¿Es conforme a las Sagradas Escrituras que una mujer hable en la Iglesia?
Christopher Knapp
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¿Qué dicen las Escrituras?
El lector notará al principio de nuestro tema que la pregunta que se hace en el epígrafe no es: ¿es justo, o es necesario, o es razonable que una mujer hable en la iglesia? sino ¿es según las Sagradas Escrituras? No se trata de la costumbre o la enseñanza, o las prácticas de la iglesia en general, sino de “así ha dicho Jehová”. Esto debe satisfacer a todo verdadero creyente, y es para los tales que escribimos. Es una cuestión que concierne sólo a aquellos que profesan regirse por las Sagradas Escrituras, por las cuales el hombre de Dios es “enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16). Y mantener un orden piadoso en la iglesia, o asamblea, es, no cabe duda, una de estas “buenas obras”. No hay, por tanto, necesidad de recurrir a la historia, o a la tradición para decidir la cuestión.
Procedemos, entonces, a inquirir acerca de lo que Dios ha dicho en Su Santa Palabra en cuanto al hablar la mujer en la iglesia.
La primera escritura que citamos es el bien conocido pasaje en 1 Corintios 14:34-35: “Vuestras mujeres callen en las congregaciones (iglesias); porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley dice. Y si quieren aprender alguna cosa, pregunten en casa a sus maridos; porque deshonesta cosa es hablar una mujer en la congregación (iglesia)”. Aquí se establece claramente que la mujer NO ha de hablar en la iglesia, o asamblea. Debe entenderse que “la iglesia” no es una estructura, o edificio de clase alguna, sino la asamblea de los santos de Dios, Su pueblo. La expresión “en la iglesia” (o “congregación”) o “iglesias” (o “congregaciones”) se usa cinco veces en este capítulo (versículos 19, 28, 33, 34 y 35), y siempre significa la reunión de los cristianos en asamblea. El sitio, ya sea un edificio especial, un salón, una casa particular o aun al aire libre, no tiene importancia alguna, si se tiene en cuenta que no es el sitio, sino las personas y propósito de la reunión.
Siendo esto entendido, nos toca inquirir lo que la palabra “callen” aquí mencionada significa. ¿Quiere decir el apóstol que callen en un sentido absoluto, o condicionalmente, como han alegado algunos, en sus esfuerzos por justificar la práctica de las mujeres de predicar, orar, o testificar en las reuniones cristianas? Una ojeada sobre el capítulo hasta el versículo 34 nos muestra claramente que el apóstol está instruyendo a los hombres en cuanto al ejercicio de su don. Él dice en el versículo 23: “De manera que, si toda la iglesia se juntare en uno”, etc. Habrían de hablar uno a la vez; y a lo más hablarían dos o tres y los demás juzgarían. “Todos podéis profetizar, uno por uno”, dice él. Evidentemente habían ido al exceso, porque él dice en el versículo 26, “¿Qué hay, pues, hermanos? Cuando os juntáis, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación: hágase todo para edificación”. Cualquiera que haya sido la práctica aquí referida, los hermanos estaban abusando de su libertad, hablando demasiado. Él procede a corregir esto hasta el fin del versículo 33. Entonces él se refiere a las hermanas y les manda que “callen en las congregaciones”. No hay intento de regular el modo de o frecuencia con que deben tomar parte (como lo hace al referirse a los hombres). Simplemente les manda que callen, diciendo, “porque no les es permitido hablar”.
Decir, como algunos han dicho, al intentar evadir la significancia de este pasaje, que la palabra aquí usada significa “charlar”, “chismear” o “susurrar” durante “el servicio”, no hace otra cosa que manifestar la debilidad de su posición, cuando tienen que recurrir a tales argumentos para sostener su oposición a lo que el apóstol establece en términos tan claros. En todo este capítulo se usa la misma palabra griega para “hablar”. En el versículo 21 Se usa con referencia a Dios así: “En otras lenguas y en otros labios hablaré a este pueblo”. No, lector, esta palabra no significa charlar ni ninguna otra cosa que no sea “hablar”, y el apóstol dice: “Deshonesta cosa es que hable una mujer en la congregación”.
En vista de esto, ¿cómo puede alguien contender que la mujer puede, y debe, hablar en la congregación, ejercitar sus dones y su habilidad, aun cuando estos sean mejores que los de los hombres?
Algunos, desconsideradamente replican: “Eso era Pablo, que era un solterón y estaba tratando de humillar a las mujeres”. ¿Es esa la estimación en que tiene usted la Palabra de Dios? ¿Es la Escritura para usted sólo la palabra de Pablo o de Pedro, o de cualquier otro hombre? Si es así, no aprovechará nada discutir más esta cuestión con usted, porque nuestra única norma de autoridad es las Sagradas Escrituras; y si la Biblia no es en todo la Palabra de Dios para usted, no tenemos entonces autoridad a que acudir, y sería mejor poner fin al asunto. Pero para aquellos para quienes “toda escritura es inspirada divinamente”, sugeriríamos que leyeran el versículo 37: “Si alguno a su parecer, es profeta o espiritual, reconozca lo que os escribo porque son mandamientos del Señor”. Esto debe resolver la cuestión para toda persona que se sujete a la Escritura. Estas no son las órdenes arbitrarias de un mero hombre inclinado a favor de su sexo, sino “los mandamientos del Señor”, y por lo tanto debemos someternos a ellos y obedecerlos sin reparo.
Otros nos dicen que esta prohibición era sólo de aplicación local, que solamente incluía las mujeres de Corinto que eran insolentes y descaradas y por lo tanto no dignas para tomar parte en los actos públicos de la asamblea. ¿Quién les dijo a ellos, preguntamos, que las mujeres en la iglesia de Corinto eran diferentes, menos modestas o decorosas que las mujeres de otras localidades? No lo dice la Escritura, ni aun la historia, en caso de que nos fuera permitido apelar a otra cosa fuera de la Biblia.
Pero ¿es la aplicación del pasaje limitada a las mujeres de Corinto? Léase la introducción de la epístola, ¿a quién es dirigida? ¡Escúchese! “A la iglesia de Dios que está en Corinto... y a todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en cualquier lugar, Señor de ellos y nuestro” (1 Corintios l:2). ¿No es esto terminante? Las instrucciones dadas en la epístola no son de mera aplicación local, sino que son propuestas y dirigidas a todos los cristianos profesantes en todas partes —a todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en cualquier lugar—. Y en el mismo pasaje objeto de nuestra discusión el apóstol no dice “vuestra congregación” sino “las congregaciones”, lo cual impide limitar la prohibición a la iglesia local de Corinto. “Como también la ley dice”, añade él, significando, no un pasaje particular, sino todo el tenor del Antiguo Testamento. (Véase Génesis 3:16 y 1 Pedro 3:5).
El puesto de la mujer es uno de sujeción y retiro, no de dirección. Esto dispone enteramente de la contención de aquellos que dicen que esto era ‘sólo Pablo’. Él tenía la ley como un segundo testigo para dar fuerza a lo que él dice por el Espíritu de Dios. Y en vez del apóstol estar en contra de la mujer, como algunos le acusan injustamente de estarlo, él dondequiera la honra en su propia esfera, y manda a su esposo amarla, así como Cristo amó a la Iglesia. (Efesios 5:25; Colosenses 3:19). En Romanos 16, donde él hace mención honrosa de un número de creyentes, no pocos de los nombres son los de mujeres. Para citar a otro: “Los anales de la antigua y moderna literatura pueden ser buscados en vano y no se hallará en ellos nada comparable a la dignidad y la ternura de trato que este apóstol demanda para las mujeres en su relación matrimonial (Efesios 5); y ningún escritor de los tiempos antiguos o modernos ha hecho tanto para elevarla y bendecirla. Vedla donde sus escritos son desconocidos o despreciados, y vedla allí donde los hombres prácticamente están bajo el poder de sus enseñanzas. En el primer caso las mujeres viven como en un infierno en la tierra; en el otro caso ella es acariciada y amada como Cristo amó a la Iglesia, por quien se dio a Sí mismo. Y a pesar de eso, este es el hombre a quien mujeres decentes y respetables, prominentes en el movimiento Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza, acusan de ser ‘un viejo y displicente solterón’”.
Para confirmar lo anteriormente dicho en cuanto a 1 Corintios 14:34, como no teniendo una aplicación local sino general a todos los creyentes, citamos otra vez del Dr. James H. Brookes, ministro presbiteriano: “Todos los expositores de algún valor concuerdan en unir el texto con el versículo anterior. Ese versículo lee como sigue: ‘Porque Dios no es Dios de disensión, sino de paz; como en todas las iglesias de los santos’. Es obvio que debe haber un punto después de la palabra paz, y que una nueva oración empieza con la declaración, ‘Como en todas las iglesias de los santos, vuestras mujeres callen en las congregaciones’. Esta opinión está confirmada por lo que el apóstol dice en otra parte; discutiendo el mismo asunto de la mujer en la iglesia, él dice: ‘Si alguno parece ser contencioso, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios’ (1 Corintios 11:16)”.
Los corintios, en esta cuestión que estamos considerando aparentemente asumían la misma actitud de muchos en nuestros días, que dicen que esto es algo que cada iglesia o persona debe decidir por sí misma. Ellos pueden haberse creído libres para hacer como querían en lo relativo a esta cuestión: el apóstol reprime esto diciendo, “Qué, ¿ha salido de vosotros la palabra de Dios? ¿o a vosotros solos ha llegado?” (versículo 36); esto es como decir, ¿Tenéis autoridad del Señor respecto a lo que debéis hacer en esta cuestión? La palabra de Dios no ha venido de vosotros sino a vosotros. Por tanto debían someterse al mandamiento del Señor por medio del apóstol.
Antes de dejar este pasaje, se hace necesario responder a la sugestión que algunos hacen de que esta prohibición sólo se aplica a mujeres casadas, porque ¿cómo (dicen ellos) podrían preguntar a sus maridos siendo solteras? ¿Pueden los tales suponer que las mujeres casadas están menos aptas para hablar en la iglesia que las solteras? La idea es que las preguntas deben hacerse en casa, no en la asamblea.
Algunos se han burlado de la idea de que una mujer inteligente pregunte en su casa a un esposo torpe. Este es el razonamiento de una mente mundana antes que el de una persona que honra al Señor y a Su palabra. Otro ha replicado a esto de la manera más apta diciendo: “Una mujer cristiana al tomar el lugar que le ha sido asignado por la gran Cabeza de la Iglesia, testifica de Él y por Él por medio de un silencio que es más efectivo que ningún discurso elocuente”.
En afinidad con el pasaje que hemos estado considerando, está este otro en 1 Timoteo 2:11-15: “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni tomar autoridad sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adam fué formado el primero, después Eva; y Adam no fué engañado, sino la mujer, siendo seducida, vino a ser envuelta en transgresión. Empero se salvará (será preservada) engendrando hijos, si permaneciere en la fe y caridad y santidad, con modestia”. Esto también se relaciona con el lugar que ocupa la mujer en la asamblea, porque aunque la epístola no está dirigida a una asamblea directamente, está escrita para que Timoteo pudiera saber cómo portarse “en la casa de Dios que es la Iglesia del Dios vivo, columna y apoyo de la verdad” (capítulo 3:15).
La mujer había de aprender en silencio; no se le permitía enseñar. Aprendiendo, en silencio, con toda sujeción, fue lo destinado por Dios. Y ella había de reconocer esto, no con un silencio resentido y enfadado, sino con alegre y voluntaria obediencia al mandamiento del Señor, que es la única obediencia que Él acepta. “Perfecta ley de la libertad”, y para el alma sumisa y leal, “Sus mandamientos no son gravosos”.
El silencio aquí impuesto incluye la oración audible hecha por las mujeres en la asamblea pública, porque en el versículo 8 el apóstol dice: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos limpias, sin ira ni contienda”. Esta instrucción es con respeto a los sitios públicos, evidentemente: no se refiere a la cámara privada donde la mujer goza del más pleno privilegio de comunión con Dios en oración, súplica y acción de gracias. En público, dice el apóstol a la mujer, ella debe estar “en silencio”. Todo esto está en completo acuerdo con lo que se estableció en 1 Corintios 14, y lo ratifica.
El silencio impuesto a las mujeres en la asamblea no descansa sobre un solo texto de la Escritura (aunque el creyente humilde no necesita más), sino que se halla en varias porciones de la Palabra. Y como está escrito, “En boca de dos o tres testigos constará toda palabra”, los versículos que están ante nuestra consideración ahora son un segundo testigo de lo que Dios ordenó, y por lo cual debemos, por tanto, “contender eficazmente” (Judas 3).
Pero tenemos aquí en Timoteo lo que no se nos dice tan claro en Corintios, a saber, la razón por la cual la mujer no había de enseñar en la asamblea. Dos razones se dan: una es, la prioridad de Adam en la creación, implicando señoría; la otra, que la mujer fue engañada por el tentador. Dice que “Adam no fué engañado” como la mujer. Él pecó con sus ojos abiertos. Él era más culpable que su mujer, pero fue ella quien fue engañada. Y habiendo demostrado ser una mala caudilla en este respecto, en el sabio gobierno de Dios, fue privada del lugar de autoridad o enseñanza en la iglesia. No debemos decir que su puesto es inferior al del hombre, sino diferente. Podríamos decir que posicionalmente, el hombre es superior —no en sí mismo—; como de una manera apta se ha dicho, “Aquí (en 1 Timoteo 2:14) tenemos la primera y más fuerte amonestación contra la dirección de la mujer, al principio del viaje del hombre a través del océano del tiempo”. Y el mismo escritor añade: “¡Ved la sublevación! en esa fantástica religión, muy de moda hoy, llamada ‘Ciencia Cristiana’. Ensalza a la mujer, se burla del matrimonio y de la maternidad, declara que la muerte es una cosa meramente imaginaria y que no tiene razón de ser. Ved la sublevación en el movimiento sufragista, que pretende poner a la mujer en paridad política con el hombre; y hay extremistas entre ellas que se burlan del contrato matrimonial y de la maternidad”. Y añade, “En la actualidad una gran mayoría de ‘mediums’ espiritistas son mujeres. El espiritismo moderno empezó con las mujeres. Es una mujer histérica, la Sra. E. G. White, quien por sus blasfemas pretensiones ha sido la caudilla, y mayormente la inventora de ese impío sistema llamado el Adventismo del Séptimo Día. La Ciencia Cristiana, que ni es cristiana, ni científica, debe su origen a la Sra. Eddy, una mujer de mala reputación. La Teosofía, según se conoce en el Hemisferio Occidental, fue popularizada por una mujer, la Sra. Besant”. Y podríamos añadir a la lista el Movimiento de Lenguas del presente día con su correspondiente fanatismo e inmoralidad (a pesar de sus pretendidas alegaciones de “perfecta santidad”) en el cual las mujeres son las más prominentes directoras.
Esto no es en modo alguno despreciar a la mujer; porque, como hemos dicho antes, es sólo posicionalmente que el hombre es superior a la mujer. Y es solo en cuanto a este lugar posicional, o prioridad, que nosotros discutimos aquí. Como otro ha dicho, “No es la cuestión de la habilidad de la mujer lo que se debate aquí. Se admite con mucho gusto, que comparada con el hombre, la mujer no es inferior a éste en talento, cultura, tacto, palabra, etc. Y sobresaliendo a todos sus dones y gracias, es un hecho demostrado que su presencia y poder en el servicio de Cristo son, bajo la providencia de Dios, esenciales al éxito, y aun a la continuación de la Iglesia. Si ella fuera retirada de la esfera de acción, probablemente cada congregación de cristianos se asemejaría a un charco de agua estancada. Por lo general la mujer es la fuerza más efectiva, no sólo en la familia, sino también en la iglesia, para mantener un testimonio consistente de Cristo, y para ‘confirmar las cosas que restan’”.
Y esto es de la pluma de uno que denodadamente levantó su voz en contra de que la mujer hablara en la iglesia: el Dr. J. H. Brookes.
El mismo elocuente escritor dice más adelante, en favor de la devoción de la mujer a Cristo, y el celo de ella por Su causa: “Cristo vino a salvar tanto a las mujeres pecadoras como a los hombres, y es para gloria de Su gracia que no se registra entre las primeras ni un sólo caso de negación de Su nombre ni de apostasía de Su causa. Pero es un hecho que de entre estas valientes y devotas mujeres, Él no eligió una para ser apóstol ni tampoco eligió una para ir con los setenta, que fueron enviados como heraldos públicos a proclamar que se acercaba a toda ciudad y sitio a los cuales Él habría de venir. Las mujeres que Le amaban por Su gracia salvadora parecían estar más que contentas de seguir Sus pasos, de servirle con sus bienes, de alabarle personal y privadamente; y cuando no podían hacer nada más, Le ofrecieron el más grato y aceptable servicio, el único servicio que podían prestarle, cuando Le contemplaron en la cruz a través de sus copiosas lágrimas, y luego vinieron a ungir Su precioso cuerpo y a llorar junto a Su tumba”.
Pero no es sólo en la Iglesia que la mujer ha de estar en sujeción; hay otras dos esferas en las cuales ella ha de mantener la misma actitud con relación al hombre: en el hogar y en el mundo.
Nos remitimos ahora a 1 Corintios 11. Leemos allí: “Mas quiero que sepáis, que Cristo es la cabeza de todo varón; y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo”. Aquí se nos dice cuál es el lugar que ocupa la mujer en la esfera natural. El hombre es la cabeza. Ni implica esto inferioridad (de otro modo Cristo sería esencialmente inferior a Dios, Su Padre, una cosa imposible de ser aceptada por aquellos que creen en Su eterna deidad); pero posicionalmente, como hombre, el bendito Hijo ocupó un lugar de sujeción y obediencia al Padre. En los versículos 4 hasta el 7, el apóstol instruye que al orar o al profetizar, la mujer, como una señal de su sujeción al hombre, ha de cubrir su cabeza; mientras el hombre, por el contrario, ha de descubrir su cabeza. Esta costumbre de cubrirse (observada en las asambleas cristianas hasta los más recientes años de la insubordinación a la Palabra), ha sido un testigo a través de las edades de la verdad puesta ante nosotros de que el hombre es la cabeza de la mujer. “Porque el varón no es de la mujer, sino la mujer del varón. Porque tampoco el varón fué criado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón”, dice el apóstol en los versículos 8-9. Entonces en los versículos 10-16 él concluye dando las razones por las cuales la mujer debe cubrirse en el acto de la oración: “Por lo cual, la mujer debe tener señal de potestad sobre su cabeza, por causa de los ángeles”. Los santos ángeles están interesados en la familia de Dios en la tierra. Ellos han presenciado la espantosa rebelión de sus compañeros en el cielo, en pasadas edades, “que no guardaron su dignidad” (o “estado original”). Ahora ellos esperan ver sujeción a la autoridad y orden de Dios en el círculo de los redimidos. Como bellamente se ha expresado, “La iglesia es el libro de texto que los ángeles especialmente se deleitan en estudiar, el más brillante espejo que refleja la multiforme y superba gloria del Dios trino; y si los ángeles ven a la mujer abandonar su sitio de sujeción y silencio en la iglesia (la mujer como tipo de la Iglesia, sentándose a los pies de Jesús y aprendiendo de Él), el libro de texto se emborronará, y el espejo se empañará cuando los ángeles se inclinen para contemplar con adorante admiración”. (Véase 1 Pedro 1:12 y Efesios 3:10).
Está fuera de nuestro propósito el intento de explicar todo lo que estos versículos enseñan; el único punto que queremos darle énfasis es que el hombre es cabeza, no sólo en la Iglesia, sino dondequiera; y de igual modo el puesto de la mujer es el de sujeción. El cabello largo es su gloria; porque por él ella demuestra su disposición de sujetarse al lugar que Dios le ha dado en la naturaleza; y en ocasiones especiales ella debe tener, además de su cabello, una cubierta de alguna clase para dar énfasis a ese hecho. Si ella rehusare hacer esto, el apóstol, con evidente ironía, dice, “Trasquílese”, a saber, sea enteramente como el hombre. Algunas, dígase para vergüenza de ellas, por su propia cuenta han llegado a este extremo, demostrando así su completo desprecio por lo que está escrito en la Palabra de Dios, y la rebelión de sus mismos corazones contra el lugar que Dios les ha asignado desde la Caída. El hombre, por otra parte, y por una razón similar, no debe tener cabello largo como la mujer; porque, dice el apóstol: “La misma naturaleza ¿no enseña que al hombre sea deshonesto criar cabello?”.
La dirección, por tanto, ya sea en la plataforma o en asambleas, en la calle, o en cualquier sitio público, le está prohibida a la mujer por la Palabra de Dios.
¿Qué puede hacer, entonces, la mujer? preguntarán algunos. Mucho, ciertamente; y de muchos modos, ¡cuán grande campo ha provisto Dios para que ella despliegue sus fuerzas y dones en servicio! Y esto no sólo entre su familia, de la cual ella es el centro, amado y honrado, sino en reuniones de mujeres, en el trabajo de la escuela dominical, en las visitas de casa en casa, en la distribución de tratados y en muchas cosas para las cuales el hombre es deficiente, un nadie, comparado con la mujer —como, por ejemplo, el servicio entre los enfermos.
Para citar las bien escogidas palabras de otro: “El consuelo y aliento que una piadosa y activa mujer cristiana, movida por el amor a Cristo y a las almas y rigiéndose por las Escrituras, puede proporcionar, es incalculable. Nosotros respetamos profundamente a las tales. María ungió al Señor para Su sepultura. Marta le sirvió al Señor muy bien. Dorcas se hizo amar profundamente por sus buenas obras. Phebe servía en la Iglesia y socorría a muchos. Lidia hospedó al apóstol Pablo en su casa. Priscila, sujeta a la dirección de su esposo como cabeza, ayudó a Apolos a entender el camino de Dios más perfectamente. Mujeres trabajaron con Pablo en el evangelio. ¡Ojalá que se encontraran en cada ciudad y aldea del mundo descendientes de estas piadosas mujeres! ¡Feliz y bendito servicio! No hay razón para que las mujeres se quejen de las restricciones divinas que se han puesto a su servicio. Hay más trabajo para ellas que el que ellas podrán abarcar jamás”.
Pero es en el círculo del hogar, como esposa y “madre feliz de niños” que la mujer encuentra su esfera especial, en la cual glorificar a Dios; es aquí donde ella brilla como con más esplendor, y podemos añadir, donde ejerce las más poderosas influencias. Es el hecho más notable, como ha señalado otro, que en los libros de los Reyes y las Crónicas, donde los monarcas reinantes ejercían tan importantes influencias sobre el pueblo y en el testimonio de Dios en sus tiempos, se nos habla unas treinta veces del “nombre de su madre”, señalando así el Espíritu de Dios lo que era probablemente el factor más importante para moldear el carácter de los hombres que gobernaban a Su pueblo Israel. La eternidad solo revelará plenamente todo lo que Timoteo (de quien Pablo dijo que a ninguno tenía de “tal ánimo”) debió a la temprana educación recibida de su madre Eunice, y la influencia, ya sea directa o indirecta de su abuela Loida. (Véase 2 Timoteo 1:5).
“Hay un campo especial”, dice otro, “indicado como el campo del ministerio de la mujer, una esfera donde la vida santa y las palabras prudentes tienen su sitio. (Véase Tito 2:4-5)”.
Respuestas a objeciones
Sólo resta anotar y considerar algunas de las objeciones que hacen y las escrituras a que se remiten los que rehúsan creer que Dios quiere decir exactamente lo que expresa cuando dice, “Vuestras mujeres callen en las congregaciones”. Una de las más comunes es que las mujeres pueden con frecuencia predicar y orar mejor que los hombres. Esto puede ser así, pero no les justifica el desobedecer la palabra clara de Dios, que le manda a “aprender en silencio”. Los engañadores con frecuencia pueden predicar más fluidamente que los verdaderos siervos de Dios (con frecuencia lo han hecho así), pero esta no es razón para colocarlos en la plataforma o en el púlpito. Una lengua fluida y una mente precoz no presuponen un llamamiento de Dios a predicar. Y si se arguyere que “las evangelistas femeninas” y las “doncellas” del Ejército de Salvación han sido muy usadas de Dios en la conversión de almas, nosotros contestamos que todo eso puede ser verdad, pero aún nada prueba. Es un hecho bien conocido que durante el Gran Avivamiento en Irlanda en el año 1859, pecadores fueron convencidos de pecado y convertidos mientras escuchaban a sacerdotes católicos romanos celebrando misa. ¿Prueba esto que la misa es de Dios? Hemos sabido de almas que han sido salvas por medio de la predicación de hombres de quienes más tarde se supo que estaban viviendo en ese tiempo en pecado encubierto, de naturaleza grave; y Dios aun ha usado hombres inconversos para traer a los pecadores a Él. El autor [del presente tratado] fue llevado a decidirse a aceptar a Cristo por uno cuya vida de entonces acá ha demostrado que él mismo no era realmente un hombre convertido.
Basta esto para contestar el argumento de que porque Dios, en Su gracia soberana, hace uso de predicadoras mujeres, debe ser propio que ellas prediquen. Fue Finney quien dijo que no debemos salvar una sola alma de la muerte si no podemos hacerlo del modo que Dios ha señalado. Y cuando se le preguntó una vez al gran Spurgeon si él había oído predicar a cierta mujer, contestó que una mujer podía predicar hábilmente, pero era contrario a la naturaleza. De mucha más importancia que las palabras de éstos, es la palabra de Dios por medio de Samuel al rebelde Saul: “¡He aquí que obedecer es mejor que sacrificio, y el prestar atención que el cebo de carneros!”.
El caso de las hijas de Felipe quienes profetizaron se aduce con frecuencia como prueba de que es lícito que la mujer predique. Pero este pasaje no dice, ni siquiera insinúa, que estas mujeres ejercitaran su don en público.*
Evidentemente ellas proferían sus profecías en el retiro de la casa de su padre. (Véase Hechos 21:8-9). Y, así también, del “orar y profetizar” de la mujer en 1 Corintios 11:5 no podría ser en público porque esto le estaba prohibido, “y la escritura no puede ser quebrantada”.
María Magdalena y la Samaritana son con frecuencia presentadas como habiendo predicado delante de hombres; pero la Escritura no dice eso; la primera fue enviada por el Señor resucitado con un mensaje para Sus discípulos (Juan 20:17). Ella no fue enviada a predicarles o a enseñarles, sino sólo a llevarles el grato mensaje del Señor, un privilegio del cual cualquiera mujer cristiana podría ser el feliz instrumento. Lo mismo podría decirse de la mujer Samaritana; ella también fue la grata mensajera de que había hallado al Mesías junto al pozo. “Entonces la mujer dejó su cántaro”, relata la escritura, “y fué a la ciudad, y dijo a aquellos hombres: Venid y ved un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿si quizás es éste el Cristo?”. Ella le contó a todo el que encontró del nuevo gozo en su corazón, que es el precioso privilegio de todos. Esto, también, es todo lo que puede decirse del pasaje en Hechos 2:17-18. Las hijas de Israel, las “siervas” de Jehová, debían profetizar, pero ¿dónde? No en predicación pública, ciertamente, porque aún “la ley” les prohibía eso.
Pero ¿acaso no hay otro lugar fuera de la congregación pública donde proferir las alabanzas, las mercedes y las obras maravillosas de Dios? Se nos dice en Lucas 2:36 que la anciana Ana era “profetisa”; la acción de profetizar consistía en servir a Dios con oración y ayuno, dando gracias y hablando a todos los que esperaban la redención, del niño Salvador que sus ojos habían contemplado en el templo. Elizabeth, “llena del Espíritu Santo”, profetizó en voz alta en cuanto a María, que había venido a visitarla en su retiro. María misma, entonces, prorrumpe en una excelente alabanza profética a Dios, su Salvador. Anna, en el Antiguo Testamento, bajo el poder del Espíritu, alabó con un canto profético a Jehová, cuyo glorioso poder y gracia ella celebra en verdadero estilo profético.
Refiriéndose, sin duda, a María junto al Mar Rojo, dice el Salmo 68:11, “El Señor daba palabra: de las evangelizantes había grande ejército”, lo cual puede también aplicarse a cualquiera ocasión semejante, cuando, motivadas por grandes liberaciones efectuadas, las mujeres se unen en alabanzas a Dios, su defensor. Pero nada de esto es predicar o usurpar la dirección sobre el hombre, como lo demuestra el versículo siguiente: “Huyeron, huyeron reyes de ejércitos; y las que quedaban en casa partían los despojos”. Nada de esto es en la Iglesia, ni es de la dispensación cristiana, sino que se aplica proféticamente a Israel en los postreros días y a la destrucción de sus enemigos. Es la celebración de las victorias terrenales por las mujeres con cánticos, címbalo y danza, como era la costumbre en los tiempos del Antiguo Testamento.
El caso de Débora se aduce con frecuencia para justificar que las mujeres asuman la dirección en los servicios de oración y en los servicios evangelísticos; pero no hay comparación entre la conducta perfectamente propia de una mujer del Antiguo Testamento alentando a un hombre más tímido a que saliera a combatir a un enemigo terreno, y la práctica de las mujeres cristianas de orar y predicar públicamente cuando se prohíbe expresamente hacerlo por la palabra de Dios. Y no es, como muchos suponen, que Débora dirigió los ejércitos de Israel, y Barac simplemente participó como el teniente de ella, sino lo contrario —aun si Débora hubiere servido en capacidad alguna de mando, relata la narración: “Y levantándose Débora fué con Barac a Cedes” (Jueces 4:9). Ella no dirigió sino que lo acompañó.
Es propio citar aquí las palabras de otro concerniente al puesto de la mujer en las Escrituras: “Su sitio no es enfáticamente el de testimonio público. Hay sesentaiséis libros en la Biblia y todos sus autores, quienes fueron distintamente elegidos de Dios, fueron hombres. No hubo entre ellos ni una mujer. Hubieron doce apóstoles: todos eran hombres. Setenta fueron enviados por el Señor además de los doce. No se nos dice que hubo una mujer entre ellos. En Hechos 6 hubieron siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, escogidos para servir a las mesas; no había ni una mujer. Muchos testigos fueron citados en 1 Corintios 15 para probar la verdad de la resurrección del Señor. Individuos varones son mencionados como testigos, pero no se menciona una sola mujer. Esto es notablemente significativo, si se tiene en cuenta que fue María la primera persona que vio a Cristo resucitado y le fue confiado por Él un maravilloso mensaje para sus discípulos. La exclusión de ella de la lista de testigos es la más fuerte prueba posible de que las Escrituras no conceden a la mujer un lugar de testimonio público. Se eligieron obispos en la iglesia primitiva; todos fueron hombres. Diáconos y ancianos son descritos en 1 Timoteo y en Tito; mas todos eran hombres. Hay dos testigos en Apocalipsis 11; son profetas, no profetisas, ni un profeta y una profetisa, sino hombres”.
Nos referiremos a un pasaje más de la Escritura, producido por los sostenedores del ministerio público de la mujer. Es Gálatas 3:28: “No se encuentra ahí Judío, ni Griego; no hay siervo, ni libre; no hay varón, ni hembra: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Notemos que no es de lo que somos en la carne (en el cuerpo) que habla el pasaje, sino de lo que somos “en Cristo Jesús”, el Resucitado. Es de nuestra posición en gracia delante de Dios de lo que habla el apóstol en esta escritura. “En Cristo” no hay sexo, ni sus correspondientes relaciones, tales como esposo y esposa, padre, madre, e hijos. Pero aquellos que están “en Cristo” están aún en el cuerpo, con la relación a la cual se adhieren los mandamientos de los cuales hemos estado hablando. Mientras estemos aquí en el cuerpo existen estas relaciones terrenales, y el orden y las asignaciones de Dios tienen que ser desplegados en ellas. Sería una cosa terrible si el estar “en Cristo” por medio de la gracia divina, anulara nuestras responsabilidades naturales. ¡Hacer uso de Gálatas 3:28 para sostener el ministerio público de las mujeres se debe ciertamente a un craso y extraño mal entendimiento!
¡Mujeres cristianas!, vuestro lugar en relación con el hombre está muy claramente establecido en las escrituras y vosotras no tenéis ni tendréis necesidad de dudar en cuanto a la línea de acción que debéis seguir si sólo existe el espíritu de obediencia al Señor.
Y sin tener razón para la duda, no tenéis excusa para desobedecer. La responsabilidad descansa sobre vosotras de sujetaros, no a la palabra de los hombres, sino a “los mandamientos del Señor”. Constituye vuestra felicidad y vuestro honor obedecer a lo que está escrito. Los modos, orgullo, y aplausos del mundo no valdrán en “aquel día” cuando el fuego de la santidad de Dios “hará la prueba de la obra de cada uno” (1 Corintios 3:13). “Y el que lidia, no será coronado si no lidiare legítimamente” (2 Timoteo 2:5).
El servicio no tiene valor alguno a los ojos de Dios si no se rinde con un corazón voluntario y leal, y en conformidad con las reglas establecidas en Su Palabra inmutable. Que nosotros todos, hombres y mujeres, en la iglesia y en el hogar y en nuestras relaciones necesarias con el mundo, hagamos sólo aquellas cosas que agraden a Aquel que “nos amó, y se entregó a Sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave” (Efesios 5:2). Nosotros somos santificados, no sólo por la sangre, sino por el Espíritu, “para obedecer a Jesucristo” (1 Pedro 1:2) —para obedecer como Él obedeció—. “Está escrito” ocupó un lugar prominente delante de Él siempre en todos Sus benditos pasos aquí de sujeción y obediencia a Su Padre. ¡Haya en nosotros este mismo sentir que hubo en Cristo!
No podemos terminar sin citar una vez más del valioso folleto del finado Dr. James H. Brookes: “Women in the Church” (“Las mujeres en la Iglesia”):
Los nombres de mujeres son mencionados a través de las sagradas páginas tanto como los de hombres; algunas de ellas destacándose como ejemplos brillantes de fe y alta devoción, e ilustre utilidad en el servicio de Dios; y otras mostrando toda la flaqueza y vileza de una naturaleza depravada. Débora, la profetisa fue levantada, cuando el valor del hombre había desfallecido por completo, para quebrar el yugo de la opresión extranjera del cuello del sometido Israel (Jueces 4). En contraste, fue la profetisa Noadías, quien procuró, por medio de impías maquinaciones, desanimar a Nehemías en su obra de reconstruir los muros de Jerusalén (Nehemías 6). Hulda, la profetisa, dio verdadero testimonio de Jehová (2 Reyes 22); pero María, la profetisa, aunque su cántico de triunfo repercutió desde las márgenes del Mar Rojo, fue herida de lepra por su insubordinación y por su murmuración contra su hermano Moisés (Números 12). Eva tentó a Adán, quien tuvo la bajeza de echar la culpa sobre su mujer, e indirectamente sobre Dios, quien la había tomado de su costado (del costado de Adán). Sara incitó a Abraham a hacer una grave ofensa y entonces cruelmente arrojó a la indefensa Agar de su casa. Rebeca entró en acuerdo con Jacob para despojar a su primogénito de la bendición de la primogenitura; pero Jacob tuvo que conocer el valor de una mujer fiel con la pérdida de la tierna Raquel, cuya triste muerte puso fin a sus esperanzas y aspiraciones terrenales, terminando todo porque valía la pena vivir, porque junto a su lecho de muerte él hizo un resumen de sus últimos años en estas patéticas palabras, “Porque cuando yo venía, se me murió Raquel en la tierra de Canaán”. La viuda de Sarepta aprendió que la palabra del Señor era verdad sólo por la amarga lección de profunda aflicción personal; pero la Sunamita pudo decir con resueltas palabras de fe y despejada paz, aun sobre el cadáver de su hijo, “¡Bien!” (Versión Moderna). La hermosa Abigail fue una mujer de buen entendimiento, y desvió la ira de David y le disuadió de su propuesta locura; pero la bella Bathsheba fue víctima de su concupiscencia; y el reino brillante de su hijo Salomón fue manchado y Salomón mismo arruinado por aquellas que el Espíritu Santo describe como “mujeres extranjeras” (Nehemías 13:26).
Es un hecho notable que en los cuerpos religiosos o asociaciones donde se sanciona que la mujer hable en público y asuma la dirección, como ocurre entre “los Amigos” y en “el Ejército de Salvación”, la conveniencia y la voluntad humana suplantan mayormente la Palabra de Dios. En ambas organizaciones mencionadas, el bautismo cristiano y la cena del Señor son intencionalmente despreciados; y la desobediencia intencional en una cosa conduce a muchas otras.
Poco más se necesita decir sobre el lugar de la mujer según las Escrituras. Nos hemos propuesto hacer nuestro examen de este asunto lo más completo posible en un folleto de tamaño propio para la circulación general, aunque podría decirse más si fuera necesario. Colocada en su sitio, la mujer es muy admirable y hermosa —especialmente en devoción—. Fuera de su sitio, puede ser el instrumento más efectivo de Satanás para la ruina de los hombres. Fue “aquella mujer Jezabel” a quien se permitió en la iglesia de Tiatira enseñar y engañar los siervos de Cristo introduciendo dentro del círculo de los santos de Dios doctrinas e influencias corruptoras del peor tipo, las cuales pueden verse en su mayor fruición en la iglesia Romana hoy. En días más recientes las mujeres han tomado parte prominente en sistemas de error, muy lejos del Romanismo exteriormente, pero en algunos respectos tan insubordinados a las Escrituras como éste y tan impíos como el designado “la madre de las fornicaciones y las abominaciones de la tierra”.
En contraste, y como un hermoso ejemplo para las piadosas, está la anciana Ana, de quien la Escritura nos da este digno relato: “Era hija de Phanuel (a saber, Penuel, que quiere decir, la cara de Dios), de la tribu de Aser (dichoso) ... que no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones”. Ella se unió al venerable Simeón en su acción de gracias a Dios por el don del niño Cristo, “y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”. Como se ha dicho, ella dio su testimonio, no en la congregación del Señor, sino en el templo. Ella había visto sin duda “la cara de Dios”, y fue en consecuencia “dichosa”, no en el ministerio público, sino en el testimonio personal acerca del Señor, su Salvador.
Id, y haced lo mismo, mujeres cristianas, y vosotras también seréis “dichosas”: bienaventuradas en la sonrisa de la aprobación de Dios ahora, y luego en el “tribunal de Cristo”, con la palabra de Su aprobación, “Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor”. ¡Amén!