor del mandato del rey, y escondieron a su hijo —el hijo que Dios les había dado— por tres meses. Ellos contaban con Dios, y no fueron confundidos; ya que Él jamás deja o desampara a quienes ponen su confianza en Él. Esta es una acción de fe muy bienaventurada, y en una manera doble. Al igual que Sadrac, Mesac, y Abed-nego en una época posterior, ellos creyeron que el Dios al cual servían podía librarles de la mano del rey (Daniel 3:16-17). Los gobernantes de este mundo son impotentes en la presencia de aquellos que están unidos con Dios mediante el ejercicio de la fe.
Llegó el tiempo, sin embargo, cuando este “niño hermoso” ya no pudo ser escondido por más tiempo (Éxodo 2:3); mostrando el incremento de la vigilancia del enemigo de Dios y de Su pueblo. Pero la fe jamás carece de recursos. Encontramos, por consiguiente, que la madre “tomó una arquilla de juncos y la calafateó con asfalto y brea, y colocó en ella al niño y lo puso en un carrizal a la orilla del río. Y una hermana suya se puso a lo lejos, para ver lo que le acontecería” (versículos 3 y 4). Tal como con Isaac y Samuel, igualmente con Moisés, la muerte debe ser conocida, a lo menos en figura, por los padres, tanto para ellos mismos como para su hijo antes de que él pueda llegar a ser un instrumento al servicio de Dios. No es poco notable, en relación con esto, que la palabra usada aquí para mencionar el arquilla no se encuentra en ninguna otra parte de las Escrituras, excepto para el arca en la que Noé y su casa fueron llevados a través del diluvio. Hay otra semejanza. El arca de Noé fue calafateada con brea por dentro y por fuera. Jocabed calafateó esta arquilla con asfalto y brea. Noé actuó bajo instrucción divina, y de ahí que la palabra usada allí para “brea” signifique también “rescate” (Éxodo 30:12; Job 33:24 (donde la versión Reina-Valera 1960 traduce “redención” pero que la mayoría de las versiones en Español traducen “rescate”, N. del T.), etc.), anunciando la verdad de que se debe encontrar un rescate para liberar de las aguas del juicio; pero esta madre Hebrea usó brea de otro tipo y, por tanto, no conocía toda la verdad. Aun así, ella confesó así la necesidad de redención, su fe lo reconocía, y de este modo su arquilla de juncos, conteniendo su preciosa carga, flotó a buen recaudo entre el carrizal sobre este rio de muerte. Podía existir carencia de inteligencia divina, pero hubo fe verdadera, y esta encuentra siempre una respuesta en el corazón de Dios. Observen, también, que la hermana, y no la madre, atisba el asunto. Esto podría explicarse fácilmente por motivos humanos, pero ¿hay otra solución? La madre creía, y podía, por consiguiente, reposar en paz, aunque el niño, más querido para ella que la vida misma, era expuesto sobre el rio. De manera parecida, María, la hermana de Lázaro, no se encuentra ante el sepulcro en el que yacía el Señor de gloria, porque ella había entrado en el misterio de Su muerte (Juan 12:7).
Pasamos a considerar ahora la acción de Dios en respuesta a la fe de Su pueblo. “Y la hija de Faraón descendió a lavarse al río, y paseándose sus doncellas por la ribera del río, vio ella la arquilla en el carrizal, y envió una criada suya a que la tomase”, etc. (Éxodo 2:5). Es sobremanera hermoso e instructivo ver a Dios detrás de la escena arreglando todo para Su propia gloria. La hija de Faraón estaba actuando a partir de su propia inclinación, y para su propio agrado, y no sabía que era un instrumento de la voluntad divina. Pero todas las cosas —su descenso al rio para bañarse, el momento en que lo hizo— todo fue según el propósito de Dios con respecto al niño que había de ser el libertador de Su pueblo. Por consiguiente, ella vio la arquilla, la tomó, la abrió, y vio el niño; “y he aquí que el niño lloraba” (versículo 6). Incluso las lágrimas del niño tenían su objetivo, y no fueron derramadas en vano; ellas excitaron la compasión de esta mujer real, tal como dijo, comprendiendo el secreto, “De los niños de los hebreos es éste” (versículo 6). La hermana que había estado velando ansiosamente para ver qué iba a acontecer a su hermano menor, recibe la palabra de sabiduría en esta coyuntura crítica, y dijo, “¿Iré a llamarte una nodriza de las hebreas, para que te críe este niño? Y la hija de Faraón respondió: Vé. Entonces fue la doncella, y llamó a la madre del niño” (versículos 7-8). El niño Moisés, que había estado expuesto sobre el rio a consecuencia del decreto del rey de Egipto, es restituido así a su madre bajo la protección de la hija de Faraón. Y permaneció allí hasta que hubo crecido, y luego Jocabed “lo trajo a la hija de Faraón, la cual lo prohijó, y le puso por nombre Moisés, diciendo: Porque de las aguas lo saqué” (versículo 10). Su mismo nombre declarará el poder de Aquel que le había salvado de la muerte, le había sacado de las aguas del juicio en Su gracia y amor soberanos. Así, el hombre escogido por Dios, aquel a quien Él había señalado como Su instrumento escogido para la liberación de Su pueblo, y para convertirse en el mediador de Su pacto con ellos, encuentra refugio bajo el techo de Faraón. Durante este período llegó a ser “enseñado Moisés en toda la sabiduría de los egipcios; y era poderoso en sus palabras y obras” (Hechos 7:22).
Otra época de su vida se nos presenta ahora. Cuarenta años habían pasado antes que ocurriera el incidente que es descrito en los versículos 11 y siguientes. “En aquellos días sucedió que crecido ya Moisés, salió a sus hermanos, y los vio en sus duras tareas, y observó a un egipcio que golpeaba a uno de los hebreos, sus hermanos. Entonces miró a todas partes, y viendo que no parecía nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena. Al día siguiente salió y vio a dos hebreos que reñían; entonces dijo al que maltrataba al otro: ¿Por qué golpeas a tu prójimo? Y él respondió: ¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros? ¿Piensas matarme como mataste al egipcio? Entonces Moisés tuvo miedo, y dijo: Ciertamente esto ha sido descubierto. Oyendo Faraón acerca de este hecho, procuró matar a Moisés; pero Moisés huyó de delante de Faraón, y habitó en la tierra de Madián” (versículos 11-15; véase también Hechos 7:23). Cuando leemos esta narración, se podría suponer que el acto de Moisés, al matar al Egipcio, no fue nada más allá que el impulso de un corazón generoso, sintiendo la injusticia que era hecha, e interfiriendo para vengarla. Pero, ¿cuál es la interpretación del Espíritu Santo acerca de este hecho? “Por la fe Moisés, cuando era ya grande, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los placeres temporales del pecado, considerando como mayores riquezas el oprobio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía la mirada puesta en la recompensa. Por la fe salió de Egipto sin temer la ira del rey, porque se mantuvo firme como viendo al Invisible” (Hebreos 11:24-27, LBLA).
Debemos, no obstante, guardarnos cuidadosamente de concluir que el Espíritu de Dios aprueba todo lo que la narración registra en Éxodo. Moisés actuó, sin duda, en la energía de la carne; pero aunque no había aprendido aún su propia insignificancia e incompetencia, aun así deseó actuar por Dios. Está claro que hubo fracaso; pero fue el fracaso de un hombre de fe, cuyas acciones eran preciosas ante los ojos de Dios, debido a que él estaba habilitado, en el ejercicio de la fe, para rehusar todo lo que pudiese haber tentado al hombre natural, y para identificarse él mismo con los intereses del pueblo de Dios. Pero este pasaje en su vida requiere una atención más particular. En primer lugar, entonces, fue por fe que él rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón. ¿Qué otra cosa, efectivamente, podía haber llevado a la renunciación de tal espléndida posición? Además, podría haber aducido, él había sido colocado en ella mediante una providencia muy singular y sorprendente. ¿No podría ser, por lo tanto, que él habría de ocuparla, y utilizar la influencia relacionada con ella, a favor de sus hermanos oprimidos? Bueno, él podría tener éxito al asegurar toda la influencia de la corte a favor de su nación; ¿huir ante la Providencia no sería, entonces, abandonar semejante terreno ventajoso? Pero la Providencia, como se ha hecho notar a menudo, es nuestra guía a la fe. La fe trata con cosas que no se ven, y de ahí que rara vez concuerda con las conclusiones que se deducen de acontecimientos y circunstancias providenciales. No; la influencia del dios de este mundo (Faraón) no puede ser empleada jamás para liberar al pueblo del Señor; y la fe jamás puede ser protegida, o puede identificarse, con ella. La fe tiene a Dios como su objeto, y debe, por tanto, identificarse con lo que pertenece a Dios, y debe estar en antagonismo con todo lo que es opuesto a Dios. Como otra persona ha dicho, «Cuántas razones podrían haber inducido a Moisés a permanecer en la posición donde estaba, y esto aun bajo el pretexto de ser capaz de hacer más por el pueblo; pero esto habría sido apoyarse en el poder del Faraón, en lugar de reconocer el vínculo entre el pueblo y Dios: ello habría dado como resultado un alivio que el mundo habría concedido, pero no en una liberación hecha por Dios, llevada a cabo en Su amor y en Su poder. Moisés se habría evitado mucha aflicción, pero habría perdido su gloria verdadera; Faraón habría sido adulado, y su autoridad sobre el pueblo de Dios habría sido reconocida; e Israel habría permanecido en cautividad, apoyándose en Faraón, en lugar de reconocer a Dios en la preciosa e incluso gloriosa relación de Su pueblo con Él. Dios no habría sido glorificado; sin embargo todo razonamiento humano, y todo razonamiento relacionado con los modos de obrar providenciales, habrían inducido a Moisés a permanecer en su posición; la fe lo llevó a renunciar a ella». Y renunciando a ella, él escogió más bien padecer aflicción con el pueblo de Dios. La identificación con ellos tenía más atractivos para su fiel corazón que los placeres del pecado; ya que la fe ve todas las cosas en la luz de la presencia de Dios. Sí, él se elevó aún más alto; estimó el vituperio (oprobio) de Cristo —el vituperio que surge de la identificación con Israel— como mayores riquezas que los tesoros de Egipto; porque él tenía puesta la mirada en la recompensa. De este modo, la fe vive en el futuro, así como también en lo que no se ve. Ella es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve (Hebreos 11:1); y de ahí que gobernase, controlase, el corazón y la senda de Moisés.
Fue la fe, entonces, lo que le impulsó a actuar cuando “salió a sus hermanos, y los vio en sus duras tareas” (Éxodo 2:11). Y aun cuando, enardecido “al ver a uno que era maltratado, lo defendió, e hiriendo al egipcio, vengó al oprimido”, él “pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya” (Hechos 7:24-25). Y así había de ser, pero el tiempo no había llegado aún, ni tampoco Dios podía usar aún a Moisés —por muy preciosa que fuera su fe ante Sus ojos—. Así como Pedro tuvo que aprender que no podía seguir a Cristo en la energía de la naturaleza, independientemente de los afectos de su corazón (Juan 13:36), así Moisés tuvo que ser enseñado acerca de que no se podía emplear ningún arma en la liberación de Israel excepto el poder de Dios. Cuando, por tanto, él salió el segundo día, y viendo a dos Hebreos que reñían procuró reconciliarles, él es recriminado por haber muerto al Egipcio, y es rechazado (Éxodo 2:13-14). También Faraón oyó lo que había hecho, y procuró matarle. De este modo, él es rechazado por sus hermanos, y perseguido por el mundo.
Desde este punto, él llega a ser un tipo de Cristo en su rechazo; ya que él es rechazado por el pueblo que amaba, y llega a estar, en su huida, separado de sus hermanos. “Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Él, con todo, recorrió la senda de la fe, aunque esa senda le condujo al desierto entre un pueblo extraño. Pero Dios proporcionó un hogar a Su siervo, y una esposa en una de las hijas de Jetro (Reuel). Séfora es, de esta manera, en figura, un tipo de la iglesia, ya que está asociada con Moisés durante el tiempo de su rechazo por Israel. Pero el corazón de Moisés está aún con su pueblo, y por eso a su hijo le puso por nombre Gersón; “porque dijo: Forastero soy en tierra ajena” (Éxodo 2:22). José, por otra parte, a sus hijos pone por nombre Manasés —“porque dijo: Dios me hizo olvidar todo mi trabajo, y toda la casa de mi padre” (Génesis 41:51), y Efraín— “porque dijo: Dios me hizo fructificar en la tierra de mi aflicción” (Génesis 41:52). La comparación es muy instructiva, y muestra en cuáles aspectos especiales José y Moisés son tipos de Cristo. Si José nos presenta a Cristo como elevado por medio de la muerte a la diestra del trono sobre los gentiles, y revelándose desde allí a Sus hermanos, y recibiéndoles, Moisés nos presenta a Cristo más exclusivamente como el Redentor de Israel; y por eso, aunque se casa durante el tiempo de su rechazo, y es así, de alguna manera, una figura de Cristo y la iglesia en esta dispensación, su corazón está aún con los hijos de Israel, y, por consiguiente, él es un forastero en tierra ajena. Los tres últimos versículos traen ante nosotros la condición del pueblo, y revelan, a la vez, la fidelidad y la compasión de Dios. Dichos versículos pertenecen, más bien, al capítulo siguiente.

Éxodo 3 y 4: La comisión de Moisés

Moisés estuvo nada menos que cuarenta años en el desierto, aprendiendo las lecciones que necesitaba para su obra futura, y para ser calificado para actuar para Dios como el libertador de Su pueblo. ¡Qué contraste con su vida anterior en la corte de Faraón! Él estuvo rodeado allí con todo el lujo y refinamiento de su época; aquí es simplemente un pastor, apacentando el rebaño de Jetro, su suegro. Cuarenta es el número del período de prueba, como se ve, por ejemplo, en los cuarenta años en el desierto de los hijos de Israel; igualmente en la tentación de cuarenta días de nuestro bendito Señor. Fue, por tanto, un tiempo de prueba —probando lo que Moisés era, así como también un período para que él probara lo que Dios era—; y estas dos cosas deben ser aprendidas siempre antes que seamos cualificados para el servicio. Por eso Dios envía siempre a Sus siervos al desierto antes de comenzar a emplearlos para el cumplimiento de Sus propósitos. En ninguna otra parte podemos ser llevados tan plenamente a la presencia de Dios. Es allí, estando solos con Él, donde descubrimos la vanidad absoluta de los recursos humanos, y nuestra entera dependencia de Él. Y es muy bienaventurado ser retirado de los ocupados lugares predilectos de los hombres, y ser recluido, por así decirlo, con Dios, para aprender Sus propios pensamientos con respecto a nosotros en comunión con Él, con respecto a Sus intereses y servicio. Es, de hecho, una necesidad continua para todo siervo verdadero estar mucho tiempo a solas con Dios; y allí donde esto se olvida, Dios siempre la produce, en la ternura de Su corazón, mediante los tratos disciplinarios de Su mano.
Llega finalmente el tiempo cuando Dios puede comenzar a interferir para Su pueblo. Pero recordemos la conexión. En el capítulo primero de Éxodo, el pueblo es visto en su servidumbre; en el segundo, nace Moisés, y es introducido en la casa de Faraón. Luego él comparte su suerte con el pueblo de Dios y, en la calidez de su afecto, procura remediar sus males; pero, rechazado, huye al desierto. Después de cuarenta años, siendo ya de ochenta años de edad, va a ser enviado de regreso a Egipto. Los capítulos 3 y 4 contienen el relato de su misión de parte de Dios, y de su indisposición a ser empleado así. Pero antes que esto se alcance, hay un corto prefacio al final del capítulo 2 —el cual pertenece realmente al tercero en cuanto a su conexión— el cual revela el terreno sobre el que Dios estaba actuando para la redención de Su pueblo. En primer lugar, la Escritura nos dice que el rey de Egipto murió, pero su muerte no trajo alivio alguno a la condición de los hijos de Israel. Por otra parte, ellos “clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre”. Fueron reducidos así al más bajo rigor. Pero Dios no era insensible, ya que Él “oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios” (Éxodo 2:23-25). La condición de ellos tocó el corazón de Dios, produjo como respuesta Sus misericordias compasivas, pero el terreno sobre el cual Él actuó fue Su gracia soberana, tal como se expresa en el pacto que Él había hecho con sus padres. Fue esta misma misericordia, y Su fidelidad a Su palabra, que tanto María como Zacarías celebraron en sus cánticos de alabanza en conexión con el nacimiento del Salvador, y de su precursor Juan. “Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre”. Y otra vez, Él “ha levantado para nosotros un cuerno de salvación ... para hacer misericordia con nuestros padres y para acordarse de su santo pacto. Este es el juramento que juró a Abraham nuestro padre”, etc. (Lucas 1:54-55,68-73, RVA). Es imposible que Dios olvide Su palabra, y si Él retrasa su cumplimiento, es solamente para la exhibición más resplandeciente de Su gracia y amor inmutables.
Habiendo, entonces, puesto el fundamento en estas pocas palabras, la escena siguiente trae ante nosotros los tratos de Dios con Moisés.
“Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios. Y se le apareció el Angel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía” (Éxodo 3:1-2).
Es muy interesante seguir el rastro de las apariciones de Dios a Su pueblo, y notar de qué manera el modo de cada una de ellas está relacionado con las circunstancias especiales del caso. (Véase Génesis capítulos 12, 18 y 32; Josué 5, etc.). Aquí es sorprendentemente significativa como estando relacionada con la misión a la cual Moisés estaba a punto de ser enviado. Hay tres partes en esta visión así concedida —el Señor, la llama de fuego, y la zarza—. Observen, primeramente, que se dice que el ángel del Señor se apareció a Moisés (versículo 2); y luego Jehová vio que Moisés fue a ver, y Dios le llamó de en medio de la zarza (versículos 3-4, Compárese con Génesis 22:15-16). El ángel del Señor es identificado así con Jehová, sí, con Dios mismo; y no hay duda de que en todas estas apariciones del ángel del Señor en las Escrituras del Antiguo Testamento, contemplamos proyectada la sombra de la encarnación venidera del Hijo de Dios, y por eso es que, en todos estos casos, es la Segunda Persona de la Bendita Trinidad —Dios el Hijo—. La llama de fuego es un símbolo de la santidad de Dios. Esto es mostrado de varias maneras, especialmente, en el fuego sobre el altar, el cual consumía los sacrificios; y en la epístola a los Hebreos tenemos la declaración expresa de que “nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29); es decir, que prueba todas las cosas según Su santidad, y, de este modo, consume todas las cosas que no responden a las demandas de esta santidad. La zarza tenía por objeto ser una figura de Israel. No hay nada que sea consumido más fácilmente por el fuego que una zarza; y ella fue escogida por esta misma causa para representar a la nación de Israel —la nación de Israel en el horno de Egipto— el fuego ardiendo furiosamente alrededor de ella, y no obstante, no destruyéndola. Fue, por tanto, una certeza consoladora para el corazón de Moisés —si él lo podía interpretar bien— el hecho de que su nación sería preservada por muy violentamente que el fuego pudiese arder. En el lenguaje de otro, «ello tuvo la intención de ser una imagen de lo que fue presentado al espíritu de Moisés —una zarza en un desierto, ardiendo, pero no consumida—. Era de este modo, sin duda, que Dios estaba a punto de obrar en medio de Israel. Moisés y ellos deben saberlo. Ellos también serían el vaso escogido de Su poder en la debilidad de ellos, y esto para siempre en Su misericordia. El Dios de ellos, así como el nuestro, demostraría ser, Él mismo, un fuego consumidor. ¡Solemne, pero infinito favor! Ya que, por una parte, tan ciertamente como Él es un fuego consumidor, de igual modo, por la otra, la zarza, débil como es, y pronta para desvanecerse, no obstante permanece para demostrar que, independientemente de cuáles puedan ser los zarandeos y los tratos judiciales de Dios, no obstante las pruebas y las disquisiciones del hombre, aun así donde Él se revela a Sí mismo en compasión, así como en poder (y eso fue aquí ciertamente) , Él sostiene al objeto, y usa la prueba para nada más que lo bueno, para Su propia gloria, sin duda, pero por consiguiente, para los mejores intereses mismos de los que son Suyos».
Moisés fue atraído, así como podría haberlo sido, mediante “esta grande visión”, y fue a ver (versículo 4). Fue entonces que Dios le llamó de en medio de la zarza, y le llamó por su nombre. Pero se le debe recordar acerca de la santidad de la presencia divina. “No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (versículo 5, Compárese con Números 5:1-3; Josué 5:15, etc.). Esta es la primera lección que deben aprender todos los que se acercan a Dios – el reconocimiento de Su santidad. Es cierto que Él es Dios de gracia, de misericordia, y que Él es también amor; pero Él es todo esto porque Él es un Dios santo, y Él jamás se habría podido manifestar en estos caracteres bienaventurados, si no hubiera sido que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo la gracia y la verdad se encontraron, y la justicia y la paz se besaron. Pero a menos que nuestros pies estén descalzos —recordando la santidad de Aquel con quien tenemos que ver— jamás podemos recibir las comunicaciones de gracia de Su mente y voluntad. De ahí que la siguiente cosa misma que encontramos aquí es que Él se revela a Moisés como el “Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob” (versículo 6). Esta revelación fue concebida para actuar sobre el alma de Moisés, y lo hace —ya que él tenía su corazón postrado delante de aquel que hablaba— y “cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios” (versículo 6; ver 1 Reyes 19:13). Acto seguido, Jehová anuncia el propósito de Su manifestación a Moisés.
“Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo. El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel” (versículos 7-10).
El orden de esta comunicación es muy instructivo:
1. Dios se revela como el Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob. Su propio carácter es el fundamento de todas Sus actuaciones. Es extremadamente fortalecedor para el alma aprender esta lección – que Dios encuentra siempre Su motivo dentro de Él mismo. Es sobre el terreno de lo que Él es, y no sobre el terreno de lo que nosotros somos. (Compárese con Efesios 1:3-6; 2 Timoteo 1:9-10).
2. La ocasión de Su acción fue la condición de Su pueblo. “Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias”, etc. (Éxodo 3:7 y siguientes). ¡Qué ternura infinita! No hay ni una palabra que muestre que los hijos de Israel habían clamado al Señor. Ellos habían suspirado y clamado con motivo de su servidumbre, pero no parece que sus corazones se habían vuelto al Señor. Pero la miseria de ellos había tocado Su corazón, Él conoció sus angustias y había descendido para librarlos. De igual manera, “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
3. Su propósito fue librarlos de Egipto, “y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo” (Éxodo 3:8). No hay nada aquí entre Egipto y Canaán. El desierto no aparece. De igual manera, leemos en Romanos, “a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30). Aprendemos así, como se ha hecho notar a menudo, que el desierto no es parte del propósito de Dios. El desierto pertenece a Sus modos de obrar y no a Sus propósitos; ya que es en el desierto donde la carne es probada, donde aprendemos lo que somos, así como lo que Dios es. (Véase Deuteronomio 8). Pero en lo que se refiere a los propósitos de Dios, no existe nada entre la redención y la gloria. Así que en el hecho real, había sólo once días de viaje desde Horeb a Cades-barnea (Deuteronomio 1:2), pero los hijos de Israel cubrieron la distancia en cuarenta años a través de su incredulidad.
4. Moisés es comisionado, acto seguido, como el libertador de ellos. El Señor había oído el clamor del pueblo, aunque no dirigido a Él mismo, y había visto su opresión, y por consiguiente, Él enviará a Moisés a Faraón para que pueda sacarlos de Egipto (Éxodo 3:9-10).
Llegamos ahora a una exhibición muy triste de fracaso por parte de Moisés. Cuando estuvo en Egipto él corrió antes de ser enviado; pensó que, en la energía de su voluntad propia, podía emancipar a sus hermanos, o, a lo menos, reparar sus agravios. Pero ahora, después de cuarenta años pasados en ‘las soledades amortiguadoras de la carne’ del desierto, él no sólo no está dispuesto a ser empleado en la magnífica misión que el Señor le confiaría, sino que esgrime objeción tras objeción hasta que cansa las tiernas paciencia y larga espera de Jehová, y Su ira se encendió contra Moisés (“Entonces se encendió la ira de Jehová contra Moisés ... ”, Éxodo 4:14). Pero cada nuevo fracaso de Moisés demuestra ser la ocasión para la exhibición de mayor gracia —aunque en el acontecimiento Moisés tuvo que sufrir a través de toda su vida a causa de su reticencia en obedecer la voz del Señor—. ¡Miserable historia de la carne! Ora es demasiado osada, y ora es demasiado reticente. Hay sólo Uno que fue hallado siempre igual a toda voluntad de Dios —el cual hizo siempre las cosas que Le agradaban— y que fue el siervo perfecto, el Señor Jesucristo.
Demos una mirada a esta serie de dificultades que Moisés esgrime.
“Entonces Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?” (Éxodo 3:11).
“¿Quién soy yo?” Es perfectamente correcto que seamos conscientes de nuestra absoluta insignificancia; ya que ciertamente no somos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Corintios 3:5). Pero también es correcto que pensemos mucho de Dios. Ya que cuando Él envía no se trata de lo que nosotros somos, sino de lo que Él es —y no es poca cosa el hecho de ser investido con Su autoridad y poder—. David había aprendido esta lección cuando avanzó contra Goliat; ya que, en respuesta a sus burlas, dijo, “¡  ... voy contra ti en el nombre de Jehová de los Ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has desafiado!” (1 Samuel 17:45, VM). Esta objeción de Moisés fue, por tanto, nada más que desconfianza. Esto se muestra claramente en la respuesta que recibió, “CIERTAMENTE YO ESTARÉ CONTIGO, y la señal para ti de que soy yo el que te ha enviado será ésta: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto adoraréis a Dios en este monte” (Éxodo 3:12, LBLA). La presencia del Señor iba a ser tanto la autorización para su misión como la fuente de su fortaleza. Como el Señor dijo en días posteriores a Josué, “no te dejaré, ni te desampararé. Esfuérzate y sé valiente” (Josué 1:5-6). El Señor conoce la necesidad de Su siervo, y provee para su debilidad dándole una señal que le daría seguridad —en caso de que la sutileza de su corazón le llevara a la duda, de modo que él pudiera decir, «Ahora tengo una prueba de mi misión divina»—. Esto fue suficiente, ciertamente, para dispersar su vacilación y temor. Oigan esta respuesta:
“Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?” (Éxodo 3:13).
Dios se había revelado ya a Moisés como el Dios de sus padres —y esto podría haber sido suficiente, pero nada puede satisfacer jamás las dudas y temores—. Y que mirada incidental se da así de la condición de Israel, ¡como para hacer posible la suposición de que ellos podrían no conocer el nombre del Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob! Dios soporta en gracia a este siervo débil, vacilante, y responde, “YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros” (versículo 14). Esta es la expresión de la existencia esencial de Dios —Su nombre como el Único que existe por Sí mismo—; y de tal modo ello Él afirma Su existencia eternal. Fue este nombre que el Señor Jesús reclamó cuando dijo a los Judíos incrédulos, “Antes que Abraham fuese, YO SOY” (Juan 8:58). Pero esto no es todo. Habiéndose revelado Él mismo en cuanto a Su existencia esencial, Él añade, “Así dirás a los hijos de Israel: JEHOVÁ, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre, y este es mi memorial de siglo en siglo” (versículo 15, VM). Esto es gracia pura de parte de Dios. «YO SOY, es Su nombre esencial; pero con respecto a Su gobierno de la tierra, y Su relación con ella, Su nombre – aquel por el cual Él ha de ser recordado para todas las generaciones – es el Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob. Esto dio a Israel, visitado ahora y tomado como posesión por Dios bajo Su nombre, un lugar muy peculiar». Ello apunta, de hecho, a la elección de Israel por la gracia soberana de Dios, y al hecho de ser amados a causa de sus padres; y, a la vez, revela el hecho de que este pueblo será para siempre el centro de los modos de obrar de Dios, y la llave a Sus propósitos en la tierra. De ahí que, mientras Israel está bajo juicio, esparcido a través de todo el mundo, el período de bendiciones terrenales esté aún postergado.
Fue, por tanto, en este nombre que Dios descendió a liberar; ya que tan pronto como Él asume esta tarea, Él permite amablemente que el pueblo, a quienes Él trajo así a estar en relación con Él mismo, reivindique Su misericordia y compasión. De ahí las instrucciones detalladas que son dadas ahora a Moisés (versículos 16-22), en las que es presentada toda la historia de la controversia de Dios con Faraón, con su punto final en la redención de Su pueblo. Primeramente, a Moisés se le ordena reunir a los ancianos de Israel, para que pueda anunciarles que Jehová, el Dios de sus padres, se apareció a él, y le había comunicado los propósitos de Su gracia hacia ellos, de sacarles de la aflicción de Egipto a una tierra que fluye leche y miel (versículos 16-17). Se le predice que ellos oirían su voz, y que él y ellos debían ir juntos a Faraón, a pedir permiso para ir en un viaje de tres días al desierto, para que pudiesen ofrecer sacrificios a Jehová, Dios de ellos (versículo 18). A continuación, él es advertido con anticipación de la oposición obstinada de Faraón; pero se le dice igualmente que Dios mismo trataría con el rey Egipcio, y le obligaría a dejarlos ir; y, además, que cuando ellos saliesen no irían con las manos vacías, sino que despojarían a los Egipcios (versículos 19-22).
Estas instrucciones son importantes para todo tiempo; ya que establecen, más allá de toda duda, la presciencia de Dios. Él sabía con quién tenía que tratar, conocía la resistencia con que se iba a encontrar, y de qué manera iba a ser vencida. Él vio todas las cosas desde el principio hasta el final. ¡Qué consolador es esto para nuestros débiles corazones! ¡Ni una dificultad o prueba nos puede sobrevenir que no haya sido prevista por nuestro Dios, y para la cual no se haya hecho provisión en Su gracia! Todo ha sido predispuesto en la perspectiva de nuestro triunfo final, y de nuestra salida victoriosa de esta escena, a través de la exhibición de Su poder redentor, ¡para estar para siempre con el Señor! Ciertamente Moisés podría haber estado satisfecho ahora.
“Entonces Moisés respondió diciendo: He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No te ha aparecido Jehová” (Éxodo 4:1).
¿Podía la incredulidad ser más presuntuosa? Jehová había dicho, “oirán tu voz” (Éxodo 3:18). Moisés responde, “ellos no me creerán”. ¿Causaría asombro que Jehová hubiese rechazado completamente a Su siervo cuando él se atrevió a contradecirle en Su propia presencia? Pero Él es lento para la ira y grande e misericordia; y esta escena está, verdaderamente, llena de belleza al revelar las profundidades de la ternura y la larga espera de Su paciente corazón. Él, por consiguiente, será paciente con Su siervo, condescenderá aún más, y dará incluso signos milagrosos para fortalecerle en su debilidad, y para disipar su incredulidad. “Y Jehová dijo: ¿Qué es eso que tienes en tu mano? Y él respondió: Una vara. Él le dijo: Échala en tierra. Y él la echó en tierra, y se hizo una culebra; y Moisés huía de ella. Entonces dijo Jehová a Moisés: Extiende tu mano, y tómala por la cola. Y él extendió su mano, y la tomó, y se volvió vara en su mano. Por esto creerán que se te ha aparecido Jehová, el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob” (Éxodo 4:2-5). Aun dos señales más son añadidas. Su mano, al meterla en su seno y sacarla, se volvió “leprosa como la nieve”; y al repetir el acto “he aquí que se había vuelto como la otra carne” (versículos 6 y 7). Después, en caso de que ellos no prestasen atención a la primera, o a la segunda señal, se añadió una tercera. Él debía tomar agua del río, y derramarla en tierra seca, y se haría sangre sobre la tierra seca (versículo 9). Estas señales son significativas, y especialmente así, se debe observar, en relación con el asunto que estamos considerando. Una vara en la Escritura es el símbolo de autoridad —de poder—. Echada en tierra, se convirtió en una culebra. Una culebra (serpiente) es el emblema bien conocido de Satanás; y de ahí que fuese poder convertido en poder Satánico, y esto era exactamente lo que se veía en Egipto en la opresión de los hijos de Israel. Pero Moisés extiende su mano, conforme a la palabra de Jehová, y toma la serpiente por la cola, y vuelve otra vez a ser una vara. El poder que ha llegado a ser Satánico de este modo, reasumido por Dios, se convierte en una vara de castigo o juicio.
De ahí que esta vara, en manos de Moisés, se convierte, desde aquel momento, en la vara de la autoridad y del poder judicial de Dios. La lepra es figura del pecado en su contaminación, del pecado en la carne que brota y profana, con sus contaminaciones, al hombre completo. La segunda señal, por consiguiente, nos presenta el pecado y su sanación, llevada a efecto, como sabemos, sólo por la muerte de Cristo. La sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, limpia de todo pecado. El agua representa aquello que refresca —fuente de vida y refrigerio como viniendo de Dios; pero, una vez derramada en la tierra, se convierte en juicio y muerte—. Armado con tales señales, Moisés podría ciertamente volver y convencer al escéptico más endurecido. No, él aún no está convencido; y por eso él responde ahora, “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua” (versículo 10).
Esta objeción muestra de manera muy concluyente que el ‘yo’ era la viga en su ojo que obstruía la visión de la fe. Ya que ¿era su elocuencia o el poder del Señor lo que llevaría a efecto la emancipación de Israel? Él habla como si todo dependiera de palabras persuasivas de humana sabiduría, ¡como si su llamamiento iba a ser hecho al hombre natural mediante destreza humana! ¡Qué común es este error, incluso en la Iglesia de Dios! Por eso es que la elocuencia es lo que desean incluso los cristianos —dándole un lugar que trasciende al poder de Dios—. Los púlpitos de la Cristiandad están, de este modo, llenos de hombres que no son tardos en el habla, y aun los santos que, en teoría, conocen la verdad, son cautivados y atraídos por los dones espléndidos, y encuentran placer en el ejercicio de ellos aparte de la verdad comunicada. ¡Cuán diferente era el pensamiento de Pablo! “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría”. Y otra vez, “ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (1 Corintios 2:1,4). Esta es la razón por la cual Dios usa a menudo los ‘tardos en el habla’ mucho más que a los que son elocuentes; porque en tales casos no existe la tentación de apoyarse en la sabiduría de los hombres, al contemplar todos que se trata del poder de Dios. Esta es la lección —una lección que contiene, a la vez, una reprimenda fulminante— que Jehová enseña ahora a Moisés. “¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová? Ahora pues, vé, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar” (Éxodo 4:11-12). El siervo no necesitaba más; pero el peligro yace en el olvido de que el modo en que el Señor puede emplearnos puede no traernos honor. Por el contrario, podemos ser considerados como el apóstol lo fue, como débil en presencia corporal, y menospreciable en palabra (2 Corintios 10:10); pero ¿qué importancia tiene esto si somos hechos vehículos del poder de Dios? El siervo debe aprender a ser nada para que sólo el Señor sea exaltado. Pero Moisés deseaba, evidentemente, ser algo, y abrumado ante la perspectiva, y puede ser también, oprimido por el sentido de su incompetencia, a pesar de toda la gracia y la condescendencia del Señor, desea que se le exima de una tan difícil misión. Por tanto él dice, “¡Ay, Señor! envía, te ruego, por medio del que debes enviar” (versículo 13).
Es decir, «Envía a cualquiera, pero no a mí». Cinco veces él planteó objeciones al mandato del Señor, dando por supuestas Su paciencia y longanimidad. Pero ahora, “se encendió la ira de Jehová contra Moisés, y le dijo: ¿No es Aarón levita, hermano tuyo? Yo sé que él puede hablar bien; además, he aquí que sale a recibirte, y al verte, se regocijará en su corazón. Tú pues le hablarás a él, y pondrás las palabras en su boca; y yo estaré con tu boca y con su boca, y os enseñaré lo que habéis de hacer. De manera que él hablará por ti al pueblo; y sucederá que él te será a ti en lugar de boca, y tú le serás la él en lugar de Dios. También tomarás esta vara en tu mano, porque con ella has de hacer las señales” (versículos 14-17, VM). La vacilación de Moisés fue vencida de este modo, pero no hasta que la ira de Jehová se encendiera contra él a causa de su renuencia a obedecer Su palabra; pero él perdió mucho. Aarón iba a estar asociado, en lo sucesivo, con él, y de hecho iba a tener el lugar más prominente delante de los hombres; ya que iba a ser el vocero de su hermano. En tierna gracia, no obstante, el Señor reserva a Su siervo Moisés el lugar principal delante de Él, dándole el honor y el privilegio de ser el medio de comunicación entre Él mismo y Aarón. Aarón iba a ser una “boca” para Moisés; Moisés iba a ser para Aarón “en lugar de Dios”; es decir, él iba a impartir a Aarón el mensaje que debía ser entregado. Los propósitos de Dios no pueden ser frustrados; pero podemos sufrir a causa de nuestra obstinación y desobediencia. Así fue con Moisés. ¡Cuántas veces después, durante la travesía de cuarenta años en el desierto, debe haber lamentado la incredulidad que le condujo a rechazar la confianza que el Señor deseaba encomendar sólo a sus manos! Finalmente, la vara de autoridad es dada a Moisés – la vara con la cual iba a mostrar el poder de Dios en señales milagrosas como confirmación de su misión. Esta vara desempeña una parte muy importante a todo lo largo de la carrera de Moisés, y es muy instructivo seguir el rastro de las ocasiones de su aparición y uso. Se convierte aquí, por decirlo así, en el sello de su misión, así como también en la señal de su cargo; porque, a decir verdad, él fue investido con la autoridad de Dios para sacar a su pueblo de la tierra de Egipto.
Moisés regresa ahora a procurar el permiso de Jetro para volver a Egipto. Dios había preparado el camino, y por eso Jetro consiente, diciendo a Moisés, “Vé en paz” (versículo 18). El Señor vela sobre Su siervo, tiene en cuenta los sentimientos de su corazón, e incluso anticipa sus temores al decir, “Vé y vuélvete a Egipto, porque han muerto todos los que procuraban tu muerte”. (Compárese con Mateo 2:20). “Entonces Moisés tomó su mujer y sus hijos, y los puso sobre un asno, y volvió a tierra de Egipto. Tomó también Moisés la vara de Dios en su mano” (Éxodo 4:19-20). Acto seguido, el Señor le instruye adicionalmente, e incluso le revela el carácter del juicio final por medio del cual Él obligaría a Faraón a dejar ir a Su pueblo. Aún más: Él le enseña ahora la relación verdadera en que Él había tomado, por gracia, a Israel. Esta revelación se hace por vez primera. “Israel es mi hijo, mi primogénito”; y es esto lo que decide el carácter del golpe que había de caer sobre Egipto. “Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito” (versículos 22-23; compárese con Números 8:14-18).
Queda ahora solamente una cosa para que Moisés esté calificado para su misión. Debe haber fidelidad dentro del círculo de su propia responsabilidad antes de que él pueda ser hecho el canal del poder divino. La obediencia en el hogar debe preceder a la exhibición de poder al mundo. Esto explica el siguiente incidente: “Y aconteció en el camino, en una posada, que Jehová le salió al encuentro, y procuró matarle. Tomando entonces Zípora un pedernal afilado, cortó el prepucio a su hijo, y lo arrojó a sus pies, diciendo: Ciertamente me eres un esposo sangriento. Y Jehová le soltó: entonces fué cuando ella dijo: Esposo sangriento; con motivo de la circuncisión” (Éxodo 4:24-26, VM). Moisés había descuidado, no sabemos por qué causa —quizás por influencia de su mujer— la circuncisión de su hijo; y de ahí que Jehová tuviera una controversia personal con él, que debía ser zanjada antes de que él pudiese aparecer ante Faraón con autoridad divina. De este modo, Jehová le derribó, trató con él, trajo su fracaso a la memoria para que él pudiera juzgarlo, y regresar a la senda de obediencia. Tomando prestado el lenguaje de otro: «Dios iba a poner honra sobre Moisés; pero ya había una deshonra hacia Él en el hogar de Moisés. ¿Cómo llegó a suceder que los hijos de Moisés no hubiesen sido circuncidados? ¿Cómo llegó a suceder que faltase allí aquello que tipifica la mortificación de la carne en los más cercanos a Moisés? ¿Cómo sucedió que la gloria de Dios fue olvidada en aquello que debía haber sido prominente en el corazón de un padre? Parece que la esposa tuvo algo que ver con el asunto ... De hecho, ella al final fue obligada a hacer lo que más aborrecía, tal como ella misma dijo en el caso de su hijo. Pero más que esto, ello puso en peligro a Moisés; ya que Dios tuvo la controversia con él, no con su mujer. Moisés era la persona responsable, y Dios se atuvo a Su orden». Las palabras que nos hemos atrevido a escribir en cursiva comunican un principio muy importante, y explican plenamente el terreno de trato de Dios con Moisés. Pero él recibió gracia para inclinarse ante Su mano punitiva; y es muy bienaventurada la situación cuando somos capaces de reconocer como Pablo, “dentro de nosotros mismos ya teníamos la sentencia de muerte, a fin de que no confiáramos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos” (2 Corintios 1:9, LBLA). Las dos partes de la calificación de Moisés, entonces, eran autoridad divina y condición personal; y estas dos jamás debían disociarse. Para todos los que hablen en nombre del Señor, o sean empleados por Él en cualquier servicio que sea, es de importancia extrema que recuerden esto. Nada puede compensar la falta de condición de alma. Aquí yace, en efecto, el secreto de nuestra debilidad en el servicio. Si nuestros modos de obrar, o, como en el caso de Moisés, nuestros hogares, no son juzgados, el Espíritu de Dios es contristado, y como consecuencia, no somos usados para bendición. No es suficiente, por tanto, tener las palabras de Dios en nuestra boca; sino que debemos estar andando con el poder de ellas en nuestras almas, si es que hemos de hablar con la demostración del Espíritu y de poder.
Todo está dispuesto ahora; y, por consiguiente, tenemos una escena hermosa al final del capítulo —una escena que debe haber alegrado el corazón de Moisés, y que, con la bendición de Dios, le dio aliento para la ardua senda en la cual él había entrado—. En primer lugar, no obstante, Jehová envía a Aarón “al encuentro de Moisés en el desierto. Y él fue y le salió al encuentro en el monte de Dios, y lo besó. Y contó Moisés a Aarón todas las palabras del SEÑOR con las cuales le enviaba, y todas las señales que le había mandado hacer” (Éxodo 4:27-28, LBLA). El lugar de su encuentro es muy significativo. Fue en el monte de Dios (Éxodo 3:1), es decir, Horeb, donde Jehová apareció a Moisés; aquí le encuentra Aarón ahora; y fue en el mismo lugar donde Moisés recibió después las dos tablas de piedra, con los Diez Mandamientos escritos con el dedo de Dios. Dejando esto, no obstante, se puede comentar, ahora —ya que contiene una lección muy práctica— que es siempre muy bienaventurado cuando parientes pueden encontrarse en el monte de Dios. Entonces, como con Moisés y Aarón, la conversación será sobre “las palabras de Jehová”, y el encuentro resultará en bendición. Si, por otra parte, descendemos a un nivel inferior, como es demasiado a menudo el caso, nuestras comunicaciones serán más bien concernientes a nosotros mismos y a lo que hacemos, y esto no resultará ni para la gloria de Dios ni de provecho para nosotros mismos.
Observen, asimismo, que es desde el monte de Dios que ellos prosiguen con su misión. Bienaventurados los siervos que van directamente de la presencia de Dios a sus labores. Al llegar a Egipto, “fueron Moisés y Aarón, y reunieron a todos los ancianos de los hijos de Israel; y les refirió Aarón todas las palabras que había dicho Jehová a Moisés, e hizo las señales a vista del pueblo. Y creyó el pueblo; y oyendo que Jehová había visitado a los hijos de Israel, y que había mirado su aflicción, inclinaron la cabeza y adoraron” (Éxodo 4:29-31, VM). La palabra de Jehová se cumplió así. Moisés había dicho, “He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz” (Éxodo 4:1). Pero el pueblo creyó, conforme a la palabra de Jehová; y tocado por Su gracia, cuando oyeron de qué manera Él los había visitado, y había mirado su aflicción, ellos inclinaron sus corazones y adoraron. Es cierto que después, cuando las dificultades aumentaron, ellos murmuraron en su incredulidad; pero esto no puede disminuir la belleza del cuadro ante nosotros, en el que vemos la palabra de Jehová, en todo su frescor y poder, alcanzando los corazones de los ancianos, y haciéndolos inclinar en adoración en Su presencia.

Éxodo 5 y 6: Primer mensaje a Faraón

Estos dos capítulos ocupan un lugar especial en la narración. Ellos son realmente de una naturaleza preliminar, introductoria al conflicto de Jehová con Faraón mediante juicios. Son, a la vez, muy instructivos puesto que ilustran los modos de obrar de Dios. El mensaje es entregado en gracia, la oportunidad para la obediencia es ofrecida —esperando Dios en paciencia y longanimidad antes que Su mano se levante en juicio—. Es así incluso con el mundo en el tiempo actual. Ahora es el tiempo de la paciencia y la gracia de Dios, durante el cual el mensaje de Su misericordia es proclamado ampliamente para que todo aquel que pueda oír, y cree, sea salvo. Pero este día de gracia está apresurándose a su fin, y el momento en que el Señor se levante de Su asiento a la diestra del Padre, la puerta será cerrada, y los juicios comenzarán a caer. De igual manera, estos dos capítulos describen, por decirlo así, el día de gracia para Faraón. Pero si bien el rey de Egipto era un hombre, él era también, en la posición que ocupaba, como ya se ha señalado, un tipo de Satanás como el dios de este mundo. Hay, por consiguiente, enseñanza adicional a ser obtenida de estos capítulos en este aspecto, y es este aspecto, de hecho, el que ocupa el lugar prominente. Esto se verá a medida que avancemos.
“Después Moisés y Aarón entraron a la presencia de Faraón y le dijeron: Jehová el Dios de Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto. Y Faraón respondió: ¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel. Y ellos dijeron: El Dios de los hebreos nos ha encontrado; iremos, pues, ahora, camino de tres días por el desierto, y ofreceremos sacrificios a Jehová nuestro Dios, para que no venga sobre nosotros con peste o con espada. Entonces el rey de Egipto les dijo: Moisés y Aarón, ¿por qué hacéis cesar al pueblo de su trabajo? Volved a vuestras tareas. Dijo también Faraón: He aquí el pueblo de la tierra es ahora mucho, y vosotros les hacéis cesar de sus tareas” (Éxodo 5:1-5).
Recuérdese que el asunto es el de la redención de Israel; y de ahí que sea un asunto en que el pueblo no podía tener parte alguna. Dios debe actuar por ellos; y es Él, por consiguiente, el que entra en controversia con Faraón. Faraón, como el dios de este mundo, Satanás, mantiene al pueblo en servidumbre. Es el propósito de Dios librarles; el mensaje confiado a Moisés es, por tanto, para el oído del rey Egipcio. ¿Y cuál es el objeto de Dios en la emancipación de Israel? “Para que ellos me celebren una fiesta solemne en el desierto” (versículo 1, VM). Es para Su propio gozo, Su gozo en el gozo de Sus redimidos. Es para la satisfacción de Su propio corazón. ¡Qué maravilloso es que el gozo de Dios está involucrado en nuestra salvación! La entrega del mensaje saca a la luz el verdadero carácter de Faraón. “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel” (versículo 2). Él se coloca, de este modo, en antagonismo directo y completo con Dios. ¡Solemne posición! Y este antagonismo jamás disminuyó, sino que continuó hasta que terminó en la derrota y la destrucción de Faraón y sus legiones. Una lección amonestadora, ciertamente, para todos los que no están reconciliados con Dios, así también como una revelación de la horrible corrupción de la naturaleza humana, que puede así confrontar impíamente, y desafiar audazmente, el poder de Dios. Tampoco fue esta la expresión transitoria de una mente irritada. Ya que, en respuesta a la constante apelación de Moisés y Aarón, él los acusó de interferir con la obra del pueblo. El dios de este mundo es la encarnación del egoísmo, y debe, por tanto, odiar a Dios. Este se puso de manifiesto en Filipos. En el momento en que la predicación y la acción del apóstol interfirieron con las ganancias de los amos de la muchacha que tenía espíritu de adivinación, ello atrajo sobre él y su compañero la más amarga enemistad (Hechos 16). Asimismo con Faraón. La perspectiva de perder el servicio de sus esclavos le llenó de ira. El resultado fue que aumentó las tareas del pueblo, cargó sobre ellos cargas más pesadas, para fijar más firmemente los grilletes de su servidumbre. Siempre es así. Pero a pesar del poder y la sutileza de Satanás, él siempre se derrota a sí mismo. De hecho, no tiene visión anticipada. No puede ver el futuro, así como nosotros tampoco podemos, y como consecuencia, él siempre se extralimita. El pueblo estaba ocioso (dijo Faraón), y, “por eso levantan la voz diciendo: Vamos y ofrezcamos sacrificios a nuestro Dios” (Éxodo 5:8). Él deseó, por tanto, que el aumento de trabajo echara fuera todos tales pensamientos de sus mentes. ¡Ah! Satanás rodeará tierra y mar para evitar que ni siquiera uno de sus pobres esclavos escape de su servicio. Por eso es que si un alma es convicta de pecado, y comienza a anhelar libertad y paz con Dios, para escapar de Egipto y ser salva, Satanás la rodeará con mil trampas, fascinaciones, y enredos. Procurará, tal como hizo Faraón con los hijos de Israel, mediante una mayor ocupación, atrayéndole con señuelo a un torbellino de excitación o actividad, expulsar tales deseos de su mente. Si uno tuviese que leer estas páginas, tenga mucho cuidado con estas sutilezas del maligno, y que se aleje decididamente de todas estas asechanzas que tienen la intención de atraerle con engaño a la destrucción; sí, que el lector, o la lectora, en la conciencia de toda su necesidad, y toda su impotencia, vuelva la vista a Aquel que por medio de la muerte ha abrogado los derechos de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, para que Él pudiese librar a los que por el temor a la muerte estaban sujetos a esclavitud toda la vida (Hebreos 2:14-15). Creyendo en el Señor Jesucristo, todos los tales se volverán de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios.
Los oficiales de Faraón eran fieles, y ejecutaron implacablemente su despiadado deber (Éxodo 5:10-14). El hierro de la opresión entró en las almas de los hijos de Israel, y en la amargura de sus corazones “clamaron a Faraón, diciendo: ¿Por qué tratas así a tus siervos?” (versículos 15-18, VM). Pero ellos clamaban en vano, ya que Satanás desconoce la misericordia; ella es desconocida para aquel cuyo placer se encuentra en las penurias de sus siervos. Decepcionados al no encontrar alivio a manos de Faraón, ellos recurren, en su furor, a Moisés y Aarón, y los acusan de ocasionar el aumento de la presión de su servidumbre. “¡Jehová os mire, y juzgue, porque nos habéis hecho odiosos a Faraón y a sus siervos, con el fin de poner espada en mano de ellos para matarnos!” (versículo 21, VM). ¡Qué verdadero es esto, también, en la experiencia individual! En los amargos ejercicios a través de los cuales pasa a menudo el pecador despertado, cuando se ve abrumado por el sentido de su culpa, y se le hace sentir, a la vez, la mano más pesada de Satanás, cuán a menudo es tentado a desear los días cuando era libre de todos esos conflictos y penas, no viendo que ellos son el camino a la liberación.
Aun Moisés se doblega, por el momento, ante la tormenta. Anhelando, como sin duda lo hizo, el bienestar y la redención de su pueblo, y herido por sus reproches, surge la duda ante esta nueva fase de la política de Faraón, e impacientándose, dijo, “Señor, ¿por qué afliges a este pueblo? ¿Para qué me enviaste? Porque desde que yo vine a Faraón para hablarle en tu nombre, ha afligido a este pueblo; y tú no has librado a tu pueblo” (versículos 22-23). Moisés participó así en la decepción e impaciencia del pueblo. No había aprendido aún a andar por fe y no por vista, ni tampoco a descansar en el Señor y esperar pacientemente en Él. Pero incluso su fracaso surgió de la compasión por los Israelitas oprimidos; y una de las primeras calificaciones para socorrer a los demás es la identificación con la condición de ellos.
Moisés tenía, hasta ahora, comunión con la mente del Señor; y Él entendía los pensamientos del corazón de Su siervo. Por tanto, le comisiona nuevamente, y nuevamente le declara Sus propósitos de gracia y misericordia, anunciando Su fidelidad inmutable a Su pacto. Él había ya cumplido dos cosas; había enseñado tanto a Moisés como al pueblo el carácter de su opresor, y la naturaleza de su yugo. Él, aparentemente, los había encerrado en manos de Faraón, y había producido en ellos, de tal modo, una convicción de lo desesperado que era su condición. Este es, uniformemente, Su método. Él jamás se presenta como Salvador hasta que los hombres saben que son culpables y que están perdidos. El Señor Jesús dijo, “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32). Tan pronto como los hombres están dispuestos a reconocer que ellos mismos están perdidos, entonces el Salvador se coloca ante sus almas. Así es aquí. Los hijos de Israel están, aparentemente, en peor caso que antes; están desesperados, e igualmente lo está Moisés. Tenemos, al respecto, la presentación y el anuncio bienaventurados de Éxodo 6. Jehová, por tanto, no hizo más que llevar a Su pueblo a través de la necesaria disciplina en Éxodo 5. Él hace esto por dos razones:1) para separar a Su pueblo de los Egipcios y, 2) para pavimentar el camino para la exhibición de Su propio poder, para que los hijos de Israel pudieran, de hecho, conocer que era sólo Su mano la que podía sacarles de la tierra de Egipto. Primeramente Él declara que Faraón, bajo Su mano, los echaría de su tierra. (Éxodo 6:1). A continuación, tenemos una revelación de gran importancia:
“Y habló Dios a Moisés y le dijo: Yo soy JEHOVÁ; y yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Todopoderoso; mas en la manifestación de mi nombre JEHOVÁ, no me dí a conocer a ellos” (versículos 2-3, VM).
Esto no implica, de ningún modo, que el nombre Jehová no fuese usado anteriormente; por el contrario, se encuentra a menudo. Pero Él nunca lo había adoptado en relación con Sus siervos. Él lo adopta formalmente ahora como Su nombre de relación con Israel y es empleado así solamente con Israel. Los creyentes de esta dispensación Le conocen como el Dios y Padre de ellos; y por eso es que el hecho de que ellos usen el término Jehová, revelaría ignorancia acerca de la verdadera posición y verdadera relación de ellos, así como también una confusión de dispensaciones. Se trata de un nombre reservado para Israel y, por consiguiente, será empleado nuevamente cuando ellos sean llevados de regreso a un conocimiento de su relación con Dios en el milenio. El hecho de que Jehová del Antiguo Testamento es el Jesús del Nuevo es otro asunto, pero es un asunto de actualidad e importancia máximas. Él era realmente Jehová en medio de Israel, y como tal perdonaba sus iniquidades y sanaba sus dolencias (Salmo 103:3); pero Él nunca es Jehová para los cristianos. Él se ha dignado llevarles a unas relaciones más íntimas; como Él reveló, en efecto, a María, y a Sus discípulos a través de ella, cuando dijo, “Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios” (Juan 20:17).
Habiendo entrado formalmente ahora en relación con los hijos de Israel, Él recuerda el pacto, con sus términos, que Él había establecido con sus padres (Éxodo 6:4; compárese con Génesis 17:7-8); y declara después, expresamente, que es en cumplimiento de Su pacto (ya que Él es fiel) que Él ha “oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes los Egipcios retienen en servidumbre” (versículo 5, VM). Él cumplirá sobre este fundamente; es decir, sobre lo que Él es para ellos como Jehová en el pacto que hizo con sus padres, y el mensaje que Él envía ahora es, por consiguiente, muy completo e integral. Abarca Su propósito completo para la nación. Presenta, antes que nada, el nombre que Él ha tomado, Jehová – la expresión “Yo soy Jehová” declara redención —ellos serán emancipados y redimidos, serán llevados a estar en relación con Él, serán Su pueblo, Él será su Dios—; Le conocerán como su Redentor, como Jehová su Dios, que los sacó de debajo de las cargas de los Egipcios, y serán llevados a la tierra que Él había jurado dar a Abraham, a Isaac, y a Jacob, y ellos la poseerían como heredad. Y se hace que todas las cosas dependan de lo que Él es, concluyendo el gran todo con la repetición del anuncio, “Yo Jehová”. Él es así, tanto el Sí como el Amén, el Alfa y la Omega, de la redención de ellos. Ciertamente es un mensaje de suma belleza. Y todo está fundamentado sobre lo que Él es y todo es completado por eso mismo. Por tanto, todo lo que Él es garantiza el comienzo, y también el cumplimiento de la redención de Su pueblo.
Moisés llevó y entregó a los hijos de Israel el mensaje que había recibido: “pero ellos no escuchaban a Moisés a causa de la congoja de espíritu, y de la dura servidumbre” (versículo 9). Así, reducidos a una absoluta desesperación, con su miseria oscureciendo todas sus almas, ellos hacen oídos sordos a la voz amable que proclamaba libertad y bendición. Entonces Moisés es enviado nuevamente a Faraón a demandar la libertad del pueblo; pero, decepcionado por lo infructuoso de su misión a los Israelitas, responde, “ He aquí, los hijos de Israel no me escuchan; ¿cómo, pues, me escuchará Faraón, siendo yo torpe de labios?” (versículo 12). Hay, por tanto, nada más que fracaso. Faraón había rechazado la demanda de Jehová; los hijos de Israel, estupefactos por su pesado yugo, no escucharán las buenas nuevas de gracia, y Moisés no está dispuesto a proseguir; ya que él recuerda su antigua objeción, mostrando que, si bien él conocía algo acerca de su incompetencia natural, no había aprendido aún que toda su suficiencia iba a ser hallada en Jehová. Es siempre un error fatal cuando medimos las dificultades del servicio mediante lo que nosotros somos. El asunto es Lo que Dios es; y las dificultades que parecen ser montañas, surgiendo amenazadoras a través de las brumas de nuestra incredulidad, son para Él nada más que la ocasión para la exhibición de Su poder omnipotente.
La sección finaliza, en lo que atañe a las apariencias, con un fracaso total. Pero Jehová no se ve afectado por la debilidad humana o por la humana resistencia; Sus propósitos, al emanar de Su corazón, y llevados a cabo por Su poder, son inmutables. Es, por tanto, sumamente hermoso notar la acción registrada en el versículo 13. “Entonces Jehová habló a Moisés y a Aarón y les dio mandamiento para los hijos de Israel, y para Faraón rey de Egipto, para que sacasen a los hijos de Israel de la tierra de Egipto”. Inconmovible ante la sordera de Su pueblo, el fracaso de Su siervo, o el antagonismo abierto de Faraón, Él prosigue calmadamente a efectuar la redención de Su pueblo. Se observará que desde el versículo 13 hasta el 30 se trata de un paréntesis. Parecería haber sido introducido por dos razones. Constituye, en primer lugar, un nuevo punto de partida. Éxodo 5, y la primera parte de Éxodo 6 son, como explicamos, preliminares – una especie de prefacio. Por otra parte, el período abarcado en dicho paréntesis es una especie de día de gracia para Faraón, cuando se le considera sencillamente como hombre; por otra parte, saca a la luz el carácter verdadero del conflicto en el que Jehová estaba a punto de entrar, y revela la posición y condición exactas de todas las partes involucradas —Faraón, los hijos de Israel, y Moisés—. Al mismo tiempo, se colocan los fundamentos sobre los que Jehová estaba a punto de actuar para Su pueblo, amplios y profundos, sobre Su propio carácter y pacto. Ese período ahora ya pasó, el Señor comienza de nuevo, y de ahí la repetición del mandamiento a Moisés y Aarón, abarcando el objeto y alcance de su misión. Esto brinda la oportunidad, en segundo lugar, para la introducción de la genealogía del pueblo que iba a ser redimido. El punto de interés para nosotros radica en el parentesco de Moisés y Aarón. “Y Amram tomó por mujer a Jocabed su tía, la cual dio a luz a Aarón y a Moisés” (versículo 20). “Estos pues son aquel Aarón y aquel Moisés a los cuales dijo Jehová: Sacad a los hijos de Israel de la tierra de Egipto, por sus escuadrones. Éstos son los que hablaron a Faraón rey de Egipto, para sacar a los hijos de Israel de Egipto. Éstos son aquel Moisés y aquel Aarón” (versículos 26-27, VM). Aarón era, por consiguiente, el hermano mayor, y es interesante notar que los piadosos Amram y Jocabed fueron bendecidos en la preservación de sus dos hijos, a pesar del edicto del rey. Aarón tenía, en cuanto a naturaleza, prioridad sobre Moisés; pero la gracia jamás sigue el orden de la naturaleza. Ella reconoce todas las relaciones naturales que Dios ha formado, y allí donde esta verdad no es mantenida tenazmente, esta actitud sólo puede traer dolor, si es que no trae deshonra; pero como la gracia está totalmente por sobre, y fuera de la naturaleza, ella actúa en su propia esfera y conforme a sus propias leyes. Dios, por tanto, actuando según Sus derechos soberanos, escoge a Moisés, y no a Aarón, aunque a consecuencia del fracaso de Moisés, y de la ternura hacia su debilidad, Él asoció después a su hermano con él en su obra. Pero el orden divino es: Moisés y Aarón (versículo 27); mientras que el orden natural, tal como se ve en la genealogía y en el versículo 26, es: Aarón y Moisés. Los tres últimos versículos simplemente conectan la narración con el versículo 10. Puesto que la objeción de Moisés en el versículo 30 es, evidentemente, la misma del versículo 12. Y no obstante, existe una razón para su repetición. En Éxodo 3 y Éxodo 4, Moisés esgrime cinco dificultades en respuesta a Jehová; aquí en Éxodo 6 hay 2, haciendo que en su conjunto sumen 7. Fue, por tanto, la exhibición perfecta de la debilidad e incredulidad de Moisés. ¡De qué manera magnifica esto la gracia y la bondad del Señor; ya que si en Su presencia el hombre es revelado, saca también a la luz lo que Él es en toda la perfección de Su gracia, amor, misericordia, y verdad! ¡Bendito sea Su nombre!

Éxodo 7 al 11: Juicios sobre Egipto

Estos capítulos no se pueden dividir, ya que forman una narración continua —una narración de terrible significación, que contiene, de la manera que lo hace, el registro de los juicios sucesivos que cayeron, cada vez con mayor severidad, sobre Egipto, hasta que Dios, mediante estos juicios, obligó a Faraón a liberar a los hijos de Israel de la férrea servidumbre en la que habían sido mantenidos—. Tenemos, por tanto, al comienzo, una reafirmación de la misión de Moisés y Aarón, del propósito de Jehová, y la manera en que Él llevaría a cabo, a pesar de la oposición de Faraón, la redención de Su pueblo.
“Jehová dijo a Moisés: Mira, yo te he constituido dios para Faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta. Tú dirás todas las cosas que yo te mande, y Aarón tu hermano hablará a Faraón, para que deje ir de su tierra a los hijos de Israel. Y yo endureceré el corazón de Faraón, y multiplicaré en la tierra de Egipto mis señales y mis maravillas. Y Faraón no os oirá; mas yo pondré mi mano sobre Egipto, y sacaré a mis ejércitos, mi pueblo, los hijos de Israel, de la tierra de Egipto, con grandes juicios. Y sabrán los egipcios que yo soy Jehová, cuando extienda mi mano sobre Egipto, y saque a los hijos de Israel de en medio de ellos. E hizo Moisés y Aarón como Jehová les mandó; así lo hicieron” (Éxodo 7:1-6).
El Señor comunicó así a Sus siervos lo que Él tenía intención de hacer, y de qué manera se llevaría a cabo. Él extendió el pergamino del futuro ante sus ojos para prepararlos para su tarea, y para fortalecer su fe. Él nos ha revelado, del mismo modo, el curso de la historia de este mundo, nos ha advertido de los juicios inminentes, con la segura destrucción del mundo, y de todos los que a él pertenece, si no prestan atención a las admoniciones de Su palabra, y a las invitaciones de Su gracia; y, a la vez, nos alegra con la segura perspectiva de redención de él mediante poder, cuando el Señor regrese a tomar a Su pueblo consigo (Juan 14:3). Él deseaba así que Moisés y Aarón, tal como lo desea para nosotros, tuviesen comunión con Sus propósitos con respecto al mundo, al dios de este mundo, y a sus pobres, miserables esclavos. ¡De qué manera fortalece el corazón y vigoriza el alma el hecho de ser llenos de los pensamientos de Dios! ¡Y qué gracia de Su parte comunicárnoslos, para que podamos hablar a los demás con autoridad y poder!
Antes de que procedamos a analizar estos capítulos, hay un asunto —en vista de que a menudo ocasiona dificultad al creyente, así como atrae los ataques del enemigo— que no puede ser omitido. Este asunto radica en las palabras, “Y yo endureceré el corazón de Faraón” (Éxodo 7:3). La duda que Satanás sugeriría en conexión con esto es la siguiente: «¿En qué radicó el pecado de Faraón si su corazón fue endurecido así?» O, «¿Cómo pudo Dios destruir justamente a uno a quien Él había endurecido para que Le resistiese?» Si el lugar en el cual ocurren estas palabras hubiese sido cuidadosamente observado, la dificultad se habría esfumado. El hecho es que la práctica de citar un solo versículo de la Escritura aparte de su contexto es tan común, que por esta causa se crean dificultades que se habrían disipado en un momento, si el contexto fuese examinado cuidadosamente. Nótese, entonces, que esto no se dice acerca de Faraón hasta después que él haya rechazado desdeñosamente las demandas de Jehová. Él había dicho, “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel” (Éxodo 5:2). Él rechazó la Palabra del Señor, él mismo se situó en abierto antagonismo para con Él y Su pueblo; y ahora su corazón es endurecido judicialmente. Y Dios actúa aún sobre el mismo principio. Leemos así, en 2 Tesalonicenses 2, acerca de algunos sobre los cuales Él enviará un gran engaño para que crean una mentira. Pero ¿por qué motivo? “Por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:9-11). Que la advertencia penetre profundamente en los corazones de cualesquiera sean los inconversos cuyos ojos puedan fijarse en estas páginas. Habrá un tiempo incluso para ellos, si continúan rechazando las buenas nuevas de la gracia de Dios, cuando les será imposible obtener salvación. Dios ha fijado un límite incluso a Su día de gracia, tal como lo hizo para Faraón; y cuando aquel límite se sobrepasa nada queda sino el juicio. “Hoy”, entonces, “si oyereis su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:15, VM).
Hay, sin embargo, una pausa. Moisés y Aarón van a Faraón y presentan sus credenciales —avaladas mediante una señal milagrosa, la señal que el Señor había enseñado a Moisés en Horeb—. “Aarón echó en tierra su vara delante de Faraón y delante de sus siervos, la cual se convirtió en culebra” (Éxodo 7:10, VM). Los sabios de Egipto, los hechiceros, hicieron lo mismo con sus varas; pero “la vara de Aarón devoró las varas de ellos” (versículo 12) —vindicando así el Señor la misión de Sus siervos—. No obstante, tal como Él lo había predicho, Faraón no se convenció; ya que “el corazón de Faraón se endureció, y no los escuchó, como Jehová lo había dicho” (versículo 13). Ahora bien, Dios mismo aparece en la escena, y una sucesión de juicios terribles cae sobre Faraón y su tierra —juicios que serán conocidos mientras dure el tiempo como ‘las plagas de Egipto’—. Son diez en total. Primero, las aguas del Nilo son convertidas en sangre (Éxodo 7:14-25); siguen a continuación la plaga de ranas (Éxodo 8:1-15), de piojos (Éxodo 8:16-19), de los enjambres de moscas (Éxodo 8:20-32), la plaga del ganado (Éxodo 9:1-7), de úlceras (Éxodo 9:8-12), de truenos y granizo (Éxodo 9:18-35), de langostas (Éxodo 10:1-20), de tinieblas (Éxodo 10:21-29), y finalmente, la de la muerte de los primogénitos de hombre y de bestia (Éxodo 11, Éxodo 12). El Salmista relata estos juicios más de una vez en lenguaje gráfico al celebrar, en cántico, las obras poderosas del Señor —describiendo de qué manera Él puso “en Egipto sus señales, y sus maravillas en el campo de Zoán” (Salmo 78:43; véase también Salmo 105:26-36).
Sería difícil, si no imposible, presentar una interpretación detallada de estas varias plagas. Su objetivo general es claro si recordamos el carácter de la controversia que Dios tuvo con Faraón. Él lidió así con Faraón como opresor de Su pueblo, como siendo, en figura, el dios de este mundo; y de ahí que el conflicto fuese con Faraón y con todo aquello en lo que Faraón ponía su confianza. Leemos, por tanto, que Él ejecutó juicio sobre los dioses de Egipto (Éxodo 12:12; Números 33:4). Fue, por consiguiente, la brillante exhibición del poder victorioso de Dios en la plaza fuerte de Satanás; ya que si Satanás se levanta en conflicto con Dios, el asunto sólo puede terminar en su derrota absoluta. En primer lugar, por tanto, las aguas de Egipto —especialmente del Nilo sagrado, fuente de vida y refrigerio para Egipto y su pueblo, desde el monarca hasta el más humilde de sus súbditos— son convertidas en sangre, el símbolo de muerte y juicio. Como consecuencia, “los peces que había en el río murieron; y el río se corrompió, tanto que los egipcios no podían beber de él. Y hubo sangre por toda la tierra de Egipto” (Éxodo 7:21). De esta forma, el río en el cual ellos se gloriaban jactanciosamente como un emblema de Dios, se convirtió en un objeto de desagrado y repugnancia. La rana era considerada con veneración por los Egipcios, siendo incluida por ellos entre sus animales sagrados. Bajo la mano judicial de Dios, “subieron ranas que cubrieron la tierra de Egipto”. Ellas iban a entrar incluso en la casa de Faraón, en la cámara donde dormía, y sobre su cama, y en la casa de sus siervos, y sobre su pueblo, y en los hornos y artesas (Éxodo 8:3-6). Los objetos de su sagrada admiración fueron convertidos así en una peste —contemplada con horror y aborrecimiento—; y, por el momento, el corazón de Faraón se doblegó de tal manera bajo la aflicción, que se vio obligado a pedir un respiro (Éxodo 8:8). El golpe siguiente fue de una clase diferente —más orientada a las personas de los Egipcios—. Esto fue la plaga de piojos. Tanto los historiadores antiguos como los modernos testifican de la escrupulosa limpieza de los Egipcios. Heródoto (“The Histories”, Libro 2:37) dice que los sacerdotes eran tan escrupulosos acerca de este punto que solían afeitarse el cabello de los cabezas y cuerpos cada tres días, por temor a albergar insectos parásitos mientras se ocupaban en sus deberes sagrados.
Este golpe, por tanto, humillaría la soberbia y mancharía la gloria de ellos, haciendo que fuesen, ellos mismos, objetos de aversión y repugnancia. Los enjambres de moscas vienen a continuación (Éxodo 8:20-32). Parecería imposible fijar con alguna precisión un significado exacto de la palabra traducida “moscas”, ya que muchos sostienen que “escarabajos” es lo indicado. Sea como fuere, la plaga muestra una severidad en aumento por el efecto producido. Es también con relación a esto que encontramos, por vez primera, una división formal colocada entre los hijos de Israel y los Egipcios (Éxodo 8:22-23). El Señor trata, después, con el ganado —enviando una plaga gravísima, de tal modo que “murió todo el ganado de Egipto; mas del ganado de los hijos de Israel no murió uno” (Éxodo 9:6)—. Faraón verificó por sí mismo la destrucción llevada a cabo (versículo 7); pero su corazón estaba aún endurecido. Este golpe cayó sobre una de las fuentes de riqueza y prosperidad de Egipto. Sufrimientos corporales, tanto para el hombre como para la bestia, siguieron a continuación —surgiendo de un “sarpullido con úlceras en los hombres y en las bestias, por todo el país de Egipto” (Éxodo 9:9)—. La destrucción de los cultivos del campo que estaban creciendo mediante granizo y trueno dio forma a la plaga siguiente; y esto fue seguido por las langostas; y “subió la langosta sobre toda la tierra de Egipto, y se asentó en todo el país de Egipto en tan gran cantidad como no la hubo antes ni la habrá después; y cubrió la faz de todo el país, y oscureció la tierra; y consumió toda la hierba de la tierra, y todo el fruto de los árboles que había dejado el granizo; no quedó cosa verde en árboles ni en hierba del campo, en toda la tierra de Egipto” (Éxodo 10:14-15). Este golpe alcanzó las fuentes de abastecimiento para las necesidades corporales. Una vez que las langostas se retiraron, ante la súplica del rey Egipcio, y estando él aún endurecido, hubo ahora “densas tinieblas sobre toda la tierra de Egipto, por tres días. Ninguno vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones” (Éxodo 10:22-23). «En Egipto, el sol era adorado bajo el título de Re o Ra: el nombre se mantuvo, de manera conspicua, como título de los reyes, Faraón, o más bien Phra, que significa ‘el sol’».
Por lo tanto, no solamente fue eclipsada la fuente de luz y calor para los Egipcios, sino que el dios que ellos adoraban fue obscurecido —una demostración, si sólo hubieran tenidos ojos para ver, que Uno mayor que el sol, sí, el Creador del sol, estaba tratando con ellos en juicio.
La muerte de los primogénitos fue el golpe final. Pero el comentario acerca de esto se puede reservar hasta que consideremos el capítulo 12. No obstante, considerando estas plagas como un todo, uno no puede dejar de quedar impactado con su correspondencia con las que afectarán a la tierra en un día posterior, durante el dominio del anticristo. (Véase Apocalipsis 16:1-14). De hecho, Faraón no es una mala prefiguración de este último antagonista de Dios y Su Cristo. Pero así como Dios fue glorificado en Su controversia con el uno, así será en la controversia con el otro; ya que si Faraón se apresuró a su perdición, y se anegó en las aguas del Mar Rojo, él y toda su hueste, el anticristo, elevándose a una altura aún mayor de atrevida impiedad, será lanzado, junto con la “bestia” cuyo falso profeta él había sido, “vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre” (Apocalipsis 19:20). Bien podía clamar, entonces, el Salmista, “Besad al Hijo, no sea que se enoje, y perezcáis en el camino; porque pronto se encenderá su ira” (Salmo 2:12, VM). Sería, efectivamente, una locura hacer oídos sordos a las lecciones que la controversia de Dios con Faraón proclama con tan alta voz. “La manera de pensar de la carne es enemistad contra Dios” (Romanos 8:7, BTX). Todas las personas no convertidas están, por tanto, en abierto antagonismo con Dios —cada una de ellas es un enemigo de Dios—. Qué gracia de Su parte es el hecho de enviar tales repetidos mensajes de gracia, tales fervientes súplicas de amor, rogando a los pecadores, por medio del evangelio, que se reconcilien con Él. Él ha dado a Su Hijo unigénito para que muera, y sobre el fundamento de la expiación que Él ha hecho por el pecado por Su muerte, Él puede salvar justamente a todo aquel que cree. Pero si Su gracia es rechazada, “¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:3). Qué locura es, entonces, por parte del pecador, descansar por un solo día en su condición de no salvo, no sabiendo qué tan pronto puede ser llamado a una condenación tan irrevocable como la que cayó sobre el rey Egipcio.
Puede ser interesante ahora, seguir un poco el rastro de la oposición de los magos Egipcios al poder hacedor de maravillas de Moisés y Aarón en presencia de Faraón. Los principales de estos son mencionados por su nombre en el Nuevo Testamento. Leemos, “Y de la manera que Janes y Jambres resistieron a Moisés, así también éstos resisten a la verdad” (2 Timoteo 3:8). Esta referencia es sumamente importante ya que muestra que un principio del actuar de Satanás está personificado en la conducta de los magos. Se podría preguntar entonces, ¿cuál era este carácter especial? Era, en una palabra, IMITACIÓN. Así, cuando Aarón echó en tierra su vara, y se hizo culebra, “hicieron también lo mismo los hechiceros de Egipto con sus encantamientos; pues echó cada uno su vara, las cuales se volvieron culebras” (Éxodo 7:11-12). Así también cuando las aguas de Egipto fueron golpeadas con la vara de Dios, y se convirtieron en sangre, los magos “hicieron lo mismo con sus encantamientos” (Éxodo 7:22). Lo mismo sucedió en el caso de las ranas (Éxodo 8:7). La acción de ellos fue, de este modo, una imitación de la acción de Moisés y Aarón. En Timoteo, asimismo, los hombres de los que se dice que resisten la verdad, tal como Janes y Jambres resistieron a Moisés, son descritos como ‘teniendo apariencia de piedad, pero negando la eficacia (el poder) de ella’ (2 Timoteo 3:5). Esta es una de las sutilezas más peligrosas de Satanás. Si él puede tener éxito en abierta oposición a la verdad, no se ocultará; pero si esta puerta de antagonismo está cerrada, él mismo se transformará en un ángel de luz. Así fue en los días de Pablo; y así es el caso especialmente en la actualidad. Los cristianos profesantes difícilmente serían desviados mediante la exhibición abierta del poder Satánico; pero cuántos son seducidos por él debido a que es, exteriormente, una imitación de lo divino. Tomen uno de los ejemplos más flagrante de esto. Si el Catolicismo Romano, con todas sus viles profanaciones de la verdad, no se vistiera con el ropaje exterior de Cristianismo, ¿existiría alguna posibilidad de que engañase las almas? Pero al reclamar ser capaz de dispensar toda bendición, que han sido aseguradas por la muerte de Cristo, seduce las almas de los hombres por miles, y las lleva bajo el dominio completo de sus falsedades y corrupciones. Es, por tanto, como sistema, uno de los instrumentos más exitosos de Satanás. Pero hay peligros mayores. No hay ni una sola operación del Espíritu de Dios, ni una forma de Su obrar, que Satanás no imita. Sus falsificaciones nos rodean por todos lados, dentro y fuera. Pero gracias sean dadas a Dios ya que Él ha nos a proporcionado salvaguardias suficientes, y los medios de detección de cada fase de sus tramposas artes. “Estas cosas”, Juan dice, “os he escrito respecto de los que quisieran seduciros. Mas en cuanto a vosotros, la unción que dé él habéis recibido, permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe: al contrario, así como su unción os enseña respecto de todas las cosas, y es verdad y no mentira, y así como ella os ha enseñado, así vosotros permanecéis en él” (1 Juan 2:26-27, VM). El Espíritu y la Palabra de Dios son suficientes para preservarnos de las simulaciones más peligrosas de la verdad que Satanás pueda presentar a nuestras almas.
Además de esto, si no hay más que la adherencia más firme a Dios y a Su verdad, los mecanismos de Satanás serán expuestos a su debido tiempo. Tres veces estos instrumentos suyos ‘resistieron’ a Moisés. Pero cuando se introdujo la plaga de piojos, un asunto que tiene que ver con producir vida del polvo de la tierra, los magos fueron impotentes, y se vieron obligados a confesar que se trataba del “Dedo de Dios” (Éxodo 8:18-19). La vida pertenece a Dios; Él solo es su fuente; y por eso los esfuerzos de Satanás son frustrados, y no leemos acerca de ningún intento adicional por parte de los instrumentos para interceptar la fuerza de las señales divinas. De hecho, en el capítulo siguiente encontramos que ellos “no podían estar delante de Moisés a causa del sarpullido” (Éxodo 9:11). Ellos mismos habían caído bajo la mano punitiva de Dios. Podemos, por tanto, reposar confiadamente, independientemente del aparente éxito actual del maligno; ya que “el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16:20).
Se obtendrá una perspectiva más completa de esta sección si se pone atención a los resultados de estas plagas judiciales sobre la mente de Faraón. Una impresión momentánea fue producida por la plaga de las ranas. “Faraón llamó a Moisés y a Aarón, y les dijo: Orad a Jehová para que quite las ranas de mí y de mi pueblo, y dejaré ir a tu pueblo para que ofrezca sacrificios a Jehová” (Éxodo 8:8). Moisés respondió a esta petición, y fijó el momento para la súplica, para que, en la respuesta divina a ella, Faraón pudiese reconocer la mano de Jehová tan ciertamente como en la imposición del castigo. Es hermoso observar los tiernos modos de obrar de gracia de Dios, aun con un pecador endurecido. Si hay el más leve giro de corazón hacia Él, aunque Él conozca que no es verdadero, hay disposición a oír —un testimonio sorprendente al hecho de que Él no quiere la muerte del pecador, que verdaderamente Él no quiere que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Pedro 3:9)—. De este modo, Jehová oyó e “hizo conforme a la palabra de Moisés, y murieron las ranas de las casas, de los patios y de los campos” (Éxodo 8:13, LBLA). Pero ¿cuál fue la consecuencia? “Pero viendo Faraón que le habían dado reposo, endureció su corazón y no los escuchó, como Jehová lo había dicho” (versículo 15). ¡Qué retrato del corazón malo del hombre! Doblegado bajo la mano de Dios, alarmado por las consecuencias, él clama por alivio, y promete que si se le concede ciertamente actuará conforme a los mandatos divinos. El alivio es concedido, y él olvida inmediatamente tanto sus temores como sus votos. Un buen número de pecadores han sido llevados así, mediante enfermedad súbita, a la puerta de la muerte, y han clamado en alta voz pidiendo misericordia. Dios oyó sus oraciones, y les restauró la salud. Pero ellos, en vez de consagrarse, tal como pensaban y se proponían, al servicio de Dios, regresan a su curso anterior de olvido y pecado. El hecho es, en todos esos casos, que la conciencia jamás ha sido despertada verdaderamente; no ha existido ningún sentido de culpa delante de Dios, ninguna aceptación de Su testimonio de la condición perdida y arruinada del hombre, y, por consiguiente, no se recurre a Su gracia salvadora revelada en Cristo Jesús como el Salvador; y los votos que se hicieron, fueron hechos realmente como una especie de ofrenda propiciatoria para obtener la remoción de la mano de Dios. Una vez aliviados, por tanto, puesto que no ha habido ningún cambio, ninguna conversión a Dios, la corriente de sus vidas, desviadas por un momento, regresa de manera natural a sus canales anteriores. ¡Oh, cuántos hay de quienes esto es verdad! ¡Cuántos de quienes se puede decir, cuando vieron que encontraban respiro, que endurecieron su corazón! Si estas palabras se encuentran con los ojos de alguno de los tales, que ellas se penetren profundo en sus corazones; y si es así, que ellos puedan, despertados de su verdadera condición, mientras la oportunidad todavía subsiste, confesar delante de Dios que son culpables, pecadores perdidos, y acudan sólo al Señor Jesucristo para salvación. “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira” (tal como lo hizo Faraón), “para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos 2:4-5).
La cuarta plaga —la de toda clase de moscas— pareció producir una impresión más profunda. “Faraón llamó a Moisés y a Aarón, y les dijo: Andad, ofreced sacrificio a vuestro Dios en la tierra”. Esta fue una oferta muy sutil, y una que podía haber entrampado fácilmente a Moisés y Aarón si no hubiesen conocido el carácter y la mente de Dios. Satanás no tiene objeción alguna al hecho de que sus siervos sean religiosos si ellos siguen bajo su dominio. Ellos pueden profesan servir a Dios tanto y tan llamativamente como puedan, siempre que reconozcan su autoridad. Si ellos tan sólo se postran y le adoran, como en la tentación presentada a nuestro bendito Señor en el desierto (Mateo 4), él les concederá todos los deseos del corazón de ellos. Si ellos tan sólo permanecen siendo del mundo, el mundo y su dios amarán lo que es suyo. Por eso Satanás aconseja continuamente —«Sírveme a mí y a Dios. Sacrifica a tu Dios, pero permanece en la tierra» (Éxodo 8:25)—. Una palabra de la Escritura desenmarañará todos estos razonamientos falaces: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mamón)” (Mateo 6:24). Moisés, quien tenía verdadero discernimiento porque tenía el pensamiento de Dios, percibe esto, y responde por tanto, “No conviene que lo hagamos así; porque la abominación de los Egipcios es lo que hemos de sacrificar a Jehová nuestro Dios. He aquí, si sacrificáramos la abominación de los Egipcios ante sus mismos ojos, ¿no nos apedrearían? Iremos camino de tres días en el desierto, y así ofreceremos sacrificios a Jehová nuestro Dios, según él nos mandare” (Éxodo 8:26-27, VM). Moisés no fue engañado; sabía que Cristo era, y debe ser, un objeto de desprecio para los Egipcios, “para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Corintios 1:23) y que debe haber un antagonismo irreconciliable entre ellos y Su pueblo. “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15:20). Egipto, por lo tanto, no podía ser un lugar para el pueblo de Dios. De este modo, Moisés añade tres cosas: Primero, ellos deben andar una distancia de tres días de camino en el desierto. El número tres es significativo en relación con esto —siendo el camino de tres días la distancia de la muerte—. (Compárese con Números 10:33). Además, ellos deben sacrificar a Jehová su Dios, tal como Él les mande. Hay aquí principios verdaderamente grandes y fundamentales. Nada sino la muerte —la muerte con Cristo— puede separarnos de Egipto. Por eso Pablo dice, “nunca permita Dios que yo me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por medio de la cual el mundo (Egipto) me ha sido crucificado a mí, y yo al mundo (Egipto)” (Gálatas 6:14, VM). Ningún cambio o reforma exteriores nos sacarán de esta casa de servidumbre —nada sino la cruz— la muerte de Cristo, hecha nuestra por medio de la fe en Su nombre. En segundo lugar, debe haber obediencia a Jehová. No se debe permitir o aceptar, ni por un momento, ninguna otra autoridad. La obediencia es nuestro primer deber, y cubre el terreno completo de la responsabilidad del Cristiano. De ahí la necesidad, en efecto, de un rompimiento total con el mundo, una separación (mediante la muerte) de él. Si Moisés hubiese consentido permanecer en Egipto, habría reconocido el gobierno de Faraón, y esto habría sido inconsistente con las demandas completas y absolutas de Jehová. Estos dos principios —separación del mundo, y obediencia a Cristo— deben estar grabados sobre los corazones del pueblo del Señor, porque son la base de la verdadera posición y responsabilidad de ellos. Todo emana, en efecto, de estas dos fuentes. Una cosa más (en tercer lugar) se puede aprender de estas palabras de Moisés. Ningún servicio, o algún así llamado servicio, puede ser aceptable a Dios a menos que sea conforme a Su palabra. La adoración y el servicio deben ser gobernados por la propia mente del Señor. Por lo tanto, no es lo que consideramos bueno y piadoso, no aquello a lo cual nosotros podemos denominar adoración o buenas obras, sino lo que Él considera como tal. La Palabra de Dios es, por tanto, la prueba de todo, y debe tener el lugar supremo en el corazón y la conciencia del Cristiano, y regular toda su vida. Todas las corrupciones de la Cristiandad, todo el fracaso y ruina de la iglesia, se remontan al descuido de este principio vital. La Palabra de Dios es la única lámpara a nuestros pies, y alumbra nuestro camino. (Salmo 119:105). En el momento que se acepta una sola regulación humana, sea por el individuo o por la iglesia, la decadencia y la corrupción siguen a continuación; puesto que otra autoridad se combina con la de Cristo. Es, como consecuencia, nuestra responsabilidad probar todo lo que nos rodea por la Palabra de Dios. “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. El que venciere, no sufrirá daño de la segunda muerte” (Apocalipsis 2:11, etc.).
Faraón no rechaza abiertamente la demanda de Moisés; él contemporiza, actúa hipócritamente, para obtener la remoción del golpe. Su clamor es, “Orad por mí” (Éxodo 8:28). Moisés asiente, pero añade una advertencia solemne, mostrando que veía a través del débil velo de hipocresía del rey, “no vuelva Faraón a obrar con engaño, no dejando ir al pueblo para que ofrezca sacrificios a Jehová” (Éxodo 8:29, VM). Pero una vez que el problema desapareció, se registra lo de costumbre, “Mas Faraón endureció aun esta vez su corazón, y no dejó ir al pueblo” (versículo 32). Acto seguido, siguió otro juicio; pero Faraón fue insensible al golpe. A lo menos no hubo ningún signo externo de ceder. Esto llevó a un muy solemne y, podemos decir, terrible mensaje como prefacio al siguiente castigo —la plaga de truenos y granizo— (Éxodo 9:13-19). El rey tambaleó bajo el golpe, y nuevamente procuró alivio. Confesó incluso que había pecado, y que Jehová era justo, etc., y prometió una vez más que dejaría ir al pueblo, siempre que no hubiera más truenos y granizo (Éxodo 9:26-28). La iniquidad de Faraón es sacada a la luz de este modo. Él ve y reconoce su culpabilidad, y no obstante persiste en su curso malo —su antagonismo abierto a Jehová—. Ya que, pese a su confesión, tan pronto como Jehová respondió la súplica de Moisés, él volvió a sus endurecidos modos de obrar. Pero una y otra vez se nos recuerda que esta no fue ninguna sorpresa para Dios. Todo esto sucedió “como Jehová lo había dicho por medio de Moisés” (versículo 35). Él veía el final desde el principio; pero quitó Su mano ante la intercesión de Moisés a favor del rey Egipcio. Dios jamás se impacienta aun en presencia de rebelión abierta. Él espera Su propio tiempo —soportando la iniquidad y la impiedad de los hombres en longanimidad y gracia. Si Él es así paciente, también nosotros deberíamos aprender a serlo— volviendo nuestros ojos a Él, confiados de que a Su propio tiempo Él vindicará Su gobierno justo ante los ojos del mundo. “Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia” (Salmo 37:7, VM).
Una nueva acción tuvo lugar en relación con la amenaza de las langostas. Los siervos de Faraón, alarmados ante la perspectiva, interfirieron ahora. Le dijeron, “¿Hasta cuándo será este hombre un lazo para nosotros? Deja ir a estos hombres, para que sirvan a Jehová su Dios. ¿Acaso no sabes todavía que Egipto está ya destruido?” (Éxodo 10:7). A instancias de ellos, “Moisés y Aarón volvieron a ser llamados ante Faraón, el cual les dijo: Andad, servid a Jehová vuestro Dios. ¿Quiénes son los que han de ir?” (versículo 8). Esto revela, una vez más, el corazón miserable de este muy miserable rey. Si se ve obligado, él relajará su dominio, pero aun entonces retendrá todo lo que pueda. Él se aferra tenazmente a lo que poseía, y tan tenazmente que regateará, de ser posible, con Moisés con respecto a los habían de ir. Pero “Moisés respondió: Hemos de ir con nuestros niños y con nuestros viejos, con nuestros hijos y con nuestras hijas; con nuestras ovejas y con nuestras vacas hemos de ir; porque es nuestra fiesta solemne para Jehová. Y él les dijo: !Así sea Jehová con vosotros! ¿Cómo os voy a dejar ir a vosotros y a vuestros niños? !Mirad cómo el mal está delante de vuestro rostro! No será así; id ahora vosotros los varones, y servid a Jehová, pues esto es lo que vosotros pedisteis. Y los echaron de la presencia de Faraón” (versículos 9-11). Esta fue, ciertamente, un astuto ardid de Satanás —profesar voluntad de dejar ir a los hombres sólo si dejan a sus pequeños atrás en Egipto—. De esta manera se habría falsificado el testimonio de los redimidos de Jehová, y se habría retenido un dominio más poderoso sobre ellos a través de sus afectos naturales. Ya que, ¿Cómo podrían haber terminado con Egipto mientras sus niños estaban allí? Satanás sabía esto, y de ahí el carácter de esta tentación. ¡Y cuántos cristianos hay que caen en la trampa! Profesando ser del Señor, haber dejado Egipto, ellos permiten que sus familias queden aún atrás. Como otra persona dijo, «Los padres en el desierto, y sus hijos en Egipto. Terrible anomalía. Esto habría sido sólo media liberación; inútil a la vez para Israel, y deshonrosa para el Dios de Israel. Esto no podía ser. Si los niños permanecían en Egipto, no había ninguna posibilidad de decir que los padres lo habían abandonado, en la medida que sus hijos eran parte de ellos mismos. Lo más que se podía decir en un caso tal era que ellos servían en parte a Jehová, y en parte a Faraón. Pero Jehová no podía tener parte con Faraón. Él debe tenerlo todo o nada. Este es un principio de peso para los padres cristianos ... Es nuestro feliz privilegio contar con Dios para nuestros niños, y para criarlos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:3)». Estas maravillosas palabras, palabras de peso, deberían ser ponderadas profundamente en la presencia de Dios. Ya que en ninguna parte el testimonio se quebranta de manera más manifiesta como lo hace en nuestra familia. Padres piadosos, cuyo andar es irreprochable, son seducidos a permitir a sus hijos prácticas que ellos mismos no se permitirían ni por un momento, e inundan así sus hogares con las vistas y sonidos de Egipto. Todo esto brota de no reconocer, tal como Moisés sí lo hizo, que los hijos, junto con sus padres, pertenecen a Dios, y forman Su pueblo en la tierra; que, por consiguiente, sería una negación de esta verdad bienaventurada dejarles en el lugar del cual ellos mismos, por la gracia de Dios, por medio de la muerte y resurrección de Cristo, han sido liberados. Nunca se puede, por tanto, dejar de urgir demasiado fuertemente que la responsabilidad de los padres abarca a toda la familia; que el padre está obligado delante de Dios a considerar a sus hijos como perteneciendo al Señor, o, de otro modo, nunca los puede entrenar en el camino en que deben ir, contando con que Él le muestre, de forma manifiesta, que ellos son Suyos mediante la obra de Su gracia y de Su Espíritu.
Faraón se disgustó ante estos requerimientos, y Moisés, junto con Aarón, es echado de la presencia del rey. Acto seguido, las langostas son convocadas por el poder de Dios, y la langosta “cubrió la faz de todo el país, y oscureció la tierra” (versículo 15). Bajo la presión de este grave golpe, Faraón llamó una vez más a Moisés y Aarón a su presencia, confesó su pecado contra Jehová Dios de ellos, y contra ellos —buscó perdón, y les pidió que suplicasen a Jehová Dios de ellos, “que al menos aparte de mí esta muerte”— (versículos 16-17, VM). Jehová oyó la intercesión de Moisés, y las langostas fueron quitadas, y lanzadas al Mar Rojo; “No quedó ni una langosta en todo el territorio de Egipto” (versículo 19, BTX).
Olvidando inmediatamente este terror y su palabra, tinieblas sobre la tierra de Egipto fueron traídas por tres días.(versículos 22-23). Una vez más, “llamó Faraón a Moisés y le dijo: Id, servid al SEÑOR; sólo que vuestras ovejas y vuestras vacadas queden aquí. Aun vuestros pequeños pueden ir con vosotros. Pero Moisés dijo: Tú también tienes que darnos sacrificios y holocaustos para que los sacrifiquemos al SEÑOR nuestro Dios. Por tanto, también nuestros ganados irán con nosotros; ni una pezuña quedará atrás; porque de ellos tomaremos para servir al SEÑOR nuestro Dios. Y nosotros mismos no sabemos con qué hemos de servir al SEÑOR hasta que lleguemos allá” (versículos 24-26, LBLA).
De lo que se trataba era de dejar Egipto para servir a Jehová. Él, por tanto, no reclamaba el pueblo como Suyo, sino también todas sus posesiones. Moisés, por esta causa, repudió el derecho de Faraón a tener cualquier cosa. Haber hecho lo contrario habría sido, de una vez, el reconocimiento de su autoridad. Faraón era, en efecto, el enemigo del pueblo de Dios, manteniéndoles en cautividad en oposición a Su voluntad. Como tal, es tratado por Moisés en el rechazo a sus demandas. Además, ellos iban a sacrificar a Jehová, Dios de ellos, y hasta que fuesen liberados de Egipto no sabían con qué debían servir a Jehová. Lo que Faraón estipuló, por tanto, no se podía permitir ni por un momento. En las palabras de Moisés estriba un principio de importancia primaria —que Dios reclama todo lo que tenemos así como también nosotros mismos—. Todo debe ser sometido, por esta causa, a Su disposición. Él da, y Él demanda de nosotros. Esto fue ejemplificado bellamente en el caso de David cuando proporcionó materiales para el templo. “De lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14). No debemos, como pueblo de Dios, tomar del mundo, tal como Abraham rechazó ser enriquecido por el rey de Sodoma (Génesis 14:22-23); tampoco debemos reconocer las demandas del mundo sobre lo que el Señor nos ha dado. Ni una pezuña ha de quedar atrás, ya que pudiera ser que Jehová demande esa misma pezuña para el sacrificio. Es sorprendente, también, observar que, según las palabras de Moisés, no se podía conocer el pensamiento de Jehová en Egipto. Ellos debían ser redimidos de allí, y ser separados, a través de la muerte y resurrección, para Dios antes de que pudiesen ser enseñados en cuanto a la naturaleza de Su servicio. Aunque Faraón se opone así a cada demanda que se le hace con respecto al pueblo del Señor, vemos que contemporiza con sus sutilezas; porque la mano de Jehová se levanta en juicio, y cae en sus sucesivos golpes sobre Faraón y su tierra, de modo que él de buena gana se libraría del poder de ellos. Ahora, sin embargo, él es excitado a un tono más alto de obstinación, arrojándose precipitadamente a su condenación, a pesar de la gracia, la advertencia, y el juicio. “Pero Jehová endureció el corazón de Faraón, y no quiso dejarlos ir. Y le dijo Faraón: Retírate de mí; guárdate que no veas más mi rostro, porque en cualquier día que vieres mi rostro, morirás. Y Moisés respondió: Bien has dicho; no veré más tu rostro” (versículos 27-29).
Acto seguido, Jehová procede a entregar a Moisés las instrucciones preparatorias para la marcha de ellos fuera de Egipto.
“Una plaga traeré aún sobre Faraón y sobre Egipto, después de la cual él os dejará ir de aquí; y seguramente os echará de aquí del todo. Habla ahora al pueblo, y que cada uno pida a su vecino, y cada una a su vecina, alhajas de plata y de oro. Y Jehová dio gracia al pueblo en los ojos de los egipcios. También Moisés era tenido por gran varón en la tierra de Egipto, a los ojos de los siervos de Faraón, y a los ojos del pueblo” (Éxodo 11:1-3).
De este modo, todo estuvo preparado; y Moisés, por tanto, entrega su mensaje final —un mensaje pleno de solemnidad y dignidad, adecuado, en efecto, a la majestad de Aquel cuyo mensajero él era—. El contenido del mensaje será considerado en el capítulo siguiente. Moisés, habiendo finalizado su misión, “salió muy enojado de la presencia de Faraón” (Éxodo 11:8). Él estaba ahora en comunión plena con la mente (el pensamiento) de Dios, lleno como estaba de santa indignación contra el pecado de Faraón. (Compárese con Marcos 3:5). Toda su timidez ha desaparecido, y está en calma e impávido delante del rey, investido conscientemente con la autoridad de Jehová. Pero como Jehová había predicho, y ahora repite, Faraón no cedería. “Faraón no os oirá, para que mis maravillas se multipliquen en la tierra de Egipto. Y Moisés y Aarón hicieron todos estos prodigios delante de Faraón; pues Jehová había endurecido el corazón de Faraón, y no envió a los hijos de Israel fuera de su país” (versículos 9-10).

Éxodo 12: El cordero pascual

Se puede recordar dos cosas que contiene el capítulo once. Primero, el anuncio del juicio sobre los primogénitos; y, en segundo lugar, la diferencia hecha “entre los egipcios y los israelitas” (Éxodo 11:4-7). Es en el cordero pascual donde yace la reconciliación de estas dos cosas. Porque Dios plantea ahora la cuestión del pecado, y de este modo, Él mismo se presenta, necesariamente, en el carácter de Juez. Pero en el momento que Él hace esto, tanto los Egipcios como los Israelitas son igualmente aborrecibles a Su juicio, en la medida que ambos son pecadores ante Sus ojos. Es cierto que Su propósito fue redimir a Israel de Egipto, y es también muy cierto que en el ejercicio de Sus propios derechos soberanos Él puede hacer una diferencia entre el uno y el otro. Pero Dios nunca puede dejar de ser Dios, y todas Sus acciones deben ser la expresión de lo que Él es en algún aspecto o carácter; y de ahí que si Él perdona a Israel —siendo ellos igualmente culpables junto con los Egipcios, ambos igualmente pecadores— mientras Él destruye Egipto, Él puede hacerlo sólo en armonía con Su propia naturaleza. En otras palabras, Su justicia debe ser mostrada tanto en la salvación del uno como en la destrucción del otro. Y es de una importancia inmensa percibir que la gracia misma sólo puede reinar a través de la justicia. (Romanos 5:21). Ahora bien, este es exactamente el problema resuelto en este capítulo —de qué manera Dios pudo perdonar de manera justa a Israel mientras Él destruía a los primogénitos de Egipto—. Él aparece a ambos como Juez; y se verá que el único terreno de diferencia hecho, no yace en alguna superioridad moral de Israel sobre Egipto, SINO COMPLETA Y SOLAMENTE EN LA SANGRE DEL CORDERO PASCUAL. Fue gracia lo que hizo el pacto con Abraham, Isaac, y Jacob; fue gracia también la que proveyó el cordero; pero la sangre de aquel cordero —tipo como fue del Cordero de Dios, Cristo nuestra Pascua (1 Corintios 5:7)— satisfizo cada demanda que Dios tenía sobre Israel debido a sus pecados, y de ahí que Él pudo protegerlos de manera justa mientras el destructor traía muerte en cada familia de los Egipcios. Fue en la sangre del Cordero donde la misericordia y la verdad se encontraron, y la justicia y la paz se besaron. Esto se verá plenamente mientras seguimos los detalles del capítulo.
“Habló Jehová a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto, diciendo: Este mes os será principio de los meses; para vosotros será éste el primero en los meses del año” (Éxodo 12:1-2).
Delante de Dios, el tiempo no vale para nada mientras el pecador está en sus pecados. No es sino hasta el momento en que estamos protegidos bajo la sangre de Cristo que hemos comenzado a vivir ante Sus ojos. Podemos haber vivido treinta, cuarenta o cincuenta años; pero si no hemos nacido de nuevo, todo es una pérdida de tiempo. ¿Perder el tiempo? Perderlo por lo que a Dios se refiere; pero ¡oh, cuán lleno de resultados para la eternidad si continuamos en esa condición! Cada día de aquel período ha añadido a nuestra culpa, al número de nuestros pecados, todos los cuales están registrados en el libro que será abierto en el juicio del gran trono blanco, si es que pasamos a la eternidad sin haber sido salvos. ¡Qué veredicto sobre los afanes y las actividades del mundo, sobre las esperanzas y ambiciones de los hombres! Ellos nos cuentan acerca de la nobleza de la vida, hablan de hechos de gloria y fama, y procuran inspirar a nuestra juventud con los deseos de emular las hazañas de aquellos cuyos nombres están inscritos en la página histórica. Dios habla, y mediante una palabra disipa la ilusión, proclamando que los tales no han comenzado aún a vivir. Sin vida hacía Él, independientemente de lo grande que puedan aparecer ante los ojos de los hombres, ellos están muertos, su verdadera historia no ha comenzado aún. De igual modo con los Israelitas. Ellos han sido, hasta ahora, siervos de Faraón, esclavos de Satanás; no habían comenzado aún a servir a Jehová, y de ahí que el mes de su redención había de ser el primer mes del año para ellos. Desde este punto, comienza la verdadera historia de la vida de ellos.
“Hablad a toda la congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las familias de los padres, un cordero por familia. Mas si la familia fuere tan pequeña que no baste para comer el cordero, entonces él y su vecino inmediato a su casa tomarán uno según el número de las personas; conforme al comer de cada hombre, haréis la cuenta sobre el cordero. El animal será sin defecto, macho de un año; lo tomaréis de las ovejas o de las cabras. Y lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes. Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer. Y aquella noche comerán la carne asada al fuego, y panes sin levadura; con hierbas amargas lo comerán. Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas. Ninguna cosa dejaréis de él hasta la mañana; y lo que quedare hasta la mañana, lo quemaréis en el fuego”.
“Y lo comeréis así: ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis apresuradamente; es la Pascua de Jehová. Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto. Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Jehová durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis. Siete días comeréis panes sin levadura; y así el primer día haréis que no haya levadura en vuestras casas; porque cualquiera que comiere leudado desde el primer día hasta el séptimo, será cortado de Israel. El primer día habrá santa convocación, y asimismo en el séptimo día tendréis una santa convocación; ninguna obra se hará en ellos, excepto solamente que preparéis lo que cada cual haya de comer. Y guardaréis la fiesta de los panes sin levadura, porque en este mismo día saqué vuestras huestes de la tierra de Egipto; por tanto, guardaréis este mandamiento en vuestras generaciones por costumbre perpetua”.
“En el mes primero comeréis los panes sin levadura, desde el día catorce del mes por la tarde hasta el veintiuno del mes por la tarde. Por siete días no se hallará levadura en vuestras casas; porque cualquiera que comiere leudado, así extranjero como natural del país, será cortado de la congregación de Israel. Ninguna cosa leudada comeréis; en todas vuestras habitaciones comeréis panes sin levadura” (Éxodo 12:3-20).
En medio del juicio Dios recuerda la misericordia. Si Él herirá a los Egipcios, y si Él no puede (no puede, consistentemente con los atributos de Su carácter) perdonar a Israel, a menos que Sus demandas sobre ellos sean completa y adecuadamente satisfechas, Él mismo, actuando desde Su propio corazón, en el ejercicio de Sus derechos soberanos, según las riquezas de Su gracia, proporcionará el cordero cuya sangre iba a formar el fundamento sobre el cual Él podía eximir justamente del golpe a Su pueblo, y sacarles de la casa de su servidumbre. Observen bien, que en el asunto de nuestra salvación, tal como en la redención de Israel, la cuestión no es lo que nosotros somos, sino lo que Dios es. Nuestra salvación está fundamentada, por tanto, sobre la base inmutable de Su propio carácter; y de ahí que tan pronto como la expiación ha sido hecha (tal como veremos en el progreso de esta historia) todo lo que Dios es, está comprometido para nuestra seguridad.
Hay muchos rasgos en esta Escritura que requieren una atención distintiva y separada. En primer lugar, el cordero. Como ya se ha señalado, el valor completo de este cordero pascual brota del hecho de que es un tipo de Cristo. Pablo dice así, “Cristo, nuestra Pascua, ha sido sacrificado. Por tanto, celebremos la fiesta” (1 Corintios 5:7-8, LBLA). Estamos autorizados, por tanto, por autoridad divina, a ver al Cordero de Dios bajo la sombra de este interesante tipo; y es a causa de esto que cada detalle de este capítulo llega a estar investido con tal interés superior. En el décimo día del mes, se debía tomar el cordero —un macho de un año, sin defecto— y debía ser guardado hasta el día catorce del mismo mes. Se ha enseñado, generalmente, que esto corresponde a la puesta aparte del cordero en los consejos de Dios; es decir, en el día diez, y el sacrificio real en el día catorce. Pero se ha hecho otra sugerencia que es presentada y recomendada al juicio del lector. El día diez, conforme a esto, corresponderá con la entrada de Cristo en Su ministerio público, cuando Él fue destacado por Juan el Bautista, de manera muy sorprendente, como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Entonces, si el ministerio del Señor abarcó el término de tres años, compuesto de dos años completos y partes de dos años más, esto sería, según el cálculo Judío, cuatro años, y el tiempo de Su muerte correspondería, por consiguiente, al día catorce. Pero ¿por qué, se puede preguntar, se toma el número diez para la puesta aparte del cordero? Porque es el número de la responsabilidad para con Dios, y enseña mediante ello que antes que nuestro bendito Señor fuera reconocido públicamente como el Cordero de Dios, Él había satisfecho toda responsabilidad delante de Dios, y se demostró así que era sin defecto, cualificado por lo que Él era en Sí mismo, para ser el sacrificio por el pecado. Él era el Cordero de Dios, y es algo pleno de bienaventurada consolación que el cordero era la provisión de Dios. El hombre jamás habría sabido qué sacrificio habría sido aceptable. Israel habría permanecido en servidumbre hasta el día de hoy, si se le hubiese dejado concebir un medio de satisfacer las demandas de Dios a causa de sus pecados. Por eso Dios, en Su misericordia y gracia, proporcionó un Cordero cuya sangre sería suficiente para quitar el pecado del mundo. Jamás puede haber, por tanto, ningún otro método de limpiarse del pecado, ningún otro medio de protegerse del justo juicio de Dios: la sangre de Cristo, en vista de que es proporcionada por Dios, excluye todo otro método.
El cordero debía ser inmolado el día catorce del mes: “toda la asamblea de la congregación de Israel lo matará al anochecer” (Éxodo 12:6, LBLA). Todos se deben identificar con el cordero inmolado. Toda la asamblea debía inmolarlo. De hecho, cada familia tenía su cordero, ya que cada familia debía estar, específicamente, bajo su protección; por otra parte, “la asamblea de la congregación” es considerada como un todo. Estas dos unidades siempre fueron preservadas en la economía judía —la de la asamblea, y la de la familia—. La de la familia corre a través de la edad patriarcal; y ahora que Dios está llamando a un pueblo a salir de Egipto para Sí mismo, mientras él establece la unidad del todo, la de la familia aún es preservada. Ellas se combinan en la ordenanza de la pascua —las familias aparte, y la congregación como un todo.
Luego se ordena la aspersión de la sangre. El cordero muerto no habría asegurado la protección de una sola familia. Si el pueblo hubiese descansado en el hecho de que el cordero había sido muerto, el destructor no habría encontrado ningún impedimento a su entrada en sus casas. No habría habido una sola casa en todas sus tribus sin su muerto, al igual que las de los Egipcios. No; no fue la muerte del cordero, sino la aspersión de la sangre lo que garantizó la seguridad de ellos. (versículos 7,13,23). Que el lector pondere bien esto. ¿Acaso no existe el peligro de que él descanse en el hecho de la muerte de Cristo para protección —sin un momento de preocupación acerca de si acaso él está bajo su eficacia bienaventurada delante de Dios?— La muerte de Cristo no salvará ni una sola alma (no hablamos de los infantes) aparte de la fe en Él. Es muy cierto que Él ha hecho propiciación por el pecado —una propiciación que ha glorificado a Dios en cada atributo de Su carácter, sobre el terreno del cual Él puede, de manera justa, otorgar una salvación plena, completa, y eterna a todo pecador que se acerca a Él a través de la fe en su valor—. Porque Dios ha propuesto públicamente a Cristo “como sacrificio expiatorio por su sangre a través de la fe, como evidencia de su justicia, a causa de haber pasado por alto, Dios en su paciencia, los pecados pasados, para demostrar en este tiempo su justicia, a fin de que Él sea justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús” (Romanos 3:25-26, BTX). Pero debe existir la identificación personal con la sangre derramada a través de la fe, o ella habrá sido, por lo que se refiere a un tal, derramada en vano. ¿De qué manera entonces, permitamos que se pregunte, llegó a estar el Israelita bajo su protección y valor? Ello fue sencilla y solamente a través de la obediencia de la fe. Se les ordenó ‘tomar la sangre, y ponerla en los dos postes y en el dintel de las casas’, ‘tomar un manojo de hisopo, y mojarlo en la sangre que estará en un lebrillo, y untar el dintel y los dos postes con la sangre que estará en el lebrillo; y que ninguno de ellos saliera de las puertas de su casa hasta la mañana’ (Éxodo 12:7-22). De este modo, ellos no tuvieron que hacer absolutamente nada excepto creer y obedecer. No les correspondía discutir el método proporcionado, su sensatez o lo contrario, o su probable valor. Todo dependió de la atención que prestaron a la Palabra de Dios. Del mismo modo Dios no demanda nada del pecador sino fe —fe en Su testimonio acerca de su condición y culpabilidad que le expone a juicio, y fe en la provisión hecha para su necesidad a través de la muerte de Cristo—. Si un Israelita, a partir de cualquier pretexto, hubiese hecho caso omiso del mandato divino, no habría podido escapar del golpe del destructor. De igual modo, si un pecador rechaza ahora, por cualquier motivo, inclinarse ante la Palabra de Dios con respecto a su condición, y también con respecto a Cristo, nada puede evitar el golpe del juicio eterno. Pero en el momento que el Israelita, en obediencia sencilla, asperjaba la sangre sobre su vivienda, él estaba inviolablemente seguro a través de esa noche de terror y muerte. Asimismo, en el momento que un pecador cree en Cristo, él es eternamente salvo, ya que está protegido por todo el valor inefable de Su sangre preciosa. Entonces él puede cantar con exultante confianza:
Aunque el incansable enemigo acusa,
Enumerando pecados como una inundación;
Toda acusación Dios rechaza;
Cristo ha respondido con Su Sangre.
Observen, asimismo, para enfatizar aún más esta verdad, que la seguridad del pueblo no dependía en grado alguno de su propio estado moral, ni tampoco sobre sus propios pensamientos, sentimientos, o experiencias. El único asunto era si la sangre era o no era asperjada como se había indicado. Si lo era, ellos estaban a salvo; si no lo era, estaban expuestos al juicio que recorría en ese entonces la tierra de Egipto. Podían haber sido tímidos, temerosos, y desanimados; podían haber pasado toda la noche en cuestionamientos; pero con todo, si la sangre estaba sobre sus viviendas, ellos estaban protegidos efectivamente del golpe del destructor. Fue el valor de la sangre, y sólo eso, lo que les proporcionó protección. Nuevamente, si hubiesen sido el mejor pueblo del mundo, como dicen los hombres, habrían perecido igualmente con los más viles de los Egipcios, si es que estaban sin la sangre rociada. El fundamento de su seguridad, sea ello reiterado, yace sólo en la sangre del cordero Pascual. Es lo mismo ahora con todos los que están esta tierra. Juicios muy cercanos, que trascienden con mucho los de Egipto, descenderán sobre este mundo, y estos no serán más que los precursores del juicio final de todos ante el gran trono blanco, cuyo tópico cierto es la muerte segunda (Apocalipsis 20), y nadie escapará de estos juicios a menos que esté protegido por la sangre de Cristo. ¿Puede el lector, entonces, ponderar si se le enfatiza el asunto con fervor, no, incluso con afectuosa vehemencia: Está usted seguro a través de la sangre de Cristo? No se permita usted ningún reposo, día y noche, hasta que esta pregunta sea resuelta, hasta que sepa, sobre el fundamento de la Palabra inmutable de Dios, que usted está tan a salvo como lo estaban lo Israelitas en sus viviendas asperjadas, en esta oscura y terrible noche.
Se debe comentar, además, que la sangre asperjada era para los ojos de Dios. Como otro ha observado, «No se dice, ‘Cuándo ustedes la vean’, sino, ‘Cuando Yo la vea’. El alma de una persona que ha despertado reposa, a menudo, no en su propia justicia, sino en la manera en que ve la sangre. Ahora bien, si bien es muy precioso tener el corazón profundamente impresionado con ella, este no es el terreno de la paz. La paz se fundamenta en la visión que Dios tiene de ella. Él no puede dejar de estimarla en su pleno y perfecto valor quitando el pecado. Es Él quien aborrece y ha sido ofendido por el pecado; Él ve el valor de la sangre quitándolo. Se puede decir, ‘¿Pero acaso no debo tener fe en su valor?’ Esto es fe en su valor, el hecho de ver que Dios la considera como quitando el pecado; el valor que usted le da a ella la considera como un asunto de la medida de sus sentimientos. La fe considera los pensamientos de Dios». Si se recordase este punto, ello evitaría, a las personas ansiosas, muchos días y noches extenuantes de perplejidad y angustia. No hay nada más allá de aceptar el propio testimonio de Dios en cuanto al valor de la sangre. “Cuando yo vea la sangre pasaré sobre vosotros, y ninguna plaga vendrá sobre vosotros para destruiros cuando yo hiera la tierra de Egipto” (Éxodo 12:13, LBLA). Todo lo que Dios es, es contra el pecado y, por consiguiente, todo lo que Él es se satisface con la sangre de Cristo, de otro modo Él aún debe castigar al pecado. Su declaración, por tanto, de que Él perdonará cuando Él ve la sangre, es un testimonio claro al hecho de que ella ha hecho una plena y perfecta expiación por el pecado. Entonces, si Él está satisfecho con la sangre de Cristo, ¿acaso no puede el pecador estar satisfecho también? Y recuerde que la indignidad del pecador no puede ser esgrimida como un impedimento a su eficacia. Si se pudiese, entonces la sangre por sí sola no sería suficiente. En el momento que los ojos de Dios reposan en la sangre, toda Su naturaleza moral es satisfecha; y Él perdona de manera tan justa a quienes están bajo su protección y valor, como Él lo hace golpeando a los Egipcios.
La pregunta, no obstante, puede ser preferible de este modo, ‘¿De qué manera podemos ser llevados bajo la eficacia de la sangre de Cristo?’ Los Israelitas fueron llevados bajo el refugio de la sangre del cordero pascual por medio de la fe. Ellos recibieron el mensaje, creyeron en su importancia, asperjaron la sangre según a las instrucciones dadas, y se aseguraron así contra el golpe judicial. Ahora es más sencillo. Las buenas nuevas de redención por medio de la sangre de Cristo son proclamadas, el mensaje es recibido; e inmediatamente que es recibido, la mirada de Dios contempla al alma bajo toda su eficacia y valor. Por tanto, todo aquel que cree en el Señor Jesucristo es librado de la ira venidera. La paz con Dios se fundamenta así en la sangre de Cristo, Ya que «la sangre significó el juicio moral de Dios, y la plena y entera satisfacción de todo lo que había en Su ser. Dios, tal como Él era, en Su justicia, Su santidad, y Su verdad, no podía tocar a quienes eran protegidos por esa sangre. ¿Había allí pecado? Su amor hacia Su pueblo había hallado el medio de satisfacer las demandas de Su justicia; y ante la visión de aquella sangre, la cual respondía a todo lo que era perfecto en Su ser, Él pasaba de largo de manera consistente con Su justicia, y aun con Su verdad». La paz con Dios, por lo tanto, repetimos, se basa en la sangre de Cristo.
Hay aún otra cosa. El cordero pascual, cuya sangre había sido asperjada sobre las viviendas de Israel, debía ser comida, y comida de una manera especial con sus acompañamientos, y en una actitud determinada. Cada uno de estos puntos tiene su propio interés y su propia enseñanza. “Y aquella noche comerán la carne asada al fuego” (versículo 8). No se debía comer “cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas” (versículo 9). El fuego es un símbolo de la santidad de Dios aplicada en juicio; y de ahí que el cordero del que ellos se alimentaron hablaba, en figura, de que Otro había soportado el fuego del juicio, había pasado a través de él, a favor de ellos. “Asada al fuego” habla así de Cristo quien cargó con nuestros pecados en Su propio cuerpo sobre el madero, y por nosotros fue hecho pecado, cuando Él fue expuesto a la acción plena, implacable, y penetrante del fuego —el juicio de Dios contra el pecado—. Si, por tanto, Él perdonó a Su pueblo, fue sólo sobre el terreno de Otro cargando con lo que ellos justamente merecían. ¡Qué amor fue expresado, entonces, al entregar a Su propio Hijo a semejante muerte! Bien pudo el Espíritu de Dios decir, Él no perdonó a Su propio Hijo, cuando Le consagró para recibir el golpe del juicio del pecador.
A nosotros, nuestro Dios Su amor encomienda,
Cuando por nuestros pecados estábamos perdidos;
Para que Él pudiese perdonar a sus enemigos,
Él no perdonaría a Su Hijo.
Y cuan agradecidamente los hijos de Israel se deben haber alimentado de este cordero asado al fuego. Si sus ojos estaban abiertos, ellos dirían ciertamente, «La sangre de esta víctima nos está amparando del terrible juicio que está cayendo sobre los Egipcios; la carne que estamos comiendo ha pasado por el fuego, al cual, de lo contrario, habríamos estado expuestos». Y el pensamiento, mientras lo expresaban, no podía dejar de mover sus corazones a la acción de gracias y a la alabanza a Aquel que había, en Su gracia, proporcionado un modo semejante de escape y seguridad.
Dos cosas debían acompañar el hecho de comer el cordero —pan sin levadura y hierbas amargas—. La levadura es un tipo del mal, y por eso el pan sin levadura habla, así como por una parte de la ausencia del mal, así por la otra de pureza y santidad. El apóstol Pablo habla del pan sin levadura de sinceridad y verdad. Se podrá examinar más plenamente esto cuando hablemos más extensamente de la fiesta de los panes sin levadura asociada con la pascua. (versículos 14-20). Bastará ahora con haber señalado su carácter. “Hierbas amargas” representa el resultado de entrar en los sufrimientos de Cristo a favor nuestro; arrepentimiento, juicio propio en la presencia de Dios. Estas dos cosas retratan, por tanto, el único estado de alma en que podemos alimentarnos verdaderamente del cordero asado al fuego. Y es hermoso notar de qué manera Aquel que ha cargado con el justo juicio de Dios contra sus pecados se convierte ahora en el alimento de Su pueblo. Observen, asimismo, que nada debía ser dejado hasta la mañana. Si hubiese habido algún sobrante debía ser quemado en el fuego (versículo 10). La misma instrucción fue dada después para la mayoría de los sacrificios que debían ser comidos. (Véase Levítico 7:15). Esta fue, indudablemente, una provisión contra el peligro de que fuese consumida como alimento común. Sólo podía ser comido en asociación con el juicio a través del cual había pasado. “La carne” de Cristo no puede ser comida excepto en la comprensión de Su muerte. Igualmente aquí, en la noche de la pascua, junto con la mañana, cuando el juicio había pasado, ellos podían olvidar la importancia del cordero asado al fuego; pero la instrucción de quemar lo que sobrara recordaría su carácter, así como también evitaría su degradación a alimento común. Solamente alrededor de la mesa pascual ellos podían alimentarse adecuadamente del cordero pascual.
La actitud de ellos debía estar en armonía con la posición a la que habían sido llevados. “Y lo comeréis así: ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis apresuradamente; es la Pascua de Jehová” (versículo 11). Todo da indicios del carácter que se debe asumir posteriormente a la redención de ellos —ya que estaban a punto de dejar Egipto para siempre, para marchar a través del desierto como peregrinos a su herencia prometida—. Sus lomos se ceñían, en disposición para el servicio, desvinculados de la escena en que habían sido mantenidos cautivos por tanto tiempo, de modo que nada pudiese detenerlos o impedirles cuando se diera la señal para el viaje; su calzado en sus pies, preparados, calzados para la marcha; su bordón en su mano, la señal de su carácter peregrino, ya que estaban dejando lo que había sido su hogar, para convertirse en extranjeros en el desierto, y debían comer la pascua apresuradamente, porque no sabían en qué momento la orden podía ser dada, y de ahí que debían estar preparados, velando y preparados. Un retrato fiel de la actitud del creyente en este mundo. ¡Ojalá que todos nosotros respondiéramos más enteramente a ello! Una y otra vez somos exhortados a tener nuestros lomos ceñidos; y es necesario tener calzados nuestros pies con la alegre prontitud para propagar el evangelio de la paz (Efesios 6, VM), si es que estamos vestidos de toda la armadura de Dios. Mantener el carácter peregrino pertenece, en efecto, a una de las primeras lecciones de nuestra vida Cristiana, viendo que este no es nuestro reposo; y estar en la actitud de esperar a Cristo pertenece a nuestra expectativa de Su regreso. Esto es cierto, pero otra cosa es preguntar si estas cosas caracterizan ahora a los creyentes como deberían. Lo que necesitamos es un sentido más profundo del carácter de la escena a través de la cual estamos pasando – de que es una escena de juicio, que Dios ya ha juzgado en la muerte de Cristo. “Ahora” dijo Él, “es el juicio de este mundo” (Juan 12:31). Teniendo conciencia de esto en nuestras almas, no tendremos ninguna tentación de quedarnos en él; sino que como verdaderos peregrinos, con nuestros lomos ceñidos, y nuestras lámparas ardiendo, nosotros mismos debemos ser como hombres que aguardan a su Señor (Lucas 12:35-36).
La fiesta de los panes sin levadura es designada en relación con la pascua (Éxodo 12:14-20). No fue celebrada en la tierra de Egipto, ya que en la misma noche que Dios hirió al primogénito, los hijos de Israel comenzaron su travesía. Pero la relación es preservada para mostrar su significado típico verdadero. Es lo mismo en 1 Corintios 5:7,8: “Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad”. La levadura, como explicamos anteriormente, es un tipo del mal —mal que se extiende y que la masa asimila, a través de la cual se extiende a su carácter propio—. “Un poco de levadura leuda toda la masa” (1 Corintios 5:6). Comer pan sin levadura significará, por tanto, separación del mal —santidad práctica—. Pongan atención, asimismo, que la fiesta debía durar siete días, es decir, un período completo de tiempo. La lección, entonces, en su interpretación, es que la santidad es pertinente a todos los que están protegidos por la sangre del cordero Pascual a lo largo del período entero de sus vidas en la tierra. Esta es la importancia de la relación de la fiesta con la pascua. Si somos salvos por la gracia de Dios por medio de la sangre rociada de Cristo, nuestros miserables corazones pueden razonar: «¡Podríamos complacernos en el pecado para que la gracia abunde!» «¡No!» dice el Espíritu de Dios, «sino que tan pronto como usted está bajo el valor de la muerte de Cristo, usted está bajo la responsabilidad de separarse del mal». Dios busca así una respuesta en nosotros, en nuestro andar y en nuestra manera de vivir, a lo que Él es, y a lo que Él ha hecho por nosotros. Fue para poner en observancia esta verdad que a los Israelitas se les mandó celebrar esta fiesta “por estatuto perpetuo” (Éxodo 12:14); primeramente, en efecto, para recordarles que Dios, en este mismo día, había sacado a sus huestes de la tierra de Egipto, y luego, para enseñarles las obligaciones bajo las cuales fueron llevados a mantener un andar en conformidad con su nueva posición. ¿Y no podemos agregar que los creyentes del día actual necesitan recordar esto en su mente? Una cosa en la que se debe insistir ahora sobre la conciencia de todos es la responsabilidad de celebrar esta fiesta de los panes sin levadura. Laxitud en el andar, malas asociaciones, y mundanalidad, están arruinando por todos lados el testimonio del pueblo de Dios. “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:16-17). ¡Que esta oración de nuestro bendito Señor pueda ser respondida de manera más manifiesta en la separación y consagración cada vez mayores de Su pueblo!
Desde el versículo 21 hasta el 28, se presenta el relato de la reunión de los ancianos convocada por Moisés para recibir las instrucciones ya consideradas. El pueblo, al oír el mensaje, “se inclinó y adoró. Y los hijos de Israel fueron e hicieron puntualmente así, como Jehová había mandado a Moisés y a Aarón” (Éxodo 12:27-28). Se añade un detalle interesante. Se hace provisión para mantener a los hijos enseñados en cuanto al significado de la pascua (versículos 26-27); y así, de generación en generación, el relato debe ser transmitido acerca de la gracia liberadora y del poder de Jehová cuando Él hirió a los Egipcios.
El Señor, habiendo marginado así a Su pueblo en Su gracia, y asegurado su exención del juicio a través de la sangre esparcida, procede a golpear Egipto tal como Él había declarado.
“Y aconteció que a la medianoche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales. Y se levantó aquella noche Faraón, él y todos sus siervos, y todos los egipcios; y hubo un gran clamor en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto.
E hizo llamar a Moisés y a Aarón de noche, y les dijo: Salid de en medio de mi pueblo vosotros y los hijos de Israel, e id, servid a Jehová, como habéis dicho. Tomad también vuestras ovejas y vuestras vacas, como habéis dicho, e idos; y bendecidme también a mí. Y los egipcios apremiaban al pueblo, dándose prisa a echarlos de la tierra; porque decían: Todos somos muertos. Y llevó el pueblo su masa antes que se leudase, sus masas envueltas en sus sábanas sobre sus hombros. E hicieron los hijos de Israel conforme al mandamiento de Moisés, pidiendo de los egipcios alhajas de plata, y de oro, y vestidos. Y Jehová dio gracia al pueblo delante de los egipcios, y les dieron cuanto pedían; así despojaron a los egipcios” (versículos 29-36).
El golpe, por largo tiempo amenazado, pero demorado en paciencia y misericordia, cayó al fin, y cayó con efecto devastador sobre toda la tierra; ya que “Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales”. Los corazones de todos se retorcieron de angustia bajo este doloroso y amargo golpe, entenebreciendo cada hogar en la tierra, “y hubo un gran clamor en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto”. El obstinado corazón de Faraón fue alcanzado, y, por el momento, se doblegó delante del juicio manifiesto de Dios. Él “se levantó aquella noche”, “él y todos sus siervos, y todos los egipcios”; y haciendo llamar a Moisés y Aarón, les pidió que se marchasen. No puso condiciones ahora, sino que concedió todo lo que ellos le habían reclamado, e incluso procuró una bendición de parte de ellos. Su pueblo fue más allá, y se apresuraron a echar a los hijos de Israel; porque dijeron, “Todos somos muertos”. Por eso, también, cuando se les pidió, ellos les dieron cualquier cosa y todo lo que ellos desearon, y así, según la Palabra del Señor, “despojaron a los egipcios”.
“Partieron los hijos de Israel de Ramesés a Sucot, como seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños. También subió con ellos grande multitud de toda clase de gentes, y ovejas, y muchísimo ganado. Y cocieron tortas sin levadura de la masa que habían sacado de Egipto, pues no había leudado, porque al echarlos fuera los egipcios, no habían tenido tiempo ni para prepararse comida. El tiempo que los hijos de Israel habitaron en Egipto fue cuatrocientos treinta años. Y pasados los cuatrocientos treinta años, en el mismo día todas las huestes de Jehová salieron de la tierra de Egipto. Es noche de guardar para Jehová, por haberlos sacado en ella de la tierra de Egipto. Esta noche deben guardarla para Jehová todos los hijos de Israel en sus generaciones” (versículos 37-42).
Dios emancipó así a Su pueblo de la esclavitud de Egipto; y ellos recorrieron la primera etapa de su travesía desde Ramesés a Sucot, alrededor de seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños. Pero ¡es lamentable!, no estaban solos. Iban acompañados por “una multitud mixta” (Éxodo 12:38, VM). Esto ha sido la causa de la desgracia del pueblo de Dios en toda época; fuente de su debilidad, fracaso, y, a veces, de abierta apostasía. El apóstol Pablo advierte a los creyentes de su tiempo acerca de este peligro especial (1 Corintios 10); al igual que Pedro (2 Pedro 2) y Judas. La iglesia, en el momento actual, es afligida de la misma manera; no, no sería exagerado decir que la iglesia, en un aspecto, está compuesta de esta ‘gran mezcla’. De ahí la importancia de las palabras del apóstol a Timoteo: “el fundamento de Dios se mantiene firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que nombra el nombre de Cristo (N. del Autor: debería ser “Señor”). Empero en una casa grande, hay no solamente vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro: y algunos son para honra, y otros para deshonra. Si pues se purificare alguno de éstos (N. del T.: “separándose de ellos”, cita en Español de la Biblia traducida al Inglés por J. N. Darby), será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena” (2 Timoteo 2:19-21, VM). La partida de ellos fue de prisa, porque fueron echados de Egipto, y no podían tardar, y tampoco se habían preparado ellos mismos alguna vitualla. ¡No! se les hizo contar completamente con Dios. Él los había separado de los Egipcios, los había protegido mediante la sangre del Cordero, y ahora Él se cuidaba de conducirles y proporcionarles alimento por el camino. La levadura no debía ser llevada con ellos.
“Levántate, alma mía, tu Dios te dirige,
Manos extrañas no impiden ya más;
Pasa, Su mano te protege,
El poder que ha liberado al cautivo.
¿Está el desierto ante ti,
Tierras desiertas en las que mora la sequía?
Vertientes celestiales te restaurarán allí.
Frescas mareas inagotables de Dios”.
Por siglos la mirada de Dios había estado sobre este momento (véase Génesis 15:13-14); y en el día preciso —el día que Él había ordenado con anterioridad— Su pueblo salió. Ellos no habían cruzado aún el Mar Rojo; pero en la declaración de que “todas las huestes de Jehová salieron de la tierra de Egipto” (Éxodo 12:41), el Espíritu de Dios anticipa su plena y perfecta liberación. La sangre que había protegido era el fundamento de su completa redención. No es de extrañar, por tanto, el hecho de que se añade que la noche de su éxodo debía ser de solemne observancia, de vigilia, para Jehová, y, de hecho, debía ser guardada en recuerdo perpetuo. Debía ser guardada, nótese, para Jehová, para traer continuamente a la mente de ellos la fuente de esa gracia y poder liberadores que los había sacado de Egipto. Igualmente ahora de otra manera. En la misma noche en que el Señor Jesús fue traicionado, Él tomó pan y dio gracias, instituyendo para Su pueblo el precioso memorial de Su muerte; para que todas la veces que comamos el pan, y bebamos la copa, podamos proclamar la muerte del Señor hasta que Él venga. A través de todo nuestro peregrinaje, Él quiere que Le recordemos —Le recordemos en aquella ‘noche oscura, noche de traición’, cuando, como nuestra Pascua, Él fue sacrificado por nosotros.
El capítulo concluye con “la ordenanza de la pascua”, la cual contiene principalmente dos cosas. Primeramente, en cuanto a las personas que podían participar de ella: “ningún extranjero comerá de ella. Pero el siervo de todo hombre, comprado por dinero, después que lo circuncidéis, podrá entonces comer de ella. El extranjero y el jornalero no comerán de ella”. Una vez más. “Toda la congregación de Israel la celebrará. Pero si un extranjero reside con vosotros y celebra la Pascua al SEÑOR, que sea circuncidado todo varón de su casa, y entonces que se acerque para celebrarla, pues será como un nativo del país; pero ninguna persona incircuncisa comerá de ella” (Éxodo 12:43-45,47-48, LBLA). Había tres clases de persona, entonces, que podían celebrar la pascua.
1.- Los Israelitas,
2.- Sus siervos comprados con dinero, y
3.- El extranjero que residiese con ellos.
Pero la condición para todos estos por igual era la circuncisión. Ninguno de ellos podía tener un lugar en la mesa pascual a menos que hubiera sido circuncidado. Solamente así ellos podían ser traídos a estar dentro de los términos del pacto que Dios había hecho con Abraham (véase Génesis 17:9-14), y sobre el terreno sobre el que Él estaba actuando al sacarles de Egipto, y tomarlos a Sí mismo como pueblo. La circuncisión es un tipo de muerte para la carne, y tiene su antitipo, en cuanto a la cosa significada, en la muerte de Cristo. Pablo escribe así a los Colosenses, “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses 2:11-12). Por lo tanto, a menos que todas estas clases especificadas fueran traídas al terreno del pacto, ellas no podían disfrutar del privilegio de esta fiesta muy bienaventurada —una fiesta que obtenía todo su significado del derramamiento de la sangre del Cordero Pascual—. Es sumamente interesante notar la provisión especial hecha para dos de estas clases. Los Israelitas, como tales, tenían derecho a la pascua, si estaban circuncidados. Pero había dos otras clases fuera de estos. Un jornalero no podía estar en la fiesta, pero un siervo comprado con dinero podía si era circuncidado. Debería recordarse que esta fiesta poseía esencialmente un carácter familiar. Por eso es que un siervo comprado con dinero llegaba a estar, por decirlo así, incorporado con la familia, una parte integral de ella, y por esta causa era incluido. Pero un siervo a jornal, o a sueldo, no tenía semejante lugar o posición, y, por consiguiente, era excluido. En el ‘extranjero morando contigo’ (Éxodo 12:48), podemos ver una promesa de gracia a los gentiles, cuando la pared intermedia de separación sería derribada (Efesios 2:14), y el evangelio sería proclamado a todo el mundo.
Entonces, por último, hay una provisión en cuanto al cordero mismo. “Se comerá en una casa, y no llevarás de aquella carne fuera de ella, ni quebraréis hueso suyo” (Éxodo 12:46). Tanto el significado del tipo como la unidad de la familia, o de Israel, si se considera toda la congregación, se habría perdido si se hubiese vulnerado este mandato. La sangre estaba sobre la morada, y el cordero pascual era sólo para los que estaban bajo la protección de la sangre —para ningún otro, y, de este modo, no debía ser llevado fuera de la casa—. La sangre asperjada es una condición indispensable para alimentarse del cordero asado con fuego. Tampoco se debía quebrar ni un hueso, porque era un tipo de Cristo. Por eso Juan dice, “estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo” (Juan 19:36). Es evidente, por tanto, que Cristo estaba delante de la mente del Espíritu en el cordero pascual; y es muy bienaventurado para nosotros, mientras leemos la narración, cuando tenemos comunión con Sus pensamientos y no discernimos ninguna otra cosa sino a Cristo. ¡Qué pueda Él ungir nuestros ojos siempre más plenamente, para que sólo Cristo pueda llenar la visión de nuestras almas cuando leemos Sus palabras!

Éxodo 13: Las demandas de Dios

La narración del éxodo desde Egipto se suspende para introducir ciertas consecuencias, consecuencias responsables para los hijos de Israel, consecuencias que emanaron de su redención de la tierra de Egipto. Ya que aunque ellos están aún en la tierra, la enseñanza del capítulo se fundamenta sobre el hecho de que ellos han sido sacados, y es, en efecto, anticipativa de su permanencia en Canaán. Si Dios actúa en gracia para con Su pueblo, Él establece, debido a eso, demandas sobre ellos, y estas demandas son las que se despliegan aquí. Un pueblo redimido se convierte en la propiedad del Redentor. Leemos así, “no sois dueños de vosotros mismos; porque fuisteis comprados a gran precio” (1 Corintios 6:19-20, VM). Jehová habla aquí a Moisés sobre el mismo principio, diciendo, “Santifícame todo primogénito; todo primer nacido entre los hijos de Israel, tanto de hombres como de animales, mío es” (Éxodo 13:2, VM). Pero otra cosa es introducida con relación a esto. La fiesta de los panes sin levadura fue ordenada en el capítulo anterior inmediatamente después de la aspersión de la sangre. Eso fue para mostrar que las dos cosas —refugio por la sangre, y la obligación de una vida santa— jamás pueden ser separadas. Dicha fiesta es presentada nuevamente ahora, con instrucciones para su observancia cuando Jehová los habrá llevado a la tierra de los Cananeo (versículo 5), en conexión con la santificación del primogénito.
“Y Moisés dijo al pueblo: Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de esclavitud, pues el SEÑOR os ha sacado de este lugar con mano poderosa. No comeréis en él nada leudado. Vais a salir hoy, en el mes de Abib.
“Y será que cuando el SEÑOR te lleve a la tierra del cananeo, del hitita, del amorreo, del heveo y del jebuseo, la cual juró a tus padres que te daría, tierra que mana leche y miel, celebrarás esta ceremonia en este mes. Por siete días comerás pan sin levadura, y en el séptimo día habrá fiesta solemne al SEÑOR. Se comerá pan sin levadura durante los siete días; y nada leudado se verá contigo, ni levadura alguna se verá en todo tu territorio. Y lo harás saber a tu hijo en aquel día, diciendo: ‘Esto es con motivo de lo que el SEÑOR hizo por mí cuando salí de Egipto’. Y te será como una señal en tu mano, y como un recordatorio en tu frente, para que la ley del SEÑOR esté en tu boca; porque con mano fuerte te sacó el SEÑOR de Egipto. Guardarás, pues, esta ordenanza a su debido tiempo de año en año.
“Y sucederá que cuando el SEÑOR te lleve a la tierra del cananeo, como te juró a ti y a tus padres, y te la dé, dedicarás al SEÑOR todo primer nacido de la matriz. También todo primer nacido del ganado que poseas; los machos pertenecen al SEÑOR. Pero todo primer nacido de asno, lo redimirás con un cordero; mas si no lo redimes, quebrarás su cerviz; y todo primogénito de hombre de entre tus hijos, lo redimirás.
“Y será que cuando tu hijo te pregunte el día de mañana, diciendo: ‘¿Qué es esto?’, le dirás: ‘Con mano fuerte nos sacó el SEÑOR de Egipto, de la casa de servidumbre. Y aconteció que cuando Faraón se obstinó en no dejarnos ir, el SEÑOR mató a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito del hombre hasta el primogénito de los animales. Por esta causa yo sacrifico al SEÑOR los machos, todo primer nacido de la matriz, pero redimo a todo primogénito de mis hijos’. Será, pues, como una señal en tu mano y como insignias entre tus ojos; porque con mano fuerte nos sacó el SEÑOR de Egipto” (versículos 3-16, LBLA).
Dos o tres observaciones pueden ser añadidas a la fiesta de los panes sin levadura para incluir los detalles adicionales presentados aquí. Dicha fiesta iba a estar relacionada para siempre con el recuerdo de dos cosas. En primer lugar, con el día de la redención de ellos. “Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de esclavitud” (versículo 3, LBLA). El Señor haría que Su pueblo recordase siempre el día de su liberación, el día en que fueron sacados de las tinieblas a la luz, de debajo del juicio debido a sus pecados al perfecto favor de Dios en Cristo. En segundo lugar, ellos no debían olvidar la fuente de su liberación. “Pues el SEÑOR os ha sacado de este lugar con mano poderosa” (versículo 3, LBLA). Con Él solo se habían endeudado. Ningún otro brazo podía haber quebrantado sus grilletes, herido a su opresor, haberlos protegido del destructor, y dado liberación. El Señor Jesús leyó así, “El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos; A predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19). Es, por tanto, sumamente significativo que, inmediatamente después que se les recordara estas dos cosas, se añade, “no comeréis en él pan fermentado” (Éxodo 13:3, VM). Si el Señor actúa para Su pueblo, es para redimirlos de toda iniquidad, y purificar para Sí un pueblo propio, celoso de buenas obras (Tito 2:14). Puesto que Él es santo, Él busca santidad en Sus redimidos, y a lo largo del período completo (siete días) de sus vidas. Ninguna levadura debía ser vista en cualquiera de sus territorios. No sólo eso; sino que en todo festival recurrente el padre era instruido a enseñar a su hijo acerca del significado de la fiesta. Siendo responsable por sus hijos, les debe explicar cuidadosamente el por qué no se podía permitir nada de levadura. Ello sería inconsistente con el terreno de la redención sobre el que él estaba. “Se hace esto”, él debía decir, “con motivo de lo que Jehová hizo conmigo cuando me sacó de Egipto. Y te será como una señal sobre tu mano”, etc. (Éxodo 13:9-10); y todo esto para que la ley de Jehová pudiera estar en su boca. He aquí el secreto, tanto de la separación del mal como de la separación para Dios. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar Tu palabra ... En mi corazón he guardado Tus dichos, para no pecar contra Ti” (Salmo 119:9-11). Es así que los creyentes pueden guardar verdaderamente ahora la fiesta de los panes sin levadura, poniendo atención y obedeciendo la Palabra de Dios.
Acto seguido, siguen las instrucciones para la santificación del primogénito. La devoción, la consagración, deben marcar también al redimido, y será siempre un fruto de la separación verdadera; y por eso la fiesta de los panes sin levadura precede a la dedicación del primogénito. En primer lugar, podemos notar la excepción a esta ley general. “Todo primer nacido de asno, lo redimirás con un cordero; mas si no lo redimes, quebrarás su cerviz; y todo primogénito de hombre de entre tus hijos, lo redimirás” (Éxodo 13:13, LBLA). La conjunción del primer nacido de un asno con el primogénito del hombre es muy sorprendente, y tanto más en que ambos por igual debían ser redimidos. Hay también otra cosa. El primer nacido de asno debía ser redimido con un cordero; los primogénitos de Israel eran redimidos con un cordero en la noche de pascua. Añadan el hecho de que el asno debía ser destruido si no era redimido, tal como los Israelitas ciertamente lo habrían sido cuando Jehová hirió a los Egipcios, y el paralelismo está completo. ¿Qué aprendemos, entonces, mediante ello? Que el hombre, tal como nace en este mundo, es clasificado con el primer nacido de un asno; que ambos por igual son impuros, y, como tales, condenados a la destrucción, a menos que sean redimidos con un cordero. ¿Puede algo ser más humillante para la soberbia del hombre natural? Jactándose de lo que él es, y de sus capacidades intelectuales, que contemple él aquí la estimación divina de su condición. No se pudo hacer una comparación más degradante, y aun así es una comparación a la que cada creyente pone su sello como siendo divinamente cierto. Ya que aquel era nuestro estado por naturaleza —perdidos e desvalidos— y habríamos ciertamente perecido si, en las riquezas de la gracia de Dios, no hubiéramos sido redimidos por la sangre del Cordero. Por otra parte, ¡de qué manera ello magnifica la gracia de Dios al condescender a personas tales como éramos, encontrándonos cuando estábamos en ese estado, llevándonos a Él y asociándonos para siempre con el Cordero por el cual hemos sido redimidos! Si por naturaleza no podíamos haber caído más bajo, por gracia no podíamos haber sido elevados más alto; ya que Él nos ha predestinado para que fuésemos “hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29).
Es importante observar el terreno sobre el cual Dios reclama el primogénito. Está expresamente relacionado con la destrucción del primogénito en la tierra de Egipto (Éxodo 13:15). Como hemos visto, Israel fue librado en aquella terrible noche únicamente sobre el terreno de la sangre asperjada de cordero inmolado —sobre el terreno de la muerte de otro—. Fue, por tanto, sobre el principio de sustitución; y este, de hecho, es el terreno de la demanda de Dios en este capítulo. Si Dios perdonó al primogénito debido al Cordero Pascual, a partir de entonces Él los reclamó como Suyos. Así es ahora. Nosotros pertenecemos a Aquel que nos ha redimido, debido a que Él tomó nuestro lugar, y llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero (1 Pedro 2:24). “Él murió por todos, para que los que viven, no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió, y volvió a resucitar” (2 Corintios 5:15, VM). Está bien que nos preguntemos frecuentemente, ¿estamos reconociendo Su demanda, Su demanda sobre nosotros, sobre todo lo que somos, y sobre todo lo que tenemos? El padre debía inculcar también en la mente de su hijo esta verdad (Éxodo 13:14-16); ya que de ese modo se le enseñaría las demandas de Jehová sobre él al igual que con su padre —que ambos por igual, como redimidos, debían su servicio al Redentor—. Es una ganancia inmensa cuando el creyente se considera a sí mismo y a su familia como pertenencia del Señor. Otro asunto es si ellos están reconociendo individualmente esa demanda, y nunca es excesivo enfatizar demasiado que no hay salvación aparte de la fe individual; pero es de gran importancia que la cabeza de la familia recuerde continuamente que él y todos los suyos son del Señor. Sólo entonces podrá, mediante la bendición de Dios, criar a sus hijos en la disciplina e instrucción del Señor (Efesios 6:4, LBLA), gobernarlos para Él, y como estando delante de Sus ojos; y es solamente de la manera en que los hijos perciban esta verdad que ellos considerarán el gobierno paternal como siendo la expresión de la autoridad del Señor. Que los creyentes, por tanto, no se cansen de dar a conocer a sus hijos las demandas del Señor sobre el terreno de la redención.
Se reanuda ahora la narración.
“Y luego que Faraón dejó ir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque dijo Dios: Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto. Mas hizo Dios que el pueblo rodease por el camino del desierto del Mar Rojo. Y subieron los hijos de Israel de Egipto armados. Tomó también consigo Moisés los huesos de José, el cual había juramentado a los hijos de Israel, diciendo: Dios ciertamente os visitará, y haréis subir mis huesos de aquí con vosotros. Y partieron de Sucot y acamparon en Etam, a la entrada del desierto. Y Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles, a fin de que anduviesen de día y de noche. Nunca se apartó de delante del pueblo la columna de nube de día, ni de noche la columna de fuego” (Éxodo 13:17-22).
Lo primero que esta parte de nuestro capítulo nos presenta es Dios escogiendo el camino para Su pueblo a través del desierto. Si Él conduce a Su pueblo al desierto, Él se encargará de ellos en todo respecto; Él no esperará nada de ellos sino obediencia a Su palabra. Pongan atención, además, la ternura que Él mostro escogiendo el camino de ellos. Él tuvo consideración con la debilidad y timidez de ellos. Él “no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque dijo Dios: Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto”. Hermosa exhibición de Su tierna compasión —revelándonos cuán plenamente Él se involucra y siente por Su pueblo, en todas sus debilidades y temores—. Es cierto que Él tenía otros propósitos para ellos; pero es algo que trasciende lo dulce notar que Él determinó el camino particular por el cual Él los conduciría fuera de lo referido a su condición. “Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:13-14).
Después de la declaración de la manera de su marcha, se hace mención de los huesos de José. Esto es muy hermoso. Retrocediendo al lecho de muerte de José, leemos que él “juramentó a los hijos de Israel, diciendo: De seguro os visitará Dios, y haréis llevar mis huesos de aquí” (Génesis 50:25, VM). En la epístola a los Hebreos, se registra la estimación de Dios acerca de esta acción. “Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos” (Hebreos 11:22). En nuestro capítulo encontramos la respuesta de Dios a la fe de Su siervo. Había, ciertamente, lo suficiente como para ocupar la mente de Moisés en esa noche de la pascua —organizando la partida de una muchedumbre tan grande—. ¿De qué tiempo pudo disponer para preocuparse de los huesos de José? Pero José había juramentado a los hijos de Israel en dependencia de Dios. Él creyó, y por tanto habló; y poniendo su confianza en Dios fue imposible que pudiese ser avergonzado. Para el ojo natural había verdaderamente poca probabilidad —cuando José estaba muriendo— de que su pueblo dejara Egipto. Pero este santo que estaba muriendo descansó sobre la Palabra y la promesa ciertas de Dios, y, por tanto, con confianza “dio mandamiento acerca de sus huesos”. Años habían pasado —casi cuatrocientos (porque los Israelitas estuvieron en Egipto cuatrocientos treinta años en total; Éxodo 12:41)— y Dios visitó a Su pueblo, y el juramento fue recordado, de modo que los huesos del patriarca los acompañó en su éxodo. Es ciertamente un ejemplo notable de la fidelidad de Dios, así como también de la preciosura, ante Sus ojos, de la fe de Su siervo.
El versículo siguiente (Éxodo 13:20) registra los nombres de sus primeros lugares donde acamparon. “Y partieron de Sucot y acamparon en Etam, a la entrada del desierto”. Ellos partieron desde Ramesés (Éxodo 12:37), luego llegaron a Sucot, etc., tal como se describe aquí. Todos estos lugares estaban en Egipto, y aunque mucho estudio e investigación se ha dedicado al tema, su identificación apenas ha alcanzado los límites de la probabilidad conjetural. Lo que tiene más importancia es notar que ellos fueron guiados divinamente en su marcha. Aquel que seleccionó su senda, los guio en ella, fue delante de ellos en la columna de nube de día, y la columna de fuego de noche, en todos sus peregrinajes. Estos símbolos de gracia de Su presencia, Él nunca los apartó de ellos mientras estuvieron en el desierto. Esto es sólo una ilustración de la verdad de que el Señor es siempre el guía de Su pueblo. Aquel que los conduce fuera de Egipto puede ser visto siempre en la senda en la cual ellos han entrado. Él jamás dice, «Vayan»; sino que Su palabra es siempre, «Síganme». Él nos ha dejado un ejemplo para que sigamos Sus pisadas (1 Pedro 2:21). Él mismo es el Camino, así como también la Verdad y la Vida (Juan 14:6). Es muy cierto que no tenemos la guía visible que disfrutaron los hijos de Israel; pero ella no es menos discernible y cierta para el ojo espiritual. La Palabra es una lámpara a nuestros pies y una luz a nuestro camino (Salmo 119:105).
Es interesante comentar que no hubo tal guía en Egipto o en la tierra. Esto saca a la luz la importante verdad de que es solamente en el desierto donde la indicación de un camino es necesaria. Y es allí, en Su ternura y misericordia, donde el Señor toma la conducción de los Suyos —mostrándoles el camino en el que deben andar—dónde iban a reposar, y cuando marchar, no dejando nada a ellos, sino encargándose Él mismo de todo por ellos, solamente demandando que sus ojos fuesen mantenidos fijos en su Guía. Feliz el pueblo que es conducido así, y al que se le hace estar dispuesto a seguir, y que por gracia puede decir:
“Sólo Tú eres nuestro líder,
Y nosotros aún Te seguiremos”.

Éxodo 14: Dios como el Libertador de Su pueblo

En el capítulo 12, Dios aparece como Juez, porque una vez planteado el asunto del pecado, la santidad de Su naturaleza necesita que Él trate con él —y trate rigurosamente con él—. Dios, por tanto, estuvo allí contra Su pueblo a causa de su pecado, aunque se encontró el medio, en Su provisión de gracia y según a Su instrucción, de satisfacer, por medio de la sangre del Cordero Pascual, Sus justas demandas. Pero en este capítulo, Aquel que estuvo contra el pueblo debido a su pecado, está ahora a favor de ellos debido a la sangre. Su justicia, Su verdad, Su majestad, si, todo lo que Él era, había sido satisfecho por la sangre esparcida. Una propiciación había sido hecha sobre el terreno del cual Él pudo asumir la causa de aquellos que habían sido llevados a estar bajo su valor. Por consiguiente, Él aparece aquí como un Salvador —un Libertador—. Históricamente hay un intervalo entre estos dos caracteres. Él fue un Juez en la noche de la pascua, y un Libertador en el Mar Rojo; y este es el orden de aprehensión en el caso de la mayoría de las almas despertadas. El alma, cuando por vez primera es convicta de pecado, cuando ello es realmente la obra del Espíritu de Dios, Dios aparece al alma como un Juez debido a la culpabilidad. Pero cuando hay paz de conciencia a través de la aprehensión por fe de que la sangre de Cristo ha satisfecho las demandas de Dios, y ha limpiado de culpabilidad, entonces el alma percibe que Dios mismo está a su favor, y ve la prueba de ello en que Él levantó de los muertos al Señor Jesús. Estas dos etapas están señaladas claramente en Romanos 3 y 4. Así, en Romanos 3, se trata de la fe en la sangre, de creer en Jesús (versículos 25-26); mientras en Romano 4 se trata de la fe en Dios (versículo 24). Y no hay paz estable hasta que esta segunda etapa es alcanzada. Pero mientras estas dos cosas están separadas históricamente en relación con los hijos de Israel, y generalmente en la experiencia de las almas, no se debe olvidar que no son sino dos partes de una misma obra. El Mar Rojo, por tanto, es este aspecto, mientras presenta efectos más asombrosos en la exhibición del poder de Dios, por una parte en la redención de Su pueblo, y por la otra, en la destrucción de Faraón y su hueste, no es sino la consecuencia de la sangre esparcida en la noche de la pascua. La sangre fue el fundamento de todas las posteriores actuaciones de Dios para con Israel. Por eso, mientras es muy cierto que la redención no fue conocida hasta que el Mar Rojo fue cruzado, el derramamiento de sangre fue una obra más profunda, porque fue eso lo que glorificó a Dios con respecto al asunto del pecado del pueblo, y Le permitió, en armonía con cada atributo de Su carácter, obrar para la liberación completa de ellos. Este capítulo puede ser comprendido solamente cuando esta distinción entre las dos cosas, y, a la vez, la relación de ellas, son recordadas. Teniendo esto en mente, se poseerá la llave para su interpretación, y se verá que cada acción que este capítulo registra está en relación con la verdad así explicada.
“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Dí a los hijos de Israel que den la vuelta y acampen delante de Pi-hahirot, entre Migdol y el mar hacia Baal-zefón; delante de él acamparéis junto al mar. Porque Faraón dirá de los hijos de Israel: Encerrados están en la tierra, el desierto los ha encerrado. Y yo endureceré el corazón de Faraón para que los siga; y seré glorificado en Faraón y en todo su ejército, y sabrán los egipcios que yo soy Jehová. Y ellos lo hicieron así” (Éxodo 14:1-4).
Lo primero que hizo el Señor fue aislar a Su pueblo, en lo que atañe al hombre, en una posición perfectamente desesperada. Acampados junto al mar, y rodeados por el desierto, Él los situó de tal manera que si Faraón los seguía, tal como Él se proponía que lo hiciera, no hubiese absolutamente ninguna forma humana de escape. Esto se hizo para atraer a Faraón a su destrucción, y para reducir a los hijos de Israel a una completa dependencia de Él. Ambas cosas se cumplieron; ya que los Egipcios iban a conocer que Él era el Señor, y los Israelitas iban a confesar que Él era la salvación de ellos. Esto nos será presentado en la narración.
“Y fue dado aviso al rey de Egipto, que el pueblo huía; y el corazón de Faraón y de sus siervos se volvió contra el pueblo, y dijeron: ¿Cómo hemos hecho esto de haber dejado ir a Israel, para que no nos sirva? Y unció su carro, y tomó consigo su pueblo; y tomó seiscientos carros escogidos, y todos los carros de Egipto, y los capitanes sobre ellos. Y endureció Jehová el corazón de Faraón rey de Egipto, y él siguió a los hijos de Israel; pero los hijos de Israel habían salido con mano poderosa. Siguiéndolos, pues, los egipcios, con toda la caballería y carros de Faraón, su gente de a caballo, y todo su ejército, los alcanzaron acampados junto al mar, al lado de Pi-hahirot, delante de Baal-zefón” (versículos 5-9).
¡Qué revelación se ve de las posibilidades del corazón humano en el caso de Faraón! Aunque Jehová había expuesto Su brazo en juicios sucesivos, y había arrancado, al final, un clamor de angustia desde cada hogar en la tierra de Egipto, aun así encontramos al rey y también a sus siervos recuperándose del golpe que, por el momento, los había abrumado con dolor, arrepintiéndose de haber dejado ir a Israel, y atreviéndose a seguirles para llevarlos de regreso a su servidumbre anterior. De este modo, ellos los persiguieron, “con toda la caballería y carros de Faraón, su gente de a caballo, y todo su ejército, los alcanzaron acampados junto al mar, al lado de Pi-hahirot, delante de Baal-zefón”. Esto, como se explicó, había sido arreglado por Jehová. A Faraón y a su pueblo, les habrá parecido una locura de parte de Israel el hecho de ocupar una posición tal, y una evidencia, podía ser, de que ellos eran guiados por la necedad humana más bien que por la sabiduría divina. Ellos marchan, por tanto, en la plena confianza de una fácil victoria. Ya que ¿qué podía rescatar de sus manos a una nación de fugitivos, estorbados por mujeres y niños? Así mismo les pareció a los hijos incrédulos de Israel. Ellos estaban protegidos por la sangre, eran guiados por la columna de nube, y podrían haber dicho ciertamente, “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). Pero la vista fue más fuerte que la fe. El mar estaba ante ellos, y Faraón y su poderoso ejército estaban detrás. Para el ojo natural el escape era imposible, y la cautividad o la muerte segura eran ciertas. Este fue el efecto producido sobre sus mentes.
“Y cuando Faraón se hubo acercado, los hijos de Israel alzaron sus ojos, y he aquí que los egipcios venían tras ellos; por lo que los hijos de Israel temieron en gran manera, y clamaron a Jehová. Y dijeron a Moisés: ¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto? ¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto” (Éxodo 14:10-12).
La incredulidad marcó cada palabra que pronunciaron, y ello fue debido a que estaban juzgando según la visión de sus ojos. Temieron mucho; iban a morir en el desierto; sabían que iba a ser así, y la servidumbre en Egipto era muchísimo mejor que la muerte que les aguardaba ahora. El error que ellos cometieron fue dejar al Señor fuera de sus cálculos —tal como lo hace siempre la incredulidad— y haciendo así de ello un asunto entre ellos mismos y los Egipcios. Moisés fue sostenido; su fe era inquebrantable, y pudo, por tanto, animar sus corazones así como también reprender su incredulidad.
“Y Moisés dijo al pueblo: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (versículos 13-14).
En realidad, aquel día se iba a llevar a cabo una obra en la que el pueblo podía tener parte alguna. Porque había allí dos cosas de las que debían ser liberados —el poder de Satanás representado por Faraón y su hueste, y la muerte y el juicio que eran mostrados en figura por el Mar Rojo—. Y estas dos están relacionadas. Porque a través del pecado Satanás ha adquirido derechos, y blande la muerte como el justo juicio de Dios. Es muy cierto que los hijos de Israel ya estaban protegidos por la sangre del cordero pascual, y que, por tanto, podían haber reposado en perfecta paz. Pero ellos no conocían el valor de esa sangre. Sabían que los había salvado del golpe del juicio, que sus hogares escaparon cuando Dios hirió al primogénito de Egipto; pero no habían aprendido aún que esta misma sangre les había asegurado todo, liberación de sus enemigos, guía a través del desierto, e incluso la posesión de la herencia prometida. Por eso es que en el momento en que Faraón aparece en la escena ellos “temieron en gran manera”, y “clamaron a Jehová”. Jehová los encuentra en la debilidad y duda de ellos, y les recuerda, mediante este mensaje que Moisés entregó, que la obra era Suya, tanto para salvarles de la tierra del rey de Egipto, como de las olas del Mar Rojo. Debían dejar sus temores, estar firmes, y ver la salvación de Jehová; ya que sus enemigos desaparecerían para siempre de delante de sus ojos, Jehová pelearía por ellos, y estarían tranquilos. ¡Verdad bienaventurada es que la salvación de del Señor! Es una verdad, no obstante, que somos tardos para aprender. Cuántos hay que se enredan en el pensamiento de que ellos deben hacer algo. Pero no; Aquel que ha proporcionado el Cordero Pascual, cuya sangre nos limpia de nuestro pecado, hará todo lo demás. La salvación es Su propia obra perfecta, y terminada. Añadir a ella de algún modo mediante nuestras propias obras o esfuerzos es sólo arruinar su belleza e integridad. No, ¿qué puede hacer allí el hombre cuando de lo que se trata es de Satanás y la muerte? El hombre es impotente en presencia de semejantes enemigos. No puede escapar, no puede vencerles, y por ende, forzosamente —si al menos aprendiera la lección— él debe permanecer quieto, y ver la salvación del Señor. ¡Cuán sosegador para el corazón del tímido y del ansioso! Que ellos entren en el disfrute pleno de este mensaje precioso, si es que están aterrorizados por el poder de Satanás y la perspectiva de la muerte: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos”.
Siguiendo el registro de los hechos percibiremos de qué manera Jehová verificó las palabras de Su siervo.
“Entonces Jehová dijo a Moisés: ¿Por qué clamas a mí? Dí a los hijos de Israel que marchen. Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco. Y he aquí, yo endureceré el corazón de los egipcios para que los sigan; y yo me glorificaré en Faraón y en todo su ejército, en sus carros y en su caballería; y sabrán los egipcios que yo soy Jehová, cuando me glorifique en Faraón, en sus carros y en su gente de a caballo” (versículos 15-18).
No hay ninguna inconsistencia entre el mandamiento de Moisés, “Estad firmes”, y lo presentado ahora, “Que marchen”. Se les debía recordar, ciertamente, que no podían hacer nada; pero la fe debería haber percibido que la obra estaba hecha, y haber marchado audazmente a través del mar que parecía impedir su avance. La muerte, y el poder de la muerte, había sido vencida, se había completado la salvación, y por eso ellos debían avanzar. La orden y la enseñanza son hermosas. El Señor completa la obra, y se ha abierto, mediante la obra consumada de salvación, una vía de escape del poder de Satanás a través de la muerte. Estando abierta, al creyente le corresponde andar a través de ella, avanzar audazmente con confianza en Aquel que, habiendo sido Juez de ellos, ha llegado a ser ahora Salvador de ellos. El Señor procede a desplegar esto mediante el mensaje ulterior dirigido a Moisés. Él mostrará Su poder sobre el mar delante de los ojos de Su pueblo, para pacificar sus temores, y asegurarles Su protección y cuidado. Pero esto debe ser explicado más plenamente. Junto con el mandato a los hijos de Israel de avanzar, a Moisés se le ordenó alzar su vara, y extender su mano sobre el mar, y dividirlo, de modo que los hijos de Israel pudiesen pasar sobre terreno seco a través del medio del mar. Los Egipcios debían ser endurecidos para seguirlos, y seguirlos para su propia destrucción, y Dios se glorificaría tanto en la salvación de Su pueblo como en la destrucción de sus enemigos. Habiendo ordenado así a Moisés, el Señor procede a actuar.
“Y el ángel de Dios que iba delante del campamento de Israel, se apartó e iba en pos de ellos; y asimismo la columna de nube que iba delante de ellos se apartó y se puso a sus espaldas, e iba entre el campamento de los egipcios y el campamento de Israel; y era nube y tinieblas para aquéllos, y alumbraba a Israel de noche, y en toda aquella noche nunca se acercaron los unos a los otros. Y extendió Moisés su mano sobre el mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco, y las aguas quedaron divididas. Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda.
“Y siguiéndolos los egipcios, entraron tras ellos hasta la mitad del mar, toda la caballería de Faraón, sus carros y su gente de a caballo. Aconteció a la vigilia de la mañana, que Jehová miró el campamento de los egipcios desde la columna de fuego y nube, y trastornó el campamento de los egipcios, y quitó las ruedas de sus carros, y los trastornó gravemente. Entonces los egipcios dijeron: Huyamos de delante de Israel, porque Jehová pelea por ellos contra los egipcios.
“Y Jehová dijo a Moisés: Extiende tu mano sobre el mar, para que las aguas vuelvan sobre los egipcios, sobre sus carros, y sobre su caballería. Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y cuando amanecía, el mar se volvió en toda su fuerza, y los egipcios al huir se encontraban con el mar; y Jehová derribó a los egipcios en medio del mar. Y volvieron las aguas, y cubrieron los carros y la caballería, y todo el ejército de Faraón que había entrado tras ellos en el mar; no quedó de ellos ni uno. Y los hijos de Israel fueron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas por muro a su derecha y a su izquierda. Así salvó Jehová aquel día a Israel de mano de los egipcios; e Israel vio a los egipcios muertos a la orilla del mar. Y vio Israel aquel grande hecho que Jehová ejecutó contra los egipcios; y el pueblo temió a Jehová, y creyeron a Jehová y a Moisés su siervo” (versículos 19-31).
Se puede observar ahora los varios puntos en esta liberación milagrosa. En primer lugar, el ángel de Dios se apartó y “se colocó entre el campamento de los egipcios y el campamento de Israel” (Éxodo 14:20, RVA). Dios se interpuso así entre Su pueblo comprado por sangre y sus perseguidores. Ya que, de hecho, todo lo que Él era, en cada atributo de Su carácter, se comprometió a favor de ellos. Esa multitud presa del pánico podía muy bien ser despreciada por la flor y nata de Egipto, pero estaban bajo el patrocinio de la Omnipotencia, y antes de que pudiesen ser alcanzados, Dios mismo debía ser enfrentado y vencido. ¡Oh, qué fortaleza y consolación yace en esta verdad preciosa de que Dios mismo asume la causa del más débil de los que están bajo el amparo de la sangre de Cristo! Satanás puede disponer todas sus legiones en posición de combate, y procurar aterrorizar el alma mediante la exhibición de su poder, pero sus alardes y amenazas pueden ser descartados por igual, porque la batalla es la batalla del Señor. No se trata, por tanto, de lo que nosotros somos, sino de lo que Dios es. Y se ha de observar que Aquel que está a favor del creyente, está contra el enemigo. (Romanos 8:31, BTX). Fue una nube la que alumbraba a los hijos de Israel, y era tinieblas para Faraón y su ejército. La presencia de Dios aterroriza a todos excepto a quienes están limpios del pecado por la sangre preciosa. Por eso es que el campamento de Egipto fue aislado de Israel, y “en toda aquella noche nunca se acercaron los unos a los otros” (Éxodo 14:20). ¡Cuán temerosos, entonces, deberíamos ser, cuando esta verdad de que Dios está a favor de nosotros es revelada tan claramente! Eliseo conoció el poder de esta verdad cuando, en respuesta a los temores expresados por su siervo, dijo, “No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos”; y entonces, cuando los ojos del joven fueron abiertos ante la oración del profeta, él “miró; y he aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo” (2 Reyes 6:15-17). Que se reitere, no obstante, que el único fundamento de que Dios está a favor de nosotros es la preciosa sangre de Cristo. Esta es, entonces, la primera cosa enseñada aquí, que Dios protege a Su pueblo frente al poder de Satanás.
La segunda cosa que se debe comentar es la división de las aguas del Mar Rojo. Moisés debía alzar su vara, y extender su mano sobre el mar (Éxodo 14:16). La vara es un símbolo de la autoridad y el poder de Dios; y por ende, las aguas se retiraron ante ella. El viento recio oriental fue usado como instrumento, pero con relación al mandato de Su poder tal como fue expresado en el uso de la vara. Dios abrió así un camino a través de la muerte para Su pueblo. Así como Él, por una parte, los protegió del poder de Satanás, así, por la otra, Él los libró de la muerte a través de la muerte. Este es el significado típico del Mar Rojo —muerte, y también resurrección— en la medida que el pueblo fue hecho pasar a la otra orilla. «Como un tipo moral», por tanto, usando el lenguaje de otro, «el Mar Rojo es, evidentemente, la muerte y resurrección de Jesús, hasta donde llega el efecto real, en su eficacia propia como liberación por redención, y de Su pueblo como contemplado en Él; Dios actuando en ello, para sacarlos, a través de la muerte, del pecado y de este mundo actual, dándoles liberación absoluta por medio de la muerte, a la que Cristo había ido, y, por consiguiente, más allá de la posibilidad de ser alcanzado por el enemigo». Esto está hermosamente ilustrado por dos detalles. Ellos “entraron por en medio del mar, en seco”. ¿Por qué? Porque —y hablamos de la enseñanza de manera típica— Cristo había descendido a la muerte, y había agotado su poder. Él ‘muriendo mató a la muerte’, y en la muerte enfrentó y venció a todo el poder de Satanás. Él destruyó “por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”, y libró “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). Toda la fuerza y el poder de la muerte, por tanto, se agotaron sobre Cristo, y como consecuencia, los creyentes pasan ‘sobre terreno seco’. Entonces, además, encontramos que “las aguas les eran como un muro a su derecha y a su izquierda” (Éxodo 14:22, LBLA). No sólo la muerte no tenía ningún poder sobre ellos, sino que se convirtió en una defensa. De este modo, «el mismo mar que ellos temían, y que pareció arrojarles en manos de Faraón, llegó a ser el medio de su salvación». Fue la manera de su liberación de Egipto, y en lugar de su enemigo se había convertido en su amigo. Todo creyente debería saber de qué manera bienaventurada todo esto se cumple en la muerte y resurrección de Cristo. No se trata solamente de que hemos sido amparados del juicio por medio de la sangre de la aspersión, sino que a través de la muerte y resurrección de Cristo, y nuestra muerte y resurrección en Él, hemos sido sacados de Egipto, y libertados tanto del poder de Satanás como de la muerte. Ya hemos pasado de muerte a vida, hemos sido sacados complemente de nuestra antigua condición a un nuevo terreno en Cristo Jesús. Podríamos seguir aún más allá, y señalar de qué manera este tipo se cumplirá de otra manera. La muerte, la cual es enemiga del pecador, se ha convertido en amiga del creyente, y no hará más que demostrar que es el medio de nuestro pasar, en caso de que partiéramos antes de que el Señor regrese, a Su presencia.
La última cosa que hay que destacar es la destrucción de los Egipcios. En la temeridad de su audaz presunción, “los egipcios reanudaron la persecución, y entraron tras ellos en medio del mar todos los caballos de Faraón, sus carros y sus jinetes” (Éxodo 14:23, LBLA). Ni siquiera esa columna de fuego los contuvo, sino que, en una vana confianza en su propio poder, se apresuraron, pero se apresuraron a su segura y cierta ruina. “Aconteció a la vigilia de la mañana, que Jehová miró el campamento de los egipcios desde la columna de fuego y nube, y trastornó el campamento de los egipcios, y quitó las ruedas de sus carros, y los trastornó gravemente. Entonces los egipcios dijeron: Huyamos de delante de Israel, porque Jehová pelea por ellos contra los egipcios” (versículos 24-25). Estaban convencidos ahora de la inutilidad de la lucha, y habrían huido de buena gana; pero todo fue demasiado tarde. Ante la orden de Jehová, Moisés extendió su mano sobre el mar, y volvieron las aguas y cubrieron a toda la hueste de Egipto, de manera tal que “no quedó de ellos ni uno” (versículo 28). “Por la fe pasaron el Mar Rojo como por tierra seca; e intentando los egipcios hacer lo mismo, fueron ahogados” (Hebreos 11:29). Se comunicó así la solemne lección de que el hecho de hacer frente al poder de la muerte en humana confianza es destrucción cierta. Sólo el pueblo comprado por sangre puede pasar en seguridad. Todos los demás serán ciertamente arrollados; y no obstante, cuántas almas se atreven a hacer frente a la muerte y el juicio en sus propias fuerzas. Que todas esas almas sean advertidas por la suerte de Faraón y su ejército. No puede haber escape alguno aparte de Cristo. Él solo es el camino de seguridad, porque Él solo ha enfrentado y ha vencido la muerte, es Aquel que ha muerto, y resucitado, y que vive por los siglos de los siglos, y tiene las llaves de la muerte y del Hades. (Apocalipsis 1:17-18).
Estas tres cosas concluyen el capítulo. Primero está la repetición del hecho de que Israel caminó en seco a través de mar, y encontró que las aguas les eran como un muro a su derecha y a su izquierda. Se trata del contraste enfatizado entre la salvación de Israel y la destrucción de los Egipcios. Hay, entonces, solamente dos clases. No podía haber otra —los perdidos (los Egipcios) y los salvados (los Israelitas)—. Los primeros fueron tragados por la muerte y el juicio, mientras los últimos fueron hechos pasar en seguridad, porque estaban cubiertos con el valor de la sangre del Cordero. Leemos, entonces, que “Así salvó Jehová aquel día a Israel de mano de los egipcios” (Éxodo 14:30). Él los había protegido anteriormente del juicio, pero Él los salvó ahora del enemigo. El poder de Satanás fue anulado, y, por consiguiente, fueron libertados. El significado pleno de este término aparecerá en el capítulo siguiente; pero se puede comentar que es aquí, por primera vez, donde la palabra “salvo” adquiere su significancia plena. Por último, se registra el efecto producido sobre las mentes —en las almas de los hijos de Israel—. Ellos vieron “aquel grande hecho que Jehová ejecutó contra los egipcios; y el pueblo temió a Jehová, y creyeron a Jehová y a Moisés su siervo” (versículo 31). Una exhibición semejante de poder —destructivo por una parte, y redentor por la otra— había hecho que sus corazones se inclinaran y había engendrado un temor reverente en sus almas. Indudablemente ellos habían temido a Jehová en Egipto, en el sentido de sentir pavor —teniéndole pavor como Juez santo; pero ahora era un temor de otra clase— temor engendrado por la manifestación de Su poder que obra prodigios, y que los condujo a verle como Señor de ellos. Se trató de un temor en una relación íntima —el temor que desearía complacer, y tendría pavor, por sobre todas las cosas, a ofender—. Fue el brote del reconocimiento de la santidad de Dios en la salvación de ellos. Esto es mostrado por el hecho de que creyeron también a Jehová, y a Su siervo Moisés. El testimonio de qué y quién era Él, había sido desplegado delante de sus ojos. Ellos lo recibieron, y ahora no solamente Jehová los había escogido para ser Su pueblo, sino que también, por fe, Le reconocían y Le admitían como su Señor. También creyeron a Moisés —como su líder divinamente designado—. Ellos fueron, de hecho, bautizados en Moisés en la nube y en el mar (1 Corintios 10:2). Hubo, por tanto, una obra llevada a cabo para ellos y en ellos —y ambas por igual procedieron del poder y la gracia de Dios—. Aquel que los sacó de Egipto y los hizo pasar a través del Mar rojo de manera tan maravillosa, produjo una respuesta en sus corazones a lo que Él era, y a lo que Él había hecho por ellos. Jamás se entra en la salvación, o se disfruta de ella, hasta que estas dos cosas están unidas. De este modo, la obra, sobre el fundamento en que Dios puede salvar pecadores, ha sido completada hace mucho tiempo; pero el pecador no es salvo hasta que se puede decir que él cree. “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

Éxodo 15:1-21: El cántico de redención

Este capítulo ocupa un lugar muy importante, tanto señalando la nueva posición a la que los hijos de Israel eran llevados ahora como siendo la expresión de los sentimientos —engendrados en ellos, indudablemente, por el Espíritu Santo— que fue adecuada a ello. Es realmente un cántico de redención; y, a la vez, es profético en su carácter, abarcando como lo hace, los propósitos de Dios con respecto a Israel hasta el milenio, cuando “Jehová reinará eternamente y para siempre” (Éxodo 15:18). Tiene, por tanto, un doble carácter, aplicándolo primeramente a Israel, y luego también, en la medida en que el paso del Mar Rojo era de manera preminente típico en su carácter, a la posición del creyente. Teniendo esto en mente, su interpretación será más fácilmente comprendida.
“Entonces cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico a Jehová, y dijeron: Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; ha echado en el mar al caballo y al jinete. Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré. Jehová es varón de guerra; Jehová es su nombre. Echó en el mar los carros de Faraón y su ejército; y sus capitanes escogidos fueron hundidos en el Mar Rojo. Los abismos los cubrieron; descendieron a las profundidades como piedra. Tu diestra, oh Jehová, ha sido magnificada en poder; tu diestra, oh Jehová, ha quebrantado al enemigo. Y con la grandeza de tu poder has derribado a los que se levantaron contra ti. Enviaste tu ira; los consumió como a hojarasca. Al soplo de tu aliento se amontonaron las aguas; se juntaron las corrientes como en un montón; los abismos se cuajaron en medio del mar. El enemigo dijo: Perseguiré, apresaré, repartiré despojos; Mi alma se saciará de ellos; sacaré mi espada, los destruirá mi mano. Soplaste con tu viento; los cubrió el mar; Se hundieron como plomo en las impetuosas aguas. ¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios? Extendiste tu diestra; la tierra los tragó. Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada. Lo oirán los pueblos, y temblarán; se apoderará dolor de la tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; se acobardarán todos los moradores de Canaán. Caiga sobre ellos temblor y espanto; a la grandeza de tu brazo enmudezcan como una piedra; Hasta que haya pasado tu pueblo, oh Jehová, Hasta que haya pasado este pueblo que tú rescataste. Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado. Jehová reinará eternamente y para siempre. Porque Faraón entró cabalgando con sus carros y su gente de a caballo en el mar, y Jehová hizo volver las aguas del mar sobre ellos; mas los hijos de Israel pasaron en seco por en medio del mar” (versículos 1-19).
La primera cosa que se ha de comentar acerca de este éxtasis de gozo, es que no tenemos ningún cántico mencionado en la Escritura, excepto en relación con la redención. Incluso nunca se dice que los ángeles cantan. Al nacer nuestro bendito Señor, “apareció con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace” (Lucas 2:13-14, LBLA). De igual modo en Apocalipsis, Juan dice, “oí la voz de muchos ángeles que estaban alrededor del trono y de los seres vivientes y de los ancianos; y era el número de ellos millones de millones, y millares de millares; los cuales decían a gran voz: ¡Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder, y la riqueza, y la sabiduría, y la fortaleza, y la honra, y la gloria, y la bendición!” (Apocalipsis 5:11-12, VM). Son, por tanto, solamente los redimidos quienes pueden cantar, y aprendemos de ahí el carácter verdadero del cántico Cristiano. Dicho cántico debería expresar el gozo de la salvación, los acentos de alabanza y alegría producidos en el alma por el conocimiento de la redención. “¿Está alguno alegre?” dice Santiago, “Cante alabanzas”. Es decir, si alguno está desbordante de gozo verdadero —el gozo que sigue a la redención conocida, gozo en el Señor como Redentor, este debería ser expresado en alabanzas— alabanzas de loores a Dios. “Entonces cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico a Jehová” (Éxodo 15:1). Fue entonces, cuando conocieron por vez primera lo que la redención era, que ellos derramaron en cántico la alegría de sus corazones. Y no debería haber ningún otro, de hecho no existe ningún otro, cántico para el Cristiano. Pronunciar otro en sus labios es olvidar el verdadero carácter, así como la única fuente, de su gozo.
El cántico mismo puede ser considerado en dos aspectos —su tema general, y la verdad que contiene—. En cuanto a su tema general, se trata sencillamente de Jehová mismo, y de lo que Él ha hecho. Pero esto abarca muchísimo. Es Jehová mismo comprendido y conocido en la redención. “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, Y ha sido mi salvación” (versículo 2). Porque Él puede ser conocido solamente en redención. Así, hasta la cruz de Cristo, Él no fue, no podía haber sido, plenamente revelado. Él fue revelado a los hijos de Israel en el carácter de la relación a la que ellos eran llevados, pero no fue hasta que la redención fue consumada —de la cual esto que está registrado aquí no fue más que un tipo— que Él se dio a conocer plenamente en todos los atributos de Su carácter. Pero independientemente de la medida de Su manifestación en cada sucesiva dispensación, Él no podía ser comprendido, incluso hasta ahora, excepto a través de la redención, típica o de otra manera, y la relación posterior a la que los redimidos eran llevados. Los hijos de Israel le conocieron como Jehová; nosotros, por gracia, Le conocemos como nuestro Dios y Padre, porque Él es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; pero, independientemente de la dispensación, Él mismo, revelado así, es siempre el tema del cántico, ya que es en Él solo que Su pueblo se regocija en cada edad. No obstante, tal como hemos comentado, hay otra cosa, y esa cosa es lo que Él ha hecho, y esto es sacado a la luz plenamente en el cántico de Moisés y los hijos de Israel. Hay, necesariamente, dos aspectos de esto —la salvación de Su pueblo, y la destrucción de sus enemigos—. Esto se expresó en cada variedad de frase, y con toda la sublimidad de expresión que concordase con la majestad de Aquel que había obrado así a favor de ellos. No se trata de lo que ellos habían logrado hacer, sino de lo que Jehová ha hecho. Lo que celebraron no fue el triunfo de ellos sino Su triunfo.
¡Quitaron sus ojos de sobre ellos mismos en presencia de una muestra tan asombrosa de poder redentor! “Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; Ha echado en el mar al caballo y al jinete” (versículo 1). Magnifican así a Jehová, ya que perciben, divinamente inspirados, que la obra que Él ha llevado a cabo redundaba en Su propia exaltación y gloria. “Tu diestra, oh Jehová, ha sido magnificada en poder;” y otra vez, “ ¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (versículos 6 y 11). Los creyentes de esta dispensación podrían aprender, ciertamente, de este primer cántico redentor, lo que debería ser el carácter de su alabanza cuando se reúnen para la adoración en el poder del Espíritu Santo. Ya que se trata del primer cántico de redención, contiene los principios de alabanza para todas las generaciones futuras. Merece, por esta razón, ser considerado en oración por todo creyente.
Nosotros, no obstante, aprendemos su plenitud y variedad cuando consideramos la verdad que contiene este cántico. Lo primero es que ellos eran ahora redimidos —siendo la redención, como se ha destacado, el tema principal de su cántico—. “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, Y ha sido mi salvación”. Y otra vez, “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste” (versículo 13). Hasta entonces, ellos no habían sido redimidos, no conocían la salvación. Habían sido protegidos perfectamente del destructor en Egipto, pero no se podía decir que ellos habían sido salvados hasta que hubiesen sido sacados de Egipto, y librados de Faraón —del poder de Satanás—. Existe la misma diferencia observable ahora en la experiencia de las almas. Hay muchos que conocen el perdón de sus pecados por medio de la sangre de Cristo; pero después, no conociendo ellos mismos la naturaleza de la carne que está aún en ellos, o el poder de Satanás que acosa y molesta, no sólo pierden su gozo posterior al perdón, sino que caen algunas veces, a través de dificultades que les rodean por todos lados, en un estado de desaliento y alarma. Llevados a tomar conciencia de su absoluta incapacidad para hacer alguna cosa, o para resistir al enemigo, se les hace clamar, como en Romanos 7, “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). Es entonces cuando se les enseña que el Señor Jesús no sólo ha proporcionado limpieza para sus pecados por medio de Su sangre preciosa, sino que también, a través de Su muerte y resurrección, Él los ha sacado de su antigua condición, y los ha colocado en un lugar nuevo en Él, al otro lado de la muerte y el juicio. Sus ojos están abiertos ahora para ver que en Él han sido librados completamente de todo lo que estaba contra ellos, y, por tanto, que Satanás ha perdido sus derechos sobre ellos, y, por consiguiente, no tiene ninguna pretensión sobre ellos. Son, de este modo, hechos libres; su mala naturaleza ya ha sido juzgada, y el poder de Satanás ha sido vencido, en la muerte de Cristo, y por eso, liberados, sus corazones están llenos con acción de gracias y alabanza. El hecho de que muchos no alcanzan esta bendición plena es muy cierto, pero se trata, no obstante, de la porción de cada creyente. Y jamás puede existir una seguridad plena de salvación —paz firme y sólida— hasta que se conozca esta completa liberación. Indudablemente esto debe ser aprendido individualmente, pero ello depende entera y solamente de lo que Cristo es y ha hecho; y, por consiguiente, el todo de esta bendición es presentado a los pecadores en el evangelio de la gracia de Dios. Puede ser que el alma aprenda el perdón de pecados en primer lugar; pero no es menor el hecho de que se proporciona una redención plena, y ella es predicada, a todo aquel que recibirá el mensaje del evangelio. Es de suma importancia que esta verdad sea conocida; ya que por medio de la ignorancia acerca de ella, existen miles de almas que son presa de dudas y temores, en lugar de regocijarse en el Señor como el Dios de su salvación. Las almas que están en un estado semejante tienen poca libertad al orar, al adorar, o en el servicio; pero una vez que la verdad de la redención se les hace evidente, como los hijos de Israel en la escena que está ante nosotros, son constreñidos a dar libre curso a su gozo recién descubierto en cánticos de alabanza.
Pero hay más: la posición de ellos es cambiada. “Con tu poder los has guiado a tu santa morada” (versículo 13, LBLA). Fueron llevados a Dios en cuanto la nueva posición que ocuparon. En el desierto, justo, de hecho, cuando estaban entrando en él —esto marcó su carácter como peregrinos— fueron llevados, no obstante, a la santa morada de Dios. Esto corresponde con nuestra posición como creyentes en el Señor Jesús. Él padeció, una vez para siempre, por los pecados, el Justo por los injustos, a fin de llevarnos a Dios (1 Pedro 3:18, VM). Este es nuestro lugar como Sus redimidos. Es decir, somos llevados a Dios según todo lo que Él es; toda Su naturaleza moral, habiendo sido completamente satisfecha en la muerte de Cristo, puede reposar ahora en nosotros en perfecta complacencia. El himno, por tanto, no hace sino expresar un pensamiento Escritural, que dice:
“Tan cerca, tan cerca de Dios,
Más cerca no puedo estar,
Ya que en la persona de Su Hijo
Estoy tan cerca como Él está”.
El lugar, en efecto, se nos concede en gracia, pero, no obstante, en justicia; de modo que no sólo están involucrados todos los atributos del carácter de Dios al llevarnos allí, sino que Él mismo es glorificado también por ello. Se trata de un pensamiento inmenso, y uno que, cuando se sustenta en poder, imparte a nuestras almas tanto fortaleza como energía —de que aun ahora somos llevados a Dios—. Toda la distancia —medida por la muerte de Cristo en la cruz, cuando por nosotros fue hecho pecado— ha sido salvada, y nuestra posición de cercanía está marcada por el lugar que Él ocupa como glorificado a la diestra de Dios. En el cielo mismo no estaremos más cerca en cuanto a nuestra posición, porque dicha posición en Cristo. No se olvidará que nuestro disfrute de esta verdad, de hecho aun nuestra comprensión de ella, dependerá de nuestra condición práctica. Dios espera un estado que se corresponda con nuestra posición —es decir, nuestra responsabilidad es medida por nuestro privilegio—. Pero hasta que conozcamos nuestro lugar, no puede haber una condición que responda a ella. En primer lugar, debemos aprender que somos llevados a Dios, si caminásemos en alguna medida de conformidad con la posición. El estado y el andar deben emanar siempre de una relación conocida. A menos, por tanto, que se nos enseñe la verdad de nuestra posición delante de Dios, jamás responderemos a ella en nuestras almas, o en nuestro andar y proceder.
La tercera cosa que se ha de observar es que la posición de ellos en aquel momento era la promesa del cumplimiento de todo lo demás. “Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado. Jehová reinará eternamente y para siempre” (Éxodo 15:17-18). El poder que Dios había mostrado en el Mar Rojo era la garantía; primero, de que Él llevaría a cabo todos Sus propósitos con respecto a Israel; y, en segundo lugar, que ese poder sería mostrado finalmente en Su reino eterno. La fe, engendrada a través del conocimiento de la redención, echa mano de esto —abrazando todo el alcance de los propósitos de Dios, y considerándolos como ya cumplidos—. Es así en la epístola a los Romanos. “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30). Si efectivamente los propósitos de Dios pudiesen ser frustrados, Él no sería Dios. Puede haber enemigos en el camino —y pueden oponerse contra la ejecución de Su voluntad declarada—. Pero la fe dice, “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). Israel pudo cantar así, “Lo oirán los pueblos, y temblarán; se apoderará dolor de la tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; se acobardarán todos los moradores de Canaán. Caiga sobre ellos temblor y espanto; a la grandeza de tu brazo enmudezcan como una piedra; hasta que haya pasado tu pueblo, oh Jehová, hasta que haya pasado este pueblo que tú rescataste” (Éxodo 15:14-16). De la misma manera, el apóstol clama, “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” No, nada, ya que él está “seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35-39). La eficacia de la sangre asegura la consumación de todos los consejos de Dios, introduce todo lo que Él es —Su majestad, Su verdad, Su misericordia, Su amor, Su poder omnipotente— a favor de Su pueblo. Por tanto, no es presunción, sino sencillez de fe, anticipar la consumación de nuestra redención. No se trata de pasar por alto el carácter y la fuerza de nuestros enemigos; sino que, midiéndolos por lo que Dios es, el alma es certificada inmediatamente de que es más que vencedora por medio de Aquel que nos amó (Romanos 8:37). Se trata de obtener la consolación plena y bienaventurada de la verdad, de que Dios está actuando por Su propio poder fuera de nosotros, y para Su propia gloria. Las legiones de Satanás —los caudillos de Edom, los valientes de Moab, y los moradores de Canaán, pueden procurar impedir el camino a la herencia, pero cuando Dios se levanta en Su fuerza a favor de Su hueste rociada con sangre, ellos serán dispersados como paja (o tamo) delante del viento—. De este modo, el final está seguro desde el principio, y de ahí que nuestro cántico triunfante de victoria puede ser elevado antes que haya sido dado un solo paso en la senda del desierto. Y el asunto será para la gloria de Aquel que nos ha redimido. Jehová reinará eternamente y para siempre. De igual manera leemos en la epístola a los Filipenses que es conforme al propósito y al decreto de Dios, “que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). ¡Qué gozo debería ser, para el corazón del creyente, contemplar que mientras somos llevados a una bendición inefable, aun así el resultado de la redención será la exaltación del Redentor! En esta Escritura el reino del cual se habla tiene, indudablemente, aplicación primaria a la tierra. Se trata del reino eterno de Jehová —el dominio milenial del Mesías, el cual debe reinar hasta que Él haya puesto a todos Sus enemigos debajo de Sus pies (1 Corintios 15:25)—. Pero en cuanto a principio, ello va más allá —ya que Él reinará eternamente y para siempre—; y esto también será el fruto de la cruz. Allí, Él se humilló a Sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, y como una consecuencia Él está ahora, y será para siempre, exaltado.
Hay otra cosa que demanda nuestra atención. Hasta ahora, todo lo que se ha considerado está relacionado con los propósitos de Dios. Pero en el versículo 2 de Éxodo 15 hay una excepción. Tan pronto como ellos dicen, “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación”, ellos añaden entonces, “Él es mi Dios, y le prepararé una morada; Dios de mi padre, y lo enalteceré” (Éxodo 15:2, KJV1769).
Esto es diferente de “el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado” en el versículo 17. Eso considera el cumplimiento de los propósitos de Dios en el establecimiento del reino y el templo en Jerusalén. Pero esto iba a ser una cosa presente. “ ... le prepararé una morada ... ” (Éxodo 15:2, KJV1769). Es, de hecho, el tabernáculo. Esto se nos presentará más correctamente en capítulos posteriores; pero se puede notar aquí que esta es la primera vez que se hace mención de una morada para Jehová con Su pueblo. Él tuvo santos antes de esto, pero no un pueblo; y hasta que la redención fue cumplida, Él nunca moró en la tierra. Él visitó a Sus santos, y se les apareció en muchas maneras, pero Él jamás tuvo Su habitación en medio de ellos. Pero tan pronto como la expiación por el pecado ha sido hecha por la sangre del cordero, y Su pueblo ha sido sacado de Egipto, salvado por medio de la muerte y la resurrección, entonces Él inspira sus corazones para edificarle una morada.
Él los guio mediante la columna de nube en el día, y de noche mediante la columna de fuego, tan pronto como comenzaron su éxodo; pero Él no podía tener una habitación en Egipto, en el territorio del enemigo. Pero cuando ellos son llevados a un terreno nuevo, Él se puede identificar con ellos, morar en medio de ellos, y ser el Dios de ellos, y ellos Su pueblo. Es así también en el Cristianismo. Dios no formó Su actual habitación en la tierra por el Espíritu sino hasta que la expiación fue llevada a cabo, y Cristo resucitó de los muertos y ascendió a lo alto. (Hechos 2; Efesios 2). Es así con el creyente individual. No es sino hasta que él es limpiado por la sangre de Cristo que su cuerpo es hecho templo del Espíritu Santo. La verdad es, por tanto, que la morada de Dios en la tierra se fundamenta sobre una redención completada. Y qué inmenso privilegio. A pesar de que el desierto no formaba parte del propósito de Dios, con todo, en Sus modos de obrar con Su pueblo, ellos deambularon allí por cuarenta años. ¡Qué bienaventurado, entonces, para estos fatigados peregrinos, contemplar hacia adelante la herencia, tener la morada de Dios en medio de ellos; un lugar donde podían acercarse a Él, a través de los sacerdotes designados, con sacrificios e incienso; siendo el centro, asimismo, de su campamento! ¡De qué manera ello inspiraría el corazón del piadoso con coraje para contemplar aquel tabernáculo, con la nube reposando sobre él, símbolo de la presencia divina! De ahí el clamor angustioso de Moisés, después del fracaso del pueblo, “Si tu presencia no va con nosotros, no nos hagas partir de aquí. ¿Pues en qué se conocerá que he hallado gracia ante tus ojos, yo y tu pueblo? ¿No es acaso en que tú vayas con nosotros ... ?” (Éxodo 33:15-16). Tampoco se debería olvidar que Dios tiene también ahora Su morada en la tierra. Esta verdad está, entre las confusiones de la Cristiandad, en peligro de ser ignorada. Pero, a pesar de nuestro fracaso, Dios mora en la casa que Él ha formado, y morará en ella hasta el regreso del Señor. Esta verdad debería inspirarnos con fortaleza y consolación; ya que no es un privilegio inferior el hecho de ser sacado de la esfera, y de debajo del poder, de Satanás a la escena de la presencia y el poder de Dios. Es el único lugar de bendición en la tierra, y felices aquellos que han sido hechos partícipes de él a través de la gracia de Dios en el poder del Espíritu Santo.
No fue este ningún gozo común, que halló expresión en este cántico de jubilosa alabanza. Se extendió por toda la hueste; ya que “María la profetisa, hermana de Aarón, tomó un pandero en su mano, y todas las mujeres salieron en pos de ella con panderos y danzas” (Éxodo 15:20). Y María clamó, mientras guiaba el coro de su cántico, “Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete” (versículo 21). Se trata de la primera mención de María (o Miriam) por nombre, y es sumamente interesante notar que ella era una profetisa. Fue ella, muy probablemente, la que vigiló la arquilla de juncos en la cual su hermano de pocos días Moisés fue colocado, y quien fue el medio de que fuese restituido a su madre. De este modo, ella también llega a ser prominente en Israel, no sólo a partir de su relación con Moisés, sino también a partir de su propio don distintivo. Es el modo de obrar del Señor para bendecir a todos los relacionados con el hombre de Sus consejos; y, a la vez, nos revela cuán sagrado es el lazo familiar ante Sus ojos. Pero en la escena ante nosotros fue su honra y privilegio ser la líder y portavoz del gozo de las mujeres de Israel. Los corazones de todas se llenaron de alegría, y hallaron su expresión en la música, la danza, y el cántico. Ellas fueron redimidas, y lo supieron esa feliz mañana; y cargadas con el gozo de su salvación, ellas lo hacen saber en estos acentos de gratitud y alabanza.

Éxodo 15:22-27: Mara y Elim

Desde este punto hasta el final del capítulo 18, tenemos una sección distintiva del libro. Para entenderla correctamente, se debe recordar que hasta ahora, Israel no estaba aún bajo la ley, sino bajo la gracia; y por eso este breve período finaliza, en figura, con el milenio. El lector cuidadoso encontrará en esta declaración la clave de muchos de los acontecimientos registrados. Por ejemplo, las murmuraciones registradas en los capítulos 15, 16 y 17 son soportadas por Jehová con paciencia y ternura, y las necesidades de ellos son suministradas por parte de la plenitud de Su incansable amor. Pero después de Sinaí, las murmuraciones del mismo carácter brindan ocasión de juicio, por la sencilla razón de que el pueblo había sido, a petición propia, puesto bajo la ley. Estando, por tanto, bajo el reinado de la justicia, las transgresiones y la rebelión son tratadas instantáneamente según las demandas de la ley que formaba la base del justo gobierno de Jehová; mientras que estando bajo el reinado de la gracia, se las soporta, y sus pecados e iniquidades son cubiertos.
Había que comenzar ahora a considerar el viaje de Israel en el desierto. Los acentos de su cántico apenas habían desaparecido antes de que comenzaran su viaje peregrino.
“E hizo Moisés que partiese Israel del Mar Rojo, y salieron al desierto de Shur; y anduvieron tres días por el desierto sin hallar agua. Y llegaron a Mara, y no pudieron beber las aguas de Mara, porque eran amargas; por eso le pusieron el nombre de Mara. Entonces el pueblo murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Qué hemos de beber? Y Moisés clamó a Jehová, y Jehová le mostró un árbol; y lo echó en las aguas, y las aguas se endulzaron. Allí les dio estatutos y ordenanzas, y allí los probó; y dijo: Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu sanador. Y llegaron a Elim, donde había doce fuentes de aguas, y setenta palmeras; y acamparon allí junto a las aguas” (Éxodo 15:22-27).
Esta fue, entonces, la primera experiencia de ellos. “Anduvieron tres días por el desierto sin hallar agua”. La expresión “tres días” es siempre significante en la Escritura. Se puede obtener innumerables ejemplos en una concordancia; y se hallará que dicha expresión está asociada muy frecuentemente con la muerte; y así aquí, los tres días significan la distancia de la muerte. Ellos habían pasado, en figura, a través de la muerte, y deben aprenderlo ahora de manera práctica. Si Dios, en Su gracia, nos da una posición perfecta delante de Él, si Él nos asocia con Cristo en Su muerte y resurrección, el objeto de todos Sus modos de obrar para con nosotros será llevarnos a una conformidad práctica con nuestra nueva posición. Los hijos de Israel deben ser enseñados así que, como consecuencia de haber sido libertados de Egipto, el mundo se ha convertido en un desierto para ellos, y que esto debe ser suscrito por la aceptación de la muerte. Esta es la necesidad fundamental para cada creyente. No puede haber progreso alguno, ningún rompimiento verdadero con el pasado, hasta que se acepta la muerte, hasta que el creyente se reconozca muerto al pecado (Romanos 6), muerto para la ley (Romanos 7), y muerto para el mundo (Gálatas 6). De ahí el carácter de los tratos de Dios con las almas. Él les enseñará de manera experimental —como en el caso de Israel ante nosotros— y los capacitará así para comprender el carácter verdadero de la senda sobre la que han entrado. ¿Y cuál fue la primera experiencia de Israel? No hallaron agua. Al igual que el Salmista, estaban en una tierra seca y árida, donde no hay aguas. (Salmo 63). No; todo manantial de la tierra está seco para los que han sido redimidos de Egipto. No existe ni una sola fuente de vida —nada que pueda suministrar de alguna manera a la vida que hemos recibido en Cristo—. Y cuán bienaventurado es para el alma comprender esta verdad. Comenzando nuestro peregrinaje, eufóricos con el gozo de la salvación, cuán a menudo nos sorprendemos de encontrar que las fuentes de las que habíamos bebido anteriormente —y bebido con deleite— ahora se han secado. Deberíamos esperar esto; pero nunca se aprende la lección hasta que hayamos andado tres días por el desierto. Es, en efecto, una experiencia sorprendente descubrir que los recursos de la tierra se han agotado; pero se trata de un requisito indispensable si hemos de conocer la bienaventuranza de la verdad de que ‘todas nuestras fuentes están en Ti’ (Salmo 87:7).
Ellos avanzaron y llegaron a MARA. Aquí había agua; pero no pudieron beber las aguas de Mara, porque eran amargas. Esta es la aplicación suplementaria del mismo principio. Primero, no había agua para beber; y, en segundo lugar, cuando se la encuentra, es tan amarga que no podía ser bebida. Esta es la aplicación para el alma del poder de esa muerte mediante la cual habían sido libertados. La carne rehúye esto —y lo rechazaría totalmente—. Pero es absolutamente necesario para quienes han sido libertados de Egipto, y son peregrinos viajando hacia la herencia. Ciertamente se trata de Mara —amargura—; y, por consiguiente, ello alborotó al pueblo, y murmuraron contra Moisés, diciendo “¿Qué hemos de beber?” ¡Qué contraste! Pocos días atrás, como teniendo un solo corazón, cantaron, con gozo exultante, las alabanzas a su Redentor; y ahora el cántico es silenciado, y discordantes murmuraciones toman su lugar. De igual manera es con el creyente ahora —en un momento está lleno de alabanza, e inmediatamente según la carne, se queja y murmura debido a las pruebas del desierto—. Pero Moisés intercede por ellos, y Jehová le mostró un árbol, el cual, una vez echado en las aguas, las endulza. Esta es una hermosa figura de la cruz de Cristo —la cual cambia totalmente el carácter de las aguas amargas—. “Del devorador salió comida, y del fuerte salió dulzura” (Jueces 14:14). O, tal como Pablo clama, “Mas nunca permita Dios que yo me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por medio de la cual el mundo me ha sido crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14, VM). Traigan la cruz a la amargura de las aguas de Mara, y ellas de inmediato se vuelven dulces al paladar —son bienvenidas como el medio de liberación y bendición—.
Acto seguido sigue un principio muy importante —un principio aplicable siempre al andar del creyente—. Es uno que se halla a través de todas las Escrituras, y en cada dispensación; a saber, que la bendición depende de la obediencia; es decir, la bendición de los creyentes (ya que los hijos de Israel eran ahora redimidos) depende de su andar. Ellos iban a ser guardados de las enfermedades de Egipto, si oían atentamente la voz de Jehová su Dios, y hacían lo que era recto delante de Sus ojos, etc. (Éxodo 15:26). Del mismo modo, nuestro bendito Señor dice, “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:23). Jamás se puede dejar de insistir mucho sobre este principio. Hay muchos creyentes que han conocido el gozo de la salvación, y que, no obstante, carecen del disfrute consciente de siquiera una sola bendición. La razón es que son descuidados en su andar. No estudian la Palabra, o no dan “oído a sus mandamientos” (Éxodo 15:26), y, por consiguiente, andan como les parece recto a sus propios ojos. ¿Es de admirarse, por tanto, que sean fríos e indiferentes, que no estén en el disfrute consciente del amor de Dios —de la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo?— No; Dios viene a los obedientes, y se complace en venir, en las manifestaciones más dulces de Su amor inmutable; Él se puede acercar y bendecir según Su propia mente y corazón a los que tienen conciencia acerca de cada precepto de la Palabra, y están procurando, en el poder del Espíritu, ser hallados obedientes en cada detalle, a aquellos cuya delicia es estar haciendo la voluntad de su Señor, y cuyo único objetivo es ser, en todo tiempo, aceptable a Él. Nada puede compensar la falta de un andar obediente. Toda nuestra bendición – en cuanto a su comprensión y disfrute —depende de ello—. Es, además, el medio de crecimiento, y la condición de la comunión.
Es por esta razón que se añade inmediatamente, “Y llegaron a Elim, donde había doce fuentes de aguas, y setenta palmeras; y acamparon allí junto a las aguas” (versículo 27). Es decir, ellos encontraron de inmediato, refrigerio, reposo, y sombra – las fuentes de aguas y las palmeras en número de setenta, como uno ha dicho, «son tipos de esas aguas vivas, y de aquel refugio que ha sido proporcionado, a través de instrumentos escogidos por Dios, para consolación de Su pueblo». ¡Qué bienvenido fue el reposo para los ya cansados peregrinos! ¡Y cuán tierno de parte del Señor, proporcionar tan grato refrigerio para Su pueblo en el desierto! En cuanto al Pastor de Israel, Él los condujo, por decirlo así, a los delicados pastos, y los hizo yacer junto a aguas de reposo, para consolar y fortalecer sus corazones.

Éxodo 16: El maná

Los gozos de Elim no fueron sino transitorios, no obstante lo bienaventurado que fue el despliegue del cuidado amoroso, tierno, de Jehová. Los hijos de Israel eran peregrinos; y como tales, el llamamiento de ellos fue a viajar y no a reposar. La próxima etapa de su viaje, por tanto, se registra inmediatamente.
“Partió luego de Elim toda la congregación de los hijos de Israel, y vino al desierto de Sin, que está entre Elim y Sinaí, a los quince días del segundo mes después que salieron de la tierra de Egipto. Y toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto; y les decían los hijos de Israel: Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (Éxodo 16:1-3).
El desierto de Sin está entre “Elim y Sinaí”. Ocupó, por tanto, como de hecho ya se ha indicado, un lugar muy especial en la historia de los hijos de Israel. Elim les recordaría siempre una de sus experiencias más bienaventuradas, y el viaje a Sinaí traería igualmente a sus mentes un período distinguido por la paciencia y la gracia en los tratos de Dios con ellos; mientras que Sinaí quedaría grabado para siempre en su memoria en relación con la majestad y la santidad de la ley. Hasta Sinaí, se trató de lo que Dios era para ellos en Su misericordia y amor; pero desde aquel momento, el terreno, por la propia acción de ellos, fue cambiado a lo que ellos eran para Dios. Esta es la diferencia entre la gracia y la ley; y de ahí el interés peculiar que reviste el trayecto entre Elim y Sinaí. Pero ya sea bajo la gracia o bajo la ley, la carne permanecía siendo la misma, y aprovechó cada oportunidad para revelar su carácter corrupto e incurable. Nuevamente toda la congregación murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto (versículo 2). Lo habían hecho en Pi-hahirot, cuando vieron el ejército de Faraón acercándose; repitieron su pecado en Mara, debido a que las aguas eran amargas; y se quejan ahora nuevamente debido a la comida de su peregrinar. “Pero pronto se olvidaron de sus obras; no esperaron su consejo. Tuvieron apetitos desenfrenados en el desierto, y tentaron a Dios en las soledades” (Salmo 106:13-14, LBLA). El recuerdo de Egipto y de la comida de Egipto poseyó sus corazones, y olvidando la amarga servidumbre con la cual esto había estado relacionado, ellos volvieron su mirada hacia atrás con ojos nostálgicos. Cuán a menudo es este el caso con almas recién emancipadas. Siempre debe haber hambre en el desierto, ya que la carne no puede hallar gratificación para sus propios deseos, o satisfacción en sus fatigas y penurias. Se trata del lugar donde la carne debe ser probada. Jehová “te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre” (Deuteronomio 8:3). Este es el conflicto. La carne desea ardientemente aquello que satisfará sus deseos, pero si somos libertados de Egipto esto no se puede permitir: la carne debe ser rechazada, considerada como ya juzgada en la muerte de Cristo; y, por tanto, no somos deudores a la carne, para que vivamos conforme a la carne, porque si vivimos conforme a la carne moriremos; pero si por el Espíritu hacemos morir las obras de la carne, viviremos (Romanos 8:12-13). Pero Jehová, como hemos visto en Deuteronomio, tiene Su objetivo en el hecho de que experimentemos hambre; es para que dejemos de depender de las ollas de carne de Egipto, y atraernos a Él —para enseñarnos que la verdadera satisfacción y el verdadero sustento sólo se puede encontrar en Él y en Su palabra—. El contraste es, por tanto, entre las ollas de carne de Egipto, y Cristo; y es algo muy bienaventurado cuando el alma aprende que Cristo es suficiente para todas sus necesidades. En su incredulidad, los hijos de Israel acusaron a Moisés de planear matarlos de hambre. Pero su hambre tenía la intención de crear en ellos otro apetito, solamente mediante el cual su verdadera vida podía ser sostenida. Jehová, no obstante, les otorgó su petición, aunque Él envió a sus almas debilidad (“Él les dio lo que pidieron, pero envió a sus almas debilidad”: Salmo 106:15, RVA). Porque, como se verá, Él les dio codornices así como también el maná.
“Y Jehová dijo a Moisés: He aquí yo os haré llover pan del cielo; y el pueblo saldrá, y recogerá diariamente la porción de un día, para que yo lo pruebe si anda en mi ley, o no. Mas en el sexto día prepararán para guardar el doble de lo que suelen recoger cada día. Entonces dijeron Moisés y Aarón a todos los hijos de Israel: En la tarde sabréis que Jehová os ha sacado de la tierra de Egipto, y a la mañana veréis la gloria de Jehová; porque él ha oído vuestras murmuraciones contra Jehová; porque nosotros, ¿qué somos, para que vosotros murmuréis contra nosotros? Dijo también Moisés: Jehová os dará en la tarde carne para comer, y en la mañana pan hasta saciaros; porque Jehová ha oído vuestras murmuraciones con que habéis murmurado contra él; porque nosotros, ¿qué somos? Vuestras murmuraciones no son contra nosotros, sino contra Jehová. Y dijo Moisés a Aarón: Dí a toda la congregación de los hijos de Israel: Acercaos a la presencia de Jehová, porque él ha oído vuestras murmuraciones. Y hablando Aarón a toda la congregación de los hijos de Israel, miraron hacia el desierto, y he aquí la gloria de Jehová apareció en la nube. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Yo he oído las murmuraciones de los hijos de Israel; háblales, diciendo: Al caer la tarde comeréis carne, y por la mañana os saciaréis de pan, y sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios” (Éxodo 16:4-12).
Antes que hablemos del maná, hay dos o tres detalles que se debe tener en cuenta. El primero es la gracia con la que Dios satisface los deseos del pueblo. En Números 11, Él satisface también el deseo de ellos bajo circunstancias similares; pero “la ira de Jehová se encendió en el pueblo, e hirió Jehová al pueblo con una plaga muy grande” (Números 11:33). No hay aquí ninguna señal de juicio —sólo gracia paciente y longánima—. La diferencia brota, si podemos describirla así, de la dispensación. En Números ellos estaban bajo la ley, y se les trataba consecuentemente; ellos están aquí bajo la gracia y por eso la gracia reinaba a pesar del pecado de ellos. En segundo lugar, sus murmuraciones fueron la ocasión de la exhibición de la gloria de Jehová (Éxodo 16:10). De este modo, la demostración de lo que el hombre es saca, de las profundidades del corazón de Dios, la revelación de lo que Él es. Fue así en el huerto del Edén, y, en efecto, a lo largo de toda la línea de Sus tratos con el hombre. Este principio se ve en perfección en la cruz, donde el hombre fue exhibido en toda la completa corrupción de su mala naturaleza, y donde Dios fue plenamente revelado. La luz resplandece en las tinieblas, aun si las tinieblas no prevalecen contra ella; y, de hecho, la gloria del Señor resplandece más brillante debido a las tinieblas de la iniquidad del hombre, la cual llega a ser la ocasión para su exhibición. Pongan atención, no obstante, que murmurar contra Moisés y Aarón fue murmurar contra Jehová (versículo 8). Todo pecado es realmente contra Dios. (Véase Salmo 51:4; Lucas 15:18-21). Por eso Jehová dice, “Yo he oído las murmuraciones de los hijos de Israel” (versículo 12). No es suficientemente recordado que todas nuestras quejas, nuestras expresiones de incredulidad, nuestras murmuraciones, son contra el Señor, y llegan inmediatamente a Sus oídos. Cuán a menudo nuestras palabras pecaminosas se extinguirían en nuestros labios si este pensamiento estuviera en nuestras mentes. Si el Señor estuviera visiblemente delante de nuestros ojos, no nos atreveríamos a pronunciar lo que a menudo nos permitimos decir ahora en lo presuroso de nuestra incredulidad. Y, con todo, estamos realmente delante de Él, Sus ojos están sobre nosotros, y Él oye cada una de nuestras palabras.
Por último, observen la diferencia entre las codornices y el maná. Las codornices no tienen ninguna enseñanza especial relacionada con ellos, mientras que se verá que el maná es un tipo muy sorprendente del Señor Jesús. Las codornices, por tanto, fueron dadas para satisfacer los deseos del pueblo, pero no trajeron ninguna bendición. Es con relación a estas, en efecto, que el Salmista dice, “Él les dio lo que pidieron, pero envió a sus almas debilidad” (Salmo 106:15, RVA). Dios puede oír el clamor de Su pueblo, incluso en su incredulidad, y concederles sus deseos —pero lo hace como disciplina en lugar de bendición presente—. Así, muchos creyentes, olvidando su verdadera porción en Cristo, han deseado las cosas de este mundo, las ollas de carne de Egipto, y se les ha permitido obtener su objeto, pero la consecuencia ha sido debilidad de alma —y tal esterilidad de alma que ellos han sido restaurados solamente a través de las pruebas disciplinarias de la amorosa mano del Señor—. Si nos devolvemos, en corazón, a Egipto, y se nos permite gratificar nuestros deseos, ello sólo puede llevar al dolor en días venideros. Como, por ejemplo, Pablo escribe a Timoteo, “Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Timoteo 6:9,10). Esta es sólo una forma de devolverse a Egipto, pero el principio es aplicable a cada objeto que la carne puede desear.
El relato de la dádiva verdadera de las codornices y el maná se presenta ahora.
“Y venida la tarde, subieron codornices que cubrieron el campamento; y por la mañana descendió rocío en derredor del campamento. Y cuando el rocío cesó de descender, he aquí sobre la faz del desierto una cosa menuda, redonda, menuda como una escarcha sobre la tierra. Y viéndolo los hijos de Israel, se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto? porque no sabían qué era. Entonces Moisés les dijo: Es el pan que Jehová os da para comer. Esto es lo que Jehová ha mandado: Recoged de él cada uno según lo que pudiere comer; un gomer por cabeza, conforme al número de vuestras personas, tomaréis cada uno para los que están en su tienda. Y los hijos de Israel lo hicieron así; y recogieron unos más, otros menos; y lo medían por gomer, y no sobró al que había recogido mucho, ni faltó al que había recogido poco; cada uno recogió conforme a lo que había de comer. Y les dijo Moisés: Ninguno deje nada de ello para mañana. Mas ellos no obedecieron a Moisés, sino que algunos dejaron de ello para otro día, y crió gusanos, y hedió; y se enojó contra ellos Moisés. Y lo recogían cada mañana, cada uno según lo que había de comer; y luego que el sol calentaba, se derretía” (Éxodo 16:13-21).
Se observará, y la significancia del hecho ha sido indicada, que las codornices son mencionadas escuetamente, pero hay una descripción plena del maná. Es el maná, por tanto, lo que nos atañe especialmente. Cuando la capa de rocío se evaporó, “he aquí sobre la superficie del desierto había una cosa delgada a modo de escamas, delgada como la escarcha sobre la tierra. “Cuando la vieron los hijos de Israel, se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto?, pues no sabían qué era eso. Entonces Moisés les dijo: Él es el pan que YHVH os da para comer” (versículos 14-15, BTX). Este es, entonces, el significado del maná: el pan que Dios dio a comer a los Israelitas en el desierto. Es, por consiguiente, la comida adecuada del desierto para el pueblo del Señor. Por eso, cuando los Judíos dijeron a nuestro Señor, “Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan del cielo les dio a comer”, Él respondió, “De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo” (Juan 6:32-33. Léase especialmente desde el versículo 48 al 58). El maná, entonces, es claramente un tipo de Cristo —de Cristo como Él era en este mundo— como Aquel que descendió del cielo, y que como tal, llegó a ser la comida de Su pueblo mientras pasaba por el desierto. Se debe notar especialmente, que hasta que tengamos vida alimentándonos en Su muerte —comiendo Su carne y bebiendo Su sangre (Juan 6:53-54) — no podemos nutrirnos de Él como el maná. Habiendo recibido la vida, entonces se nos dice, “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:57).
Dejando, sin embargo, que el lector estudie por sí mismo esta parte muy significante de la Escritura, será suficiente recordar ahora los dos puntos a los que se hizo mención: primero, que el maná de nuestros capítulos presenta a Cristo; y, en segundo lugar, que Cristo, en este carácter, es la comida de Su pueblo mientras está en el desierto. Hay una diferencia entre los hijos de Israel y los creyentes de esta dispensación. Los primeros, podían estar sólo en un lugar a la vez, ya que tenemos aquí una narración histórica real. Los últimos —los cristianos— están en dos lugares: su lugar está en los lugares celestiales en Cristo (véase Efesios 2); y en sus circunstancias, propiamente dichas, son peregrinos en el desierto. Como estando en los lugares celestiales, un Cristo glorificado —tipificado por el “fruto de la tierra” (Josué 5:11-12)— es nuestro sustento; pero en las circunstancias del desierto lo que satisface nuestra necesidad es lo que Cristo fue estando aquí, Cristo como el maná. Y en medio del cansancio y la fatiga de nuestra senda peregrina, cuán bienaventurado y cuán sustentador es alimentarse de la gracia, la ternura, y la compasión de un Cristo humillado. De qué manera nuestros corazones se regocijan al recordar que Él ha pasado a través de las mismas circunstancias; que Él, por tanto, conoce nuestras necesidades, y se deleita en suministrar para ellas para nuestro sustento y bendición. Es para tal propósito que el escritor de la epístola a los Hebreos dice, “Considerad pues al que soportó tal contradicción de pecadores contra Sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse y desfallezca” (Hebreos 12:3, BTX). Tal como uno dijo, hablando acerca de este tema, «Por ejemplo, algo me puede impacientar durante el día; bueno, entonces, Cristo es mi paciencia, y Él es así el maná que me sostiene en paciencia. Él es la fuente de gracia, no meramente el ejemplo que debo copiar»; y es así, como la fuente de gracia, compasión, y fortaleza para nosotros en el desierto, que Cristo es el maná de nuestras almas.
Hay algunas instrucciones prácticas con respecto al acopio del maná que son de fundamental importancia. Primero, ellos debían recoger cada uno según lo que pudiera comer (Éxodo 16:16-18). Como consecuencia, a aquel que recogía mucho no le sobró, y al que recogía poco no le faltó. El apetito gobernaba la cantidad recogida. ¡Cuán sorprendentemente esto es verdad acerca del creyente! Todos tenemos tanto de Cristo como deseamos —no más, y no menos—. Si nuestros deseos son grandes, si abrimos la boca amplia, Él la llenará. Jamás podemos desear demasiado, ni tampoco desilusionarnos cuando deseamos. Por otra parte, si no somos más que débilmente conscientes de nuestra necesidad, sólo un poco de Cristo será suministrado. Por consiguiente, la medida en que nos alimentaremos de Cristo, como nuestra comida del desierto, depende enteramente de nuestra necesidad espiritual sentida, de nuestro apetito. En segundo lugar, no se podía almacenar para un uso futuro. Ninguno debía dejar de ello para el día siguiente; pero algunos desobedecieron esta orden, sólo, no obstante, para encontrar que lo que habían dejado así se había corrompido. No; la comida recogida hoy no puede sustentarnos mañana. Podemos alimentarnos de Cristo solamente en un ejercicio presente de alma. Mucho daño ha resultado para las almas el hecho de olvidar este principio. Han tenido una rica comida de maná, y han intentado alimentarse de ella durante varios días; pero a menudo ha resultado en desilusión y pérdida, en lugar de bendición. Dios da sólo la porción de un día en su día (N. del T.: “la ración diaria cada día”, versículo 4, BTX), y nada más. En tercer lugar, debía ser recogido temprano, porque cuando el sol calentaba, se derretía. Ningún momento, en efecto, es tan precioso para el creyente para recolectar el maná como los primeros momentos del día, cuando en quietud, está sólo con el Señor. No ha entrado aún en las experiencias del día, y no conoce cuál puede ser el carácter preciso de su senda; pero sabe que necesitará el maná sustentador. Que él sea diligente, por tanto, temprano por la mañana, y que su mano no afloje para recolectar, y para recolectar tanto como pueda necesitar; ya que si lo busca después, encontrará que ha desaparecido todo delante de la luz deslumbrante y el calor del día. ¡A cuántos fracasos se les puede seguir el rastro hasta el descuido acerca de este punto! Viene una prueba —viene inesperadamente, y el alma se quebranta—. Pero ¿por qué? Porque el maná no fue recolectado antes que el sol calentase. Todos deberíamos tomar esto en serio, y estar alertas contra los ardides de Satanás para desviar nuestras mentes de esta cosa tan necesaria. Que se emplee toda diligencia para que, cualquiera sea la emergencia a lo largo del día, no pueda existir falta de maná.
El día de reposo es presentado en relación con el maná.
“En el sexto día recogieron doble porción de comida, dos gomeres para cada uno; y todos los príncipes de la congregación vinieron y se lo hicieron saber a Moisés. Y él les dijo: Esto es lo que ha dicho Jehová: Mañana es el santo día de reposo, el reposo consagrado a Jehová; lo que habéis de cocer, cocedlo hoy, y lo que habéis de cocinar, cocinadlo; y todo lo que os sobrare, guardadlo para mañana. Y ellos lo guardaron hasta la mañana, según lo que Moisés había mandado, y no se agusanó, ni hedió. Y dijo Moisés: Comedlo hoy, porque hoy es día de reposo para Jehová; hoy no hallaréis en el campo. Seis días lo recogeréis; mas el séptimo día es día de reposo; en él no se hallará. Y aconteció que algunos del pueblo salieron en el séptimo día a recoger, y no hallaron. Y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo no querréis guardar mis mandamientos y mis leyes? Mirad que Jehová os dio el día de reposo, y por eso en el sexto día os da pan para dos días. Estése, pues, cada uno en su lugar, y nadie salga de él en el séptimo día. Así el pueblo reposó el séptimo día” (Éxodo 16:22-30).
Leemos, en Génesis 2, que “bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que Él había creado y hecho” (Génesis 2:3, LBLA). Esto establece el significado del día de reposo, o séptimo día; ya que se debería observar cuidadosamente que se trata del séptimo y de ningún otro día, mostrando claramente que es el reposo de Dios. Este significado es afirmado muy claramente en la epístola a los Hebreos (véase Hebreos 4:1-11). El día de reposo, por tanto, es un tipo del reposo de Dios, y, como habiendo sido dado a los hombres, expresa el deseo del corazón de Dios de que el hombre comparta con Él en Su reposo. Se encuentra aquí por vez primera. No hay rastro de él a lo largo de la era patriarcal, o durante la estadía de los hijos de Israel en Egipto, pero, tal como se lo halla en este capítulo en relación con el maná, tiene una significancia muy bienaventurada.
Pero se debe hacer algunas observaciones antes de que esto sea explicado. El objeto que Dios tuvo en perspectiva al instituir el día de reposo ha sido indicado; pero, como es abundantemente claro, el hombre, a consecuencia del pecado, jamás poseyó la cosa significada. No, es más, Dios mismo no pudo reposar debido al pecado. Por eso, cuando nuestro bendito Señor fue acusado de quebrantar el día de reposo, Él respondió, “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 15:17). Dios no podía reposar en presencia del pecado, y de la deshonra hecha a Él mediante dicho pecado, y, como consecuencia, el hombre no pudo compartir el reposo con Él. El escritor de la epístola a los Hebreos desarrolla este último punto. Él muestra que los hijos de Israel estaban excluidos de dicho día debido a su incredulidad y dureza de corazón, que Josué nos le dio el reposo, que en los tiempos de David se habló de él como siendo aún algo futuro, y sostiene que “Por tanto, queda un reposo (un guardar el día de reposo) para el pueblo de Dios” (Hebreos 3 y 4). La pregunta surge entonces, ¿Cómo se ha de poseerlo? La respuesta se encuentra en nuestro capítulo. El maná, como hemos visto, prefigura a Cristo, y, por consiguiente, la relación enseña que es Cristo, y sólo Cristo, quien puede conducirnos al reposo de Dios. Él es el único camino. El apóstol dice así, “los que hemos creído entramos en el reposo” (Hebreos 4:3); es decir, entrar en el reposo pertenece a aquellos que creen en Cristo —no es de ningún modo, como algunos han enseñado, que el reposo sea una cosa actual—. El contexto muestra claramente que se trata de una bendición futura. Queda, por tanto, un reposo para el pueblo de Dios. El hecho de que los creyentes pueden tener su conciencia en reposo y reposo de corazón en Cristo es de verdad muy bienaventurado; pero el reposo de Dios no se alcanzará hasta que entremos en esa escena eternal en la que todas las cosas son hechas nuevas, cuando el tabernáculo de Dios esté con los hombres, y Él morará con ellos, y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará con ellos, será su Dios (Apocalipsis 21:1-7).
Hay dos circunstancias relacionadas con la institución del día de reposo en este lugar que requieren un breve comentario. La primera es la doble provisión de maná en el día sexto, para que el pueblo pudiese reposar en sus tiendas en el séptimo. Si era recogido así en cualquier otro día en voluntad propia, llegaba a ser inútil y corrupto; pero cuando esto era hecho en obediencia, en la perspectiva del día de reposo, permanecía sano y bueno. La verdad enseñada, no obstante, es que cuando se comparta en el reposo de Dios, en Su gracia, por toda la eternidad, Cristo será aún nuestra comida; no, es más, se podría decir que nuestro disfrute de aquel reposo consistirá en deleitarnos con Dios en el Cristo una vez humillado. Nada menor a que tengamos comunión plena con Él mismo con respecto a Su amado Hijo satisfará Su corazón. Hay, quizás, otro pensamiento. Es que todo cuanto adquirimos aquí de Cristo llega a ser nuestra posesión y deleite eternos. Recolectemos tanto maná como podamos, dos gomer en vez de uno; si es guardado para el reposo que queda, será una fuente de fortaleza y gozo por toda la eternidad. La segunda cosa es que algunos del pueblo, pese a la orden que habían recibido, salieron en el día séptimo a recoger maná, pero no hallaron (Éxodo 16:27). Independientemente de las exhibiciones de la gracia, el corazón del hombre permanecía siendo el mismo. La desobediencia es innata a su naturaleza corrupta, y se muestra igualmente, sea bajo la ley o bajo la gracia. Jehová reprendió, a través de Moisés, la conducta de Su pueblo, aunque Él los soportó en Su paciente y tierna misericordia. Al tomar el día de reposo, como se ha explicado, como un tipo del reposo de Dios, y por tanto, puesto que el pecado ha entrado, como estando aún en el futuro, se verá de inmediato que hay una clara enseñanza típica relacionada con que no hubiese maná en el día de reposo. El tiempo para el maná habrá pasado para siempre. Nunca más se comprenderá a Cristo en aquel carácter; ya que las circunstancias de Su pueblo habrán pasado para siempre entonces. Lo guardado que ellos recogieron mientras estaban en el desierto puede ser aún disfrutado; pero no habrá ya más para recoger. La misma lección, en un aspecto, se puede ver en la instrucción dada por Moisés por mandato de Jehová.
“Y dijo Moisés: Esto es lo que Jehová ha mandado: Llenad un gomer de él, y guardadlo para vuestros descendientes, a fin de que vean el pan que yo os di a comer en el desierto, cuando yo os saqué de la tierra de Egipto. Y dijo Moisés a Aarón: Toma una vasija y pon en ella un gomer de maná, y ponlo delante de Jehová, para que sea guardado para vuestros descendientes. Y Aarón lo puso delante del Testimonio para guardarlo, como Jehová lo mandó a Moisés. Así comieron los hijos de Israel maná cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada; maná comieron hasta que llegaron a los límites de la tierra de Canaán. Y un gomer es la décima parte de un efa” (Éxodo 16:32-36).
Hay, sin duda, una alusión a esto en la promesa al vencedor en la iglesia en Pérgamo: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido”, etc. (Apocalipsis 2:17). De este modo Cristo, en Su humillación, jamás ha de ser olvidado, sino siempre recordado, y Su pueblo se ha de nutrir de Él con agradecimiento por toda la eternidad.
Allí sobre el pan oculto
De Cristo —una vez humillado aquí—
La atesorada provisión de Dios —para siempre alimentada—,
Su amor mi alma vitorear.
Por eso, un gomer de maná fue puesto delante de Jehová, delante del testimonio, para ser guardado por sus generaciones. Esta fue la comida de ellos por cuarenta años, durante la totalidad de sus jornadas en el desierto, hasta que llegaron a tierra habitada; ellos comieron maná hasta que llegaron a los límites de la tierra de Canaán.

Éxodo 17: Refidim y Amalec

Una vez más los hijos de Israel avanzan y se encuentran con otras dificultades. Pero “estas cosas les sucedieron como ejemplo” (tipos), “y fueron escritas como enseñanza para nosotros, para quienes ha llegado el fin de los siglos” (1 Corintios 10:11, LBLA). Hay, por tanto, un interés inherente unido a todas sus penas y experiencias del desierto.
“Toda la congregación de los hijos de Israel partió del desierto de Sin por sus jornadas, conforme al mandamiento de Jehová, y acamparon en Refidim; y no había agua para que el pueblo bebiese. Y altercó el pueblo con Moisés, y dijeron: Danos agua para que bebamos. Y Moisés les dijo: ¿Por qué altercáis conmigo? ¿Por qué tentáis a Jehová? Así que el pueblo tuvo allí sed, y murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? Entonces clamó Moisés a Jehová, diciendo: ¿Qué haré con este pueblo? De aquí a un poco me apedrearán. Y Jehová dijo a Moisés: Pasa delante del pueblo, y toma contigo de los ancianos de Israel; y toma también en tu mano tu vara con que golpeaste el río, y vé. He aquí que yo estaré delante de ti allí sobre la peña en Horeb; y golpearás la peña, y saldrán de ella aguas, y beberá el pueblo. Y Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y llamó el nombre de aquel lugar Masah y Meriba, por la rencilla de los hijos de Israel, y porque tentaron a Jehová, diciendo: ¿Está, pues, Jehová entre nosotros, o no?” (Éxodo 17:1-7).
Al igual que en el caso del maná, fue así con la peña golpeada, el pecado del pueblo fue la ocasión para esta muestra de poder y gracia. En Refidim no hubo “agua para que el pueblo bebiese”. ¿Y qué hizo el pueblo? ¿No habían sido animados, por su experiencia pasada de la fidelidad y el tierno cuidado de Dios, para volverse a Él en la confianza que Él intervendría a favor de ellos? ¿No estaban las codornices y el maná frescos en su memoria como evidencia de toda la suficiencia de Jehová para satisfacer cada necesidad de ellos? ¿No habían aprendido que Jehová era su pastor, y que, por consiguiente, no les faltaría nada? Todo esto, en efecto, se podría haber esperado; y, si fuésemos ignorantes acerca del corazón humano, del carácter de la carne, se podría haber esperado como el resultado natural de lo que ellos habían visto de las obras maravillosas de Jehová. Pero lejos de ser este el caso, ellos altercaron con Moisés, y dijeron, “Danos agua para que bebamos”. En su pecaminosa murmuración e incredulidad, ellos consideraron a Moisés como el autor de toda su miseria, y estuvieron casi dispuestos a darle muerte en su ira.
Se puede hacer una o dos observaciones acerca del carácter del pecado de ellos, antes que la bondadosa provisión de acuerdo a su necesidad sea considerada. El pueblo altercó con Moisés; pero en realidad, tal como dijo Moisés, ellos tentaron a Jehová (versículo 2); diciendo, mediante sus hechos, “¿Está, pues, Jehová entre nosotros, o no?” (versículo 7). Moisés era su líder designado, y era, por tanto, el representante de Jehová para el pueblo. Altercar con él fue, de este modo, altercar con Jehová; y quejarse de sus privaciones fue, de hecho, dudar, por no decir negar, la presencia de Jehová. Ya que si hubiesen creído que Él estaba entre ellos, todo murmullo habría sido silenciado, y habrían descansado en la certeza de que Aquel que los había sacado de Egipto, que había separado las aguas del Mar Rojo, que los había libertado de manos de Faraón, y los había guiado en todas sus jornadas mediante la columna de fuego por la noche, y la columna de nube durante el día, habría oído, a Su tiempo, el clamor de ellos, y habría suplido su necesidad. Ello muestra la naturaleza muy solemne del pecado de murmurar, y de las quejas, debido a las pruebas del desierto, y nos enseña, al mismo tiempo, que la esencia de todo ello es dudar acerca de si el Señor está con nosotros. De ahí que el antídoto para todas tales tendencias, para todas estas maquinaciones de Satanás, mediante las cuales a menudo enmaraña los pies del pueblo del Señor, y les roba su paz y gozo, aun cuando no incluya su caída, es un firme, inquebrantable, aferrarse a la verdad de que el Señor está entre nosotros, que Él conduce a Su pueblo como un rebaño a través de cada etapa de su travesía del desierto. Qué hermoso, en contraste con la conducta de Israel, es la actitud perfecta de nuestro bendito Señor. Cuando fue tentado por Satanás en el desierto, Él, en independencia inamovible, repelió casa una de sus sugerencias con la sencilla Palabra de Dios.
Moisés clamó a Jehová, y Él oyó su oración, y, a pesar del pecado del pueblo, “Abrió la peña, y fluyeron aguas; corrieron por los sequedales como río. Porque se acordó de su santa promesa dada a su siervo Abraham” (Salmo 105:41-42, RVA). Así, la gracia prevaleció aún, y satisfizo las necesidades del pueblo. Pero el interés principal radica en la enseñanza típica de este incidente. Tal como el maná, la roca habla también de Cristo. Así, Pablo dice, “bebieron de aquella roca espiritual que les iba siguiendo: y aquella roca era Cristo” (1 Corintios 10:4, VM). Pero la Roca fue golpeada antes que las aguas fluyesen. A Moisés se le instruyó que tomase la vara —la vara con la que había golpeado el rio— y allí, con Jehová estando delante de él sobre la peña en Horeb (Éxodo 17:6), él debía golpear la peña, “y saldrán de ella aguas, y beberá el pueblo”. Se ha explicado que la vara significa un símbolo del poder de Dios, y el hecho de golpearla expondrá, por tanto, el ejercicio de Su poder judicial. Contemplamos, entonces, en este hecho de golpear la peña, el golpe de Su juicio cayendo sobre Cristo en la cruz. La peña golpeada es un Cristo crucificado. Fue el pecado del pueblo, observen, lo que condujo a que la peña fuese golpeada, una ejemplificación sorprendente de la verdad de que “Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades” (Isaías 53:5, LBLA). Ciertamente esta es una escena tanto para pecadores como para santos. Los pecadores pueden contemplar a Cristo en la cruz cargando con el juicio del pecado, y pueden aprender, si sólo lo ponderan, lo que es el pecado ante los ojos de un Dios santo; y en la medida que aprenden esta lección, pueden ser advertidos acerca de su perdición venidera si continúan en la impenitencia e incredulidad. Ya que si Dios no perdonó a Su propio Hijo, cuando trató con la cuestión del pecado, aquel Hijo, el cual era la delicia de Su corazón, el cual era santo, inocente, sin mancha, y apartado de los pecadores, ¿cómo pueden esperar ellos escapar? Los santos, además, no pueden dejar de mirar hacia atrás a menudo a la cruz. Y de qué manera sus corazones serán conmovidos, humillados, derretidos, cuando por gracia se les capacita decir, “Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz” (1 Pedro 2:24, LBLA). Ellos jamás olvidarán, por toda la eternidad, que sus pecados necesitaban esa muerte; a la vez que nunca dejarán de recordar que Dios fue glorificado por ella en cada atributo de Su carácter, y por eso es el fundamento eterno e inmutable de toda su bendición. Es, en efecto, una verdad muy solemne, así como preciosa, que la Roca debía ser golpeada necesariamente antes que el pueblo pudiese beber. En vista que es del pecado de lo que se estaba hablando —pecado que había deshonrado a Dios delante de todo el universo— todo lo que Dios era lo requería para Su propia gloria; y en vista de que el pueblo habría perecido sin agua, sus necesidades lo requerían para que pudiesen vivir. Pero sólo Dios la podía proporcionar, y por eso en las instrucciones a Moisés se exhibe otro sublime despliegue de la gracia de Su corazón.
La Roca fue golpeada, y “brotaron las aguas” (Salmo 105:41, LBLA). No antes —esto era imposible; ya que debido al pecado, Dios, por decirlo así, se contenía—. Sus misericordias y compasiones, Su gracia y Su amor, estaban reprimidas dentro de Él. Pero en el momento que esa expiación fue consumada, mediante la cual las demandas de Su santidad fueron para siempre satisfechas, las compuertas de Su corazón se abrieron para derramar corrientes de gracia y vida en todo el mundo. Por eso leemos en Mateo, que tan pronto como el Señor Jesús hubo entregado el espíritu, “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mateo 27:50-51). Dios estaba ahora libre en justicia para salir en gracia a un mundo pecador con ofertas de salvación, y el hombre —el creyente— era libre de entrar con confianza a Su presencia inmediata. Se había revelado el modo mediante el cual el hombre podía comparecer, de manera justa, delante de la luz plena de la santidad del trono mismo de Dios.
El agua que fluyó de la Roca es un emblema del Espíritu Santo como poder de vida. Esto es claro a partir del evangelio de Juan. Nuestro bendito Señor dijo así a la mujer de Samaria, “el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14). En Juan 7, Él usa la misma figura, y Juan añade, “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:39). Dos cosas son, de hecho, claras a partir de este pasaje —primero, que el “agua viva” es un tipo del Espíritu Santo; y, en segundo lugar, que esta “agua viva”, el Espíritu Santo, no podía ser recibido hasta que Jesús fuese glorificado—. En otras palabras, la Roca debía ser golpeada primero, como ya hemos visto, antes que las aguas pudiesen fluir para saciar la sed de los hombres.
Hay una lección de gran importancia práctica que no puede ser pasada por alto. No existe nada que pueda satisfacer las necesidades imperecederas del hombre sino el Espíritu Santo como poder de vida —vida eterna; y esta bendición sólo puede ser recibida a través de un Cristo crucificado y resucitado—. De ahí el clamor a los Judíos, “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37). Y la proclamación prosigue aún, “el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17). ¡Que todo aquel que lee estas líneas pueda tener esta verdad grabada en su alma en el poder del Espíritu Santo!
Jehová atiende así, por gracia, las murmuraciones de Su pueblo, y les dio aguas para beber; pero los nombres dados al lugar —Masah y Meriba— permanecieron como el monumento del pecado de ellos.
Inmediatamente después que se hizo salir aguas de la roca viene el conflicto con Amalec. La conexión de los incidentes es muy instructiva ya que ilustran los modos de obrar y la verdad de Dios. El maná es Cristo descendido del cielo, la Roca golpeada es Cristo crucificado, el agua viva es un emblema del Espíritu Santo; y ahora, junto con la recepción del Espíritu viene el conflicto. Debe ser así; ya que “el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gálatas 5:17). De ahí el orden de estos acontecimientos típicos. Se puede inquirir entonces, ¿qué es simbolizado por Amalec? Se declara a menudo que se trata de la carne; pero esto es sólo parte de la verdad. En cuanto a Amalec, su carácter verdadero se aprende fácilmente a partir de sus orígenes. (Véase Génesis 36:12). Pero el punto que se ha de discernir aquí es que Amalec se coloca él mismo en abierto antagonismo con el pueblo de Dios, y procura obstaculizar el progreso su avance, e incluso borrarlos de sobre la faz de la tierra. Se trata, por tanto, del poder de Satanás —puede ser actuando por medio de la carne— el que desafía así el avance de los hijos de Israel. Y se evidencia claramente la sutileza de Satanás en el tiempo escogido para el ataque. Fue justamente después que el pueblo había pecado, en un momento, por tanto, cuando un enemigo podría haber supuesto que ellos estaban bajo el disgusto de Dios. Este es siempre su método. Pero si Dios está por Su pueblo, Él no permitirá que ningún enemigo lleve a cabo su destrucción. El pueblo, en efecto, si es dejado a sí mismo, podría haber sido dispersado fácilmente; pero Aquel que los había traído a través de las aguas del Mar Rojo no dejará que perezcan ahora. Jehová era su estandarte, y así su defensa era segura. Notemos, entonces, de qué manera se llevó a cabo la derrota de Amalec.
“Entonces vino Amalec y peleó contra Israel en Refidim. Y dijo Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano. E hizo Josué como le dijo Moisés, peleando contra Amalec; y Moisés y Aarón y Hur subieron a la cumbre del collado. Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec. Y las manos de Moisés se cansaban; por lo que tomaron una piedra, y la pusieron debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Y Josué deshizo a Amalec y a su pueblo a filo de espada” (Éxodo 17:8-13).
En primer lugar, encontramos que Josué, por orden de Moisés, se coloca a la cabeza de hombres escogidos para la batalla. Josué representa a Cristo, en la energía del Espíritu, conduciendo a Sus redimidos al conflicto. ¡Qué consolación! Si Satanás forma sus fuerzas para atacar al pueblo del Señor, Cristo, por otra parte, conduce a Sus hombres escogidos a enfrentar al enemigo. La batalla, por tanto, es la batalla del Señor. Esto está ilustrado una y otra vez a lo largo de toda la historia de Israel; y es del mismo modo verdadero, en cuanto al principio, acerca de los conflictos de los creyentes de esta dispensación. Esto, si se comprende, calmaría nuestras mentes en presencia de las dificultades más dolorosas. Nos ayudaría a dejar de considerar al hombre, y a contar con el Señor. Nos capacitaría para estimar en su propio valor, la actividad incesante y los esquemas de los hombres, y para buscar liberación sólo en el Señor como Líder de Su pueblo. En una palabra, deberíamos recordar, entonces, que no puede haber ninguna defensa exitosa presentada a nuestros enemigos sino en el poder del Espíritu de Dios.
Hay aún otra cosa. Si Josué conduce a sus guerreros en la llanura, Moisés —con Aarón y Hur— sube a la cumbre del collado; y la batalla abajo depende de que las manos de Moisés sean levantadas. Moisés, contemplado de este modo, es una figura de Cristo en lo alto, en el valor de Su intercesión. Mientras Él conduce abajo a Su pueblo en el poder del Espíritu, Él mantiene la causa de ellos mediante Su intercesión en la presencia de Dios; y asegura para ellos misericordia y gracia para el oportuno socorro. Ellos no tienen, por tanto, fuerza alguna para el conflicto aparte de Su intercesión sacerdotal; y la energía del Espíritu conduciéndoles en su avance está en relación con esta intercesión. Pablo indica esta verdad cuando dice, “Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” (o, podemos añadir, ¿Amalec?) ... “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:34-37). El propio Señor enseñó a los discípulos la relación entre Su obra en lo alto, y la acción del Espíritu en ellos abajo, cuando dijo, “si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros” (Juan 16:7, LBLA). Por eso, también, Él denomina al Espíritu Santo “otro Consolador” (Juan 14:16); y el apóstol Juan aplica a nuestro bendito Señor el mismo título (es decir, Abogado, pero realmente la misma palabra en Griego, Parakletos; 1 Juan 2:1).
Pero ningún hombre pudo ser un tipo perfecto de Cristo. Las manos de Moisés pesaban, de modo que fueron sostenidas por Aarón y Hur. Esto, sin embargo, sólo saca a la luz más plenamente la verdad de la intercesión de Cristo. Aarón, aunque no apartado formalmente aún, representa el sacerdocio, y Hur, si el significado del nombre nos puede guiar, tipifica la luz o la pureza. Juntos, por tanto, significará la intercesión sacerdotal de Cristo mantenida en santidad delante de Dios; y por eso es una intercesión, puesto que está basada sobre todo lo que Cristo es y ha hecho, que es siempre eficaz y predominante. Se debería observar bien la lección. La batalla abajo dependió no de la fuerza de los guerreros, ni siquiera del Espíritu Santo, sino de la intercesión permanente y eficaz de Cristo. Ya que cuando Moisés alzaba su mano, Israel prevalecía; y cuando bajaba su mano, Amalec prevalecía. De ahí la necesidad de la dependencia. Aparte de ello, podemos estar preparados para el conflicto; la causa puede ser justa, pero nuestro fracaso será seguro e inevitable. Pero con ello, teniendo a Cristo en lo alto a favor nuestro, y Cristo en la energía del Espíritu como nuestro Líder, «cuando los malignos, nuestros angustiadores y nuestros enemigos, vienen contra nosotros, ellos tropiezan y caen» (Salmo 27:2). Entonces, ningún enemigo se puede sostener delante del pueblo del Señor.
Amalec fue así desconcertado con el filo de la espada. Pero una victoria tal —revelación de la fuente de la fuerza de ellos, y el carácter inmutable del enemigo— no debía ser olvidada. Iba a ser registrada como un memorial.
“Entonces Jehovah dijo a Moisés: —Escribe esto en un libro como memorial, y di claramente a Josué que yo borraré del todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Moisés edificó un altar y llamó su nombre Jehovah-nisi. Y dijo: —Por cuanto alzó la mano contra el trono de Jehovah, Jehovah tendrá guerra contra Amalec de generación en generación” (Éxodo 17:14-16).
Dos cosas fueron combinadas en este memorial: el registro de la liberación de ellos de Amalec, y la promesa de su derrota final. Cada muestra del poder del Señor a favor de Su pueblo lleva este doble carácter. Si Él entra y los defiende de los ataques de sus enemigos, Él, mediante ese acto mismo, les asegura Su protección y cuidado continuos. Por tanto, cada interposición Suya entre ellos y sus enemigos debería ser repetida en sus oídos, y escrita sobre sus corazones, tanto como memorial del pasado, como de la garantía de Su defensa inmutable. Por eso, cuando el Salmista celebra una liberación pasada, exclama, “Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado” (Salmo 27:3). Moisés, en la misma confianza, edificó un altar. Mediante ello, reconoció agradecidamente la mano divina, así como también expresó que la alabanza de la victoria pertenecía a Jehová. Es precisamente aquí donde muchos fracasan. El Señor se digna conceder socorro y liberación, pero ellos olvidan edificar sus altares. Conducidos a la presencia del Señor en sus crisis, ellos descuidan, demasiado a menudo, alabarle a Él cuando son aliviados de su presión. No fue así con Moisés. Al edificar el altar, declaró delante de todo Israel, «es Jehová quien ha peleado por nosotros y ha asegurado la victoria». Esto es proclamado por el título que le anexó: “Jehová-nisi”, es decir, “El Señor es nuestro estandarte”. Él, por tanto, fue quien condujo nuestras huestes, y Él es quien guiará nuestras huestes; ya que Su controversia con Amalec no cesará jamás. Mientras Él tenga un pueblo sobre la tierra, durante el mismo tiempo Satanás procurará lograr su derrota. Necesitamos recordar esto, pero con toda la perspectiva que ello involucra, nuestros corazones estarán confiados, si sólo podemos comprender la verdad de Jehová-nisi. La batalla es la batalla del Señor, peleamos bajo Su estandarte, y por eso —no obstante la porfiada persistencia del enemigo— la victoria está asegurada.

Éxodo 18: Bendición milenial

Este capítulo cierra la dispensación de gracia en la historia de Israel. Desde Egipto a Sinaí todo fue pura gracia. En Sinaí ellos mismos se colocaron bajo la ley. De ahí el carácter especial del capítulo 18. El maná, tal como se explicó, presentaba a Cristo en la encarnación, la Peña golpeada presentaba Su muerte, las corrientes de aguas que fluyeron de ella presentaban el don del Espíritu; y ahora, a continuación de la dispensación del Espíritu, encontramos, en figura, la bendición de los Judíos y de los gentiles, y el establecimiento del orden gubernamental en Israel. En efecto, la Iglesia, los Judíos, y los gentiles, son delineados de manera típica. Esto se percibirá si los varios puntos de la siguiente Escritura son indicados:
“Oyó Jetro sacerdote de Madián, suegro de Moisés, todas las cosas que Dios había hecho con Moisés, y con Israel su pueblo, y cómo Jehová había sacado a Israel de Egipto. Y tomó Jetro suegro de Moisés a Séfora la mujer de Moisés, después que él la envió, y a sus dos hijos; el uno se llamaba Gersón, porque dijo: Forastero he sido en tierra ajena; y el otro se llamaba Eliezer, porque dijo: El Dios de mi padre me ayudó, y me libró de la espada de Faraón. Y Jetro el suegro de Moisés, con los hijos y la mujer de éste, vino a Moisés en el desierto, donde estaba acampado junto al monte de Dios; y dijo a Moisés: Yo tu suegro Jetro vengo a ti, con tu mujer, y sus dos hijos con ella”.
“Y Moisés salió a recibir a su suegro, y se inclinó, y lo besó; y se preguntaron el uno al otro cómo estaban, y vinieron a la tienda. Y Moisés contó a su suegro todas las cosas que Jehová había hecho a Faraón y a los egipcios por amor de Israel, y todo el trabajo que habían pasado en el camino, y cómo los había librado Jehová. Y se alegró Jetro de todo el bien que Jehová había hecho a Israel, al haberlo librado de mano de los egipcios. Y Jetro dijo: Bendito sea Jehová, que os libró de mano de los egipcios, y de la mano de Faraón, y que libró al pueblo de la mano de los egipcios. Ahora conozco que Jehová es más grande que todos los dioses; porque en lo que se ensoberbecieron prevaleció contra ellos. Y tomó Jetro, suegro de Moisés, holocaustos y sacrificios para Dios; y vino Aarón y todos los ancianos de Israel para comer con el suegro de Moisés delante de Dios” (Éxodo 18:1-12).
Jetro, sacerdote de Madián, suegro de Moisés, aparece ahora. Él había oído acerca de todo lo que Dios había obrado por Su pueblo, y, acto seguido, trajo a Séfora y sus dos hijos a Moisés. Los nombres mismos de los niños explican el carácter típico de la escena completa. El primero es Gersón; “porque dijo: Forastero”, (o, peregrino), “he sido en tierra ajena”. Se trata, por tanto, de una reminiscencia de los días fatigosos de la ausencia de Israel de su propia tierra cuando estuvieron dispersos como extranjeros a través de todo el mundo (véase 1 Pedro 1:1). El nombre del segundo es Eliezer; “porque dijo: El Dios de mi padre me ayudó, y me libró de la espada de Faraón”. Esto recordaba, indudablemente, el pasado; pero es también una profecía del futuro, y por consiguiente, interpretado de manera típica, habla de la liberación final de Israel, como preparación para su introducción en la bendición bajo el reinado del Mesías. Los dos nombres señalan así, dos períodos distintos en los tratos de Dios con Israel: el primero abarca todo el tiempo que transcurre entre su traslado como cautivos a Babilonia; mientras que el segundo apunta a esa hora trascendental en la que el Señor aparecerá de repente y arrebata a Su pueblo de las mandíbulas mismas del enemigo, cuando Él saldrá y peleará contra esas naciones que se reunirán para combatir contra Jerusalén (Zacarías 14). Pero las tristezas de su dispersión, así como también su liberación de la espada de Faraón, son consideradas en esta escenas como estando en el pasado, y están ahora en posesión, en figura, de su bendición por largo tiempo retrasada y esperada.
La Iglesia es vista en Séfora. Ella fue la esposa Gentil de Moisés, y como tal prefigura la Iglesia. Todo esto está, de este modo, de acuerdo con el carácter milenial del retrato; ya que cuando Israel sea restaurado, y se regocije en el dominio feliz de Emanuel, la Iglesia tendrá su parte en la alegría de aquel día, asociada, como estará, en las glorias del reinado de los mil años. Será un día de gozo inefable para Aquel que vino del linaje de David, según la carne, y cada pulso de Su gozo despertará una respuesta en el corazón de aquella que ocupará la posición de esposa del Cordero. Él, por tanto, y ella junto con Él, no obstante su menor medida, tendrán comunión en alegría en el día del desposorio de Israel.
Tenemos, a continuación, a los gentiles, simbolizados por Jetro alabando a Jehová, y la confesión de Su nombre. Y observen de qué manera se produce esto. Moisés, el Judío, declara a Jetro “todas las cosas que Jehová había hecho a Faraón y a los egipcios por amor de Israel, y todo el trabajo que habían pasado en el camino, y cómo los había librado Jehová” (Éxodo 18:8). Este relato hace que el corazón de Jetro se incline, y se regocija debido a la liberación de Israel, alaba a Jehová por ello, y confiesa Su supremacía absoluta. De este modo, leemos en los Salmos, “Me has librado de las contiendas del pueblo; Me has hecho cabeza de las naciones;” (los gentiles), “Pueblo que yo no conocía me sirvió. Al oír de mí me obedecieron; Los hijos de extraños se sometieron a mí”.
Luego, Jetro se une en adoración a Aarón, y a los ancianos de Israel, juntos con Moisés delante de Dios. Moisés es aquí el rey, y por eso él con Israel, y los gentiles (Jetro) comen pan delante de Dios. Se trata de la unión de Israel y los gentiles en adoración. Es la escena predicha por el profeta: “Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová” (Isaías 2:2-3).
En lo que resta del capítulo se registra el restablecimiento del juicio y del gobierno:
“Aconteció que al día siguiente se sentó Moisés a juzgar al pueblo; y el pueblo estuvo delante de Moisés desde la mañana hasta la tarde. Viendo el suegro de Moisés todo lo que él hacía con el pueblo, dijo: ¿Qué es esto que haces tú con el pueblo? ¿Por qué te sientas tú solo, y todo el pueblo está delante de ti desde la mañana hasta la tarde? Y Moisés respondió a su suegro: Porque el pueblo viene a mí para consultar a Dios. Cuando tienen asuntos, vienen a mí; y yo juzgo entre el uno y el otro, y declaro las ordenanzas de Dios y sus leyes. Entonces el suegro de Moisés le dijo: No está bien lo que haces. Desfallecerás del todo, tú, y también este pueblo que está contigo; porque el trabajo es demasiado pesado para ti; no podrás hacerlo tú solo. Oye ahora mi voz; yo te aconsejaré, y Dios estará contigo. Está tú por el pueblo delante de Dios, y somete tú los asuntos a Dios. Y enseña a ellos las ordenanzas y las leyes, y muéstrales el camino por donde deben andar, y lo que han de hacer. Además escoge tú de entre todo el pueblo varones de virtud, temerosos de Dios, varones de verdad, que aborrezcan la avaricia; y ponlos sobre el pueblo por jefes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo en todo tiempo; y todo asunto grave lo traerán a ti, y ellos juzgarán todo asunto pequeño. Así aliviarás la carga de sobre ti, y la llevarán ellos contigo. Si esto hicieres, y Dios te lo mandare, tú podrás sostenerte, y también todo este pueblo irá en paz a su lugar. Y oyó Moisés la voz de su suegro, e hizo todo lo que dijo. Escogió Moisés varones de virtud de entre todo Israel, y los puso por jefes sobre el pueblo, sobre mil, sobre ciento, sobre cincuenta, y sobre diez. Y juzgaban al pueblo en todo tiempo; el asunto difícil lo traían a Moisés, y ellos juzgaban todo asunto pequeño. Y despidió Moisés a su suegro, y éste se fue a su tierra” (Éxodo 18:13-27).
Dos cosas deben ser distinguidas cuidadosamente: el fracaso de Moisés, y la cosa simbolizada por la designación de jefes sobre el pueblo. Para tomar primeramente el último caso, es evidente que este arreglo para juzgar al pueblo retrata, emblemáticamente, el orden en el gobierno que el Mesías establecerá cuando asuma Su reino. Tal como el Salmista habla, “Él juzgará a tu pueblo con justicia, Y a tus afligidos con juicio. Los montes llevarán paz al pueblo, Y los collados justicia” (Salmo 72:2-3). Por eso es que esta sección finaliza con este relato. Pero mientras esto está pensado divinamente, no se debe ocultar el fracaso de Moisés al escuchar a Jetro. En efecto, si se hiciera eso, una enseñanza muy valiosa se perdería por el hecho de adoptar semejante actitud. El primer error que él hizo fue oír a Jetro acerca de tal asunto. Jehová le había dado su cargo; y era a Él a quien debía haber recurrido acerca de todo asunto concerniente a Su pueblo. Los argumentos que Jetro esgrimió fueron, de hecho, engañosos y sutiles. Se basaban sobre su ansiedad por el bienestar de su yerno. “Desfallecerás del todo, tú, y también este pueblo que está contigo; porque el trabajo es demasiado pesado para ti; no podrás hacerlo tú solo”. Si Moisés no hacía nada más que lo que él aconsejaba, entonces dijo: “Así aliviarás la carga de sobre ti, y la llevarán”, etc.; y, otra vez, “tú podrás sostenerte, y también todo este pueblo irá en paz a su lugar”. Lo que motivo a Jetro no fue, por tanto, preocupación por Dios, sino por Moisés. Pero los argumentos que propuso fueron los más calculados para influenciar al hombre natural. ¿Existe alguno, aun entre los siervos del Señor, que no sienta, a veces, el peso de su responsabilidad, y que no se regocije ante la perspectiva de verla aminorada? No existe, en efecto, tentación más seductora, presentada en un momento semejante, que aquella de la necesidad de preocuparse un poco por uno mismo y de la comodidad propia. Pero, peligrosa como ella es, y como lo fue en el caso de Moisés, si hubiese recordado la fuente de su cargo, así como de su fortaleza, no habría cedido a ella. Ya que si su obra juzgando al pueblo era del Señor, y para el Señor, Su gracia sería todo suficiente para Su siervo. Él enseñó a Moisés esta lección, tal como encontramos en el libro de Números, cuando Moisés se quejó a Jehová, y en las palabras mismas que Jetro había inculcado en su mente, “No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía” (Números 11:14). Jehová oyó su queja, y le instruyó que asociase setenta varones a él para ayudarle en su obra, diciendo, “tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo” (Números 11:17). Por tanto, aunque el Señor le concedió su deseo, no hubo provisión adicional alguna de fortaleza para el gobierno de Israel, sino que Moisés fue llamado a compartir con los setenta el Espíritu que antes él solo poseía. Según el hombre, el consejo de Jetro fue sabio y prudente, evidenciando mucha sagacidad en los asuntos humanos; pero según Dios, el hecho de aceptarlos se caracterizó por duda e incredulidad. En realidad, ello dejaba a Dios afuera del cálculo, y hacía que la salud de Moisés fuese el objetivo principal, perdiendo completamente de vista el hecho de que no era Moisés, sino Jehová a través de Moisés, quien llevaba la carga del pueblo; y de ahí que no se tratase de un asunto acerca de la fortaleza de Moisés, sino de sus recursos en Dios. Qué propensos somos a perder de vista esta importante verdad —de que en cualquier servicio, si somos ocupados en él por el Señor, las dificultades que en él surjan no debieran ser medidas por lo que nosotros somos, sino por lo que Él es—. Jamás se nos envía a la batalla por nuestros propios medios, sino que todo siervo fiel es sostenido por la toda suficiencia de Dios. Moisés podía desfallecer en presencia de semejante tarea, y Pablo también podía casi desmayar bajo la presión del agujón en la carne, pero tanto para el uno como para el otro la Palabra divina es hablada, si sólo se abre el oído para oír; “Bástate Mi gracia” (2 Corintios 12:9).
Varias enseñanzas valiosas se pueden deducir de esta narración. En primer lugar, es siempre extremadamente peligroso escuchar el consejo de un pariente en las cosas de Dios. Cuando nuestro bendito Señor, junto con Sus discípulos, estuvo extremadamente ocupado con Su ministerio, “de modo que ellos ni aun podían comer pan” (Marcos 3), Sus amigos y parientes “vinieron para prenderle; porque decían: Está fuera de sí”. No pensaron en las demandas de Dios, y no pudieron entender nada acerca de aquel celo que Le estaba consumiendo en el servicio que vino a cumplir. Los parientes miran a través del prisma de sus demandas, o de sus afectos naturales, y de ahí que el ojo, no siendo sencillo, no puede juzgar rectamente en la presencia de Dios. Ello llamaba, sin duda, a mucho sacrificio propio y pérdida de soltura y comodidad para Séfora, y para Moisés también, en la obra a la que había sido llamado. No fue, no obstante, ninguna pequeña deshonra o privilegio estar comprometido de este modo; y si él hubiese estado a la altura de ello, habría cerrado sus oídos resolutivamente a la voz seductora del tentador en la persona de Jetro.
En segundo lugar, deducimos que una vez que se admite una palabra de desconfianza o de queja en nuestros corazones, ella no es muy fácil de disipar. Como hemos visto en Números 11, Moisés usa en su queja las palabras mismas que fueron sugeridas por Jetro. Es exactamente aquí donde Satanás tiene tanto éxito. Puede ser que exista nada más que un pensamiento a medio formar, una insinuación, en nuestras mentes, e inmediatamente él viene y lo traduce en palabras, y lo presenta a nuestras almas. Por ejemplo, sintiéndose uno cansado en el servicio y, puede ser, abatido por el cansancio, cuán a menudo Satanás sugerirá que estamos haciendo demasiado, que estamos yendo más allá de nuestras fuerzas; y si aceptamos la tentación, el pensamiento nos puede dejar impedidos por años, aun si no encuentra expresión en murmuraciones delante de Dios. Necesitamos, por tanto, ser muy vigilantes sobre nuestros corazones como no ignorando las artimañas del enemigo.
Por último, en la superficie de todo esto se encuentra que el orden del hombre no representa, de ningún modo, el pensamiento de Dios. Para los ojos humanos el sistema gubernamental sugerido por Jetro era muy ordenado y hermoso, y con mucha más probabilidad de asegurar justicia entre el pueblo. El hombre piensa siempre que puede mejorar el orden de Dios. Este ha sido el secreto de la ruina de la iglesia. En lugar de adherir a las Escrituras, las cuales revelan el pensamiento divino, el hombre ha introducido ideas, planes, y sistemas propios; y de ahí las muchas divisiones y sectas que caracterizan la forma exterior del Cristianismo. La seguridad del pueblo del Señor yace en apegarse firmemente a la Palabra de Dios; y en el rechazo, por tanto, de toda sugerencia y todo consejo que pueda ser dado por el hombre aparte de ella.
Jetro había hecho su obra, y, por permiso de Moisés, siguió su camino a su tierra (Éxodo 18:27). ¡Qué contraste con Moisés y los hijos de Israel! Ellos iban por el camino de Dios y a Su tierra; y, como consecuencia, eran peregrinos pasando a través del desierto; pero Jetro siguió su camino (no el de Dios), a su tierra (no a la de Dios). Por tanto, en lugar de ser un peregrino, él tenía un hogar establecido, donde no guardaba ningún día de reposo, sino donde había encontrado su propio reposo.

Éxodo 19 y 20: Sinaí

Una nueva dispensación es inaugurada en estos capítulos. Hasta el final del capítulo 18, tal como antes se indicó, reinó la gracia, y por lo tanto caracterizó todos los tratos de Dios con Su pueblo; pero desde este punto ellos fueron colocados, con el propio consentimiento de ellos, bajo las rígidas demandas de la ley. Sinaí es la expresión de esta dispensación, y está asociada así con ella para siempre. El apóstol lo contrasta con Sion como la sede de la gracia real, cuando dice, al escribir a los Hebreos: “Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más,  ... sino que os habéis acercado al monte de Sion” (Hebreos 12:18-22). Él muestra que Sinaí ya había fenecido entonces, y había sido sucedido por otra dispensación cuya expresión era el monte de Sion. Nuestro capítulo trata de lo anterior. En cuanto al tiempo y lugar, ambos están señalados claramente. “En el mes tercero de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto, en el mismo día llegaron al desierto de Sinaí. Habían salido de Refidim, y llegaron al desierto de Sinaí, y acamparon en el desierto; y acampó allí Israel delante del monte” (Éxodo 19:1-2). Jehová cumplió así la palabra que dio a Moisés: “Ciertamente yo estaré contigo, y la señal para ti de que soy yo el que te ha enviado será ésta: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto adoraréis a Dios en este monte” (Éxodo 3:12, LBLA). Ellos debían celebrar fiesta a Jehová (véase Éxodo 5:1; 10:9); y podrían haber hecho solamente eso si ellos mismos se hubiesen conocido, y hubiesen conocido también el corazón de Jehová. Pero estaban a punto de ser probados de una nueva forma. La gracia ya los había buscado, y no descubrió otra cosa sino la desobediencia, la rebelión, y el pecado; e iban a ser probados ahora mediante la ley. Este ha sido el objeto de Dios en todas Sus dispensaciones —probar, y mediante ello revelar, lo que el hombre es; pero, bendito sea Su nombre, si Él ha desvelado la incurable corrupción de nuestra naturaleza, ha revelado, a la vez, lo que Él es— siendo cada revelación de Él mismo según el carácter de la relación en la que Él entraba con Su pueblo. Enseñó, de ese modo, que si el hombre estaba completamente arruinado y perdido, el socorro y la salvación habían de ser hallados en Él, y sólo en Él. La dación de la ley desde el monte Sinaí tiene, por esta razón, una importancia e interés peculiares. Todas sus circunstancias, por tanto, son dignas de nuestra atención.
“Y Moisés subió a Dios; y Jehová lo llamó desde el monte, diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.
“Entonces vino Moisés, y llamó a los ancianos del pueblo, y expuso en presencia de ellos todas estas palabras que Jehová le había mandado. Y todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos. Y Moisés refirió a Jehová las palabras del pueblo. Entonces Jehová dijo a Moisés: He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre. Y Moisés refirió las palabras del pueblo a Jehová” (Éxodo 19:3-9).
Hay dos cosas en el mensaje que Jehová encomendó a Moisés que llevase al pueblo. Primero, les recuerda lo que Él había hecho por ellos, y de una manera que debía haberles enseñado su total impotencia, y que todos sus recursos estaban en Dios. “Vosotros visteis”, Él dice, “lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí”. Los había librado de Faraón, le destruyó a él y a sus ejércitos; había tomado a Su pueblo mediante Su poder, los había traído a Él, y les había dado un lugar de cercanía y de relación. Había hecho todo para ellos, y Él apela al propio conocimiento de ellos como prueba de ello; y una apelación tal fue calculada para tocar sus corazones con gratitud, ya que recordaba a sus mentes la fuente de toda la bendición que gozaban ahora. Luego, en segundo lugar, Él hace una propuesta. “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra”, etc. (Éxodo 19:5). El sentido de esta propuesta debe ser señalado claramente. Dios había redimido a Israel mediante Su poder: en la prosecución de Sus propósitos de gracia y amor, Él había hecho de ellos Su propio pueblo, y se había comprometido a llevarles a una tierra que fluye leche y miel (Éxodo 3:7-8); y todo esto se fundamentó en la pura gracia de Su propio corazón, y no se rigió por condición alguna del pueblo, en absoluto. Les recuerda esto al señalarles la obra que Él había obrado a favor de ellos. Pero ahora, para probarles, Él dice, «Yo haré que vuestra posición y vuestra bendición dependan de vuestra obediencia. Hasta aquí, he hecho todo por vosotros; pero me propongo ahora hacer que la continuación de Mi favor dependa de vuestras propias obras. ¿Estáis dispuestos a prometer obediencia absoluta a Mi palabra y a Mi pacto en estos términos?» Esta fue, en esencia, la propuesta que se le encargó a Moisés que llevase a los hijos de Israel.
Y Moisés cumplió fielmente su misión. “Llamó a los ancianos del pueblo, y expuso en presencia de ellos todas estas palabras que Jehová le había mandado” (Éxodo 19:7). Ciertamente, semejante mensaje produciría profundos ejercicios de corazón. Se podía esperar, a lo menos, que ellos necesitasen tiempo para considerarla en todo su significado. No podían haber olvidado que, aun en el corto período de tres meses que habían transcurrido desde que habían cruzado el Mar Rojo, ellos ya habían pecado una y otra vez; que cada nueva dificultad no había hecho más que dar testimonio del fracaso y pecado de ellos. Si, por tanto, hubiesen repasado su pasada experiencia, habrían visto que si aceptaban estos nuevos términos, todo estaría perdido. Ciertamente habrían dicho unos a otros, «Hemos desobedecido una y otra vez, y tememos que lo mismo pueda suceder nuevamente, y entonces perdemos todo. No; debemos lanzarnos incondicionalmente sobre aquella misma gracia que nos ha salvado, guiado, y preservado, en nuestra travesía a través del desierto. Si la gracia no sigue reinando, somos un pueblo perdido». Lejos de esto, no obstante, ellos aceptan instantáneamente la condición propuesta, y dijeron, “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (versículo 8). Sus pasadas experiencias habían sido en vano. Pusieron así de manifiesto la más completa ignorancia, tanto del carácter de Dios como de sus propios corazones. Fue, en efecto, un error muy fatal. En lugar de asirse con tenacidad, a causa del sentido de su propia impotencia, a lo que Dios era para con ellos, lo cual es gracia, ellos ofrecieron neciamente hacer que todo dependiese de lo que ellos podían hacer para Dios, lo cual es el principio de la ley. Es siempre lo mismo. El hombre, en su locura y ceguera, procura siempre obtener bendición sobre el terreno de sus propias obras, y rechaza una salvación que se le ofrece en pura gracia; ya que no está dispuesto a ser nada, y la gracia hace que Dios sea todo, y que el hombre sea nada. De ahí que aquel curso hiera la soberbia y la presunción del pecador, y provoque, mediante ello, la resistencia de su depravado corazón.
Moisés llevó el mensaje del pueblo, y Jehová se prepara para establecer Su nueva relación con Su pueblo sobre el terreno de la ley. Antes que nada, Él coloca a Moisés en el lugar de un mediador. “He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre” (Éxodo 19:9). Le da una posición que el pueblo debía verse obligado a reconocer. Después de esto, se da instrucciones para el pueblo en relación con la promulgación del código mediante el cual ellos iban a ser gobernados, y que establecen el estándar de las demandas de Dios. Todo lo ordenado denotaba el cambio de dispensación. Anteriormente, ellos tuvieron que ver con un Dios de gracia; ahora, tienen que ver con un Dios de justicia. Esto necesitó una distancia de parte de Dios (ya que Él tuvo que ver con pecadores), y separación y limpieza por parte del pueblo. Lo primero fue significado por la “nube espesa”, en la cual Él dijo que vendría a Moisés, y lo segundo por las varias prescripciones para el pueblo.
“Y Moisés refirió las palabras del pueblo al Señor; quien le dijo: Vuelve al pueblo, y haz que todos se purifiquen entre hoy y mañana, y laven sus vestidos, y estén preparados para el día tercero; porque en el día tercero descenderá el Señor a vista de todo el pueblo sobre el monte Sinaí. Pero tú has de señalar límites al pueblo en el circuito, y decirles: Guardaos de subir al monte, ni os acerquéis alrededor de él. Todo el que se llegare al monte, morirá sin remisión. No le ha de tocar mano de hombre alguno, sino que ha de morir apedreado o asaetado; ya fuere bestia, ya hombre, perderá la vida. Mas cuando comenzare a sonar la bocina, salgan entonces hacia el monte.
“Bajó, pues, Moisés del monte, y llegando al pueblo le purificó; y después que lavaron sus vestidos, les dijo: Estad apercibidos para el día tercero, y no os lleguéis a vuestras mujeres” (Éxodo 19:10-15, TA).
De este modo, el pueblo debía ser ‘santificado’ por dos días. El significado que debe ser unido a este término es determinado siempre por la relación en la cual se encuentra. Aquí significará la separación del pueblo —el hecho de apartarles para Dios sobre el terreno de la obediencia por ellos prometida—. Esto implicaría, indudablemente, su separación externamente de todo lo que no conviene a la presencia de un Dios santo. Debían, asimismo, lavar sus vestidos. Todo, se observará, tiene que ser hecho ahora desde el lado de ellos. Moisés debía santificarlos y ellos debían lavar sus vestidos; por el momento se comprometieron a obedecer, como condición de la bendición, ellos, en realidad, aceptaron la responsabilidad de adecuarse para la presencia de Dios. Adquirieron así, sin duda, una especie de calificación ceremonial para ir al encuentro de Dios, pero la distancia misma a la que fueron mantenidos, demostró de inmediato cuán inadecuados fueron sus esfuerzos. Ellos podrían haber lavados sus vestidos tan escrupulosamente como jamás lo habían hecho, y hacerlos tan limpios que ningún ojo humano podía detectar una contaminación, pero la pregunta para sus conciencias, si sólo hubiesen comprendido, era, ¿Podían limpiarse ellos de tal modo como para ser capaces de soportar la inspección de un Dios santo? Dejemos que Job responda la pregunta. “Si”, él dice, “me lavara con nieve y limpiara mis manos con lejía, aun así me hundirías en la fosa, y mis propios vestidos me aborrecerían” (Job 9:30-31, LBLA). El propio Señor lo ha respondido para nosotros. Hablando a Israel, por medio del profeta, Él dice, “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí” (Jeremías 2:22). EL HOMBRE NO SE PUEDE LIMPIAR A SÍ MISMO PARA DIOS. Esta es la lección de toda la Escritura.
Se responderá, ¿entonces por qué Jehová dio estos mandamientos a Israel? Por la misma razón que les dio la ley para demostrar lo que había en sus corazones, para sacar plenamente a la vista lo que estaba allí al acecho, para exponer verdaderamente la corrupción de la naturaleza de ellos, y mediante ello, enseñarles su condición arruinada y culpable. En cierto modo, ellos aprendieron la futilidad de sus esfuerzos propios; ya que pese a todos su ‘santificarse’ y ‘lavarse’ no pudieron acercarse a Dios, y se aterrorizaron ante Su voz. Es así a menudo en la experiencia de los pecadores. Despertados a un cierto sentido de su condición, ellos comienzan a tratar de mejorarse a sí mismos, a purificar sus corazones, y a calificarse ellos mismos de este modo para el favor de Dios. Pero pronto descubren que el único efecto de todos sus esfuerzos es traer a la luz su propio pecado y su propia vileza. O si logran tejer un manto de justicia propia, y ocultar en ella así, por un tiempo, sus deformidades, en el momento en que son llevados a la presencia de Dios, el manto mismo aparece en la luz de Su santidad como nada más que trapos de inmundicia. El hombre, de hecho, es totalmente impotente, y hasta que aprenda esto, jamás puede entender que la única manera de limpiar sus vestidos de toda falta y mancha —tan blancos como para satisfacer aun las demandas de la santidad de Dios— es en la sangre del Cordero. (Véase Apocalipsis 1:5; 7:14).
El pueblo fue, entonces, santificado, y ellos lavaron sus vestidos, y ayunaron en preparación para el “día tercero”. El día tercero es, a menudo, significativo y de carácter típico; e igualmente aquí, parecería hablar en figura de la muerte. Fue, entonces, en la mañana del día tercero que Jehová descendió sobre el monte Sinaí, con todos los acompañamientos de Su tremenda y terrible majestad. Hubo truenos y relámpagos —expresivos del poder judicial, la necesaria actitud de Dios en Su santidad, al entrar en contacto con pecadores. Hubo también una nube espesa sobre el monte (véase el versículo 9) exponiendo Su distancia y ocultamiento—. Tal como dice el Salmista, “Nubes y oscuridad alrededor de él; Justicia y juicio son el cimiento de su trono” (Salmo 97:2). Además, el sonido de bocina, tanto como heraldo de la proximidad de Dios como de las convocatorias para la reunión del pueblo, fue extremadamente fuerte. Cada posible solemnidad rodeó los pasos divinos, y todo el pueblo que estaba en el campamento, a pesar de las preparaciones a las que se habían sometido, se estremeció. Si habían tenido confianza en ellos mismos anteriormente, ahora dicha confianza debía haber sido sacudida rudamente, si no disipada; ya que si estaban preparados para ir al encuentro de Dios, ¿por qué debían temer? ¿Acaso no iban al encuentro de Aquel que los había tomado sobre alas de águilas, y los había traído a Él? (Éxodo 19:4). ¿No era Él el Salvador y Señor de ellos? ¿Por qué, entonces, temblaron ante las señales de Su presencia? Debido a que en su locura, se habían propuesto ir a Su encuentro sobre el terreno de lo que ellos mismos eran, de sus propias acciones, en lugar de depositarse ellos mismos sobre Su misericordia, Su gracia, y amor. ¡Error fatal! y ahora se les hizo sentirlo. Pero la palabra de ellos fue irrevocable, y no podían ser liberados aún de sus obligaciones. Por tanto, “Moisés sacó al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios, y ellos se quedaron al pie del monte. Y todo el monte Sinaí humeaba, porque el SEÑOR había descendido sobre él en fuego; el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía con violencia” (Éxodo 19:17-18, LBLA). Tal como leemos en los Salmos, “La tierra tembló; También destilaron los cielos ante la presencia de Dios; Aquel Sinaí tembló delante de Dios, del Dios de Israel” (Salmo 68:8). El fuego fue así la característica de la presencia de Jehová sobre el Sinaí —fuego y humo, siendo el fuego el símbolo de Su santidad, pero de Su santidad en el aspecto de juicio contra el pecado—. “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). Por eso es que al encontrarse con Israel sobre el terreno de la ley, el fuego fue la expresión más significativa del hecho de que la justicia y el juicio son el cimiento de Su trono (Salmo 97:2). Moisés, por tanto, habla de “la ley de fuego” que salió de la diestra de Dios (Deuteronomio 33:2), “de fuego” porque siendo ‘santa, justa, y buena’ (Romanos 7:12), sólo podía juzgar y consumir a aquellos que no respondían a sus demandas. Moisés habla de este resultado cuando dice, “con tu furor somos consumidos, Y con tu ira somos turbados” (Salmo 90:7).
Moisés hablaba a Dios cuando el sonido de la bocina aumentaba más y más, y “Dios le respondía en voz” (Éxodo 19:19, VM). Luego, él fue llamado a subir al monte, y, ¿cuál fue la naturaleza de la primera comunicación que recibió? Ya se había establecido los límites alrededor del monte; ya que el lugar sobre el que Dios estaba era terreno santo, y la pena de muerte estaba unida a cualquiera, hombre o bestia, que siquiera tocase el monte. Pero aun esto no fue suficiente. “Desciende”, dijo Jehová a Moisés, “ordena al pueblo que no traspase los límites para ver a Jehová, porque caerá multitud de ellos” (Éxodo 19:21). Todos por igual, los sacerdotes y el pueblo, debían ser mantenidos a distancia, exceptuados Moisés y Aarón —no sea que Jehová irrumpa contra ellos (versículo 24, LBLA).
Todos estos detalles son solemnemente interesantes, al mostrar la total incapacidad del hombre para presentarse por sus propios méritos delante de Dios, y al enseñar, a la vez, que si un pecador se atreve a venir sobre semejante fundamento a estar en contacto con Él, ello sólo puede ser para su propia destrucción. Además Dios, aparte de la expiación, no puede ir al encuentro del pecador sobre el terreno de la justicia sin destruirle. ¿Cuándo aprenderán los hombres que existe, y debe existir para siempre, el antagonismo más irreconciliable entre la santidad y el pecado; que Dios debe estar contra el pecador, a menos que las demandas de Su santidad sean satisfechas; y que esas demandas jamás pueden ser satisfechas excepto en la muerte del Señor Jesucristo? En esta luz, se trata de una escena conmovedora. Dios, en toda la tremenda majestad de Su santidad sobre el Sinaí; el pueblo en toda su distancia y culpabilidad, estremeciéndose ante lo que veían y oían, aislados del monte, pero sacados del campamento para ir al encuentro de Dios, y para recibir las demandas de Su ley justa que ellos se habían comprometido a obedecer.
“Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos. No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano. Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó.
“Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da. No matarás. No cometerás adulterio. No hurtarás. No hablarás contra tu prójimo falso testimonio. No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo” (Éxodo 20:1-17).
Hay varios puntos en relación con la dación de la ley que demandan una atención clara y especial. El primero es la naturaleza de la propia ley. Los mandamientos son diez en número, y se basan en, o más bien emanan de, la relación en la que Dios había entrado con Su pueblo en la redención. “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”. Considerando los mandamientos en su conjunto, se verá que los primeros cuatro se relacionan con Dios, y los seis últimos con el hombre; es decir, definen la responsabilidad hacia Dios y hacia el hombre. Por eso fueron resumidos por nuestro bendito Señor, al responder a la pregunta, “¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?”, tal como sigue a continuación: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:35-40; véase Deuteronomio 10:12; y Levítico 19:18). Amor a Dios —perfecto amor a Dios, perfecto según la capacidad de ellos— y amor a su prójimo, según el estándar del amor a uno mismo, fueron así impuestos a Israel.
Pero observen que en los detalles de los mandamientos la característica es la prohibición. “NO ... ” —si exceptuamos el cuarto, e incluso en que ‘guardar el día de reposo’ significa abstinencia de toda obra— es la esencia del todo. Este hecho tiene una importante relación con el segundo punto a ser considerado —el objeto de la ley—. Estos diez mandamientos, entonces, eran el estándar de las demandas de Dios para con Israel. Ellos, voluntariamente, habían comprometido obediencia a Su voz, y guardar Su pacto como la condición de bendición. En respuesta a esto, Jehová reveló por medio de Moisés lo que Él demandaba. Se erigió, por tanto, un estándar mediante el cual se podía comprobar fácilmente, aun por ellos mismos, si eran o no obedientes a la Palabra de Dios. Mediante estos mandamientos, por tanto, Él vino para probarles, para que Su temor estuviera delante de ellos, para que no pecasen (Éxodo 20:20). Pero Él sabía lo que había en sus corazones, aunque ellos mismos lo ignorasen, y por eso es que la dación de la ley tuvo realmente por objeto exponer a la luz lo que había en los corazones de Su pueblo. Esta es la causa de la forma prohibitiva del mandamiento. Ya que, ¿por qué razón se tuvo que decir, “No matarás”, “No cometerás adulterio”, “No hurtarás”, “No codiciarás”, a menos que la tendencia de todas estas formas de pecado se hallaran dentro de ellos? El apóstol Pablo explica esto en Romanos 7. “No conocí el pecado sino por medio de la Ley, y ciertamente no habría conocido la codicia, si la Ley no dijera: No codiciarás. Y el pecado, aprovechando la ocasión por medio del mandamiento, produjo en mí toda clase de codicia; pero sin la Ley el pecado está muerto” (Romanos 7:7-8, BTX). La codicia estaba en el corazón antes que la ley viniera, pero al no estar prohibida, él no podía conocerla como codicia; pero en el momento que el mandamiento dijo, “No codiciarás”, brotó a la luz, y la oposición del corazón a Dios se hizo manifiesta. Por consiguiente, la ley se introdujo, como dice el apóstol en otra parte, “para que abundara la transgresión” (Romanos 5:20, LBLA); es decir, para dar a conocer las transgresiones. Ellas se cometían antes; pero no fueron vistas como transgresiones hasta que fueron prohibidas. Entonces, la naturaleza de ellas ya no podía ser ocultada, y todos podrían comprender que eran transgresiones a la ley de Dios.
Este punto es de suma importancia, ya que se sostiene aun ahora, aunque el evangelio de la gracia de Dios es plenamente revelado y ampliamente proclamado, que la obediencia a la ley es la forma de vida. Cuantos miles de personas, en efecto, son engañadas por esta trampa fatal. Que tales personas ponderen las palabras del apóstol, “Si se hubiera dado una ley capaz de impartir vida, entonces la justicia ciertamente hubiera dependido de la ley” (Gálatas 3:21, LBLA). Es cierto que se dijo, “guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5); pero ¿cómo podrían los pecadores, por naturaleza y por práctica, guardar los mandamientos de Dios? Oigan, de hecho, los razonamientos del Espíritu Santo, a través de Pablo, sobre este asunto: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas. Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá; y la ley no es de fe, sino que dice: El que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (Gálatas 3:10-12). Esto elimina toda dificultad, y establece, más allá de toda duda, el verdadero objeto de la ley, que era, como hemos dicho, erigir un estándar de las demandas de Dios, para hacer que el hombre quedase convicto de pecado. La ley se introdujo para que abundase la transgresión. Y la ley puede ser usada ahora de manera muy bendecida para el mismo propósito. Si se encontrase un hombre, fuerte en la confianza de su justicia propia, él puede ser sondeado y probado por ella: se le puede preguntar si ama a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo, y de ese modo el carácter engañoso de sus propias obras es expuesto.
Si se comprende este punto, y si hay una sujeción sencilla a la Palabra de Dios, no habrá dificultad alguna en aprender que la ley no es dada como una revelación plena de la mente y el corazón de Dios. La manera en que a menudo se habla de ella conduce a las almas a suponer que no puede haber una revelación ulterior y más plena. Pero si ello es así, ¿dónde, como otro ha preguntado, hallaremos Su misericordia, Su compasión y amor? No; “la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Romanos 7:12); ya que es una revelación de Dios, tal como debe ser necesariamente cada palabra y acto Suyo, pero sostener que ella es una revelación plena y perfecta es ignorar la necesidad de la expiación, es ser ciego ante el verdadero carácter de la persona y obra de nuestro bendito Señor y Salvador —en una palabra, es olvidar la diferencia entre el Sinaí y el Calvario. Hasta la cruz, fue imposible que Dios pudiera revelarse de manera perfecta. Pero una vez que la obra llevada a cabo se completó, el velo del templo se rasgó de arriba abajo— para dar a entender que Dios era libre ahora —libre en justicia— para salir a encontrar al pecador en gracia, y que el pecador, que creía Su testimonio rendido a la eficacia de la sangre de Cristo, podía entrar libremente a la presencia inmediata de Dios. La ley revela Su carácter justo, y por consiguiente, Sus demandas requeridas a Israel; pero Dios mismo moraba aún en la densa nube —no revelado.
Aún otro punto requiere atención al pasar por él. Aceptando que la ley no es el medio de vida, se dice a veces, «¿No obstante, acaso no es la norma de conducta Cristiana?» Considérenla bien, y pregunten luego si es esto posible. Tomen por ejemplo las prohibiciones en cuanto al prójimo de uno. ¿Se satisfaría Dios con un Cristiano que se abstuviera de los pecados especificados allí? No, más bien, ¿se satisfaría un Cristiano en el hecho que al abstenerse de estas cosas él respondiese al pensamiento de Dios en cuando a su andar? Supongan ahora que incluso él amase a su prójimo como a sí mismo, ¿se elevaría esto a la altura del ejemplo de Cristo? ¿Qué dice el apóstol Juan? “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros”. Por eso el apóstol agrega, “también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Juan 3:16). Hacer esto sería, ciertamente, amar a los hermanos más que a nosotros mismos —trascendiendo maravillosamente, por tanto, el alcance de la ley—. La verdad es, tal como Pablo nos ha enseñado, que “habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (Romanos 7:4). La ley era una norma para Israel; pero Cristo, y Cristo solo, es el estándar del creyente. “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Es, por tanto, un estándar infinitamente más elevado, implicando una responsabilidad mucho mayor que la de la ley. De hecho, esta aseveración de que aún estamos bajo la ley, a pesar de la declaración “no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14), brota de la ignorancia acerca de lo que es la redención. Cuando se ve que los creyentes son sacados de su antigua condición por medio de la muerte y resurrección de Cristo, y que tienen un lugar y una posición completamente nuevos; que no están en la carne sino en el Espíritu (Romanos 8:9), se percibe fácilmente que ellos pertenecen a una esfera en la cual la ley no puede entrar; y que como Cristo es el único objeto de sus almas, de la misma manera la expresión de Cristo en su andar y en su conducta, mientras pasan por esta escena, es la única responsabilidad de ellos. Recomendamos estos puntos a la cuidadosa atención de cada hijo de Dios.
El resultado de la dación de la ley es visto ahora. Tal como en el capítulo anterior, el pueblo está aterrorizado, y “se mantuvieron a distancia” (Éxodo 20:18, LBLA). Podían haber aprendido así que los pecadores no pueden estar en la presencia de Dios. “Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos” (versículo 19). Una triste confesión de lo que ellos eran, y una indicación significativa de aquello en lo cual redundaría su obediencia prometida. ¡Ah! si el pecador aprendiese solamente la lección de que si Dios habla con él cuando está en su pecado ¡él debe morir! Porque la santidad y el pecado no pueden coexistir, y si se pusieran en contacto, aparte de la expiación, no podría haber sino un sólo resultado. Estos temblorosos hijos de Israel, por tanto, no hacen más que expresar la sencilla verdad. Dios se había acercado en Su santidad, y retroceden temerosos de Su presencia, para no morir; y mediante ello proclamaron que eran pecadores en su culpabilidad, y como tales, incapaces de escuchar Su voz. Acto seguido, Moisés les exhortó a no temer, diciéndoles que Dios venía a probarlos, y para que Su temor permaneciera en ellos para que no pecasen. (“Y respondió Moisés al pueblo: No temáis, porque Dios ha venido para poneros a prueba, y para que su temor permanezca en vosotros, y para que no pequéis”; Éxodo 20:20, LBLA). El camino, de hecho, fue señalado claramente para ellos en los diez mandamientos, y pronto se vería si andarían en él o no. La posición es mostrada claramente ahora. El pueblo está a distancia, verdadera y moralmente. Dios estaba en la nube espesa, significativa del hecho de que Él debía permanecer oculto mientras estaba sobre el terreno de la ley. Moisés ocupa, en la elección y la gracia de Dios, el lugar de mediador. Se puede acercar así a la densa nube donde Dios estaba. Él es así un tipo del “solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).
El capítulo concluye con instrucciones concernientes a la adoración. Ya que tan pronto como la relación formal entre Dios y Su pueblo es establecida, aunque sea sobre el terreno de la ley, se debe hacer provisión para la adoración. Sólo tres cosas es necesario observar con relación a esto. Primero, que no podía haber acercamiento a Dios excepto a través de sacrificios. En segundo lugar, Él podía venir y bendecirles en todos los lugares donde Él hiciera estar la memoria de Su nombre —pese a lo que ellos eran, sobre el terreno del olor grato de sus ofrendas.
En tercer lugar, se especifica el carácter del altar. Podía ser un altar de tierra. Si era de piedras, no debía ser de piedras labradas, “porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás. No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él” (Éxodo 20:24-26). La obra y el orden del hombre quedan prohibidos. De este modo, en la adoración todo debe ser según Dios; y si hay la introducción de siquiera la más mínima cosa para la hermosura, o conveniencia, dicha adoración es profanada, y se descubre la desnudez del hombre. Cuán celosos, por tanto, han de ser los cristianos contra la admisión en la adoración de alguna cosa que no tenga el sello de la autoridad de la Palabra de Dios.

Éxodo 21 al 23: Leyes

En esta sección se incluyen las varias “leyes”, o estatutos, que Dios dio para gobernar a Su pueblo en sus variadas relaciones. Apenas será necesario exponer minuciosamente estas leyes, aunque se puede indicar el significado y la relación de cada clase. Ellas ofrecen una perspectiva sorprendente del cuidado de Dios para con todo lo que concernía el andar y los modos de obrar de Su pueblo; y si las penas están unidas al rompimiento de estas diferentes leyes, ello es sólo de acuerdo con la dispensación que había sido establecida ahora.
La primera se relaciona con el siervo Hebreo.
“Si compras un siervo hebreo, te servirá seis años, pero al séptimo saldrá libre sin pagar nada. Si entró solo, saldrá solo; si tenía mujer, entonces su mujer saldrá con él. Si su amo le da mujer, y ella le da a luz hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Pero si el siervo insiste, diciendo: “Amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos; no saldré libre”, entonces su amo lo traerá a Dios, y lo traerá a la puerta o al quicial. Y su amo le horadará la oreja con una lezna, y él le servirá para siempre” (Éxodo 21:2-6; LBLA).
Tenemos en este siervo Hebreo, un tipo hermoso y expresivo de Cristo. El punto que se debe observar es que habiendo servido seis años, él debía salir libre ‘sin pagar nada’. Pero si su amo le hubiese dado una mujer durante el tiempo de su servidumbre, y le hubieren nacido hijos e hijas, entonces su mujer e hijos pertenecerían a su amo, pero el saldría solo; y la única forma mediante la cual él podía retener a su mujer y a su familia era convirtiéndose en un siervo para siempre. La aplicación típica de esto a Cristo es muy interesante. Él tomo forma de siervo (Filipenses 2); vino a hacer la voluntad de Dios (Hebreos 10); no vino a hacer Su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que le envió (Juan 6:38). Él sirvió perfectamente durante todo Su período asignado, y podía, por tanto, haber salido libre. Tal como le dijo a Pedro, “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:53-54). No había necesidad alguna, por lo que a Él se refería, de que tuviese que ir a la cruz; ninguna necesidad en absoluto, excepto por la compulsión de Su propio corazón, y por Su deseo de lograr la gloria de Dios, y obtener a Su esposa, la perla de gran precio. ¿Por qué, entonces, Él permitió que fuese clavado a esa cruz vergonzosa? ¿Ser llevado como cordero al matadero? Él era libre delante de Dios y del hombre. Nadie podía redargüirle de pecado. Él era absolutamente libre; y por eso preguntamos nuevamente, ¿Por qué no salió Él “libre sin pagar nada”? Respondemos: Porque Él amó a Su Amo, a Su esposa, y a Sus hijos, y por tanto, se haría siervo para siempre. Su “Amo” tenía el lugar supremo en Su alma, y Él ardía con un santo deseo de glorificarle en la tierra, y terminar la obra que Él le dio para hacer; Él amó a Su esposa —la Iglesia— y se entregó por ella; y estaba ligado por los mismos lazos de afecto inmutable a Sus hijos —a los Suyos, considerados individualmente— y, por tanto, Él no saldría libre sin pagar nada, sino que se presentaría a Su Amo para poder servirle para siempre. Su oreja fue así horadada —señal de servicio (compárese Salmo 40:6, “Sacrificio y presente no te agrada: orejas me has labrado: Holocausto y expiación no has demandado”; RVR1865, con Hebreos 10:5, “ Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo”)— como muestra de Su permanente posición. Por consiguiente, Él jamás cesará de ser Siervo. Él sirve ahora a Su pueblo a la diestra de Dios (véase Juan 13); y los servirá en la gloria misma. Él mismo dice, “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37). Este retrato combina, por tanto, el servicio humilde de Cristo en la tierra, con el servicio que Él lleva a cabo, ahora que está glorificado, a la diestra de Dios, y que llevará a cabo para siempre por Su pueblo por toda la eternidad. Ello revela, a la vez, la gracia incomparable y el amor insondable de Su corazón, el cual le llevó a tomar y a retener así esta posición. Y cuán admirable es que Su afecto asociase a la Iglesia con Su “Señor”. “Amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos; no saldré libre”. ¡Bendito Señor. Tú has vinculado a los Tuyos, mediante el poderío de Tu amor, con Tu Dios y contigo mismo para siempre!
El párrafo siguiente contiene instrucciones en cuanto a una sierva que ha sido vendida por su padre.
“Y si alguno vende a su hija por sierva, ella no saldrá libre como salen los siervos. Si ella no agrada a su amo que la había destinado para sí, permitirá que sea redimida. Pero no podrá venderla a un pueblo extranjero, por haberla tratado con engaño. Y si la destina para su hijo, la tratará conforme a la costumbre de las hijas. Si toma para sí otra mujer, no disminuirá a la primera su alimento, ni su ropa, ni sus derechos conyugales. Y si no hace por ella estas tres cosas, entonces ella saldrá libre sin pagar dinero” (Éxodo 21:7-11, LBLA).
Aunque ella podía ‘no salir libre como salen los siervos’, con todo, Dios en Su ternura, guardó cuidadosamente sus derechos en la posición ocupada. La tendencia es, demasiado a menudo, evidente en cuanto a tratar a los que están sujetos y son dependientes, conforme a los cambios de humor y al capricho. Esto no debía suceder. Si su amo cambiaba su parecer, y ella se volvía desagradable a sus ojos, ella debía tener la opción de redención. No debía ser degradada en su servicio, ni tampoco se podía venderla a un pueblo extranjero. Mediante sus tratos engañosos, él había perdido los derechos que de otro modo habría poseído. Si ella hubiese sido desposada con su hijo, o con él mismo, sus derechos eran mantenidos cuidadosamente; y si estos eran descuidados, en caso de que tomara otra mujer, entonces ella sería absolutamente libre. De este modo, en Su amor compasivo, el Señor rodea a Sus débiles e indefensos con leyes que les aseguran un trato equitativo y considerado.
Se presenta a continuación, transgresiones a las cuales va unida la pena de muerte.
“El que hiriere a alguno, haciéndole así morir, él morirá. Mas el que no pretendía herirlo, sino que Dios lo puso en sus manos, entonces yo te señalaré lugar al cual ha de huir. Pero si alguno se ensoberbeciere contra su prójimo y lo matare con alevosía, de mi altar lo quitarás para que muera. El que hiriere a su padre o a su madre, morirá. Asimismo el que robare una persona y la vendiere, o si fuere hallada en sus manos, morirá. Igualmente el que maldijere a su padre o a su madre, morirá” (Éxodo 21:12-17).
El primero en ser tratado es el caso de asesinato. Esta no es ninguna nueva promulgación. Dios había dicho a Noé, “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Génesis 9:6). Él demandaría la vida del hombre de mano del hermano de todo hombre. El hombre, por tanto, fue hecho guarda de su hermano, y Dios protegía a quien había hecho a Su imagen mediante la pena más solemne que pudo exigir; porque la vida Le pertenece, y por eso es no toleraría que otro invada Su prerrogativa. De este modo, cuando Caín mató a su hermano Abel, el Señor le dijo, “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4:10). Para el homicidio premeditado no había liberación de la pena, aunque el homicida pudiese haber huido al altar de Dios buscando protección. (Véase 1 Reyes 2:28-32). Él debía morir. No existe ningún consentimiento en la Palabra de Dios para el moderno movimiento filantrópico para la abolición de la pena capital. Ello remplaza, en efecto, la ley primigenia de Dios por ideas humanas. De hecho, exalta al hombre por sobre Dios. Las instrucciones dadas por nuestro Señor en el ‘sermón del monte’ (Mateo 5:38-48) tienen su aplicación sólo a las relaciones de los súbditos de Su reino, y no a las que existen entre hombre y hombre, y de ningún modo, por tanto, desechan el precepto dado a Noé.
Se hace una excepción. “Mas el que no pretendía herirlo, sino que Dios lo puso en sus manos, entonces yo te señalaré lugar al cual ha de huir”. (Compárese con Deuteronomio 19:4-5; de hecho, con todo el capítulo). Si aplicamos estos estatutos a la acción de la nación judía contra Cristo, recordando de qué manera ellos ‘pretendían herirlo’, y que, al fin, tuvieron éxito mediante soborno y artificio al asegurar Su aprensión y condenación, parecería como si no hubiese escapatoria posible para ellos. Pero nuestro Señor mismo oró, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34); de modo que Dios en gracia, si se arrepentían, sobre el terreno de esta intercesión, les imputará ignorancia, y les señalará una ciudad de refugio a la cual escapar y estar a salvo. Por eso es que Pedro, cuando les predicó, dijo, “sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes” (Hechos 3:17). La gracia puede absolver así de la pena de la ley, sobre el terreno de la expiación por el pecado que fue obrada por la muerte de Cristo.
Tanto el que hiriere como el que maldijere a padre o madre (Éxodo 21:15,17) incurrían en la misma pena. Dios estableció así, mediante las santas sanciones de Su ley, la autoridad paternal; y demandó para ella la reverente consideración de los hijos. La desobediencia a los padres es presentada como una de las señales de los tiempos peligrosos de los postreros días (2 Timoteo 3:2), mostrando plenamente el valor, ante los ojos de Dios, del sometimiento de los hijos a sus padres. Ya que, efectivamente, ellos representan la autoridad de Dios, y de ahí que sea absoluta en su carácter cuando es usado para Dios, demandando obediencia implícita e incondicional. (Véase Deuteronomio 21:18-21; Efesios 6:1; Colosenses 3:20). De ahí la gravedad de los pecados especificados aquí. Pero si el herir o maldecir a padres terrenales merecen la muerte, cuánto mayor es el pecado de abierta rebelión contra Dios.
Robar un hombre, y vender un hombre, que es, de hecho, la esclavitud, tal como se practica aún en muchas partes del mundo, tenía también la pena de muerte (Éxodo 21:16). El hombre puede ser un pecador, y con todo, no obstante las demandas de Dios sobre él, demandas que también deben ser satisfechas antes de que sea entregado, él es de tal valor ante los ojos de Dios, que su libertad debía ser sagradamente respetaba por su prójimo. ¡Qué asombroso es que, con semejante Escritura, la esclavitud en su peor forma —robar, vender, poseer hombres como meros enseres— se pudo mantener, aun dentro del recuerdo de la actual generación, por seguidores profesantes de Cristo!
En el párrafo siguiente se encuentran transgresiones contra la persona con sus penas específicas.
“Además, si algunos riñeren, y uno hiriere a su prójimo con piedra o con el puño, y éste no muriere, pero cayere en cama; si se levantare y anduviere fuera sobre su báculo, entonces será absuelto el que lo hirió; solamente le satisfará por lo que estuvo sin trabajar, y hará que le curen. Y si alguno hiriere a su siervo o a su sierva con palo, y muriere bajo su mano, será castigado; mas si sobreviviere por un día o dos, no será castigado, porque es de su propiedad. Si algunos riñeren, e hirieren a mujer embarazada, y ésta abortare, pero sin haber muerte, serán penados conforme a lo que les impusiere el marido de la mujer y juzgaren los jueces. Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe. Si alguno hiriere el ojo de su siervo, o el ojo de su sierva, y lo dañare, le dará libertad por razón de su ojo. Y si hiciere saltar un diente de su siervo, o un diente de su sierva, por su diente le dejará ir libre” (Éxodo 21:18-27).
Es preciso notar sólo dos cosas, dejando los detalles para el propio lector. La primera es que todos estos edictos revelan la ternura de Dios al proteger los cuerpos de Su pueblo —y especialmente de quienes ocupan una posición de sumisión—. La segunda es que encontramos aquí el verdadero carácter de la ley. La gracia está ausente. Se trata de ojo por ojo, y diente por diente, etc. Nuestro bendito Señor cita especialmente estas disposiciones para indicar el contraste de ellas con la gracia. Él dice, “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mateo 5:38-39). Sobre el terreno de la ley se demanda un equivalente exacto —no más, y no menos—; pero la gracia puede condonar cada demanda, ya que siendo tratados nosotros mismos en gracia, siendo condonada toda nuestra deuda, debemos actuar sobre el mismo principio en nuestras relaciones los unos con los otros. Que jamás se olvide, no obstante, que el fundamento de la gracia misma está colocado en justicia, y por eso reina por medio de la justicia (Romanos 5:21), habiendo sida establecida así sobre una base eterna e inmutable.
Se establece, después, la responsabilidad del dueño por los actos de su ganado.
“Si un buey acorneare a hombre o a mujer, y a causa de ello muriere, el buey será apedreado, y no será comida su carne; mas el dueño del buey será absuelto. Pero si el buey fuere acorneador desde tiempo atrás, y a su dueño se le hubiere notificado, y no lo hubiere guardado, y matare a hombre o mujer, el buey será apedreado, y también morirá su dueño. Si le fuere impuesto precio de rescate, entonces dará por el rescate de su persona cuanto le fuere impuesto. Haya acorneado a hijo, o haya acorneado a hija, conforme a este juicio se hará con él. Si el buey acorneare a un siervo o a una sierva, pagará su dueño treinta siclos de plata, y el buey será apedreado. Y si alguno abriere un pozo, o cavare cisterna, y no la cubriere, y cayere allí buey o asno, el dueño de la cisterna pagará el daño, resarciendo a su dueño, y lo que fue muerto será suyo. Y si el buey de alguno hiriere al buey de su prójimo de modo que muriere, entonces venderán el buey vivo y partirán el dinero de él, y también partirán el buey muerto. Mas si era notorio que el buey era acorneador desde tiempo atrás, y su dueño no lo hubiere guardado, pagará buey por buey, y el buey muerto será suyo” (Éxodo 21:28-36).
Será suficiente indicar que el mismo principio de justicia equivalente prevalece también en estas instrucciones. Aun la muerte del dueño, así también como del buey, es impuesta si hubiese existido un conocimiento culpable de la propensión del animal, y él no hubiese hecho provisión para protegerse de ello (versículo 29). Cuán vivamente ello nos trae ante nuestra mente la verdad enseñada por nuestro bendito Señor, que aun los cabellos de nuestras cabezas están todos contados (Mateo 10:30, LBLA). Se provee para todo, y cada relación, con sus varias rupturas, se ajusta en armonía con el gobierno justo bajo el cual Israel era colocado ahora. Hay un detalle que no debería pasar desapercibido. El siervo, o la sierva, eran valorados en treinta siclos de plata (Éxodo 21:32). Esto es a lo que se refiere el profeta Zacarías: “Y les dije: Si os parece bien, dadme mi salario; y si no, dejadlo. Y pesaron por mi salario treinta piezas de plata” (Zacarías 11:12). Es Cristo quien es presentado así, el cual fue traicionado por treinta piezas de plata (Mateo 26:15). Tal fue el valor estimado por el hombre de Dios manifestado en carne, ¡del Unigénito del Padre!
A continuación (Éxodo 22), tenemos la ley de restitución en casos de hurto.
“Cuando alguno hurtare buey u oveja, y lo degollare o vendiere, por aquel buey pagará cinco bueyes, y por aquella oveja cuatro ovejas. Si el ladrón fuere hallado forzando una casa, y fuere herido y muriere, el que lo hirió no será culpado de su muerte. Pero si fuere de día, el autor de la muerte será reo de homicidio. El ladrón hará completa restitución; si no tuviere con qué, será vendido por su hurto. Si fuere hallado con el hurto en la mano, vivo, sea buey o asno u oveja, pagará el doble. Si alguno hiciere pastar en campo o viña, y metiere su bestia en campo de otro, de lo mejor de su campo y de lo mejor de su viña pagará. Cuando se prendiere fuego, y al quemar espinos quemare mieses amontonadas o en pie, o campo, el que encendió el fuego pagará lo quemado. Cuando alguno diere a su prójimo plata o alhajas a guardar, y fuere hurtado de la casa de aquel hombre, si el ladrón fuere hallado, pagará el doble. Si el ladrón no fuere hallado, entonces el dueño de la casa será presentado a los jueces, para que se vea si ha metido su mano en los bienes de su prójimo. En toda clase de fraude, sobre buey, sobre asno, sobre oveja, sobre vestido, sobre toda cosa perdida, cuando alguno dijere: Esto es mío, la causa de ambos vendrá delante de los jueces; y el que los jueces condenaren, pagará el doble a su prójimo. Si alguno hubiere dado a su prójimo asno, o buey, u oveja, o cualquier otro animal a guardar, y éste muriere o fuere estropeado, o fuere llevado sin verlo nadie; juramento de Jehová habrá entre ambos, de que no metió su mano a los bienes de su prójimo; y su dueño lo aceptará, y el otro no pagará. Mas si le hubiere sido hurtado, resarcirá a su dueño. Y si le hubiere sido arrebatado por fiera, le traerá testimonio, y no pagará lo arrebatado. Pero si alguno hubiere tomado prestada bestia de su prójimo, y fuere estropeada o muerta, estando ausente su dueño, deberá pagarla. Si el dueño estaba presente no la pagará. Si era alquilada, reciba el dueño el alquiler” (Éxodo 22:1-15).
Zaqueo se refiere, sin duda, a esta provisión de la ley (versículo 1) cuando dijo al Señor, “si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado” (Lucas 19:8). Así como en el capítulo anterior vimos de qué manera Dios guardaba la vida y las personas de Su pueblo, en este percibimos de qué forma Él protege su propiedad, y hacía responsables ante Él a todos los que desatendían Su ley. Pero la pregunta para nuestras almas es, «¿Si el hecho de hurtar al prójimo se condena así, cómo debe ser enfrentado el pecado de hurtar a Dios? ¿Cómo pueden los que ya son pecadores hacerle restitución?» Es imposible; y si se nos hubiera dejado a nosotros mismos, debiéramos haber permanecido para siempre bajo las consecuencias de nuestras transgresiones. Pero leemos en los Salmos acerca de Uno que dijo, “Y ahora tengo que pagar lo que no robé” (Salmo 69:4, BTX). Él fue la ofrenda de expiación así como también las ofrendas por el pecado y los holocaustos. Él, por tanto, ha hecho una plena y adecuada restitución (podemos decir, si es que nosotros creemos) por todas nuestras transgresiones. No existe ni la más mínima infracción que pueda ser cargada a nuestra cuenta para la que Él, en Su gracia y misericordias infinitas, no haya hecho reparación. Esto trae ante nosotros un aspecto muy bienaventurado de Su muerte. En el capítulo que estamos considerando, el propio ofensor tenía que hacer restitución. Nosotros no podíamos hacer esto, y si no hubiese habido un sustituto ocupando nuestro lugar —si no hubiese habido nadie que restituyese a Dios lo que Él no había quitado, pero que nosotros sí habíamos quitado, deberíamos haber sido para siempre responsables a Sus demandas— para siempre responsables, pero no teniendo nada con que pagar. Por tanto, mientras más recordemos esto, más magnificaremos la gracia de Aquel que, por Su propia voluntad, respondió a Dios por nosotros, de modo que Él nos puede absolver de manera justa de toda demanda, sí, y nos ha llevado justamente a la diáfana luz y gozo de Su presencia. ¡Bendito sea para siempre Su muy santo nombre!
Pasamos ahora a mandatos de otro tipo. El primero de estos se refiere al deseo carnal (Éxodo 22:16). Se supone aquí que la culpa se anexa principalmente al hombre —no exceptuando a la mujer, no obstante, de su parte en ella—. Pero el hombre no puede pecar livianamente, y actuar como si no hubiera pecado, especialmente de la forma aquí mencionada. Por eso es que él incurre en la obligación de pagar una dote por ella (dotarla) para que sea su mujer. El principio es formulado por Pablo. Él dice, “¿O no sabéis que el que se une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: Los dos serán una sola carne” (1 Corintios 6:16). Por la misma razón nuestro bendito Señor enseñó, “Cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera” (Mateo 19:9). Que comentario acerca de leyes humanas que permiten el divorcio sobre otros terrenos —como negligencia absoluta de la sabiduría de Dios, y que a la vez delata la completa ignorancia de las relaciones fundamentales entre el hombre y la mujer—. Por lo tanto, si bien estamos obligados a obedecer a los poderes que existen, cuando no están en conflicto con la autoridad de Dios, la ley de la nación en que habitamos no puede ser la guía de la conciencia del creyente o de la iglesia.
“A la hechicera no dejarás que viva” (Éxodo 22:18). La idea esencial acerca de una hechicera era comerciar con los espíritus, cosa que encuentra su contraparte en el ‘espiritismo’ del día actual. De ahí que en Levítico se la describa como “la mujer que evocare espíritus de muertos” (Levítico 20:27). La hechicera de Endor es la ejemplificación de su clase (“Entonces Saúl dijo a sus servidores: —Buscadme una mujer que sepa evocar a los muertos, para que yo vaya a ella y consulte por medio de ella. Sus servidores le respondieron: —He aquí que en Endor hay una mujer que sabe evocar a los muertos”; 1 Samuel 28:7, RVA); ya que leemos que Saúl fue a ella y dijo, “Por favor, evócame a los muertos y haz que suba quien yo te diga” (1 Samuel 28:8, RVA). Esto es la cosa misma que profesan hacer los espiritistas —llevar al que consulta a comunicarse con espíritus de muertos. Al igual que Saúl, incapaz de obtener comunicaciones de parte de Dios, ellos buscan información concerniente a cosas desconocidas e invisibles a través de la acción de espíritus. Se trata, en efecto, de volverse de Dios a Satán. El sistema completo, sea en Israel o en nuestro día, es Satánico. Una hechicera debía ser, por tanto, destruida; y esto muestra el total antagonismo a Dios de su vocación; y el espiritismo de moda actualmente, no es menos aborrecible, y, si se persiste en él, no menos destructivo para las almas.
Se nombran, a continuación, dos pecados a los que se anexa la pena de muerte. El primero es el de la carne —y de la carne en su forma más horrible y repugnante—. El segundo es la idolatría. (Éxodo 22:19-20). Dios no podía tolerar el conocimiento entre Su pueblo de ningún dios aparte de Él. Ello sería una negación de Sus demandas y Su autoridad, y la subversión de los fundamentos mismos de Su relación con Su pueblo; y, por parte de ellos, sería la negación de Su verdadero carácter, y el rechazo de Su dominio absoluto. La adoración del Dios verdadero, y de dioses falsos, no podía, por tanto, coexistir. El apóstol dice así, “las cosas que los gentiles ofrecen en sacrificio, a los demonios las sacrifican, que no a Dios: y no quiero que tengáis comunión con los demonios. No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios” (1 Corintios 10:20- 21, VM). La aceptación de dioses falsos equivale a un rechazo del Dios verdadero. Por eso, por otra parte, cuando los Tesalonicenses se convirtieron, se dice de ellos, “os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tesalonicenses 1:9).
Se inculca, a continuación, ternura y compasión en varios casos.
“Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. A ninguna viuda ni huérfano afligiréis. Porque si tú llegas a afligirles, y ellos clamaren a mí, ciertamente oiré yo su clamor; y mi furor se encenderá, y os mataré a espada, y vuestras mujeres serán viudas, y huérfanos vuestros hijos. Cuando prestares dinero a uno de mi pueblo, al pobre que está contigo, no te portarás con él como logrero, ni le impondrás usura. Si tomares en prenda el vestido de tu prójimo, a la puesta del sol se lo devolverás. Porque sólo eso es su cubierta, es su vestido para cubrir su cuerpo. ¿En qué dormirá? Y cuando él clamare a mí, yo le oiré, porque soy misericordioso” (Éxodo 22:21-27).
El extranjero es lo primero, y el recuerdo de lo que habían sido en la tierra de Egipto fue para gobernar la conducta de ellos hacia los tales. Habían estado en amargura de alma a través de dura servidumbre cuando estaban bajo el yugo de acero de Faraón, y podían, por tanto, entrar en los sentimientos de los que eran extranjeros en una tierra extraña. Luego, los desvalidos son encomendados a sus corazones; y de todos los desvalidos unos que apelan a nuestra compasión, ciertamente la viuda y el huérfano tienen el primer derecho. De este modo, Dios los rodea aquí con la poderosa defensa de Su propio brazo. Si algunos los afligieren, ellos serían muertos y sus mujeres e hijos llegarían a ser viudas y huérfanos. En toda la Escritura, de principio a fin, estas dos clases son indicadas siempre como el objeto especial del cuidado de Dios, y por eso debieran ser objetos de nuestra compasiva preocupación. Santiago dice, por consiguiente, “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27). Las dos siguientes instrucciones se refieren al pobre —la primera, para guardarle de la extorsión así como también para evitar que el rico obtenga ganancia de su pobreza; y la segunda, para protegerle de la carencia y la desnudez—. Estas leyes, a pesar del hecho de que los hijos de Israel eran ahora gobernados desde el Sinaí, nos permiten ver en las profundidades del corazón de Dios. Qué inexpresable ternura en la provisión de que un vestido tomado en prenda deba ser devuelto “antes de ponerse el sol, porque es su único abrigo; es el vestido para su cuerpo. ¿En qué otra cosa dormirá? Y será que cuando él clame a mí, yo le oiré, porque soy clemente” (Éxodo 23:26-27, LBLA). El corazón de Dios debe ser expresado por Su pueblo, y ¡Él se conmueve al ver a uno que no tiene nada con que cubrir su cuerpo al acostarse a dormir!
Se ordena, asimismo, el respeto por las autoridades constituidas: “No injuriarás a los jueces, ni maldecirás al príncipe de tu pueblo” (versículo 28). El apóstol Pablo cita esta Escritura cuando está frente a Ananías y el Sanedrín (Hechos 23:5). Ello se corresponde con las exhortaciones en varias epístolas (Romanos 13; 1 Timoteo 2:2; 1 Pedro 2:13-17). La senda del pueblo de Dios es así, en lo que se refiere a reyes, gobernadores, y magistrados, extremadamente sencilla. A toda autoridad, de cualquier forma, ellos les deben respeto y obediencia, en la medida que no entre en conflicto con lo que le es debido a Dios. Son colocados en este lugar de sumisión por el propio Señor.
Las primicias y el primogénito han de ser ofrecidos a Dios (versículos 29-30; véase Éxodo 13:12-13). Ellos debían reconocer así, tanto su dependencia como la fuente de su bendición, y manifestar que ellos mismos pertenecían a Jehová. Era Dios quien daría las primicias y el producto de la vendimia, y como muestra de esto, demandaba una ofrenda a Él. Él reclamaba también el primogénito de sus hijos, pero sobre el terreno, tal como se explica en el capítulo 13 de este mismo libro del Éxodo, de la destrucción del primogénito de Egipto en la noche de la Pascua, y de la redención de ellos mediante la sangre del cordero Pascual.
Por último, ellos debían ser “varones santos” a Jehová, apartados del mal, y separados para Dios; porque Aquel que los había hecho Suyos era santo, y querría que ellos se adaptasen a Él mismo. A causa de esto, no debían contaminarse con alimento inmundo, con carne contaminada por animales inmundos, y que sólo servía para los perros. Un pueblo santo debe ser santo en sus modos de obrar, como conviene a un Dios santo.
Temas de otra clase son introducidos en el capítulo siguiente (Éxodo 23).
“No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso. No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios; ni al pobre distinguirás en su causa. Si encontrares el buey de tu enemigo o su asno extraviado, vuelve a llevárselo. Si vieres el asno del que te aborrece caído debajo de su carga, ¿le dejarás sin ayuda? Antes bien le ayudarás a levantarlo. No pervertirás el derecho de tu mendigo en su pleito. De palabra de mentira te alejarás, y no matarás al inocente y justo; porque yo no justificaré al impío. No recibirás presente; porque el presente ciega a los que ven, y pervierte las palabras de los justos” (Éxodo 23:1-8).
Los pecados de la lengua dan comienzo a esta sección. El primero tiene relación con levantar o recibir un rumor falso. ¡Cuánto daño se ha perpetrado de este modo, y aun en la iglesia de Dios! Existen pocos que no se horrorizarían ante el pensamiento de levantar un rumor falso. Un pecado semejante sería condenado por todas las mentes rectas; ni siquiera un hombre del mundo atenuaría su culpabilidad. Pero, como se indica en el margen (de la Biblia en Inglés KJV1769), la palabra tiene un significado más amplio, e incluirá también el hecho de admitir un rumor falso. Muchos de los que evitarían el primer pecado caen en la trampa del segundo. Se escucha un rumor, y es aparentemente verdadero, y se lo hace circular, mientras que si se hubiese tenido el cuidado de verificarlo, su falsedad podía haber sido detectada. Los cristianos, sobre todo, debieran tener cuidado en cuanto a esto, rechazando todo rumor para desacreditar a otro, a no ser que sea avalado por un testimonio irrecusable. La responsabilidad recae así sobre el oidor, así como también sobre el repetidor, de rumores. Si se recordase esto, un buen número de calumnias serían cortadas de raíz, más de un chismoso sería puesto en evidencia, y se evitaría muchos quebrantamientos de comunión. El antídoto se halla en ese amor que “no toma en cuenta el mal, no se alegra en la injusticia, sino que se regocija con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:5-7, BTX).
Se condena, a continuación, el testimonio falso —un pecado conocido por el nombre moderno de perjurio—. Este mandato, así como también el del versículo siguiente, y en los versículos 3 y 5, parece estar relacionado con la administración de justicia. Nada escapa a los ojos de un Dios justo, ninguna tendencia o influencia malignas, y por eso Él hace provisión para la conducta de Su pueblo en cada circunstancia de sus vidas. Es difícil estar solo en oposición a una muchedumbre, aunque el caso pueda ser justo. Con el Señor delante del alma se vuelve simple. Por otra parte, no se debe favorecer (o ser parcial) con un hombre pobre en su pleito; es decir, no se debe ‘pervertir’ su derecho cuando el pleito es injusto, ni tampoco cuando es justo (Éxodo 23:6). Algunos son susceptibles a las influencias de los ricos, y algunos a las de los pobres, especialmente en una época de democracia y desprecio de la autoridad legítima. Pero el corazón debe estar libre de ambas cosas, y será libre si obedece a la Palabra de Dios.
Intercalada con estos mandatos, se da una instrucción especial concerniente al buey o al asno de un enemigo. La ira del corazón no debe ser exhibida contra el ganado de un enemigo, ni tampoco se debe rehusar la ayuda al ganado de otro a causa de la enemistad de sus propietarios; “si encontrares el buey de tu enemigo o su asno extraviado, vuelve a llevárselo”, y haciendo esto, ¿no amontonarás brasas de fuego (ascuas) sobre su cabeza? Así que, también, si te encuentras con un asno sobrecargado, aunque su dueño te aborrezca, “antes bien le ayudarás a levantarlo” (Éxodo 23:5). Las compasiones de Dios fluyen hacia Sus indefensas criaturas, y Su pueblo debería ser, en todas las cosas, un reflejo de Él.
Se ordena, asimismo, verdad y justicia. (versículo 7). El terreno presentado es muy significativo —“Yo no justificaré al impío”. Dios es justo en todos Sus modos de obrar gubernamentales, de inerrante discriminación, y no permite que el hombre “halle, fuera de él, nada” (Eclesiastés 7:14, VM). Pero, como el Salmista confiesa, Él será reconocido justo en Su palabra, y tenido por puro en Su juicio (Salmo 51:4). El impío, por tanto, jamás puede escapar de Su condenación. Pero Él ha relevado en gracia, un modo mediante el cual Él puede justificar al impío. (Romanos 5). Bajo la ley, esto era imposible. “Pero ahora, sin la ley, la justicia de Dios es revelada, y dan testimonio de ello la ley y los profetas, porque la justicia de Dios es para todo hombre mediante la fe de Jesucristo, y también para todo el que cree en Él” (Romanos 3:21-22, NTPESH). Él puede ser justo sobre este terreno, y Justificador de aquel que cree en Jesús (Romanos 3:26).
Una advertencia es añadida contra la aceptación de presentes (Éxodo 23:8). La cuestión es aún, recuérdese, una cuestión acerca de juicio entre hombre y hombre, o del discernir la verdad de la falsedad. Recibir un presente en un caso semejante sería cegar al sabio, y pervertir las palabras de los justos. Podría excluir a Dios del alma, y mediante ello evitar tener un ojo sencillo.
El versículo 9 de Éxodo 23 es una repetición del mandato contenido en Éxodo 22:21. Esto muestra su importancia ante los ojos de Dios, y se añade aquí con énfasis, “vosotros conocéis los sentimientos del extranjero” (Éxodo 23:9, LBLA). Los hijos de Israel estaban calificados así, mediante su propia experiencia, para simpatizar con los extranjeros (compárese con Hebreos 4:15; también con Hebreos 2:18); y el recuerdo de sus angustias pasadas debía moldear su conducta hacia aquellos que estaban en las mismas circunstancias.
Ordenanzas diversas con respecto a la tierra y las fiestas, etc., siguen a continuación.
“Seis años sembrarás tu tierra, y recogerás su cosecha; mas el séptimo año la dejarás libre, para que coman los pobres de tu pueblo; y de lo que quedare comerán las bestias del campo; así harás con tu viña y con tu olivar. Seis días trabajarás, y al séptimo día reposarás, para que descanse tu buey y tu asno, y tome refrigerio el hijo de tu sierva, y el extranjero. Y todo lo que os he dicho, guardadlo. Y nombre de otros dioses no mentaréis, ni se oirá de vuestra boca”.
“Tres veces en el año me celebraréis fiesta. La fiesta de los panes sin levadura guardarás. Siete días comerás los panes sin levadura, como yo te mandé, en el tiempo del mes de Abib, porque en él saliste de Egipto; y ninguno se presentará delante de mí con las manos vacías. También la fiesta de la siega, los primeros frutos de tus labores, que hubieres sembrado en el campo, y la fiesta de la cosecha a la salida del año, cuando hayas recogido los frutos de tus labores del campo. Tres veces en el año se presentará todo varón delante de Jehová el Señor. No ofrecerás con pan leudo la sangre de mi sacrificio, ni la grosura de mi víctima quedará de la noche hasta la mañana. Las primicias de los primeros frutos de tu tierra traerás a la casa de Jehová tu Dios. No guisarás el cabrito en la leche de su madre” (Éxodo 23:10-19).
La tierra debía disfrutar de sus días de reposo, en señal perpetua de que pertenecía al Señor. De ahí que ella, así como el hombre, deba compartir el reposo de Dios. Aquí, no obstante, los pobres y las bestias del campo son prominentes. Hubo consideración tanto para los unos como para los otros —ambos igualmente, independientemente de la distancia que había entre ellos, siendo criaturas de Dios—. Se les recordaba así, a los hijos de Israel, que ellos no eran más que inquilinos, y que, como teniendo su tierra así como sus viñas y olivares de parte de Dios, aun los pobres y las bestias del campo debían ser considerados, ya que eran los objetos de Su cuidado.
El día de reposo para el hombre viene a continuación. Las fiestas en su plenitud se hallan en Levítico 23; y allí, tal como aquí, el día de reposo viene en primer lugar. Pero en este capítulo se mencionan sólo tres, además del día de reposo —la fiesta de los panes sin levadura, la fiesta de la siega, y la fiesta de la cosecha, es decir, la pascua, Pentecostés, y la fiesta de los tabernáculos—. Las fiestas en su plenitud, tal como son presentadas en Levítico, simbolizan el círculo completo de los modos de obrar de Dios con Israel. Por esta causa, el día de reposo tiene prioridad, debido a que el fin y el resultado de todos los modos de obrar de Dios con ellos (como, de hecho, con los creyentes de esta dispensación) es llevarles al disfrute de Su reposo. Entonces, habiendo revelado Su objetivo, son desplegados de manera típica los métodos mediante los cuales esto se ha de llevar a cabo, o Sus sucesivos medios para este objetivo.
Pero aunque en este capítulo se hallan sólo tres, ellas son muy significativas. Los panes sin levadura es la primera; luego tenemos la de las primicias, simbólicas de Cristo en resurrección, tal como se ve más plenamente en Levítico; después la fiesta de la cosecha, tipo de la cosecha de almas, de la cual la resurrección de Cristo fue la garantía, y de la que Pentecostés fue el bienaventurado comienzo. Leemos así, “Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:23). Primordialmente, la aplicación en esta Escritura sería a Israel, pero, interpretada ampliamente, la cosecha de la que se habla aquí, incluirá los santos de esta dispensación, así como los de la dispensación milenial —en una palabra, la vasta multitud de los redimidos de toda edad y dispensación.
Tres veces al año debían celebrar una fiesta al Señor, y en estas ocasiones todos sus varones debían aparecer delante de Jehová el Señor. Este era el pensamiento central de la fiesta, la reunión del pueblo a Su alrededor, sobre el fundamento que Él mismo había establecido —sobre el fundamento, en efecto, de la redención.
Ellos debían ser, como pueblo reunido alrededor de Jehová, circunspectos con respecto a todo lo que Él les decía; y no debían ni siquiera mencionar el nombre de otros dioses, ni se debía oír de sus bocas. (Éxodo 23:13). Ellos pertenecían, como un pueblo redimido y santificado, sólo y enteramente a Jehová.
El pan leudo es prohibido una vez más en relación con la sangre del sacrificio (Éxodo 23:18); ya que en vista de que los sacrificios apuntaban a Cristo, la levadura, como emblema del mal, habría falsificado su enseñanza típica. No se puede asociar a Cristo con el mal. De ahí que la levadura fuese absolutamente prohibida.
La grosura del animal tampoco debía quedar hasta la mañana. (Compárese con Éxodo 12:10). La explicación plena de esto se hallará en las instrucciones concernientes a la ofrenda de paz (Levítico 3). “La grasa que cubre las entrañas y toda la grasa que hay sobre las entrañas, los dos riñones con la grasa que está sobre ellos y sobre los lomos, y el lóbulo del hígado, que quitará con los riñones. Y los hijos de Aarón lo quemarán en el altar, sobre el holocausto que está sobre la leña en el fuego; es una ofrenda encendida de aroma agradable para el SEÑOR” (Levítico 3:3-5, LBLA). La grosura era, por tanto, la porción de Dios. (Véase también Levítico 4:8-10). No debe ser, por esta razón, descuidada —no se la debe dejar hasta la mañana, sino que debe ser ofrecida inmediatamente—. Dios debe tener Su parte antes de que Su pueblo tenga la de ellos. Este es el secreto de toda bendición —darle al Señor el lugar supremo, pensando primeramente acerca de lo que es debido a Él, y perdiendo de vista todo lo demás hasta que esto sea dado.
Las primicias de los primeros frutos de la tierra de ellos debía ser traída a la casa de Jehová su Dios. En Deuteronomio 26 se encontrará una descripción hermosa de esta obligación, junto con la manera en la que debía cumplirla. Se trata de una exposición inspirada de este mandato.
Por último, tenemos una prohibición muy notable (Éxodo 23:19). Dios hará que Su pueblo sea tiernamente cuidadoso, guardándoles de violar ni siquiera un solo instinto de la naturaleza. La leche de la madre era el alimento, el sustento del cabrito, y por eso no se la debía usar para guisarlo como comida para los demás. Algunos han visto en este mandato una enseñanza espiritual. El hecho de que se puede obtener provechosamente analogías es cierto, indudablemente; pero esto sería más adecuado para el estudio privado que para la exposición pública.
Esta sección concluye con la provisión que Dios ha hecho para guiarles al lugar que Él había preparado, junto con las advertencias en cuanto a su conducta, y una declaración acerca de la manera en la que iban a ser puestos en posesión completa de la tierra.
“He aquí yo envío mi Ángel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él, y oye su voz; no le seas rebelde; porque él no perdonará vuestra rebelión, porque mi nombre está en él. Pero si en verdad oyeres su voz e hicieres todo lo que yo te dijere, seré enemigo de tus enemigos, y afligiré a los que te afligieren. Porque mi Ángel irá delante de ti, y te llevará a la tierra del amorreo, del heteo, del ferezeo, del cananeo, del heveo y del jebuseo, a los cuales yo haré destruir. No te inclinarás a sus dioses, ni los servirás, ni harás como ellos hacen; antes los destruirás del todo, y quebrarás totalmente sus estatuas. Mas a Jehová vuestro Dios serviréis, y él bendecirá tu pan y tus aguas; y yo quitaré toda enfermedad de en medio de ti”.
“No habrá mujer que aborte, ni estéril en tu tierra; y yo completaré el número de tus días. Yo enviaré mi terror delante de ti, y consternaré a todo pueblo donde entres, y te daré la cerviz de todos tus enemigos. Enviaré delante de ti la avispa, que eche fuera al heveo, al cananeo y al heteo, de delante de ti. No los echaré de delante de ti en un año, para que no quede la tierra desierta, y se aumenten contra ti las fieras del campo. Poco a poco los echaré de delante de ti, hasta que te multipliques y tomes posesión de la tierra. Y fijaré tus límites desde el Mar Rojo hasta el mar de los filisteos, y desde el desierto hasta el Éufrates; porque pondré en tus manos a los moradores de la tierra, y tú los echarás de delante de ti. No harás alianza con ellos, ni con sus dioses. En tu tierra no habitarán, no sea que te hagan pecar contra mí sirviendo a sus dioses, porque te será tropiezo” (Éxodo 23:20-33).
Un ángel iba a ir delante de ellos como guía y conducción segura. Se habla a menudo de él con relación a esto. (Éxodo 14:19; Éxodo 33:2; Números 20:16, etc.). El profeta Isaías le denomina el ángel de Su faz (de la presencia, o faz, de Jehová) (Isaías 63:9). ¿Quién era, entonces, este ángel? Es evidente, tanto a partir de esta Escritura como del capítulo 14, así como también de otras, que los atributos divinos son atribuidos a Él. Se dice, por ejemplo, “Mi nombre está en él” (Éxodo 23:21). Del mismo modo, en Éxodo 14, después que se habla de él como que es un ángel, se Le identifica con Jehová. (Compárese Éxodo 14:24 con 19). Es asimismo el caso en Génesis 22, en relación con el sacrificio de Isaac (Génesis 22:15-16). Es claro, por consiguiente, que Él es divino; y la inferencia es así justificable (una inferencia que ha sido deducida por piadosos estudiosos de la Palabra en todas las edades) en cuanto a que en este ángel no tenemos a ningún otro más que a la Segunda Persona de la Trinidad, Dios el Hijo, Jehová, y que como tal, en Sus múltiples apariciones, podemos percibir prefiguraciones de Su encarnación. Es Él quien ha sido siempre el líder de Su pueblo; y es Él quien toma aquí Su lugar a la cabeza de los hijos de Israel para guardarles en el camino, y para llevarles al lugar que Dios había preparado. Tal como Isaías habla, “El ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo, y los levantó todos los días de la antigüedad” (Isaías 63:9).
De ahí la solemne advertencia dirigida a Israel. Debían ser prudentes delante de Él, obedecer Su voz, y no provocarle. Él era santo, y ya que Su pueblo mismo se había colocado bajo ley, Él no podía perdonar sus transgresiones. “Mi nombre” —una expresión de todo lo que Dios era en Su relación con Israel— “está en Él”, y por eso Él actuaría en justicia, sobre la base de la ley que había sido dada como el estándar de la conducta de ellos. Por otra parte, la obediencia fue hecha la condición de Su completa identificación con la causa de ellos. Sus enemigos serían, en tal caso, Sus enemigos, y Él los destruiría.
Se verá que todas estas instrucciones contemplan más la tierra que el desierto. Se debe tener esto en mente.
Dos cosas se añaden con relación a esto, sobre las cuales dependerían todas sus bendiciones —separación del mal, y servir a Jehová su Dios— (Éxodo 23:24-25). Estas condiciones de bendición son inalterables. Son tan verdaderas ahora como lo eran con Israel. Los Tesalonicenses son descritos así como habiéndose convertido de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero (1 Tesalonicenses 1:9). Cuando se trata de Dios, no puede haber complicidad con el mal. Él demanda todo lo que nosotros somos y tenemos, y cuando esta demanda es reconocida, Él puede bendecirnos conforme a los deseos de Su propio corazón. De este modo vienen después las bendiciones —bendiciones terrenales porque ellos eran un pueblo terrenal, pero bendiciones de este carácter sin restricción o límite.
Pongan atención, además, al hecho de que Dios no pierde de vista nada que afecte a Su pueblo. Les dice que no echará a sus enemigos en un solo año, “para que no quede la tierra desierta, y se aumenten contra ti las fieras del campo” (Éxodo 23:29). Él los conduciría —y los bendeciría en la medida que fuesen capaces de soportarlo.
Pero, ellos poseerían, a su debido tiempo, la extensión completa de su territorio —“desde el Mar Rojo hasta el mar de los filisteos, y desde el desierto hasta el Éufrates” (versículo 31)— una promesa que ¡lamentablemente! se perdió y jamás se realizó, exceptuando un breve período durante los reinados de David y Salomón (1 Crónicas 18; 2 Crónicas 9:26), debido a la infidelidad de Israel. Aun en el reinado de Salomón, en efecto, ello se cumplió sólo parcialmente; ya que quedaron aún heteos, amorreos, y ferezeos, y heveos, y jebuzeos (2 Crónicas 8:7-8) que no fueron echados. Esto queda, por tanto, por cumplirse en toda su extensión y bendición bajo el dominio de Aquel de quien David y Salomón no eran más que sombras y tipos. Lo que Israel perdió bajo responsabilidad se cumplirá en aquel entonces en gracia y poder.
Finalmente, la separación se ordena una vez más. No debe haber alianza con el pueblo de la tierra o con sus dioses; tampoco debían permitirles que habitaran en la tierra. De ser así, de cierto les harían pecar contra Jehová. No puede haber alianza entre el pueblo de Dios y Sus enemigos. “La amistad del mundo es enemistad contra Dios” (Santiago 4:4). ¡Ojalá que esta verdad, en todo su poder, estuviese grabada sobre los corazones y las memorias de todos quienes llevan el nombre de Cristo!

Éxodo 24: La ratificación del pacto

Habiendo sido ahora revelado el pacto y explicado el terreno de la futura relación de Jehová con Israel, la ratificación solemne del mismo es registrada en este capítulo. Como preparación a esto, Moisés, Aarón, Nadab, y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel, fueron llamados a subir ante Jehová (Éxodo 24:1). Pero no todos se podían acercar. “Adoraréis desde lejos. Y Moisés solo se llegará a Jehová: mas no se llegarán los otros, ni tampoco subirá el pueblo con él” (Éxodo 24:1-2, VM). La posición del mediador es señalada claramente —una posición de la mayor honra y del mayor privilegio, conferidos sobre Moisés por Jehová en Su gracia—. Moisés no merecía más el acceso a Dios que sus compañeros. Fue le gracia sola que le confirió ese lugar especial. Todo es significativo de la administración (o dispensación) —presentando un contraste perfecto con la posición de los creyentes desde la muerte de Cristo—. Ya no se dice ahora, “adoraréis desde lejos”, sino “acerquémonos” (Hebreos 10:22). La sangre de Cristo tiene una eficacia tal que limpia al creyente de todo pecado, de modo que no tiene más conciencia de pecados, con una sola ofrenda (Cristo) le hace perfecto para siempre, y por eso, habiéndose rasgado el velo en testimonio al hecho de que Dios ha sido glorificado en la muerte de Cristo, él tiene libertad de acceso al Lugar Santísimo (Hebreos 10:19-22). Puede adorar allí a Dios en espíritu y en verdad; puede regocijarse allí en Dios por medio de nuestro señor Jesucristo, por quien hemos recibido la reconciliación (Romanos 5:11, VM); ya que está sin mancha delante del ojo que todo lo escudriña de un Dios santo, y puede estar en santo denuedo delante del trono mismo de Su santidad. ¡Qué contraste entre la ley y la gracia! La ley, en efecto, “teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan” (Hebreos 10:1); pero en la gracia, mediante el sacrificio único de Cristo, nunca más se recordarán nuestros pecados e iniquidades (Hebreos 10:17), y tenemos, por medio de Cristo, entrada por un mismo Espíritu al Padre (Efesios 2:18). De alguna manera Moisés, por tanto, en el lugar que disfrutó, fue un tipo del creyente. Había, no obstante, esta diferencia inmensa. Él se acercó a Jehová, nosotros tenemos entrada al Padre, adoramos a Dios, a Dios en todo lo que se ha revelado ahora plenamente, y revelado como nuestro Dios y Padre, ya que es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
No puede dejar de llamar la atención el hecho de que los nombres de Nadab y Abiú aparezcan mencionados. Ambos eran hijos de Aarón, y con su padre fueron seleccionados para este privilegio singular. Pero ni la luz ni el privilegio pueden asegurar salvación, ni tampoco, si somos creyentes, un andar santo, obediente. Ambos encuentran, después, un final terrible. Ellos “ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó. Y salió fuego de delante de Jehová y los quemó, y murieron delante de Jehová” (Levítico 10:1-2). Después de esta escena en nuestro capítulo fueron consagrados al sacerdocio, y fue mientras ellos estaban en el desempeño de su deber en este cargo, o más bien debido a su fracaso en él, que cayeron bajo el juicio de Dios. Que la advertencia penetre profundamente en nuestros corazones, que el cargo y los privilegios especiales son igualmente impotentes para salvar; y también la lección de que Dios no puede aceptar nada en nuestra adoración que no sea rendido en obediencia a Él. La ofrenda debe ser proporcionada por Él, y el corazón debe estar sometido a Su voluntad.
Moisés, a continuación, descendió al pueblo, y les refirió “todas las palabras de Jehová, y todas sus leyes. Y respondió todo el pueblo a una voz: ¡Nosotros haremos todo cuanto Jehová ha dicho!” (Éxodo 24:3, VM). A pesar del terror de sus corazones ante las señales de la presencia y majestad de Jehová sobre el Sinaí, ellos permanecían ignorando totalmente su propia impotencia para dar satisfacción a Sus santas demandas. ¡Pueblo insensato! Se podía haber supuesto que antes de esto sus ojos habrían sido abiertos; pero en verdad, repetimos, eran ignorantes tanto acerca de ellos mismos como acerca de Dios. De ahí que una vez más se expresan como dispuestos a prometer obediencia como condición de bendición. Dios había hablado, y ellos habían asentido, y ahora, el acuerdo debía ser confirmado y ratificado.
“Moisés escribió todas las palabras de Jehovah. Y levantándose muy de mañana, erigió al pie del monte un altar y doce piedras según las doce tribus de Israel. Luego mandó a unos jóvenes de los hijos de Israel, y éstos ofrecieron holocaustos y mataron toros como sacrificios de paz a Jehovah. Moisés tomó la mitad de la sangre y la puso en tazones, y esparció la otra mitad de la sangre sobre el altar. Asimismo, tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: —Haremos todas las cosas que Jehovah ha dicho, y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: —He aquí la sangre del pacto que Jehovah ha hecho con vosotros referente a todas estas palabras” (Éxodo 24:4-8, RVA).
No hay más que un altar si bien hay doce piedras (o pilares) —un altar porque era para Dios, doce piedras (o pilares) porque todas las doce tribus debían estar representadas en los sacrificios que se iban a ofrecer—. No habiendo sido designado aún el sacerdocio, “unos jóvenes” llevan a cabo la obra sacerdotal del día. Eran, probablemente, primogénitos, a quienes Jehová reclamó especialmente para Él, tal como hemos visto en el capítulo 13 del libro del Éxodo. Después, en efecto, estos fueron sustituidos por la tribu de Leví, y fue designada para el servicio de Jehová. De este modo, se dice, “harás que los Levitas se presenten delante de Jehová, e impondrán los hijos de Israel sus manos sobre los Levitas; y Aarón ofrecerá los Levitas por ofrenda mecida delante de Jehová, de parte de los hijos de Israel; para que hagan el servicio de Jehová” (Números 8:10-11, VM; también Números 3:40-41). Hasta la sustitución de los primogénitos por los Levitas, los “jóvenes” ocuparon el lugar de servicio en relación con el altar. Sólo había, se observará, holocaustos y sacrificios de paz —por la razón presentada anteriormente, a saber, que hasta que la cuestión del pecado no fuese planteada formalmente por la ley, los sacrificios por el pecado no tienen lugar alguno—. Los sacrificios eran para Dios (aunque los oferentes, así como también los sacerdotes, tenían su porción en los sacrificios de paz, en comunión con Dios. Véase Levítico 3 y 7); pero la especial significancia de los ritos de este día se ha de encontrar en el rociamiento de la sangre. La mitad fue rociada sobre el altar. Luego, habiendo leído el libro del pacto a oídos de todo el pueblo, ellos dijeron nuevamente, “¡Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Jehová, y seremos obedientes!”. Acto seguido, Moisés tomó la sangre, y la roció sobre el pueblo, y dijo, “¡He aquí la sangre del pacto que ha hecho Jehová con vosotros, acerca de todas estas cosas!” (Éxodo 24:7-8, VM). Antes de explicar el significado de este hecho solemne, se puede citar el pasaje de los Hebreos referente a él, como dando detalles más completos. “Porque cuando Moisés terminó de promulgar todos los mandamientos a todo el pueblo, conforme a la ley, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos, con agua, lana escarlata e hisopo, y roció el libro mismo y a todo el pueblo, diciendo: ESTA ES LA SANGRE DEL PACTO QUE DIOS OS ORDENÓ” (Hebreos 9:19-20, LBLA). Encontramos aquí el detalle interesante, no presentado en el escrito de Moisés, de que el libro fue rociado así como también el pueblo. Hubo, de este modo, tres rociamientos —sobre el altar, sobre el libro, y sobre el pueblo.
La primera indagatoria debe ser en cuanto a la significación de la sangre. No puede ser expiación, porque el pueblo y el libro son igualmente rociados junto con el altar; tampoco, por la misma razón, pudo ser limpieza. La vida está en la sangre (Levítico 17:11) y, por consiguiente, la sangre, el derramamiento de ella, representará muerte, y muerte cuando se relaciona con el sacrificio, como castigo del pecado. Aquí, por tanto, el rociamiento de la sangre significa muerte como la sanción penal de la ley. El pueblo prometió obediencia, y entonces ellos, así como también el libro, fueron rociados para enseñar que la muerte sería la pena de la transgresión. Tal fue la posición solemne a la que, por consentimiento propio, ellos habían sido llevados. Se comprometieron a obedecer bajo pena de muerte. Por tanto, bien pudo decir el apóstol, “todos los que se basan en las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10, RVA). Es lo mismo ahora, en cuanto al principio, con todos los que aceptan el terreno de la ley como modo de vida, todos los que están confiando en sus propias obras como condición de bendición. Ellos no lo saben, pero de este modo están atando a sus hombros la maldición de la ley, al igual que los Israelitas en esta escena, y aceptando la condición de muerte como la pena de la desobediencia.
El pueblo, por tanto, fue rociado con sangre al haber prometido obediencia. Puede servirnos de ayuda adicional comparar las expresiones halladas en la primera epístola de Pedro, que, indudablemente, se refieren en parte a esta transacción. Al escribir “a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia” —es decir, a los cristianos Judíos entre la dispersión de estas regiones— los describe como “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:1-2). Este orden es muy significativo, aunque a menudo ha ocasionado dificultad debido al hecho de que se ha perdido la alusión a la nación judía. Como nación, ellos habían sido elegidos por el llamamiento soberano de Dios, santificados mediante ritos carnales —separados del resto de las naciones (véase Efesios 2:14), y apartados para Dios (Éxodo 19:10), santificados, además, para obedecer— habiendo sido este el objetivo propuesto, y, como hemos visto, aceptado por el pueblo; y entonces fueron rociados con la sangre, siendo sellado así el pacto de Dios con ellos con la sanción solemne de la muerte. Los términos, por tanto, se corresponden exactamente; pero ¡cuán grande es la diferencia en su significado! Los creyentes son elegidos según la presciencia de Dios el Padre, habiéndonos Él “predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Efesios 1:5). No eran, por consiguiente, como Israel, sencillamente objetos de una elección terrenal, y para bendición terrenal, sino los objetos de una elección eterna —ser llevados al disfrute de la relación íntima de hijos, en un lugar de cercanía perfecta, aceptos en el Amado. Han sido santificados, no mediante ritos y ordenanzas exteriores o carnales, sino por la operación del Espíritu de Dios en el nuevo nacimiento, en virtud del cual son apartados absolutamente para Dios —no siendo ya más del mundo, así como Cristo no es del mundo; y han sido santificados para la obediencia de Cristo Jesús— es decir, para obedecer como Cristo obedeció, siendo Su andar el estándar normal, el estándar para cada creyente (1 Juan 2:6); y han sido santificados además, no al ser rociados con sangre, lo cual testificaba de la muerte para cada transgresión, sino con la que habla de que la expiación ha sido completada, y la limpieza perfecta de toda alma que se encuentra bajo su valor. —Pedro traza así un contraste perfecto, y el contraste es el que se halla entre la ley y la gracia. “La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17).
Ratificado el pacto, “subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno. Mas no extendió su mano sobre los príncipes de los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebieron” (Éxodo 24:9-11). Sólo a Moisés se le permitió acercarse antes de que el pacto fuera establecido, pero ahora, a los representantes del pueblo se les concede esta gracia especial; y se acercan a buen recaudo. Dos cosas sobresalen en esta escena. Ellos vieron al Dios de Israel. Dios se mostró en la majestad de Su santidad a vista de ellos. El embaldosado de zafiro (véase Ezequiel 1:26; 10:1), y la descripción adicional, “semejante al cielo cuando está sereno” (Éxodo 24:10), habla de esplendor y pureza celestiales. Dios se reveló, por tanto, a estos testigos escogidos según el carácter de la economía (o administración) que había sido ahora establecida. Además, comieron y bebieron. Fue en virtud de la sangre que fueron admitidos a este privilegio singular, ya que también fue un privilegio ver al Dios de Israel y entrar en relación con Él, si bien el carácter mismo de la revelación concedida hablaba más bien de distancia que de cercanía. Con todo, como hombres en la carne, ellos comieron y bebieron en presencia de Dios, y, como otro ha comentado, «continuaron con su vida terrestre». Vieron a Dios y no murieron. Debido a que el pacto sólo fue puesto en vigor ahora, y no habiendo entrado el fracaso, Dios pudo así, sobre ese fundamento, permitirles el acceso a Él como el Dios de Israel.
Moisés es separado una vez más de Aarón, Nadab, Abiú, y los ancianos. Reanuda su lugar de mediador —para recibir las tablas de piedra, etc., que Dios había escrito— “las palabras de vida”, tal como son descrita por Esteban (Hechos 7:38). Para este propósito, Moisés es llamado a subir a Jehová en el monte (Éxodo 24:12). Dejando a los ancianos, y designando a Aarón y Hur a cargo, sube, y estuvo solo con Dios por cuarenta días y cuarenta noches. Durante este tiempo “la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí, ... Y la apariencia de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel” (Éxodo 24:15-18). Esta no era la gloria de Su gracia, sino la gloria de Su santidad, como se ve por el símbolo del fuego abrasador —la gloria de Jehová en Su relación con Israel sobre la base de la ley—. (Compárese con 2 Corintios 3). Se trató, por tanto, de una gloria a la que ningún pecador se podía atrever a acercarse, ya que la santidad y el pecado no se pueden juntar; pero ahora, a través de la gracia de Dios, sobre el terreno de la expiación consumada, los creyentes se pueden acercar, y estar cómodos en la gloria, pero, a cara descubierta, contemplando la gloria del Señor, son transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2 Corintios 3:18). Nos acercamos con confianza, y con deleite contemplamos la gloria, porque cada rayo que contemplamos en la faz de Cristo glorificado es una demostración del hecho de que nuestros pecados han sido quitados, y que la redención está cumplida.

Éxodo 25:1-9: El tabernáculo

Con este capítulo empezamos un nuevo tema: el del Tabernáculo. No se termina hasta el final de Éxodo 30. Pero este, nuevamente, se divide en tres partes. En primer lugar, en las instrucciones para la edificación del Tabernáculo y sus utensilios y su mobiliario, se describen esos utensilios que manifiestan a Dios. Esta parte abarca hasta Éxodo 27:19. En segundo lugar, se presenta las vestiduras y la consagración de los sacerdotes, en Éxodo 28 y 29. Luego, por último, los utensilios de acercamiento, es decir, los que eran necesarios para acercarse a Dios, son detallados en Éxodo 30. Se observará que algunos de los que manifestaban a Dios —alguna parte de Su gloria— se usan también para el acercamiento; pero si se recuerda el diseño principal de cada uno, se evitará la confusión, y el arreglo será comprendido fácilmente. Tendremos ocasión, mientras se pasa revista a las varias partes del Tabernáculo, de indicar más precisamente el significado de cada uno. Mientras tanto, la división presentada puede ayudar al lector a emprender con más inteligencia el estudio de esta sección del libro.
“Jehová habló a Moisés, diciendo: Dí a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda; de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda. Esta es la ofrenda que tomaréis de ellos: oro, plata, cobre, azul, púrpura, carmesí, lino fino, pelo de cabras, pieles de carneros teñidas de rojo, pieles de tejones, madera de acacia, aceite para el alumbrado, especias para el aceite de la unción y para el incienso aromático, piedras de ónice, y piedras de engaste para el efod y para el pectoral. Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos. Conforme a todo lo que yo te muestre, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus utensilios, así lo haréis” (Éxodo 25:1-9).
Hay tres cosas en estas instrucciones en las que hay que poner la debida atención. La primera es el objeto de ellas, el cual es hacer un santuario. “Harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos”. La idea primordial del Tabernáculo es, por tanto, que era la morada de Dios. Tal como se observa en Éxodo 15:2, Dios nunca moró en la tierra con Su pueblo hasta después que cruzaron el Mar Rojo —hasta que la redención, en figura, fuese cumplida—. Él visitaba a Adán en el huerto, aparecía y se comunicaba con los patriarcas; pero hasta que Él hubo redimido a Su pueblo fuera de Egipto, nada se dice de hacer un santuario en que Él pudiese morar. El Tabernáculo fue así una prueba de la redención, y la señal de que Dios había traído a un pueblo redimido a relacionarse con Él, siendo Él el Centro alrededor de quien ellos eran reunidos. Tal es el pensamiento de Dios en la redención. No sólo salvará a Su pueblo, según Sus propios propósitos, sino que también, conforme a Su corazón, desea tenerlos en un lugar de cercanía, reunidos a Su alrededor —siendo Él mismo su Dios, y ellos Su pueblo—. Sabemos, en los resultados, cuán imperfectamente se hicieron realidad los deseos de Su corazón, por el fracaso del pueblo bajo responsabilidad. Aun así, Él tuvo Su santuario en medio de ellos, tanto en el desierto como durante el reino. En la dispensación Cristiana, Su pueblo forma Su casa; en el milenio tendrá otro santuario material en Jerusalén; y, finalmente, en el estado eterno, la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descenderá del cielo, de Dios, y formará sobre la tierra nueva el tabernáculo de Dios con los hombres (Apocalipsis 21:2-3). Entonces los consejos del corazón de Dios serán mostrados en su perfección completa, y, puesto que las cosas anteriores, con todos los dolores relacionados con ellas por el pecado del hombre, habrán pasado, no habrá nada que impida el disfrute pleno, perfecto, y bienaventurado surgiendo del libre manantial del corazón de Dios a Su pueblo, y de sus corazones a Él, y de Su manifestación perfecta, y la adoración y servicio perfectos de ellos. Pero el tipo de todo esto se encuentra en este santuario, del cual Israel recibió instrucciones para hacer, de modo que Dios pudiese morar entre ellos.
El Tabernáculo puede, no obstante, ser visto de otra forma. La casa en que Dios moraba debería ser, necesariamente, la escena de la revelación de Su gloria. Por eso, como se verá cuando lo consideremos en detalle, cada una de sus partes entraña alguna manifestación de Él. Como otro escribe: «Las glorias, en cada forma, de Cristo el Mediador son presentadas en el tabernáculo; no precisamente, todavía, la unidad de Su pueblo, considerado como Su cuerpo, sino en cada manera en que los modos de obrar y las perfecciones de Dios son manifestadas por Él, ya sea en el pleno alcance de la creación, en Su pueblo, o en Su Persona. La escena de la manifestación de la gloria de Dios, Su casa, Su dominio, en que Él muestra su ser (en la medida que se puede ver), los modos de obrar de Su gracia, y Su gloria, y Su relación por medio de Cristo con nosotros —pobres y débiles criaturas, pero que se acercan a Él— nos son reveladas en él, pero aún con un velo sobre Su presencia, y con Dios, no con el Padre». Por esta razón, la mente espiritual sigue el rastro con deleite en las enseñanzas típicas de los pequeños detalles de este santuario, aprendiendo de ellas las varias medidas y los varios métodos en que Dios se ha revelado, y que sólo se han de comprender cuando la llave de cada secreto que contienen es poseída en la Persona de Cristo. Recordando esto, controlaremos, por una parte, todos los vuelos de la imaginación, e investiremos, por la otra, nuestras meditaciones con un interés nuevo, en la medida que Cristo mismo esté siempre ante el alma.
Hay aún un tercer aspecto del Tabernáculo. Es una figura de los cielos mismos. Estaba el atrio, el lugar santo, y el lugar santísimo. Así, el sacerdote pasaba a través del primero y del segundo al tercer cielo —la escena de la presencia especial de Dios—. Pablo habla de que fue “arrebatado hasta el tercer cielo” (2 Corintios 12:2). Hay una alusión a esta significancia del Tabernáculo en la epístola a los Hebreos: “Por tanto, teniendo un gran Sumo Sacerdote que ha traspasado (lit.: a pasado a través de) los cielos: Jesús el Hijo de Dios” (Hebreos 4:14). Cristo es considerado en esta Escritura como habiendo pasado, como el sumo sacerdote Judío en el día de la expiación, a través del atrio, el lugar santo, al lugar santísimo (todos los cuales son simbólicos de los cielos), a la presencia de Dios.
En relación con esto se puede mencionar, y este es el segundo punto, que el Tabernáculo fue hecho según el modelo mostrado a Moisés en el monte (Éxodo 25:9,40, etc.), y era, por tanto, tipo de cosas celestiales. Esta enseñanza se desarrolla en la epístola a los Hebreos. Leemos ahí acerca de Cristo como “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Hebreos 8:2); y se dice otra vez, “Por tanto, fue necesario que las representaciones de las cosas en los cielos fueran purificadas de esta manera”, (la sangre de sacrificios de animales), “pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que éstos. Porque Cristo no entró en un lugar santo hecho por manos, una representación del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora en la presencia de Dios por nosotros” (Hebreos 9:23-24, LBLA). Se comprende fácilmente, por tanto, que el Tabernáculo fue la escena de la ministración sacerdotal; ya que al ser la morada de Dios, fue también el lugar del acercamiento del pecador a Dios (o más bien, del acercamiento de un pueblo traído a una relación con Él) en la persona del sacerdote. De hecho, el sumo sacerdote entraba sólo una vez al año en el lugar santísimo (véase Levítico 16); pero esto fue a consecuencia del fracaso del sacerdocio, y no empañaba, de manera alguna, su diseño original. Todo esto, en efecto, junto con el velo, y la exclusión del lugar santo de todos exceptuando los sacerdotes, no hará más que enseñar, aun por medio del contraste, los más plenos y más bienaventurados privilegios de los cuales disfrutan los creyentes de la presente dispensación (o época). Tienen libertad de acceso, en todo tiempo, al Lugar Santísimo, habiéndose rasgado el velo, puesto que son hechos perfectos para siempre, no teniendo ya más conciencia de pecados, por el solo sacrificio de Cristo (Hebreos 10), y se acercan, no a Jehová, sino a su Dios y Padre en Cristo Jesús.
El último punto a mencionar es la invitación dirigida al pueblo para que trajese ofrendas de materiales de los que se iba a componer el Tabernáculo. Se trata de una exhibición resplandeciente, de parte de Dios, asociando así al pueblo con Él en Su deseo de tener un santuario para morar en medio de ellos. De ahí que dichas ofrendas se tuviesen que tomar sólo de corazones dispuestos. Esto es extremadamente hermoso. Dios produce en primer lugar la disposición, y luego les atribuye la ofrenda que entregaban. Él contaba con la comunión del pueblo, esperando una respuesta a los deseos expresos de Su corazón. El pueblo respondió, como se verá más tarde en el libro, y tan plenamente que se tuvo que hacer una proclamación para detener las ofrendas. Un buen ejemplo de esto se vio también en David con respecto al templo: “De cómo juró a Jehová, Y prometió al Fuerte de Jacob: No entraré en la morada de mi casa, Ni subiré sobre el lecho de mi estrado; No daré sueño a mis ojos, Ni a mis párpados adormecimiento, Hasta que halle lugar para Jehová, Morada para el Fuerte de Jacob” (Salmo 132:2-5). Si bien en menor medida de lo que caracterizaba al rey de Israel, con todo, las ofrendas solicitadas fluyeron en abundancia de corazones dispuestos, corazones cuya disposición fue hecha por la gracia de Dios, que disfrutaron así el privilegio de contribuir con materiales que, cuando se utilizaron conforme a las instrucciones dadas, formarían la morada de Jehová, y que se emplearían, separadamente, como un emblema, y una manifestación de algún rayo de Su gloria.
La significancia típica de los varios materiales ofrecidos será explicada en relación con su lugar especial en el Tabernáculo. Bastará ahora decir que todos ellos señalan a Cristo.

Éxodo 25:10-22: El arca con el propiciatorio

El arca y el propiciatorio son, en un sentido, dos cosas distintas, aunque en otro, forman parte de un todo completo. Son descritos como distintos y separados, y será mejor seguir así, en nuestra exposición, el orden de la Escritura:
“Harán también un arca de madera de acacia (madera de Sittim, RVR1909), cuya longitud será de dos codos y medio, su anchura de codo y medio, y su altura de codo y medio. Y la cubrirás de oro puro por dentro y por fuera, y harás sobre ella una cornisa de oro alrededor. Fundirás para ella cuatro anillos de oro, que pondrás en sus cuatro esquinas; dos anillos a un lado de ella, y dos anillos al otro lado. Harás unas varas de madera de acacia, las cuales cubrirás de oro. Y meterás las varas por los anillos a los lados del arca, para llevar el arca con ellas. Las varas quedarán en los anillos del arca; no se quitarán de ella. Y pondrás en el arca el testimonio que yo te daré. Y harás un propiciatorio de oro fino, cuya longitud será de dos codos y medio, y su anchura de codo y medio. Harás también dos querubines de oro; labrados a martillo los harás en los dos extremos del propiciatorio. Harás, pues, un querubín en un extremo, y un querubín en el otro extremo; de una pieza con el propiciatorio harás los querubines en sus dos extremos. Y los querubines extenderán por encima las alas, cubriendo con sus alas el propiciatorio; sus rostros el uno enfrente del otro, mirando al propiciatorio los rostros de los querubines. Y pondrás el propiciatorio encima del arca, y en el arca pondrás el testimonio que yo te daré. Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, todo lo que yo te mandare para los hijos de Israel” (Éxodo 25:10-22).
Hay varias cosas que hay que considerar con relación a la significancia típica del arca. Era, por una parte, una manifestación de Dios en Cristo, y, por otra, el lugar de Su trono y gobierno en Israel.
En primer lugar, entonces, se puede ver el arca como una figura de la Persona de Cristo. Esto se ve a partir de su composición. Estaba hecha de madera de Sittim, cubierta de oro puro. El Sittim era una especie de acacia, una madera que algunos dicen ser imperecedera. Sea como fuere, es un tipo de lo que es humano; y si era una madera, como algunos afirman, que no se pudriría, incorruptible, ella era un emblema muy adecuado de la humanidad de nuestro Señor. El oro es siempre un símbolo de lo que es divino. La estructura del arca, por tanto, representa la unión de las dos naturalezas en la Persona de Cristo. Él era ‘verdadero Dios y verdadero hombre’. “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”. Después de eso leemos, “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1-14, LBLA). Él era, de este modo, Dios y hombre, Dios manifestado en carne. El contenido del arca es también significativo: “Y pondrás en el arca el testimonio que yo te daré” (Éxodo 25:16). Es decir, las dos tablas de piedra, con los diez mandamientos escritos sobre ellas, fueron depositadas en el arca, y por eso es que se le denomina frecuentemente como “el arca del pacto” (Números 10:33; Deuteronomio 31:26, etc.), porque contenía la ley sobre la que se fundamentaba el pacto. Pero ello señala, de manera notable, a Cristo. Hablando así en el Espíritu en los Salmos, Él dice, “He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:7-8). El testimonio en el arca, por tanto, exhibe la ley de Dios en el corazón de Cristo; exponiendo, en primer lugar, que como nacido en este mundo, siendo del linaje de David según la carne (Romanos 1:3), Él nació bajo la ley (Gálatas 4:4); y, en segundo lugar, que Él la obedeció perfectamente. La ley dentro del corazón, en efecto, nos presenta la perfección de Su obediencia —el hecho de que Dios halló en Él, y en Él solo, verdad en lo íntimo, un respuesta plena y completa a todas las demandas de Su santidad, de modo que pudo reposar en Él con perfecta complacencia, y, mientras Le contemplaba haciendo siempre las cosas que Le complacían, expresando el deleite de Su propio corazón en las palabras, “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).
Los anillos y las varas (Éxodo 25:12-15) tiene también algo que decir. El objeto de estos era “llevar el arca con ellas” (versículo 14). Esto demuestra que el pueblo de Dios era peregrino en el desierto, viajando al lugar que Dios les había preparado. Pero llegaría el momento cuando la herencia sería poseída, y cuando el templo, adecuado en magnificencia a la gloria del rey de Israel, sería edificado. Las varas, que en el desierto no debían ser quitadas de los anillos del arca (versículo 15), deberían ser quitadas entonces (2 Crónicas 5:9), debido a que, una vez dejado atrás el peregrinaje, el arca, junto con el pueblo, habrá entrado en su reposo (Salmo 132:8). Las varas en los añillos hablan, por tanto, de Cristo con Su hueste peregrina, como estando Él mismo con ellos en las circunstancias del desierto. Es Cristo en este mundo, Cristo en toda Su perfección como hombre —en una palabra, Cristo en todo lo que Él era como el revelador de Dios; ya que en verdad, Él fue la presentación perfecta de Dios al hombre—. “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27).
En segundo lugar, el arca, con el propiciatorio y sus querubines formaban el trono de Dios en la tierra, en medio de Israel. «El arca del pacto», dice uno, «era el trono donde Dios se manifestaba, si es que alguno podía entrar de manera justa (creo que no separado de la santidad, o tomando meramente el deber como la medida de lo que era aceptable), y como la sede de Su soberanía sobre todo hombre viviente —el Dios de toda la tierra—. La ley —el testimonio de lo que Él demandaba del hombre— iba a ser colocada allí. Sobre ella estaba el propiciatorio, que la cubría, el cual formaba el trono, mientras los querubines (formados de la misma pieza), los cuales eran sus soportadores, formaban sus lados». Se habla así de Dios en las Escrituras como morando entre los querubines. Los querubines son, quizás, símbolos de los atributos de Dios; y de ahí que el trono de Dios es sustentado por todo lo que Él es. Por esta razón, a ellos se les relaciona, a través de todo el Antiguo Testamento, con el poder judicial, porque puesto que Dios tiene que ver con pecadores, Su trono fue siempre judicial en su aspecto. Dios puede ser visto así sentado en Su trono de justicia entre los querubines. Si se pregunta, «¿Por qué, entonces, ya que Israel quebrantó continuamente la ley, ellos no fueron destruidos instantáneamente?» La respuesta se encuentra (aunque estamos anticipando la verdad del propiciatorio) en la actitud de los querubines. Como ejecutores del poder judicial de Dios, ellos demandarían, necesariamente, la exacción de la penalidad de la transgresión. Pero se dice que “Sus caras estarán una frente a la otra; las caras de los querubines estarán mirando hacia el propiciatorio” (Éxodo 25:20, RVA). Ellos veían, de este modo, la sangre rociada sobre el propiciatorio, la sangre que era puesta sobre él anualmente en el gran día de la expiación (Levítico 16), en virtud de la cual las demandas del trono quedaban satisfechas de manera adecuada, y se hacía favorable al transgresor. De otra forma Dios, gobernando en justicia, debería haber visitado a Su pueblo con destrucción.
Era, también, el lugar donde Dios se encontraba y se comunicaba con Moisés (versículo 22). El lugar de encuentro de Jehová con Su pueblo estaba a la puerta del tabernáculo de reunión (Éxodo 29:42-43). Moisés solo (excepto, excepcionalmente, el sumo sacerdote en el día de la expiación) gozaba del privilegio de encontrarse con Dios, y de recibir comunicaciones de parte de Él en el propiciatorio. Él fue reconocido, en gracia, como el mediador. Todos los creyentes gozan ahora de este privilegio en virtud de la eficacia de la redención cumplida. Pero de todo Israel, Moisés solo era libre de acudir en todas las ocasiones a la cámara donde se manifestaba la presencia misma de Dios. Era allí donde Dios hablaba con él (véase Números 7:89), y le confiaba Sus mandamientos para la conducción de los hijos de Israel. Es solamente allí donde se puede oír la voz de Dios, y conocer Sus pensamientos; y cualquiera que quiere llegar a estar cada vez más familiarizado con Su voluntad, debe encontrarse continuamente retirado del mundo, y aun de los creyentes, encerrado a solas con Dios.
Si nos volvemos ahora al libro de Números, hallaremos las instrucciones para el transporte del arca a través del desierto. “Cuando haya de mudarse el campamento, vendrán Aarón y sus hijos y desarmarán el velo de la tienda, y cubrirán con él el arca del testimonio; y pondrán sobre ella la cubierta de pieles de tejones, y extenderán encima un paño todo de azul, y le pondrán sus varas” (Números 4:5-6). El velo, como se explicará en su lugar, es un emblema de la humanidad de Cristo —Su carne— (Hebreos 10:20). Tenemos entonces, en primer lugar, el arca; es decir, Cristo, cubierto con el velo de Su humanidad. A continuación vienen las pieles de tejón, expresando esa vigilancia santa mediante la cual Él se protegía del mal, como se ve, por ejemplo, en la Escritura, “por la palabra de tus labios yo me he guardado de las vías del destructor” (Salmo 17:4, RVR1909). Luego venía el paño todo de azul, símbolo de lo que es celestial. «Las pieles de tejón estaban en el interior en este caso, porque Cristo guardaba Su perfección absolutamente libre de todo mal, y de este modo lo celestial salía a la luz de modo manifiesto». Se trata, por tanto, de Cristo en el desierto, y mientras pasa a través de él, Él siempre se caracterizó por lo que es celestial. Como tal, recuérdese siempre, Él es nuestro ejemplo. “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6).
El propiciatorio
El propiciatorio, si bien constituye la tapa, y completa así la estructura del arca, es, en otro sentido, completo en sí mismo, y como tal, a partir de su importancia, se merece un comentario especial. Se colocaba “encima del arca” (Éxodo 25:21), y estaba, por tanto, en el lugar santísimo —la escena de la manifestación especial de Dios, y de hecho, como se explicó, la base de Su trono—. Dios mora entre los querubines. Dicho propiciatorio se diferenciaba del arca en que la madera de Sittim (o acacia) no entraba en su composición. Estaba hecha de oro puro, así como también los dos querubines, que estaban formados de la misma pieza que el propiciatorio. Oro es el emblema de lo que es divino —de justicia divina—. Entonces, si se considera por un momento en relación con el testimonio en el arca, tenemos la combinación de la justicia humana y la divina, el testimonio señalando a la ley —justicia humana— que estaba en el corazón de Cristo (Salmo 40), y el oro de la justicia de Dios, mostrada también en Él. El propiciatorio es, por tanto, de una manera peculiar, un tipo de Cristo. El apóstol aplica, de hecho, el término directamente a Él. Dice, “siendo justificados gratuitamente por Su gracia mediante la redención que es en Cristo Jesús: a quien Dios ha presentado como propiciatorio por medio de la fe en Su sangre”, etc. (Romanos 3:24-25, JND).
Esta alusión será comprendida de inmediato si se hace referencia a la acción del sacerdote en el día de la expiación. Después de poner incienso sobre el fuego delante de Jehová, se dice, “tomará de la sangre del novillo y rociará con su dedo sobre la superficie del Propiciatorio, a la parte del oriente; y delante del Propiciatorio rociará siete veces de aquella sangre con su dedo” (Levítico 16:14, VM). Lo mismo hacía con la sangre del macho cabrío de la ofrenda por el pecado del pueblo. Dos preguntas obtendrán el significado de este acto. Primero, ¿Por qué la sangre era rociada sobre y delante del propiciatorio? Para hacer propiciación por los pecados del pueblo. Siendo pecadores, ellos no podían estar, por méritos propios, en la presencia de un Dios santo. La sangre, por tanto, era llevada al interior por divina instrucción, y rociada, en la manera descrita, sobre el propiciatorio para hacer propiciación por los pecados del pueblo; y también delante del propiciatorio, pero esto había que hacerlo siete veces, para que cuando el sacerdote se acercase pudiese hallar un testimonio perfecto a la eficacia de la obra. Se dice que una vez era suficiente a los ojos de Dios, pero en gracia Él condescendió a que fuese rociada siete veces, como una completa seguridad para los ojos y el corazón del hombre. En segundo lugar, ¿Qué es lo que ello llevaba a cabo entonces? Llevaba a cabo la expiación, satisfacía todas las santas demandas de Dios contra el pueblo —sí, si pensamos en la sangre de Cristo, Le glorificó en todo lo que Él es, y Le glorificó para siempre con respecto a la cuestión del pecado, de modo que Aquel que estaba contra nosotros debido a nuestra culpa, está ahora por nosotros debido a la sangre. Por tanto, el propiciatorio habla preminentemente de Cristo, ya que, como dice Juan, “él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2). Los pecados de los creyentes han desaparecido, y han desaparecido para siempre; y tal es el valor de la propiciación hecha que Dios puede ahora enviar de manera justa en Su gracia el evangelio a todo el mundo, y procurar que pecadores se reconcilien con Él (2 Corintios 5:20). Cristo, repetimos, es representado por el propiciatorio; y de aquí aprendemos que sólo puede haber ahora acercamiento a Dios a través de Él, tal como en el desierto, sólo podía haber acercamiento a Él en el propiciatorio. Pero, bendito sea Su nombre, cualquiera que se acerca ahora a Él a través de Cristo, hallará el testimonio perfecto al valor de Su obra expiatoria en la presencia de Dios. Pero obsérvenlo bien, y es que la sangre es el único terreno de acceso. Él es presentado como propiciatorio por medio de la fe en Su sangre. Creyendo, por tanto, en el valor de Su sangre, según el testimonio de Dios con respecto a ella, cualquiera que viene puede venir con denuedo, no dudando nada, en la plena confianza de que el camino está abierto tanto para el más culpable como para el más vil a la presencia inmediata de Dios. Porque “estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:11-12).
Los querubines formaban parte del propiciatorio. Estos, como ya se dijo, son símbolos de los atributos divinos, y, como tales, del poder judicial. Pero ya que Dios ha sido glorificado por la sangre sobre el propiciatorio, todos Sus atributos están en armonía, y todos son ejercidos a favor de los creyentes. En la cruz, la misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron; y, por tanto, la justicia está satisfecha, las demandas de justicia cumplidas, de modo que los querubines son favorables a la dispensación de misericordia a todo aquel que se acerca confiando en el valor de la sangre. ¡Bendita verdad! Todo lo que Dios es, está contra el pecado, y ahora todo lo que Dios es, está por el creyente. La sangre sobre el propiciatorio ha forjado este poderoso cambio.

Éxodo 25:23-30: La mesa del pan de la proposición

El arca, con el propiciatorio y los querubines, era lo único que ocupaba el lugar santísimo. Nada más se podía hallar en la morada inmediata de Dios. Pero pasando desde adentro a través del velo (suponiendo, por un momento, que el tabernáculo ya ha sido erigido) se entra en el lugar santo —la escena del servicio habitual del sacerdote—. Había aquí tres enseres —la mesa del pan de la proposición (o pan de la Presencia), el candelabro de oro puro, y el altar del incienso— aunque el último no se describe aún.
Tenemos que considerar ahora el primero de estos en el orden, tal como es presentado aquí —la mesa del pan de la proposición.
“Harás asimismo una mesa de madera de acacia; su longitud será de dos codos, y de un codo su anchura, y su altura de codo y medio. Y la cubrirás de oro puro, y le harás una cornisa de oro alrededor. Le harás también una moldura alrededor, de un palmo menor de anchura, y harás a la moldura una cornisa de oro alrededor. Y le harás cuatro anillos de oro, los cuales pondrás en las cuatro esquinas que corresponden a sus cuatro patas. Los anillos estarán debajo de la moldura, para lugares de las varas para llevar la mesa. Harás las varas de madera de acacia, y las cubrirás de oro, y con ellas será llevada la mesa. Harás también sus platos, sus cucharas, sus cubiertas y sus tazones, con que se libará; de oro fino los harás. Y pondrás sobre la mesa el pan de la proposición delante de mí continuamente” (Éxodo 25:22-30).
La composición de la mesa es la misma que la del arca. Estaba hecha de madera de Sittim (especie de acacia), y cubierta con oro puro (versículos 22-25). El significado, por tanto, será el mismo —la madera de Sittim presentando lo que es humano, y el oro lo que es divino—. Se trata, entonces, de Cristo, de Cristo en Sus naturalezas humana y divina combinadas en Su persona única. Esta es, de hecho, la hermosura de todo lo relacionado con el tabernáculo. Es Cristo en todas partes, Cristo en Sí mismo o en alguna de Sus variadas perfecciones y glorias.
El pan sobre la mesa. Es en el libro de Levítico donde encontramos los detalles de los panes: “Toma harina fina, y haz con ella doce panes. Cada pan será de dos décimas de efa. Los colocarás en dos hileras, seis en cada hilera, sobre la mesa de oro puro, delante de Jehovah. Pondrás también sobre cada hilera incienso puro, y será para el pan como memorial, una ofrenda quemada a Jehovah. Cada sábado (día de reposo) los colocarás continuamente en orden delante de Jehovah, de parte de los hijos de Israel como pacto perpetuo. Serán para Aarón y para sus hijos, quienes los comerán en un lugar santo, porque es cosa muy sagrada para él, de las ofrendas quemadas para Jehovah. Esto es un estatuto perpetuo” (Levítico 24:5-9, RVA).
(1) Los panes, o tortas, se hacían de harina fina (o flor de harina). Esto señala inmediatamente a la oblación que, de igual manera, se hacía de harina fina, añadiéndole aceite e incienso (véase Levítico 2). No se menciona levadura alguna, mientras que en “los dos panes para ofrenda mecida” (Levítico 23:17) la levadura es especificada expresamente por la razón obvia de que, en este caso, los panes representan la iglesia, y por tanto, la levadura —emblema del mal— se encuentra en ellos. Pero la harina fina es un tipo de la humanidad de Cristo, y por eso los panes de la preposición no tienen levadura, siendo Él santo, inocente, absolutamente sin pecado.
(2) Los panes (o tortas) se horneaban. Exponen, por tanto, a Cristo como habiendo sido expuesto a la acción del fuego —el juicio de la santidad de Dios por el cual Él fue escudriñado y probado cuando estuvo en la cruz, y se halló que respondió, y respondió perfectamente, su demanda misma.
(3) La cantidad era de doce panes, seis en cada hilera. De igual manera, sobre los hombros del sumo sacerdote, estaban los nombres de seis tribus en una de ellas, y los nombres de seis tribus en la otra. Los panes señalan, igualmente, a las doce tribus de Israel. El número doce significa perfección administrativa de gobierno en el hombre, y de este modo hubo doce tribus, doce apóstoles, doce puertas, y doce cimientos en la santa ciudad, la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21:9-27). (Véase como ilustración de este significado, Mateo 19:28). Se puede tomar los doce panes como representando a Israel en sus doce tribus; y esto nos dará, en relación con la significancia del número doce, a Dios revelado en Cristo en asociación con Israel (ya que Cristo fue del linaje de David, y heredero de su trono; Lucas 1:32) en perfección de gobierno. Esto se mostrará según las predicciones de los profetas (por ejemplo, Salmo 72) en el milenio. Pero los panes estaban sobre la mesa, y por eso, por otra parte, Israel es visto en asociación con Cristo delante de Dios.
(4) Se debería tomar nota de otra cosa. “Pondrás también sobre cada hilera incienso puro, y será para el pan como perfume, ofrenda encendida a Jehová” (Levítico 24:7). El incienso tipifica la dulce fragancia de Cristo para Dios. Observen, por tanto, que Israel en sus doce tribus es presentada siempre delante de Dios, cubierta con toda la fragancia de Cristo, y mantenido allí a través de toda la noche de su incredulidad en virtud de lo que Él es, y de lo que Él ha hecho —la promesa cierta de su futura restauración y bendición—. De ahí que los panes (o tortas) debían ser colocados “continuamente en orden delante de Jehová, en nombre de los hijos de Israel, como pacto perpetuo” (Levítico 24:8). Puede ser que ellos sean incrédulos, como lo han sido, pero Dios no se puede negar a Sí mismo; Él permanece fiel, y como consecuencia, aunque ellos han sido esparcidos a través de todo el mundo debido a su incredulidad, Él, no obstante, realiza Sus consejos de misericordia y verdad, y los junta de los cuatro confines de la tierra, y los reinstala en su tierra en plenitud de bendición —bendición que será establecida y asegurada en Él, el cual es simbolizado por la mesa de los panes de la proposición (o, de la Presencia).
Se puede obtener una ilustración de esto a partir de la moldura (o borde) de la mesa: “Le harás también una moldura alrededor, de un palmo menor de anchura, y harás a la moldura una cornisa de oro alrededor” (Éxodo 25:25). Es muy claro que el objeto de esta moldura era mantener los panes en su posición; y si se toma la cornisa de oro ornamental como un emblema de la gloria divina de Cristo, la lección enseñada será que Israel está asegurado en su posición a través de Cristo delante de Dios por todo lo que Él es como siendo divino; no, aún más, que Su gloria divina está involucrada en mantenerlos en ella, así como en preservarles para toda la bendición que Él mismo ha asegurado, y en la que ellos, por tanto, entrarán ciertamente un día. Pero hay más que la posición de Israel en este símbolo. Abarca, en principio, la posición de cada creyente. Allí, en el lugar santo, siempre ante los ojos de Dios, cubierto con la grata fragancia del incienso, el creyente es visto en Cristo. Es, en efecto, la presentación perfecta del creyente a Dios. En otras palabras, se trata de nuestra aceptación en el Amado.
Podemos considerar ahora el pan como comida para los sacerdotes. “Y será de Aarón y de sus hijos, los cuales lo comerán en lugar santo; porque es cosa muy santa para él, de las ofrendas encendidas a Jehová, por derecho perpetuo” (Levítico 24:9). Comer indica identificación y comunión con la cosa que se come. Esto es sacado a la luz expresamente por el apóstol Pablo en su enseñanza concerniente a la mesa del Señor. “El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Corintios 10:16). “Porque todos los que participamos del mismo pan, bien que muchos, venimos a ser un solo pan, un solo cuerpo” (1 Corintios 10:17, TA). Lo mismo sucedía con los sacerdotes. Por ejemplo, ellos también comían de la ofrenda por el pecado en ciertos casos (Levítico 6:26), con lo cual se identificaban con ella. Comer pan de la proposición es, por tanto, un símbolo del hecho de que Cristo, como el Sacerdote, se identifica siempre con Israel delante de Dios. Se observará que se debía comer solamente en el lugar santo. Se trata, entonces, de Cristo en comunión con los pensamientos de Dios, identificándose Él mismo con las doce tribus en el ejercicio de Su sacerdocio. Esto trae ante nosotros un aspecto muy bienaventurado de verdad. Todos admiten que Él es el Sumo Sacerdote de esta dispensación (época); pero no se tiene suficientemente en mente que, no obstante la incredulidad de Israel, Él se identifica a Sí mismo con ellos delante de Dios en Su cargo sacerdotal, y que saldrá del Lugar Santísimo, en el que ha entrado como Melquisedec, y será un Sacerdote sobre Su trono sobre un pueblo dispuesto. “Enviará Jehová desde Sión la vara de tu poder; ¡domina tú en medio de tus enemigos! Tu pueblo se presentará como ofrendas voluntarias en el día de tu poder, ataviados con los adornos de la santidad: como el rocío que cae del seno del alba, así te será tu valiente juventud. Juró Jehová, y no se arrepentirá: ¡Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec!” (Salmo 110:2-4, VM).
Tenemos, a continuación, la provisión para el traslado. “Y le harás cuatro anillos de oro, los cuales pondrás en las cuatro esquinas que corresponden a sus cuatro patas. Los anillos estarán debajo de la moldura, para lugares de las varas para llevar la mesa. Harás las varas de madera de acacia, y las cubrirás de oro, y con ellas será llevada la mesa” (Éxodo 25:26-28). Los hijos de Israel eran peregrinos en el desierto, y por eso el tabernáculo y todos sus enseres se hicieron para ellos en este carácter, y los acompañaban en todas sus andanzas. Cristo está siempre con Su pueblo; y los anillos y varas, igualmente con la mesa misma, compuestos de oro y de madera de Sittim (especie de acacia), señalaban a Él como el Dios-hombre. Pero los detalles para el transporte de la mesa, cuando había que ponerse en marcha, se dan en el libro de Números. “Sobre la mesa de la proposición extenderán un paño azul, y pondrán sobre ella las escudillas, las cucharas, las copas y los tazones para libar; y el pan continuo estará sobre ella. Y extenderán sobre ella un paño carmesí, y lo cubrirán con la cubierta de pieles de tejones; y le pondrán sus varas” (Números 4:7-8). Se observará que la cubierta interior es un paño de azul —símbolo de lo que es celestial—; luego, un paño carmesí —siendo el carmesí un emblema de la gloria humana o de la realeza judía—; y en el exterior venía la cubierta de pieles de tejones —un tipo de protección del mal como una consecuencia de la santa vigilancia—. Con respecto al todo, a saber, la mesa con sus panes de la proposición como Cristo en asociación con Israel, a ser exhibido en perfección de gobierno administrativo, el significado de este arreglo será evidente. El paño de azul estaba inmediatamente sobre el oro; es decir, el carácter celestial de Cristo estaba en asociación íntima con lo que Él era como divino. El carmesí venía después —realeza, o gloria humana, porque en el desierto no había llegado aún el tiempo para su manifestación—. Eso estará relacionado con el reino a Su venida. Las pieles de tejones están, por tanto, en el exterior, como ocultando Su gloria humana o real, y como expresando esa vigilancia santa que Le guardó, en todo aspecto, mientras estaba en las circunstancias del páramo.
Todos los utensilios relacionados con la mesa estaban hechos de oro (Éxodo 25:9), todos significativos de lo que era divino, como correspondía al servicio de Uno que era realmente Dios manifestado en carne, y que será confesado en el día futuro de la bendición de Israel como su Señor y su Dios. Se verá así, que cada detalle, así como la mesa completa, habla de Cristo. ¡Que puedan nuestros ojos estar abiertos para percibir cada aspecto de Su persona y obra como nos las presenta el Espíritu de Dios!

Éxodo 25:31-40: El candelero de oro puro

Después de la mesa de los panes de la proposición, sigue el candelero. El altar del incienso, aunque pertenece al lugar santo, se omite aquí, porque era uno de los enseres de acercamiento más que de exhibición; y, como ya se señaló, todo lo relacionado con la manifestación de Dios nos es presentado antes que se describa lo que se necesitaba para venir a Su presencia. A menos que esta distinción se tenga en mente, en lugar del orden y el método, todo parecerá estar en confusión.
“Harás además un candelero de oro puro; labrado a martillo se hará el candelero; su pie, su caña, sus copas, sus manzanas y sus flores, serán de lo mismo. Y saldrán seis brazos de sus lados; tres brazos del candelero a un lado, y tres brazos al otro lado. Tres copas en forma de flor de almendro en un brazo, una manzana y una flor; y tres copas en forma de flor de almendro en otro brazo, una manzana y una flor; así en los seis brazos que salen del candelero; y en la caña central del candelero cuatro copas en forma de flor de almendro, sus manzanas y sus flores. Habrá una manzana debajo de dos brazos del mismo, otra manzana debajo de otros dos brazos del mismo, y otra manzana debajo de los otros dos brazos del mismo, así para los seis brazos que salen del candelero. Sus manzanas y sus brazos serán de una pieza, todo ello una pieza labrada a martillo, de oro puro. Y le harás siete lamparillas, las cuales encenderás para que alumbren hacia adelante. También sus despabiladeras y sus platillos, de oro puro. De un talento de oro fino lo harás, con todos estos utensilios. Mira y hazlos conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte” (Éxodo 25:31-40).
Ante todo, tenemos la forma del candelero. Si la descripción se lee cuidadosamente, se verá que el candelero tenía siete brazos; es decir, un pie (una caña) central con tres brazos saliendo de ambos lados. (Véase Éxodo 25:31-32, también Éxodo 37:17-18). Había, por tanto, siete lámparas sobre un único candelero. El número siete juega siempre una parte importante en su ornamentación. Había “Tres copas en forma de flor de almendro” en cada uno de los seis brazos (Éxodo 25:33), y “en la caña central del candelero cuatro copas en forma de flor de almendro” (versículo 34); es decir, en el pie (o caña) central del que brotaban los brazos. El número siete es, de este modo, una marcada característica.
La siguiente cosa a ser considerada es el material del cual estaba hecho, y el carácter de su luz. Tal como en el propiciatorio, igualmente en el candelero, no había nada más que oro puro (versículo 31). En su estructura no se encuentra madera de Sittim (especie de acacia) alguna, y de ahí que por ello no se prefigure nada humano. Todo es divino. De Éxodo 27 entendemos que la luz era alimentada por “aceite puro de olivas machacadas, para el alumbrado, para hacer arder continuamente las lámparas” (Éxodo 27:20). En las Escrituras, el aceite es siempre un símbolo del Espíritu Santo. De este modo, el apóstol dice de los creyentes, “vosotros tenéis la unción del Santo” (1 Juan 2:20); y Pablo habla del hecho de que nosotros hemos sido ungidos (2 Corintios 1:21). Colocando, por tanto, estas tres cosas juntas en su significado típico —el número siete, el oro, y el aceite— el resultado es que la significancia del candelero es: Luz divina en su perfección en el poder del Espíritu. Es Dios dando la luz del Espíritu Santo, y esto se exhibe en que es siete veces perfecta. Al dirigirse a la Iglesia en Sardis, el Señor habla como teniendo “los siete Espíritus de Dios”; es decir, el Espíritu en Su perfección (tal como lo indica el número siete) y energía (Apocalipsis 3:1, RVA); y leemos también acerca de “siete antorchas de fuego, las cuales son los siete Espíritus de Dios” (Apocalipsis 4:5, RVA).
¿Cuál entonces, se puede inquirir, era el propósito del candelero? Parecería haber sido un doble propósito. Primeramente, estaba situado en el lugar santo “enfrente de la mesa” (Éxodo 26:35; 40:24). De este modo estaba en el lado opuesto a ella, y proyectaba su luz sobre la mesa de los panes de la proposición. Se puede inferir, por tanto, que este era el objeto de estar situado así. Ahora bien, la mesa de los panes de la proposición simboliza, tal como se explicó en el capítulo anterior, la manifestación de Dios en el hombre (Cristo) en perfección de gobierno administrativo; y los doce panes (o tortas) sobre la mesa representan a Israel, y también, en cuanto a principio, a los creyentes de esta dispensación (época), asociados con Cristo delante de Dios. Entonces, la luz del candelero resplandeciendo sobre la mesa es el Espíritu Santo rindiendo testimonio a la exhibición futura de la perfección administrativa en Cristo, cuando Él habrá asumido Su poder, y reinará “desde el rio hasta los confines de la tierra” (Salmo 72:8); y rindiendo igualmente testimonio al verdadero lugar de Israel en relación con Cristo delante de Dios. Estas verdades pueden ser obscurecidas u olvidadas en la tierra, pero allí, en el lugar santo ante los ojos de Dios, son mostradas plenamente, y exhibidas por la luz perfecta del Espíritu. Pero, en segundo lugar, la luz era para la iluminación del propio candelero. “Habló pues Jehová con Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Cuando encendieres las lámparas, han de alumbrar las siete lámparas hacia la parte de enfrente del candelabro. Y Aarón lo hizo así; encendió las lámparas de modo que alumbrasen hacia la parte de enfrente del candelabro, como Jehová había mandado a Moisés” (Números 8:1-3, VM). Es decir, la irradiación de la luz del Espíritu Santo revela las bellezas del utensilio (o lo hermosea) a través del cual ella es mostrada. Una ilustración perfecta de esto se ven la transfiguración de nuestro bendito Señor, cuando, como leemos, “resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mateo 17:2). Siempre fue así, a lo largo de toda Su senda bendita, para aquellos cuyos ojos eran abiertos (véase Juan 1:4; Juan 2:11); pero en el monte, Su belleza fue mostrada manifiestamente. Así también en el caso de Esteban. Leemos que era “varón lleno de fe y del Espíritu Santo”, y que “todos los que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel” (Hechos 6:5,15). Es así con cada creyente en la medida que la luz del Espíritu Santo —Cristo, de hecho, resplandece a través de su andar y su manera de vivir.
Pero se puede preguntar adicionalmente, ¿Qué responde en la tierra a la luz perfecta del Espíritu simbolizada por el candelero de siete brazos en el lugar santo? Cristo, cuando estuvo aquí, respondió perfectamente a ello. Él fue así la luz de los hombres, la luz del mundo, etc. (Juan 1:4; Juan 8:12). Nunca, ni por un momento, la luz del Espíritu se obscureció en Él; resplandeció pura y constantemente, iluminando las tinieblas, a través de las cuales Él pasó, con su resplandor bendito, y dador de vida, a través de Su vida completa. Él fue un vaso perfecto. Después de Su partida de esta escena, y Su ascensión, la iglesia fue constituida como portadora de luz. (Apocalipsis 1:20). Ese es su carácter, no obstante lo grave de su fracaso —un fracaso que resultará, finalmente, en su absoluto rechazo como vaso de testimonio en la tierra—. (Véase Apocalipsis 3:16). El creyente individual responde a ello también, en la medida que presente a Cristo en su andar y modos de obrar. Pablo escribe así a los Filipenses, “Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2:14-15).
Es interesante, también, observar de qué manera era mantenida la luz. “Habló Jehová a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente. Fuera del velo del testimonio, en el tabernáculo de reunión, las dispondrá Aarón desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová; es estatuto perpetuo por vuestras generaciones. Sobre el candelero limpio pondrá siempre en orden las lámparas delante de Jehová” (Levítico 24:1-4; también Éxodo 27:20-21). En primer lugar, los hijos de Israel debían traer el aceite puro de olivas. Esto señalará a la responsabilidad del pueblo de Dios en la tierra, el vaso en el cual se debía mostrar —Israel en aquel entonces, la iglesia ahora—. Aarón debía disponer las lámparas. Mediante esto se enseña que la luz del Espíritu, en su exhibición, puede ser mantenida sólo por el cuidado y la intercesión sacerdotal de Cristo. Él solo podía usar “sus despabiladeras y sus platillos”, ya que ambos igualmente estaban hechos de oro puro (Éxodo 25:38). Cada rayo de luz que resplandece abajo, sea a través de la iglesia o del creyente individual, no es sino la respuesta a Su obra sacerdotal. Con relación a esto, se puede observar que el aceite puro de olivas debía ser “batido” para el alumbrado (Éxodo 27:20, VM), y que el candelero mismo debía ser “labrado a martillo” (Éxodo 25:31, VM). Esto debe apuntar al hecho de que la intercesión de Cristo se fundamenta sobre la eficacia de Su obra en la cruz, representando, el término “batido”, Sus sufrimientos, por cuyas heridas somos sanados.
Por último, tomen nota da la duración de la luz. Debía ser “desde la tarde hasta la mañana” (Éxodo 27:21; Levítico 24:3). La lámpara es para la noche; y durante toda la noche de incredulidad de Israel, hasta que el día amanezca, y las sombras huyan, el candelero debe estar dispuesto delante de Jehová. El testimonio del verdadero lugar de ellos es mantenido durante toda los años agotadores de las tinieblas de su incredulidad por la intercesión de Aquel que rechazaron y crucificaron. Pero al final, Él mismo será para ellos “como la luz de la mañana cuando se levanta el sol; de una mañana sin nubes, cuando por el brillo tras la lluvia, crece la hierba de la tierra” (2 Samuel 23:4, VM). La esperanza del Cristiano es más inmediata; ya que “la noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:12). Pero mientras esperamos, ¡que nuestras lámparas —alimentadas con el aceite verdadero, y dispuestas continuamente delante del Señor— puedan resplandecer siempre con más intensidad hasta el regreso del Señor!

Éxodo 26:1-14: Las cortinas del tabernáculo

El último capítulo considerado finaliza con una intimación a obedecer. Los pensamientos, o designios, del hombre no deben tener lugar alguno en la casa de Dios. Su autoridad debe ser respetada y reconocida allí como suprema. Este es un principio de la mayor importancia; y, por consiguiente, es afirmado una y otra vez en el curso de estas comunicaciones. Habiendo recordado a Moisés que el modelo que se le mostró en el monte debe tenerse siempre a la vista, Jehová procede a instruirle con respecto a la composición, tamaño, etc., de las cortinas que habían de formar el tabernáculo, la tienda, y sus cubiertas.
“Harás al Tabernáculo diez cortinas de lino torcido y azul, púrpura y carmesí. Las harás con querubines, obra de hábil diseñador. La longitud de cada cortina será de veintiocho codos y su anchura de cuatro codos, una misma medida para todas las cortinas. Cinco cortinas estarán unidas una a otra, y las otras cinco cortinas unidas una a otra. Harás presillas de tejido azul en la orilla de cada cortina, al final de la serie, y lo mismo harás en la orilla de la última cortina en la segunda serie. Harás cincuenta presillas en la primera cortina, y cincuenta presillas en el borde de la cortina que está en la segunda serie. Las presillas estarán contrapuestas unas a otras. Harás cincuenta corchetes de oro, y unirás las cortinas la una con la otra por medio de los corchetes, y el Tabernáculo será uno”.
“También harás cortinas de pelo de cabra a modo de tienda sobre el Tabernáculo: Once cortinas harás. La longitud de cada cortina, treinta codos, y la anchura de cada cortina, cuatro codos. Una sola medida para las once cortinas. Unirás aparte cinco cortinas, y separadamente otras seis cortinas, y la sexta cortina doblarás en la parte frontal de la Tienda. Harás cincuenta presillas en la orilla de la cortina, en la última de la serie, y cincuenta presillas en la orilla de la segunda cortina en la segunda serie. También harás cincuenta corchetes de bronce, y meterás los corchetes por las presillas y unirás la Tienda, y será una sola. El sobrante de las cortinas de la Tienda, la mitad sobrante de la cortina, colgará por la parte posterior del Tabernáculo. El codo sobrante de una parte y el codo de la otra, que sobra en la longitud de las cortinas de la Tienda, colgará a los lados del Tabernáculo, a uno y otro lado para cubrirlo. Harás también a la Tienda un cobertor de pieles de carneros teñidas de rojo, y por encima un cobertor de pieles de tejones” (Éxodo 26:1-14, BTX).
Se puede ver que hay cuatro juegos de cortinas. El primero es llamado el “Tabernáculo” (versículos 1-6); el segundo —las que estaban hechas de pelo de cabra— es llamado “la cubierta” (o “La Tienda”, BTX); y los dos restantes son llamados sencillamente ‘cobertores’ o ‘cubiertas’. Tres términos (y es así igualmente en el original) se aplican a los cuatro juegos de cortinas; por ejemplo, “el tabernáculo” al más interior de todos los juegos, “la tienda” al segundo; y ‘cobertores’ o ‘cubiertas’ a los dos más externos —al juego que estaba hechos de pieles de carnero teñidas de rojo, y al de pieles de tejones.
(1) Siguiendo el orden de la Escritura, el juego interior —el tabernáculo— puede ser considerado en primer lugar. Estas cortinas están hechas de cuatro materiales: lino torcido, azul, púrpura y carmesí. Además de esto, había querubines bordados sobre ellas. Su enseñanza típica radica en estos materiales. El lino torcido es un símbolo de pureza inmaculada. Los sacerdotes fueron vestidos con él por esta razón (Éxodo 28:39-43); y en el gran día de la expiación, Aarón se vestía con este material (Levítico 16:4) para que pudiese tipificar la pureza absoluta de la naturaleza de Aquel de quien él no era más que la sombra. En el Nuevo Testamento se habla del lino fino como siendo “las acciones justas de los santos” (Apocalipsis 19:8). El azul es siempre un símbolo de lo que es celestial —el color mismo señalando inequívocamente a esta significancia—. La púrpura es emblemática de la realeza Gentil. El evangelio de Juan, por ejemplo, registra que cuando los soldados, con violenta brutalidad, se burlaban de las afirmaciones de Jesús acerca de ser Él el Rey, colocan sobre Él un manto de púrpura (Juan 19:2). El carmesí (o escarlata) expone la gloria humana, y puede ser, a la vez, la realeza judía. David habla así a Saúl por haber vestido a las hijas de Israel con escarlatas con otros deleites (2 Samuel 1:24), como expresando la dignidad que había puesto sobre ellas; y en el evangelio de Mateo, donde Cristo es presentado especialmente como el Mesías, se habla de Él como habiendo sido vestido por los soldados con un manto de escarlata, antes de que hincasen sus rodillas escarnecedoras delante de Él, y clamasen, “¡Salve, Rey de los judíos!” (Mateo 27:28-29). Aplicando todo esto a Cristo, el significado es de lo más sorprendente. Presenta a Cristo en la pureza absoluta de Su naturaleza, Cristo en Su carácter celestial, Cristo como Rey de Israel (y, como Rey de Israel, investido con toda gloria humana), y, en último lugar, Cristo reinando también sobre los gentiles. Los dos últimos rasgos se coligan, porque cuando Cristo se sentará sobre el trono de Su padre David, será el período de Su soberanía mundial, cuando todos los reyes se postrarán delante de Él, y todas las naciones Le servirán (Salmo 72:11). Se trata, por tanto, de Cristo como Él fue como Hombre en este mundo, y de Cristo como será en la futura exhibición de Su gloria en este mundo, como Hijo de David, y como Hijo del Hombre. Pero hay otra cosa. Había querubines bordados sobre estas cortinas. Se ha explicado que los querubines significan autoridad judicial. Esto presenta una representación adicional de Cristo —de Cristo como teniendo también autoridad para ejecutar juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre— (Juan 5:27). Es, de este modo, una exhibición plena de lo que Cristo era esencialmente como Hombre, y de Sus glorias y dignidades relacionadas con la tierra. ¡Bienaventurados quienes, una vez admitidos en el ejercicio de su cargo sacerdotal dentro del recinto del lugar santo, tuvieron el privilegio de contemplar estas variadas muestras de las excelencias y glorias del Cristo de Dios!
Las dimensiones de las cortinas no son sin significado. “La longitud de una cortina de veintiocho codos, y la anchura de la misma cortina de cuatro codos; todas las cortinas tendrán una misma medida” (Éxodo 26:2). Ahora bien, 28 = 7 x 4; y por consiguiente, la longitud corresponde a siete veces cuatro; es decir, 28 dividido por 4 = 7. Siete y cuatro son así números característicos. Siete es el número perfecto, siendo absolutamente indivisible excepto por sí mismo, y es el número primo más alto; y cuatro es el número de plenitud en la tierra, como se ve, por ejemplo, en los cuatro confines de la tierra, los cuatro vientos, el cuadrado, los cuatro evangelios, etc. Las dimensiones de las cortinas denotarán, entonces, la perfección exhibida en plenitud en la tierra; y un significado tal sólo podía ser aplicado a la vida de nuestro bendito Señor. Las cortinas del tabernáculo, por consiguiente, hablan del despliegue completo de Sus perfecciones como Hombre cuando estuvo atravesando esta escena.
Tenemos, a continuación, su arreglo y el número de ellas. Cinco cortinas estaban “unidas una a otra” (Éxodo 26:3, BTX), de modo que había dos juegos de cinco —así como había diez en total—. Diez es el número de la responsabilidad hacia Dios, como, por ejemplo, en los diez mandamientos (véase también Éxodo 30:13, etc.), y cinco es responsabilidad hacia el hombre. (Véase Génesis 47:24; Números 5:7, etc.). Se nos enseña, así, que Cristo como Hombre cumplió con toda Su responsabilidad tanto hacia Dios como hacia el hombre, que Él amaba a Dios con todo Su corazón, y a Su prójimo como a Sí mismo —y en cuanto a esto, sabemos, incluso infinitamente más allá—. Y Él era el Único mediante el cual estas responsabilidades fueron plena y perfectamente cumplidas.
Después, las presillas (o lazadas) tienen igualmente algo que decir. Había cincuenta lazadas de azul y cincuenta corchetes de oro, mediante los cuales se enlazaban una a otra. Recordando que el azul es el color celestial, y que oro es el divino, y que los dos números de diez y cinco, que ya han sido explicados, entran en la composición de las cincuenta lazadas, aprendemos que el carácter celestial y divino de nuestro bendito Señor aseguraba el ajuste perfecto de Su doble responsabilidad como Hombre, hacia Dios y hacia el hombre; o que ellas estaban perfectamente unidas por Su energía divina y celestial. Se advierte al lector que estos significados son sugerencias, pero sugerencias que son dignas de devota consideración a la luz de la Escritura y que, si son examinadas en la presencia de Dios, no pueden dejar de ser tanto interesantes como provechosas.
(2) Las cortinas de pelo de cabra. Estas vienen junto a, e inmediatamente por encima de, aquellas a las cuales se las denomina ‘el Tabernáculo’, y formaban la tienda. Esta cubierta señala también a Cristo —«A Su pureza positiva, o más bien a esa severidad de separación del mal que Le rodeaba, lo que Le dio el carácter de profeta —severidad, no en Sus modos de obrar hacia los pobres pecadores, sino en separación de los pecadores, la intransigencia en cuanto al compromiso, en cuanto a Sí mismo, que Le mantuvo aparte y Le dio Su autoridad moral, el vestido de pelo que distinguía al profeta—». Como confirmación de esta interpretación, Zacarías dice, “Y sucederá en aquel tiempo, que todos los profetas se avergonzarán de su visión cuando profetizaren; ni nunca más vestirán el manto velloso para mentir”, etc. (Zacarías 13:4; compárese con Mateo 3:4). Las dimensiones de estas cortinas difieren de las de las cortinas del tabernáculo del mismo ancho, ellas eran dos codos más largas —treinta codos en vez de veintiocho— y había una cortina más. Mientras nos vemos incapacitados para sugerir algún valor típico a los números, la razón por su mayor tamaño es, con todo, evidente. Debían sobrepasar los extremos del tabernáculo, en todos lados, de modo de proteger completamente las cortinas del mismo. “El sobrante de las cortinas de la Tienda (es decir, las cortinas de pelo de cabra), la mitad sobrante de la cortina, colgará por la parte posterior del Tabernáculo. El codo sobrante de una parte y el codo de la otra, que sobra en la longitud de las cortinas de la Tienda, colgará a los lados del Tabernáculo, a uno y otro lado para cubrirlo” (Éxodo 26:12-13, BTX). El significado será, entonces, que Cristo en todo lo que Él era, simbolizado por las cortinas interiores, era guardado del mal por esa separación perfecta que brotaba de Su pureza positiva y absoluta. Él pudo, por tanto, desafiar a Sus adversarios con las palabras, “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46). Sí, Él pudo decir a los Suyos, “viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). Fue tan completa Su separación moral de todo mal que pudo tocar aun al leproso y no contaminarse.
Los corchetes de las cortinas eran de bronce en lugar de oro. El color de las presillas (o lazadas) no se menciona. El bronce, en esta conexión, parecería significar la justicia divina, no, como se ve en el oro, según lo que Dios es en Sí mismo, sino como poniendo a prueba al hombre en responsabilidad. Esto se mostrará más plenamente cuando llegue el momento en que el altar de bronce (o de metal) será considerado. La pertinencia de esta significancia en relación con las cortinas de pelo de cabra se comprenderá de inmediato. Trae ante nosotros a Cristo como separado moralmente de los pecadores, pero probado por la justicia divina en Su senda a través de toda Su estadía terrenal —y probado, apenas hace falta añadir, sólo con el resultado del descubrimiento de que Él respondió perfectamente a cada una de sus demandas.
(3) Sobre la “tienda” —es decir, las cortinas de pelo de cara— había dos cobertores (o cubiertas); primero, uno de pieles de carnero teñidas de rojo, y luego otra de pieles de tejones. El carnero fue escogido como la ofrenda de consagración en relación con el apartamiento de los sacerdotes a su cargo. Es llamado el “carnero de las consagraciones” (Éxodo 29:27). El teñido rojo señalará, muy evidentemente, a la muerte. El significado es, por tanto, entera consagración, devoción hasta la muerte; y ¿dónde se vio jamás eso en su perfección excepto en Aquel que se humilló, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz?
Las pieles de tejones son un emblema de esa santa vigilancia exhibida en Su andar y Sus modos de obrar, que Le preservaron de todo mal. De Jerusalén se dice haber sido ‘calzada de tejón’ (Ezequiel 16:10), la provisión que Jehová había hecho para protegerla del mal en su andar. La vigilancia simbolizada así es expresada a menudo en los Salmos: “por la palabra de tus labios yo me he guardado de las vías del destructor” (Salmo 17:4, RVR1909); y otra vez, “En mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11, LBLA). Las cubiertas, por tanto, proclaman igualmente la perfección de Aquel a quien ellas tipifican. Al mismo tiempo, no se debe olvidar que los rasgos que ellas retratan deberían ser vistos en cada creyente. Ya que Él es nuestro ejemplo en todo lo que Cristo fue en Su andar a través del mundo. Si, por consiguiente, admiramos las perfecciones y excelencias que fueron exhibidas en Él, debemos recordar que Él es colocado ante nosotros como el estándar de nuestra responsabilidad.
Mi Salvador, guarda mi espíritu firme,
Siguiéndote atentamente,
Hasta que revestido de ropas blancas,
En gloria yo vea Tu faz.
Si por un momento se supone que el Tabernáculo está completo, se verá que las pieles de tejones sólo se encontraban con la mirada exterior. Pero el sacerdote, que gozaba del privilegio de entrar en el lugar santo, veía la belleza plena del lino fino torcido, el azul, la púrpura, y el carmesí, y los querubines bordados. Se trataba de Cristo afuera y de Cristo adentro, tal como era visto por el ojo natural —no descubriendo hermosura alguna en Él como para desearle; y se trataba de Cristo adentro tal como era visto por el ojo abierto por el Espíritu de Dios; Cristo, por tanto, como Aquel que “sobresale entre diez mil” (Cantares 5:10, RVA), y como “todo él, deseable” (Cantares 5:16, LBLA).

Éxodo 26:15-30: La estructura del tabernáculo

Hay varias cosas bien definidas incluidas en esta sección. En primer lugar, se describe la estructura del Tabernáculo, con sus bases.
“Y harás para el tabernáculo tablas de madera de acacia, que estén derechas. La longitud de cada tabla será de diez codos, y de codo y medio la anchura. Dos espigas tendrá cada tabla, para unirlas una con otra; así harás todas las tablas del tabernáculo. Harás, pues, las tablas del tabernáculo; veinte tablas al lado del mediodía, al sur. Y harás cuarenta basas de plata debajo de las veinte tablas; dos basas debajo de una tabla para sus dos espigas, y dos basas debajo de otra tabla para sus dos espigas. Y al otro lado del tabernáculo, al lado del norte, veinte tablas; y sus cuarenta basas de plata; dos basas debajo de una tabla, y dos basas debajo de otra tabla. Y para el lado posterior del tabernáculo, al occidente, harás seis tablas. Harás además dos tablas para las esquinas del tabernáculo en los dos ángulos posteriores; las cuales se unirán desde abajo, y asimismo se juntarán por su alto con un gozne; así será con las otras dos; serán para las dos esquinas. De suerte que serán ocho tablas, con sus basas de plata, dieciséis basas; dos basas debajo de una tabla, y dos basas debajo de otra tabla”.
“Harás también cinco barras de madera de acacia, para las tablas de un lado del tabernáculo, y cinco barras para las tablas del otro lado del tabernáculo, y cinco barras para las tablas del lado posterior del tabernáculo, al occidente. Y la barra de en medio pasará por en medio de las tablas, de un extremo al otro. Y cubrirás de oro las tablas, y harás sus anillos de oro para meter por ellos las barras; también cubrirás de oro las barras. Y alzarás el tabernáculo conforme al modelo que te fue mostrado en el monte” (Éxodo 26:15-30).
Prestando atención cuidadosamente a los detalles presentados, se verá que el número de las tablas que constituyen el tabernáculo era de cuarenta y ocho. Había veinte para el lado sur (versículo 18); veinte para el lado norte (versículo 20); seis para el lado del tabernáculo que miraba al oeste (occidente) (Versículo 22); y dos para las esquinas del tabernáculo en los dos ángulos posteriores (versículo 23) —constituyendo el total de cuarenta y ocho—. Observen, luego, que cada una de esas tablas tenías dos espigas (versículo 17); y cada espiga tenía como su base, o fundamento, una base (basa) de plata (versículos 19 y 25). Adicionalmente, había cuatro bases bajo las columnas para el velo de obra primorosa (versículos 32-33); de modo que había cien bases de plata debajo y soportando la estructura del Tabernáculo.
(1) Comenzando, entonces, en la base, se puede considerar, en primer lugar, la enseñanza típica de las bases de plata. Dejando, no obstante, la exposición plena de ella hasta que lleguemos al tema en el capítulo 30, será suficiente indicar ahora sus perfiles. Encontramos, entonces, que cuando el pueblo fue censado, cada hombre debía dar medio siclo de plata a Jehová como rescate por su persona, para que el rico diese lo mismo que el pobre, y el pobre lo mismo que el rico; y para que este dinero de “expiación” fuera designado para el servicio del tabernáculo (Éxodo 30:11-16). En otra Escritura, se declara que la suma dada así ascendió a cien talentos, y mil setecientos setenta y cinco siclos; y que los cien talentos se usaron para las bases de las tablas, etc., y el resto para los ganchos (o capiteles) de las columnas, etc. (Éxodo 38:27-28). De este modo, es evidente que las bases de plata, habiendo sido hechas del dinero del rescate, son una figura de la expiación, de la sangre de Cristo, que Él dio en rescate por muchos (Mateo 20:28). Es aludiendo a esto, y a Números 31:49-54 que Pedro escribe a los creyentes Judíos, “no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata” (1 Pedro 1:18, LBLA). La verdad bienaventurada enseñada es, por tanto, que la morada de Dios se fundamenta sobre la redención, la redención que ha sido efectuada a través de la sangre preciosa de Cristo. Pero la morada de Dios se compone ahora de creyentes, y de ahí que la iglesia como tal, y cada creyente individual como formando parte de la iglesia (ya que todo Israelita de la edad requerida estaba representado en el dinero de expiación), se sitúan delante de Dios sobre el fundamento seguro y eficaz de la expiación cumplida. El terreno de la posición de cada creyente es la sangre preciosa de Cristo, y por eso Él aparece ante Dios en todo su inefable e infinito valor.
Ahora bien, tal como se explicó, había cien de estas bases —es decir, diez veces diez—. Diez es el número de la responsabilidad hacia Dios. La sangre de Cristo, por tanto, representada por la plata, ha cumplido con la expresión más elevada de nuestra responsabilidad hacia Dios, ha llevado a cabo una expiación adecuada —adecuada plenamente— a todas las demandas de Dios, y por eso nos limpió completamente y para siempre. Bien puede el alma, en la percepción de esta obra perfecta, exclamar gozosamente,
En Cristo la Roca sólida estoy de pie,
Todo otro terreno se hunde en la arena
(2) Consideremos ahora las tablas; y en primer lugar, en cuanto a su material, forma, y longitud. Estaban hechas de los mismos materiales del arca, y de la mesa de los panes de la proposición —de madera de Sittim (especie de acacia), cubierta con oro— (Éxodo 26:15,29). Ellas se refieren, por tanto, a Cristo de manera primordial; pero también, como se verá, al creyente. Cada tabla tenía dos espigas —las cuales encajaban en sus respectivas bases de plata—. Dos en la Escritura es el número del testimonio adecuado; como, por ejemplo, “Por boca de dos o de tres testigos se decidirá todo asunto” (2 Corintios 13:1, Deuteronomio 19:15). Cada tabla contenía en sí misma, por tanto, un testimonio adecuado al valor y la plenitud de la expiación sobre la cual reposa. (Compárese con 1 Juan 5:6). La longitud de cada tabla era de diez codos (Éxodo 26:16). Esto señala, nuevamente, a la responsabilidad hacia Dios —de aplicación, en este caso, a los creyentes—. Teniendo una posición delante de Dios sobre el terreno de la redención, jamás se ha de olvidar la responsabilidad. La posición es, de hecho, la medida de ella; y, conforme a esto, cada tabla era de diez codos de largo.
En conjunto, como hemos visto, su número era de cuarenta y ocho —es decir, doce veces cuatro—. Doce es la perfección administrativa mostrada en toda su integridad en Cristo, o, si se toman las tablas en relación con la morada divina, mediante la casa de Dios. Lo primero será presenciado durante el milenio; y, en un aspecto, lo segundo también, ya que Cristo no reinará aparte de la iglesia. Los dos números, doce y cuatro, son así característicos de la ciudad santa, la Nueva Jerusalén. Puede ser que la Iglesia formada en Pentecostés en Jerusalén, organizada bajo los doce apóstoles, fuese una sombra pasajera de esta perfección administrativa.
Una cosa más es evidente —la provisión hecha para la seguridad de ellas cuando se asentasen en sus bases de plata—. Había cinco barras de madera de Sittim en cada lado, que se colocaban a través de argollas (o anillos) de oro (Éxodo 26:26-29); y, además, las tablas se unían en las esquinas mediante argollas (versículo 24). La argolla (o anillo) es un símbolo de seguridad —no existiendo final para ella (por ser un círculo)—; y, por consiguiente, ya que las barras eran para fortalecer y asegurar la estructura, las dos unidas bien pueden significar la seguridad eterna. Y de esto disfrutan tanto la iglesia como el creyente individual. Con respecto a la primera, el propio Señor dijo, “sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18); y de los últimos, “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27-28).
Una vez completadas las tablas, han de ser colocadas después en sus lugares. Y observen que, una vez más, a Moisés se le advirtió que hiciera todo conforme al modelo que había visto en el monte. Debía ser verdaderamente una “representación y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:5, VM), y, por consiguiente, no había espacio para pensamientos o imaginación humanos. La parte de Moisés era la obediencia y la fidelidad en la ejecución del diseño celestial. Así es ahora en cuanto a la fidelidad a la Palabra de Dios, la obediencia a cada parte de ella, ya que es lo que Dios demanda de los creyentes en relación con Su iglesia. Una vez que se admiten las regulaciones humanas, la autoridad humana, la iglesia deja, en ese caso, de ser un testigo verdadero para Dios. Esta es la tercera vez que se ha presentado este mandato —mostrando la importancia de la obediencia ante los ojos de Dios.

Éxodo 26:31-37: El velo de obra primorosa, etc.

La estructura del Tabernáculo, considerada en el capítulo anterior, comprendía el Tabernáculo propiamente dicho; es decir, el lugar santo, y el lugar santísimo. Afuera de esto, como se verá a su debido tiempo, estaba el atrio del Tabernáculo, completando la triple división. Pero dentro de la estructura había solamente estos dos —el lugar santo y el lugar santísimo—. Hasta ahora, sin embargo, no se ha mostrado esta división; pero ahora se hace provisión para ello en la instrucción dada en la siguiente Escritura concerniente al velo.
“También harás un velo de azul, púrpura, carmesí y lino torcido; será hecho de obra primorosa, con querubines; y lo pondrás sobre cuatro columnas de madera de acacia cubiertas de oro; sus capiteles de oro, sobre basas de plata”.
“Y pondrás el velo debajo de los corchetes, y meterás allí, del velo adentro, el arca del testimonio; y aquel velo os hará separación entre el lugar santo y el santísimo. Pondrás el propiciatorio sobre el arca del testimonio en el lugar santísimo. Y pondrás la mesa fuera del velo, y el candelero enfrente de la mesa al lado sur del tabernáculo; y pondrás la mesa al lado del norte. Harás para la puerta del tabernáculo una cortina de azul, púrpura, carmesí y lino torcido, obra de recamador. Y harás para la cortina cinco columnas de madera de acacia, las cuales cubrirás de oro, con sus capiteles de oro; y fundirás cinco basas de bronce para ellas” (Éxodo 26:31-37).
(1) Hay varios puntos claramente definidos a ser considerados en la descripción del velo. En cuanto a sus materiales, se percibirá que corresponden en cada detalle a los de las cortinas que forman el Tabernáculo (Éxodo 26:1). Así como en estas, por tanto, igualmente en el velo, es Cristo quien es presentado —Cristo en lo que Él es en cuanto a Su naturaleza y carácter, Cristo, en lo que será como Hijo del Hombre e Hijo de David en las glorias futuras de Su reino milenial, y Cristo, además, como Hijo del Hombre investido de poder judicial supremo—. Pero hay una diferencia que debe ser observada. En las cortinas del Tabernáculo el lino fino (lino torcido) está en primer lugar; aquí tiene la precedencia el azul, y el lino fino ocupa el último lugar. La razón es que las cortinas muestran a Cristo en relación con la tierra, y de ahí que la pureza absoluta de Su naturaleza sea la primera cosa declarada; mientras que el velo muestra a Cristo más bien en relación con el cielo, y, por consiguiente, el azul —Su carácter celestial— es prominente. La interpretación del velo se encuentra en la epístola a los Hebreos: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne,  ... ” (Hebreos 10:19-20). De estas dos cosas se puede deducir, en primer lugar, que tal como el velo en el Tabernáculo ocultaba la escena de la presencia y manifestación inmediatas de Dios, así la carne de Cristo, del Cristo encarnado, ocultaba, del ojo natural, la morada de la presencia de Dios. Él era Dios manifestado en carne; pero el propósito de Su carne, al mismo tiempo, fue para cegar los ojos de los hombres a este hecho asombroso. Lo segundo es que tal como el velo era el único camino de entrada al lugar santísimo, así Cristo es el único camino a Dios. Él dijo así a Tomás, “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
Los apoyos del velo eran triples. Estaban, en primer lugar, las columnas (o pilares), luego los ganchos (o corchetes), y por último, las cuatro bases (o basas) de plata (Éxodo 26:32). Las columnas (o pilares) eran de madera de Sittim (especie de acacia), cubiertas con oro —como se ve en las tablas, etc. Esto simboliza, como se mostró más de una vez, la Persona de Cristo en Sus dos naturalezas, humana y divina —como el Dios-hombre—. La lección es, entonces, —en la medida que en velo se apoyaba en estas columnas— que todo en la redención depende de la Persona de Cristo. Si Él no hubiese sido hombre, no podía haber muerto por nuestros pecados; y si hubiese sido hombre solamente, Su sacrificio no habría sido de beneficio alguno para todo Su pueblo. Pero siendo Dios y hombre, Él pudo hacer propiciación por los pecados de Su pueblo y por los de todo el mundo (1 Juan 2:2). El valor completo de Su obra emana de Su Persona; y de ahí la importancia de asir la enseñanza Escritural verdadera sobre este punto, y de guardar esta muy bienaventurada doctrina en todo tiempo. Si la verdad acerca de la Persona de Cristo pudiese ser socavada, todo el tejido y toda la estructura de la redención se pondrían en peligro. De ahí el cuidado y, se puede añadir, el deleite del Espíritu de Dios en testificar de ella en cada aspecto y forma, en figura y tipo, así como también en palabras bien definidas. Los ganchos (o corchetes) eran de oro. Oro es justicia divina. Entonces, si como se ha mostrado, todo en la redención depende de la Persona de Cristo, es igualmente verdad, como se ve en el hecho de que el velo estaba suspendido sobre estos ganchos de oro, que todo depende igualmente de la exhibición de la justicia de Dios en Cristo. O se podría afirmar aún más directamente, que Cristo ocupa el lugar del camino a Dios en justicia divina. Porque, dado que Él glorificó a Dios en la tierra, y terminó la obra que Él le dio para hacer, la justicia de Dios se vio al resucitarle de los muertos, y sentarle a Su diestra. Todo lo que Dios es, está involucrado, e involucrado justamente, en colocarle y sostenerle en la posición que Él así ocupa. Las bases (o basas) eran de plata —figura de la sangre de la expiación—. Esto nos lleva al fundamento de todo —la obra que Cristo realizó en la cruz—. Estas dos cosas —la sangre y el velo— se unen en el pasaje ya citado de los Hebreos. Dios jamás permitirá que se olvide que la cruz es el fundamento de todo, de la bendición tanto de la iglesia como de Israel, así como también de la reconciliación de todas las cosas. Y el deleite de Su corazón en lo que Cristo es y ha hecho, está suficientemente revelado en el hecho de que cada cosa minuciosa en relación con Su santuario señale a lo uno o a lo otro —todas revelando igualmente, si bien en aspectos diferentes, a Cristo y Su obra.
La posición del velo es muy importante. “Y pondrás el velo debajo de los corchetes, y meterás allí, del velo adentro, el arca del testimonio; y aquel velo os hará separación entre el lugar santo y el santísimo” (Éxodo 26:33). Aísla así, como se explicó anteriormente, el lugar santísimo, en cual el arca del testimonio —el trono de Dios en la tierra— estaba situada, de modo que nadie pudiese entrar allí, excepto Aarón una vez al año en el gran día de la expiación (Levítico 16). Se puede preguntar, ¿Y cuál era el significado de esto? La respuesta se puede dar en las palabras de la Escritura: “Queriendo el Espíritu Santo dar a entender esto: que el camino al Lugar Santísimo aún no había sido revelado en tanto que el primer tabernáculo permaneciera en pie” (Hebreos 9:8, LBLA). Entonces, como hemos visto, si por una parte el velo, como una figura de Cristo, enseña la verdad bienaventurada de que sólo a través de Cristo se puede obtener acceso a Dios, por otra parte, el velo en sí mismo habla de distancia y ocultamiento. Dios, en efecto, no se podía revelar a Si mismo, no podía salir de manera justa al pecador, o hacer entrar al pecador a Él, hasta que la cuestión del pecado fuese abordada y zanjada de una vez y para siempre. Cristo hizo esto, y, como una consecuencia, en cuanto Él entregó el espíritu, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo (Mateo 27). El velo en el Tabernáculo, por tanto, mostraba que el camino al lugar santísimo no había sido manifestado aún, y mediante eso, no sólo demostraba que no se había abordado aún la cuestión del pecado, sino también que el pueblo estaba compuesto de pecadores, y como tales no aptos para la presencia de Dios. Tanto los dones como los sacrificios eran ofrecidos a favor de ellos, pero estos no podían perfeccionarlos, con respecto a la conciencia, de otra manera habrían poseído un derecho inderogable para entrar en el lugar santísimo (Hebreos 9:9). No; no era posible que la sangre de toros y de machos cabríos quitaran los pecados (Hebreo 10:4); y por eso, con la culpa atada a sus conciencias, no se atrevían a entrar a la presencia de un Dios santo; y Él (que esto sea dicho con toda reverencia) no podía salir a ellos, porque Dios en Su santidad es fuego consumidor.
La existencia del velo revela, por tanto, el contraste entre la posición de Israel y la de los creyentes. Israel estuvo excluido, nunca tuvo acceso al lugar santísimo; sólo a Moisés, reconocido, en gracia, como el mediador, y a Aarón como el sumo sacerdote, una vez al año, se les permitió entrar. Pero ahora cada creyente goza de este precioso privilegio. (Véase Hebreos 10:19-22). El velo se rasgó; porque “cuando Cristo apareció como sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de un mayor y más perfecto tabernáculo, no hecho con manos, es decir, no de esta creación, y no por medio de la sangre de machos cabríos y de becerros, sino por medio de su propia sangre, entró al Lugar Santísimo una vez para siempre, habiendo obtenido redención eterna” (Hebreos 9:11-12, LBLA). Nuestro lugar de adoración está, por tanto, detrás del velo rasgado; y podemos entrar con toda confianza, porque Cristo “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14).
Tampoco se debe olvidar otro contraste. Aun cuando Aarón entraba al lugar santísimo, él no estaba en la presencia de Dios de la manera en que el creyente lo está actualmente. Dios se reveló en aquel entonces sólo como Jehová; pero ahora los creyentes Le conocen como Dios y Padre de ellos. Por eso el apóstol dice, “por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18; véase también Juan 20:17). Por lo tanto, mientras nos llenamos de admiración ante la sabiduría de Dios, como se ha visto en las glorias y esbozos de Cristo representados en el Tabernáculo, nos vemos constreñidos a inclinarnos delante de Él con alabanza de adoración cuando conocemos, por contraste, la gracia que nos ha llevado al pleno goce de todo lo que está tipificado aquí, y aun de mayores bendiciones que estas.
(2) La disposición de los enseres santos sigue a continuación (Éxodo 26:33-35). Será necesario recordar, una vez más, que el altar del incienso no se describe aún, porque es un símbolo de acercamiento (aproximación) (y por eso pertenece a la última división de esta sección). Los artículos presentados aquí son todos símbolos de exhibición. Dejando por esta razón, por el presente, cualquier exposición detallada, se puede presentar una breve nota acerca de la disposición en esta escritura. El arca, antes que nada, debía ser colocada en el lugar santísimo, y el propiciatorio sobre el arca del testimonio —con ‘los querubines de gloria cubriendo el propiciatorio’— (Hebreos 9:5). Nada más se encontraba en el lugar santísimo, porque, como se explicó anteriormente, era la escena de la presencia y manifestación de Dios. Allí, morando entre los querubines, se accedía a Él con el incienso quemado sobre las brasas sacadas de sobre el altar de oro, y con la sangre de los sacrificios en el día de la expiación; y Moisés estuvo allí para recibir comunicaciones para el pueblo. El velo de obra primorosa lo aislaba del lugar santo. Era, por tanto, el compartimiento más interior del Tabernáculo. Afuera del velo, en el lugar santo, se disponía la mesa de los panes de la proposición y el candelero; este último en el norte y la mesa en el lado sur. Tomando prestado el lenguaje de otro escritor, « Afuera del velo estaban la mesa con sus doce panes y el candelero de oro. Doce es la administración perfecta en el hombre; siete es la plenitud espiritual, sea en el bien o en el mal. Los dos se encuentran afuera del velo, adentro lo que era la manifestación más inmediata de Dios, el Supremo, pero que se ocultaba, por decirlo así, en tinieblas. Aquí (en el lugar santo) había luz y sustento; Dios en poder en unión con la humanidad; y Dios dando la luz del Espíritu Santo. Por eso es que tenemos doce apóstoles unidos al Señor en la carne, y siete iglesias para Él, el cual tiene los siete Espíritus de Dios. Las doce tribus eran, por aquel momento, lo que respondía externamente a esta manifestación. Ello se encuentra en la nueva Jerusalén. La idea primordial es la manifestación de Dios en el hombre y por el Espíritu». Y estas dos verdades están relacionadas —relación mostrada por las posiciones relativas de la mesa y del candelero; la luz del candelero testificando siempre, de hecho, de la verdad personificada en la mesa de los panes de la proposición.
(3) La última cosa relacionada con esta parte del tema es la “cortina para la entrada de la tienda” (Éxodo 26:36, LBLA). Esta “cortina” aísla el lugar santo del atrio del Tabernáculo, y formaba la puerta de entrada a él. Ocupaba la misma posición con referencia al lugar santo, tal como el velo de obra primorosa lo hacía con respecto al lugar santísimo. Por tanto, cuando los sacerdotes venían desde el atrio (no descrito aún), pasaban al lugar santo a través de esta “cortina” para llevar a cabo su servicio. Sus materiales corresponden a los del velo de obra primorosa. Pero hay una diferencia importante. No había querubines bordados sobre la “cortina”. Aparte de eso, era igual; y por eso es que la enseñanza típica de la una se aplicará a la otra. Entonces, ¿cuál es el significado de la omisión de los querubines? Estos, se recordará, presentaban al Hijo del Hombre en Su carácter judicial. La “cortina”, entonces, al igual que el velo, es una figura de Cristo —con Su carácter judicial cuidadosamente excluido—. La razón es obvia. En la “cortina”, Él es presentado en gracia, hacia aquellos que estaban afuera, como el camino a la posición y privilegios de sacerdotes, como el camino a la presencia de Dios en este carácter.
Las columnas están hechas también del mismo material, así como los ganchos (“Y harás cinco columnas de acacia para la cortina, y las revestirás de oro, y sus ganchos serán también de oro; y fundirás cinco basas de bronce para ellas”; Éxodo 26:37, LBLA); y señalan, igualmente, a la Persona de Cristo, y a la justicia divina, cumplida y mostrada en Él estando a la diestra de Dios. Pero hay cinco columnas en lugar de cuatro. Esto puede surgir de lo que ya se ha declarado —que la “cortina” es Cristo en presentación al mundo en cuanto a la raza, y trae así con ello el pensamiento de responsabilidad hacia el hombre—. Las bases (o basas) eran de bronce en lugar de plata. El bronce, como siempre, es la justicia divina probando al hombre en responsabilidad. Esto se explicará más plenamente en el capítulo siguiente; pero se comprende fácilmente que se trata Cristo presentado en gracia, y de Cristo presentado al hombre responsable, y de ahí una prueba para el mismo hombre. En el momento, no obstante, en que la cuestión del pecado queda zanjada, no sólo delante de Dios, sino también para su propia conciencia, Cristo llega a ser para él, el camino a la presencia de Dios. A partir de ahí, todo está basado en plata, ya que él está ahora sobre una expiación cumplida; en Cristo él tiene redención por Su sangre (Efesios 1:7; Colosenses 1:14).
Todo sigue retratando a Cristo. Puede ser, e indudablemente lo es, difícil interpretar algunos de los detalles minuciosos; no obstante, si Cristo está delante del alma, algún rayo de Su gloria se descubrirá pronto. Que haya paciencia y consciente dependencia, combinada con vigilancia contra la actividad de la mente, y el Espíritu de Dios se deleitará en revelar estas sombras a las almas de Su pueblo.

Éxodo 27:1-8: El altar de bronce

Pasando hacia el exterior desde el lugar santo, la primera cosa que se encontraba, cuando el Tabernáculo y todos sus arreglos estaban debidamente ordenados, era la fuente. Pero esta se omite aquí por la misma razón que el altar del incienso no fue descrito en el último capítulo considerado, debido a que era un símbolo de acercamiento (aproximación), y no de exhibición; y, por consiguiente, el altar de bronce es presentado a continuación. Se verá que este altar tenía un carácter peculiar. Era una manifestación de Dios, y, a la vez, el lugar de encuentro entre Él y el pecador. Es, en este aspecto, el límite de Su exhibición; es decir, Él no sale en manifestación más allá de este límite; porque, encontrando aquí al pecador, el pecador (es decir, el sacerdote actuando a favor de él), cuando todo está preparado, tiene la libertad de pasar al interior desde este punto, y necesitaría, de allí en adelante, los símbolos de acercamiento (aproximación).
“Harás también un altar de madera de acacia de cinco codos de longitud, y de cinco codos de anchura; será cuadrado el altar, y su altura de tres codos. Y le harás cuernos en sus cuatro esquinas; los cuernos serán parte del mismo; y lo cubrirás de bronce. Harás también sus calderos para recoger la ceniza, y sus paletas, sus tazones, sus garfios y sus braseros; harás todos sus utensilios de bronce. Y le harás un enrejado de bronce de obra de rejilla, y sobre la rejilla harás cuatro anillos de bronce a sus cuatro esquinas. Y la pondrás dentro del cerco del altar abajo; y llegará la rejilla hasta la mitad del altar. Harás también varas para el altar, varas de madera de acacia, las cuales cubrirás de bronce. Y las varas se meterán por los anillos, y estarán aquellas varas a ambos lados del altar cuando sea llevado. Lo harás hueco, de tablas; de la manera que te fue mostrado en el monte, así lo harás” (Éxodo 27:1-8).
Antes de emprender la consideración de los usos del altar, será necesario explicar su significado típico. La madera de Sittim (especie de acacia) se encuentra aquí del mismo modo que sucede con el arca, las tablas, etc. Pero estaba cubierta con bronce en vez de oro. El bronce, de hecho, es su característica. Pues bien, el bronce es la justicia divina, no como la simbolizada por el oro según lo que Él es en Sí mismo, es decir, adecuado a la naturaleza divina, sino como probando al hombre en responsabilidad. Se ha relacionado siempre con el bronce, a causa de esto, un cierto aspecto judicial, en la medida que, encontrando al hombre en responsabilidad, necesariamente le juzga debido a que es un pecador. Entonces el altar, como un todo, es Dios manifestado en justicia. Por eso formaba el lugar de encuentro entre Dios y el pecador; ya que mientras el pecador está en sus pecados, Dios puede encontrarse con él sólo sobre ese terreno, donde está bajo responsabilidad. El altar, por consiguiente, era la primera cosa que encontraba el ojo del pecador que salía del mundo y entraba al atrio del Tabernáculo. Pero en aquel entonces era un altar —y como tal un símbolo de la cruz de Cristo—. Por tanto, cuando el pecador venía al altar, cuando venía creyendo en la eficacia del sacrificio, aunque el altar le probaba en responsabilidad, él encontraba que todos sus pecados habían desaparecido, y que podía estar delante de Dios en todo el olor grato del sacrificio que había sido consumido allí.
La posición misma del altar muestra este carácter. Estaba justo afuera del mundo, y justo adentro del atrio. Del mismo modo cuando Cristo fue rechazado, Él fue echado del mundo —levantado por sobre él, cuando fue clavado al vergonzoso madero—. Pero allí en la cruz, tal como en el altar en figura, Él se encontró y cargó con toda la responsabilidad del hombre, «se sometió a todo el santo juicio de Dios contra el pecado, y respondió tan abundantemente a cada demanda de Su gloria, que el fuego se alimentó con gratitud del sacrificio, el cual, consumido totalmente sobre el altar, subió a Dios como olor grato de aceptación. Era el holocausto, y no la ofrenda por el pecado que se colocaba sobre el altar de bronce. La ofrenda por el pecado era quemada fuera del campamento. El altar de bronce enseña, más bien, que podemos acercarnos con santo denuedo a Su presencia».
Si consideramos ahora los usos del altar, recabaremos más enseñanza sobre este punto. Era, preminentemente, como se declaró recién, el altar del holocausto (Levítico 1). Además de esto, partes de la oblación (u, ofrenda vegetal), del sacrificio de paz, y, de hecho, de la ofrenda por el pecado, eran quemadas también sobre “el altar del holocausto” (Levítico 2:2; 3:5; 4:10). Sin entrar, en este momento, en las características específicas de estos varios sacrificios, será suficiente decir que ellos prefiguran diferentes aspectos de la muerte de Cristo; y es, por tanto, en la combinación de todos, que nosotros aprendemos el valor infinito, y la preciosura inefable de aquel sacrificio único que ellos tipifican. El altar de bronce habla, por tanto, de Cristo, de aquel único sacrificio de Cristo cuando mediante el Espíritu eterno se ofreció a Sí mismo sin mancha a Dios (Hebreos 9:14). Por tanto, cuando el pecador (un Israelita) traía un sacrificio, reconocía por ese mismo acto, que no podía, por sí mismo, satisfacer las justas demandas de Dios, que él era un pecador, y que como tal, había pecado a costa de su vida; y de ahí que trajese otra vida para ser ofrecida en su lugar. Viniendo así, él mismo se identificaba con el sacrificio, como se muestra en el hecho de poner su mano sobre la cabeza de la ofrenda (Levítico 1:4, etc.). Si traía una ofrenda por el pecado, cuya grosura que estaba sobre las entrañas, etc., se quemaba sobre este altar (véase Levítico 3), cuando ponía su mano sobre su cabeza, su culpa era transferida (en figura) a la ofrenda, y por consiguiente, era quemada como cosa inmunda —cargada con los pecados del oferente— fuera del campamento. Si se trataba de un holocausto, mediante el mismo acto de poner su mano sobre la cabeza de la víctima él mismo llegaba a transferirse, por decirlo así, completamente identificado con toda la aceptación del sacrificio. Dos cosas se llevaban a cabo de esta manera. Por una parte, sus pecados eran quitados de la vista de Dios; por la otra, él era llevado ante Dios en toda la aceptación de Cristo. De este modo, si el altar probaba al hombre en justicia, revelaba, a la vez, la gracia que había proporcionado un sacrificio perfecto a su favor; de modo que Dios podía encontrarse con él en gracia y amor, así como también en justicia, y darle derecho a estar en aceptación perfecta en Su santa presencia. El tamaño mismo del altar ilustra esta verdad. Era un cuadrado de cinco codos. Era la responsabilidad hacia el hombre mostrada y cumplida completamente en la cruz de Cristo.
¡Qué abundante, entonces, el aliento que Dios da al pecador! Las demandas de Su trono, Su gobierno, han sido satisfechas mediante el altar; porque la sangre ha sido rociada sobre él, y el sacrificio ha sido consumido. Él puede, por tanto, recibir en gracia y en justicia a todo aquel que, en fe, se acerca al altar; y es para anunciar estas buenas nuevas que el evangelio es enviado a todas partes. La cruz de Cristo es ahora el lugar de encuentro entre Dios y el pecador. Es sobre el fundamento de lo que se cumplió allí que Él pueda ser el justo y el Justificador de todo aquel que cree en Jesús (Romanos 6:23). No hay otro terreno sobre el cual Él puede traer al pecador a Su presencia. Si el Israelita rechazaba el altar de bronce, él mismo se excluía para siempre de la misericordia de Dios; y, de igual manera, todo aquel que rechaza la cruz de Cristo, se excluye para siempre de la esperanza de salvación.
Los cuernos del altar pueden ser considerados también. Había cuatro —uno en cada esquina— (Éxodo 27:2). En ciertos casos la sangre del sacrificio era rociada sobre estos, como por ejemplo, en la ofrenda por el pecado del jefe, o por el pecado de una persona común del pueblo (Levítico 4:25,30, etc.). El cuerno es un símbolo de fortaleza. Por tanto, cuando la sangre era rociada sobre los cuernos, toda la fortaleza del altar (y dicha fortaleza se exhibía en toda su integridad) que había estado en contra, es ejercida ahora a favor del pecador. Los cuernos del altar llegan a ser, de este modo, un lugar de refugio, un asilo inviolable, para todos los que estaban legítimamente bajo la protección de ellos sobre el terreno de la sangre rociada. Joab buscó esta protección cuando huyó de Salomón (1 Reyes 2:28); pero, ya que no tenía ningún derecho a ella pues era un homicida, fue muerto. Esto es como el pecador que al fin de su vida, de buena gana reclamaría los beneficios de la muerte de Cristo para escapar del juicio, aunque esté alejado aún de Él en su corazón. Pero dondequiera que haya confianza en el valor del sacrificio que ha sido ofrecido a Dios sobre el altar, no hay poder en la tierra que pueda tocar el alma que reposa bajo su amparo y protección.
El alma que se inclinó para reposar en Jesús,
No la abandonaré, no la abandonaré a sus enemigos;
Aunque todo el infierno trate de sacudir esa alma,
Yo jamás, jamás la abandonaré
Será interesante considerar, por un momento, la provisión para el traslado detallada en Números 4: “Quitarán la ceniza del altar, y extenderán sobre él un paño de púrpura; y pondrán sobre él todos sus instrumentos de que se sirve: las paletas, los garfios, los braseros y los tazones, todos los utensilios del altar; y extenderán sobre él la cubierta de pieles de tejones, y le pondrán además las varas” (Números 4:13-14). La púrpura (o escarlata) es realeza, y esto hace que la interpretación sea evidente. Se trata de los sufrimientos de Cristo —tal como son vistos en el altar— y de las glorias que habían de seguir, tal como lo muestra la púrpura. Primero la cruz, y luego la corona. Pero el altar estaba en el desierto, y por eso las pieles de tejones estaban afuera, cubriendo la púrpura. No había llegado aún el tiempo para la asunción de la gloria real de Cristo. Mientras tanto, sólo se veían las pieles de tejones —emblema de esa santa vigilancia que Le guardaba del mal mientras pasaba por el desierto en rechazo, y mientras esperaba el tiempo de Su reino.
Todos los utensilios del altar estaban hechos de bronce, en armonía con su rasgo característico. Las varas, con las que el altar debía ser trasladado, eran de madera de Sittim (especie de acacia) y bronce, tal como el altar mismo. Finalmente, se le recuerda una vez más a Moisés que el modelo que le fue mostrado en el monte debía ser su guía. Sólo la sabiduría de Dios pudo concebir el altar que debía personificar tantas verdades bienaventuradas. Un rey Acaz, entusiasmado por la belleza del altar Sirio, pudo rechazar el altar de Dios (2 Reyes 16); pero fue su ruina y la de todo Israel (2 Crónicas 28:23). Así ahora los hombre pueden rechazar la predicación de la cruz de Cristo, hallando en ella, según sus pensamientos, o bien una piedra de tropiezo o bien necedad, y escoger un altar para la adoración de ellos que satisfaga sus propios gustos estéticos, y que no ofenderá, por tanto, los prejuicios del hombre natural; pero, como en el caso de Acaz, ello sólo puede terminar en su ruina eterna. Sólo Dios puede prescribir el modo y el método adecuados de acceso a Él mismo.

Éxodo 27:9-19: El atrio del tabernáculo

Habiendo sido prescrito el altar de bronce, el atrio del Tabernáculo sigue a continuación. Se recordará que este era el espacio abierto que rodeaba el Tabernáculo, cercado mediante cortinas de lino fino torcido, como se detalla en esta Escritura. Este atrio formaba la tercera división —cuando es considerado como una parte, o más bien, como estando conectado con el Tabernáculo propiamente dicho—. En este último, como se mostró anteriormente, estaban el lugar santísimo, siendo el compartimiento más interior; luego, pasando hacia afuera, el lugar santo; y después el atrio que es presentado aquí. Este es también una manifestación de Dios —enseñando de qué manera Cristo está siempre ante la mente del Espíritu en cada parte del santuario; y que Cristo es así la única llave para descubrir sus misterios.
“Harás también el atrio del tabernáculo. Al lado sur habrá cortinas de lino fino torcido para el atrio, de cien codos de largo por un lado. Sus columnas serán veinte, con sus veinte basas de bronce; los ganchos de las columnas y sus molduras serán de plata. Asimismo a lo largo del lado norte habrá cortinas de cien codos de largo y sus veinte columnas con sus veinte basas serán de bronce; los ganchos de las columnas y sus molduras serán de plata. Para el ancho del atrio en el lado occidental habrá cortinas de cincuenta codos con sus diez columnas y sus diez basas. Y el ancho del atrio en el lado oriental será de cincuenta codos. Las cortinas a un lado de la entrada serán de quince codos con sus tres columnas y sus tres basas. Y para el otro lado habrá cortinas de quince codos con sus tres columnas y sus tres basas. Y para la puerta del atrio habrá una cortina de veinte codos de tela azul, púrpura y escarlata, y de lino fino torcido, obra de tejedor, con sus cuatro columnas y sus cuatro basas. Todas las columnas alrededor del atrio tendrán molduras de plata; sus ganchos serán de plata y sus basas de bronce. El largo del atrio será de cien codos, y el ancho de cincuenta por cada lado, y la altura cinco codos; sus cortinas de lino fino torcido, y sus basas de bronce. Todos los utensilios del tabernáculo usados en todo su servicio, y todas sus estacas, y todas las estacas del atrio serán de bronce” (Éxodo 27:9-19; LBLA).
A partir de esta descripción resulta claro que el atrio del Tabernáculo era de cien codos de longitud, y cincuenta codos de ancho (versículos 9-13). Estaba hecho como sigue: primero, había veinte columnas en cada uno de los dos lados, norte y sur (versículos 10-11), y luego diez columnas (o pilares) en cada uno de los dos extremos, al este (oriente) y al oeste (occidente) —las columnas del lado este (oriental), el lado de la entrada, estando formado de tres columnas a cada lado de la entrada, y cuatro para la cortina de la puerta del atrio— (versículos 12-16). Había sesenta columnas en total. Sobre estas columnas —o para hablar exactamente, sobre cincuenta y seis de ellas, excluyendo las cuatro que eran para colgar la cortina de la puerta— se colgaba el lino fino torcido que formaba el atrio. De este había cien codos en cada lado, cincuenta codos en el extremo oeste (occidente), y treinta en el este (oriente) (versículos 9-15) —doscientos ochenta codos en total—. La puerta de entrada, en el lado este (oriente), estaba compuesta de azul, y púrpura (o escarlata), e hilo fino torcido, de obra de recamador —al igual, en cada aspecto, que la cortina para la entrada al lugar santo— y era de veinte codos de longitud. Las basas (bases) de las columnas eran todas de bronce, y los ganchos (capiteles) y molduras para la cortina eran de plata (versículo 17). Se percibirá que la enseñanza típica de estas cosas brota de su doble presentación simbólica de Cristo y del creyente.
El lino fino torcido es un emblema, como se ha mostrado más de una vez, de la pureza sin mancha de Cristo, de la pureza positiva de Su naturaleza. Aquí se puede ver de otra manera. La medida total de estas cortinas de lino fino torcido era de doscientos ochenta codos. En las cortinas del Tabernáculo (Éxodo 26:1-2) había también doscientos ochenta codos —habiendo allí diez cortinas, y cada cortina siendo de un largo de veintiocho codos—. Las medidas de estas dos eran, por tanto, iguales. Las cortinas del Tabernáculo presentan a Cristo, a Cristo en Su naturaleza y carácter, y a Cristo en Sus glorias y autoridad judicial futuras; pero presentado así, Él era para los ojos de Dios, y para los ojos del sacerdote. Él no podía ser visto como tal desde afuera, sólo desde dentro. Las cortinas de lino fino torcido presentan también a Cristo, pero no tanto a los que están adentro como a los que están afuera. Podían ser vistas por todos en el campamento. Se trata, por tanto, de la presentación de Cristo al mundo, de Cristo en la pureza de Su naturaleza. Él podía desafiar así a Sus adversarios a que probasen, o le convencieran, que tenía pecado (Juan 8:46); Pilato tuvo que confesar una y otra vez que no hallaba delito alguno en Él; y las autoridades judías, aunque procuraban, con el ‘ojo de lince’ de la malicia, no lograron establecer, o incluso presentar, una sola prueba de fracaso. Ni una sola partícula se pudo detectar sobre el lino fino torcido de Su vida santa, Su vida de justicia práctica que emanaba de la pureza de Su ser.
Hay otra cosa. Estas cortinas eran de 5 codos de alto (Éxodo 27:18); y el largo de ellas en los lados era de cien codos, y a los dos extremos cincuenta y treinta codos respectivamente. Todos estos últimos números se pueden dividir por diez y por cinco. Aceptando, entonces, que el poder de estos números como responsabilidad para con Dios, y responsabilidad para con el hombre, se entiende que la pureza inmaculada de Su vida brotó del hecho de que Él cumplió perfectamente esta doble responsabilidad. Él amó a Dios con todo Su corazón, y a Su prójimo como a Sí mismo, sí, y más que a Sí mismo. Por tanto, a aquellos cuyos ojos estaban abiertos, estas cortinas proclamaban la venida de Uno que respondería perfectamente en Su vida y andar, a cada demanda de Dios.
Las columnas, sus basas, sus molduras, etc. El material de las columnas no se declara. Parecería, a primera vista, a partir del versículo 10, como si hubiesen sido de bronce; pero al comparar con Éxodo 38:10, es muy probable que el bronce se refiera sólo a las basas. Se podría inferir de la analogía que eran de madera de Sittim (especie de acacia) cubiertas con bronce; pero allí donde la Escritura guarda silencio, las inferencias humanas son inciertas, aun cuando sean permisibles. No obstante, se mencionan dos cosas. Ellas encajaban en bases de bronce, y las molduras eran de plata (Éxodo 38:17). El bronce es la justicia divina probando al hombre en responsabilidad. Por eso, en efecto, el bronce es característico del exterior, así como el oro del interior, del Tabernáculo. La responsabilidad del hombre debe ser probada y se debe cumplir antes de que él pueda ser llevado a la presencia de Dios. Cristo, al presentarse al mundo, como está simbolizado por las cortinas de lino fino torcido, está sobre el terreno de haber satisfecho cada demanda de la justicia divina. Este es el fundamento de Su carácter como Salvador. La plata habla de redención. Las columnas tenían molduras de plata, y las cortinas colgaban de ellas. Cristo muestra así la eficacia de Su obra. Es Su corona de gloria a la diestra de Dios. Por tanto, si bien Él escudriña al pecador mediante las basas de bronce, Él le declara, a la vez, el valor de la sangre tal como es mostrada por la plata. El bronce probando al hombre descubre su necesidad, y tan pronto como la necesidad es conocida, la plata está allí para satisfacerla. El número de columnas sobre las cuales colgaban las cortinas era de cincuenta y seis —excluyendo las de la entrada—. Cincuenta y seis es siete veces ocho. Siete es el número perfecto; y ocho es el de la resurrección. La justicia práctica de Cristo, mostrada perfectamente en Su vida terrenal, está sellada, por decirlo así, por Su resurrección. Él fue “declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:4).
La cortina para la puerta del atrio es igual a la cortina que forma la entrada al lugar santo y, como en esa, prefigura a Cristo en todo lo que Él es en relación con la tierra, Su carácter celestial, Sus glorias reales como Hijo del Hombre y como Hijo de David, y Su pureza inmaculada. Una vez más no hay querubines, y esto es debido a que Él es aquí la Puerta, el Camino, como presentado al mundo; ya que se nos dice que Dios no envió a Su hijo a juzgar al mundo (esa no era Su misión en aquel entonces), sino para que el mundo sea salvo por Él. (“Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él”; Juan 3:17, LBLA). No hay ahora querubín alguno, ni espada encendida alguna que guarden el camino del árbol de vida, porque la espada encendida ha descendido sobre esa víctima santa que fue ofrecida a Dios en el Calvario, y habiendo satisfecho así, y eso para siempre, las demandas de la santidad de Dios, Él puede presentarse ahora al mundo en todas las atracciones de Su Persona y Su gracia, como el camino, la verdad, y la vida. Allí, ante los ojos de todos, esta cortina para la puerta fue mostrada, y mientras cada color hablaba de Cristo, todos juntos, en su armonía y belleza, se unían proclamando, “el que por mí entrare, será salvo” (Juan 10:9). Se puede observar también que Cristo es el camino al lugar santo, y al lugar santísimo, así como también al atrio. «Él es la única puerta», ha comentado uno, «a las variados campos de gloria que han de ser mostrados aún, sea en la tierra, en el cielo, o en el cielo de los cielos».
Pero hay aún otro aspecto del atrio del Tabernáculo. Si, por una parte, presenta a Cristo, por la otra, y debido a que se trata de Cristo, presenta el estándar de la responsabilidad del creyente. No se puede esgrimir o aceptar ningún estándar inferior; porque Él nos ha dejado un ejemplo para que sigamos en Sus pisadas (1 Pedro 2:21, VM). Las medidas, consideradas también en este aspecto, son significativas. Las cortinas del Tabernáculo completaban, como se declaró, doscientos ochenta codos. Estas muestran a Cristo ante los ojos de Dios. Pero como Él es, así somos también nosotros en este mundo (1 Juan 4:17, LBLA). Ellas son, por tanto, las cortinas del privilegio —revelando, tal como lo hacen, nuestra perfecta aceptación delante de Dios—. Las cortinas de lino fino torcido completaban también doscientos ochenta codos, y en la medida que mostraban la justicia práctica de la vida de Cristo, Su andar sin mancha, Su pureza inmaculada, ellas son las cortinas de la responsabilidad. En el Apocalipsis se dice que el lino fino es la justicia perfecta de los santos (“Y a ella le fué dado que se vistiese de lino fino blanco, resplandeciente y puro: porque el lino fino blanco es la perfecta justicia de los santos”; Apocalipsis 19:8, VM). La responsabilidad del santo es medida por su privilegio, por lo que él es delante de Dios.
Hay otro pensamiento. Nuestra responsabilidad de andar como Cristo anduvo (1 Juan 2:6), es nuestra responsabilidad para con Dios. Pero estas cortinas eran de cinco codos de alto. Cinco, se recordará, es el número de la responsabilidad para con el hombre; y, mediante ello, se puede aprender que somos responsables para con el hombre así como también para con Dios —responsables de presentar a Cristo en nuestro andar y en nuestra manera de vivir.
Las columnas pueden señalar también al creyente. Encajadas en basas de bronce, cimentadas en la justicia divina, cuyas demandas han sido satisfechas, y con el valor de la redención, como lo tipifica la plata sobre nuestras cabezas, ellas son prerrequisitos para semejante exhibición de Cristo.
Había también estacas y cuerdas (Éxodo 27:19; 35:18). Estos eran para la estabilidad —para mantener las columnas con las cortinas de lino fino torcido colgando en su lugar—. Interpretando esto con respecto al creyente, enseñará que la fuente de su fuerza no está en él mismo, que necesita un poder desde afuera si es que ha de mantener la exhibición de la justicia práctica ante el mundo; y, de hecho, la verdad más amplia, que aunque se le da una posición sobre el terreno de la justicia divina, y está bajo el valor de la redención, él no podía mantener la posición, ni por un solo momento, si era dejado a depender de sus propios recursos. Las estacas y las cuerdas revelan, por tanto, que el creyente es guardado “por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:5). Todo es de Dios; todo lo que el creyente es, tiene, y disfruta, es el don de Su gracia. Su posición, así como también su responsabilidad, puede ser mantenida sólo en dependencia del Señor. Todas estas estacas, al igual que todos los utensilios del tabernáculo en todo su servicio, y todas las estacas del atrio, eran de bronce (Éxodo 27:19). De este modo, todo lo que estaba afuera del lugar santo y del lugar santísimo, se caracterizaba por la justicia divina, pero la justicia divina probando al hombre en responsabilidad, porque era el lugar de encuentro entre Dios y el pueblo. (Véase Éxodo 29:42). No obstante, puesto que el hombre, por sí mismo, no puede satisfacer sus demandas, la justicia de Dios es por medio de la fe de Jesucristo, para todos los que creen en Él. Por tanto, mientras él es salvo por gracia, está delante de Dios, como salvado así, sobre el fundamento inconmovible de la justicia divina. Porque la gracia reina, por medio de la justicia, para vida eterna, mediante Jesucristo nuestro Señor (Romanos 5:21, LBLA).

Éxodo 28: El sacerdocio

Antes de entrar a considerar este asunto, sería bueno recordar el punto al que hemos llegado. Con la excepción del altar del incienso y de la fuente, el tabernáculo, con sus enseres (utensilios) sagrados, está ahora completo. Comenzando con el arca del pacto, a continuación se describió la mesa de los panes de la proposición y el candelero. El tabernáculo (las cortinas de obra primorosa), la tienda, o cubierta, (las cortinas de pelo de cabra), y, a continuación, las cubiertas de pieles de carnero teñidas de rojo, y de pieles de tejones. Después vino la descripción de las tablas del tabernáculo, y de qué manera debían ser erigidas, y la división entre el lugar santísimo y el lugar santo mediante el velo, y ‘la cortina para la puerta del tabernáculo’; es decir, la entrada desde afuera al lugar santo. Luego se dispuso el lugar en que debían colocarse los enseres (utensilios) sagrados: el arca, con el propiciatorio y sus “querubines de gloria” (Hebreos 9:5), fue colocada en el lugar santísimo, y la mesa y el candelero ocupaban el lugar santo. A continuación, el altar de bronce fue prescrito, y por último, el atrio del tabernáculo.
Hasta ahora, todo lo presentado es una manifestación de Dios, o, como se le denomina a menudo, un símbolo de exhibición; es decir, revela, en tipo o figura, algo de Dios en Cristo. Es Dios, por decirlo así, saliendo a encontrar a Su pueblo. A partir de entonces, el orden se invierte. No se trata ahora del asunto de Dios saliendo, sino de ir a Dios. Todo lo que sigue a continuación, por tanto, concierne al acceso a Su presencia; y, por consiguiente, todos los enseres que han sido omitidos son símbolos de aproximación; es decir, son enseres necesarios para acercarse a Dios. Pero antes que entremos a considerarlos hay una pausa, y se nos detalla la designación y consagración del sacerdocio. La razón de esto es que deben estar designadas las personas para acercarse antes de que los enseres puedan ser usados. Hay, por tanto, un orden divino en esta aparente confusión. Dios ha salido, en tipo y figura, a encontrar a Su pueblo; Él indica, entonces, a aquellos que han de ser apartados para Su servicio en el santuario —los que van a disfrutar del privilegio especial de acceder a Él—; y por último, son presentados los enseres (o utensilios), etc., que necesitarían en su sagrada tarea en la casa de Dios. Este arreglo nos ayudará también a comprender la introducción del mandamiento concerniente a la provisión para el aceite del candelero que está al final de Éxodo 27.
El aceite, como ya se ha explicado, es un tipo del Espíritu Santo. A los hijos de Israel se les manda, por medio de Moisés, traer el aceite, y así se les vincula formalmente (en figura) con (y están representados así) la luz del candelero que debía ser ordenado por Aarón y sus hijos desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová. En otras palabras, se definen las personas (aunque esta verdad será declarada más claramente cuando lleguemos al dinero de la expiación) para las cuales los sacerdotes han de actuar antes de que los sacerdotes fuesen designados. Se verá así que cada detalle, y la posición de cada versículo, así como también el orden de los asuntos, llevan el sello de la sabiduría y la significancia divina. Estando todo arreglado de este modo, los sacerdotes han de ser apartados para su santo oficio.
“Harás llegar delante de ti a Aarón tu hermano, y a sus hijos consigo, de entre los hijos de Israel, para que sean mis sacerdotes; a Aarón y a Nadab, Abiú, Eleazar e Itamar hijos de Aarón” (Éxodo 28:1).
Dos o tres observaciones preliminares conducirán a nuestro entendimiento acerca de este tema. La necesidad de la designación de sacerdotes radica en el hecho de que los que componían el pueblo eran pecadores, y como tales, en la medida que no había aún ninguna provisión para limpiarles de la culpa del pecado, no tenían derecho a entrar a la presencia de Dios. El hombre tal como es no puede, no se atreve, a ir delante de Dios. El objeto del oficio sacerdotal era, por tanto, servir como sacerdotes de Dios (versículo 1); pero para servir como sacerdotes de Dios a favor del pueblo (Hebreos 5:1-2). En esta dispensación (N. del T.: época de la gracia, paréntesis celestial), no existe tal cosa como algunos del pueblo de Dios actuando como sacerdotes a favor de los demás en esta manera especial. Todos los creyentes son ahora sacerdotes (véase 1 Pedro 2:5,9); todos por igual disfrutan de la libertad de acceso al Lugar Santísimo (Hebreos 10). Por tanto, Aarón es un tipo de Cristo —un tipo de Cristo cuando él está solo—; pero cuando se asocia a sus hijos, él junto a ellos es un tipo de la Iglesia como familia sacerdotal; pero, a la vez, de la Iglesia en asociación con Cristo. Esta distinción aparecerá muy claramente en el capítulo siguiente. Es de suma importancia tener claridad acerca de este asunto, porque, a través de la ignorancia o la indiferencia a la verdad, miles de creyentes profesantes han retrocedido, y miles más están retrocediendo, al terreno Judío, sobre el cual ellos aceptan la existencia de un orden especial de hombres que pretenden poseer, al igual que Aarón y sus hijos, el privilegio particular de acceder a Dios a favor de sus semejantes. La afirmación de tal pretensión es atacar el fundamento mismo del Cristianismo, en la medida que niega la eficacia perpetua del sacrificio único de Cristo. Aarón, entonces, recuérdese, es un tipo de Cristo; pero si es contemplado junto con sus hijos, entonces se presentan los privilegios de la Iglesia, en asociación con Cristo como familia sacerdotal. La elección de Aarón y sus hijos fue de pura gracia. Una calificación esencial para el cargo era la designación divina (Hebreos 5:4); pero Aarón no fue escogido sobre el terreno de algún mérito en él mismo; fue, en este asunto, simplemente el objeto del divino y soberano favor. No tenía derecho alguno, en absoluto, ante Dios para semejante honor; pero Dios se lo dio en el ejercicio de Su prerrogativa divina.
Este capítulo contiene dos cosas —la vestidura sacerdotal, y el oficio sacerdotal—. Los dos se entremezclan, pero la vestidura es lo primero que se presenta para ser considerada.
“Y harás vestiduras sagradas a Aarón tu hermano, para honra y hermosura. Y tú hablarás a todos los sabios de corazón, a quienes yo he llenado de espíritu de sabiduría, para que hagan las vestiduras de Aarón, para consagrarle para que sea mi sacerdote. Las vestiduras que harán son estas: el pectoral, el efod, el manto, la túnica bordada, la mitra y el cinturón. Hagan, pues, las vestiduras sagradas para Aarón tu hermano, y para sus hijos, para que sean mis sacerdotes. Tomarán oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido, y harán el efod de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido, de obra primorosa. Tendrá dos hombreras que se junten a sus dos extremos, y así se juntará. Y su cinto de obra primorosa que estará sobre él, será de la misma obra, parte del mismo; de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido” (Éxodo 28:2-8).
Había seis vestiduras sagradas en total (versículo 4), o, si añadimos la lámina de oro fino colocada sobre la mitra (versículo 36), estas constituían las vestiduras para honra y hermosura. El efod está en primer lugar porque era, preminentemente, la vestidura sacerdotal. Estaba hecha de cuatro materiales —azul, púrpura, carmesí (o escarlata), y lino fino torcido, los cuales han sido tan frecuentemente considerados, con el añadido del oro— (versículo 5). El oro es mencionado en primer lugar, y significa lo que es divino. No obstante, si tomamos el oro como un emblema de la justicia divina, significará que este es el terreno sobre el que Cristo, como Sacerdote, ejerce Su oficio; que Su intercesión es según dicha justicia delante de Dios, y, por tanto, de necesidad prevalente. En los cuatro materiales restantes están: el carácter celestial de Cristo (azul), Sus glorias como Hijo del Hombre e Hijo de David (púrpura y carmesí), y Su pureza inmaculada (lino fino torcido), como santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores. Dos cosas se enseñan mediante ello. Primero, que Cristo actúa por nosotros como Sacerdote en todo lo que Él es como divino y humano, como el Dios-hombre. Todo el valor de Su persona entra en el ejercicio de Su oficio —el oro hablando de lo que Él es como divino, y los varios colores hablando de Sus perfecciones y dignidades como hombre—. El apóstol combina estas dos cosas en la epístola a los Hebreos: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios”, etc. (Hebreos 4:14). Él es Jesús, y Él es el Hijo de Dios. Es esta verdad muy preciosa la que se muestra, en tipo, en los materiales del efod. ¡De qué manera engrandece nuestras concepciones del valor de Su obra por nosotros como Sacerdote el hecho de recordar lo que Él es en Sí mismo, y que somos sostenidos así en Su intercesión por todo lo que Él es como Jesús, y como el Hijo de Dios!
En segundo lugar, estos materiales revelan el carácter de Su sacerdocio. Hay glorias reales retratadas, así como también Su naturaleza y carácter esenciales. Él será, en efecto, un Sacerdote en Su trono. (“Sí, edificará el Templo de Jehová, y llevará sobre sí la gloria; y se sentará y reinará sobre su trono, siendo Sacerdote sobre su trono; y el consejo de la paz estará entre los dos”; Zacarías 6:13, VM). Él ejerce ahora Su oficio a favor de los creyentes según el modelo Aarónico en el gran día de la expiación dentro del velo; pero la expresión plena de Su oficio sacerdotal para Israel se verá en Su carácter de Melquisedec (Salmo 110; Hebreos 7). El efod de Aarón hablaba de estas glorias venideras, que se mostrarán cuando Cristo será tanto Rey de justicia como Rey de paz. Por tanto, estrictamente hablando, la vestidura es emblemática de Cristo como Sacerdote para Israel, aunque Aarón no entró nunca en el lugar santísimo en el carácter que dicha vestidura exhibía; ya que el fracaso entró a través de Nadab y Abiú, y, como consecuencia, a él se le prohibió entrar a la presencia de Dios, excepto una vez al año, y además, no en las vestiduras para honra y hermosura (Levítico capítulos 10 y 16). Pero Cristo ocupará todo lo que tipificaban esas vestiduras, y entonces se verá, por vez primera, plenamente cumplido el pensamiento de Dios acerca del sacerdocio a favor de Su pueblo.
El cinto del efod, fue bordado con los mismos materiales que el efod. Por tanto, nuestra atención es dirigida a la significancia del cinto mismo. En la Escritura es constantemente típico del servicio. Un hermoso ejemplo de esto se encuentra en Lucas —en las palabras de nuestro Señor mismo—. Él dice, “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37). El cinto del efod significará, entonces, el servicio de Cristo como Sacerdote, el servicio que nos presta delante de Dios en esta capacidad. Un Siervo —el Siervo perfecto— deleitándose siempre cuando estuvo en este mundo en hacer la voluntad de Su Padre, Él en Su amor y gracia, aunque ha sido glorificado, permanece aún como Siervo. Ha ido al cielo para presentarse ahora en la presencia de Dios por nosotros (Hebreos 9:24). Es en este carácter que Él mantiene una infatigable intercesión a favor nuestro, mediante la cual asegura para nosotros esas continuas ministraciones de misericordia y gracia —misericordia para con nuestra debilidad, y gracia para nuestro socorro cuando somos tentados— que necesitamos como un pueblo pasando a través del desierto. Es de lo más consolador levantar nuestros ojos, y contemplar a Cristo investido con Su cinto sacerdotal, ya que mediante ello se nos asegura que Él nos salvará a través de todo el camino, nos llevará a salvo a través del desierto, y nos introducirá en el reposo de Dios, porque Él vive siempre para interceder por nosotros (Hebreos 7:25). ¡Y de qué manera ello nos revela las profundidades de Su propio corazón! Moisés se quejó ante Jehová de que la carga de Israel —la carga de conducirles en sus andanzas— era demasiado pesado para él. Pero el Señor Jesús, como nuestro gran Sumo Sacerdote, jamás se cansa, a pesar de los continuos fracasos e incredulidad, y el retroceder a Egipto en el corazón, de Su pueblo. Él es siempre infatigable y no descansa en Su servicio, porque Su amor es inagotable. ¡Bendito sea Su Nombre!
Tenemos, a continuación, las piedras de ónice y el pectoral.
“Y tomarás dos piedras de ónice, y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel; seis de sus nombres en una piedra, y los otros seis nombres en la otra piedra, conforme al orden de nacimiento de ellos. De obra de grabador en piedra, como grabaduras de sello, harás grabar las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel; les harás alrededor engastes de oro. Y pondrás las dos piedras sobre las hombreras del efod, para piedras memoriales a los hijos de Israel; y Aarón llevará los nombres de ellos delante de Jehová sobre sus dos hombros por memorial. Harás, pues, los engastes de oro, y dos cordones de oro fino, los cuales harás en forma de trenza; y fijarás los cordones de forma de trenza en los engastes. Harás asimismo el pectoral del juicio de obra primorosa, lo harás conforme a la obra del efod, de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido. Será cuadrado y doble, de un palmo de largo y un palmo de ancho; y lo llenarás de pedrería en cuatro hileras de piedras; una hilera de una piedra sárdica, un topacio y un carbunclo; la segunda hilera, una esmeralda, un zafiro y un diamante; la tercera hilera, un jacinto, una ágata y una amatista; la cuarta hilera, un berilo, un ónice y un jaspe. Todas estarán montadas en engastes de oro. Y las piedras serán según los nombres de los hijos de Israel, doce según sus nombres; como grabaduras de sello cada una con su nombre, serán según las doce tribus. Harás también en el pectoral cordones de hechura de trenzas de oro fino. Y harás en el pectoral dos anillos de oro, los cuales pondrás a los dos extremos del pectoral. Y fijarás los dos cordones de oro en los dos anillos a los dos extremos del pectoral; y pondrás los dos extremos de los dos cordones sobre los dos engastes, y los fijarás a las hombreras del efod en su parte delantera. Harás también dos anillos de oro, los cuales pondrás a los dos extremos del pectoral, en su orilla que está al lado del efod hacia adentro. Harás asimismo los dos anillos de oro, los cuales fijarás en la parte delantera de las dos hombreras del efod, hacia abajo, delante de su juntura sobre el cinto del efod. Y juntarán el pectoral por sus anillos a los dos anillos del efod con un cordón de azul, para que esté sobre el cinto del efod, y no se separe el pectoral del efod. Y llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel en el pectoral del juicio sobre su corazón, cuando entre en el santuario, por memorial delante de Jehová continuamente. Y pondrás en el pectoral del juicio Urim y Tumim, para que estén sobre el corazón de Aarón cuando entre delante de Jehová; y llevará siempre Aarón el juicio de los hijos de Israel sobre su corazón delante de Jehová” (Éxodo 28:9-30).
Están, en primer lugar, las dos piedras de ónice, con los nombres de los hijos de Israel, seis tribus en cada una, grabados sobre ellas, engarzadas en engastes de oro, y colocadas sobre las hombreras del efod, etc. El hecho de que esta descripción se relaciona, en figura, al ejercicio del oficio sacerdotal, resulta claro a partir de la declaración de que “Aarón llevará los nombres de ellos delante de Jehová sobre sus dos hombros por memorial” (versículo 12). Las piedras de ónice eran gemas —piedras preciosas, figurativas de las excelencias de Cristo—, y combinando esta verdad con el hecho de que estaban engarzadas en oro, nos presentará dos cosas; primero, que los nombres de Su pueblo aparecen sobre los hombros del Sacerdote en toda Su belleza y excelencia, y, como siendo simbolizado por el oro, que están engarzados en justicia divina. El hombro es el emblema de la fuerza. (Véase Isaías 9:6; 22:22, etc.). Cristo, por tanto, como es retratado aquí, sostiene a Su pueblo en la presencia de Dios en toda Su fuerza omnipotente; y tiene el derecho de hacerlo, viendo que ellos están colocados sobre Sus hombros en justicia divina e investidos con todo el resplandor de Su propia hermosura. ¡Qué consuelo para nosotros en la conciencia de nuestra absoluta debilidad! Aquel que sostiene todas las cosas por la palabra de Su poder, nos mantiene delante de Dios; y, mientras nos mantiene en alto en Su presencia, Dios nos contempla como teniendo un derecho innegable a estar sobre los hombros, y nos ve circundados por toda la excelencia, del Sumo Sacerdote. Nuestro memorial está así delante de Él continuamente; ya que Cristo no puede estar en la presencia de Dios sin que se vean nuestros nombres sobre Sus hombros. Observen también que los engastes de oro en los cuales estaban engarzadas las piedras de ónice, estaban fijos por dos cadenillas de oro puro trenzadas (versículo 14, LBLA), atándolos sobre Sus hombros en justicia divina.
El pectoral sigue a continuación. Sus materiales se correspondían con los del efod (versículo 15). Su forma era la de un cuadrado, y en él estaban montadas cuatro hileras de piedras preciosas; y sobre estas piedras estaban grabados, igualmente, los nombres de los hijos de Israel según sus doce tribus, etc. La enseñanza típica será, entonces, del mismo carácter —notando, no obstante, la diferencia entre los hombros y el pecho.
(1) Aarón llevaba, en aquel entonces, los nombres de los hijos de Israel sobre su corazón, así como también sobre sus hombros. El pecho es simbólico de los afectos. Por tanto, ello enseña, por una parte, que si Cristo sostiene a Su pueblo delante de Dios mediante fuerza eterna, por la otra, Él también los lleva sobre Su corazón en amor eterno. Fuerza eterna y amor eterno unidos en la presentación de los creyentes delante de Dios por el Sacerdote. ¡Sobre el corazón de Cristo! ¿Y quién sondeará sus profundidades? Si pensamos acerca del poder, recordamos Sus palabras, “nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:28). Si nuestro pensamiento es acerca del amor, se nos recuerda el desafío del apóstol, “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Romanos 8:35). Y estos dos —fuerza y amor— (y estos dos como estando unidos en Cristo) se ocupan de presentarnos delante de Dios. Él nos ha fijado sobre Sus hombros —llevando nuestro peso— con Su propia fuerza todopoderosa, y nos ha asegurado sobre Su corazón con Su imperecedero e insondable amor. Esto nos ayudará a comprender un poco la eficacia de Su intercesión, basada, tal como lo está, sobre la eficacia de Su sacrificio a nuestro favor.
(2) Los nombres de los hijos de Israel estaban grabados sobre las piedras preciosas. La escena del ejercicio del sacerdocio, según el pensamiento de Dios, y verdaderamente así en el caso de Cristo, si no en el de Aarón, era en la inmediata presencia de Dios —delante del fulgor pleno de la santidad de Su trono—. Ahora bien, la acción de la luz sobre las piedras preciosas tiene el efecto de exponer sus variadas y múltiples hermosuras. Por eso, como se observó en relación con las piedras de ónice, los nombres del pueblo de Dios, como siendo llevado sobre el corazón del sacerdote, resplandecen en todo el lustre y la belleza rutilantes de las piedras sobre las que están grabados. Esto simboliza el hecho de que los creyentes están delante de Dios en toda la aceptación de Cristo. Cuando Dios contempla al gran Sumo Sacerdote, ve a Su pueblo sobre Su corazón, así como también sobre Sus hombros, adornado con toda la belleza de Aquel sobre quien Su ojo reposa siempre con perfecto deleite. O, considerándolo desde otro aspecto, se podría decir que Cristo presenta a Su pueblo a Dios, en el ejercicio de Su sacerdocio, como Él mismo. De este modo, Él establece en Su intercesión Sus propios derechos ante Dios a favor de ellos. ¡Y con qué gozo Él los presenta así delante de Dios! Puesto que son aquellos por los que Él ha muerto, y a quienes ha limpiado con Su propia sangre muy preciosa, aquellos a los que Él ha hecho los objetos de Su amor, y a quienes llevará a estar, finalmente, con Él para siempre; y Él pide por ellos delante de Dios según toda la fuerza de estos lazos, según, como se observó anteriormente, todos los derechos que Él mismo, a causa de la obra que Él llevó a cabo en la cruz, tiene sobre el corazón de Dios.
(3) El pectoral se fijaba al efod mediante cordones de hechura de trenzas de oro fino, y “un cordón de azul”, y anillos de oro. Deducimos, entonces, que el pectoral no puede ser despegado del efod. Está ligado inseparablemente con el oficio sacerdotal de Cristo. Está asegurado al efod —la vestidura sacerdotal— mediante cordones de oro, en justicia divina, justicia divina adecuada a la naturaleza de Dios, por tanto, por todo lo que Cristo es como siendo divino. Es también una relación eterna, tal como está tipificada por los anillos —no teniendo el anillo un final (por ser un círculo), y por eso, como se vio cuando se consideró la estructura del tabernáculo, siendo un emblema de eternidad—. Como Sacerdote, Cristo jamás nos puede fallar. Si una vez Él ha asumido nuestra causa, Él jamás se deshará de ella. Ciertamente esta verdad fortalecerá nuestros corazones en tiempos de prueba o debilidad. Podemos desanimarnos, pero si alzamos nuestros ojos podemos regocijarnos en el pensamiento que nuestro lugar sobre el corazón y los hombros de Cristo jamás se puede perder. Hay temporadas cuando muchos creyentes sienten como si no pudiesen entrar a la presencia de Dios, o lograr que Él les oiga —indudablemente a través del fracaso, o frialdad de corazón, o debilidad espiritual—. Estas cosas no se han de pasar por alto; pero, ciertamente, el hecho de recordar que si no podemos orar personalmente, Cristo jamás deja de sostenernos en Su intercesión prevalente, y que estamos ligados inseparablemente sobre Su corazón y sobre Sus hombros, demostrará ser un antídoto contra las tentaciones de Satanás en tales períodos. No, más aún, ello disipará pronto nuestra oscuridad y frialdad de corazón, porque nos conducirá a quitar la vista de sobre nosotros mismos, y esperar todo de Él, y de Su ministerio continuo por nosotros en la presencia de Dios. Como otro ha dicho, «Él nos presenta, como aquello que tiene sobre Su corazón. No puede estar ante Dios sin hacerlo; y todo lo que demande el ruego y el deseo del corazón de Cristo tiene que hacer explícito el favor de Dios, operando en explicitar ese favor sobre nosotros. La luz y el favor del santuario —como morando Dios allí— no pueden resplandecer sobre Él sin resplandecer sobre nosotros, y eso es como un objeto presentado por Él para ello».
(4) Aarón llevaba el juicio del pueblo en relación con el Urim y Tumim. Estos estaban puestos en el pectoral del juicio (Éxodo 28:29-30). Urim y Tumim significan probablemente ‘luces’ y ‘perfecciones’. «Necesitamos estos dos para obtener bendición. Si estuviéramos delante de Dios, tal como somos, deberíamos atraer el juicio, o perder el efecto de esta luz y perfección de Dios, quedándonos nada. Pero, como Cristo ha llevado nuestro juicio según estos, nuestra presentación a Dios es conforme a la perfección de Dios mismo —ya que nuestro juicio ha sido llevado; pero entonces nuestra posición, guía, luz, e inteligencia espiritual son según a estas mismas luz y perfección divinas—. Ya que el sumo sacerdote preguntaba y tenía respuestas de parte de Dios según el Urim y Tumim. Este es un privilegio bienaventurado». Todas estas cosas, en efecto, no hacen más que enseñar cuán perfectamente Cristo, como Sacerdote, actúa y cuida de Su pueblo.
El manto del efod es descrito a continuación.
“Harás el manto del efod todo de azul; y en medio de él por arriba habrá una abertura, la cual tendrá un borde alrededor de obra tejida, como el cuello de un coselete (una orla tejida), para que no se rompa. Y en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor. Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor. Y estará sobre Aarón cuando ministre; y se oirá su sonido cuando él entre en el santuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera” (Éxodo 28:31-35).
El manto del efod era todo de azul —indicativo de lo que es celestial, bosquejando el carácter celestial del Sacerdote, y puede ser, a la vez, la escena del ejercicio de Sus funciones, o más bien, de que Su carácter era el adecuado para el lugar—. Así, en la epístola a los Hebreos, se habla de Él no sólo como santo, inocente, inmaculado, y apartado de los pecadores, sino también como “hecho más excelso que los cielos” (Hebreos 7:26, VM). Se debía tener cuidado para que el manto no se rompiese (Éxodo 28:32), ya que lo que es celestial en carácter debe ser, necesariamente, indivisible en su perfección. En la parte inferior del manto debía haber granadas de azul, y de púrpura, y de carmesí, y campanillas de oro en alternancia; y se declara que el objetivo es que esté sobre Aarón cuando ministre: “y se oirá su sonido cuando él entre en el santuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera” (versículo 35). La significancia simbólica de estas dos cosas se señala claramente; es el fruto y el testimonio del Espíritu. Y por eso, el momento “cuando él entre” y “cuando salga”, marcan dos períodos distintos. Hablando ahora de Cristo, del cual Aarón no era más que la figura, Él entró cuando ascendió a lo alto, y se escuchó el sonido en el día de Pentecostés en el testimonio que el Espíritu de Dios levantó en aquel entonces por boca de los apóstoles. Hubo también fruto relacionado con aquel testimonio —fruto del Espíritu en el andar y en la vida de aquellos que fueron convertidos por medio del testimonio— (véase Hechos 2). Lo mismo sucederá cuando Él salga, y ambas cosas emanan de Cristo en Su carácter celestial. Pero ello une los dos períodos. Pedro clamó a la multitud, que se había reunido asombrada ante el testimonio del Espíritu, “Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días, dice Dios, Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, Y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; Vuestros jóvenes verán visiones, Y vuestros ancianos soñarán sueños;” etc. (Hechos 2:16-17). Lo que estaba sucediendo delante de sus ojos asombrados no era sino una muestra de aquello, aunque de diferente carácter, que se presenciará cuando el Sacerdote salga con bendición para Israel. (N. del T.: el autor se refiere aquí al comienzo del milenio). El significado de los colores de las granadas se puede aprender en esta última relación. El fruto del Espíritu es celestial en carácter, y, por consiguiente, “azul” es el primer color. Pero están también el “púrpura”, y el “carmesí”, debido a que estarán asociados, en aquel entonces, con las glorias del reino de Cristo; sí, con las glorias que Él heredará como Hijo del Hombre y como Hijo de David. Los dos períodos —entrar, y salir— pueden responder así a la lluvia temprana y a la tardía, a lo menos en asociación con Israel (Oseas 6:1-3).
Después está la lámina de oro fino.
“Harás además una lámina de oro fino, y grabarás en ella como grabadura de sello, SANTIDAD A JEHOVÁ. Y la pondrás con un cordón de azul, y estará sobre la mitra; por la parte delantera de la mitra estará. Y estará sobre la frente de Aarón, y llevará Aarón las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado en todas sus santas ofrendas; y sobre su frente estará continuamente, para que obtengan gracia delante de Jehová” (Éxodo 28:36-38).
Esta es la provisión de gracia que Dios ha hecho para las imperfecciones y contaminaciones de nuestros servicios y nuestra adoración. Él puede aceptar sólo lo que es idóneo para Su naturaleza. Todo lo que se Le ofrece, por tanto, debe llevar el sello de la santidad. Siendo esto así, si se nos deja a nosotros mismos, a pesar que somos limpiados y llevados a una relación con Él, y teniendo el derecho de aproximarnos, nuestras ofrendas jamás podrían ser aceptadas. Pero Él ha satisfecho nuestra necesidad. Cristo, como el sacerdote, lleva la iniquidad de nuestras faltas cometidas en las cosas sagradas; y Él es santidad a Jehová, de modo que nuestra adoración, presentada por medio de Él, es aceptable a Dios. ¡Bendita consolación, ya que sin esta provisión estaríamos excluidos de la presencia de Dios! De ahí que al apóstol habla no sólo de la sangre y del velo rasgado, sino también del Sumo Sacerdote sobre la casa de Dios. (Hebreos 10).
La instrucción en cuanto a la túnica de lino sigue a continuación.
“Y bordarás una túnica de lino, y harás una mitra de lino; harás también un cinto de obra de recamador” (Éxodo 28:39).
El lino fino, como siempre, es un tipo de la pureza personal, y, como siendo aplicado a Cristo, de pureza personal, absoluta; y el hecho de que dicha túnica sea bordada nos habla de que, como tal, Él se adornaba de toda gracia. Por tanto, todas las vestiduras por igual hablan de Cristo; aunque, recuérdese, ellas eran sombras de los bienes venideros, y no la imagen misma de las cosas (Hebreos 10:1). Siempre es necesaria esta precaución cuando se considera los tipos y figuras.
Se debería declarar, una vez más, que estas vestiduras para honra y hermosura no se usaron nunca dentro del velo. Este hecho hace que sean más aplicables a nuestra posición; ya que si Aarón, vestido así, hubiese disfrutado del acceso al lugar santísimo, ello habría sido la señal de la plena aceptación del pueblo a quienes él representaba. Nosotros somos acepto en el Amado; y Cristo, glorificado, ministra en el santuario verdadero como el Sumo Sacerdote de Su pueblo, y, por consiguiente, nos coloca en el disfrute de todas las bendiciones prefiguradas aquí. Esto se puede deducir de la epístola a los Hebreos, y nos explica la razón del por qué Cristo es presentado allí en todos los aspectos como un contraste con lo que, en la antigua dispensación, Le había prefigurado, sea en Su persona, Su oficio, o Su obra.
Los atavíos de los hijos de Aarón junto con él (Éxodo 28:40-43) está más adecuadamente relacionada con el tema del capítulo siguiente, a saber, la consagración de los sacerdotes.

Éxodo 29:1-35: La consagración de los sacerdotes

Habiendo presentado los detalles concernientes a las vestiduras sacerdotales, Jehová instruye a Moisés, a continuación, en cuanto a las ceremonias que han de ser observadas en la consagración de los sacerdotes. Por el momento, los tres primeros versículos pueden ser pasados por alto, ya que los detalles de las instrucciones generales acerca del tema de los sacrificios que deben ser ofrecidos se encuentran más adelante en el capítulo.
“Y llevarás a Aarón y a sus hijos a la puerta del tabernáculo de reunión, y los lavarás con agua. Y tomarás las vestiduras, y vestirás a Aarón la túnica, el manto del efod, el efod y el pectoral, y le ceñirás con el cinto del efod; y pondrás la mitra sobre su cabeza, y sobre la mitra pondrás la diadema santa. Luego tomarás el aceite de la unción, y lo derramarás sobre su cabeza, y le ungirás. Y harás que se acerquen sus hijos, y les vestirás las túnicas. Les ceñirás el cinto a Aarón y a sus hijos, y les atarás las tiaras, y tendrán el sacerdocio por derecho perpetuo. Así consagrarás a Aarón y a sus hijos” (Éxodo 29:4-9).
La primera parte del proceso consistía en lavarlos con agua, a la puerta del tabernáculo de reunión (versículo 4). Esta acción es muy significativa, ya que el agua es un símbolo de la Palabra de Dios, como por ejemplo en Juan 3:5, Efesios 5:26, etc. Por tanto, esto era, emblemáticamente, el nuevo nacimiento, o la santificación por medio de la Palabra, apartados así para el servicio de Dios. Nuestro Señor oró así, “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:19). Aarón fue lavado con agua —si se le considera a él solo— para que fuese, en figura, un tipo de la pureza absoluta de Cristo. Cristo fue, personalmente, inmaculado; Aarón es hecho así típicamente por la aplicación de la Palabra, a través de la santificación del Espíritu, como se lo denomina en Pedro (1 Pedro 1:2). Si Aarón es tomado en asociación con sus hijos, el lavamiento proclama, en tipo, la verdad de que sólo los que han nacido de nuevo, separados para Dios por la aplicación de la Palabra a sus almas, pueden ocupar el lugar de sacerdotes, y gozar del privilegio de “servir” (o adorar) en el Lugar Santísimo. El hombre no puede hacer sacerdotes, y la pretensión de hacerlo es ignorar por completo la enseñanza más clara y más fundamental de las Escrituras. Sólo Dios puede hacer sacerdotes, y todo aquel que ha nacido de nuevo, limpiado por la sangre preciosa de Cristo, y en quien mora el Espíritu Santo, es un sacerdote. Por tanto, arrogarse el derecho de ordenar sacerdotes —y hacerlo aparte aun de la cuestión de la condición de ellos delante de Dios— es entrometerse en una región que bordea la profanidad, así como también es negar los derechos y privilegios de todo el pueblo de Dios.
Aarón es separado ahora de sus hijos para la siguiente acción; se le viste y se le unge estando solo (Éxodo 29:5-7). Primero, las vestiduras sacerdotales, descritas en al capítulo anterior, son puestas sobre él —las vestiduras para honra y hermosura—. Acto seguido, es ungido con aceite que es derramado sobre su cabeza. Ya se ha explicado, y se debe recordar aquí para entender esta acción, que cuando Aarón está solo, se presenta ante nosotros como un tipo de Cristo; pero cuando está en compañía con sus hijos, la Iglesia es bosquejada como familia sacerdotal. Esto presenta el significado de que él sea ungido con aceite inmediatamente después de ser vestido de las vestiduras sacerdotales. Se verá, después, que él, junto con sus hijos, es rociado con sangre antes de serlo con el aceite de la unción. Es como una figura de Cristo que Aarón es ungido sin sangre. Ya que siendo el gran Antitipo de Aarón absolutamente santo, no necesitó la sangre, y por eso se registra que, al entrar en Su misión a Israel, Él fue ungido por el Espíritu Santo en Su bautismo (Mateo 3; Hechos 10:38). Él recibió el Espíritu Santo, fue ungido, sobre el terreno de Su santidad absoluta, mientras que Su pueblo (como se verá) es sellado y ungido sobre el terreno de la limpieza absoluta de ellos por Su sangre preciosa. El hecho de que Aarón es ungido solo, sin sangre, le convierte en un tipo de Cristo —de Cristo en Su carácter pleno como Sacerdote, el Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.
Aarón y sus hijos presentan la Iglesia como familia sacerdotal, pero como familia sacerdotal asociada con Cristo. En primer lugar, como en el caso de Aarón solo, están todos vestidos. Estas vestiduras no son las mismas que las descritas en detalle en el capítulo anterior, sino aquellas indicadas brevemente al final. Se dice que son túnicas, tiaras, y eran de lino fino, y bordadas, y también se dice que son “para honra y hermosura” (Éxodo 28:39-40; 29:9). El lino fino bordado expone la pureza de la naturaleza de Cristo adornada con toda gracia. El hecho de vestirse por parte de los hijos de Aarón es realmente el revestirse de Cristo; y esto, de hecho, les lleva a asociarse con Él; ya que la Iglesia no posee nada aparte de Cristo. Si, por ejemplo, los creyentes son llevados la posición de sacerdotes, y al disfrute de los privilegios sacerdotales, ello es en virtud de su relación con Él. Él es el Sacerdote, y el que los hace sacerdotes. (Véase Apocalipsis 1:5-6, RVA: “Y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos libró de nuestros pecados con su sangre, y nos constituyó en un reino, sacerdotes para Dios su Padre; a él sea la gloria y el dominio para siempre jamás. Amén”). Todo emana de Él. Así, cuando Aarón es puesto en compañía de sus hijos, no se trata tanto de que él llega así a mancomunarse en la familia sacerdotal, sino que se trata más bien de enseñar que todas las bendiciones y privilegios de la familia sacerdotal proceden de Cristo. Pero para hacer esto, tienen que, en primer lugar, ser vestidos con vestiduras para honra y hermosura —vestiduras que los adornan con la gloria y hermosura de Cristo.
El paso siguiente era el sacrificio de la ofrenda por el pecado. Aarón y sus hijos estaban rodeados de debilidad, eran hombres pecadores, y necesitaban ofrecer por ellos mismos, así como por los pecados del pueblo. Deben ser llevados, por tanto, a estar bajo el valor típico de la sangre antes de que pudieran entrar en su oficio sagrado y ministrar en el santuario. De ahí la siguiente instrucción:
“Después llevarás el becerro delante del tabernáculo de reunión, y Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del becerro. Y matarás el becerro delante de Jehová, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y de la sangre del becerro tomarás y pondrás sobre los cuernos del altar con tu dedo, y derramarás toda la demás sangre al pie del altar. Tomarás también toda la grosura que cubre los intestinos, la grosura de sobre el hígado, los dos riñones, y la grosura que está sobre ellos, y lo quemarás sobre el altar. Pero la carne del becerro, y su piel y su estiércol, los quemarás a fuego fuera del campamento; es ofrenda por el pecado” (Éxodo 29:10-14).
La ofrenda por el pecado es un tipo de Cristo llevando los pecados de Su pueblo. Observen, entonces, en primer lugar, que Aarón y sus hijos ponen sus manos sobre la cabeza del becerro. Esta acción significaba la identificación de los oferentes con la victima que va a ser ofrecida. (Compárese con Levítico 4:4, etc.). Por tanto, después de haber puesto sus manos, el becerro que estaba a punto de ser inmolado estaba delante de Dios como representante de Aarón y sus hijos en sus pecados. La culpa de ellos era transferida simbólicamente, imputada a la víctima, que es considerada ahora como llevando sus pecados. Por consiguiente, mediante el acto reconocían su culpa, reconocían el hecho de merecer la muerte, y su necesidad de un substituto. A continuación, el becerro debía ser muerto delante de Jehová. Como cargado con los pecados de Aarón y sus hijos, el golpe de justicia caía sobre la víctima designada, proclamando mediante ello que la muerte era el castigo por el pecado. Si es que ellos consideraban el significado lo que estaba siendo promulgado, ¡cuán solemne debe haber parecido esta transacción a sus ojos! Cuando el becerro fue traído, y cuando, después de poner sus manos en silencio sobre su cabeza, no pudo ser perdonado, sino que tuvo que morir, ellos deben haber tenido un vislumbre del carácter real del pecado delante de Dios. Es una sombra, si es que es sólo una sombra, de la cruz —de la muerte del Señor Jesús, quien puso Su vida en expiación por el pecado— (Isaías 53:10). Y mientras estamos allí en espíritu, y oímos Su clamor, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, es cuando se nos hace comprender la terrible naturaleza del pecado —el hecho de que Dios lo aborrezca, en la medida que necesitó la muerte de Su hijo primogénito. Los creyentes, cuando vuelven la mirada atrás a esa escena solemne, pueden decir, “Él mismo llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24, BTX); y aprenden, a la vez, algo acerca de la condenación de la cual, por la gracia de Dios, han sido librados. Fue gracia, ciertamente, y sólo gracia, la que proveyó el sacrificio; y fue amor, imperecedero, inextinguible amor, de parte de Aquel que permitió ser llevado como cordero al matadero, para que pudiese redimirnos para Dios.
Después que la víctima era inmolada, la sangre era rociada. Se ponía sobre los cuernos del altar, y el resto se derramaba al pie del altar (Éxodo 29:12). La sangre era así, totalmente para Dios. La vida está en ella (Levítico 17:11), y, por consiguiente, esta acción significaba que la vida de la víctima era ofrecida a Dios en lugar de la de Aarón y la de sus hijos. Esto era llevado a cabo sobre el principio de la substitución —Dios, en gracia, aceptando la muerte de la ofrenda por el pecado, en lugar de la de aquellos por los cuales era ofrecida. Además, “el sebo que cubre las entrañas, el lóbulo del hígado”, etc. (Éxodo 29:13, LBLA), se quemaban sobre el altar. El sebo (la grosura) estaba prohibido para los hijos de Israel, al igual que la sangre. Es un emblema de la energía interior, de la fuerza de voluntad, etc. Es quemada sobre el altar debido a que la ofrenda por el pecado era un tipo de Cristo, y enseña así que, mientras Él era cargado con los pecados de Su pueblo, Dios halló en Él, al igual que en el caso del holocausto, aquello que respondía completamente a Su pensamiento —la verdad en lo íntimo—. Su aceptabilidad infinita para Dios jamás fue más plenamente demostrada que cuando Él inclinó Su cabeza bajo los pecados de Su pueblo. Él tomo, en gracia, nuestro lugar; pero al aceptar así el golpe del juicio que nos merecíamos, cada pensamiento de Su corazón, cada movimiento de Su voluntad, cada energía de Su alma, eran perfectos delante de Dios. Fue, en efecto, en Su muerte en la cruz cuando Él demostró Su obediencia hasta el extremo, cuando mostró que la gloria de Dios era tan completamente el motivo único de que Él se entregase a la muerte, que ni siquiera las ondas y olas del juicio pudieron desviarle. Por último, la carne del becerro, y su piel, y su estiércol, eran quemados a fuego fuera del campamento. Se trataba de una ofrenda por el pecado, y como tal, debe ser echada fuera y consumida, puesto que se la consideraba como bajo la imputación de la culpa de Aarón y sus hijos. Era así, totalmente, un tipo de Cristo —de Cristo padeciendo fuera del campamento, rechazado por los hombres, desamparado por Dios, porque Él, en Su gracia y amor, padeció por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios— (1 Pedro 3:18). Completado este proceso, Aarón y sus hijos estaban ahora bajo toda la eficacia y el valor de la ofrenda por el pecado.
El holocausto sigue a la ofrenda por el pecado.
“Asimismo tomarás uno de los carneros, y Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del carnero. Y matarás el carnero, y con su sangre rociarás sobre el altar alrededor. Cortarás el carnero en pedazos, y lavarás sus intestinos y sus piernas, y las pondrás sobre sus trozos y sobre su cabeza. Y quemarás todo el carnero sobre el altar; es holocausto de olor grato para Jehová, es ofrenda quemada a Jehová” (Éxodo 29:15-18).
Tal como en el caso de la ofrenda por el pecado, Aarón y sus hijos ponían sus manos sobre la cabeza del holocausto; pero en lugar de la transferencia, o imputación, de su culpa, ellos mismos son transferidos, por decirlo así, como para llegar a identificarse con el carnero que estaba a punto de ser inmolado. En otras palabras, si bien las acciones son similares, los resultados ofrecen un contraste. La víctima en la ofrenda por el pecado es considerada, después de que se ponían las manos sobre ella, como cargada con la culpa de aquellos por los cuales estaba a punto de ser ofrecida como un sacrificio; mientras que, en el holocausto, Aarón y sus hijos son considerados, por el mismo acto, como investidos con toda la aceptabilidad del sacrificio. Sus pecados eran transferidos en el primer caso, y en el segundo, la posición de ellos cambiaba sobre el terreno del valor de la ofrenda. El carnero era inmolado, y la sangre rociada sobre al altar alrededor; la vida era presentada a Dios. Esto no era todo; sino que todo el carnero, habiendo sido cortado en pedazos, y habiendo sido lavadas sus entrañas, para hacerlo un tipo más adecuado de lo inmaculado que es Cristo, era quemada sobre al altar. “es holocausto de olor grato para Jehová, es ofrenda quemada a Jehová” (Éxodo 29:18). En la ofrenda por el pecado, la carne del becerro, etc., era quemada a fuego fuera del campamento, pero todo el carnero del holocausto era consumido sobre el altar debido a que todo él era aceptable a Dios. El holocausto es un tipo de la consagración perfecta de Cristo hasta la muerte; y en este aspecto, no se le considera como llevando pecados, sino como completamente consagrado a la voluntad y a la gloria de Dios. Como tal, por tanto, Cristo en la cruz, bajo la acción del fuego santo —es decir, probado por el juicio escudriñador de la santidad de Dios, fue enteramente un olor grato para Dios—. Como llevando los pecados, Dios ocultó Su faz de Él; pero como obediente hasta la muerte de cruz, cuando mediante el Espíritu Eterno se ofreció a Sí mismo sin mancha a Dios (Hebreos 9:14), Él proporcionó al corazón del Padre, un motivo nuevo para el amor. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Juan 10:17). En este aspecto, «Él estuvo en el lugar del pecado, y Dios fue glorificado como ninguna creación, ninguna impecabilidad, podría hacerlo. Todo fue un olor grato en aquel lugar, y según lo que Dios era en cuanto a él en justicia y amor». La diferencia entre las dos ofrendas es mostrada por las palabras usadas. La palabra “quemarás” en el holocausto no es la misma de la que se usa en relación con la ofrenda por el pecado, sino que es la que se usa cuando se quemaba el incienso. Esto, en sí mismo, denota la fragancia y aceptación infinitas de Cristo como holocausto. Pero el punto en nuestra Escritura es que era ofrecido por Aarón y sus hijos; y, por consiguiente, tan pronto como era consumida sobre el altar ellos eran llevados también a estar bajo toda su eficacia. Sus pecados eran limpiados por la ofrenda por el pecado, pero ahora están delante de Dios en toda la aceptación y el olor positivos del holocausto —ambos resultados habiendo sido ganados para el creyente por la muerte de Cristo, ya que estas ofrendas no hacen más que representar los variados aspectos de Su sacrificio único.
Estas ofrendas eran, en una medida, preparatorias, y estaban relacionadas, más bien, con la idoneidad personal de ellos. Se añade ahora el carnero de la consagración. Hablando generalmente, este sacrificio tiene el carácter de una ofrenda de paz (véase Levítico 3), y representa otro aspecto de la muerte de Cristo —su valor para nosotros, las obligaciones bajos las que somos llevados a estar y la comunión con Dios, con el Sacerdote, y con toda la Iglesia en la que somos introducidos—. Pero dicho sacrificio tiene aquí una relación especial con el cargo de Aarón y sus hijos, y se verá al leer la Escritura.
“Tomarás luego el otro carnero, y Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del carnero. Y matarás el carnero, y tomarás de su sangre y la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el lóbulo de la oreja de sus hijos, sobre el dedo pulgar de las manos derechas de ellos, y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos, y rociarás la sangre sobre el altar alrededor. Y con la sangre que estará sobre el altar, y el aceite de la unción, rociarás sobre Aarón, sobre sus vestiduras, sobre sus hijos, y sobre las vestiduras de éstos; y él será santificado, y sus vestiduras, y sus hijos, y las vestiduras de sus hijos con él. Luego tomarás del carnero la grosura, y la cola, y la grosura que cubre los intestinos, y la grosura del hígado, y los dos riñones, y la grosura que está sobre ellos, y la espaldilla derecha; porque es carnero de consagración. También una torta grande de pan, y una torta de pan de aceite, y una hojaldre del canastillo de los panes sin levadura presentado a Jehová, y lo pondrás todo en las manos de Aarón, y en las manos de sus hijos; y lo mecerás como ofrenda mecida delante de Jehová. Después lo tomarás de sus manos y lo harás arder en el altar, sobre el holocausto, por olor grato delante de Jehová. Es ofrenda encendida a Jehová. Y tomarás el pecho del carnero de las consagraciones, que es de Aarón, y lo mecerás por ofrenda mecida delante de Jehová; y será porción tuya. Y apartarás el pecho de la ofrenda mecida, y la espaldilla de la ofrenda elevada, lo que fue mecido y lo que fue elevado del carnero de las consagraciones de Aarón y de sus hijos, y será para Aarón y para sus hijos como estatuto perpetuo para los hijos de Israel, porque es ofrenda elevada; y será una ofrenda elevada de los hijos de Israel, de sus sacrificios de paz, porción de ellos elevada en ofrenda a Jehová”.
“Y las vestiduras santas, que son de Aarón, serán de sus hijos después de él, para ser ungidos en ellas, y para ser en ellas consagrados. Por siete días las vestirá el que de sus hijos tome su lugar como sacerdote, cuando venga al tabernáculo de reunión para servir en el santuario”.
“Y tomarás el carnero de las consagraciones, y cocerás su carne en lugar santo. Y Aarón y sus hijos comerán la carne del carnero, y el pan que estará en el canastillo, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y comerán aquellas cosas con las cuales se hizo expiación, para llenar sus manos para consagrarlos; mas el extraño no las comerá, porque son santas. Y si sobrare hasta la mañana algo de la carne de las consagraciones y del pan, quemarás al fuego lo que hubiere sobrado; no se comerá, porque es cosa santa. Así, pues, harás a Aarón y a sus hijos, conforme a todo lo que yo te he mandado; por siete días los consagrarás” (Éxodo 29:19-35).
Así que aquí, al igual que en el caso de las dos ofrendas anteriores, las manos de Aarón y sus hijos son puestas sobre la cabeza del carnero de la consagración, y debido a eso se identificaban con su valor delante de Dios. Acto seguido, se presenta dos acciones distintas con respecto a la sangre. Primero, después que el carnero era inmolado, la sangre se ponía sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón y sus hijos, sobre el dedo pulgar de las manos derechas de ellos, y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos; y era rociada, a la vez, encima y alrededor del altar. Eran llevados, de este modo, a estar bajo el valor de la sangre expiatoria; ya que la sangre que era ofrecida a Dios a favor de ellos, los llevaba también a estar bajo Sus demandas, de modo que a partir de aquel momento, ellos no eran dueños de ellos mismos, sino que habían sido comprados por precio. Estas varias partes de sus cuerpos eran, por tanto, rociadas para dar a entender que, a partir de este momento, ellos sólo debían prestar atención, sólo debían actuar, y sólo debían andar, para Jehová, como los que habían sido redimidos por la sangre preciosa. Es así, también, con los creyentes de esta dispensación (época). Puesto que son redimidos, pertenecen al Redentor, y, libertados de la servidumbre y del poder de Satanás, disfrutan del precioso privilegio de vivir para Aquel que ha muerto por ellos, y ha resucitado. Sus oídos, manos, y pies, todos estos han de ser usados para Él, en Su servicio. Después de esto, se instruye una segunda cosa. Tanto ellos como sus vestiduras debían ser rociados con la sangre que estaba sobre el altar, y con el aceite de la unción (Éxodo 29:21). De este modo, son apartados mediante la sangre, y mediante la unción del Espíritu Santo. «Y es importante comentar aquí que el sello del Espíritu Santo sigue al rociamiento con sangre, no al lavamiento con agua (del versículo 4). Esto era necesario. Debemos ser regenerados; pero no es que ese lavamiento que nos pone, por sí mismo, en un estado con Dios, puede sellar; sino que la sangre de Cristo lo hace. Estamos, por ella, perfectamente limpios, blancos como la nieve, y el Espíritu viene como testigo de la estimación que Dios tiene de aquel derramamiento de sangre. Por eso, también, todos eran rociados con Aarón. La sangre de Cristo, y el Espíritu Santo, nos ha situado en asociación con Cristo, donde Él está según la aceptabilidad de aquel sacrificio perfecto (era el cordero de la consagración), y la presencia, la libertad, y el poder del Espíritu Santo». De hecho, la cruz y Pentecostés están relacionados —la eficacia de la sangre, y el don del Espíritu Santo— y se disfruta aquí de ambos, a lo menos en figura. Estos tres pasos conducen a la posición Cristiana. Primero está el lavamiento con agua, luego la limpieza con sangre, y por último, la unción del Espíritu Santo. “Vosotros no estáis en la carne sino en el Espíritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él” (Romanos 8:9, LBLA).
A continuación, partes del carnero de la consagración (Éxodo 29:22), y “una torta grande de pan, y una torta de pan de aceite, y una hojaldre”, etc. se ponían en las manos de Aarón y sus hijos para ser mecidos como ofrenda mecida delante de Jehová. La torta, el “pan de aceite” (Éxodo 29:2 Comparado con Levítico 2) era una oblación (ofrenda vegetal, o de cereal), representando a Cristo en la perfección de Su humanidad, o más bien, la santidad de Su vida en consagración a Dios, la consagración entera de cada facultad de Su alma a la voluntad y a la gloria de Dios. Entonces, las manos de Aarón y sus hijos, tomadas en relación con las partes del carnero, estaban, de hecho, llenas con Cristo en todo lo que Él fue en vida, y en todo lo que Él fue en la muerte para Dios. Ahora bien, el significado de la palabra que se traduce en este capítulo como ‘consagrar’, como se puede ver en el margen, es ‘llenar la mano’. Esto nos presenta la significación Escritural de la consagración. El pensamiento general es que ella estriba en que entregamos algo a Dios, y por eso el alma se devuelve a sí misma para procurar fuerza para consagrarse ella y todas sus energías al servicio de Dios; y, en efecto, con esta opinión, a menudo se llama a alcanzarla por un acto solemne de entrega de uno mismo. La Escritura revela un camino mejor. La consagración consiste, como se ve en este capítulo, en estar llenos de Cristo. Se trata de Cristo poseyendo, absorbiendo, y controlando nuestras almas. Por tanto, no requiere esfuerzo alguno de parte nuestra, aunque demanda, de hecho, el mantenimiento de un constante juicio propio, el rechazo permanente de la carne en cada aspecto y forma. Porque Cristo quiere, sí, desea, poseernos completamente, y si el Espíritu no es contristado, Él morará en nuestros corazones por la fe; y al igual que entonces, Él llega a ser el único objeto de nuestras vidas, de modo que Él solo se expresará en nuestro andar y en nuestra manera de vivir. Esto es consagración según Dios —tal como se prefigura en el llenado de las manos de Aarón y sus hijos.
Habiendo mecido el contenido de sus manos delante de Jehová, Moisés lo toma, y lo quema sobre el altar, sobre el holocausto, por olor grato delante de Jehová: es ofrenda encendida a Jehová. Esto nos enseña tanto lo que es aceptable a Dios en adoración como, por tanto, lo que es la verdadera obra sacerdotal. Se trata de la presentación de Cristo —el Cristo que ha pasado por el fuego santo del juicio, como hecho pecado por nosotros en la cruz— esto es lo que asciende como olor grato a Dios. Esto, en efecto, es tener comunión con Dios con respecto a la muerte de Su hijo; nuestras almas entrando, por el Espíritu, tanto en lo que Él es, como en el carácter de Su muerte, y presentándole a Él y Su obra, comprendida de este modo, ante los ojos de Dios. Nosotros nos deleitamos al presentar, y Él se deleita al recibir. Y, bendito sea Su nombre, Él llena, en primer lugar, nuestras manos, y Él solo puede llenar primeramente nuestras manos con aquello que Él se deleita aceptar. Esto, entonces, es nuestra obra como sacerdotes, nuestro privilegio como adoradores, presentar siempre a Cristo delante de Dios. Por tanto, se comprenderá fácilmente, que la carne no puede tener parte alguna en tal obra, y que, de hecho, la adoración puede ser sólo por el Espíritu Santo y sólo en el poder del Espíritu Santo.
Por último, hay instrucciones diversas con respecto a comer diferentes partes del carnero de la consagración. Moisés debía tener su parte —el pecho— después de haber sido mecido como ofrenda mecida delante de Jehová (Éxodo 29:26). Aarón y sus hijos tenían su parte (versículos 27-28,31-32). De este modo, Dios, y Cristo como Sacerdote, y toda la Iglesia, simbolizada por Aarón y sus hijos, se nutrían por igual del sacrificio ofrecido. Era la comunión de Dios, de Cristo, y Su pueblo —teniendo todos su parte— en la expiación cumplida. Aprendemos también que Cristo solo es el alimento de Su pueblo. Llevados a estar bajo el valor pleno de Su sacrificio por medio del cual son consagrados y santificados, Él se convierte en sustento y fuerza de ellos (Éxodo 29:33). Se agregan dos prohibiciones. Primero, ningún extraño debía comer de esta comida sacerdotal. Debía estar limitada a aquellos que son santificados para el cargo de sacerdotes. En segundo lugar, la carne de las consagraciones debía ser comida el mismo día (versículo 34). La comida sacerdotal debe ser comida en relación con el altar. De igual forma, usted no puede alimentarse de Cristo si le disocia a Él de la cruz. Él es nuestra comida, y nos nutrimos de Él en comunión con Dios sólo como ofrecido a Dios, y glorificado por Él debido a Su obra que Él consumió.
Estas ceremonias debían repetirse por siete días; y el altar debía ser santificado por siete días (versículos 36-37). Los sacerdotes deben tener una consagración perfecta, y el altar ante el cual deben servir debe ser santificado perfectamente. La consagración y la santificación deben ser, por igual, según la perfección de las demandas de un Dios santo.

Éxodo 29:38-46: El holocausto continuo

Tras la consagración de los sacerdotes, tenemos instrucciones para el holocausto continuo —continuo porque debía ser ofrecido todas las mañanas, y todas las tardes, a través de todas las generaciones de los hijos de Israel. Se trataba, de hecho, de un sacrificio diario perpetuo.
“Esto es lo que ofrecerás sobre el altar: dos corderos de un año cada día, continuamente. Ofrecerás uno de los corderos por la mañana, y el otro cordero ofrecerás a la caída de la tarde. Además, con cada cordero una décima parte de un efa de flor de harina amasada con la cuarta parte de un hin de aceite de olivas machacadas; y para la libación, la cuarta parte de un hin de vino. Y ofrecerás el otro cordero a la caída de la tarde, haciendo conforme a la ofrenda de la mañana, y conforme a su libación, en olor grato; ofrenda encendida a Jehová. Esto será el holocausto continuo por vuestras generaciones, a la puerta del tabernáculo de reunión, delante de Jehová, en el cual me reuniré con vosotros, para hablaros allí. Allí me reuniré con los hijos de Israel; y el lugar será santificado con mi gloria. Y santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes. Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios” (Éxodo 29:38-46).
Se observará que hay tres cosas en esta Escritura, a saber: el holocausto y sus acompañamientos; el lugar de reunión entre Dios y Su pueblo; y Jehová morando entre ellos, y siendo su Dios.
El holocausto se componía de dos corderos de un año, uno a ser ofrecido por la mañana, y el otro por la tarde. Esta ofrenda no debía cesar jamás. (Véase Números 28:3,6,10; Esdras 3:5). Su significado, como se explicó en el capítulo anterior —es decir, como un emblema del sacrificio de Cristo en este carácter— es Su consagración hasta la muerte, en la cual Él, en el lugar del pecado y para la gloria de Dios, demostró Su obediencia hasta lo sumo, aun hasta ser hecho pecado por Su pueblo. Por tanto, todo era consumido sobre el altar, y subía como olor grato para Dios (véase Levítico 1); y este olor grato expone la aceptabilidad de Su muerte para Dios, sí, el deleite infinito que Dios halló en la muerte de Cristo en obediencia a Su voluntad. Por tanto, puesto que la ofrenda que tenemos ante nosotros era perpetua, Dios puso un fundamento mediante el cual Israel podía estar, y ser acepto, en toda su fragancia y olor. Llega a ser, de este modo, un tipo no menor de la posición del creyente, revelando el terreno de su aceptación en el Amado; ya que tal como el olor grato del holocausto continuo ascendía siempre a Dios a favor de Israel, del mismo modo Cristo, en toda Su aceptabilidad está siempre ante Sus ojos a favor de los suyos. Podemos decir, por tanto, “como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17); porque estamos en la presencia divina en todo el olor de Su sacrificio, y en toda la aceptación de Su Persona.
Los acompañamientos del holocausto eran dos; primero, “una décima parte de un efa de flor de harina amasada con la cuarta parte de un hin de aceite de olivas machacadas”; y, en segundo lugar, “la cuarta parte de un hin de vino”. Lo primero era una oblación (ofrenda vegetal), y lo segundo una libación. La oblación, como se señaló en relación con la consagración de los sacerdotes, es un emblema de la consagración de Cristo en vida, Su entera consagración a la voluntad y a la gloria de Dios. La harina fina se mezclaba con aceite (véase también Levítico 2), para presentar de manera tenue la verdad misteriosa de que Cristo, en cuanto a Su humanidad, fue engendrado del Espíritu Santo. (Mateo 1:20). Representaba, por tanto, la perfección de Su vida aquí abajo —Su vida de obediencia perfecta, cada energía de Su alma fluyendo en este canal, hallando que Su comida era hacer la voluntad de Su Padre (Juan 4:34), y finalizar Su obra—. Israel estaba, por tanto, delante de Dios en todo el valor y la aceptación de Su vida y de Su muerte —de todo lo que Él era para Dios, sea esto considerado en la consagración perfecta de Su vida, o en la expresión más elevada de la perfección de Su obediencia como fue mostrada cuando Él fue hecho pecado en la cruz—. La oblación se componía de vino. El vino es un símbolo del gozo: “alegra a Dios y a los hombres” (“Mas la vid les respondió: ¿Acaso tengo de dejar mi vino que alegra a Dios y a los hombres, por ir a ondular sobre los árboles?”; Jueces 9:13, VM); y puesto que es ofrecido aquí a Dios, habla de Su gozo, Su gozo en el sacrificio presentado. Pero era ofrecido por Su pueblo, por el sacerdote a favor de ellos. Esto expresaba también, por esta razón, la comunión de ellos con el gozo de Dios en la perfección de la vida, y de la consagración hasta la muerte, de Su Hijo Unigénito. El corazón de Dios es así. Él nos llevaría a la comunión con Él, querría que gozáramos de Sus propios deleites, que el gozo de Su corazón, fluyendo, y llenando también los nuestros, pudiese desbordarse en alabanza y adoración. Por eso Juan dice, “verdaderamente nuestra comunión es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3).
El siguiente punto es el lugar de reunión de Dios con Su pueblo. A Moisés se le permitió, en gracia, encontrarse con Jehová en el propiciatorio (Éxodo 25:22; Números 12:8); pero el pueblo no podía pasar más allá de la puerta del tabernáculo de reunión. Era aquí donde se presentaba el holocausto sobre el altar de bronce; y por eso era este el lugar de reunión entre Dios e Israel, sobre el terreno del sacrificio. No era posible que existiera algún otro lugar; tal como Cristo mismo es ahora el lugar único de reunión entre Dios y el pecador. Es muy importante ver esta verdad —especialmente para los que no son salvos— que aparte de Cristo no puede haber acercamiento a Dios alguno. “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6). Presten atención, además, al hecho de que no se puede acceder a Dios excepto sobre el terreno del sacrificio de Cristo. Esta verdad es prefigurada en relación con el holocausto. Si se ignora la cruz, si se ignora a Cristo crucificado, no se puede tener relación alguna con Dios, con la excepción de las que pueden existir entre un pecador culpable y un Juez santo. Pero en el momento que el pecador es llevado a tomar su lugar sobre el “olor grato” del sacrificio para Dios, sobre la eficacia de lo que Cristo consumó por Su muerte, Dios se puede encontrar con él en gracia y amor.
Hay una cosa más: la consecuencia de venir a reunirse y a morar con Su pueblo. Dios santificará el tabernáculo mediante Su gloria; santificará el tabernáculo de reunión, y el altar; y santificará, también, tanto a Aarón como a sus hijos, para que Le sirvan como sacerdotes en el cargo que Él les designó (Éxodo 29:43-44). Él demandaba todo en virtud del sacrificio, y apartaba todo para Él. El Tabernáculo, el altar, y los sacerdotes son santificados por igual —reclamados como pertenecientes al servicio de Jehová y para Su servicio—. La expresión “con mi gloria” (versículo 43), como siendo aplicada al tabernáculo, es notable. Solamente allí, en toda la tierra, en el lugar santísimo, se manifestaba Su gloria —en nube resplandeciente, la Shekinah, que era el símbolo de Su presencia—. Mostrada de este modo, separaba completamente el tabernáculo de toda otra cosa sobre la faz de la tierra, hacía que fuese un lugar santo, lo santificaba. Pero más. Estando allí Su gloria, llegó a ser el estándar de todo lo presentado. La cuestión —considerada en sus aspectos más elevados, en la luz de la verdad ahora poseída— para todo aquel que se acercaba, y para todo lo que se ofrecía era, por consiguiente, la de la idoneidad a la gloria de Dios. Por eso leemos en la epístola a los Romanos que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23), mostrando que a menos que respondamos a las demandas de esa gloria, que pudiéramos siquiera estar delante de la exhibición inmediata de Su gloria, nosotros somos pecadores culpables. Ello va aún más lejos. El Tabernáculo mismo estaba en la tierra, y en medio del pueblo terrenal de Dios. Como siendo santificado por Su gloria, por tanto, también llegó a ser profético —profético del día cuando toda la tierra será llena de Su gloria—. Era así, una promesa resplandeciente de la bendición milenial.
Esto lleva a la tercera cosa —Dios morando en medio de Su pueblo. Este fue el objeto declarado de la construcción de un santuario (Éxodo 25:8)—, y el objetivo de que Él morase con ellos fue para que pudiesen ser traídos a estar en relación con Él, y conocerle como el Dios de redención, como Aquel que los había sacado de la tierra de Egipto. En efecto, el terreno de Su morada en medio de ellos fue la redención cumplida. De este modo, como ya se ha dicho, Él jamás moró con Adán, Noé, Abraham, o con los patriarcas, no obstante la relación íntima con Él que se les permitió disfrutar. Tampoco moró, ni podía morar, con Israel mientras estaba en la tierra de Egipto; pero después que los hubo sacado de la casa de su servidumbre, y los hiciera cruzar el Mar Rojo, Él deseó, entonces, tener Su santuario en medio de ellos. El olor grato del sacrificio —emblema de la aceptabilidad del sacrificio del Cristo de Dios— hizo que Le fuera posible rodearse de aquellos que Él había redimido. Pero hay más aún que el hecho de que Él morase con ellos: está también la relación. “Seré el Dios de ellos” (Génesis 17:8). Se observará que no se trata de lo que ellos serán para Él, aunque eran Su pueblo por Su gracia, sino de lo que Él será para ellos. “Dios de ellos” —palabras cargadas con bendiciones inefables; porque cuando Dios se compromete a ser el Dios de Su pueblo, se digna entrar en relación con ellos, Él les asegura que todo lo que necesitan, está asegurado para ellos por lo que Él es para ellos como su Dios—. Fue en vista de la bendición de tan maravillosa relación que el Salmista exclamó, “Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Jehová” (Salmo 144:15). Por tanto, como hemos visto, si Él moró entre ellos fue para que pudieran conocerle —y conocerle a Él a través de la redención—. Este fue el deseo de Su corazón, y en la prosecución de ello, Él les había visitado en Egipto, había herido a Faraón, a su tierra, y a su pueblo con juicios, los había sacado con mano fuerte y con brazo extendido, los llevó a Sí mismo, y les instruyó ahora para que Su Tabernáculo fuese erigido. Él tendría Su gozo en la felicidad y gozo de Sus redimidos —en rodearse de un pueblo feliz, regocijado—. Tal era Su pensamiento, no obstante cuán poco ellos se involucraron en él; pero fue un pensamiento que, si se posponía, un día hallará su plena y perfecta encarnación. En efecto, el Tabernáculo en el desierto, rodeado por las tribus de Israel, es una figura del estado eterno. El propósito que Dios expresa aquí fue repetido (Levítico 26:12), y reafirmado en cuanto al milenio (Ezequiel 37:27-28). Pero estas eran sólo sombras de la plena bendición que Dios diseñó para Su pueblo, y no pudieron ser más debido a lo que ellos eran; y de ahí que no es hasta que el estado eterno sea alcanzado que ello se lleve a cabo en perfección. Aun ahora Dios mora en la tierra, ya que la iglesia es Su morada en el Espíritu (Efesios 2:22); y cada creyente, que ha recibido el Espíritu de adopción, es un templo del Espíritu Santo. Pero cuando todos los propósitos de Dios en Cristo se cumplan, los redimidos de esta época de la gracia formarán, como la nueva Jerusalén, el tabernáculo eterno y la eterna morada de Dios (Apocalipsis 21).
Pero ¡quien de ese glorioso resplandor
De luz viviente contará!
Donde todo Su resplandor Dios muestra
Y las glorias del Cordero están.
Dios y el Cordero serán allí,
La luz y el templo,
Y huestes radiantes compartirán para siempre,
El misterio revelado.

Éxodo 30:1-10: El altar del incienso

El lugar que ocupa el altar del incienso en las instrucciones que Moisés recibió es muy instructivo. Hasta el final de Éxodo 27, todo está dispuesto con respecto a la manifestación de Dios —los símbolos de exhibición, tal que se los denomina a veces—. Inmediatamente después, corresponde el asunto del acercamiento a Dios; y por eso la siguiente cosa es la designación y la consagración de los sacerdotes —teniendo sólo estos el privilegio de entrar en el santuario—. Pero antes de seguir adelante, el holocausto continuo es presentado, como fue considerado en el capítulo anterior; ya que hasta que el pueblo no estuviera delante de Dios en toda la aceptación de su olor grato, y Dios mismo estuviese morando entre ellos, el tabernáculo fuera santificado por Su gloria, y todo estuviera apartado para Él, no podía haber aproximación —ningún acceso a Su presencia—. En otras palabras, no podía haber adoración alguna aparte del olor del sacrificio, y la presencia de Jehová. Estando todo preparado así, siguen a continuación los símbolos de aproximación —es decir, esos utensilios sagrados que eran usados en relación con la entrada a la presencia del Dios—; y el primero de estos es el altar de oro, o altar del incienso.
“Harás asimismo un altar para quemar el incienso; de madera de acacia lo harás. Su longitud será de un codo, y su anchura de un codo; será cuadrado, y su altura de dos codos; y sus cuernos serán parte del mismo. Y lo cubrirás de oro puro, su cubierta, sus paredes en derredor y sus cuernos; y le harás en derredor una cornisa de oro. Le harás también dos anillos de oro debajo de su cornisa, a sus dos esquinas a ambos lados suyos, para meter las varas con que será llevado. Harás las varas de madera de acacia, y las cubrirás de oro. Y lo pondrás delante del velo que está junto al arca del testimonio, delante del propiciatorio que está sobre el testimonio, donde me encontraré contigo. Y Aarón quemará incienso aromático sobre él; cada mañana cuando aliste las lámparas lo quemará. Y cuando Aarón encienda las lámparas al anochecer, quemará el incienso; rito perpetuo delante de Jehová por vuestras generaciones. No ofreceréis sobre él incienso extraño, ni holocausto, ni ofrenda; ni tampoco derramaréis sobre él libación. Y sobre sus cuernos hará Aarón expiación una vez en el año con la sangre del sacrificio por el pecado para expiación; una vez en el año hará expiación sobre él por vuestras generaciones; será muy santo a Jehová” (Éxodo 30:1-10).
Estaba hecho de los dos materiales que caracterizaban el arca, la mesa de los panes de la proposición, etc. —madera de Sittim (especie de acacia) y oro (versículos 1-5)—. Por tanto, el altar mismo —aparte de su uso— era una figura de la Persona de Cristo —Cristo como Dios y como hombre, Dios manifestado en carne—. Relacionado con el altar, esto es significativo —enseñando, tal como lo hace, que no hay acceso alguno a Dios sino por medio de Cristo, y que Él es, en efecto, el fundamento tanto de nuestro acercamiento como de nuestra adoración—. El sacerdote (el adorador) ante el altar no veía nada más que oro, y Dios veía sólo el oro —aquello que era adecuado a Él, adecuado a Su naturaleza—. El recuerdo de esto proporciona libertad al inclinarse en Su presencia. Se trata, de hecho, de una maravillosa misericordia que Cristo esté delante de los ojos de Dios, y delante de los ojos del adorador —siendo Él mismo el lugar de encuentro entre Dios y Su pueblo, así como también el fundamento de la aceptación de Su pueblo.
La posición de este altar es presentada en el versículo 6. Debía ser puesto delante del velo, es decir, cerca del arca del testimonio. El altar de bronce, tal como se ha señalado, estaba afuera, en al atrio del tabernáculo —siendo este la primera cosa que encontraba la vista de uno saliendo del campamento y entrando en el atrio—. La lección era, que la cuestión del pecado debe ser zanjada antes que se pudiera obtener la admisión. El altar del incienso estaba adentro —en el lugar santo— y nadie más que los sacerdotes tenían acceso a él. De hecho, la fuente de bronce estaba de por medio; pero esta no es mencionada aún, debido a que el valor del sacrificio sobre el altar de bronce lleva de inmediato (en figura) al altar de oro. El altar de bronce probaba al hombre en cuanto a la responsabilidad; y habiendo sido satisfechas las demandas de la justicia de Dios mediante el sacrificio, Él podía introducir al creyente a Su presencia inmediata —le daba privilegios sacerdotales, y por consiguiente, le daba acceso—. Una vez satisfechas las demandas del altar de bronce, nada podía impedir la entrada del adorador al altar de oro. Su derecho era perfecto. Esto se ve en la epístola a los Hebreos. La sangre que fue derramada en la cruz da libertad de entrada al Lugar Santísimo (Véase Hebreos 10. Existe, por tanto, la conexión más íntima entre los dos altares.
El uso del altar puede ser considerado ahora. Aarón debía quemar incienso aromático (incienso de especias) sobre él, mañana y tarde, cuando alistaba las lámparas (Éxodo 30:7-8). Los materiales de los que se componía el incienso son nombrados en los versículos 34 y 35. Se lo llama allí “un perfume”. Observen que era quemado sobre el altar. Era la acción del fuego lo que hacía salir la fragancia del incienso; y el fuego usado para este propósito era tomado del altar de bronce. (Véase Levítico 16:12-13). Por tanto, el mismo fuego que consumía el sacrificio, hacía salir la fragancia del incienso. Esto explica su significancia. El fuego era un tipo del juicio escudriñador de Dios —de Su santidad aplicada en juicio, y fue a través de esto que nuestro bendito Señor pasó cuando estuvo en la cruz—. Pero él único resultado de la acción del fuego santo sobre Él fue hacer salir una “nube” de perfume de suave aroma. El incienso tipifica esto —la fragancia de Cristo para Dios—; y en vista de que debía ser un rito perpetuo (Éxodo 30:8), se demuestra que esta fragancia está ascendiendo siempre delante del trono. Si la eficacia de Su obra es presentada en el olor del sacrificio, la aceptación de Su Persona es denotada por el incienso. Las dos cosas se distinguen en el día de la expiación. Aarón entraba con incienso al lugar santísimo, antes de rociar la sangre sobre y delante del propiciatorio. Cristo mismo entró así con Su sangre; pero, si se puede decir de este modo, donde todo está inseparablemente relacionado, Él mismo toma la precedencia, incluso con respecto a Su sangre. Es, en efecto, lo que Él es en Sí mismo lo que da a la sangre su preciosura inefable.
Pero se puede inquirir, ¿cuál es el significado de esta acción por parte de Aarón? Primero, Aarón es un tipo de Cristo, y un tipo de Cristo ante el altar en el lugar santo. Él es así, al quemar el incienso, una figura de la intercesión predominante de Cristo. Recuérdese que Aarón entra al lugar santo en toda la virtud del sacrificio que ha sido consumido sobre el altar de bronce. Además, el incienso que él quema con el fuego santo siempre es aceptable Dios. Por tanto, ello enseña que la intercesión de Cristo asciende a Dios de manera aceptable por medio de la eficacia de lo que Él es, y de lo que Él ha hecho. Por tanto, no puede fallar. Y como este rito era perpetuo, así también Él vive siempre para interceder por nosotros; y, por esta razón, Él puede salvar perpetuamente a Su pueblo (Hebreos 7:25) —a través de todo el camino— aun hasta el final de su viaje por el desierto. ¡Qué consuelo da esta seguridad a Su pueblo circundado por las debilidades, dificultades, y pruebas de su senda desértica! En segundo lugar, Aarón ante el altar de bronce es una figura del creyente, puesto que todos los creyentes son sacerdotes. Este aspecto es sumamente instructivo; ya que considerando así la quema del incienso, tenemos un tipo de la adoración. En primer lugar, se debe observar nuevamente que, Aarón (y el creyente como presentado por él) está delante del altar de oro en todo el olor grato del holocausto. Ya que es por medio de la virtud de este sacrificio que se disfruta del acceso al lugar santo. Esto es de gran importancia. Esto enseña que no puede haber adoración alguna hasta que no sepamos lo que es ser llevados a la presencia de Dios en toda la aceptación de Cristo —no sólo sabiendo que nuestros pecados han sido limpiados, sino comprendiendo también que estamos delante de Dios en toda la aceptación de Cristo mismo— en toda Su indescriptible fragancia. En segundo lugar, es Cristo, en todo lo que Él es para Dios, lo que se presenta a Dios en la adoración —no nuestros sentimientos, no nuestros propios pensamientos, sino lo que deleita el corazón de Dios, y eso es Cristo mismo, Cristo como Aquel que Le ha glorificado en la tierra, y ha terminado la obra que Le dio que hiciera (Juan 17:4)—. En tercer lugar, inferimos que la esencia de toda adoración estriba en la comunión con Dios en todo lo que Cristo es, y en todo lo que Él ha hecho. Ya que cuando adoramos por el Espíritu Santo, presentamos a Dios aquello en lo que Él se deleita, y nos deleitamos en aquello que presentamos, y así nuestros pensamientos, sentimientos, y afectos están en armonía con los de Dios mismo. Entonces el resultado es la adoración —la adoración del carácter más elevado—. Tal es nuestra obra sacerdotal ante el altar —la presentación perpetua de los méritos de Cristo—; y si intercedemos allí, nuestra intercesión es también según el valor de Cristo. Por eso Él pudo decir, “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Juan 16:23).
Se observará que existe una conexión entre el incienso y las lámparas. A Aarón se le ordena quemar el incienso cuando alistase las lámparas, mañana y tarde. Las lámpara, como se explicó cuando se habló acerca del candelero, son la manifestación de Dios en el poder del Espíritu. Esto se vio en perfección en Aquel que era la luz del mundo, y debiera mostrarse igualmente tanto en la Iglesia como en el creyente. Pero el punto aquí es que la luz era mantenida mediante el cuidado sacerdotal. Aarón alistaba las lámparas. Así es ahora. La manifestación de Dios en el poder del Espíritu depende siempre de la acción sacerdotal de Cristo; y la quema del incienso —intercesión o adoración— será siempre en proporción a la exhibición del poder del Espíritu. Estas tres cosas son, en efecto, inseparables —el cuidado sacerdotal de Cristo, la manifestación de Dios en el poder del Espíritu, y la adoración de Su pueblo—. En otras palabras, si los creyentes no resplandecen como luces en el mundo, no pueden quemar incienso en el altar de oro, son impotentes para adorar. El andar y la adoración están relacionados; ya que si el creyente no está en la presencia de Dios en sus modos de obrar a lo largo de toda la semana, no sabrá lo que es estar dentro del velo rasgado cuando esté reunido alrededor del Señor a Su mesa para anunciar Su muerte. O, para mencionar aún otro aspecto, no habrá ninguna adoración excepto como resultado de la manifestación de Dios en el poder del Espíritu. De ahí que las lámparas deban ser alistadas cuando el incienso es quemado.
Siguen a continuación advertencias en cuanto al uso del altar; y si se combina Levítico 10:1 Con esta Escritura, hay tres cosas cuyo uso sobre el altar está prohibido. Primero, no debe haber incienso extraño. El incienso ofrecido debe ser divinamente compuesto, y ningún otro podía ser aceptado. Si por un momento tomamos esto literalmente, ¡que horrible presunción se observa en muchas ‘iglesias’ en la Cristiandad en este día! Viles imitaciones de este compuesto santo —y observen que la pena por hacerlo era la muerte (véase Éxodo 30:38)— son usadas en servicios públicos por quienes aducen ser sacerdotes, y para la adoración de Dios. ¡Incluso un Judío lo consideraría como abominación, y aun así cristianos profesantes pueden avalar su uso! Ciertamente esto es una evidencia tanto de la corrupción del Cristianismo así como del poder de Satanás. Considerándolo como un emblema, se nos enseña que nada excepto la fragancia de Cristo es aceptable a Dios en adoración. Todo lo ofrecido aparte de Cristo es “extraño”, y no puede ser aceptado. En segundo lugar, ningún holocausto, ninguna ofrenda vegetal, y ninguna libación, debe ser ofrecida sobre este altar. Esto sería confundir al altar de oro con el altar de bronce, y, por consiguiente, sería olvidar nuestra verdadera posición sacerdotal. Sería ahora el mismo error, si, cuando estamos congregados para adorar, tomásemos nuestro lugar en la cruz, en lugar de estar dentro del velo rasgado. Este es un error en el que muchas almas han caído inadvertidamente. La consecuencia es que ellas jamás conocen el gozo de ser llevados a Dios en virtud de la obra de Cristo, y por eso no pueden ocupar su verdadera posición sacerdotal. Por último, la Escritura en Levítico prohíbe el uso de fuego extraño. Debe ser el fuego de Dios —fuego encendido desde el cielo, de delante de Jehová (Levítico 9:24), y ningún otro—. Aplicando esto a los creyentes, la lección es que pueden adorar sólo por el Espíritu de Dios. El fervor natural y las emociones naturales, independientemente de la manera en que se exhiban, serían, en este sentido, “fuego extraño”. Fue por esta razón, indudablemente, que a los sacerdotes se les prohibió beber vino o bebida fuerte cuanto entraban en el tabernáculo. Los efectos del vino imitan los efectos producidos por el Espíritu de Dios. (Véase Hechos 2:13-15). El fuego, al igual que el incienso, debe ser divino para ser aceptable sobre el altar de oro —una lección que los cristianos de este día ciertamente harían bien en guardar en su corazón cuando se hace el intento por todas partes, mediante imágenes y sonidos, de obrar sobre el hombre natural, y ayudarle en la adoración a Dios—. ¡Que ellos puedan aprender que todas esas cosas son realmente abominaciones ante los ojos de Dios!
Una vez al año se debía hacer expiación sobre los cuernos del altar con la sangre de la ofrenda por el pecado, la del día de la expiación (Éxodo 30:10). El relato de esto se encuentra en Levítico 16. La razón de ello era la imperfección del sacerdocio. El lugar verdadero del sacerdote era estar delante del altar de oro; y siendo él lo que era, contaminaba el lugar mismo con su aproximación a Dios (compárese con Levítico 4:7); y de ahí la necesidad de la aplicación continua de la sangre de la expiación. Esto es instructivo a partir de contraste típico. Un único sacrificio tiene validez ahora para siempre. Cristo ha perfeccionado para siempre, mediante Su sola ofrenda, a los que son santificados (Hebreos 10:14); y, por consiguiente, ellos disfrutan, sin interrupción, de un acceso perpetuo hasta el Lugar Santísimo.
Finalmente, se puede hacer un comentario sobre la provisión para el traslado del altar a través del desierto. Las varas y los anillos son presentados aquí, y no necesitan observación alguna, ya que son del mismo material del altar. Pero en Números 4:11, hallamos que había dos cubiertas, una interior y otra exterior; primero, un paño azul, y en segundo lugar, afuera, las pieles de tejones. El azul —emblemático de lo que es celestial (el carácter celestial, como emanando de la intercesión sacerdotal, y relacionado, de hecho, con la posición sacerdotal)— era ocultado. Era sólo para el ojo de Dios. Luego venían las pieles de tejones —significando esa vigilancia santa mediante la cual Cristo se guardó a Sí mismo del mal—. Esta está afuera, debido a que es un asunto de pasar a través del desierto donde los males abundan. Ello enseña, por tanto, que si se ha de mantener el carácter celestial, debe haber una vigilancia incansable, y una diligencia incesante para guardarnos —por medio del uso de la Palabra— de las contaminaciones y corrupciones que nos asedian por todas partes.

Éxodo 30:11-16: El dinero de la expiación

El dinero de la expiación ya ha sido mencionado al tratar el tema de las basas de plata debajo de las tablas del Tabernáculo (Éxodo 26). A primera vista, la introducción del tema en este lugar parece peculiar; pero en verdad, se trata de otra marca de la perfección del diseño del Espíritu de Dios. Los sacerdotes han sido designados y consagrados; el altar de oro, con la manera de su servicio, ha sido descrito; pero antes de que Aarón pueda acercarse a quemar incienso, debe haber un pueblo redimido a favor del cual él debe actuar. Porque la esencia misma del sacerdocio es que ellos fueron designados a favor de otros. Por eso, tan pronto como el altar de oro ha sido presentado, el pueblo es identificado con el Tabernáculo como está representado por el dinero de la expiación. Cada detalle del orden de los temas está, por tanto, divinamente arreglado.
“Habló también Jehová a Moisés, diciendo: Cuando tomes el número de los hijos de Israel conforme a la cuenta de ellos, cada uno dará a Jehová el rescate de su persona, cuando los cuentes, para que no haya en ellos mortandad cuando los hayas contado. Esto dará todo aquel que sea contado; medio siclo, conforme al siclo del santuario. El siclo es de veinte geras. La mitad de un siclo será la ofrenda a Jehová. Todo el que sea contado, de veinte años arriba, dará la ofrenda a Jehová. Ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá del medio siclo, cuando dieren la ofrenda a Jehová para hacer expiación por vuestras personas. Y tomarás de los hijos de Israel el dinero de las expiaciones, y lo darás para el servicio del tabernáculo de reunión; y será por memorial a los hijos de Israel delante de Jehová, para hacer expiación por vuestras personas” (Éxodo 30:11-16).
Dos cosas aparecen en el primer versículo de esta instrucción —la ocasión, y el objeto del dinero de la expiación—. La ocasión era: “Cuando tomes el número” (“Cuando hagas un censo”, LBLA). Cuando se hacía un censo, cada hombre era llevado, por decirlo así, delante de Dios; y este era el preciso momento escogido para recordarles su condición, y su consiguiente necesidad de redención. Mientras no se trate con el pecado, si Dios es traído a tener contacto con los hombres como tales, Él debe, por la santidad misma de Su naturaleza, tomar conocimiento de la culpa de ellos. Por eso se hace esta amable provisión. Su significancia típica es sencillamente la verdad que se encuentra en cada página de la Escritura; a saber, que todos los hombres necesitan un rescate por sus almas. El objeto es que “que no haya en ellos mortandad”. Ya que, como se ha comentado, si Dios repara en el pecador en sus pecados, debe ser para juicio, a menos que esté bajo la protección de la expiación. Una ilustración sorprendente de esto se encuentra en el reinado de David. El rey fue tentado, estando orgulloso de la fortaleza de sus ejércitos, a llevar a cabo un censo de su pueblo. “Y dijo el rey a Joab ... haz un censo del pueblo, para que yo sepa el número de la gente”, pero descuidó la ordenanza en cuanto a que cada hombre tenía que dar un rescate por su alma, y “Jehová envió la peste sobre Israel desde la mañana hasta el tiempo señalado; y murieron del pueblo, desde Dan hasta Beerseba, setenta mil hombres” (2 Samuel 24). Esto fue aún más notable por el hecho de que David confesó su pecado inmediatamente después que el pueblo fue censado; pero aunque el Señor trató con él en tierna gracia y compasión, le dio a elegir la naturaleza del castigo, el juicio no podía ser justamente evitado. Las demandas del Señor deben ser reconocidas. Cada uno de los del pueblo que fue censado era susceptible a Su juicio santo, y esto debía ser reconocido mediante el dinero del rescate.
La suma que se debía dar era de medio siclo de plata (véase Éxodo 38:25-28), según el siclo del santuario —es decir, como se explicó, diez geras—. Diez es el número de la responsabilidad para con Dios; y, por consiguiente, la lección es que la responsabilidad del hombre para con Dios, como pecador, debe ser cumplida. Ahora bien, la plata es una figura de la sangre de Cristo —es decir, la plata del dinero del rescate—. Pedro alude a esto cuando dice, “sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19). Se observará que él habla de oro así como también de plata. Existe una razón especial para esto. En una ocasión, después de una impresionante liberación o preservación del pueblo de los peligros de la guerra, de modo que cuando fueron censados no faltó ninguno, se ofreció oro en vez de plata como dinero del rescate (Números 31:49-54). El apóstol, por tanto, combina los dos en contraste con la sangre de Cristo, o como tipo de ella. Nuestro Señor mismo habla de dar Su vida (y la vida está en la sangre) en rescate por muchos (Mateo 20:28; Marcos 10:45). El medio siclo de plata era así, una figura clara de la sangre de Cristo; y por consiguiente, aprendemos que es sólo esa sangre preciosa la que puede cumplir con nuestra responsabilidad para con Dios como pecadores, y hacer expiación por nuestras almas. Es en Cristo en quien tenemos redención —por medio de Su sangre, y de ninguna otra manera—. Esta es una verdad familiar, tan familiar que se ha convertido, por decirlo así, en una palabra doméstica. Pero ¿acaso no hay peligro de perder su significancia mediante esta misma familiaridad? Además, es contra esta muy bienaventurada y preciosa sangre adonde se dirigen todas las astucias, y sutilezas, y malicia, de Satanás. Por eso es que ha sucedido que muchos, aun los que profesan ser maestros del Cristianismo, han rechazado esta sangre o se ocupan en insinuar dudas con respecto a ella. Es necesario, por tanto, que ello sea proclamado, y que se proclame repetidamente, con un fervor cada vez mayor. Pero jamás será recibida, a menos que primero se entienda que el hombre, tanto por su naturaleza como por su práctica, necesita redención, que es un pecador perdido, culpable, y que no se puede redimir a sí mismo; que, como dice el Salmista, “Nadie puede en manera alguna redimir a su hermano, ni dar a Dios rescate por él” (Salmo 49:7, LBLA). Si se acepta esto en primer lugar, entonces se puede recibir la verdad de que no hay expiación alguna para el alma excepto por la sangre preciosa de Cristo; que sin el derramamiento de sangre no hay remisión; y que es sólo por la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, que todo pecado puede ser limpiado.
Otra cosa requiere especial atención. Todo hombre, rico o pobre, tenía exactamente el mismo valor delante de Dios. “El rico no pagará más, ni el pobre pagará menos” (Éxodo 30:15, LBLA). Cuando se plantea la cuestión del pecado, no hay diferencia entre hombre y hombre a la vista de Dios. “Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Algunos pueden haber ido más lejos en la iniquidad exterior, en crímenes patentes; pero, en cuanto al estado delante de Dios, todos —el que es moral exteriormente así como también el inmoral, el rico así como también el pobre— son pecadores y están bajo condenación. La riqueza, la posición, los logros, e incluso el carácter moral, no sirven de nada delante de Dios. Todos por igual han pecado, porque no hay ninguno que haga justicia, no, ni siquiera uno, y todos por igual necesitan la redención que se ha de encontrar sólo por medio de la sangre de Cristo. El corazón del hombre se rebela contra esto; pero la pregunta es si acaso esta es la verdad de Dios. (Véase Romanos capítulos 1 al 3).
Como consecuencia de esta verdad, cada hombre tenía que dar por sí mismo. Todos debían un rescate por sus almas. En este asunto el rico no podía dar por el pobre, sino que cada hombre, individualmente, debía ser llevado a una relación clara y personal con Dios en cuanto a su rescate o redención. A menos que el dinero de cada uno de los censados estuviera representado en las basas de plata, él no podía ser considerado como redimido. Es así ahora. Todos deben tener un interés personal en la sangre de Cristo o no puede ser salvo. Las oraciones de otro no pueden, por sus propios méritos, salvarle, a menos que sea llevado mediante ellas, en la gracia de Dios, a conocer por sí mismo a Cristo como Redentor. Es mi propia culpa, son mis pecados, los que necesitan ser limpiados, y por tanto, a menos que yo mismo esté bajo el valor de la sangre de Cristo, estoy expuesto aún al justo juicio de un Dios santo. Que el lector sopese este asunto, y que lo sopese solemnemente en la presencia de Dios, y que no cese de sopesarlo hasta que se haya cerciorado que tiene una reivindicación, por medio de la fe, sobre la eficacia de la sangre preciosa de Cristo. Debe ser una transacción personal, un trato personal con Dios, y un interés personal en la sangre. Entonces, y sólo entonces, se puede conocer y disfrutar, por medio de la sangre de Cristo, la redención.
La última cosa que se observa es el uso que se hace del dinero de la expiación (Éxodo 30:16). Se designó para el servicio del tabernáculo. De hecho, como ya se ha visto, se destinó para la confección de las basas de plata que formaban el fundamento del santuario. La casa de Dios se fundamentaba sobre la redención, y el pueblo rescatado se identificaba así con ella —siendo representado cada uno de ellos por el dinero que había sido dado, y representado, por tanto, en todo el valor que la plata tipificaba—. El objeto era, efectivamente, que fuese “por memorial a los hijos de Israel delante de Jehová, para hacer expiación por vuestras personas”. Por consiguiente, la plata sobre la que se asentaba el tabernáculo testificaba, a favor de los hijos de Israel, de que la expiación por sus almas había sido hecha. Ellos mismos podían comprender sólo débilmente este hecho bienaventurado; pero el memorial estaba siempre delante del Señor, y la pregunta en aquel entonces, tal como ahora, es más bien, ¿Nos ve Él como redimidos? ¿Ha aceptado Él el precio de nuestra redención? Ya que si Él está satisfecho, nosotros también podemos ciertamente reposar en paz.
De este modo, Dios unió, en gracia, al pueblo con el tabernáculo en el que Él mismo moraría, y al cual los sacerdotes entrarían a favor de ellos. A ellos mismos no se les pudo permitir entrar, pero todos estaban representados en el dinero de la expiación, y por tanto, tenían siempre su memorial delante de Jehová.

Éxodo 30:17-21: La fuente

La fuente es el último de los enseres sagrados enumerados. Junto con esto, el Tabernáculo y sus distribuciones están completos. Estaba situada afuera, en el atrio del Tabernáculo, entre el tabernáculo de reunión y el altar; es decir, entre el altar de bronce que estaba en el interior de la entrada al atrio, y la entrada al lugar santo. De este modo, una vez rebasado el altar del holocausto —en su camino al Tabernáculo— los sacerdotes encontrarían la fuente en el recorrido. La razón de esto se mostrará mientras avanzamos.
“Habló más Jehová a Moisés, diciendo: Harás también una fuente de bronce, con su base de bronce, para lavar; y la colocarás entre el tabernáculo de reunión y el altar, y pondrás en ella agua. Y de ella se lavarán Aarón y sus hijos las manos y los pies. Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda encendida para Jehová, se lavarán las manos y los pies, para que no mueran. Y lo tendrán por estatuto perpetuo él y su descendencia por sus generaciones” (Éxodo 30:17-21).
Se observará que nada se dice en cuanto a la forma de la fuente. Todas las ilustraciones de ella que son presentadas en las obras acerca del Tabernáculo carecen de autoridad —de hecho, son puramente imaginarias—. Existe, sin duda, una razón divina para el ocultamiento tanto de la forma como del tamaño, ya que es más bien la cosa tipificada y no el utensilio mismo al cual el Espíritu de Dios dirigiría nuestras mentes. El silencio de la Escritura es tan instructivo como su lenguaje, y es el feliz privilegio del creyente inclinarse ante lo uno al igual que ante lo otro. “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29:29).
Estaba hecha enteramente de bronce —tanto la fuente como su base—. La significancia de este material ha sido explicada frecuentemente, pero puede ser recordada nuevamente. Se trata de la justicia divina probando al hombre en responsabilidad, y, por consiguiente, probando al hombre en el lugar en que está. El bronce, por esta causa, se halla siempre fuera del Tabernáculo, mientras el oro, que es la justicia divina como conviene a la naturaleza de Dios, se lo halla adentro —en el lugar santo, así como también en el lugar santísimo—. Pero el hecho de que el hombre sea probado le condena necesariamente, debido a que es un pecador; por eso se encontrará asociado a ello un cierto aspecto judicial. Hay otro elemento que debe ser especificado. La fuente fue hecha de un carácter especial de bronce, obtenido de los espejos de bronce usados por las mujeres que velaban a la puerta del Tabernáculo de reunión (Éxodo 38:8) —es decir, de los artículos mismos que revelaban, en figura, su condición natural, y mostraban, mediante eso, su necesidad de limpieza.
Por tanto, si el bronce revelaba y juzgaba la condición de aquellos a los cuales probaba, el agua estaba allí para limpiar y purificar. Porque el agua es un símbolo de la Palabra. Es usada así en Juan 3:5, en comparación con Santiago 1:18 y 1 Pedro 1:23-25. Se la encuentra también en Efesios 5:26 —en el sentido especial del agua de la fuente.
Pero esto se verá más plenamente mientras consideramos el uso de la fuente. Dicha fuente era para que Aarón y sus hijos lavaran allí sus manos y pies. “Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran”, etc. (Éxodo 30:20). Lavarse las manos y los pies en las ocasiones especificadas era una obligación indispensable y perpetua impuesta a los sacerdotes. Ahora bien, antes de explicar el carácter de este lavamiento, hacer unos comentarios preliminares despejará el camino, y ayudará al lector. Observe entonces, en primer lugar, que el lavamiento de los cuerpos de los sacerdotes, tal como en su consagración, no se repite jamás. Son sólo las manos y los pies los que deben ser lavados repetidamente en la fuente. La razón de esto es obvia. Lavar todo el cuerpo es una figura de haber nacido de nuevo, y esto no se puede repetir. Nuestro Señor enseñó esta verdad en Juan 13. En respuesta a Pedro, Él dijo, “El que está lavado” (literalmente “bañado”; es decir, a la persona entera; Strong G3068) “no necesita sino lavarse” (aquí se usa otra palabra griega que habla más bien de mojar sólo una parte; Strong G3538) “los pies, pues está todo limpio” (Juan 13:10). Los pies, o, como en el caso de los sacerdotes, las manos y los pies, se pueden contaminar y necesitan ser limpiados una y otra vez, pero el cuerpo jamás, ya que fue limpiado una vez y para siempre en el agua al nacer de nuevo. Observen, en segundo lugar, que es agua y no sangre lo que hay en la fuente. Se ha tratado, a menudo, de deducir de esta ordenanza para los sacerdotes, que el creyente necesita la aplicación repetida de la sangre de Cristo. Un pensamiento semejante no sólo es extraño a la enseñanza completa de la Escritura, sino que tiende también a socavar la eficacia del sacrificio único de Cristo. En efecto, dicho pensamiento impugna la consumación de la expiación y, por consiguiente, impugna el derecho de Cristo a un asiento permanente a la diestra de Dios. La sangre de Cristo tiene que ver con la culpa, y en el momento que un pecador se coloca bajo su valor delante de Dios, él es limpiado para siempre; porque “con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que son santificados” (Hebreos 10:14, VM). El único objetivo del Espíritu de Dios en Hebreos 9 y 10 es insistir en esta preciosa y trascendental verdad. Es muy cierto el hecho de que esta verdad se ha perdido de vista en toda la Cristiandad; pero la guía del creyente no se ha de encontrar en las enseñanzas actuales de los hombres, sino en la inmutable Palabra de Dios. Por tanto, todo aquel que lee los dos capítulos indicados —y los lee con un sincero deseo de entender su enseñanza— percibirá de inmediato que no se trata jamás de la imputación de culpa al creyente, sino de que él tiene derecho a regocijarse por el hecho de no tener más conciencia de pecado, si ha sido una vez limpiado por la sangre de Cristo.
¿Cuál era entonces, se puede preguntar claramente, la naturaleza de la limpieza en la fuente? Se limitaba, como se ha indicado, a las manos y los pies. Se observará una diferencia al comparar esto con Juan 13. En el caso de los discípulos, sólo los pies fueron lavados; en el caso de Aarón y sus hijos, fueron sus manos y sus pies. La diferencia surge del carácter de las dispensaciones. Para los sacerdotes se indican las manos así como también los pies, debido a que con respecto a ellos se consideraba la obra: estaban bajo la ley. Pero con los discípulos sólo los pies son lavados —debido a que fue, aunque esto se llevó a cabo antes de que el Señor les hubiese dejado, una acción típica de la posición actual de los creyentes— con respecto a los cuales no es una cuestión acerca de la obra, sino del andar. Que se reitere el hecho de que a los sacerdotes jamás se los volvió a lavar, y nunca se los roció nuevamente con sangre. Pero a partir de entonces se origina la cuestión de la contaminación en su servicio y andar. Ahora bien, si no hubiese existido ninguna provisión para estos, habrían sido excluidos de sus funciones sacerdotales en el santuario; puesto que, ¿cómo hubiesen podido entrar a estar delante de Dios con manos y pies contaminados, a la presencia de Aquel de quien se dice, “La santidad conviene a tu casa” (Salmo 93:5)? De ahí la provisión de gracia del agua —símbolo de la Palabra— para que, antes de que entrasen en el lugar santo, pudieran limpiar sus manos y pies de las contaminaciones que habían contraído.
Teniendo en cuenta, entonces, la diferencia de las dispensaciones (mostrada en la inclusión de las manos), la enseñanza de la fuente se corresponde enteramente con la de Juan 13. Es decir, se trata de la limpieza de las contaminaciones. Encontramos así al Señor sentado con Sus discípulos, y se dice, “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). Esta declaración es significativa por dos razones; en primer lugar, por mostrar que se trataba de un trato con aquellos que Le pertenecían; y, en segundo lugar, por revelar el motivo del ministerio que Él estaba a punto de llevar a cabo, que emanó, en efecto, de Su inmutable corazón de amor. “Y durante la cena” (no ‘terminada la cena’ como traducen al Español algunas versiones), “como ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el que lo entregara, Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la cena y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó” (Juan 13:2-4; LBLA). El significado de esta acción fue que como Él no podía continuar más tiempo con ellos, porque volvía a Dios, les mostraría de qué manera podían tener parte con Él en el lugar al que iba. Habían sido lavados (Juan 13:10); pero al pasar ellos por el mundo sus pies se contaminarían, y por ello, como en el caso de los sacerdotes, a menos que se hiciera provisión para su limpieza, no podrían tener parte con Él (Juan 13:8) —estarían incapacitados para disfrutar de la comunión con el Padre, o con Su Hijo Jesucristo—. Por eso Él les revela, mediante este hecho simbólico de lavar sus pies, de qué manera Él, por Su ministerio a favor de ellos, quitaría las contaminaciones que pudiesen contraer. Hay tres puntos en el hecho que hay observar. Primero, habiéndose quitado Su manto —acción emblemática de Su partida de este mundo— tomó una toalla y se la ciñó —una acción expresiva de Su servicio a favor de los Suyos—. Luego, en segundo lugar, puso agua en un lebrillo (vasija). El agua es aquí también un símbolo de la Palabra. Por último, Él comenzó a lavar los pies de Sus discípulos —es decir, a aplicar la Palabra de manera de efectuar su limpieza—. Teniendo esto en cuenta, entenderemos fácilmente qué es lo que responde a esto en el ministerio actual de Cristo para Su pueblo —la verdad expuesta verdaderamente por la fuente—. El apóstol Juan dice, “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). El contexto muestra que esto se declara acerca de quienes tienen vida eterna y son llevados a la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Es evidente, asimismo, que no hay ninguna necesidad que los tales pequen. “Estas cosas os escribo para que no pequéis”; y luego añade, “si alguno hubiere pecado”. La abogacía de Cristo con el Padre es, por tanto, para los creyentes —y una provisión para el pecado después de la conversión— el medio de Dios para quitar las contaminaciones en las que así se incurren. Entonces, si un creyente peca (nunca se trata de una cuestión acerca de imputación de la culpa, sino que) su comunión se interrumpe; y nunca más se puede disfrutar de esta hasta que el pecado es quitado —perdonado—. Tan pronto como él peca, Cristo como Abogado se hace cargo de su caso, intercede por él. Una ilustración de esto se halla en Lucas. “Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Así es ahora: tan pronto como se comete el pecado, no antes, Cristo intercede; y la respuesta a Su intercesión es la aplicación de la Palabra por el Espíritu Santo, más tarde o más temprano, a la conciencia. Una ilustración de esto se halla también en el mismo evangelio. Después que Pedro hubo negado a Su Señor, tal como se le había predicho, no tuvo conciencia alguna de su pecado, ni siquiera cuando oyó el canto del gallo, hasta que vuelto el Señor, le miró (Lucas 22:61). Esto alcanzó su conciencia, quebrantó su corazón, como podemos decir, de modo que salió y lloró amargamente. De igual manera, cuando el creyente cae en pecado, no se arrepentiría jamás si no fuera por la intercesión del Abogado; y, de hecho, no se arrepiente hasta que, en respuesta a la oración del Abogado, la Palabra, al igual que la acto de mirar a Pedro, usada por el Espíritu Santo, alcanza la conciencia y deja al descubierto el carácter de su pecado delante de Dios. Entonces el pecador se inclina en el lugar del juicio propio, y confiesa su pecado. Esto conduce a la siguiente y última etapa. Al confesar su pecado, se encuentra con que Dios “es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9); y, restaurada su alma, puede entrar una vez más en el tabernáculo, o, en otras palabras, a disfrutar de nuevo de la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo.
Esta verdad —la que es realmente la verdad de la fuente— es de suma importancia para el creyente. Es esencial, en primer lugar, para saber que somos limpiados una vez y para siempre en cuanto a la culpa. Pero aprender esto es igualmente esencial para comprender que si los pecados después de la conversión no son confesados o juzgados, somos excluidos de la comunión con Dios, descalificados para el servicio sacerdotal y para la adoración; y no solo eso, sino que si permanecemos en este estado, más temprano o más tarde Dios tratará con nosotros, en respuesta a la intercesión de Cristo, para hacernos recordar nuestros pecados. La abogacía de Cristo, por tanto, suple la necesidad del creyente —siendo, como lo es, la provisión de gracia de Dios para nuestros pecados— para la remoción de nuestras contaminaciones, de modo que podamos tener libertad de entrada, sin obstáculo o impedimento, a Su presencia inmediata para adorar y alabar. Aarón y sus hijos debían lavarse siempre en la fuente cuando entraban en el tabernáculo. Esto nos puede enseñar nuestra necesidad de juicio propio continuo. Cuán a menudo nos vemos impedidos en cuanto a la oración, la adoración, y el servicio, por descuidar esto. Ha existido algún fracaso, y no lo hemos recordado, o no lo hemos llevado a la presencia de Dios para confesión y humillación; y por ello, incluso involuntariamente, hemos estado entrando en el tabernáculo con pies contaminados. Como consecuencia, se nos ha llevado a percatarnos de nuestra frialdad y limitación, nuestra inhabilidad para ocupar nuestra posición sacerdotal. Por lo tanto, ¡que jamás podamos olvidar el uso de la fuente —es decir, nuestra necesidad constante de que nuestros pies sean lavados por el ministerio amoroso de nuestro Abogado para con el Padre!

Éxodo 30:22-38: El aceite de la unción santa y las especias aromáticas

El Tabernáculo, con sus símbolos sagrados, ha sido ahora detallado completamente. Sólo están faltando dos cosas: el aceite de la unción y las especias aromáticas.
“Habló más Jehová a Moisés, diciendo: Tomarás especias finas: de mirra excelente quinientos siclos, y de canela aromática la mitad, esto es, doscientos cincuenta, de cálamo aromático doscientos cincuenta, de casia quinientos, según el siclo del santuario, y de aceite de olivas un hin. Y harás de ello el aceite de la santa unción; superior ungüento, según el arte del perfumador, será el aceite de la unción santa. Con él ungirás el tabernáculo de reunión, el arca del testimonio, la mesa con todos sus utensilios, el candelero con todos sus utensilios, el altar del incienso, el altar del holocausto con todos sus utensilios, y la fuente y su base. Así los consagrarás, y serán cosas santísimas; todo lo que tocare en ellos, será santificado. Ungirás también a Aarón y a sus hijos, y los consagrarás para que sean mis sacerdotes. Y hablarás a los hijos de Israel, diciendo: Este será mi aceite de la santa unción por vuestras generaciones. Sobre carne de hombre no será derramado, ni haréis otro semejante, conforme a su composición; santo es, y por santo lo tendréis vosotros. Cualquiera que compusiere ungüento semejante, y que pusiere de él sobre extraño, será cortado de entre su pueblo”.
“Dijo además Jehová a Moisés: Toma especias aromáticas, estacte y uña aromática y gálbano aromático e incienso puro; de todo en igual peso, y harás de ello el incienso, un perfume según el arte del perfumador, bien mezclado, puro y santo. Y molerás parte de él en polvo fino, y lo pondrás delante del testimonio en el tabernáculo de reunión, donde yo me mostraré a ti. Os será cosa santísima. Como este incienso que harás, no os haréis otro según su composición; te será cosa sagrada para Jehová. Cualquiera que hiciere otro como este para olerlo, será cortado de entre su pueblo” (Éxodo 30:22-38).
El aceite de la santa unción es presentado primero. Estaba compuesto, según instrucción divina, de mirra, canela, cálamo aromático, y casia en sus varias proporciones, mezclados con un hin de aceite de olivas (Éxodo 30:23-24). El Salmista, hablando del Mesías, dice, “Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos”; y en el versículo anterior dice, “te ungió Dios, el Dios tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Salmo 45:7-8). Esto nos ayudará a comprender el significado típico del aceite de la unción santa. Las especias, entonces, hablan de las gracias de Cristo. Sus vestidos mismos exhalan el aroma de esos dulces perfumes. Pero ellas se mezclaban con aceite, y el aceite, como se ha declarado frecuentemente, es una figura del Espíritu Santo. Combinando, entonces, estas dos cosas juntas, aprendemos que las gracias de Cristo —la fragancia moral de Sus excelencias— eran expresadas en el poder del Espíritu Santo.
Este aceite de la unción santa fue usado para ungir el tabernáculo, el arca, y todos los utensilios sagrados, los sacerdotes, etc. (Éxodo 30:26-30). El tabernáculo, etc., fue ungido primero. Esto es de gran significancia. Porque al considerar el tabernáculo como la casa de Dios, la escena de Su manifestación, y el lugar del servicio y adoración sacerdotales, el hecho de que todo fuera ungido con el aceite santo enseña que todas las cosas relacionadas con la casa de Dios, su regulación y servicio, toda la obra sacerdotal llevada a cabo en ella (véase 1 Pedro 2:5), deben estar ordenadas en el poder del Espíritu Santo, y que cuando están ordenadas así, ello será la expresión de la dulce fragancia de Cristo para Dios. Ya que, de hecho, Dios se revela a Sí mismo en el poder del Espíritu que Dios, y la adoración y el servicio sólo se pueden rendir en el poder del Espíritu Santo. Por tanto, si todas las cosas relacionadas con la casa de Dios estuviesen ordenadas conforme a Su propia Palabra, y no obstante el aceite de la santa unción —es decir, el poder del Espíritu Santo— faltase, esto no será aceptable para Él. Noten también el resultado —todo es santificado, todo llega a ser, por medio de la unción, “cosas santísimas”, de modo que todo lo tocare alguna cosa sobre la que había sido puesto el aceite, debía considerarse también como santa (Éxodo 30:29)—. Este es el resultado de la acción del Espíritu de Dios. Todo aquello sobre lo cual reposa Su poder, es puesto aparte para Dios, y todo lo que se supedite a Su acción, aun por contacto, también es reclamado como siendo santo. La esfera completa de Su acción es santificada. (Véase 1 Corintios 7:14).
Aarón y sus hijos fueron ungidos también. La significancia de esto ha sido explicada en la consagración de los sacerdotes. Pero hay una razón especial para que sea introducida aquí en conexión con el tabernáculo. Es para señalar —para enfatizar— que la calificación esencial para el servicio sacerdotal es la unción y el poder del Espíritu Santo. Se puede poseer toda otra calificación, a saber, se puede haber nacido de nuevo, estar resguardado, y bajo el valor de la sangre; pero si, en adición a estas cosas, no está la unción del Espíritu Santo, la posición sacerdotal no puede ser ocupada verdaderamente. Incluso de nuestro bendito Señor mismo se dice que fue ungido con el Espíritu Santo, y con poder (Hechos 10:38), y todos los que son Suyos deben serlo igualmente, si han de disfrutar de los privilegios a los cuales han sido introducidos. La lección es necesaria en un día de actividad incesante, y de servicio legalista por todas partes. Que se recuerde siempre, entonces, que aunque somos hijos de Dios, no podemos adorar ni servir aparte del poder y la acción presentes del Espíritu Santo. (Véase Juan 4:24; Filipenses 3:3).
Hay dos advertencias. Primero, “Sobre carne de hombre no será derramado” (Éxodo 30:32). Esto enseña que el Espíritu de Dios no puede reposar sobre el hombre natural, ni puede morar en él. El hecho de que en la ordenación eclesiástica se dote, de manera profesada, a hombres no convertidos con el don del Espíritu Santo, es algo que está en violación directa de esta verdad. La unción no se recibe sino hasta después del nuevo nacimiento y del conocido perdón de pecados. Cuando estamos justificados por medio de la fe, y tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, somos ungidos y sellados. (Véase Romanos 5:1-5; 2 Corintios 1:21-22). En segundo lugar, no se debía hacer imitación alguna, bajo pena de muerte, de este aceite de la unción (Éxodo 30:33). De este modo, imitar la acción del Espíritu es un pecado atroz. Ananías y Safira hicieron esto cuando profesaron dedicar al servicio del Señor todos los ingresos obtenidos por la propiedad que habían vendido (Hechos 5). La misma pena, observen, iba unida a poner el aceite sobre un extraño, sobre los que no tenían derecho a ello. Dios es santo, y guarda celosamente Sus derechos soberanos, y no puede sino visitar con castigo cualquier violación de ellos. Si actualmente parece que Él no se apercibe de muchos pecados, es debido al carácter de la dispensación (época) actual —siendo ésta una dispensación (época) de gracia; pero no se trata de que los pecados mismos no estén menos ante a Su vista.
Las especias aromáticas eran convertidas en un perfume por instrucción divina, y ello significará, como en el caso anterior, las gracias, la fragancia moral de Cristo para Dios. De la comparación de Éxodo 25:6 con Éxodo 35:8, aparece que estas especias formaban el incienso aromático que era quemado sobre el altar de oro, así como también de la instrucción acerca de que debía ser puesto “delante del Arca del Testimonio, dentro del Tabernáculo de Reunión, donde yo tendré entrevistas contigo a tiempos señalados” (Éxodo 30:36, VM). Siendo este el caso, hay un pensamiento adicional referido a que las gracias de Cristo eran sacadas mediante la acción del fuego santo; que Su exposición al juicio de la santidad de Dios (el fuego) en la cruz, como hecho allí pecado, no hizo más que sacar a la luz aquello que era más precioso y más fragante para Dios. De hecho, Él nunca fue más precioso a Sus ojos, Sus perfecciones jamás fueron exhibidas más plenamente que cuando demostró Su obediencia hasta lo sumo en el lugar mismo de pecado. Por eso pudo decir, “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Juan 10:17). Él pasó a través del fuego del juicio para la gloria de Dios, y al hacerlo, fueron expuestas todas las “especias aromáticas” de Sus gracias morales y la perfección de Su entera consagración, y ascendieron a Dios como olor grato. Por esta razón —debido a la preciosidad de su significancia típica— debía ser molido en polvo fino (ya que mientras más se molía, más emitía su fragancia), y ser puesto delante del testimonio del tabernáculo de reunión, donde Jehová se encontraba con Moisés. Moisés, como mediador, estaría así delante de Dios en toda la aceptación de este perfume santo; y por eso Dios podía encontrarse con él en gracia, y comunicarle Sus pensamientos y Su voluntad para Su pueblo.
Existe asimismo, en conexión con esto, una advertencia con una pena. No se debía hacer nada similar a él. Este perfume era “cosa sagrada”, “sagrada para Jehová”. Por tanto, todo aquel que hiciera otro como ese perfume, para olerlo, sería cortado de su pueblo (Éxodo 30:38). Ambas cosas, las falsificaciones de las gracias de Cristo, y hallar satisfacción en ellas, son una abominación delante de Dios. Tal como hemos visto que el Señor impide cualquier imitación de la acción o del poder del Espíritu Santo, advierte aquí, asimismo, contra cualquier imitación de la fragancia y la preciosidad de Cristo. El hombre no puede hacer lo uno ni lo otro —independientemente de sus pretensiones—. Pero la sutileza de nuestros corazones es tal que a menudo nos engañamos a nosotros mismos, así como también a los demás, al aceptar la dulzura de la naturaleza humana, su gracia y amabilidad, como siendo la obra del Espíritu Santo, como semejanzas de Cristo. No puede haber ninguna semejanza a Cristo excepto como resultado de la obra del Espíritu Santo; y el Espíritu Santo, como hemos visto, es el don de Dios. Por tanto, sería hipocresía de la peor índole presentar a los demás, a sabiendas, cualquier cualidad natural, cualquier gracia humana, resultado o entrenamiento o educación, como siendo producto del Espíritu Santo. Nada puede agradar a Dios, y nada debería agradarnos, que no haya sido obrado por Su Espíritu para la gloria de Cristo.

Éxodo 31: Cualificaciones para el servicio

Todos los detalles del Tabernáculo se han presentado ahora. Sólo queda una cosa: la provisión para la ejecución de los varios mandatos que Moisés había recibido. Ambas cosas proceden por igual del Señor; porque todo debía ser de gracia.
“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá; y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte, para inventar diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce, y en artificio de piedras para engastarlas, y en artificio de madera; para trabajar en toda clase de labor. Y he aquí que yo he puesto con él a Aholiab hijo de Ahisamac, de la tribu de Dan; y he puesto sabiduría en el ánimo de todo sabio de corazón, para que hagan todo lo que te he mandado; el tabernáculo de reunión, el arca del testimonio, el propiciatorio que está sobre ella, y todos los utensilios del tabernáculo, la mesa y sus utensilios, el candelero limpio y todos sus utensilios, el altar del incienso, el altar del holocausto y todos sus utensilios, la fuente y su base, los vestidos del servicio, las vestiduras santas para Aarón el sacerdote, las vestiduras de sus hijos para que ejerzan el sacerdocio, el aceite de la unción, y el incienso aromático para el santuario; harán conforme a todo lo que te he mandado” (Éxodo 31:1-11).
Aprendemos dos cosas al leer esta Escritura. Primero, que sólo Dios puede designar a Sus siervos para el trabajo que han de desempeñar; y, en segundo lugar, que sólo Él puede cualificarles para el servicio al cual son llamados. Ambos puntos merecen especial atención. Se observará que tanto Bezaleel como Aholiab son nombrados divinamente. Fueron distinguidos, y llamados, por nombre. Este principio recorre todas las dispensaciones. El apóstol lo cita al hablar del sacerdocio de Cristo. Dice, “Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, Según el orden de Melquisedec” (Hebreos 5:5, 6). De igual manera, habla de sí mismo como “apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios” (1 Corintios 1:1; 2 Corintios 1:1, etc.). Este es un punto de gran importancia; ya que el hecho de inmiscuirse en las cosas de Dios sin ser llamado, y sin ser enviado, sería peor que presumir. Es verdad que Dios no llama a Sus siervos por nombre en esta dispensación (época) —al menos desde los días del apóstol Pablo—; pero todo siervo debiera esperar hasta estar divinamente confirmado en cuanto a su obra, estar indudablemente seguro de que está haciendo la voluntad divina, independientemente de aquello en que esté ocupado. Tal convicción es la fuente tanto de la confianza como del coraje. Jehová habla así a Josué, “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (Josué 1:9). La esencia de todo servicio estriba, en efecto, en la obediencia. El propio Señor caracteriza la totalidad de Su vida de servicio como obediencia: “Porque he descendido del cielo”, Él dice, “no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Sería, por tanto, nuestra primera preocupación comprobar que hemos sido enviados por el Señor, comprobar si hemos sido llamados a nuestra obra y servicio, tal como lo fueron Bezaleel y Aholiab; y si se nos encuentra sentados a los pies del Señor, Sus pensamiento, con respecto a esto, pronto serán revelados.
Pero la segunda cosa es que, llamados por nombre, ellos fueron llenos del Espíritu de Dios, y se los hizo dependientes del Señor para sabiduría e inteligencia, para ejecutar la obra encargada a su cuidado. La sabiduría del hombre no es de ninguna utilidad en el servicio de Dios. “Lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1:25). El apóstol Pablo dice, “si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio” (1 Corintios 3:18). Es por esta razón que los hombres intelectuales —hombres que se fundamentan en propio entendimiento— muestran, a menudo, nada más que insensatez al tratar con las cosas divinas. Pero son los siervos de Dios los que tienen la mayor necesidad de recordar esta verdad. Cuán a menudo son tentados a aplicar sus propios razonamientos, o su propia comprensión, a las Escrituras, a las dificultades en la iglesia de Dios —para su propia confusión—. No obstante, si se recordase que no puede haber inteligencia o sabiduría aparte de Dios —ninguna en absoluto, excepto como recibida de Él, ellos se mantendrían en constante dependencia— que es la condición única para recibirlas. Más que actividad, ello produciría espera en Dios —actividad ciertamente cuando la Palabra para actuar ha sido presentada— pero una espera para obtener la sabiduría necesaria para el servicio requerido. La demostración de la sabiduría divina en el servicio es que la cosa hecha es según la Palabra de Dios. “Harán conforme a todo lo que te he mandado” (Éxodo 31:11). La Palabra es, por consiguiente, tanto la guía del siervo como la prueba de su servicio —la demostración de que se ha hecho con sabiduría divina según el pensamiento divino—. Ninguna discreción se dejó a Bezaleel y Aholiab. No se clasificaron como cosas esenciales y no esenciales los artículos que se debían confeccionar, o los materiales con los que se debía trabajar. No hay ni el más mínimo rastro de que una sola cosa haya sido dejada a sus propios pensamientos o imaginación. Por otra parte, nada fue dejado a la sabiduría propia de ellos. Todo debía ser hecho según los mandatos dados a Moisés. No quedó al arbitrio de Bezaleel el hecho de trabajar según un modelo, y de Aholiab según otro. Ambos por igual estaban limitados, en el detalle más minucioso, por las instrucciones específicas de Dios. Este hecho necesita ser enfatizado en un día cuando aun los cristianos están luchando por la libertad para que cada hombre haga según lo que es correcto a sus propios ojos. Las varias sectas de la Cristiandad, con sus múltiples políticas eclesiásticas, muestran que no han sido formadas por ningún Bezaleel y Aholiab, sino más bien por aquellos que no han recibido ninguna comisión divina, y no han sido dotados con ningún espíritu de sabiduría e inteligencia. Porque ellas no resistirían la prueba de la Palabra de Dios, y por esta causa, tienen que ser rechazadas por todos los que han oído la Palabra, “el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22). Es, entonces, en esta instrucción donde debe comenzar cualquier recuperación, donde todo está en ruina, y donde todas las cosas tienen el sello de la decadencia y el alejamiento de la Palabra de Dios. Debemos comenzar rechazando todo lo que no resiste la prueba divina, y entonces debemos hablar, pese a nuestra debilidad y confusión, para ordenar todo según el pensamiento y la voluntad de Dios.
El día de reposo es prescrito una vez más.
“Habló además Jehová a Moisés, diciendo: Tú hablarás a los hijos de Israel, diciendo: En verdad vosotros guardaréis mis días de reposo; porque es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico. Así que guardaréis el día de reposo, porque santo es a vosotros; el que lo profanare, de cierto morirá; porque cualquiera que hiciere obra alguna en él, aquella persona será cortada de en medio de su pueblo. Seis días se trabajará, mas el día séptimo es día de reposo consagrado a Jehová; cualquiera que trabaje en el día de reposo, ciertamente morirá. Guardarán, pues, el día de reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo. Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel; porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, y en el séptimo día cesó y reposó” (Éxodo 31:12-17).
Como alguien ha dicho, «El día de reposo se encuentra siempre cada vez que hay algún principio cualquiera acerca de la relación establecida entre el pueblo y Dios: el resultado propuesto en toda relación entre Dios y Su pueblo es que ellos entren en Su reposo». El significado del día de reposo ha sido explicado con anterioridad, pero su prescripción continua, como revelando el corazón de Dios, no puede ser pasada por alto. Él sabía lo que Su pueblo era, y de qué manera ellos caerían siempre estando bajo responsabilidad, de modo que, en este sentido, Él nunca se decepcionó por el resultado. Por otra parte, la anexión del día de reposo a toda relación entre Él y el pueblo muestra cuán fervorosamente (si es que se puede usar semejante lenguaje humano) Él anhelaba que Su pueblo entrase en la consumación de Sus propósitos para ellos, y tuviesen el gozo de la bienaventurada comunión con Él al compartir Su reposo. El día de reposo significa el reposo de Dios, y esta era la meta que Dios propuso a Su pueblo. Sabemos que jamás entraron en él, y esto se declara plenamente en Hebreos 4; pero Sus propósitos nunca fallan, y por eso es que lo que se perdió estando bajo responsabilidad se establecerá según Sus propios consejos de gracia. Queda, por tanto, un reposo (un guardar el día de reposo) para el pueblo de Dios; y todo aquel que cree entrará en aquel reposo —siendo este el objeto y el resultado de todos los consejos y modos de obrar de Dios con respecto a Su pueblo—. Nosotros, por tanto, los de esta dispensación (época) somos, así como los hijos de Israel, peregrinos en el desierto, de camino al reposo del que Dios ha hablado; pero, bajo el liderazgo del Autor de nuestra salvación, no podemos dejar de poseerlo.
El capítulo, y esta sección del libro, concluyen con el registro de la dación de las dos tablas del testimonio. “Y dio a Moisés, cuando acabó de hablar con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de piedra escritas con el dedo de Dios” (Éxodo 31:18). Es necesario recordar que todas las instrucciones, desde el capítulo 24 hasta este punto, fueron dadas en el monte. Moisés había estado solo con Jehová. Jehová había estado ‘hablando con él’ con respecto a la revelación de Su pensamiento para el pueblo. Habiendo finalizado, Él le dio las dos tablas de piedra, conteniendo los términos del pacto que había hecho con Su pueblo. Él (Moisés) dice, “me dio Jehová las dos tablas de piedra escritas con el dedo de Dios; y en ellas estaba escrito según todas las palabras que os habló Jehová en el monte, de en medio del fuego, el día de la asamblea. Sucedió al fin de los cuarenta días y cuarenta noches, que Jehová me dio las dos tablas de piedra, las tablas del pacto” (Deuteronomio 9:10-11). Por lo tanto, parece que el contenido de las dos tablas eran las diez “palabras”, o mandamientos, mencionados en Éxodo 20, pero escritas ahora por el dedo de Dios —los mandamientos que Israel se comprometió a guardar como condición de la bendición—. Ellos abandonaron el terreno de la gracia sobre el que habían sido situados después de cruzar el Mar Rojo, y por iniciativa propia, y decidiendo de ellos mismos, ante la propuesta de Dios, se comprometieron en la responsabilidad de la obediencia. Moisés había estado cuarenta días y cuarenta noches en el monte, durante los cuales no comió ni bebió (véase Deuteronomio 9:9), estando, por decirlo así, en un estado sobrenatural, para poder llegar a ser el canal de las comunicaciones de Dios para Su pueblo. Si hemos de oír la voz de Dios, la carne no debe inmiscuirse, de hecho, debe ser desechada y, en cierto modo, la naturaleza también. El lector no olvidará el caso de Elías (1 Reyes 19:8), y también el de nuestro bendito Señor —ambos, al igual que Moisés, ayunaron cuarenta días y cuarenta noches—. Pero tal como otra persona ha comentado, «El Señor Jesús debe tener, en todas las cosas, la preminencia. Moisés, naturalmente lejos, es separado de su estado natural para poder acercarse a Dios. Cristo estaba naturalmente cerca, y más que cerca; Él se separó de la naturaleza para enfrentar al adversario a favor del hombre». Este contraste es muy significativo, y muestra claramente que el más consagrado de los siervos de Dios no puede ser más que una sombra (tipificándola aun por contraste) de la excelencia de Cristo. (Compárese también el caso del apóstol Juan en Apocalipsis 1:10).

Éxodo 32-34: Apostasía, mediación y restauración

Jehová había estado ocupado con la bendición de Su pueblo, dando instrucciones para erigir Su santuario para que Él pudiese morar en medio de ellos. Moisés estaba en lo alto para recibir estas comunicaciones de Su gracia. Jehová estaba ‘hablando’ con Su siervo (Éxodo 31:18) con respecto al establecimiento de las cosas preciosas relacionadas con la relación en la cual Él había entrado, en gracia, con Israel. Pero incluso mientras Él estaba ocupado así, el pecado, e incluso la apostasía, se manifiestan en el campamento al pie del Sinaí. En lo alto, todo es luz y bendición; abajo, todo es tinieblas y maldad.
“Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido. Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón; y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición. Entonces dijeron: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto. Y viendo esto Aarón, edificó un altar delante del becerro; y pregonó Aarón, y dijo: Mañana será fiesta para Jehová. Y al día siguiente madrugaron, y ofrecieron holocaustos, y presentaron ofrendas de paz; y se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a regocijarse” (Éxodo 32:1-6).
Hay una semejanza sorprendente, en un aspecto, entre esta escena y la presenciada al pie del monte de la transfiguración. En ambas Satanás domina por completo. En la que está ante nosotros, es la nación que ha caído bajo su poder, en la otra, es el muchacho que él ha poseído (Mateo 17); pero el muchacho es, nuevamente, un tipo de la nación judía de un día postrero. La ausencia de Cristo al estar Él en lo alto (mostrada también, en figura, por Moisés en el Sinaí) es la oportunidad provechada por Satanás —bajo el permiso de Dios— para la exhibición de su poder impío, y el hombre (Israel), en el mal de su corazón, se convierte en su miserable esclavo. Pero se ha de observar que Satanás, con independencia de su actividad, jamás puede impedir a Dios. Él puede procurar frustrar, y puede parecer tener éxito en postergar el cumplimiento de los propósitos de Dios, pero jamás puede frustrarlos. Así, en la escena que tenemos ante nosotros, Jehová ha terminado de hablar con Moisés (Éxodo 31:18), y ha arreglado todo según Su voluntad, antes de que el pueblo cayese en pecado. Es así a lo largo de todas las Escrituras. Satanás, al no tener visión del futuro, está siempre atrasado en un día; de modo que si parece que él gana un éxito momentáneo, es sólo para exponerse él mismo, al final, a una derrota más aplastante. Este hecho debería alentar los corazones de los creyentes mientras esperan el momento, que vendrá “en breve”, cuando el Dios de paz aplastará a Satanás debajo de sus pies (Romanos 16:20).
El acto del pueblo no es menos que una abierta apostasía. Sus rasgos generales pueden ser indicados brevemente. Primero, ellos olvidaron y abandonaron a Jehová. En segundo lugar, atribuyeron su liberación de Egipto a Moisés: le describieron como “el varón que nos sacó de la tierra de Egipto” (Éxodo 32:1). Finalmente, cayeron en idolatría. Deseaban dioses visibles —testificando contra ellos mismos de que eran “hijos en los cuales no hay fidelidad” (Deuteronomio 32:20, LBLA)—. Aarón cayó con ellos —aparentemente sin problema—. El hombre que había sido designado al cargo sacerdotal, aquel que iba a disfrutar del privilegio de entrar en el lugar santísimo a ministrar delante de Jehová, se convirtió en el instrumento, si acaso no el líder, de la impía rebelión de ellos. Sacerdote y pueblo aceptaron por igual la malvada inspiración de Satanás, y adoraron los dioses que habían hecho sus propias manos; y clamaban, mientras adoraban, “Este es tu dios, Israel, que te ha sacado de la tierra de Egipto” (Éxodo 32:4, LBLA). Se debe comentar otra cosa: Aarón procura ocultar la vergüenza de la idolatría de ellos poniendo al ídolo el nombre de Jehová. Habiendo edificado un altar, pregonó, y dijo, “Mañana será fiesta para JEHOVÁ” (Éxodo 32:5). Esto es exactamente lo que una Cristiandad apóstata ha hecho. Habiendo erigido sus ídolos, a esto lo denominan la adoración del Señor; y mediante ello, las almas son seducidas a aceptar lo que es realmente una abominación delante de Dios. ¿Qué era este becerro de oro? Aarón habría dicho que era nada más que un símbolo de Jehová. Así lo hacen los Católicos Romanos y los Ritualistas, y dignifican así su idolatría con el nombre de Cristo y de la Cristiandad. Por tanto, esta escena —que podría ser, por una parte, un retrato del postrer estado de los Judíos, que será peor que el primero, por la otra, no es menos instructiva para el día actual—. De hecho, Israel rechazó a Jehová, y a Su siervo Moisés. Se hicieron apóstatas, y la apostasía en la única palabra que expresa la verdadera condición de la Cristiandad moderna, la cual, si bien reconoce el nombre, rechaza realmente la autoridad de Cristo a la diestra de Dios.
No es de extrañar que el furor de Jehová se encendiera contra el pueblo.
“Entonces Jehovah dijo a Moisés: —Anda, desciende, porque tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido. Se han apartado rápidamente del camino que yo les mandé. Se han hecho un becerro de fundición, lo han adorado, le han ofrecido sacrificios y han dicho: “¡Israel, éste es tu dios que te sacó de la tierra de Egipto!” —Le dijo, además, a Moisés—: Yo he visto a este pueblo, y he aquí que es un pueblo de dura cerviz. Ahora pues, deja que se encienda mi furor contra ellos y los consuma, pero yo haré de ti una gran nación” (Éxodo 32:7-10, RVA).
Israel, de hecho, se había expuesto al justo juicio de Dios. Habían prometido voluntariamente obediencia a la ley de Dios como la condición de bendición; y el pacto había sido sellado mediante el rociamiento de la sangre —emblema de la muerte— como la pena por quebrantarla. Ellos habían incurrido ahora en esta pena. Dios no los trata ya más como Su pueblo. Ellos Le habían rechazado, y habían hablado de Moisés como siendo el hombre que los había sacado de Egipto: y Jehová los toma en el propio terreno de ellos. Por eso dice a Moisés, “tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido”, etc. (Éxodo 32:7). Luego, después de describir el pecado de ellos, Él anunció Su juicio solemne: “Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación grande” (Éxodo 32:9-10). De este modo Israel, si era tratado según las justas demandas de la ley que habían aceptado, y a la que habían prometido obediencia como condición de la bendición, estaba perdido irremisiblemente, y perecerían por su propio pecado y apostasía. El anuncio que Jehová había hecho evocó, del corazón de Moisés, una intercesión de belleza y fuerza incomparables. Jehová había dicho, “de ti yo haré una nación grande” (Éxodo 32:10), pero su magnífico amor por su pueblo, perdiéndose él mismo de vista, haciendo completamente caso omiso de lo que podían haber denominado sus propios intereses, piensa sólo en la gloria de Jehová, y en la miseria de Israel. Él pudo, por medio de la gracia, asumir el verdadero lugar de un mediador; y derrama toda su alma en su suplicante intercesión. El carácter de esta apelación es muy digno de mención. Él no atenúa, ni por un momento, el pecado del pueblo —esto no lo podía hacer: tampoco suplica misericordia, ya que no había espacio alguno para la misericordia en el pacto del Sinaí—. Lo que él hace es, por tanto, recurrir a Dios —y recurrir a lo que Su gloria necesitaba en relación con el pueblo que había redimido—. En primer lugar, él pone en evidencia la deshonra que se haría a Su nombre entre los Egipcios, si Israel fuese destruido. Le recuerda a Jehová el vínculo establecido con Su pueblo a través de la redención. Dios había dicho a Moisés, “tu” pueblo (Éxodo 32:7); pero Moisés alega que ellos son ‘Su’ pueblo (Éxodo 32:11). Él no aceptará el rompimiento del vínculo, pero clama, “Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? ¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó ... ?”, etc. (Éxodo 32:11-12). Pese a la vergonzosa apostasía de ellos, el alegato de Moisés fue que ellos eran aún el pueblo de Dios, y que Su gloria quedaba involucrada al perdonarles —para que el enemigo no se gloriase de la destrucción de ellos, y, de ese modo, se jactase por sobre Jehová mismo—. Fue, en sí mismo, un alegato de fuerza irresistible. Josué usa uno de carácter similar cuando los Israelitas son heridos delante de Hai. Él dice, “¿ ... los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nuestro nombre de sobre la tierra; y entonces, ¿qué harás tú a tu grande nombre?” (Josué 7:9). En ambos casos se trató de fe asiéndose de Dios, identificándose con Su propia gloria, y reclamando, en ese terreno, la respuesta a sus deseos —un alegato que Dios no puede rechazar jamás—. Pero Moisés tiene otra. En la energía de su intercesión —fruto, ciertamente, de la acción del Espíritu de Dios— él retrocede a las promesas absolutas e incondicionales hechas a Abraham, Isaac, y Jacob, recordándole a Jehová las dos cosas inmutables en las que cuales es imposible que Él mienta (Hebreos 6:18). No se encuentra en las Escrituras un ejemplo más hermoso de la intercesión que prevalece. En efecto, en la emergencia que había surgido, todo dependió del mediador, y, en Su gracia, Dios ha proporcionado a uno que pudo estar en la brecha, y alegar por la causa de su pueblo —no sobre el terreno de lo que ellos eran, ya que por su pecado estaban expuestos a la justa indignación de un Dios santo— sino sobre el terreno de lo que Dios era, y sobre el de Sus consejos revelados y confirmados a los patriarcas, tanto mediante juramento como por promesa. Jehová oyó y “se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo” (Éxodo 32:14). ¡Qué estímulo para la fe! Si hubo alguna vez una ocasión cuando parecía imposible que la oración fuese oída, esta fue dicha ocasión; pero la fe de Moisés se elevó por sobre todas las dificultades, y, estrechando la mano de Jehová, reclamó Su ayuda; y, puesto que Él no podía negarse a Sí mismo, la oración de Moisés fue concedida. Ciertamente “la ferviente oración del justo, obrando eficazmente, puede mucho” (Santiago 5:16, RVA).
“Y volvió Moisés y descendió del monte, trayendo en su mano las dos tablas del testimonio, las tablas escritas por ambos lados; de uno y otro lado estaban escritas. Y las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios grabada sobre las tablas. Cuando oyó Josué el clamor del pueblo que gritaba, dijo a Moisés: Alarido de pelea hay en el campamento. Y él respondió: No es voz de alaridos de fuertes, ni voz de alaridos de débiles; voz de cantar oigo yo. Y aconteció que cuando él llegó al campamento, y vio el becerro y las danzas, ardió la ira de Moisés, y arrojó las tablas de sus manos, y las quebró al pie del monte. Y tomó el becerro que habían hecho, y lo quemó en el fuego, y lo molió hasta reducirlo a polvo, que esparció sobre las aguas, y lo dio a beber a los hijos de Israel. Y dijo Moisés a Aarón: ¿Qué te ha hecho este pueblo, que has traído sobre él tan gran pecado? Y respondió Aarón: No se enoje mi señor; tú conoces al pueblo, que es inclinado a mal. Porque me dijeron: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido. Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro” (Éxodo 32:15-24).
El pacto del Sinaí había sido quebrantado —irremediablemente quebrantado—. Moisés, no obstante, llevó las dos tablas de piedra con él, cuando volvió de la presencia de Jehová para descender al campamento; y el Espíritu de Dios aprovecha la ocasión de esta circunstancia para llamar la atención a su carácter divino y perfecto. “Las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios grabada sobre las tablas” (Éxodo 32:16). Todo era divino —divino en su origen, y divino en su ejecución—. Pero estas tablas divinas de la ley nunca llegaron al campamento. Fue imposible. El pueblo había hecho una brecha completa entre ellos mismos y Dios; y por lo tanto, no podía haber ninguna cuestión adicional acerca de la obediencia sobre el terreno de la pura ley. Podían ser objetos de misericordia en respuesta a la intercesión, pero como transgresores manifiestos, habían quebrantado el pacto que habían aceptado tan fácilmente, y se habían convertido ahora en idólatras. (“En efecto, al día siguiente los israelitas madrugaron y presentaron holocaustos y sacrificios de comunión. Luego el pueblo se sentó a comer y a beber, y se entregó al desenfreno”; Éxodo 32:6, NVI). Josué pensó que lo que había oído en el campamento eran gritos de guerra; pero Moisés, que había estado por tanto tiempo en la presencia de Dios, fue más rápido en discernir el carácter verdadero de los sonidos que alcanzaban sus oídos. “Y aconteció que cuando él llegó al campamento, y vio el becerro y las danzas, ardió la ira de Moisés, y arrojó las tablas de sus manos, y las quebró al pie del monte” (Éxodo 32:19). Observen cuan completa era la comunión que Moisés tenía con los pensamientos de Jehová con respecto a Su pueblo. La ira de Jehová se encendió contra ellos, y aunque Moisés, como mediador, Le había suplicado por esta razón, con todo, su ira ardió cuando descendió y vio el becerro de oro. Por lo tanto, si quebró las tablas de la ley, ello fue sólo la expresión de la necesidad que había surgido por causa de lo que el pueblo había hecho con el pacto, y el acto, a la vez, estaba en entera conformidad con la mente de Dios. Citando la expresión de otro, «Su oído ejercitado, rápido para discernir cómo estaban las cosas con respecto al pueblo, oye su liviano y profano gozo. Tan pronto ve el becerro de oro, que incluso había precedido al tabernáculo de Dios en el campamento, y él quiebra las tablas al pie del monte; y, tan celoso como estuvo en lo alto hacia Dios a favor del pueblo debido a Su gloria, así lo está ahora abajo en la tierra celoso por Dios debido a la misma gloria. Porque la fe hace más que ver que Dios es glorioso (toda persona razonable reconocería eso); ella conecta la gloria de Dios y Su pueblo, y por eso cuenta con que Dios les bendiga en todo estado de cosas, como en interés de Su gloria, e insiste sobre la santidad en ellos a toda costa, en conformidad con esa gloria, para que no pueda ser blasfemada en los que están identificados con ella». Estas son palabras verdaderas y de peso, y deberían penetrar profundo en los corazones del pueblo del Señor en un día como el actual —cuando el “campamento” del Cristianismo profesante presenta una apariencia no diferente de aquella que Moisés contempló cuando descendió del monte—; y deberían ser muy ponderadas por esos siervos del Señor a los que se les ha impuesto actuar para Él en cualesquiera dificultades, y, en efecto, por todos los que se identificarían verdaderamente, en la iglesia, con los intereses de Cristo. Ya que a menos que primero seamos celosos delante de Dios a favor de Su pueblo, no podemos ser celosos por Su gloria cuando tratamos con Su pueblo aquí abajo.
A continuación, Moisés trata con Aarón —le acusa de haber traído tan gran pecado sobre el pueblo—. En Deuteronomio se encuentra una circunstancia adicional que nos puede ayudar a comprender esto. Moisés dice allí, “Jehovah también se enojó tanto contra Aarón como para destruirlo. Y también oré por Aarón en aquella ocasión” (Deuteronomio 9:20, RVA). Aarón es considerado, indudablemente, como cabeza responsable del pueblo durante la ausencia de Moisés, de ahí la culpa especial con que se le acusa; y es evidente, a partir de la narración, que él no fue lento para aceptar los deseos del pueblo. Tal como con Israel, así con Aarón —ambos se salvan de las consecuencias gubernamentales de su pecado por medio de la intercesión de Moisés, pero la culpa del pecado hacia Dios permaneció—. Esta distinción debe ser tenida muy en cuenta, o el juicio ejecutado después podría parecer inconsistente con la declaración de que “Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo” (Éxodo 32:14). De no ser por la intercesión de Moisés, la nación habría sido destruida, como resultado del gobierno de Dios sobre la base de la ley de Sinaí. Librados de esta consecuencia, Dios era libre aún para tratar con ellos —como hallamos, al final del capítulo, que “Jehová hirió al pueblo, porque habían hecho el becerro que formó Aarón” (Éxodo 32:35). Aarón es distinguido en estas palabras; porque, al ocupar la posición que le correspondía, se le considera como especialmente criminal. Su respuesta a Moisés revela el corazón de un pecador convicto. Tal como Adán culpó a Eva, y Eva a la serpiente, del mismo modo Aarón se refugia detrás del pueblo. Es cierto que el pueblo era “propenso al mal” (Éxodo 32:22, VM); pero su pecado radicó en ayudarles en su objetivo. Él debiera haber muerto en vez de haberse rendido a los deseos de ellos. Su debilidad —mostrada a menudo, pese al favor y la gracia de Jehová— fue su vergüenza y culpa.
Moisés, viendo que el pueblo estaba desnudo (“porque Aarón le había desnudado para vergüenza entre sus enemigos”; Éxodo 32:25, RVR1865), se vuelve de las excusas de su hermano, y ardiendo con un celo santo por Jehová, se puso a la puerta del campamento, y clamó, “¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo” (Éxodo 32:26). No era el momento de ocultar el mal, o para el compromiso. Cuando hay abierta apostasía no puede haber neutralidad. Neutralidad cuando el asunto es entre Dios y Satanás es, en sí misma, apostasía. Aquel que no está con el Señor, en un momento semejante, está contra Él. Y presten atención, además, que este clamor es levantado en medio de los que eran el pueblo profesante de Jehová. Todos ellos eran Israelitas. Pero ahora debe haber una separación, y el desafío de Moisés, “¿Quién está por Jehová?” hace que todos se manifiesten. Él se convirtió en el centro de Jehová; y por eso, juntarse con Él era estar por Jehová, rechazar su llamamiento era estar contra Jehová. ¿Cuál fue el resultado de su convocatoria? Bueno, fue que de todas las tribus de Israel, sólo Leví fue hallado fiel. “Se juntaron con él todos los hijos de Leví” (Éxodo 32:26). De ellos fue el distinguido honor —por la gracia de Dios— de estar del lado de Jehová cuando todo el campamento estuvo en total rebelión. Cuan preciosa debe haber sido la fidelidad de Leví a los ojos de Jehová. Parecería, al leer Deuteronomio, que Jehová los reclamó para el servicio especial del Tabernáculo en relación con su conducta en este momento. Moisés dice, “En aquel tiempo Jehová separó la tribu de Leví, para que llevase el Arca del Pacto de Jehová, para que estuviese en presencia de Jehová a ministrar delante de él, y para bendecir en su nombre, hasta el día de hoy. Por esto no tiene Leví parte ni herencia con sus hermanos; Jehová es su herencia, como se lo prometió Jehová tu Dios” (Deuteronomio 10:8-9, VM). No se trató, en efecto, de una fidelidad común; ya que tan pronto como respondieron al llamamiento de Moisés, se les ordenó, “Así dice Jehová, el Dios de Israel: Ponga cada cual su espada sobre el muslo, y pasad, y volved a pasar de puerta a puerta por entre el campamento, y matad, aunque sea cada uno a su hermano, y cada uno a su amigo, y cada uno a su pariente cercano. Y lo hicieron así los hijos de Leví, conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Porque les había dicho Moisés: Consagraos hoy a Jehová, aunque sea cada cual en su mismo hijo, o en su hermano; para que él os dé hoy su bendición” (Éxodo 32:27-29, VM).
La tribu de Leví respondió al llamamiento divino de este modo, separándose de sus hermanos idólatras, y participando resueltamente con Dios contra la iniquidad de Su pueblo. Fue una prueba escudriñadora —una prueba que demandó que Leví desechase todo reclamo de la carne, sí, para que dijese acerca de su padre y de su madre, en palabras de Moisés, “Nunca los he visto; Y no reconoció a sus hermanos, Ni a sus hijos conoció; Pues ellos guardaron tus palabras, Y cumplieron tu pacto” (Deuteronomio 33:9)—. Se trató de obediencia a toda costa al llamamiento divino, y por tanto, de una separación completa del mal en que Israel había caído. Dios prueba a menudo a Su pueblo del mismo modo; y cada vez que la confusión y el deterioro han comenzado, la única senda para el piadoso es la que está señalada por el curso tomado por Leví —la de la obediencia sincera, incondicional—. Una senda como esa debe ser dolorosa —implicando para los que entran en ella, la renuncia a algunas de las más íntimas asociaciones de sus vidas, un rompimiento de muchos vínculos naturales— de parientes y relaciones amistad; pero se trata de la única senda de bendición. Muchos harían bien en desafiar a sus corazones, e inquirir si en este día malo ellos se encuentran aparte, sometiéndose a Su palabra, de todo lo que deshonra el nombre del Señor.
Al día siguiente, Moisés volvió a Jehová en el monte.
“Y aconteció que al día siguiente dijo Moisés al pueblo: Vosotros habéis cometido un gran pecado, pero yo subiré ahora a Jehová; quizá le aplacaré acerca de vuestro pecado. Entonces volvió Moisés a Jehová, y dijo: Te ruego, pues este pueblo ha cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro, que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito. Y Jehová respondió a Moisés: Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro. Vé, pues, ahora, lleva a este pueblo a donde te he dicho; he aquí mi ángel irá delante de ti; pero en el día del castigo, yo castigaré en ellos su pecado” (Éxodo 32:30-34).
En primer lugar, Moisés acusa al pueblo por su pecado, y luego, en su amor por el pueblo, propone ir a nombre de ellos a la presencia de Jehová, diciendo, “quizás yo pueda hacer expiación por vuestro pecado” (Éxodo 32:30, RVA). El contraste entre Moisés y el Señor Jesús en este respecto ha sido descrito de manera hermosa por otro. Dice, «¡Qué contraste observamos aquí, de paso, con la obra de nuestro precioso Salvador! Él, descendiendo desde lo alto —de Su morada en la gloria del Padre— para hacer Su voluntad; y, mientras guarda la ley (en lugar de destruir las tablas, las señales de este pacto, cuyas demandas el hombre era incapaz de satisfacer), soporta Él mismo el castigo de su infracción; y habiendo consumado la expiación antes de regresar a lo alto, en lugar de subir con un triste “quizás” en Su boca, que la santidad de Dios anuló instantáneamente, Él asciende con la señal de la consumación de la expiación, y de la confirmación de este nuevo pacto con Su sangre preciosa, cuyo valor no podía ser puesto en duda, para aquel Dios delante de quien Él la presentó». Cierto, Moisés fue un mediador, pero como tal, está más bien en contraste que tipificando a Cristo en este carácter.
Pero él volvió, confesó el pecado de su pueblo, y suplicó en la intensidad de su afecto por el perdón de ellos. Aún más —y no podía ir más allá— añadió, “si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito” (Éxodo 32:32). Se había identificado tan plenamente con el pueblo —siendo esto la fuente de toda fortaleza en la intercesión cuando ella es producida por el Espíritu de Dios— que si no se los perdonaba, él deseó perecer con ellos. Se trató del derramamiento de su amor intenso por Israel culpable, y no difiere del caso del apóstol Pablo, el cual dijo, “Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne” (Romanos 9:3). Dios no accedió al pedido de Su siervo, ya que él no había consumado la expiación sobre la cual tomar su posición, ni tenía con qué hacer expiación —la única base sobre la que un Dios santo podía perdonar justamente a Su pueblo. Pero su intercesión prevaleció hasta el punto de proteger al pueblo de las consecuencias gubernamentales de su pecado —su destrucción como castigo por su transgresión. No obstante, si bien ellos fueron perdonados en la paciencia del Señor, Él los vuelve a colocar, individualmente, bajo responsabilidad con las palabras, “Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro” (Éxodo 32:33). Acto seguido, ordenó a Moisés que se marchase, y que condujese al pueblo al lugar que Él había prometido, diciendo, “mi ángel irá delante de ti; pero en el día del castigo, yo castigaré en ellos su pecado. Y Jehová hirió al pueblo, porque habían hecho el becerro que formó Aarón” (Éxodo 32:34-35). Ya no es Jehová que mora en medio de ellos, sino un ángel es el que ha de ir delante de ellos, y estando aún el pueblo bajo justo juicio debido a su pecado. Este cambio, que produce una nueva acción y una nueva intercesión de parte de Moisés, es desarrollado, en cuanto a sus consecuencias, en el capítulo siguiente.
“Jehová dijo a Moisés: Anda, sube de aquí, tú y el pueblo que sacaste de la tierra de Egipto, a la tierra de la cual juré a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: A tu descendencia la daré; y yo enviaré delante de ti el ángel, y echaré fuera al cananeo y al amorreo, al heteo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo (a la tierra que fluye leche y miel); pero yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino. Y oyendo el pueblo esta mala noticia, vistieron luto, y ninguno se puso sus atavíos. Porque Jehová había dicho a Moisés: Dí a los hijos de Israel: Vosotros sois pueblo de dura cerviz; en un momento subiré en medio de ti, y te consumiré. Quítate, pues, ahora tus atavíos, para que yo sepa lo que te he de hacer. Entonces los hijos de Israel se despojaron de sus atavíos desde el monte Horeb” (Éxodo 33:1-6).
Hay que tomar nota de varios puntos en esta declaración, siendo ellos indicativos de la posición que el pueblo ocupaba ahora. En primer lugar, Jehová no readmitía al pueblo a esa relación con Él que habían perdido por intermedio de su transgresión. Le habían rechazado, y Él los mantiene, por decirlo así, en ese plano. De este modo Él aún dice a Moisés, “tú y el pueblo que sacaste de la tierra de Egipto”. En segundo lugar, Él, no obstante, les promete la tierra; esto había quedado asegurado por la primera intercesión de Moisés, cuando apeló a las promesas absolutas e incondicionales hechas a los patriarcas. (Éxodo 32:13). Pero, en tercer lugar, Él anuncia que no irá en medio de ellos: “Porque”, dice, “eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino” (Éxodo 33:3). Un Dios santo, por hablar según la manera de los hombres, no sabía cómo podía habitar ahora en medio de una nación de transgresores. Por último, Él amenaza juicio, y ordena al pueblo despojarse de sus atavíos para que pudiera saber qué hacer con ellos. Dios sopesa, por decirlo así, la condición de Su pobre pueblo, y hace una pausa antes de que Él hiera, viendo que hicieron duelo —humillados por su pecado— por las noticias que habían recibido. Se trata de una escena sorprendente, si acaso solemne —el pueblo despojado de sus adornos (joyas), esperando el juicio pronunciado en amargura y dolor de corazón; y Jehová haciendo una pausa antes de que el golpe fuera asestado.
Pero Aquel que pronunció el juicio sobre el pueblo por sus pecados, proporcionó un modo para que ellos escapasen mediante una nueva acción por parte de Moisés. Antes que nada, levantó el tabernáculo fuera del campamento.
“Y Moisés tomó el tabernáculo, y lo levantó lejos, fuera del campamento, y lo llamó el Tabernáculo de Reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento. Y sucedía que cuando salía Moisés al tabernáculo, todo el pueblo se levantaba, y cada cual estaba en pie a la puerta de su tienda, y miraban en pos de Moisés, hasta que él entraba en el tabernáculo. Cuando Moisés entraba en el tabernáculo, la columna de nube descendía y se ponía a la puerta del tabernáculo, y Jehová hablaba con Moisés. Y viendo todo el pueblo la columna de nube que estaba a la puerta del tabernáculo, se levantaba cada uno a la puerta de su tienda y adoraba. Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero. Y él volvía al campamento; pero el joven Josué hijo de Nun, su servidor, nunca se apartaba de en medio del tabernáculo” (Éxodo 33:7-11).
No parece que Moisés, al levantar el tabernáculo fuera del campamento, estaba actuando bajo algún mandato directo del Señor. Se trató, más bien, de discernimiento espiritual, considerando tanto el carácter de Dios como el estado del pueblo. Enseñado por Dios, siente que Jehová ya no podía habitar en medio de un campamento que había sido contaminado por la presencia del becerro de oro. Por lo tanto, hizo lugar afuera, lejos del campamento, y lo llamó el tabernáculo de reunión.
Esto fue una cosa totalmente diferente de lo que Jehová había dicho a Moisés: “Y que hagan un santuario para mí, para que yo habite entre ellos” (Éxodo 25:8, LBLA). Ya no iban a ser más el pueblo del Señor —agrupados alrededor de Él como centro de ellos; sino que estando Él afuera, “cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento” (Éxodo 33:7). Esto llegó a ser, de este modo, una cosa individual; y los verdaderos adoradores estaban en el lugar de separación —asumieron el terreno de separación del campamento que había reconocido a un dios falso—. Esto presenta un principio de sumo valor y de suma importancia. Porque se debe recordar que Israel era, de manera profesada, el pueblo de Jehová; pero su condición había llegado a ser tal que Jehová ya no pudo estar más en medio de ellos. Así fue en un día postrero, tal como deducimos de la epístola a los Hebreos; y de ahí la exhortación que se presenta allí, “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio” (Hebreos 13:13). Cuando el nombre del Señor es deshonrado, y Su autoridad es rechazada, y es sustituida por otra autoridad, no existe ningún otro recurso para los piadosos sino salir de todo lo que responde al campamento, si es que han de adorar a Dios en espíritu y en verdad. Y se debería hacer notar cuidadosamente que, como en el caso de Moisés, la necesidad para una separación tal es un asunto de discernimiento espiritual. Hay tiempos y épocas —y los que tienen un ojo sencillo no dejarán de llegar a conocerlos— cuando, como en el caso de Leví al final del capítulo anterior, tomar parte con el Señor contra Su pueblo llega a ser un privilegio santo y elevado, a lo menos en testimonio contra sus modos de obrar; y, como en el caso de Moisés, hay que tomar un lugar fuera de toda la decadencia, del rechazo a la autoridad del Señor, y de las prácticas idolátricas de Su pueblo. Al tomar un paso semejante debe existir, indudablemente, la autoridad de la Palabra de Dios —la única luz para nuestros pies en las tinieblas que nos rodean, puesto que es nuestro único recurso en el día malo. Pero la aplicación de la Palabra a algún determinado estado de cosas debe ser un asunto de sabiduría y discernimiento espirituales por medio del Espíritu de Dios.
Habiendo sido levantado el tabernáculo, Moisés, a la vista de todo el pueblo, salía y entraba en él; y, cuando entraba, Jehová refrendaba de inmediato su acto de fe, ya que le columna de nube descendía, y se ponía a la puerta del tabernáculo, y Él hablaba con Moisés (Éxodo 33:9). Estando en separación del campamento, Jehová mismo se revelaba como no lo había hecho antes, y tan sorprendentemente que el pueblo “se levantaban y adoraban, cada cual a la entrada de su tienda. Y acostumbraba hablar el SEÑOR con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Éxodo 33:10-11, LBLA). Esto fue una cosa totalmente nueva, completamente diferente de las comunicaciones sublimes de Sinaí. Era una intimidad de cercanía y comunión que Moisés nunca antes había disfrutado. Jehová mismo alude a esto como siendo el privilegio distintivo de Su siervo, cuando le vindica de las difamaciones de Aarón y Myriam (Números 12:5-8). Este hecho está lleno de consolación, enseñando, tal como lo hace, que aunque la ruina, e incluso la apostasía, puedan caracterizar al pueblo profesante de Dios, los que pueden entrar en los pensamientos de Dios pueden encontrar aún un modo de entrar a Su presencia, y son capacitados, por Su gracia, para tomar un lugar afuera de las corrupciones por las que están rodeados; y que el Señor se revelará a los tales, en respuesta a su fe y fidelidad, en un modo muy especial y de gracia. El hecho es que, identificados con las corrupciones de un pueblo apóstata, nosotros compartimos, necesariamente, su condición e incluso su juicio; pero apartándonos, según la mente del Señor, la barrera que impide la manifestación de Él mismo es quitada. Nosotros estamos en una situación diferente —ya que estamos en la situación de la fe individual y de la condición de alma individual—. Pero entonces se ha de recordar que todo los que actúan de este modo se encontrarán juntos, reunidos individualmente, alrededor de un nuevo centro. En efecto, el acto de Moisés es, en cierto modo, la anticipación de esa palabra, “donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20, VM). Y esta seguridad es el recurso de los piadosos en este día de confusión y corrupción, tal como el tabernáculo (la tienda) de reunión afuera del campamento lo fue en los días de aquellos que buscaban a Jehová en medio de la idolatría de Israel; y los que, en sencillez y fe han recurrido a dicho recurso, recibirán, tal como Moisés lo hizo, manifestaciones especiales del favor y de la presencia del Señor.
Habiendo sido aceptado el acto de Moisés, él volvió al campamento —ahora como el reconocido mediador; pero Josué, tipo de Cristo en espíritu, como líder de Su pueblo, permanecía en el tabernáculo—. Acto seguido Moisés, como mediador, comienza su intercesión. Acepta el lugar en que Dios le había colocado —como aquel designado para conducir al pueblo a la herencia prometida (Éxodo 33:1)—. Él toma este terreno como la base de su súplica.
“Y dijo Moisés a Jehová: Mira, tú me dices a mí: Saca este pueblo; y tú no me has declarado a quién enviarás conmigo. Sin embargo, tú dices: Yo te he conocido por tu nombre, y has hallado también gracia en mis ojos. Ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos; y mira que esta gente es pueblo tuyo” (Éxodo 33:12-13).
Suplica, en primer lugar, por él mismo. Desea conocer primeramente a quién enviaría Jehová con él. Dios había dicho que enviaría un ángel (Éxodo 33:2); pero Moisés querría saber más; y suplica por este conocimiento sobre el terreno de que Jehová le había dicho, “Yo te he conocido por tu nombre, y has hallado también gracia en mis ojos”. Además, querría conocer el camino de Dios, para que él pudiese conocerle, para que pudiese hallar gracia en Sus ojos. Y luego, trae al pueblo delante de Dios. Como todo dependía ahora de Moisés, como mediador, él presenta primero su causa; e introduce luego al pueblo. “Considera”, él ora de manera conmovedora, “que esta nación es pueblo tuyo” (Éxodo 33:13, VM). Todo esto es extremadamente hermoso, así como está también lleno de interés y enseñanza. No fue suficiente para Moisés haber sido designado divinamente para conducir a Israel, y que un ángel fuese delante de él en la senda, sino que él deseó saber, no su camino sino el de Dios a través del desierto, para que también pudiera conocerle a Él. Si iba a conducir al pueblo, él no se podía satisfacer con menos que conocer a Dios y el camino de Dios. Esto es lo que cada creyente necesita, y no hay nada más mientras se está en el desierto.
Jehová acepta amablemente la oración de Su siervo. Dice, “Mi presencia irá contigo, y te daré descanso” (Éxodo 33:14). Esta fue una respuesta completa al clamor del mediador, y fue todo lo que necesitaba para llevarle a él y al pueblo a través de la senda desértica. Esto consoló y alentó su corazón —y respondió, “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí” (Éxodo 33:15) —. Él se identifica ahora con el pueblo. Este no es un simple presagio del corazón de Cristo —este amor intenso de Moisés por Israel, vinculándolos con él mismo en su lugar de favor delante de Dios—. Y no sólo eso, sino que, elevándose más alto, él los une de nuevo con Dios. Hemos comentado que Dios tomó a Israel sobre su propio terreno, y puesto que Le habían rechazado, Él había dicho a Moisés, “tu” pueblo. Pero ahora —ahora que Moisés, actuando como mediador, se ha granjeado el oído de Dios, dice nuevamente, “Tu” pueblo—. Él continúa, “¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?” (Éxodo 33:16). Reclama de este modo, por decirlo así, como demostración del divino favor —de la restauración del favor— la propia presencia de Dios con Su pueblo. No se podía conocer de otra manera; y el hecho de Su presencia los separaría de todo otra nación. Es lo mismo, en cuanto a principio, durante esta dispensación (época). La presencia del Espíritu Santo en la tierra, edificando Su pueblo para ser morada de Dios (Efesios 2:22, VM), separa de todo lo demás, y separa tan completamente, que no hay más que dos esferas —la esfera de la presencia y la acción del Espíritu Santo, y la esfera de la acción y el poder de Satanás.
“Y Jehová dijo a Moisés: También haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu nombre” (Éxodo 33:17).
El éxito de la mediación de Moisés fue así completo, completo para la restauración del pueblo. Ellos son nuevamente el pueblo de Jehová —para ser puestos bajo un nuevo pacto, como se verá en el capítulo siguiente, un pacto de ley, efectivamente, pero de ley mezclada con gracia, conforme al carácter de Dios como se revelaba ahora—. El efecto del favor divino sobre Moisés es notable. Cada muestra sucesiva de la gracia no hace más que suscitar mayores deseos; y por tanto, el propio Moisés anhela poder ver la gloria de Dios.
“El entonces dijo: Te ruego que me muestres tu gloria” (Éxodo 33:18).
Esa es siempre la acción de la gracia sobre el alma. Mientras más conocemos de Dios, más deseamos conocer. Pero esta misma petición de Moisés ofrece un contraste con el lugar del creyente. Nosotros contemplamos ahora, a cara descubierta, la gloria del Señor (2 Corintios 3:18, LBLA); aquí Moisés ora para que él pueda verla. El anhelo santo, no obstante, que él expresa de este modo, muestra el efecto de la intimidad con Dios, y la posterior acción enérgica del Espíritu Santo sobre el alma.
“Y le respondió: —Yo haré pasar toda mi bondad delante de ti y proclamaré delante de ti el nombre de Jehovah. Tendré misericordia del que tendré misericordia y me compadeceré del que me compadeceré. —Dijo además—: No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre me verá y quedará vivo. —Jehovah dijo también—: He aquí hay un lugar junto a mí, y tú te colocarás sobre la peña. Sucederá que cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas. Pero mi rostro no será visto” (Éxodo 33:19-23, RVA).
Jehová oye y concede, en la medida que a Moisés le era posible recibir, la petición que había hecho. Haría pasar toda Su bondad delante de él, y proclamaría el nombre de Jehová. A continuación establece el principio de Su soberanía, sobre la cual Él debe actuar para perdonar a Israel; ya que si Él hubiera tratado con ellos sobre la base de su ley justa, toda la nación debería haber perecido. El apóstol Pablo cita esta misma Escritura para aplicar la misma verdad —que, por un lado, Israel fue perdonado y, por el otro, Faraón fue destruido, en el ejercicio de los derechos soberanos de Dios—. Su objeto es reconciliar la concesión de la gracia sobre los gentiles, con las promesas especiales hechas a Israel, y los conduce así de regreso a su pecado en relación con el becerro de oro, para recordarles que estaban, en aquel momento, tan endeudados con la gracia soberana de Dios como lo estaban ahora los gentiles—que, por tanto, tanto los unos como los otros eran igualmente los objetos de la misericordia y gracia soberanas. Esta palabra de Jehová a Moisés es —por decirlo así— el manantial de esta verdad, aunque Dios había actuado sobre el principio en todos los ámbitos de la historia de Israel. (Véase Romanos 9:7-13). Se confirma ahora como el fundamento sobre el cual, en respuesta a la intercesión de Moisés, Él pudo perdonar al pueblo. Pero no obstante este favor concedido a Moisés —este privilegio de contemplar la bondad de Jehová y llevar Su nombre, no podía ver Su rostro y vivir—. Jehová lo pondría “en una hendidura de la peña” mientras pasaba. “Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas. Pero mi rostro no será visto” (Éxodo 33:23, RVA). No, Dios no se revelaba aún plenamente; la obra no estaba consumada por intermedio de la eficacia por la que Dios podía traer al pecador a Su presencia inmediata, y sin una nube de por medio. Por lo tanto, distinguido como fue el lugar que Moisés ocupó, el creyente más humilde de esta dispensación (época) es llevado más cerca de Dios. El Cristiano puede contemplar toda la gloria de Dios en la faz de Jesucristo (2 Corintios 4:6); pero Moisés debe estar oculto en una “hendidura de la peña”—tipo, puede ser, del creyente en Cristo— mientras esa gloria pasaba. Como alguien ha dicho, «Él le ocultará mientras Él pasa, y Moisés verá Sus espaldas. No podemos encontrarnos con Dios en Sus modos de obrar como siendo independientes de Él. Después que ha pasado, uno ve toda la hermosura de Sus modos de obrar». Esto está ejemplificado en el capítulo siguiente —acerca del restablecimiento del pacto con Israel.
“Jehovah dijo, además, a Moisés: —Lábrate dos tablas de piedra como las primeras, y escribiré sobre esas tablas las palabras que estaban en las primeras, que rompiste. Prepárate para la mañana, sube de mañana al monte Sinaí y preséntate allí delante de mí sobre la cumbre del monte. No suba nadie contigo, ni nadie sea visto en todo el monte. No pasten ovejas ni bueyes frente a ese monte. Moisés labró dos tablas de piedra como las primeras. Y levantándose muy de mañana subió al monte Sinaí, como le mandó Jehovah, y llevó en sus manos las dos tablas de piedra. Entonces descendió Jehovah en la nube, y se presentó allí a Moisés; y éste invocó el nombre de Jehovah. Jehovah pasó frente a Moisés y proclamó: —¡Jehovah, Jehovah, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, que conserva su misericordia por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero que de ninguna manera dará por inocente al culpable; que castiga la maldad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, sobre la tercera y sobre la cuarta generación!” (Éxodo 34:1-7, RVA).
Moisés se presentó, en obediencia al mandato divino, con las dos tablas de piedra, para recibir nuevamente la ley bajo la cual Israel iba a ser puesto. Sinaí es, por tanto, una vez más la escena de esta entrevista con Jehová. Jehová, fiel a Su promesa, descendió en la nube y estuvo allí con él, y proclamó el nombre de Jehová. El nombre, en la Escritura, a lo menos en relación con Dios, es expresivo de la naturaleza; y por eso es aquí significativo de lo que Dios era ¡como JEHOVÁ! Es esencial recordar que quien se revela así no es el Padre, sino Jehová en Su relación con Israel. No es, por lo tanto, una revelación completa de Dios. Esto no podía ser hasta después de la cruz; pero es el nombre de Jehová —expresión de lo que Dios era en este carácter— el que es proclamado. «No es, en absoluto, el nombre de Su relación con el pecador para su justificación, sino con Israel para Su gobierno. Misericordia, santidad, y paciencia, marcan Sus modos de obrar para con ellos, pero Él no limpia a los culpables». El lector debe estudiar por sí mismo esta revelación de lo que Dios era para Israel —siendo cada palabra empleada, en este aspecto, la declaración de Su carácter inmutable—. La misericordia y la verdad son vistas en combinación, aunque no fue sino hasta la cruz que ellas se encontraron, y sus actividades entraron en armonía, cuando también la justicia y la paz se besaron. (Salmo 85:10). La bondad y la gracia están aquí también, así como la paciencia; pero hay también santidad, y por eso, mientras mantiene la misericordia para miles, perdonando la iniquidad, la transgresión, y el pecado, Jehová no limpiaría, de ningún modo, a los culpables. Había, en efecto, un corazón de amor para Su pueblo, pero este corazón de amor estaba reprimido, si se lo puede expresar así, hasta que la expiación haya sido consumada, cuando Dios pudo justificar justamente al impío. Pero el que siga el rastro de la línea de los tratos de Dios con Israel, desde este momento hasta su expulsión de la tierra, y de hecho, hasta la cruz, encontrará cada uno de estos atributos en constante ejercicio. Todo lo que Dios es, tal como se declara aquí, se revela en Sus modos de obrar con Su pueblo antiguo. La proclamación de Su nombre es, en efecto, el resumen de Su gobierno desde el Sinaí hasta la muerte de Cristo. Pero aun admitiendo plenamente el carácter maravilloso de la revelación hecha así a Moisés, obsérvese nuevamente que no es eso de lo que disfrutan ahora los cristianos. Si se lo compara con las palabras de nuestro bendito Señor, “les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17:26), no se puede dejar de comprender la inmensidad de la diferencia. La diferencia es entre lo que Dios era como Jehová para Israel, y lo que Dios es como el Padre para Sus hijos.
Se debe hacer otra observación. Satanás había entrado, y por el momento pareció como si hubiese tenido éxito frustrando los propósitos de Dios con respecto a Su pueblo. Pero Satanás nunca es derrotado tan completamente como en sus aparentes victorias. Esto no está ilustrado en ninguna parte tan plenamente como en la cruz; pero la misma cosa se percibe en relación con el becerro de oro. Este fue obra de Satanás; pero el fracaso de Israel llega a ser la ocasión, por intermedio de la intercesión de Moisés, que Dios en Su gracia proporcionó, de la revelación más plena de Dios, y de Su mezcla de la gracia con la ley. La actividad de Satanás no hace más que llevar a cabo los propósitos de Dios, y se hace que su furor contra quien toda su maldad y enemistad son dirigidas Le alabe a Él.
Podemos considerar, ahora, el efecto que tiene sobre Moisés la proclamación del nombre de Jehová.
“Entonces Moisés, apresurándose, bajó la cabeza hacia el suelo y adoró. Y dijo: Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz; y perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad” (Éxodo 34:8-9).
El primer efecto es personal. Hace que Moisés baje su cabeza hacia el suelo en adoración delante de Jehová. Cada revelación de Dios al corazón de Su pueblo produce este resultado. Esto está ilustrado notablemente en la experiencia de los patriarcas. Registros tales como estos son comunes. “Y apareció Jehová a Abram, ... Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido” (Génesis 12:7). Así también con Moisés. Abrumado por la revelación hecha en gracia a su alma, él es constreñido a adorar. Pero asume inmediatamente su posición de mediador. Habiéndosele hecho sentir su propia aceptación mediante el favor al que había sido llevado, y su aceptación, también, como mediador por Israel, él comienza su intercesión; y ora para que Jehová vaya entre ellos, y por la razón misma que había llevado a Jehová a decir que no habitaría en medio de ellos (capítulo 33:3). Además, suplicó por el perdón del pecado de ellos; y para que Él los tomara como Su heredad. Es extremadamente hermoso notar ahora, que Moisés ha obtenido el lugar pleno de un mediador aceptado, y cuan enteramente él se identifica con aquellos por cuya causa suplica. Dice, “en medio de nosotros”; “nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad” (Éxodo 34:9). Este es un principio de máxima importancia. Se vio ejemplificado en Aquel de quien Moisés no fue más que tipo. Y se aplicará a cada tipo de intercesión por el pueblo de Dios. En efecto, siempre que algunos de los siervos del Señor han ocupado el lugar de intercesores, este rasgo ha sido señalado claramente. (Véase Daniel 9; Nehemías 1, etc.). Así también ahora. Jamás podemos tener poder con Dios a favor de los demás, a menos que por gracia estemos capacitados para entrar en la condición de aquellos que llevaríamos sobre nuestros corazones delante del Señor, e identificarnos con ellos. Moisés fue capacitado para hacer esto, y su oración fue aceptada, y, en respuesta, Jehová estableció un nuevo pacto con el pueblo.
“Y él contestó: He aquí, yo hago pacto delante de todo tu pueblo; haré maravillas que no han sido hechas en toda la tierra, ni en nación alguna, y verá todo el pueblo en medio del cual estás tú, la obra de Jehová; porque será cosa tremenda la que yo haré contigo. Guarda lo que yo te mando hoy; he aquí que yo echo de delante de tu presencia al amorreo, al cananeo, al heteo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo. Guárdate de hacer alianza con los moradores de la tierra donde has de entrar, para que no sean tropezadero en medio de ti. Derribaréis sus altares, y quebraréis sus estatuas, y cortaréis sus imágenes de Asera. Porque no te has de inclinar a ningún otro dios, pues Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es. Por tanto, no harás alianza con los moradores de aquella tierra; porque fornicarán en pos de sus dioses, y ofrecerán sacrificios a sus dioses, y te invitarán, y comerás de sus sacrificios; o tomando de sus hijas para tus hijos, y fornicando sus hijas en pos de sus dioses, harán fornicar también a tus hijos en pos de los dioses de ellas. No te harás dioses de fundición”.
“La fiesta de los panes sin levadura guardarás; siete días comerás pan sin levadura, según te he mandado, en el tiempo señalado del mes de Abib; porque en el mes de Abib saliste de Egipto. Todo primer nacido, mío es; y de tu ganado todo primogénito de vaca o de oveja, que sea macho. Pero redimirás con cordero el primogénito del asno; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. Redimirás todo primogénito de tus hijos; y ninguno se presentará delante de mí con las manos vacías. Seis días trabajarás, mas en el séptimo día descansarás; aun en la arada y en la siega, descansarás. También celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la siega del trigo, y la fiesta de la cosecha a la salida del año. Tres veces en el año se presentará todo varón tuyo delante de Jehová el Señor, Dios de Israel. Porque yo arrojaré a las naciones de tu presencia, y ensancharé tu territorio; y ninguno codiciará tu tierra, cuando subas para presentarte delante de Jehová tu Dios tres veces en el año. No ofrecerás cosa leudada junto con la sangre de mi sacrificio, ni se dejará hasta la mañana nada del sacrificio de la fiesta de la pascua. Las primicias de los primeros frutos de tu tierra llevarás a la casa de Jehová tu Dios. No cocerás el cabrito en la leche de su madre. Y Jehová dijo a Moisés: Escribe tú estas palabras; porque conforme a estas palabras he hecho pacto contigo y con Israel. Y él estuvo allí con Jehová cuarenta días y cuarenta noches; no comió pan, ni bebió agua; y escribió en tablas las palabras del pacto, los diez mandamientos” (Éxodo 34:10-28).
Los términos de este pacto no son nuevos, aunque son impuestos nuevamente. Casi cada uno de ellos ha estado ya bajo consideración. (Véase Éxodo 13 y Éxodo 23). Por lo tanto, una breve reseña de su carácter será suficiente. El fundamento de todo estriba en lo que Dios haría por Su pueblo (Éxodo 34:10). Acto seguido, Él ordena una separación completa de las naciones de alrededor después que ellos hayan sido puestos en posesión de la tierra —separación de las personas mismas, de sus modos de obrar, y de su adoración—. Ellos deben adorar sólo a Jehová; porque Jehová, cuyo nombre es Celoso, es un Dios celoso (Éxodo 34:11-16). Pero por una parte, si debe haber separación del mal, debe haber, por la otra, separación para Dios. Por eso se debía guardar la fiesta de los panes sin levadura. Siete días —un período completo, típico de todas sus vidas, debían comer panes sin levadura— los panes sin levadura, de sinceridad y de verdad (1 Corintios 5:8).
Debían reconocer, además, las demandas de Dios sobre ellos mismos y sobre su ganado. “Todo lo que abre matriz es mío” (Éxodo 34:19, BTX). Inmediatamente después, sigue una notable provisión —y es que tanto el primogénito del asno, como el primogénito de sus hijos, debían ser redimidos—. El hombre es asociado así, en naturaleza, con lo inmundo (véase Éxodo 13:13) —enseñando tanto su condición perdida como nacido en este mundo, como su necesidad de redención, así también como su perdición si permanece sin ser redimido—. Se ordena, nuevamente, guardar el día de reposo, la fiesta de Pentecostés y la de los Tabernáculos —con la provisión de que tres veces en el año “se presentará todo varón tuyo delante de Jehová el Señor, Dios de Israel” (Éxodo 34:23).
“Conforme a estas palabras”, Jehová hace un pacto con Moisés y con Israel (Éxodo 34:27). La palabra “contigo” es significadora. Ella muestra de qué manera el lugar de Israel había sido hecho dependiente del mediador, e indica, por consiguiente, la posición a la que Moisés había sido llevado. Por segunda vez había estado cuarenta días y cuarenta noches —en un estado sobrenatural— en la presencia de Dios. No comió pan, ni bebió agua. Dios sostuvo a Su siervo en Su propia presencia, y le capacitó para oír Su voz y recibir Sus palabras. En conclusión, él recibió una vez más dos tablas del testimonio sobre las cuales Dios había escrito los diez mandamientos, y descendiendo del monte, regresó al pueblo.
Ese fue el pacto en que Dios, en gracia, entró con Su pueblo después de su fracaso y apostasía. «Es importante comentar que Israel nunca entró en la tierra bajo el pacto del Sinaí, es decir, simplemente bajo la ley (ya que todo esto sucedió bajo el monte Sinaí); ella había sido quebrantada inmediatamente. Fue bajo la mediación de Moisés que ellos pudieron encontrar el camino de entrada en ella. No obstante, ellos son colocados nuevamente bajo la ley, pero a ella se le añade el gobierno de la paciencia y la gracia». De hecho, Israel había perdido todo, y había llegado a ser susceptible de destrucción, a través del pecado del becerro de oro. Habían perdido, de ese modo, todo derecho a la bendición o a la heredad. La mediación de Moisés fue de utilidad, para el perdón gubernamental, para restaurarlos a su posición como pueblo de Dios, y para asegurarles la posesión de la tierra. Además, Dios proclamó el nombre de Jehová —la revelación de Su carácter en relación con Israel— y a partir de entonces, los volvió a colocar bajo la ley. Israel, por tanto, nunca estuvo realmente bajo el pacto del Sinaí. Dicho pacto fue quebrantado antes de que sus términos —escritos sobre las tablas de piedra— llegasen al campamento. Los términos del segundo pacto son, en efecto, los mismos, pero estos estaban mezclados con la gracia y la bondad y la paciencia que habían sido proclamadas en el nombre de Jehová. Israel, de hecho, después de su pecado, fue salvado por gracia por intermedio de la intercesión de Moisés; y luego se los vuelve a colocar bajo la ley, con los elementos adicionales nombrados. La posición de ellos, de aquí en más, no era distinta de la de los creyentes que, no conociendo el lugar nuevo al que han sido llevados por medio de la muerte y resurrección de Cristo, se colocan ellos mismos bajo la ley como la norma de su conducta y su vida. ¿De qué nos sorprendemos, entonces, si la senda de ambos esté igualmente marcada por el fracaso y la transgresión continuos?
Esta sección finaliza con un relato asombroso del efecto que produce en Moisés el hecho de estar en la presencia de Dios en el monte.
“Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era resplandeciente; y tuvieron miedo de acercarse a él. Entonces Moisés los llamó; y Aarón y todos los príncipes de la congregación volvieron a él, y Moisés les habló. Después se acercaron todos los hijos de Israel, a los cuales mandó todo lo que Jehová le había dicho en el monte Sinaí. Y cuando acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro. Cuando venía Moisés delante de Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía; y saliendo, decía a los hijos de Israel lo que le era mandado. Y al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro era resplandeciente; y volvía Moisés a poner el velo sobre su rostro, hasta que entraba a hablar con Dios” (Éxodo 34:29-35).
En esta descripción hay tres cosas que deben ser consideradas. Primero, el hecho de que la piel del rostro de Moisés resplandeciera como consecuencia de estar en el monte con Dios. Llevado a la presencia inmediata de Dios, su rostro absorbió, y retuvo, algunos de los rayos de aquella gloria —aunque “no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios” (Éxodo 34:29)—. No se puede dejar de notar el contraste con nuestro Señor en el monte de la transfiguración. Él “fué transfigurado delante de ellos: y resplandecía su rostro como el sol, y sus vestidos se tomaron blancos como la luz” (Mateo 17:2, VM). Pero esto era el traslumbrar de Su gloria —una gloria que todo Su cuerpo transfundía e irradiaba delante de los ojos de los discípulos, de modo que Él les parecía como un Ser de luz. La gloria que resplandeció del rostro de Moisés no fue sino externa, el reflejo de la de Jehová, el efecto de su comunión con Dios. Moisés, absorto en las comunicaciones que estaba recibiendo, y al contemplar a Aquel cuyas palabras oía, no sabía que su rostro había sido irradiado con luz. No; el creyente jamás conoce el efecto exterior del hecho de estar a solas con Dios. Los demás pueden ver —no pueden dejar de ver; pero él mismo será inconsciente de que está reflejando la luz de Aquel en cuya presencia ha estado. Ya que, de hecho, siempre es verdad que:
Mientras más Tu gloria impacte mi ojo,
Más humilde yaceré.
Pero Aarón y todos los hijos de Israel contemplaron la gloria que resplandecía del rostro de Moisés; y esto nos lleva al segundo punto; a saber, el efecto que esto produjo en ellos. Ellos tuvieron miedo de acercarse a él; y por eso, mientras Moisés hablaba con ellos, presentándoles, a manera de mandamientos, todo lo que Jehová había hablado con él en el monte Sinaí, él ponía un velo sobre su rostro. El apóstol Pablo aduce este incidente para mostrar el contraste entre “el ministerio de muerte”, y “el ministerio del Espíritu”; o “el ministerio de condenación”, y “el ministerio de justificación” (2 Corintios 3:7-9); es decir, entre la dispensación de la ley, y la dispensación (época) de la gracia. Se debe comentar que el rostro de Moisés no resplandeció cuando descendió del Sinaí la primera vez; no resplandeció hasta que regresó de su mediación exitosa a favor del pueblo por causa del pecado de ellos. Entonces, ¿por qué tuvieron ellos miedo de acercarse? Debido a que la gloria misma que resplandecía sobre su rostro escudriñaba sus corazones y conciencias —por ser ellos lo que eran, pecadores, e incapaces de satisfacer aun la demanda más pequeña del pacto que había sido inaugurado ahora—. Fue necesario un “ministerio” de condenación y muerte, ya que esto demandaba de parte de ellos una justicia que no podían proveer, y, puesto que no lograban proveerla, dicho ministerio pronunciaría la condenación de ellos, y los llevaría a estar bajo la pena de la transgresión, que era la muerte. De este modo, la gloria que ellos contemplaron sobre el rostro de Moisés, fue la expresión, para ellos, de la santidad de Dios —esa santidad que buscó de parte de ellos conformidad a sus propios estándares— y que vindicaría las brechas de aquel pacto que había sido establecido ahora. Por lo tanto, tuvieron miedo, debido a que sabían, en lo más íntimo de sus almas, que no podían estar ante Aquel desde cuya presencia Moisés había llegado. Pero en el “ministerio” de justicia y del Espíritu todo es cambiado. Este no demanda justicia alguna de parte del hombre, sino que revela la justicia de Dios como un don divino en Cristo a cada creyente, y sella su concesión mediante el don del Espíritu Santo. Por tanto, en lugar de tener miedo, nos regocijamos mientras contemplamos la gloria en la faz de Jesucristo estando a la diestra de Dios; porque cada rayo de esa gloria habla de la expiación consumada, y de que nuestros pecados han sido completamente quitados, si somos creyentes. Porque Aquel que fue entregado por nuestras transgresiones, ha resucitado para nuestra justificación (Romanos 4:25); Aquel que llevó Él mismo nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, ha sido resucitado por Dios mismo, y ha sido exaltado a Su diestra. Dios se ha glorificado a Sí mismo en Él. Es decir, Él ha entrado, y ha resucitado a Aquel que llevó nuestros pecados, descendió a la muerte bajo ellos, y como señal de Su satisfacción con Su obra, Él Le ha situado en la gloria, de modo que la gloria de Dios resplandece ahora en la faz de Jesucristo. Este hecho es el que da confianza a nuestras almas, nos capacita para acercarnos en paz, porque la gloria misma que contemplamos es la evidencia para nosotros de que todo lo que estaba contra nosotros ha sido eliminado. Por eso es que, en lugar de poner un velo sobre Su rostro, como lo hizo Moisés, porque los hijos de Israel tuvieron miedo de acercarse, Él está a la diestra de Dios con el rostro descubierto, y nosotros contemplamos con deleite la gloria que se muestra allí, y mientras la vemos “estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu” (2 Corintios 3:18, LBLA). (Véase también 2 Corintios 3 y 4). Por lo tanto, el efecto de la gloria en el rostro de Moisés sobre los hijos de Israel forma un contraste perfecto con aquel producido sobre el creyente mientras contempla la gloria del Señor. Es muy cierto que Israel ya no estaba más bajo la pura ley, y que la bondad y la gracia habían sido mezcladas con ella; pero este mismo hecho haría que su pecado fuese más atroz si quebrantaban el pacto una segunda vez. En ese caso, no sería sólo un pecado contra la justicia, sino también contra la bondad y la gracia que los había perdonado, y los había restaurado a la relación con Dios. Esto realza, en lugar de disminuir, el contraste, y debería llevar a que nuestros corazones adoren con gratitud por el hecho que seamos llevados a estar en un lugar semejante —un lugar donde contemplamos, con el rostro descubierto, la gloria del Señor— sabiendo, por el hecho mismo de la gloria que contemplamos, que nuestros pecados han desaparecido para siempre de la vista de Dios.
La última acción debe ser notada también. Siempre que Moisés entraba a la presencia de Jehová para hablar con Él, se quitaba el velo hasta que salía (Éxodo 34:34).Quita el velo de su rostro para hablar con Jehová, mientras cubre su rostro para hablar con el pueblo. Él llega a ser, en este respecto, más bien un tipo de la posición actual del creyente, al que ya se ha hecho referencia. Moisés fue llevado a la presencia misma de Dios sin un velo, aun mientras el creyente es colocado en la luz, como Él está en la luz. Hay aún una diferencia ya comentada. No obstante lo íntimo del acceso que Moisés disfrutaba, Dios hablaba con él como Jehová; pero el creyente está delante de Dios según todo lo que Dios es, según esa revelación plena y perfecta de Él mismo que ha hecho en Cristo como nuestro Dios y Padre. Además, mientras a Moisés se le permitió así venir delante de Jehová a conversar con Él, el creyente es llevado a la presencia de Dios como su posición permanente. Él está siempre delante de Dios en Cristo.

Éxodo 35-40: Consagración y obediencia

Hemos llegado ahora a la sección final del libro. Éxodo 32 al 34 son parentéticos. El comienzo del capítulo 35 es, por lo tanto, una continuación de Éxodo 31; pero si es una continuación, es sólo una continuación de la gracia de Dios. Si Él hubiese tratado con Israel por su pecado, según los términos del pacto en que habían entrado voluntariamente, su historia como nación, y la narración de los tratos de Dios con ellos, habrían terminado después del capítulo 31. Pero hemos visto de qué manera, a pesar de su grave caída, fueron perdonados por intermedio de la tierna misericordia de Jehová ante la mediación e intercesión de Moisés, y fueron llevados de regreso a la relación con Él como Su pueblo. Por tanto, habiendo propuesto los términos de Su segundo pacto, Él es libre, en gracia, para continuar Su presencia con ellos, y por eso encontramos, en estos capítulos finales, la ejecución real de los mandamientos que Moisés había recibido con respecto a la construcción del Tabernáculo. Pero, como preparación para esto, el día de reposo es ordenado nuevamente.
“Moisés convocó a toda la congregación de los hijos de Israel y les dijo: Estas son las cosas que Jehová ha mandado que sean hechas: Seis días se trabajará, mas el día séptimo os será santo, día de reposo para Jehová; cualquiera que en él hiciere trabajo alguno, morirá. No encenderéis fuego en ninguna de vuestras moradas en el día de reposo” (Éxodo 35:1-3).
Jehová, como se ha declarado anteriormente, le recuerda siempre al pueblo el fin y el objeto de todos Sus modos de obrar para con ellos; a saber, entrar en Su reposo. Este era el fin propuesto, independientemente de cuan imposible llegase a ser para ellos alcanzarlo debido a su incredulidad. Por eso es que el día de reposo se encuentra de nuevo en este lugar, así como se lo encuentra siempre cuando alguna nueva relación se forma entre Dios y el pueblo. Llega a ser así una especie de prefacio al relato de la construcción del santuario.
Acto seguido, Moisés proclama el deseo de Jehová de recibir una ofrenda de Su pueblo —una ofrenda de varios materiales necesarios para la hechura del Tabernáculo (Éxodo 35:5-19)—. Dios querría que Su pueblo entrase en Sus pensamientos y deseos para bendición de ellos, y les permite, en Su gracia y misericordia, traer estos materiales como una ofrenda. Él indica lo que deben traer, aunque todo lo que poseían era Su propio don (véase 1 Crónicas 29:14), y Él lo reconocería luego como ofrenda de ellos. Siempre es así. Los creyentes no pueden hacer ninguna cosa de sí mismos. Toda buena obra es el producto del Espíritu de Dios, y preparada de antemano por Dios (Efesios 2:10), y no obstante, cuando se lleva a cabo, Dios, en Su gracia, la adjudica a ellos, y los viste con el lino fino que es la justicia de los santos. (“porque el lino fino blanco es la perfecta justicia de los santos”; Apocalipsis 19:8, VM).
Es proclamada así la voluntad de Dios para recibir de parte de Su pueblo. La gracia de Dios, en este particular, tocó y abrió sus corazones; “Y vino todo varón a quien su corazón estimuló, y todo aquel a quien su espíritu le dio voluntad, con ofrenda a Jehová para la obra del tabernáculo de reunión y para toda su obra, y para las sagradas vestiduras” (Éxodo 35:21). Y leemos nuevamente, “De los hijos de Israel, así hombres como mujeres, todos los que tuvieron corazón voluntario para traer para toda la obra, que Jehová había mandado por medio de Moisés que hiciesen, trajeron ofrenda voluntaria a Jehová” (Éxodo 35:29). En estas declaraciones hay principios involucrados que son aplicables a todas las dispensaciones. El apóstol insiste en lo mismo cuando dice, “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7; léase el capítulo completo). Es, por tanto, de la mayor importancia recordar que todo lo ofrecido a Dios debe proceder de corazones hechos dispuestos por Su Espíritu, que ello debe ser espontáneo, y no el resultado de persuasión o de presión externa, sino de corazón. La iglesia de Dios estaría actualmente en un estado muy diferente si se hubiese recordado esto. ¿Hay algo que haya provocado más ruina que los muchos esquemas mundanos aplicados para la obtención de dinero? ¿y qué hay más humillante que el hecho de que se usen solicitudes de todo tipo para inducir al pueblo del Señor para que ofrezca sus dones? Moisés se sentía satisfecho anunciando que Jehová estaba dispuesto a recibir, y dejó que sus amables comunicaciones produjesen su efecto adecuado sobre los corazones de los hijos de Israel. No necesitó hacer más; y si los santos de ahora estuviesen en la corriente de los pensamientos de Dios, imitarían el ejemplo de Moisés, y evitarían la idea misma de obtener siquiera el don más pequeño, excepto si fuese presentado por propia voluntad, y desde el corazón, como siendo esto el efecto de la obra del Espíritu de Dios. Y que se tome nota que no faltó nada; ya que en el capítulo siguiente hallamos que los expertos que hacían toda la obra vinieron a Moisés y dijeron, “El pueblo trae mucho más de lo que se necesita para la obra que Jehová ha mandado que se haga. Entonces Moisés mandó pregonar por el campamento, diciendo: Ningún hombre ni mujer haga más para la ofrenda del santuario. Así se le impidió al pueblo ofrecer más; pues tenían material abundante para hacer toda la obra, y sobraba” (Éxodo 36:5-7). Con excepción de los primeros días, a partir de Pentecostés, es probable que no se haya visto nunca nada que responda a esto, aun en la historia de la iglesia. La queja crónica es ahora con respecto a la insuficiencia de medios para llevar a cabo la obra del Señor. Pero nunca es demasiado a menudo recordar —primero, que a la iglesia de Dios jamás se la considera como responsable de obtener los medios; en segundo lugar, que si el Señor da trabajo por hacer, Él mismo pondrá en los corazones de Su pueblo el contribuir con lo que sea necesario; en tercer lugar, que estamos transitando fuera de la dependencia, y actuando según nuestros propios pensamientos, si emprendemos hacer cualquier cosa para la cual no se haya hecho ya la provisión necesaria; y, por último, que los dones procurados por medios humanos rara vez pueden ser usados para bendición.
Además, si la liberalidad fue el fruto de la acción del Espíritu de Dios, así también lo fue la sabiduría. La liberalidad proporcionó los materiales necesarios, y la sabiduría los usó según la mente divina. Jehová llenó a Bezaleel con el Espíritu de Dios, en sabiduría, en inteligencia, y en todo arte; y Él puso también en su corazón que pudiera enseñar, tanto él como Aholiab, hijo de Ahisamac, de la tribu de Dan (Éxodo 35:31-35). Los obreros fueron el don de Dios, y la sabiduría y la inteligencia necesaria para su obra procedieron también de Aquel mediante la acción de Su Espíritu; y Él los dotó, también, con la capacidad de enseñar a los demás; y, de este modo, se asoció a ellos, “todo hombre sabio de corazón a quien Jehová dio sabiduría e inteligencia para saber hacer toda la obra del servicio del santuario, harán todas las cosas que ha mandado Jehová” (Éxodo 36:1). Podemos, ciertamente, contemplar en estos obreros el modelo de todos los siervos verdaderos en cada dispensación. Habiendo sido llamados por Dios, como se señaló en Éxodo 31, toda su actividad fue el fruto del Espíritu de Dios. No eran suficientes en ellos mismos para pensar que cosa alguna procedía de ellos mismos, pero la suficiencia de ellos provino de Dios. (“No es que seamos suficientes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios”; 2 Corintios 3:5, LBLA). La habilidad humana, la sabiduría o las invenciones humanas, no habrían hecho más que empañar la perfección del diseño divino; y por eso, los obreros debían ser nada más que vasos —vasos para la exhibición de la sabiduría y la comprensión y la enseñanza divinas—. Bueno es para el obrero cuando recuerda que, al igual que Bezaleel y Aholiab, no es más que un vaso; porque es entonces que el Señor puede usarle para Su gloria en la ejecución de Su voluntad y de Sus pensamientos.
Pasando a Éxodo 39, aprendemos que toda la obra fue hecha como el Señor había ordenado a Moisés. La esencia de todo servicio es la obediencia, y la prueba de todo lo hecho es si se conforma, o no, al pensamiento revelado de Dios. Jehová había dado ciertas instrucciones a Moisés, y había enseñado a Sus siervos para la obra; y, como consecuencia, la única pregunta con respecto a su trabajo, cuando se completó, fue, ¿corresponde en cada detalle al modelo dado? El Espíritu de Dios ha respondido esta pregunta, afirmando no menos de diez veces en este capítulo, que la obra fue ejecutada tal como Jehová había ordenado a Moisés. (Éxodo 39:1,5,7,21,26,29,31,32,42,43). Ellos, por tanto, cumplieron con su responsabilidad hacia Dios, y, por consiguiente, recibieron Su aprobación y elogio en esta declaración repetida y significadora: que toda la obra de ellos se caracterizó por la obediencia. Esto proporciona el importante principio de que todo lo que reclama ser de Dios debe someterse a ser probado por la Palabra de Dios. El mismo principio es confirmado por nuestro bendito Señor en Su mensaje a las siete iglesias. “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Apocalipsis 2:11, etc.). Y jamás hubo tanta necesidad de que esto sea aplicado como la hay actualmente. No se puede concebir que Moisés hubiese aceptado, mucho menos Jehová, una sola cosa, por muy inocente, o incluso hermosa, que fuese en sí misma, que no correspondiese al modelo que le mostró en el monte. ¿Por qué se debe esperar ahora que los creyentes acepten y aprueben algo en relación con la iglesia de Dios, que no responda a las Escrituras? No; todo lo que no lleve el sello y la sanción de la Palabra de Dios debe ser severamente rechazado, por muy encerrado que esté en los afectos, o elogiado por su vetusta antigüedad. Puesto que, ¿se debe suponer, por un momento, que el Señor es menos celoso con respecto a Su iglesia —la iglesia que Él amó, y por la cual se entregó— que con respecto al Tabernáculo? ¿O que permite que en una se introduzca la sabiduría del hombre, o el orden humano, cuando Él los ha excluido tan enteramente de lo otro? La suposición es monstruosa. Por lo tanto, que jamás se olvide que el Señor mide todo por Su Palabra, y por eso nuestra responsabilidad es, también, medir todo por Su Palabra.
En el último capítulo tenemos la construcción, propiamente dicha, del Tabernáculo, y a Jehová tomando posesión de él como Su habitación en medio de Israel. Hay varios puntos que deben ser indicados. Se observará, en primer lugar, que el Tabernáculo debía ser erigido en el aniversario de la salida de ellos de Egipto (Éxodo 12:2) —en el primer día del mes primero (Éxodo 40:2)—. Así como la liberación de ellos de la casa de su servidumbre constituyó el comienzo de su historia espiritual, del mismo modo la habitación de Jehová en medio de ellos dio forma, moralmente, a un nuevo período de tiempo. Las dos cosas se unen en el Cristianismo. Cuando el alma es sacada de estar bajo condenación, y llega a conocer la paz con Dios, el perdón de pecados por medio de la sangre de Cristo, Dios la sella mediante el don de Su Espíritu que hace de la persona Su habitación. El comienzo de la vida espiritual —vida espiritual conocida y disfrutada— y el llegar a ser un templo del Espíritu Santo coinciden.
El orden impuesto en el arreglo de los utensilios sagrados difiere tanto del que se encuentra en las instrucciones dadas en el monte, como de aquel de la construcción de ellos. El arca del testimonio, después de erigido el Tabernáculo, es colocada primero en su lugar —lo que distinguía especialmente el Tabernáculo como siendo el santuario de Dios, en vista de que el arca era Su trono en la tierra—. Luego, el arca fue cubierta con el velo; es decir, aislada de la vista. La mesa de los panes de la proposición fue llevada, a continuación, al lugar santo —el compartimiento junto al lugar santísimo— y el pan fue colocado en orden sobre ella; después, el candelero de oro puro, y las lámparas encendidas delante de Jehová; luego, el altar de oro, el altar del incienso, fue puesto “delante del velo”, delante del arca del testimonio, y se quemó sobre él incienso; y, finalmente, se puso la cortina a la puerta del Tabernáculo. Esto completó el arreglo del lugar santo. El altar del holocausto vino a continuación delante de la entrada del Tabernáculo, de la tienda de reunión —y se ofreció sobre él el holocausto y la ofrenda vegetal—; luego fue traída la fuente y fue puesta entre la tienda (el tabernáculo) de reunión y el altar, se puso en ella agua, y Moisés y Aarón y sus hijos lavaron en ella sus manos y sus pies, etc. (Éxodo 40:30-31). Inmediatamente después, se erigió el atrio alrededor del Tabernáculo y del altar, y se puso en su lugar la cortina a la entrada del atrio —y esto completó el Tabernáculo con todos sus arreglos—. Además, el Tabernáculo, y todo lo que había en él, iba a ser ungido con el aceite de la unción, y santificado con todos sus utensilios (Éxodo 40:9). Debía ser santo. Así también con el altar del holocausto —con todos sus utensilios— para que el altar fuera santificado. Debía ser un altar santísimo. También la fuente y su base debían ser ungidas para santificarlos. Por último, Aarón y sus hijos debían ser consagrados y vestidos, para que pudiesen ministrar a Jehová en el cargo de sacerdotes; “para que su unción les sea por señal de un sacerdocio perdurable, durante sus generaciones” (Éxodo 40:9-15, VM).
Como en el caso de Bezaleel y Aholiab, junto con sus compañeros de trabajo, así con Moisés, el Espíritu de Dios puso Su sello de elogio sobre la manera en que llevó a cabo la obra que se le encomendó. ¿Y cuál es la recompensa de alabanza que Él concede? Es que todo fue hecho en obediencia —“como Jehová había mandado a Moisés”. Ocho veces se repite que todo fue hecho según las instrucciones que él había recibido (Éxodo 40:16,19,21,23,25,27,29,32). Por lo tanto, aprendemos nuevamente el valor de la obediencia a los ojos del Señor. Como Samuel dijo a Saúl, “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22). Como, de hecho, nuestro bendito Señor dijo, “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14). Si falta la obediencia, independientemente de lo que pueda haber de real consagración y celo, ningún servicio ofrecido puede ser aceptable para Dios. Y es precisamente aquí donde muchos cristianos fracasan. Jamás hubo una época de mayor energía y actividad, ni cuando grandes multitudes se reúnen, de manera profesada, para la adoración; pero cuando estas cosas son medidas por la prueba que proporcionan las palabras, “como Jehová había mandado a Moisés”, entonces se descubre que la voluntad del hombre, y no la del Señor, es, a menudo, la fuente primordial de todo. Observen, nuevamente, lo que se ha reforzado más de una vez, que este elogio es dado a Moisés por el Espíritu acerca de su acción con respecto a la casa de Dios. La iglesia es ahora la casa de Dios —la morada de Dios en el Espíritu (Efesios 2:22)—. Si, por tanto, era por sobre todo necesario que Moisés llevara a cabo estricta y cuidadosamente las instrucciones que había recibido con respecto al Tabernáculo, es igualmente importante que la Palabra de Dios sea nuestra única guía en todos los asuntos que afectan a la iglesia. Hallamos, por tanto, que en el mensaje que el Señor resucitado envió a la iglesia en Filadelfia, el hecho de que ellos habían guardado Su palabra fue un terreno especial de Su aprobación. (Apocalipsis 3:8). No se podía conceder alabanza más elevada. “Así acabó Moisés la obra” (Éxodo 40:33) —acabó todo en obediencia a la Palabra de Jehová.
Finalmente, Jehová toma posesión del santuario que había sido hecho para que Él pudiera habitar entre ellos. La conexión es de lo más significadora. “Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo. Y no podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de Jehová lo llenaba” (Éxodo 40:34-35). No fue sólo el respaldo público de Jehová a la obra que había sido ejecutada, sino que fue también Su toma de posesión de Su casa a la vista de todo Israel; porque la nube, el símbolo de Su presencia, cubrió la tienda por fuera, y Su gloria llenó el Tabernáculo adentro. Fue así —de una manera aún más sorprendente— cuando el templo fue edificado. “Cuando sonaban, pues, las trompetas, y cantaban todos a una, para alabar y dar gracias a Jehová, y a medida que alzaban la voz con trompetas y címbalos y otros instrumentos de música, y alababan a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque su misericordia es para siempre; entonces la casa se llenó de una nube, la casa de Jehová. Y no podían los sacerdotes estar allí para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios” (2 Crónicas 5:13-14). Ambos por igual son, ciertamente, típicos de aquella escena Pentecostal registrada en los Hechos: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4). Las dos cosas se combinan aquí. La casa de Dios fue formada y llenada por el descenso del Espíritu Santo. En ambos casos, no obstante, era Dios tomando posesión de la casa ya hecha para Él; ya que desde este momento todos los creyentes, que en conjunto componían la habitación de Dios en el Espíritu, llegaron a ser, individualmente, Su templo, porque el Espíritu Santo habitó en ellos. Hemos hablado ya de la significancia de la habitación de Dios en la tierra (véase Éxodo 25:8), y señalamos, entonces, que Su casa, en cada dispensación, señala hacia adelante, al estado eterno cuando el tabernáculo de Dios estará con los hombres, y Su gloria llenará toda la escena (Apocalipsis 21).
Además, la nube de la presencia de Jehová llegó a ser, también, la guía de Su pueblo a través del desierto. “La nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas” (Éxodo 40:38; véase también Números 9). Por tanto, ellos sólo necesitaron mantener sus ojos en la nube; ya que, “cuando la nube se alzaba del tabernáculo, los hijos de Israel se movían en todas sus jornadas; pero si la nube no se alzaba, no se movían hasta el día en que ella se alzaba” (Éxodo 40:36-37). Jehová se encargó así de Su pueblo. Los había visitado en su aflicción en Egipto; Él los había sacado con mano fuerte y con brazo extendido; y los había conducido al desierto a través del Mar Rojo. Pero Él mismo les conduciría “por camino derecho, para que viniesen a ciudad habitable” (Salmo 107:7). “¡Dichoso”, podríamos exclamar también, “ el pueblo a quien así sucede; sí, dichoso el pueblo cuyo Dios es Jehová!” (Salmo 144:15, VM). Porque ciertamente no había nada que faltase ahora para la bendición de Israel. Jehová estaba en medio de ellos. La nube de Su presencia reposaba sobre el Tabernáculo, y Su gloria lo llenaba. Fue, en efecto, un breve período de bendición pura —el cumplimiento de los deseos de Dios de rodearse con Su pueblo redimido. En otros libros se relata cuan pronto esta brillante y hermosa escena fue empañada; pero el hecho mismo de que Éxodo termine así es profético del tiempo cuando “¡  ... el tabernáculo de Dios” estará “con los hombres, y él habitará con ellos, y ellos serán pueblos suyos, y el mismo Dios con ellos estará, como Dios suyo! Y limpiará toda lágrima de los ojos de ellos; y la muerte no será más; ni habrá más gemido, ni clamor, ni dolor; porque las cosas de antes han pasado ya” (Apocalipsis 21:3-4, VM).