Estudios sobre Deuteronomio: Tomo 2
Charles Henry Mackintosh
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Capítulo 10
“En aquel tiempo Jehová me dijo: Lábrate dos tablas de piedra como las primeras, y sube a Mí al monte, y hazte un arca de madera, y escribiré en aquellas tablas las palabras que estaban en las tablas primeras que quebraste; y las pondrás en el arca. E hice un arca de madera de Sittim, y labré dos tablas de piedra como las primeras, y subí al monte con las dos tablas en mi mano. Y escribió en las tablas, conforme a la primera escritura, las diez palabras que Jehová os había hablado en el monte de en medio del fuego, el día de la asamblea, y diómelas Jehová. Y volví y descendí del monte, y puse las tablas en el arca que había hecho; y allí están como Jehová me mandó” (Vers. 1-5).
El amado y venerado siervo de Dios parecía no cansarse nunca de repetir a oídos del pueblo las interesantes, importantes y significativas sentencias del pasado. Para él eran siempre lozanas, siempre preciosas. Su corazón se deleitaba en recordarlas. Jamás perdieron su encanto ante sus ojos; hallaba en ellas un tesoro inagotable para su espíritu y una poderosa palanca moral con la cual levantar el corazón de Israel.
En esos llamamientos poderosos y profundamente conmovedores se nos recuerdan constantemente las palabras del inspirado Apóstol a sus amados Filipenses que dicen: “A mí, a la verdad, no es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro.” El pobre corazón inquieto, inconstante y vagabundo anhela siempre algún nuevo tema; pero el fiel Apóstol halló su más intenso y seguro deleite en desenvolver y en insistir en los preciosos temas que se arraciman en rica abundancia alrededor de la Persona y de la cruz de su adorable Señor y Salvador Cristo Jesús. Había hallado en Cristo cuanto necesitara para el tiempo presente como para la eternidad. La gloria de Cristo había eclipsado enteramente todas las glorias de la tierra y de la naturaleza. Así que pudo decir: “Pero las cosas que para mí eran ganancias, helas reputado pérdidas por amor de Cristo. Y ciertamente, aun reputo todas las cosas pérdida por el eminente conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y téngolo por estiércol para ganar a Cristo.” (Fil. 3:7, 8.)
Este es el lenguaje de un verdadero cristiano, del que ha hallado en Cristo el objeto que absorbe por entero su ser y que domina su corazón y su vida. ¿Qué puede ofrecer el mundo a tal hombre? ¿Qué puede el mundo hacer para él? ¿Deseaba sus riquezas, sus honores, sus distinciones, sus placeres? Los reputaba a todos ellos por estiércol. Y esto ¿por qué? Porque había hallado a Cristo. Había visto en Él al objeto que había de tal modo atraído su corazón que el ganarle, conocerle más y ser hallado en Él, constituía el principal deseo de su alma. Si alguien hubiera hablado a Pablo de algo nuevo ¿cuál habría sido su respuesta? Si alguien le hubiese sugerido la idea de emprender un negocio en el mundo y de procurar hacer fortuna, ¿cuál habría sido su respuesta? Sencillamente esta: “Lo he encontrado todo en Cristo; nada más deseo. He hallado en Él ‘inescrutables riquezas,’ ‘solícitas riquezas y justicia.’ En Él están escondidos todos los tesoros de sabiduría y conocimiento ¿Qué deseo yo de las riquezas, de la sabiduría o de la cultura de este mundo? Todas esas cosas se desvanecen como las brumas de la mañana; y aun mientras duran son enteramente inadecuadas para satisfacer los deseos y aspiraciones del alma inmortal. Cristo es el objeto eterno, el centro del cielo, el deleite del corazón de Dios; Él me bastará durante los incontables siglos de la esplendorosa eternidad que está delante de mí; y en verdad que si Él puede satisfacer mi corazón para siempre, Él puede satisfacerme ahora. ¿He de volverme a la escoria de este mundo, a sus empeños, a sus placeres y distracciones, a sus teatros, sus conciertos, a sus riquezas y honores como un suplemento a mi porción en Cristo? ¡Ni lo permita Dios! Tales cosas serían para mí un intolerable perjuicio. ¡Cristo es mi todo, en todo, ahora y por siempre!”
Tal, creemos, habría sido la terminante respuesta verbal del bendito Apóstol; tal fue al menos la respuesta que dio en su modo de vivir; y esta es, amado lector cristiano, la que debiéramos dar nosotros también. ¡Cuán deplorable en verdad, cuán profundamente humillante es ver a un cristiano que se dirige al mundo para encontrar en él alegría, recreo o pasatiempo! Ello demuestra sencillamente que no ha encontrado en Cristo su porción satisfactoria. Podemos establecer como principio inmutable que al corazón que ha sido llenado de Cristo no le hay cabida para nada más. No se trata de que las cosas sean buenas o malas; el corazón no siente el deseo de ellas; no las apetece; ha encontrado su porción y su descanso actuales y sempiternos en Aquél que llena el corazón de Dios y que llenará el vasto universo con los rayos de Su gloria a través de los siglos eternos.
A ese orden de pensamientos nos ha llevado el hecho interesante de la incansable repetición hecha por Moisés de los grandes acontecimientos en la maravillosa historia de Israel desde Egipto hasta llegar a las fronteras de la tierra de promisión. Para él eran motivo de perpetuo festín; y no sólo encontraba su intensa delicia contemplándolos, sino que sentía la inmensa importancia de desplegarlos ante toda la congregación. Con seguridad que a él no le era molesto, y en cambio para ellos era la seguridad. ¡Cuán grato para él, y cuán útil y necesario para ellos presentar los hechos relacionados con los dos pares de las tablas, el primer par estrellado al pie del monte, y el segundo par encerrado en el arca!
¿Qué lenguaje humano puede desenvolver la profunda significación e importancia moral de tales hechos? ¡Las tablas rotas! ¡Qué cosa más conmovedora! ¡Cuán repletas de instrucción sana para el pueblo! ¿Habrá quien crea todavía que se nos da aquí una estéril repetición de los hechos mencionados en el Éxodo? No será ciertamente él que crea en la divina inspiración del Pentateuco.
No, lector; el capítulo décimo de Deuteronomio llena un nicho y hace una obra enteramente propia. En él el legislador presenta a los corazones del pueblo escenas pasadas y circunstancias en tales términos como si quisiera dejarlas grabadas en las mismas tablas del alma. Les permite oír la conversación habida entre él y Jehová; les cuenta lo que sucedió durante aquellos misteriosos cuarenta días sobre la cumbre de aquel monte cubierto con una nube. Les deja oír la referencia de Jehová a las tablas destrozadas, expresión adecuada y poderosa de la completa inutilidad del pacto humano. ¿Por qué fueron rotas aquellas tablas? Porque ellos habían faltado vergonzosamente. Aquellos fragmentos destrozados proclamaban el hecho humillante de su ruina sin esperanza desde el punto de vista de la ley. Todo estaba perdido. Tal era la evidente significación de aquel hecho. Era contundente, impresionante, inequívoco. Semejante a la columna truncada sobre una tumba, que explica al primer golpe de vista que los restos del apoyo y sustento de la familia yacen bajo la tierra convirtiéndose en polvo. No se necesita de ninguna inscripción, pues ningún lenguaje pudiera hablar al alma con tanta elocuencia como aquel emblema tan expresivo. De igual modo las tablas rotas fueron calculadas para transmitir al corazón de Israel el tremendo hecho de que, en todo cuanto se relacionaba a su pacto, estaban completamente arruinados, y sin remedio; estaban en quiebra desde el punto de vista de la justicia.
¡Y luego la segunda entrega de las tablas! ¿Qué diremos de ellas? Gracias a Dios, proclaman una cosa enteramente distinta. No fueron rotas. Dios cuidó de ellas. “Y volví, y descendí del monte, y puse las tablas en el arca que había hecho: y allí están, como Jehová me mandó.”
¡Bendito hecho! “Allí están.” Sí, tapadas en el arca que nos habla de Cristo, Aquel Cristo bendito que magnificó la ley y que la hizo honorable, que cumplió toda jota y toda tilde de ella para la gloria de Dios y la sempiterna bendición de Su pueblo. De este modo, mientras los fragmentos de las primeras tablas publican la triste y humillante historia del completo fracaso y ruina de Israel, las segundas tablas, encerradas intactas en el arca, exponen la gloriosa verdad que Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquél que cree, primeramente al judío y también al gentil.
Por supuesto no queremos decir con esto que Israel entendiera la profunda significación y el largo alcance que en su aplicación tenían estos maravillosos hechos que Moisés repetía a oídos de todos. Como nación, ciertamente no pudieron entenderlos entonces, aunque, por la soberana misericordia de Dios los entenderán dentro de poco. Algunos de ellos bien pudieron, y sin duda comprendieron en parte su significado. Pero la cuestión no es ésta por ahora. Nuestra responsabilidad es entender y apropiarnos la verdad expuesta en los dos pares de esas tablas, es a saber: el fracaso de todo en las manos del hombre, y la eterna estabilidad del pacto de gracia de Dios, ratificado con la sangre de Cristo, y que ha de ser desplegado más tarde en todos sus gloriosos resultados, en el reino en el cual el hijo de David reinará de mar a mar y del río a los confines de la tierra; cuando la descendencia de Abraham poseerá, como don divino, la tierra de promisión; y cuando todas las naciones de la tierra se regocijarán bajo el reinado benéfico del Príncipe de la paz.
¡Qué brillante y gloriosa perspectiva para la actualmente desolada tierra de Israel y el mundo gemidor de nuestros días! El Rey de justicia y paz hará que todo siga el camino que Él trace. Todo mal será abatido con mano poderosa. No habrá debilidad en aquel gobierno. A ninguna lengua rebelde le será permitido charlar con acentos de insolente sedición contra los decretos y mandatos Suyos. No se permitirá a ningún rudo e insensato demagogo perturbar la paz del pueblo o insultar la majestad del trono. Todo abuso será suprimido, todo elemento perturbador será acallado, toda piedra de tropiezo será quitada, y toda raíz de amargura será arrancada. Los pobres y los necesitados serán cuidados, sí; todos serán atendidos divinamente; las penas, las tristezas, la pobreza y la desolación serán desconocidas; alegrarse han el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa. “He aquí que en justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como acogida contra el turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de grano peñasco en tierra calurosa.”
Lector ¡qué escenas tan gloriosas han de ser realizadas aún en este pobre y triste mundo agitado por el pecado, y esclavizado por Satanás! ¡Qué bueno es pensar en ellas! ¡Qué alivio al corazón en medio de las miserias mentales, degradación moral y desdichas físicas de que nos vemos rodeados por todas partes! Gracias a Dios, que está acercándose rápidamente el día en el que el príncipe de este mundo será arrojado de su trono y aprisionado en el abismo sin fondo, y el Príncipe del cielo, el glorioso Emanuel, extenderá Su cetro bendito sobre el inmenso universo de Dios, y los cielos y la tierra serán asoleados con el resplandor de Su faz real. Qué podamos exclamar: ¡oh, Señor, apresura ese tiempo!
“Después partieron los hijos de Israel de Beerot-benejacaam a Moserá: allí murió Aarón, y allí fue sepultado: y en lugar suyo tuvo el sacerdocio su hijo Eleazar.—De allí partieron a Gudgod; y de Gudgod a Jotbath, tierra de arroyos de aguas. En aquel tiempo apartó Jehová la tribu de Leví, para que llevase el arca del pacto de Jehová, para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en Su nombre, hasta hoy. Por lo cual Leví no tuvo parte ni heredad con sus hermanos; Jehová es su heredad, como Jehová tu Dios le dijo.”
El lector debe cuidar de que su mente no se vea perturbada por ninguna duda que pudiera ocurrírsele referente a la sucesión histórica de los hechos relatados en el anterior pasaje. Este no es más que un paréntesis en el cual el legislador agrupa, de manera sorprendente y eficaz, circunstancias entresacadas con santa destreza de la historia del pueblo, como ejemplos del gobierno y al par de la gracia de Dios. La muerte de Aarón es ejemplo de lo primero; la elección y elevación de Leví lo es de la segunda. Ambas van juntas, no con miras a la cronología, sino con el gran fin moral siempre presente en el pensamiento del legislador, finalidad que está mucho más allá del alcance de la razón incrédula, pero que se recomienda por sí sola al corazón y entendimiento del estudiante devoto de la Escritura.
¡Cuán despreciables son las cavilaciones de los incrédulos cuando se las considera a la brillante luz de la divina inspiración! ¡Cuán miserable el estado de la inteligencia que se ocupa en minucias de cronología a fin de encontrar, si es posible, un error en el divino Volumen, en vez de aprender la verdadera mira y el objeto del escritor inspirado!
Pero ¿por qué introduce Moisés a manera de paréntesis y en forma aparentemente abrupta esos dos acontecimientos especiales en la historia de Israel? Simplemente para dirigir el corazón del pueblo hacia el gran punto de la obediencia. A este fin, entrecoge y agrupa los hechos según la sabiduría que le fue dada. ¿Hemos de esperar en este siervo de Dios, divinamente enseriado, la precisión de un simple copista? Los incrédulos podrán aparentar creerlo así; pero los verdaderos cristianos están mejor informados. Un mero escribiente podrá copiar los sucesos por su orden cronológico; un verdadero profeta hará la narración de esos acontecimientos de tal modo que muevan el corazón y la conciencia. Así que, mientras el desgraciado incrédulo iluso anda a tientas en las sombras de su propia imaginación, el estudiante piadoso se complace en las glorias morales de ese Libro sin par, que se mantiene firme como la roca, contra la cual se estrellan las olas del pensamiento incrédulo con despreciable impotencia.
No es nuestro intento detenernos en la explicación de las circunstancias a que se refiere el anterior paréntesis; se han expuesto ya en otras partes y por lo tanto sólo creemos necesario ahora señalar al lector lo que pudiéramos llamar el alcance de los hechos mencionados en el Deuteronomio y el uso que el legislador hace de ellos para robustecer el fundamento de su llamamiento final al corazón y a la conciencia del pueblo, para dar fuerza a su exhortación, ya que les apremiaba con la absoluta necesidad de obedecer implícitamente a los estatutos y derechos de su Dios. Tal fue la razón que tuvo para referirse al hecho solemne de la muerte de Aarón. Debían recordar que, a pesar de la elevada posición de Aarón como sumo sacerdote de Israel, fue despojado de sus vestiduras y privado de la vida por desobediencia a la palabra de Jehová. ¡Cuánto les convenía, por tanto, que vigilasen su propia conducta! El gobierno de Dios no era de tratarse con ligereza, y la misma elevación de Aarón sólo servía para hacer más necesario que su transgresión fuese tratada de tal manera que los demás temiesen.
Luego debían recordar el trato de Dios con Leví, en el cual la gracia brilla con tan maravilloso esplendor. El fiero, cruel y voluntarioso Leví fue levantado de su ruina moral y colocado junto a Dios; “para que llevase el arca del pacto de Jehová, para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en Su nombre.”
Mas ¿cómo es que ese incidente de Leví va emparejado con la muerte de Aarón? Sencillamente para exponer las benditas consecuencias de la obediencia. Si la muerte de Aarón demostraba el funesto resultado de la desobediencia, la elevación de Leví ilustra el precioso fruto de la obediencia. Oigamos lo que sobre este punto dice el profeta Mala-guías: “Y sabréis que Yo os envié este mandamiento, para que fuese Mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mi pacto fue con él de vida y de paz, las cuales cosas Yo le di por el temor, porque Me temió, y delante de Mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios: en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad” (Cap. 2:4-6).
Este es un pasaje muy notable y que derrama mucha luz sobre el tema que estamos considerando. Nos dice claramente que Jehová hizo pacto de vida y de paz con Leví, por el temor, “porque Le temió,” en la terrible ocasión del becerro de oro que Aarón (Levita también del orden más elevado) hizo. ¿Por qué fue castigado Aarón? Por su rebelión en las aguas de Meriba (Núm. 20:24). ¿Por qué fue Leví bendecido? Por su reverente obediencia al pie del monte Horeb (Ex. 32). ¿Por qué se agrupan estos dos hechos en el capítulo 10 del Deuteronomio? A fin de imprimir sobre el corazón y la conciencia de la congregación la absoluta necesidad de la obediencia implícita a los mandamientos de su Dios. ¡Cuán perfecta es la Escritura en todas sus partes! ¡Cuán hermosamente concuerda! Y ¡cuán evidente es para el devoto lector de la misma que el bello libro del Deuteronomio ocupa su nicho divino, y tiene su obra especial para llevar a cabo, su esfera determinada, su alcance y su fin! ¡Cuán manifiesto resulta que la quinta parte del Pentateuco no es ni una contradicción ni una repetición de las anteriores, sino una aplicación de ellas! Y finalmente, no podemos dejar de añadir cuán convincente es la evidencia de que los escritores incrédulos no saben lo que dicen ni lo que afirman cuando se atreven a insultar los Oráculos de Dios; ¡sí, yerran grandemente no conociendo las Escrituras ni el poder de Dios!
En el verso 10 de nuestro capítulo, Moisés vuelve otra vez al tema de su discurso. “Y yo estuve en el monte, como los primeros días, cuarenta días y cuarenta noches; y Jehová me oyó también esta vez, y no quiso Jehová destruirte. Y díjome Jehová: Levántate, anda para que partas delante del pueblo, para que entren y posean la tierra, que juré a sus padres les había de dar.”
Jehová cumpliría Su promesa hecha a los padres a pesar de todo impedimento. Pondría a Israel en plena posesión de la tierra respecto a la cual juró a Abraham, Isaac y Jacob que le daría a su descendencia por heredad perpetua.
“Ahora pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos Sus caminos, y que Lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma; que guardes los mandamientos de Jehová, y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que hayas bien”? Todo era para su real bienestar, para su profunda, plena bendición el andar en los divinos mandamientos. La senda de la obediencia de todo corazón es la sola senda de la verdadera felicidad; y, bendito sea Dios, esta senda puede ser hollada por todos los que aman al Señor.
Esto es un inefable consuelo en todo tiempo. Dios nos ha dado Su preciosa Palabra, la perfecta revelación de Su mente; y Él nos ha dado lo que Israel no tuvo, Su Santo Espíritu, para que habite en nuestros corazones, a fin de que podamos entender y apreciar Su Palabra. De aquí que nuestras obligaciones son infinitamente más elevadas que las de Israel. Estamos ligados a una vida de obediencia por todo argumento que pueda aducirse y que pueda influenciar al corazón y al entendimiento.
Y ciertamente es para nuestro bien el ser obedientes. Hay en verdad “gran remuneración” en guardar los mandamientos de nuestro amante Padre. Todo pensamiento respecto a Él y a Sus procedimientos de gracia, toda referencia a Sus maravillosos tratos con nosotros, Su amante ministerio, Su tierno cuidado, Su atento amor, todo debiera ligar nuestros corazones en devoción afectuosa hacia Él y acelerar nuestros pasos por la senda de la amante obediencia a Él. Dondequiera que volvamos nuestros ojos encontramos las más poderosas evidencias de Sus derechos a los afectos de nuestro corazón y a todas las energías de nuestro ser rescatado. Y, bendito sea Su Nombre, cuanto más plenamente estamos capacitados por Su gracia para responder a Sus preciosos derechos, más brillante y feliz será nuestra senda. No hay nada en este mundo más intensamente bendito que la senda y la porción de un alma obediente. “Mucha paz tienen los que aman Tu ley; y no hay para ellos tropiezo.” El humilde discípulo que halla su comida y su bebida en hacer la voluntad de su amado Señor y Maestro posee una paz que el mundo no puede dar ni tampoco quitar. Cierto que podrá ser mal comprendido y mal interpretado; podrá ser tachado de estrecho de criterio, fanático y otras cosas por el estilo; pero nada de esto podrá afectarle. Una sonrisa de aprobación de su Señor es una recompensa más que suficiente a todos los reproches que los hombres puedan acumular sobre él. Sabe cómo ha de apreciar en lo que valen los pensamientos de los hombres; son para él como el tamo que el vendaval esparce. El profundo lenguaje de su corazón a medida que avanza rápidamente a lo largo del sagrado sendero de la obediencia es el siguiente:
Deja que apoye mi debilidad
En el amor eterno tuyo, sostén amante,
Y dar al olvido a los pensamientos humanos.
Atento cual niño a lo que me mandes,
Ir a servirte a la luz del día
Sin dejar, en tanto, el suave retiro.
En los últimos versículos de nuestro capítulo el legislador parece remontarse a mayores alturas en la presentación de motivos morales para la obediencia, acercándose cada vez más a los corazones del pueblo. “He aquí,” les dice, “de Jehová tu Dios son los cielos y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos; y escogió su simiente después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día.” ¡Qué maravilloso privilegio ser escogido y amado por el Poseedor de cielos y tierra! ¡Qué honor ser llamado a servirle y obedecerle! Seguramente en todo el mundo no puede haber cosa ni mejor ni más elevada. Ser identificado y estar asociado con el Altísimo, tener Su Nombre llamado sobre ellos, ser Su pueblo especial, Su particular posesión, el pueblo escogido, ser colocado aparte de entre todas las naciones para ser sirvientes a Jehová y testigos Suyos, ¿qué, preguntamos, pudiera exceder a todo esto, a menos que eso al cual son llamados la iglesia de Dios y el creyente individual?
Con toda seguridad nuestros privilegios son superiores, toda vez que conocemos a Dios de un modo más alto, más profundo, más cerca y más íntimo, que la nación de Israel. Le conocemos como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, y como nuestro Dios y Padre. Tenemos el Santo Espíritu morando en nosotros, derramando el amor de Dios en nuestros corazones, haciéndonos exclamar: Abba, Padre. Todo esto está mucho más allá de lo que el pueblo terreno de Dios conoció o pudo conocer; y puesto que nuestros privilegios son mayores, también han de serlo sus derechos a nuestra cordial y absoluta obediencia. Todo llamamiento al corazón de Israel debiera llegar a nosotros con mayor fuerza, amado lector cristiano; toda exhortación a ellos dirigida debiera hablarnos más poderosamente a nosotros. Ocupamos el plano más elevado que ninguna criatura puede ocupar. Ni la descendencia de Abraham en la tierra, ni los ángeles de Dios en el cielo pueden decir lo que nosotros decimos, ni conocer lo que nosotros conocemos. Estamos ligados y asociados eternamente con el Hijo de Dios resucitado y glorificado. Podemos adoptar como nuestro el asombroso lenguaje de 1 Juan 4:17, y decir: “como Él es, así somos nosotros en este mundo.” ¿Qué puede haber superior a esto en cuanto a privilegio y dignidad? Nada, seguramente, salvo ser en cuerpo, espíritu y alma conformados a Su imagen adorable, según seremos, antes de mucho, por la abundante gracia de Dios.
Ahora bien; tengamos siempre presente, sí, tengamos siempre en lo más profundo de nuestro corazón el concepto de que según son nuestros privilegios, tales son nuestras obligaciones. No rechacemos la sana palabra “obligación” como si tuviera cierto retintín legal. Lejos de ello; sería imposible concebir algo más completamente separado de toda idea de legalismo que las obligaciones que se derivan de la posición cristiana. Es una verdadera equivocación levantar el grito de “¡Legal, Legal!” cuando se nos apremia con las santas responsabilidades de nuestra posición como cristianos. Creemos que todo cristiano verdaderamente piadoso se regocijará de todos los llamamientos y exhortaciones que el Espíritu Santo nos dirige por lo que toca a nuestras obligaciones, considerando que todas ellas están fundadas en los privilegios que nos son conferidos por la soberana gracia de Dios, por la preciosa sangre de Cristo y cumplidas en nosotros por el poderoso ministerio del Espíritu Santo.
Mas continuemos escuchando los conmovedores llamamientos de Moisés. Nos serán en verdad provechosos con todas nuestras mayores luces, conocimiento y privilegios. “Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más vuestra cerviz. Porque Jehová vuestro Dios es Dios de dioses, y Señor de señores, Dios grande, poderoso y terrible, que no acepta persona, ni toma cohecho: que hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero dándole pan y vestido.”
Aquí Moisés habla no simplemente de los hechos, de los tratos y de los caminos de Dios, sino de Él mismo, de lo que es. Es alto sobre todas las cosas, el grande, el magnífico, el terrible. Pero tiene un corazón para la viuda y el huérfano, esos seres desamparados, privados de todo apoyo natural y terreno; la pobre viuda quebrantada de corazón y desposeída, y del huérfano desolado. Dios piensa y cuida de los tales de manera muy especial; tienen una recomendación para Su amante corazón y Su poderosa mano. “Padre de huérfanos, y defensor de viudas es Dios en la morada de Su Santuario.” “La que en verdad es viuda y solitaria, espera en Dios, y es diligente en suplicaciones y oraciones noche y día.” “Deja tus huérfanos, Yo los criaré; y en Mí se confiarán tus viudas.”
¡Qué rica provisión hay aquí para viudas y huérfanos! ¡Qué maravilloso cuidado de Dios para ellos! ¡Cuántas viudas están en mejor condición que cuando tenían sus maridos vivos! ¡Cuántos huérfanos están mejor cuidados y atendidos que cuando vivían sus padres! ¡Dios mira por ellos! Esto basta. Miles de esposos y miles de padres son peores para sus hijos que la orfandad; pero Dios no desampara nunca a los que en Él confían, Él es siempre fiel a Su Nombre, sea cual fuere el parentesco que adopte. Que todas las viudas y todos los huérfanos recuerden esto para su confortamiento y aliento.
¡Y luego el pobre extranjero! No es olvidado. “Ama también al extranjero, dándole pan y vestido.” ¡Cuán hermoso es esto! Nuestro Dios cuida de todos los que se ven privados de apoyo terreno, de esperanza humana, y de confianza en las criaturas. Todos ellos tienen derecho especial, al cual Él responde con todo el amor de Su corazón. La viuda, el huérfano y el extranjero son objetos especiales de Su tierno cuidado, y todos no tienen más que mirar a Él, y todas sus varias necesidades serán atendidas con Sus recursos inagotables.
Pero Dios ha de ser conocido para que pueda confiarse en Él. “Y en Ti confiarán los que conocen Tu nombre; por cuanto Tú, oh Jehová, no desamparaste a los que Te buscaron.” Los que no conocen a Dios preferirán mucho más una póliza de seguros o una renta anual que Su promesa. Pero el verdadero creyente encuentra en esa promesa el inquebrantable sostén de su corazón, porque conoce, confía y ama al que prometió. Se regocija en el pensamiento de que no le queda otro recurso y que es su privilegio, depender enteramente de Él. Ni por todo lo del mundo quisiera hallarse en otra situación. Lo que sacaría de quicio a un incrédulo, es para el cristiano, el hombre de fe, el motivo de más profundo gozo de su corazón. El lenguaje de los tales será siempre el siguiente: “Alma mía, en Dios solamente reposa; porque Él es mi esperanza; Él solamente es mi roca.” ¡Bendita situación! ¡Bendita porción! ¡Que el lector lo conozca como una realidad divina, como un poder vivo en su corazón, por el poderoso ministerio del Espíritu Santo! Entonces estará en aptitud de sentirse libre de las cosas terrenas. Será capaz de decir al mundo que está en independencia de él, habiendo hallado todo lo que necesita, para el tiempo y para la eternidad, en el Dios vivo y en su Cristo.
“Cuanto necesito, eres para mí ¡oh Cristo!
—Más que todo hallo en Ti!”
Notemos atentamente la clase de provisiones que Dios hace para el extranjero. Es muy sencilla: “comida y vestidos.” Esto basta a un verdadero extranjero, como el bendito Apóstol dice a su hijo Timoteo: “Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y con qué cubrirnos, seamos contentos con esto.”
Lector cristiano; consideremos esto: ¡Qué cura para la insaciable ambición tenemos aquí! ¡Qué antídoto para la codicia! ¡Qué bendita liberación de la excitación febril de la vida comercial, del espíritu codicioso de esta edad en la que nos ha tocado vivir! Si nos contentáramos con sólo la provisión divinamente asignada al extranjero ¡qué historia tan diferente contaríamos! ¡Cuán tranquilo y suave sería el curso de nuestra vida! ¡Cuán sencillos nuestros hábitos y gustos! ¡Cuán distinto del mundo sería nuestro espíritu y estilo! ¡Qué moral elevación sobre la indulgencia personal y el lujo tan prevalente entre los que profesan ser cristianos! Comeríamos y beberíamos únicamente para gloria de Dios, y para mantener nuestro cuerpo en sana condición. Traspasar estos límites es transigir con “los deseos carnales que militan contra el espíritu."
Pero ¡¡¡ay, cuánto de esto existe, especialmente con referencia a las bebidas! Es en verdad aterrador el pensar que entre los que profesan ser cristianos se consumen en exceso bebidas embriagantes. Estamos plenamente convencidos de que el diablo ha conseguido arruinar el testimonio de centenares, haciéndoles naufragar en la fe y en la buena conciencia por el uso de bebidas alcohólicas. Son a millares los que arruinan su fortuna, arruinan sus familias, arruinan su salud y arruinan sus almas por el insensato, vil y maldito, deseo de beber líquidos alcohólicos.
No vamos a predicar una cruzada contra los líquidos embriagantes y narcóticos. El mal no está en ellos precisamente, sino en nuestro inmoderado y culpable usó que de ellos hacemos. Sucede a menudo que las personas que caen bajo el terrible dominio de la debilidad procuran echar la culpa a los consejos del médico; pero de seguro que ningún médico honrado aconsejaría jamás a sus clientes a excederse en el uso de los alcohólicos. Podrá aconsejar el uso de “un poco de vino, por causa del estómago y de las continuas enfermedades,” y tiene la más alta autoridad para hacerlo así, pero ¿podrá esto llevar a alguien a convertirse en un borracho? Cada cual tiene el deber de andar en el temor de Dios en cuanto a la comida y la bebida. Si un doctor prescribe a un paciente cierta comida nutritiva, ¿ha de culpársele si aquel paciente se convierte en un glotón? Cierto que no; el mal no está en la prescripción del doctor, ni en el líquido alcohólico, ni en el alimento recomendado, sino en el desdichado deseo del corazón.
Aquí, estamos convencidos, existe la raíz del mal; y el remedio está en esa preciosa gracia de Dios que al paso que trae salvación a todos los hombres, enseña a los que son salvos “a vivir sobria, justa y píamente en este mundo.” Y recuérdese que el “vivir sobriamente” alcanza a mucho más que a la templanza en la comida y en la bebida; significa esto también ciertamente, pero comprende además el dominio propio, el gobierno de los pensamientos, el gobierno del genio, el gobierno de la lengua. La gracia que nos salva, no solamente nos dice cómo debemos vivir, sino que nos enseña además a hacerlo, y si seguimos esas enseñanzas estaremos muy contentos con las provisiones asignadas por Dios al extranjero.
Es a la vez interesante y edificante observar el modo como Moisés expone el divino ejemplo al pueblo como modelo. Jehová “ama también al extranjero dándole pan y vestido. Amaréis, pues, al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto.” Esto es muy conmovedor. No sólo debían tener ante sus ojos el divino modelo, sino recordar también su historia pasada y experiencia, a fin de que sus corazones rebosaran en simpatía y compasión hacia el pobre extranjero sin hogar. Era deber y elevado privilegio del Israel de Dios colocarse en las mismas circunstancias de otros y penetrar en sus sentimientos. Debían ser los representantes morales de Aquél de quien eran el pueblo, y el nombre del cual era llamado sobre ellos. Debían imitar a Él en suplir las necesidades y alegrar los corazones de los huérfanos, las viudas y los extranjeros. Y si el pueblo terrenal de Dios fue llamado a ese hermoso orden de acciones cuanto más nosotros a quienes “bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo.” ¡Que habitemos más en Su presencia, que bebamos más de Su Espíritu, para que de este modo podamos reflejar más fielmente Sus glorias morales sobre todos aquellos con los cuales estemos en contacto!
Las últimas líneas de nuestro capítulo nos dan un hermoso compendio de la enseñanza práctica que ha venido ocupando nuestra atención. “A Jehová tu Dios temerás, a Él servirás, a Él te allegarás, y por Su nombre jurarás. Él es tu alabanza, y Él es tu Dios, que ha hecho contigo estas grandes y terribles cosas, que tus ojos han visto. Con setenta almas descendieron tus padres a Egipto; y ahora Jehová te ha hecho como las estrellas del cielo en multitud” (Vers. 20-22).
¡Cuán fortificante es todo esto al ser moral! Este ligamiento del corazón al Señor, mismo por medio de lo que Él es, y por todos Sus maravillosos hechos y procedimientos de gracia, es indeciblemente precioso. Podemos en verdad decir que es el secreto manantial de toda verdadera dedicación. ¡Quiera Dios conceder al lector y al que esto escribe que realicen continuamente el poder de esos motivos!
Capítulo 11
“Amarás pues a Jehová tu Dios, y guardarás Su ordenanza, y Sus estatutos, y Sus derechos, y Sus mandamientos todos los días. Y comprended hoy: porque no hablo con vuestros hijos, que no han sabido ni visto el castigo de Jehová, vuestro Dios, Su grandeza, Su mano fuerte, y Su brazo extendido, y Sus señales, y Sus obras que hizo en medio de Egipto a Faraón, rey de Egipto, y a toda su tierra; y lo que hizo al ejército de Egipto, a sus caballos, y sus carros; como hizo ondear las aguas del Mar Bermejo sobre ellos, cuando venían tras vosotros, y Jehová los destruyó hasta hoy: Y lo que ha hecho con vosotros en el desierto, hasta que habéis llegado a este lugar: y lo que hizo con Dathán, y Abiram, hijos de Eliab, hijo de Rubén, cómo abrió la tierra su boca, y tragóse a ellos y a sus casas, y sus tiendas, y toda la hacienda que tenían en pie en medio de todo Israel. Mas vuestros ojos han visto todos los grandes hechos que Jehová ha ejecutado.”
Moisés sentía que era de la mayor importancia que todos los poderosos hechos de Jehová se hicieran resaltar de un modo prominente ante los corazones del pueblo y quedaran profundamente grabados en su memoria. La pobre mente humana es fluctuante y el corazón inconstante; y a pesar de lo que Israel había presenciado de los solemnes juicios de Dios sobre Egipto y Faraón, estaban en peligro de olvidarlos y de perder la impresión que eran designados a producir.
Quizá nos maravillemos de que Israel pudiera llegar a olvidar las impresionantes escenas de su historia en Egipto del principio al fin; el descenso de sus padres a Egipto, sólo un puñado de almas, su rápido crecimiento y progreso como pueblo a despecho de todas las dificultades y estorbos, así que, de aquel insignificante puñado, habían llegado a ser, por la buena mano de Dios sobre ellos, como las estrellas del cielo en multitud.
Y luego ¡aquellas diez plagas mandadas sobre Egipto! ¡Cuán llenas de terrible solemnidad! ¡Cuán eminentemente calculadas para impresionar el corazón con el sentimiento del alto poder de Dios, la completa impotencia e insignificancia del hombre, con toda su jactada sabiduría, poder y gloria, y de su monstruosa locura al intentar levantarse contra el Dios Todopoderoso! ¿Qué era de todo el poder de Faraón y de Egipto en presencia del Señor Dios de Israel? En una hora quedó sumergido en irreparable ruina y destrucción. Todos los carros de Egipto, toda su pompa y gloria, el valor y el poder de aquella antigua y famosa nación, todo fue sumergido en las profundidades del mar.
Y ¿por qué? Porque intentaron entrometerse con el Israel de Dios; se atrevieron a oponerse a los eternos propósitos y consejos del Altísimo. Procuraron aplastar a aquellos a quienes Dios amaba. Él había jurado bendecir la descendencia de Abraham, y ningún poder en la tierra ni en el infierno podía anular ese juramento. Faraón, en su orgullo y dureza de corazón, quiso contrarrestar la actuación divina, pero al interponerse se acarreó su propia destrucción. Su país se conmovió hasta sus cimientos, y él mismo y su poderoso ejército fueron aniquilados en el mar Rojo; solemne escarmiento para cuantos quisieran en adelante oponerse a los propósitos de Jehová de bendecir la descendencia de Abraham Su amigo.
No era solamente lo que Jehová había hecho con Egipto y con Faraón lo que el pueblo debía recordar, sino también lo que había hecho entre ellos. ¡Cuán subyugador es el juicio sobre Dathán y Abiram y sus casas! ¡Cuán terrible el pensar que la tierra abriese su boca y los tragase! ¿Y por qué? Por haberse rebelado contra los propósitos divinos. En la relación que se nos da en Números, Coré, el Levita, es el carácter sobresaliente; pero aquí se omite su nombre y se nombra a los dos Rubenitas, dos miembros de la congregación, ya que Moisés procura obrar en el ánimo de toda la congregación, poniendo ante ellos las terribles consecuencias de la terquedad en dos individuos de entre ellos, dos miembros ordinarios, como pudiéramos decir, y no solamente en un Levita privilegiado.
En suma, pues, sea que se llamase la atención del pueblo a la actuación divina fuera o dentro de ellos, en el exterior en el interior del pueblo, todo se hacía con el fin de impresionar sus corazones e inteligencias con el profundo sentimiento de la importancia moral de la obediencia. Esto fue el gran propósito de todas las relaciones, de todos los comentarios, de todas las exhortaciones del fiel siervo de Dios que tan pronto había de ser tomado de entre ellos. Por esto, él discurre por la historia de siglos, entrecogiendo, comentando, anotando tal hecho, omitiendo tal otro como guiado por el Espíritu de Dios. El traslado a Egipto, su estancia en aquel país, los duros castigos infligidos al obstinado Faraón, el éxodo o salida, el paso del mar Rojo, las escenas ocurridas en el desierto, y especialmente el terrible desastre de la rebelión de los dos Rubenitas, todo es referido con maravillosa fuerza y claridad para que obre en la conciencia del pueblo, a fin de reforzar el fundamento de los derechos de Jehová a una obediencia implícita a Sus santos mandamientos.
“Guardad, pues, todos los mandamientos que Yo os prescribo hoy, para que seáis esforzados, y entréis y poseáis la tierra, a la cual pasáis para poseerla: y para que os sean prolongados los días sobre la tierra, que juró Jehová a vuestros padres había de dar a ellos y a su simiente, tierra que fluye leche y miel.”
Fíjese el lector en el hermoso vínculo moral entre esas dos cláusulas: “Guardad todos los mandamientos,” “para que seáis esforzados.” Se obtiene una gran fuerza por la obediencia sin reservas a la Palabra de Dios. De nada sirve entresacar y escoger. Estamos muy dispuestos a hacerlo, muy inclinados a escoger ciertos mandamientos y preceptos que nos convienen, pero eso es en realidad la voluntad propia. ¿Qué derecho tenemos a escoger tales cuales preceptos de la Palabra, dejando otros a un lado? Absolutamente ninguno. Hacer tal cosa es, en principio, simple rebelión y voluntad propia. ¿Acaso incumbe al criado decidir cuál de los mandatos de su amo ha de obedecer? Seguramente que no; todo mandato va revestido de la autoridad del amo, y por lo tanto exige la atención del criado; y pudiéramos añadir que cuanto más implícitamente obedece el criado, tanto más da su respetuosa atención a todos los mandatos de su amo, por triviales que sean, y tanto más también se refuerza en su cargo y va creciendo en la confianza y estimación de su amo. Todo amo quiere y aprecia al criado obediente, fiel y aplicado. Todos sabemos qué satisfacción proporciona un criado en quien podamos confiar, quien se alegra en satisfacer nuestros deseos, que no necesita de que se le vigile de continuo, sino que sabe su deber y lo cumple.
Ahora, pues, ¿no hemos de procurar el refresco del corazón de nuestro bendito Amo, con una amorosa obediencia a todos Sus mandamientos? Piensa un momento, lector, en el privilegio que se nos concede de alegrar el corazón de Aquél que nos amó y se entregó por nosotros. Es algo verdaderamente maravilloso que unas pobres criaturas como nosotros podamos en cierto modo alegrar el corazón de Jesús; y con todo, así es, ¡bendito sea Su Nombre! Él se complace en que guardemos Sus mandamientos; y por cierto este pensamiento debiera conmover nuestro ser moral e inducirnos a estudiar Su Palabra a fin de descubrir cada vez más lo que son los mandamientos para cumplirlos.
Esas palabras de Moisés que hemos citado, nos recuerdan el ruego del Apóstol “a los santos y hermanos fieles en Cristo que estaban en Colosas.” “Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de Su voluntad, en toda sabiduría y espiritual inteligencia; para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios; corroborados de toda fortaleza, conforme a la potencia de Su gloria, para toda tolerancia y largura de ánimo con gozo; dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la suerte de los Santos en luz; que nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de Su amado Hijo; en el cual tenemos redención por Su sangre, la remisión de pecados” (Col. 1:9-14).
Concedida la diferencia que existe entre lo terreno y lo celestial; entre Israel y la iglesia, existe una notable semejanza entre las palabras del legislador y las del apóstol. Ambas son eminentemente propias para exponer la belleza y valía de una obediencia amante y de corazón. Es grata al Padre, grata al Hijo y grata al Espíritu Santo; y esto debiera bastarnos para crear en nuestros corazones y reforzar en ellos el deseo de ser llenados del conocimiento de Su voluntad para que andemos como es “digno del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios.” Nos debiera guiar a un estudio más diligente de la Palabra de Dios a fin de que podamos siempre descubrir más y más la mente y la voluntad de nuestro Señor aprendiendo lo que le sea agradable y recurriendo a Él para la gracia necesaria para hacerlo. De este modo nuestros corazones estarán más juntos a Él, y encontraremos un interés cada vez más profundo en escudriñar las Escrituras, no tan sólo para crecer en el conocimiento de la verdad, sino en el conocimiento de Dios, en el conocimiento de Cristo; el conocimiento profundo, personal y experimental de lo que está atesorado en Aquél que es la plenitud de la divinidad corporalmente.” ¡Oh; quiera el Espíritu de Dios, por Su muy precioso y poderoso ministerio, despertar en nosotros un deseo más intenso de conocer y hacer la voluntad de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo, para que de este modo podamos refrescar Su amante corazón y le seamos agradables en todo!
Volvamos por unos momentos a ver la hermosa descripción de la tierra prometida que Moisés expone al pueblo: “Que la tierra a la cual entras para poseerla no es como la tierra de Egipto, de donde habéis salido, donde sembrabas tu simiente y regabas con tu pie, como huerto de hortaliza. La tierra a la cual pasáis para poseerla, es tierra de montes y de vegas; de la lluvia del cielo ha de beber las aguas; tierra de la cual Jehová tu Dios cuida; siempre están sobre ella los ojos de Jehová tu Dios, desde el principio del año hasta el fin de él” (Vers. 10-12).
¡Qué contraste más vívido entre Egipto y Canaán! Egipto no tenía lluvias del cielo. Allí sólo se veía en todo el esfuerzo humano. No sucedía así en la tierra de Jehová; el pie humano nada tenía que hacer allí, ni había ninguna necesidad de él, porque la bendita lluvia del cielo caía sobre ella; el mismo Jehová cuidaba de ella y la regaba con la lluvia temprana y tardía. La tierra de Egipto dependía de sus propios recursos; la tierra de Canaán dependía enteramente de Dios—de lo que descendía del cielo. El lenguaje de Egipto era: “Mío es el río”; la esperanza de Canaán era “el río de Dios.” La costumbre de Egipto era regar con el pie; la costumbre en Canaán era mirar al cielo por la lluvia.
En el Salmo sexagésimo quinto tenemos una exposición del estado de cosas en la tierra del Señor, vistas por el ojo de la fe. “Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces con el río de Dios, que está lleno de aguas; preparas el grano de ellos, cuando así la dispones. Haces se empapen sus surcos, haces descender sus canales; ablándasla con lluvias, bendices sus renuevos. Tú coronas el año de Tus bienes; y Tus nubes destilan grosura. Destilan sobre las estancias del desierto; y los collados se ciñen de alegría. Vístense los llanos de manadas, y los valles se cubren de grano: dan voces de júbilo y aun cantan” (Vers. 9-13).
¡Cuán perfectamente hermoso! ¡Pensemos por un momento en Dios haciendo que los surcos se empapen y que descienda el agua en sus canales! ¡Pensemos en que condesciende a hacer el trabajo de un labrador por Su pueblo! Sí; y haciéndolo con agrado. Era el gozo de Su corazón derramar Sus rayos de sol y Sus refrescantes lluvias sobre los “collados y valles” de Su amado pueblo. Era un refresco para Su espíritu, como era para la alabanza de Su Nombre ver la vid, la higuera y el olivo floreciendo, los valles cubiertos de doradas mieses, y los ricos prados cubiertos de rebaños.
Así debió ser siempre, y así hubiese sido con sólo que Israel hubiese andado en sencilla obediencia a la santa ley de Dios. “Y será que si obedeciereis cuidadosamente Mis mandamientos que Yo os prescribo hoy, amando a Jehová vuestro Dios, y sirviéndolo con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma, Yo daré la lluvia de vuestra tierra en su tiempo, la temprana y la tardía, y cogerás tu grano, y tu vino y tu aceite. Daré también hierba en tu campo para tus bestias; y comerás, y te hartarás” (Vers. 13-15).
Así este asunto quedaba emplazado entre el Dios de Israel y el Israel de Dios. Nada podía ser más sencillo, nada más bendito. Para Israel era un elevado y santo privilegio amar y servir a Jehová; era prerrogativa de Jehová el bendecir y prosperar a Israel. La dicha y la fertilidad habían de ser los seguros acompañamientos de la obediencia. El pueblo y la tierra dependían enteramente de Jehová; todos sus abastecimientos debían descender del cielo, de aquí que en tanto que anduvieron en amante obediencia las copiosas lluvias caían sobre sus campos y viñedos; los cielos destilaban el rocío y la tierra respondía con fertilidad y bendiciones.
Mas, por otra parte, cuando Israel olvidó al Señor y faltó a Sus preciosos mandamientos, el cielo se volvió de metal y la tierra de hierro; la esterilidad, la desolación, el hambre y la miseria fueron los tristes acompañamientos de la desobediencia. ¿Cómo podía ser de otro modo? “si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra: si no quisiereis y fuereis rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho.”
Ahora bien; en todo esto hay una profunda enseñanza práctica para la iglesia de Dios. Aunque no estamos bajo la ley, somos llamados a la obediencia, y en cuanto estamos capacitados por la gracia para rendir una amante y cordial obediencia, somos bendecidos en nuestro estado espiritual, nuestras almas son regadas, refrescadas y corroboradas, y producimos los frutos de justicia que son por Jesucristo para gloria y alabanza de Dios.
El lector podrá remitirse con gran provecho, relacionándolo con este gran tema práctico, al principio del capítulo 15 de Juan, preciosa porción de la Escritura que exige la más viva atención de todo verdadero hijo de Dios. “Yo soy la vid verdadera, y Mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en Mí no lleva fruto, le quitará: y todo aquel que lleva fruto, le limpiará, para que lleve más fruto. Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado. Estad en Mí, y Yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto de sí mismo, si no estuviere en la vid; así ni vosotros, si no estuviereis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos: el que está en Mí, y Yo en él, éste lleva mucho fruto; porque sin Mí nada podéis hacer. El que en Mí no estuviere, será echado fuera como mal pámpano, y se secará; y los cogen, y los echan en el fuego, y arden. Si estuviereis en Mí, y Mis palabras estuvieren en vosotros, pedid todo lo que quisiereis, y os será hecho. En esto es glorificado Mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así Mis discípulos. Como el Padre Me amó, también Yo os he amado: estad en Mi amor. Si guardareis Mis mandamientos, estaréis en Mi amor; como Yo también he guardado los mandamientos de Mi Padre, y estoy en Su amor” (Vers. 1-10).
Este importante pasaje de la Escritura ha sufrido inmensamente por la controversia teológica y la lucha religiosa. Es tan claro como práctico y sólo necesita que se acepte tal como está en su divina sencillez. Si deseamos introducir en él lo que no le pertenece, manchamos su integridad y perdemos su verdadera aplicación. En él tenemos a Cristo, la verdadera vid, ocupando el lugar de Israel que se había convertido ante la vista de Jehová en la degenerada vid silvestre. La escena de la parábola es, a todas luces, terrenal y no celestial. No podemos imaginar una viña y un labrador en el cielo. Además, el Señor dice: “Yo soy la vid verdadera.” El símil es muy distinto. No es la cabeza y sus miembros, sino un árbol y sus ramas. Además, el tema de la parábola es tan distinto como la parábola misma; no se trata de vida eterna, sino de llevar fruto. Si se tuviera esto en cuenta se tendría mucho adelantado en la comprensión de este pasaje de la Escritura tan mal entendido.
En una palabra, de la parábola de la vid y los pámpanos aprendemos que el verdadero secreto de la fructificación es permanecer en Cristo, y el modo de permanecer en Él es guardar Sus preciosos mandamientos. “Si guardáis mis mandamientos estaréis en Mi amor, como Yo también he guardado los mandamientos de Mi Padre, y estoy en Su amor.” Esto lo hace todo tan sencillo. El medio de llevar fruto a su tiempo es permanecer en el amor de Cristo, y esta permanencia se demuestra atesorando Sus mandamientos en nuestros corazones y rindiendo amorosa obediencia a cada uno de ellos. No consiste en correr de aquí para allá con la mera energía de la naturaleza; no es la excitación del celo camal desplegándose en esfuerzos espasmódicos tras la devoción. No; es algo muy diferente de todo esto; es la quieta y santa obediencia del corazón, una amante obediencia a nuestro amado Señor que refresca Su corazón y glorifica Su Nombre.
“Cuán felices son los que se mantienen
Al abrigo de Tu ala protectora;
Que la vida y fuerzas de Ti reciben,
Que en Ti se mueven y para Ti viven.”
Lector; dediquemos diligentemente nuestros corazones al gran asunto de nuestra fructificación. Que comprendamos mejor en qué consiste. Estamos expuestos a cometer grandes errores en esto. Es de temer que mucho, muchísimo de lo que se cree ser fruto, no podría tenerse por tal en la presencia divina. Dios no puede considerar como fruto a lo que no es el resultado de permanecer en Cristo. Tal vez ganemos nombradía entre nuestros compañeros por nuestro celo, energía y dedicación; puede ser que trabajemos mucho en todos los departamentos de la obra; que desempeñemos los cargos de grandes obreros; grandes predicadores, grandes filántropos y reformadores morales; puede ser que gastemos una fortuna de príncipe en fomentar todos los grandes fines de la beneficencia cristiana, y con todo esto no producir un simple racimo de fruto aceptable al corazón del Padre.
Y, por otra parte, puede ser nuestra suerte pasar el tiempo de nuestra estancia aquí en la obscuridad y retiro; se nos tendrá en poco por el mundo y la iglesia profesante; podrá parecer que dejamos una huella insignificante sobre los arenales del tiempo; pero si permanecemos en Cristo, si permanecemos en Su amor, si atesoramos Sus preciosas palabras en nuestros corazones, y si nos rendimos a una santa y amante obediencia a Sus mandamientos, entonces daremos fruto a Su tiempo, nuestro Padre será glorificado e iremos creciendo en conocimiento experimental de nuestro Dios y Salvador Jesucristo.
Vamos ahora a mirar por unos momentos a lo que resta de nuestro capítulo, en el que Moisés, en palabras de intensa vehemencia, dirigidas a la congregación, insiste en la necesidad de vigilancia y diligencia en cuanto a los estatutos y derechos de Jehová su Dios. El amado y fiel siervo de Dios, y verdadero amante del pueblo era incansable en sus esfuerzos para esforzarlos a aquella obediencia cordial la cual sabía que era a la vez el manantial de su felicidad y de su fructificación; y así como nuestro bendito Señor amonesta a Sus discípulos exponiendo ante ellos el solemne juicio de los pámpanos infructuosos, así también Moisés amonesta al pueblo en cuanto a las consecuencias ciertas y terribles de la desobediencia.
“Guardaos pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis, y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos.” ¡Triste retroceso! El corazón infatuado. Este es el principio de toda decadencia. “Y os apartéis.” Es seguro que los pies seguirán al corazón. De aquí la absoluta necesidad de guardar el corazón con toda diligencia; es la ciudadela de todo el ser moral, y mientras esté guardado para el Señor, el enemigo no puede obtener ventajas; pero cuando el corazón se entrega, todo está perdido en realidad; entonces es el apartarse; el secreto alejamiento del corazón viene a demostrarse por hechos prácticos; se sirve y adora a “dioses ajenos.” El descenso a lo largo del plano inclinado es terriblemente rápido.
“Y así” nótense las solemnes y seguras consecuencias, “se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia, ni la tierra dé su fruto, y perezcáis presto de la buena tierra que os da Jehová.” ¡Qué esterilidad y desolación ha de haber cuando el cielo está cerrado! No descienden las lluvias refrescantes, no hay rocío, no hay comunicación entre el cielo y la tierra. ¡Ah; cuán a menudo Israel había gustado la terrible realidad de todo eso! “El vuelve los ríos en desierto, y los manantiales de las aguas en sequedades; la tierra fructífera en salados, por la maldad de los que la habitan.”
¿Y no podemos ver en la tierra estéril y el desolado desierto una apta y notable ilustración del alma separada de la comunión por la desobediencia a los preciosos mandamientos de Cristo? Tal alma no está en comunión refrescante con el cielo, no hay lluvias que desciendan, no se descubren ya las preciosidades de Cristo; para el corazón; ya no hay los dulces suministros al alma de un Espíritu no afligido; la Biblia parece un libro cerrado; todo es oscuro, seco y desolado. ¡Oh! no puede haber cosa más mísera en todo el mundo que un alma en estas condiciones. Que el autor y el lector nunca lleguen a experimentarlo. Que inclinemos nuestros oídos a las fervientes exhortaciones dirigidas por Moisés a la congregación de Israel. Son oportunísimas, muy saludables, muy necesarias en estos días de fría indiferencia y terquedad. Ponen ante nosotros el divino antídoto contra los particulares males a que está expuesta la iglesia de Dios en estas horas críticas y solemnes más allá de toda humana concepción.
“Por tanto pondréis estas Mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis por señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas, ora sentado en tu casa o andando por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes. Y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus portadas: para que sean aumentados vuestros días, y los días de vuestros hijos, sobre la tierra que juró Jehová a vuestros padres que les había de dar, como los días de los cielos sobre la tierra.”
¡Benditos días aquéllos! Y; ¡ah, cuán ardientemente deseaba Moisés en su grande y amante corazón que el pueblo pudiera gozar de tales días! Y ¡cuán sencilla condición se ponía para ello! En realidad, nada podía ser más sencillo, nada más precioso. No era un pesado yugo el que se les imponía, sino el dulce privilegio de atesorar en su corazón los preciosos mandamientos de Jehová su Dios, y respirar la atmósfera de su santa Palabra. Todo dependía de esto. Todas las bendiciones de la tierra de Canaán, la buena tierra, la tierra altamente favorecida, la tierra que fluía leche y miel, tierra sobre la que los ojos de Jehová estaban constantemente fijos con amoroso interés y tiernos cuidados, todos sus preciosos frutos y todos sus raros privilegios habían de ser de ellos a perpetuidad, con la simple condición de una amante obediencia a la palabra de su Dios del pacto.
“Porque si guardareis cuidadosamente todos estos mandamientos que Yo os prescribo, para que los cumpláis, como améis a Jehová vuestro Dios andando en todos Sus caminos, y a Él os allegareis, Jehová también echará todas estas gentes de delante de vosotros, y poseeréis gentes grandes y más fuertes que vosotros.” En una palabra, ante ellos estaba la victoria cierta y segura, la más completa derrota de todos los enemigos y obstáculos, una marcha triunfal por la herencia prometida, todo ello asegurado sobre la base de una obediencia reverente y afectuosa a unos preciosos estatutos y derechos como jamás se hayan dirigido al corazón humano, cada uno de los cuales era la propia voz de su Libertador lleno de gracia.
“Todo lugar que pisare la planta de vuestro pie, será vuestro; desde el desierto y el Líbano, desde el río, el río Eufrates, hasta la mar postrera será vuestro término. Nadie se sostendrá, delante de vosotros: miedo y temor de vosotros pondrá. Jehová vuestro Dios sobre la haz de toda la tierra que hollareis como Él os ha dicho.”
Aquí estaba el lado divino de la cuestión. Toda la tierra, en su longitud, anchura y plenitud estaba ante ellos; sólo tenía que tomar posesión de ella, como un don gratuito de Dios; ellos debían simplemente sentar sus pies, con fe conquistadora y sencilla, sobre aquella hermosa herencia que la gracia soberana les había concedido. Todo esto lo vemos cumplido en el Libro de Josué, según leemos en el capítulo 11: “Tomó, pues, Josué toda la tierra, conforme a todo lo que Jehová había dicho a Moisés; y entrególo Josué a los Israelitas por herencia conforme a sus repartimientos de sus tribus. Y la tierra reposó de guerra” (Vers. 23).
Mas ¡ay! así como había el lado divino, había también el humano en esa cuestión. Canaán prometido por Jehová y conquistado por fe por Josué, era una cosa; y Canaán poseído por Israel era otra muy diferente. De aquí la inmensa diferencia entre Josué y los Jueces. En Josué vemos la infalible fidelidad de Dios a Su promesa; en Jueces vemos el miserable fracaso de Israel desde el principio. Dios dio Su inmutable palabra de que nadie pudiera hacer frente ante ellos; y la espada de Josué, tipo del gran Capitán de nuestra salvación, cumplió la inmutable palabra sin faltar en una jota o tilde; mas el libro de los Jueces anota el hecho lamentable de que Israel fracasó en arrojar al enemigo, y tomar posesión de la concesión divina en toda su real magnificencia.
¿Qué, pues? ¿Es que la promesa de Dios quedó sin efecto? No, en verdad, sino que quedó evidenciado el completo fracaso del hombre. En “Gilgal” la bandera de la victoria ondeó sobre las doce tribus, con su invencible jefe a la cabeza. En “Bochim” los lamentadores hubieron de llorar sobre la amarga derrota de Israel.
¿Hay alguna dificultad en comprender la diferencia? Ninguna en absoluto; vemos ambos hechos aparecer a lo largo de todo el divino Volumen. El hombre no alcanza a elevarse a la altura de la divina revelación, no alcanza a tomar posesión de lo que la gracia otorga. Esto es tan verdadero en la historia de la iglesia como lo fue en la historia de Israel; en el Nuevo Testamento, así como en el Antiguo, tenemos Jueces como tenemos Josué.
Sí, lector, y en la historia de cada miembro individual de la iglesia vemos la misma cosa. ¿Cuál es el cristiano bajo el manto del cielo que viva a la altura de sus privilegios espirituales? ¿Cuál es el hijo de Dios que no ha de llorar sobre su fracaso humillante en asir y llevar a la práctica los elevados y santos privilegios de su llamamiento por Dios? Pero ¿acaso invalida esto la verdad de Dios? No; ¡bendito sea para siempre Su santo Nombre! Su Palabra se mantiene en toda su divina integridad y eterna estabilidad. Como en el caso de Israel, la tierra de promisión estaba ante ellos en todas sus bellas proporciones y sus atractivos divinos; y no sólo esto, sino que podían contar con la fidelidad y omnipotencia de Dios para hacerlos entrar y ponerles en plena posesión de la tierra; así sucede con nosotros; somos bendecidos con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo; no hay en absoluto límites en los privilegios relacionados con nuestra posición, y en cuanto a gozarlos en la actualidad, es sólo cuestión de tomar posesión por la fe de todo lo que la soberana gracia de Dios ha hecho nuestro en Cristo.
No debemos olvidar nunca que es privilegio del cristiano vivir en la más alta elevación de la revelación divina. No podemos excusarnos en una experiencia superficial o en un andar carnal. No tenemos derecho alguno a decir que no podemos realizar la plenitud de nuestra porción en Cristo, que la norma es demasiado elevada, los privilegios son tan vastos, que no podemos esperar a gozar tan maravillosas bendiciones y dignidades en este imperfecto estado nuestro.
Todo esto no es otra cosa que incredulidad, y así debe ser considerado por todo verdadero cristiano. La cuestión es la siguiente: ¿Nos ha concedido la gracia de Dios estos privilegios? ¿La muerte de Cristo, ha hecho válidos nuestros títulos a ellos? ¿Y no ha declarado el Espíritu Santo que ellos son la propia porción del más débil miembro del cuerpo de Cristo? Si es así, y la Escritura así lo declara, ¿por qué no gozamos de estos privilegios? Ningún obstáculo hay por la parte divina. El deseo del corazón de Dios es que entremos en la plenitud de nuestra porción en Cristo. Oigamos la ardiente aspiración del inspirado Apóstol, con respecto a los santos de Éfeso y a todos los santos: “Por lo cual también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y amor para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones; que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación para su conocimiento; alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál sea la esperanza de su vocación, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál aquella supereminente grandeza de Su poder para con nosotros los que creemos, por la operación de la potencia de Su fortaleza, la cual obró en Cristo, resucitándolo de los muertos, y colocándole a Su diestra en los cielos, sobre todo principado, y potestad, y potencia, y señorío, y todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, mas aun en el venidero: y sometió todas las cosas debajo de Sus pies, y diólo por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es Su cuerpo, la plenitud de Aquél que hinche todas las cosas en todos” (Cap. 1:15-23).
De esta maravillosa oración podemos aprender cuán vivamente desea el Espíritu de Dios que comprendamos y gocemos de los gloriosos privilegios de la verdadera posición cristiana. Él quisiera, por Su precioso y poderoso ministerio, mantener siempre nuestros corazones en su debida norma; pero ¡ah! como Israel, le afligimos con nuestra pecaminosa incredulidad y robamos a nuestra alma incalculables bendiciones.
Con todo, alabado sea el Dios de toda gracia, el Padre de gloria, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Él cumplirá toda jota y tilde de Su preciosísima verdad, tanto a Su pueblo terreno como al celestial. Israel gozará por completo todas las bendiciones que le fueron aseguradas por el pacto eterno; y la iglesia entrará aún en el goce perfecto de todo lo que el amor eterno y los divinos consejos han provisto para ella en Cristo; y no sólo esto, sino que el bendito Consolador puede y quiere conducir al creyente individualmente al goce actual de la esperanza del glorioso llamamiento de Dios, y a la potencia práctica de esa esperanza, apartando al corazón de las cosas presentes, separándolo para Dios en verdadera santidad y en vida de dedicación.
¡Qué nuestros corazones, amado lector cristiano, anhelen más ardientemente a la completa realización de todo esto, para de este modo vivir como los que encuentran su porción y su descanso en un Cristo resucitado y glorificado! ¡Qué Dios en Su infinita bondad nos lo conceda para la gloria del Nombre de Jesucristo!
Los restantes versículos de nuestro capítulo cierran la división del libro Deuteronomio, que consiste, como el lector habrá ya observado, en una serie de discursos dirigidos por Moisés a la congregación de Israel, discursos memorables, por cierto, desde cualquier punto de vista que se les considere. Las sentencias finales, sin necesidad de mencionarlo, están en perfecto acuerdo con la totalidad, y respiran el mismo aire de profundo fervor en lo tocante al tema de la obediencia, tema que, según hemos visto, constituía un agobio para el corazón del amado orador, en su afectuosa despedida dirigida al pueblo.
“He aquí yo pongo hoy delante de vosotros la bendición y la maldición.” ¡Cuán al punto y solemne es esto! “La bendición, si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios, que yo os prescribo hoy; y la maldición, si no oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios, y os apartareis del camino que yo os ordeno hoy, para ir en pos de dioses ajenos que no habéis conocido. Y será que, cuando Jehová tu Dios te introdujere en la tierra a la cual vas para poseerla, pondrás la bendición sobre el monte Gerizim, y la maldición sobre el monte Ebal: los cuales están de la otra parte del Jordán, tras el camino del occidente, en la tierra del Cananeo que habita en la campiña delante de Gilgal, junto a los llanos de Moreh. Porque vosotros pasáis el Jordán, para ir a poseer la tierra que os da Jehová vuestro Dios; y la poseeréis, y habitaréis en ella. Cuidaréis, pues, de poner por obra todos los estatutos y derechos que yo presento hoy delante de vosotros” (Vers. 26-32).
Aquí tenemos el resumen de toda la materia. La bendición va unida a la obediencia; la maldición a la desobediencia. El monte Gerizim estaba enfrente del monte Ebal; fertilidad y esterilidad. Veremos, cuando lleguemos al capítulo 27, que el monte Gerizim y sus bendiciones son pasados por alto. Las maldiciones de Ebal caen con terrible claridad, en oídos de Israel, mientras un siniestro silencio reina en Gerizim. “Porque todos los que son de las obras de la ley, están bajo de maldición.” La bendición de Abraham sólo puede caer sobre los que están en el terreno de la fe. Más adelante insistiremos sobre este punto.
Capítulo 12
Vamos a entrar ahora en una nueva sección de este libro maravilloso. Los discursos contenidos en los once capítulos primeros establecen el principio de una obediencia del todo necesaria, y ahora llegamos a la aplicación práctica a las costumbres y comportamiento del pueblo una vez establecido en la tierra y en posesión de ella. “Estos son los estatutos y derechos que cuidaréis de poner por obra en la tierra que Jehová el Dios de tus padres te ha dado para que la poseas todos los días que vosotros viviereis sobre la tierra.”
Es de suma importancia moral que el corazón y la conciencia sean traídos a su verdadera actitud con respecto a la autoridad divina, sin tener para nada en cuenta la cuestión de los detalles. Estos encontrarán el lugar que les corresponde una vez que el corazón haya aprendido a someterse completa y absolutamente a la suprema autoridad de la Palabra de Dios.
Según ya vimos en el estudio de los once capítulos precedentes, el legislador trabaja del modo más ardoroso y fiel en conducir al pueblo de Israel a este estado absolutamente esencial. Se daba cuenta, hablando humanamente, de que para nada servía entrar en detalles prácticos antes de que estuviera plenamente establecido en lo más profundo de sus corazones el principio que constituía el gran fundamento práctico de toda moralidad. El principio es éste, (y que los cristianos apliquemos nuestros corazones al mismo), el preciso deber de todo hombre de someterse implícitamente a la autoridad de la Palabra de Dios. Nada importa lo que esa palabra mande, o que no podamos comprender el motivo de esta, de esa o aquella institución. El único punto magno, absolutamente importante y concluyente es este: ¿Ha hablado Dios? Si es así, ello debe bastar. No hay lugar ni necesidad de preguntar nada más.
Hasta que este punto esté plenamente establecido, o más bien, hasta que el corazón sea traído directamente bajo de su completa fuerza moral, no estaremos en condiciones de entrar en detalles. Si la terquedad es consentida, si se permite hablar a la ciega razón, el corazón irá exponiendo interminables dudas; a medida que cada institución divina vaya desfilando ante nuestros ojos, se irán presentando nuevas dificultades a manera de piedras de tropiezo en el camino de la simple obediencia.
Mas se dirá: “¿Es que no debemos hacer uso de nuestra razón? Si es así, ¿por qué nos fue dada?” A esto Podemos dar una doble contestación. En primer lugar, nuestra razón no es ya como cuando Dios la concedió. Hemos de recordar que el pecado sobrevino; el hombre es un ser caído, su razón, su juicio, su entendimiento, su ser moral entero es una completa ruina; y además que fue la negligencia de la Palabra de Dios la que produjo ese fracaso y ruina.
Y también, en segundo lugar, hemos de tener en cuenta que, si la razón estuviera sana, demostraría esa sanidad inclinándose ante la Palabra de Dios. Pero no está sana; es ciega y está completamente pervertida; no podemos confiar en ella ni un momento en cosas espirituales, divinas o celestiales.
Si este hecho sencillo fuese bien comprendido resolvería miles de cuestiones y solucionaría miles de dificultades.
Es la razón la que hace a los incrédulos. El diablo susurra al oído del hombre: “Eres un ser dotado de razón; ¿por qué no te sirves de ella? Te fue dada para que hagas uso de ella, para que la emplees en todas ocasiones; no debes dar tu asentimiento a nada que no esté al alcance de tu razón. Es tu derecho privilegiado, como hombre, el someterlo todo a la prueba de tu razón; es propio tan sólo de un necio o de un idiota aceptar con ciega credulidad todo cuanto se expone.”
¿Qué contestaremos a tan astutas y peligrosas sugestiones? Lo más sencillo y concluyente, y es lo siguiente: La Palabra de Dios está muy por sobre todo y alcanza mucho más allá de la razón, tanto como Dios está en superioridad a las criaturas o el cielo sobre la tierra. De aquí que, cuando Dios habla, todos los razonamientos deben cederle el paso. Si sólo se tratara de la palabra de los hombres, de la opinión humana, del criterio humano, en tal caso ciertamente la razón puede ejercer sus fuerzas; o más bien, y para hablar con más propiedad, debemos juzgar de todo lo que se dice por la única norma perfecta, la Palabra de Dios. Pero si la razón entra en funciones en la Palabra de Dios, el alma se verá inevitablemente sumergida en las densas tinieblas de la incredulidad, desde la cual el descenso a las terribles negruras del ateísmo no es más que un paso.
En una palabra, pues, tenemos que recordar aún más, guardar en la más íntima profundidad de nuestro ser moral la idea de que el único terreno firme para el alma es la fe divinamente establecida en la suprema autoridad, divina majestad y completa suficiencia de la Palabra de Dios. Tal fue el terreno en que se colocó Moisés ocupado en tratar con el corazón y la conciencia de Israel. Su único y magno objeto era llevar al pueblo a una actitud de profunda, inequívoca sujeción a la autoridad divina. Sin esto todo era inútil. Si todo estatuto, todo derecho, todo precepto, toda institución debía ser sometido a la razón humana, entonces podríamos decir adiós a la autoridad divina, adiós a la Escritura, adiós a toda certeza, adiós a la paz. Mas, por otra parte, cuando el alma es dirigida por el Espíritu de Dios a la actitud agradable de una absoluta e incuestionable sumisión a la autoridad de la Palabra de Dios, entonces cada uno de Sus derechos, cada uno de Sus mandamientos, cada sentencia de Su bendito libro es recibida como viniendo de Él mismo; y la más sencilla ordenanza o institución está revestida de toda la importancia que Su autoridad es capaz de comunicar. No seremos capaces de comprender la plena significación o exacto alcance de cada estatuto y derecho. No se trata de esto; nos basta saber que procede de Dios; Dios habló y esto es concluyente. Hasta que no se ha alcanzado este gran principio, o mejor, hasta que él no ha tomado completa posesión de nuestra alma, no hay nada hecho; pero cuando es plenamente comprendido, y a él nos sometemos, está echado ya el sólido cimiento de la verdadera moralidad.
La anterior serie de pensamientos capacitará al lector para darse cuenta de la relación que existe entre el capítulo que estamos estudiando y la sección precedente del libro; y no sólo esto, sino que creemos que le ayudará a comprender el lugar especial que ocupan los versículos primeros del capítulo y aún el alcance de ellos.
“Destruiréis enteramente todos los lugares donde las gentes que vosotros heredaréis, sirvieron a sus dioses sobre los montes altos, y sobre los collados, y debajo de todo árbol espeso: y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes, sus bosques consumiréis con fuego: y destruiréis las esculturas de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar” (Vers. 2, 3).
La tierra era de Jehová; debían poseerla como arrendatarios bajo Él, y por lo tanto su primer deber al entrar en posesión, era demoler todo rastro de la antigua idolatría. Esto era absolutamente indispensable. Según la razón humana podría parecer muy intolerante obrar de este modo con la religión de otro pueblo. Contestamos sin titubear: Sí; fue intolerante, pues ¿cómo pudiera el único y verdadero Dios viviente mostrarse de otra manera con los falsos dioses y el falso culto? Suponer por un momento que Él pudiera permitir el culto a los ídolos en Su tierra, sería suponer que pudiera negarse a Sí mismo, lo cual sería simplemente una blasfemia.
No quisiéramos que se nos comprendiera mal. No es que Dios no tenga paciencia con el mundo en Su longánima misericordia. No parece necesario hacer constar esto, ante la historia de cerca de seis mil años de clemencia evidente a nuestros ojos. Bendito sea para siempre Su santo Nombre, ha aguantado al mundo de una manera maravillosa desde los días de Noé, y lo soporta todavía aunque manchado por la culpa de haber crucificado a Su amado Hijo.
Todo esto es clarísimo, pero no afecta en nada al gran principio expuesto en nuestro capítulo. Israel había de aprender que estaba a punto de tomar posesión de la tierra de Jehová, y que, como sus arrendatarios, el primer deber indispensable para ellos era el borrar todo rasgo de idolatría. Para ellos no debía haber más que “el Dios uno.” Llevaban Su Nombre. Eran Su pueblo, y no podía Él permitirles que tuvieran relación con demonios. “Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás.”
A juicio de las naciones incircuncisas que les rodeaban, esto podía parecerles muy intolerante, muy estrecho, muy fanático. Ellos en verdad podían ufanarse de su libertad, y gloriarse en la amplia base de su culto que admitía “muchos dioses y muchos señores.” Según su modo de pensar, podía decirse que manifestaban una mayor amplitud de criterio permitiendo a cada cual pensar por sí mismo en materia de religión, escogiendo el objeto de su adoración y también su especial modo de rendirle culto. O bien, pudiera ponerse en evidencia un estado de civilización más adelantada, mayor cultura y refinamiento, erigiendo, como en Roma, un Panteón en el cual todos los dioses del Paganismo pudieran hallar sitio. “¿Qué importa la forma de la religión del hombre, o el objeto de su culto con tal de que sea sincero? Al fin todo terminará bien; el punto principal estriba en que todos atendamos al progreso material, a favorecer la prosperidad nacional como los medios más seguros de afirmar los intereses individuales. Por supuesto es conveniente que todo hombre tenga una religión, pero en cuanto a la forma es completamente secundario. La cuestión está en lo que es cada cual, no en la religión que tenga.”
Todo esto, ya podemos concebirlo, sería admirablemente aceptable a la mente carnal, y gozará de popularidad entre las naciones incircuncisas. Mas Israel debía recordar esta sentencia preceptiva: “Jehová tu Dios, Jehová uno es.” Y esta otra: “No tendrás dioses ajenos delante de Mí.” Esta debía ser su religión; el fundamento de su culto había de ser tan amplio y tan estrecho como el Dios vivo y verdadero, su Creador y Redentor. Este fundamento era bastante amplio para todo verdadero adorador, para todo miembro de la asamblea de la circuncisión, para todo aquél cuyo elevado y santo privilegio consistía en pertenecer al Israel de Dios. Nada tenía que ver con las opiniones u observaciones de las naciones incircuncisas que les rodeaban. ¿Eran de valor alguno? No tenían el peso de una pluma. ¿Qué podían saber esas naciones acerca de los derechos del Dios de Israel sobre Su pueblo circuncidado? Absolutamente nada. ¿Eran competentes para decidir sobre la amplitud de la base sobre la que Israel se apoyaba? Claro que no; estaban en la ignorancia más completa sobre tal cuestión. De aquí que sus pensamientos, sus raciocinios, argumentos y objeciones sobre esto no tenían valor alguno para ser atendidos ni por un momento. Israel tenía el simple y preciso deber de inclinarse a la suprema y absoluta autoridad de la Palabra de Dios, y esa Palabra insistía en la completa abolición de todo rastro de idolatría en la buena tierra de la que tenía el privilegio de ser arrendatarios bajo la dirección de Dios mismo.
Mas no sólo era una obligación de Israel abolir todos los lugares en los cuales los paganos habían adorado a sus dioses; cierto que estaban solemnemente obligados a hacerlo; pero debían hacer más aún. El ánimo pudiera concebir fácilmente el pensamiento de extinguir la idolatría en todos los lugares en donde existiera, y levantando en su lugar altares al verdadero Dios. Este curso podría parecer el propio para su adopción. Pero Dios pensó de modo muy diferente. “No haréis así a Jehová vuestro Dios. Mas el lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de todas vuestras tribus, para poner allí Su nombre, para Su habitación, ése buscaréis, y allá iréis: y allí llevaréis vuestros holocaustos, y vuestros sacrificios, y vuestros diezmos, y la ofrenda elevada de vuestras manos, y vuestros votos, y vuestras ofrendas voluntarias, y los primerizos de vuestras vacas y de vuestras ovejas. Y comeréis allí delante de Jehová vuestra Dios, y os alegraréis, vosotros y vuestras familias, en toda obra de vuestras manos en que Jehová tu Dios te hubiere bendecido.”
Aquí se despliega una verdad capital ante la congregación de Israel. Debían tener un lugar de culto, lugar designado por Dios y no por hombre. Su habitación, el lugar de Su presencia, debía ser el gran centro de Israel; allí debían acudir con sus sacrificios y sus ofrendas, allí debían rendir su culto y encontrar su común alegría.
¿Parece ser esto exclusivo? Desde luego lo era; y ¿cómo pudiera ser de otro modo? Si Dios se complacía en escoger un paraje en el cual sentar Su habitación en medio de Su pueblo redimido, es seguro que por necesidad todo otro paraje como lugar de adoración era excluido. Esto era exclusividad divina, y toda alma piadosa se alegraría en ello. Todo verdadero amante de Jehová diría de todo corazón: “Jehová, la habitación de Tu casa, he amado, y el lugar del tabernáculo de Tu gloria.” Y también “Cuán amables son Tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Codicia y aun ardientemente desea mi alma los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo . . . Bienaventurados los que habitan en Tu casa; perpetuamente Te alabarán . . . Porque mejor es un día en Tus atrios, que mil fuera de ellos: escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad” (Salmos 26, 84).
Este era el punto importantísimo y magno. Era el habitáculo de Jehová lo que era caro a todo verdadero Israelita. La inquieta voluntad humana pudiera desear correr de acá para allá; el pobre vagabundo corazón pudiera anhelar algún cambio; pero para el corazón que amaba a Dios, todo cambio del lugar de Su presencia, el lugar donde Él había puesto Su santo Nombre, sólo podía ser un cambio para su propio perjuicio. El verdaderamente devoto adorador sólo podía encontrar satisfacción y gozo, bendición y descanso en el lugar de la divina presencia; y esto desde el doble punto de vista de la autoridad de Su preciosa Palabra, y el poder atrayente de Su presencia. Ese tal no podría pensar nunca en dirigirse a otro hogar alguno. ¿A dónde iría? No había más que un altar, un habitáculo, un Dios, tal era el lugar para todo Israelita cuerdo y de corazón verdadero. Pensar en otro lugar de culto, a juicio suyo, no sólo hubiese sido un apartamiento de la Palabra de Jehová, sino también de Su santa habitación.
En todo nuestro capítulo se insiste de una manera profusa sobre este gran principio. Moisés recuerda al pueblo que, desde el momento de entrar en la tierra de Jehová, debía ponerse término a toda la irregularidad y obstinación que les había caracterizado en los llanos de Moab como en el desierto. “No haréis como todo lo que nosotros hacemos aquí ahora, cada uno lo que le parece. Porque aun hasta ahora no habéis entrado al reposo y a la heredad que os da Jehová vuestro Dios. Mas pasaréis el Jordán, y habitaréis en la tierra qué Jehová vuestro Dios os hace heredar, y Él os dará reposo de todos vuestros enemigos alrededor, y habitaréis seguros. Y entonces, al lugar que Jehová vuestro Dios escogiere para hacer habitar en Él Su Nombre, allí llevaréis todas las cosas que yo os mando:. . Guárdate, que no ofrezcas tus holocaustos en cualquier lugar que vieres: mas en el lugar que Jehová escogiere en una de tus tribus, allí ofrecerás tus holocaustos, y allí harás todo lo que yo te mando” (Vers. 8-14).
Así que, no sólo en el objeto, sino hasta en el lugar y modo de adorar, Israel estaba absolutamente circunscrito al mandamiento de Jehová. Debían ponerse término a lo que a ellos pluguiera, a lo que ellos escogieran, a lo que ellos quisieran, en cuanto tuviese relación con el culto de Dios, tan pronto hubieran cruzado el río de la muerte, y hubiesen sentado sus pies, como pueblo redimido, en la herencia que se les concedía divinamente. Una vez en ella, en el goce de la tierra de Jehová y el reposo que la tierra les proporcionaba, su servicio razonable e inteligente había de ser la obediencia a Su Palabra. En el desierto podían pasarse por alto cosas que no podían ser toleradas en Canaán. Cuanto más elevado fuese el alcance de sus privilegios, tanto mayor era la responsabilidad y más elevada la norma a que debían conformar sus actos.
Podría ser que nuestros pensadores de amplio criterio y los que contienden por la libertad de la voluntad y por la libertad de acción, que abogan por el derecho del criterio privado en materias religiosas, por la liberalidad de la mente y por la catolicidad del espíritu, podría ser, decimos, que estén prontos a tachar lo expuesto de extremadamente estrecho y enteramente impropio de nuestro siglo de las luces y para hombres de inteligencia y de ilustración.
¿Cuál debe ser nuestra respuesta a los que adoptan tal lenguaje? Una muy sencilla y concluyente, y es la siguiente: ¿No tiene Dios derecho a prescribir el modo en que Su pueblo debe adorarle? ¿No tenía perfecto derecho a fijar el lugar donde debía reunir a Su pueblo Israel? O hemos de negar Su existencia o admitir Su absoluto e incuestionable derecho a exponer Su voluntad sobre el cómo, cuándo y dónde debía Su pueblo allegarse a Él. ¿Querrá alguien, por ilustrado y culto que sea, negar tal cosa? ¿Es una prueba de alta cultura, de refinamiento, de amplitud de criterio, de universalidad de espíritu el negar a Dios Sus derechos?
Si Dios, pues, tiene derecho a mandar, ¿será estrechez de criterio o fanatismo en Su pueblo el obedecerle? Tal es la cuestión. Y a nuestro juicio es tan sencillo que más no puede ser. Estamos completamente convencidos de que la verdadera amplitud de miras, grandeza de corazón y universalidad de espíritu están en cumplir los mandamientos de Dios. Por lo tanto, cuando se ordenó a Israel que acudiera a un lugar determinado y ofreciera allí sus sacrificios, con seguridad que no había estrechez de espíritu o fanatismo en acudir allí y rehusar con santa energía acudir a otro sitio distinto. Los gentiles incircuncisos podían ir donde les pluguiese; el Israel de Dios debía acudir tan sólo al sitio designado por Él.
¡Qué inefable privilegio para cuantos amaban a Dios y se amaban unos a otros reunirse en el sitio donde habitaba Su Nombre! ¡Qué gracia más conmovedora brilla en este Su deseo de reunir a Su pueblo alrededor Suyo de vez en cuando! ¿Acaso infringía este hecho sus derechos personales y privilegios domésticos? Al contrario; los encarecía inmensamente, Dios en Su infinita bondad tuvo cuenta de esto. Se gozaba en ministrar la alegría y la bendición a Su pueblo, la felicidad privada, social y pública. De aquí que leamos: “Cuando Jehová tu Dios ensanchare tu término, como Él te ha dicho, y tú dijeres, comeré carne, porque deseó tu alma comerla, conforme a todo el deseo de tu alma comerás carne. Cuando estuviere lejos de ti el lugar que Jehová tu Dios habrá escogido para poner allí Su Nombre, matarás de tus vacas y de tus ovejas, que Jehová te hubiere dado, como te he mandado yo, y comerás, en tus puertas según todo lo que deseare tu alma. Lo mismo que se come el corzo y el ciervo, así las comerás: el inmundo y el limpio comerán también de ellas.”
Aquí vemos que se concede por la bondad y tierna misericordia de Dios un gran margen al más completo círculo de las satisfacciones personales y familiares. La única restricción era para la sangre. “Solamente que te esfuerces a no comer sangre; porque la sangre es el alma, y no has de comer el alma juntamente con su carne. No la comerás; en tierra la derramarás como agua. No comerás de ella para que te vaya bien a ti, y a tus hijos después de ti, cuando hicieres lo recto en ojos de Jehová.”
Este era un principio cardinal en la ley, al cual hicimos ya referencia en nuestras “Notas sobre el Levítico.” No es la cuestión hasta qué punto Israel lo comprendió; ellos debían obedecer para que les fuera bien a ellos y a sus hijos después de ellos. Debían reconocer en este asunto los soberanos derechos de Dios.
Habiendo hecho esta excepción en lo tocante a las costumbres personales y familiares, el legislador vuelve a tratar del tema importantísimo de su culto público. “Empero las cosas que tuvieres tú consagradas, y tus votos, las tomarás y vendrás al lugar que Jehová hubiere escogido: y ofrecerás tus holocaustos, la carne y la sangre, sobre el altar de Jehová tu Dios: y la sangre de tus sacrificios será derramada sobre el altar de Jehová tu Dios, y comerás la carne” (Vers. 26, 27).
Si a la razón o al capricho se le consintiera hablar quizá dijera: “¿Por qué hemos de acudir a este lugar único? ¿No podemos tener un altar en casa? ¿O, por lo menos, un altar en cada ciudad importante, o en el centro de cada tribu?” La respuesta concluyente es: “Dios lo ha dispuesto de otro modo, y esto debe bastar a todo verdadero Israelita. Aunque no seamos capaces por razón de nuestra ignorancia, de ver el por qué o el cómo, nuestro preciso deber es obedecer sencillamente. Puede suceder, además, que conforme vayamos andando cuidadosamente por la senda de la obediencia, aparecerá la luz en nuestras almas en cuanto a la razón de este hecho, y encontraremos abundante bendición en hacer lo que place a Jehová nuestro Dios.”
Sí, lector; esta es la manera conveniente de responder a los razonamientos y dudas de la mente carnal, que no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco en realidad puede. Es seguro que la luz penetrará en nuestras almas según vayamos andando con espíritu humilde por el sagrado sendero de la obediencia; y no sólo esto, sino que indecibles bendiciones afluirán a nuestro corazón en esta consciente proximidad a Dios, que sólo es conocido de aquellos que guardan amorosamente Sus preciosísimos mandamientos. ¿Hemos de exponer a los contradictores carnales y a los incrédulos nuestras razones para obrar en este o en aquel sentido? Ciertamente que no; esto no nos compete; sería perder tiempo y trabajo, toda vez que los contradictores y razonadores son enteramente incapaces de entender o apreciar nuestras razones.
Por ejemplo, en el tema que estamos considerando ¿puede una mente carnal, un incrédulo, un simple hijo de la naturaleza comprender por qué se ordenó a las doce tribus de Israel a que adoraran ante un solo altar, reunirse en un lugar determinado, agruparse alrededor de un solo centro? No, ni por asomo. La grande razón moral de tan hermosa institución está muy lejos de su alcance.
Pero para una mente espiritual, todo es tan claro como hermoso. Jehová quiso congregar a Su amado pueblo alrededor Suyo de vez en cuando, a fin de que pudieran regocijarse juntos ante Él, y para que pudiera Él tener Su especial complacencia en ellos. ¿No era esto algo preciosísimo? Seguramente lo era para todos los que realmente amaban a Jehová.
No cabe duda si el corazón fuera frío y descuidado para con Dios, poco importaría cual fuese el lugar de culto; cualquier lugar le hubiera sido igual. Pero podemos establecer como principio seguro que todo leal y amante corazón desde Dan hasta Beerseba se regocijaría al reunirse en el lugar en que Jehová había puesto Su Nombre, y que había designado para estar entre Su pueblo. “Yo me alegré con los que me decían: A la casa de Jehová iremos. Nuestros pies estuvieron en tus puertas, oh Jerusalem (el centro de Dios para Israel.) Jerusalem, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí. Y allá subieron las tribus, las tribus de Jah, conforme al testimonio dado a Israel, para alabar el Nombre de Jehová. Porque allá (y no en otro sitio) están las sillas del juicio, las sillas de la casa de David. Pedid la paz de Jerusalem: sean prosperados los que te aman. Haya paz en tu antemuro, y descanso en tus palacios. Por amor de mis hermanos y mis compañeros hablaré ahora paz de ti. A causa de la casa de Jehová nuestro Dios, buscaré bien para ti” (Salmo 122).
Aquí tenemos la hermosa aspiración de un corazón que amaba la habitación del Dios de Israel, su bendito centro, el punto de cita de las doce tribus de Israel, el sitio consagrado que iba asociado en el alma de todo verdadero Israelita con todo lo brillante y gozoso relacionado con el culto de Jehová y la comunión de Su pueblo.
Tendremos ocasión de volver sobre tan deleitoso tema cuando lleguemos al estudio del capítulo decimosexto de nuestro libro, y terminaremos esta sección reproduciendo el último párrafo del capítulo de que estamos tratando.
“Cuando hubiere devastado delante de ti Jehová tu Dios las naciones a donde tú vas para poseerlas y las heredares, y habitares en su tierra, guárdate que no tropieces en pos de ellas, después que fueren destruidas delante de ti: no preguntes acerca de sus dioses, diciendo: De la manera que servían aquellas gentes a sus dioses, así haré yo también. No harás así a Jehová tu Dios: porque todo lo que Jehová aborrece, hicieron ellos a sus dioses; pues aun a sus hijos e hijas quemaban en el fuego a sus dioses. Cuidaréis de hacer todo lo que os mando: no añadirás a ello ni quitarás de ello (Vers. 29-32).
La preciosa Palabra de Dios debía formar un sagrado recinto alrededor de Su pueblo, dentro del cual podían gozar de Su presencia y deleitarse en la abundancia de Sus mercedes y favores, y en el cual debían apartarse enteramente de todo lo que pudiera ofenderle a Él, cuya presencia debía ser a un tiempo su gloria, su gozo, y su gran salvaguardia moral contra todo lazo y toda abominación.
¡Ah! ellos no permanecieron en aquel recinto; prontamente echaron abajo las vallas que lo circundaba y se desviaron de los santos mandamientos de Dios. Hicieron precisamente aquellas mismas cosas que se les había dicho que no hicieran, y tuvieron que cosechar las terribles consecuencias. Pronto hablaremos de esto y de su porvenir.
Capítulo 13
Abundan en este capítulo principios muy importantes. Está formado de tres secciones, cada una de las cuales merece nuestra mayor atención. No procuremos debilitar la fuerza admonitoria de tal escritura, o esquivar sus agudos filos diciendo que no tiene aplicación a los cristianos, que es enteramente judaica en su alcance y en su aplicación. No hay duda de que originariamente fue dirigida a Israel; esto es tan evidente que no admite duda. Pero no olvidemos que fue escrita “para nuestra enseñanza”; y no tan sólo esto, sino que cuanto más atentamente la estudiamos, veremos que sus enseñanzas son de importancia universal.
“Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te diere señal o prodigio, y acaeciere la señal o prodigio que él te dijo, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles: No darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños, porque Jehová vuestro Dios os prueba, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma. En pos de Jehová vuestro Dios andaréis, y a Él temeréis, y guardaréis Sus mandamientos, y escucharéis Su voz, y a Él serviréis, y a Él os allegaréis. Y el tal profeta, o soñador de sueños, ha de ser muerto; por cuanto trató de rebelión contra Jehová vuestro Dios, que te sacó de tierra de Egipto, y te rescató de casa de siervos, y de echarte del camino por el que Jehová tu Dios te mandó que anduvieses: y así quitarás el mal de en medio de ti” (Vers. 1-5).
Aquí vemos como Dios ha proveído para los casos todos de falsas enseñanzas y para la falsa influencia religiosa. Sabemos todos con cuanta facilidad el pobre corazón humano se descarría por cualquier cosa que tenga el aspecto de un signo o de un prodigio, y especialmente cuando estas cosas están relacionadas con la religión. Esto no era exclusivo de la nación de Israel; lo vemos en todas partes y en todos los tiempos. Algo sobrenatural, algo que envuelve una infracción de lo que ordinariamente llamamos las leyes de la naturaleza, es casi seguro que obrará poderosamente sobre la mente del hombre. Un profeta que se levante en medio del pueblo y confirme sus enseñanzas con prodigios, señales o milagros puede estar casi seguro de obtener un auditorio y lograr influencia.
Por este medio, Satanás ha trabajado en todas las edades, y obrará más poderosamente aun al final de este siglo a fin de engañar y llevar a eterna destrucción a los que no quieren atender a la preciosa verdad del evangelio. El “misterio de iniquidad” que ha estado obrando en la iglesia profesante durante diez y nueve siglos, levantará cabeza en la persona de “aquel inicuo, al cual el Señor matará con el espíritu de Su boca, y destruirá con el resplandor de Su venida; a aquel inicuo, cuyo advenimiento es según operación de Satanás, con grande potencia, y señales, y milagros mentirosos. Y con todo engaño de iniquidad en los que perecen; por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por tanto, pues, les envía Dios operación de error, para que crean a la mentira; para que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, antes consintieron a la iniquidad” (2 Tes. 2:8-12).
Así también en el capítulo veinticuatro de Mateo, nuestro Señor amonesta a Sus discípulos contra la misma clase de influencias. “Entonces si alguno os dijere: He aquí está el Cristo, o allí, no creáis. Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y darán señales grandes y prodigios; de tal manera que engañarán, si es posible, aún a los escogidos. He aquí os lo he dicho antes” (Vers. 23-25).
También en el Apocalipsis 13 leemos de la segunda bestia saliendo de la tierra, el gran falso profeta, el anticristo, haciendo grandes prodigios “de tal manera que aún hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres, y engaña a los moradores de la tierra por las señales que le ha sido dado hacer en presencia de la bestia, mandando a los moradores de la tierra que hagan la imagen de la bestia que tiene la herida de cuchillo, y vivió” (Vers. 13, 14).
Cada uno de los tres pasajes citados de la sagrada Escritura hace referencia a escenas que sucederán después que la iglesia haya sido sacada de este mundo; mas no nos detendremos en esto, ya que nuestro intento al copiarlos para el lector ha sido para que éste vea hasta dónde puede llegar el diablo en cuanto a maravillas y señales para apartar a las gentes de la verdad, y también para exponerle la única salvaguardia divina y perfecta contra el engañoso poder del enemigo.
El corazón humano no tiene posibilidad ninguna para resistir la influencia de “las grandes señales y prodigios” producidos para apoyar el más mortífero error. No hay más que una cosa que pueda fortalecer el alma, y darle la posibilidad de resistir al diablo y a sus mortales engaños, y esta cosa es la Palabra de Dios. Tener atesorada la Palabra de Dios en nuestros corazones es el secreto divino para la preservación de todo error, aunque venga autorizado por los más estupendos milagros.
Así vemos que en la primera de aquellas citas la razón porque las gentes serán engañadas por las señales y milagros mentirosos de “aquel inicuo” es que “no recibieron el amor de la verdad para ser salvos.” Es el amor de la verdad lo que preserva del error, por persuasivo, por fascinador, por fuertemente apoyado que esté con la poderosa evidencia de “grandes señales y prodigios.” No es la destreza, la poderosa inteligencia, el alcance mental, la extensa cultura; todas estas cosas son enteramente impotentes ante las tretas y maquinaciones de Satanás. La inteligencia humana más gigantesca cae como fácil presa ante la astucia de la serpiente.
Mas, bendito sea Dios, las mañas, las sutilezas, las señales y los milagros mentirosos, todos los recursos de Satanás, todas las maquinaciones del infierno son del todo impotentes contra un corazón que es dirigido por el amor de la verdad. Un pequeñuelo que sabe y cree y ama la verdad, está escudado, abrigado y preservado divinamente del poder cegador y engañador de aquel inicuo. Si se levantaran diez mil falsos profetas y llevaran a cabo los más extraordinarios milagros que jamás hubiesen presenciado ojos humanos a fin de probar que la Biblia no es la Palabra inspirada de Dios, o que nuestro Señor Jesucristo no es Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre, o para desmentir la gloriosa verdad de que la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, limpia de todo pecado, o cualquiera otra preciosa verdad revelada en la Santa Escritura, no harían el menor efecto en el más sencillo niño en Cristo cuyo corazón fuese guiado por la Palabra de Dios. Sí; si un ángel del cielo descendiera y predicara algo contrario a lo que se nos enseña en la Palabra de Dios, tenemos la autorización divina de pronunciar anatema sobre ellos, sin más discusión o argumentación alguna.
Esto es una merced indecible. Coloca al más sencillo e indocto hijo de Dios en la situación más bendita, situación no sólo de seguridad moral sino de dulce descanso. No somos llamados a analizar la falsa doctrina, o a pesar la evidencia propuesta a favor de ella; rechazamos con firme decisión tanto la una como la otra, sencillamente porque tenemos la certeza y el amor de la verdad en nuestros corazones. “No darás oído a las palabras de tal profeta, ni a tal solador de sueños,” aunque el milagro o la señal haya acontecido, “porque Jehová vuestro Dios os prueba, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma.”
Este era, amado lector, el punto importante para Israel; y también lo es para nosotros. Entonces, ahora y siempre, la verdadera seguridad moral es tener el corazón fortalecido con el amor a la verdad, que es tan sólo otra forma de expresión del amor de Dios. El fiel Israelita que amaba a Jehová, de todo corazón y con toda su alma hubiese dado pronta y concluyente respuesta a todos los falsos profetas y soñadores que pudieran aparecérsele; acudir al modo más expeditivo de tratar con ellos. “No ciarás oído.” Si el enemigo no gana nuestro oído, no puede tampoco llegar al corazón. Las ovejas siguen al Pastor, “porque conocen su voz. Al extraño,” aunque muestre señales y prodigios, “no seguirán, antes huirán de él.” ¿Y por qué? ¿Es acaso porque sean capaces de discutir, de argumentar, de analizar? No; ¡gracias y alabanza sean dadas a Dios! sino porque “no conocen la voz de los extraños.” El simple hecho de no conocer la voz es razón suficiente para no seguir al orador.
Todo esto está lleno de aliento y consuelo para todos los corderos y ovejas del rebaño de Cristo. Pueden oír la voz de su amante y fiel Pastor; pueden reunirse alrededor de Él y hallar en Su presencia verdadero descanso y perfecta seguridad. Él los hace yacer en verdes pastos y los conduce a las tranquilas aguas de Su amor. Esto es suficiente. Podrán ser muy débiles, enteramente débiles por sí mismas; pero esto no es un obstáculo a su tranquilidad y bendición; muy al contrario, esto las hace depender más de Su incontrastable poder. No debemos temer nunca nuestra debilidad; es la fuerza imaginada a la que hemos de temer; a la vana confianza en nuestra sabiduría, en nuestra inteligencia, a nuestros conocimientos en la Escritura, a nuestros alcances espirituales; esos sí, son cosas que debemos temer. Pero en cuanto a nuestra debilidad, cuanto más profundamente la sentimos tanto mejor, porque la potencia de nuestro Pastor se perfecciona en nuestra flaqueza, y Su preciosa gracia es ampliamente suficiente para todas las necesidades de Su amado rebaño (en conjunto) que compró con Su sangre, ya para cada individuo del mismo. Simplemente guardémosnos cerca de Él con un permanente reconocimiento de nuestra debilidad, de nuestro desamparo y nulidad; atesoremos Su preciosa verdad en nuestros corazones, nutrámonos de ella como el único sustento de nuestras almas día tras día, la utilidad principal de nuestra vida, el pan viviente para el fortalecimiento del hombre interior. De este modo seremos guardados de cualquiera voz extraña, de todo falso profeta, de toda trampa del diablo, de cualquiera influencia que tendiera a separarnos de la senda de la obediencia y de la práctica confesión del Nombre de Cristo.
Citaremos el párrafo segundo de nuestro capítulo, en el cual el pueblo de Dios es amonestado a que se guarde de otro lazo del diablo. ¡Cuántos y cuán variados son sus engaños y celadas! ¡Cuán múltiples son los peligros del pueblo de Dios! Pero, bendito sea Su santo Nombre, para todos ha proveído en Su Palabra.
“Cuando te incitare tu hermano, hijo de tu madre,” más próximo, más querido y tierno que el hijo del padre, “o tu hijo, o tu hija, o la mujer de tu seno, o tu amigo que sea como tu alma, diciendo en secreto: Vamos, y sirvamos a dioses ajenos, que ni tú ni tus padres conocisteis, de los dioses de los pueblos que están en vuestros alrededores cercanos a ti o lejos de ti desde un cabo de la tierra hasta el otro cabo de ella; no consentirás con él, ni le darás oído; ni tu ojo le perdonará, ni tendrás compasión, ni lo encubrirás: antes has de matarlo: tu mano será primero sobre él para matarle, y después la mano de todo el pueblo. Y has de apedrearlo con piedras, y morirá; por cuanto procuró apartarte de Jehová tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de siervos: para que todo Israel oiga, y tema, y no tornen a hacer cosa semejante a esta mala cosa en medio de ti” (Vers. 6-11).
Aquí tenemos algo muy diferente del falso profeta o del soñador de sueños. Miles hubieren podido sostenerse contra la influencia de estos, y sucumbir sin embargo a las acechanzas y poder seductor de los afectos naturales. Es muy difícil resistir a la acción de estos últimos. Exige un elevado tono de dedicación, gran simplicidad de ojo, firme propósito de corazón para tratar con fidelidad con los que viven con nosotros en los más profundos afectos y ternuras del corazón. La prueba para algunos de oponerse y rechazar un profeta o soñador con el cual no había ningún parentesco, ningún lazo de tierno y amante afecto sería nada en comparación de tener que intervenir con firme y severa decisión contra la propia mujer, el amado hermano o hermana, el amigo íntimo y tiernamente amado.
Pero dondequiera que los derechos de Dios, de Cristo, de la verdad están amenazados, no debe haber duda posible. Si alguno intentara hacer uso de los lazos de los afectos con el propósito de apartarnos de nuestra fidelidad a Cristo, hemos de resistirle con firme decisión. “Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre y madre, y mujer e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su vida, no puede ser Mi discípulo” (Luc. 14:26).
Procuremos comprender bien este aspecto de la verdad, y también procuremos colocarla en su sitio correspondiente. Si atendiéramos a la pobre y ciega razón, es seguro que presentaría a la inteligencia este tema de gran importancia práctica en su más repugnante perversión.
Cuando la razón trata de ejercitar sus facultades en las cosas de Dios, es seguro que se portará como agente eficaz y activo del diablo en oposición a la verdad. En cosas humanas y terrenas, la razón puede admitirse por lo que valga; pero en las cosas divinas y celestiales no sólo no tiene valor alguno sino que es falaz en absoluto.
¿Cuál es, pues, podríamos preguntar, la verdadera fuerza moral de Lucas 14:26, y de Deuteronomio 13:8, 10? Seguramente no significan que debamos ser “sin afectos naturales,” que es uno de los rasgos especiales de la apostasía de los últimos días. Eso es perfectamente claro. El mismo Dios ha establecido nuestros parentescos naturales, y cada uno de esos parentescos tiene sus afectos característicos, el ejercicio y despliegue de los cuales están en bella armonía con la mente de Dios. El cristianismo no se opone a nuestros parentescos naturales, pero introduce un poder por el cual las responsabilidades o derechos inherentes a esos parentescos puedan ser debidamente cumplidos a la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que en las varias epístolas el Espíritu Santo ha dado las más amplias instrucciones a maridos y esposas, padres e hijos, amos y criados, probando de este modo de la manera más completa y bendita la divina sanción a esas relaciones familiares y a los afectos que a las mismas pertenecen.
Todo esto es perfectamente claro; pero aun hemos de averiguar cómo se corresponde esto con Lucas 14, y con Deuteronomio 13. La respuesta es sencillamente la siguiente. La armonía es divinamente perfecta. Esas escrituras tienen su aplicación únicamente a los casos en los que nuestras relaciones de familia y sus afectos naturales están en conflicto con los derechos de Dios y de Cristo. Cuando ellas obran en este sentido, deben ser negados y amortiguados. Si ellas se atreven a entrometerse en un dominio que es enteramente divino, la sentencia de muerte debe ser pronunciada contra ellas.
Al contemplar la vida del único hombre perfecto que pisó nuestra tierra, podemos darnos cuenta de la manera más hermosa con que se ajustó a los varios derechos que como hombre y como siervo tuvo que cumplir. Pudo decir a Su madre “¿Qué tengo Yo contigo, mujer?” Y sin embargo, en el momento oportuno, pudo con exquisita ternura encomendar aquella madre al discípulo amado. Pudo decir a Sus padres: “¿No sabéis que en los negocios de Mi Padre Me conviene estar?” y al mismo tiempo ir con ellos a casa y estar dulcemente sujeto a la autoridad paterna. De este modo las enseñanzas de la Escritura, y la perfecta conducta del Cristo vivo se aúnan para enseñarnos cómo hemos de cumplir rectamente los derechos naturales y los derechos de Dios.
Mas puede ser que el lector halle considerables dificultades con respecto a la conducta mandada observar en el Deuteronomio 13:9, 10. Tal vez le parecerá difícil de conciliarla con la idea de un Dios de amor, y con la gracia, la nobleza y ternura inculcadas en las Escrituras del Nuevo Testamento. Aquí también debemos ejercer gran vigilancia sobre la razón. Esta presume siempre de encontrar ancho campo a sus funciones en las rígidas actuaciones del gobierno divino; pero en realidad, sólo despliega su ceguedad y locura. En cambio, aunque no daríamos lugar por un momento a la razón incrédula, deseamos vivamente auxiliar a toda alma sincera que no pueda orientarse en esta cuestión.
Ya tuvimos ocasión, durante nuestros estudios sobre los primeros capítulos de este libro, de referirnos al importantísimo tema de los tratos gubernamentales de Dios, tanto con Israel como con las naciones; pero, como añadidura a lo ya expuesto, bueno será recordar la notable diferencia entre las dos economías, la ley y la gracia. Si esto no es claramente comprendido, encontraremos dificultades muy considerables en pasajes como en Deuteronomio 13:9, 10. El gran principio característico de la economía judaica fue la justicia; el principio característico del cristianismo es la gracia, pura y soberana.
Si este hecho es bien comprendido, todas las dificultades se desvanecen. Era perfectamente justo, para Israel, perfectamente compatible y en perfecta armonía con la mente de Dios, matar a sus enemigos. Dios les mandó que así lo hicieran. Y de igual manera era justo y pertinente para ellos el ejecutar justo castigo, hasta el de muerte, sobre cualquier miembro de la congregación que procurase llevarlos tras falsos dioses, según el pasaje de que tratamos. El hacer tal cosa estaba en perfecta consonancia con los grandes principios que regían en el gobierno y en la ley, bajo la cual estaban colocados, de acuerdo con la sabiduría de Dios en aquella dispensación.
Todo esto es perfectamente claro. Se le ve de este modo a lo largo de todo el canon del Antiguo Testamento. El gobierno de Dios en Israel, y Su gobierno del mundo en relación con Israel, se basaba en el estricto principio de la justicia. Y tal como fue en el pasado, así será en lo porvenir. “He aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio.”
Pero en el cristianismo vemos una cosa enteramente diferente. En cuanto abrimos las páginas del Nuevo Testamento, y oímos las enseñanzas y observamos los actos del Hijo de Dios, nos encontramos en un terreno enteramente nuevo, y en una atmósfera cambiada. En una palabra, estamos en un terreno y en una atmósfera de pura y soberana gracia.
Así que, como una muestra de esa enseñanza, tomemos un pasaje o dos del llamado Sermón de la Montaña, el maravilloso y precioso compendio de los principios del reine de los cielos.” “Oísteis que fue dicho a los antiguos: Ojo por ojo, y diente por diente. Mas Yo os digo: No resistáis el mal; antes a cualquiera que te hiriere en tu mejilla diestra, vuélvele también la otra; y al que quisiere ponerte a pleito y tomarte tu ropa, déjale también la capa; y a cualquiera que te cargare por una milla, ve con él dos.” Y también “oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Mas Yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos: que hace que Su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos . . . Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:38-48).
No podemos detenernos ahora en estas benditas sentencias; las citamos para el lector a fin de que vea la inmensa diferencia entre las economías judaica y cristiana. Lo que era perfectamente justo y consistente para un judío, pudiera ser enteramente erróneo e inconsistente para un cristiano.
Esto es tan claro que un niño lo verá; y, sin embargo, es extraño que muchos entre el amado pueblo del Señor al parecer ven esa cuestión envuelta en nubes. Creen perfectamente recto para un cristiano tratar en justicia, y hacer la guerra, y ejercer poderes mundanales. Pues bien; si es justo que un cristiano obre así, queremos preguntar simplemente: ¿Dónde se nos enseña tal cosa en el Nuevo Testamento? ¿Dónde hay una sola sentencia de labios de nuestro Señor Jesucristo, o de la pluma del Espíritu Santo que apoye o sancione tal cosa? Como ya hemos dicho refiriéndonos a otras cuestiones de este libro, de nada sirve que digamos: Yo pienso tal o cual cosa. Nuestros pensamientos nada valen. La gran cuestión en toda materia de fe y de moral cristiana es ésta: “¿Qué dice sobre esto el Nuevo Testamento?” ¿Qué enseñó nuestro Señor y Maestro; y qué fue lo que hizo? El enseñó que Su pueblo actual, no debe obrar como obraba Su pueblo de la antigüedad. La justicia era el principio de la economía antigua; la gracia es el principio de la economía nueva.
Esto fue lo que Cristo enseñó, según puede verse en innumerables pasajes de la Escritura. ¿Y cómo obró? ¿Trató al pueblo bajo el principio de la justicia? ¿Hizo valer Sus derechos? ¿Ejerció alguna potestad mundana? ¿Se acogió a la ley? ¿Se vengó alguna vez, o pagó en la misma moneda? Cuando Sus pobres discípulos, en su ignorancia de los celestiales principios que enseñaba, y en su total olvido del modo como siempre había obrado, Le dijeron en una ocasión, en que no le fue permitido entrar en una aldea de Samaritanos: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo y los consuma, como hizo Elías?” Su respuesta, ¿cuál fue? “Entonces volviéndose Él, los reprendió, diciendo; Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea.” Era perfectamente compatible con el espíritu, con el principio y con el genio de la dispensación de la que Elías era el exponente y representante, el hacer bajar fuego del cielo para consumir los hombres mandados por un rey impío para que le prendiesen. Mas nuestro bendito Señor era el perfecto Exponente y el divino Representante de otra dispensación enteramente distinta. Su vida fue una vida de abnegación desde el principio al fin. Jamás alegó Sus derechos. Él vino a servir y a dar. Vino a representar a Dios, a ser la perfecta expresión del Padre en todo. El carácter del Padre brillaba en cada una de Sus miradas, en cada palabra Suya, en todos Sus actos, en todos Sus movimientos.
Tal fue el Señor Jesucristo cuando estuvo aquí entre los hombres; y tal fue Su enseñanza. Él practicó lo que enseñaba, y enseñó lo que practicaba. Sus palabras expresaban lo que era, y Sus hechos demostraban Sus palabras. Vino a servir y a dar; y Su vida entera fue señalada por estas dos cosas, desde el pesebre a la cruz. Pudiéramos decir en verdad que nos faltaría tiempo para citar los pasajes en prueba, y como ilustración de esto, ni tampoco hay necesidad de ello puesto que la veracidad de ello casi no podrá ser dudada.
Pues bien; ¿no es Él nuestro gran Dechado en todo? ¿No es por Sus enseñanzas y conducta que han de moldearse nuestra vida y carácter cristianos? ¿Cómo vamos a saber de qué modo hemos de portarnos si no es atendiendo a Sus benditas palabras y mirando a Su vida perfecta? Si nosotros como cristianos hemos de ser guiados y gobernados por los principios y preceptos de la economía Mosaica, entonces ciertamente estaríamos en nuestro derecho recurrir a la ley, hacer valer nuestros derechos, tomar parte en la guerra y destruir a nuestros enemigos. Pero entonces ¿qué hacemos de la enseñanza y del ejemplo de nuestro adorable Señor y Salvador? ¿Qué de las enseñanzas del Espíritu Santo? ¿Qué del Nuevo Testamento? ¿No le parece al lector tan claro como la luz del sol, que para el cristiano hacer estas cosas es obrar en flagrante contradicción con el ejemplo y la enseñanza de su Señor?
Sin embargo, dicho esto, se nos podrá hacer la antigua y repetida pregunta: “¿Qué sería del mundo, qué sería de sus instituciones, qué sería de la sociedad si tales principios fuesen universalmente admitidos?” Los historiadores paganos al hablar de los primitivos cristianos y de su negativa a formar parte del ejército romano, preguntan con burla: “¿Qué hubiera sido del imperio, rodeado de bárbaros por todas partes si todo el mundo se hubiera entregado a ideas tan pusilánimes como éstas?”
Y nosotros replicamos inmediatamente: Si esos espirituales y celestiales principios fuesen reconocidos universalmente, no habría guerras, no habría luchas; por lo cual no habría necesidad de soldados, no habría necesidad de ejércitos ni marinas permanentes, ni de policía; no habría hechos delictuosos, no habría pleitos, por lo cual tampoco habría necesidad de tribunales de justicia, ni jueces, ni magistrados; en suma, el mundo tal como es hoy habría terminado; los reinos de este mundo se hubieran convertido en reinos de nuestro Señor, y de Cristo.
Pero el hecho evidente es que esos celestiales principios de los cuales hablamos no son de ninguna manera intentados para el mundo aun cuando el mundo no podría adoptarlos, ni obrar de acuerdo con ellos ni una sola hora, si tal se hiciera envolvería la inmediata y completa subversión del actual estado de cosas, la disolución de todo el armazón de la sociedad tal como está hoy constituida.
De aquí que la objeción de los incrédulos se desploma en ruinas a nuestros pies, como tantas otras objeciones suyas, como también las cuestiones y dificultades que se fundan sobre ellas. Están desprovistas de la más mínima partícula de fuerza moral. Los principios celestiales no están designados en modo alguno para “este presente mundo malo”; están designados para la iglesia, que no es del mundo, como tampoco Jesús es del mundo. El Señor dijo a Pilato: “Si de este mundo fuera Mi reino, mis servidores pelearían, para que Yo no fuese entregado a los judíos: ahora, pues, Mi reino no es de aquí.”
Nótese bien la palabra “ahora.” Más tarde los reinos de este mundo llegarán a ser el reino de nuestro Señor; pero ahora es rechazado Él, y todos los que Le corresponden, Su iglesia, Su pueblo, han de compartir con Él Su recusación, seguirle fuera del real, y andar como peregrinos y extranjeros acá abajo, esperando el momento cuando vendrá a recogerlos a Sí mismo, para que donde Él está, ellos también estén.
Ahora pues, es la tentativa de mezclar el mundo y la iglesia la cual produce tan terrible confusión. Esta es una de las astucias especiales de Satanás; y ha hecho más para manchar el testimonio de la iglesia de Dios e impedir su progreso de lo que la mayoría de nosotros nos damos cuenta. Envuelve una completa subversión de las cosas, el confundir cosas que difieren esencialmente entre sí, una completa negación del verdadero carácter de la iglesia, su posición que debe ocupar, su marcha y su esperanza. A veces oímos hablar del “mundo cristiano.” ¿Qué significa eso? Es sencillamente pretender unir dos cosas que en su origen, en su naturaleza y en su carácter son tan distintas como la luz de las tinieblas. Es un esfuerzo para coser un pedazo nuevo en un vestido viejo, con lo cual se consigue tan sólo, según nos dice nuestro Señor, que el desgarrón sea mayor.
El propósito de Dios no es Cristianizar el mundo, sino llamar a Su pueblo aparte del mundo para que Le sea un pueblo celestial, regido por principios celestiales, formado por un objeto celestial, alentado por una esperanza celestial. Si esto no se comprende claramente, si la verdad en cuanto a la vocación verdadera y el camino de la iglesia no se realiza como un poder viviente en el alma, podemos estar seguros de incurrir en los más graves errores en nuestra obra, en nuestra conducta y en nuestro servicio. Haremos un uso enteramente erróneo de las Escrituras del Antiguo Testamento, no sólo en asuntos proféticos, sino también con respecto a la vida práctica; sería en verdad imposible calcular la pérdida que ha de resultar de no comprender la vocación, posición, y esperanza distintivas de la iglesia de Dios, su asociación—su unión viviente, en fin, con un Cristo rechazado, resucitado y glorificado.
No podemos intentar a extendernos más en esta interesante y muy importante cuestión, pero vamos a indicar al lector uno o dos ejemplos que ilustran el método que sigue el Espíritu al citar y hacer, aplicación de la Escritura del Antiguo Testamento. Véase, por ejemplo, el siguiente pasaje del hermoso Salmo treinta y cuatro: “La ira de Jehová contra los que mal hacen, para cortar de la tierra la memoria de ellos.” Notemos a continuación de qué modo el Espíritu Santo cita este mismo pasaje en la primera epístola de Pedro. “El rostro del Señor está sobre aquellos que hacen el mal” (Cap. 3:12). Ni una palabra sobre “cortar la memoria de ellos.” ¿Cómo es así? Porque el Señor no está actuando al presente bajo la ley; más tarde actuará de acuerdo con ella en el reino. Pero, actualmente, está actuando por la gracia y en longánima misericordia. Su rostro está tanto y tan decididamente contra los que mal hacen, como lo estuvo siempre y como lo estará siempre, pero no para cortar ahora la memoria de ellos de sobre la tierra. El ejemplo más evidente de Su maravillosa gracia y tolerancia, y de la diferencia entre los dos principios de que tratamos, lo tenemos en el hecho de que los mismos hombres que con manos malvadas crucificaron a Su unigénito y bien amado Hijo, malhechores, sin duda alguna, de la peor ralea, en vez de ser cortados de la tierra, fueron los primeros que oyeron el mensaje de perdón completo y gratuito por la sangre de la cruz.
Algunos creerán que damos demasiada importancia a la simple omisión de una cláusula de la Escritura del Antiguo Testamento. No piense el lector tal cosa. Aun cuando no tuviéramos más que este solo ejemplo, sería grave error tratarlo con algo que se pareciera a indiferencia. Pero el hecho es que hay veintenas de pasajes de iguales condiciones al ya citado, todos ellos ilustrativos del contraste entre la economía judaica y cristiana, y también de la diferencia entre el cristianismo y el reino que ha de venir.
Dios está tratando ahora al mundo con Su gracia, y así debe tratarlo Su pueblo, si quiere ser como Él es, y como en realidad está llamado a serlo. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” Y también: “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados; y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a Sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave” (Efes. 5:1).
Este es nuestro modelo. Somos llamados a copiar el ejemplo de nuestro Padre, a imitarle. Él no acude a la ley al tratar con el mundo; no consigue Sus derechos con la fuerte mano de Su potencia. Más tarde lo hará; mas ahora, en este día de gracia, derrama Sus bendiciones y beneficios en rica profusión aun sobre aquellos cuya vida entera es una continua rebelión y enemistad contra Él.
Todo esto es completamente asombroso; pero es así, y nosotros, como cristianos, somos llamados a obrar bajo este principio moralmente glorioso. Algunos dirán tal vez: “¿Cómo podríamos tener éxito en este mundo, cómo podríamos llevar nuestros negocios con tal principio como éste? Seríamos saqueados y quedaríamos arruinados.; la gente aleve se aventajaría de nosotros si supieran que no les llamaríamos ante la ley; tomarían nuestros bienes, o tomarían a préstamo nuestro dinero, u ocuparían nuestras casas—rehusando a pagar la renta. En una palabra, no podríamos vivir en un mundo como éste, si no afirmáramos nuestros derechos, o estableciéramos nuestras reclamaciones por la fuerte mano del poder. ¿Para qué sirve la ley sino para que el pueblo se porte como es debido? ¿No son los poderes ordenados por Dios para el fin de mantener la paz y el buen orden entre nosotros? ¿Qué sería de la sociedad si no hubiera soldados, policías, jueces y magistrados? Y si Dios ha ordenado que tales instituciones existieran ¿por qué Su pueblo no hubiera de servirse de ellas? Y no sólo esto, sino ¿quiénes más apropiados para ocupar los puestos de autoridad o de poder, o para empuñar la espada de la justicia, que los que forman el pueblo de Dios?
Existe a la verdad una gran apariencia de fuerza en toda esta serie de argumentos. Los poderes que existen son ordenados por Dios. El rey, el gobernante, el juez, el magistrado, son, cada uno en su esfera, la expresión del poder de Dios. Es Dios el que reviste a todos ellos del poder que Él maneja; es Él quien ha puesto la espada en su mano para castigo de malhechores, y para alabanza de los buenos. Bendecimos a Dios de todo corazón por la constitución de autoridades en toda la nación. Día y noche, en público y en privado, oramos a Dios por ellos. Es nuestro ineludible deber obedecer y someternos a ellos en todo, exceptuando siempre los casos en que nos mandaran desobedecer a Dios, o quisieran violentar nuestra conciencia. Si hicieran tal cosa, ¿qué deberíamos hacer? ¿Resistir? No, sino sufrir.
Todo esto es clarísimo. El mundo, tal como hoy está, no podría continuar ni un solo día si los hombres no estuvieran sujetos al orden por la fuerte mano del poder público. No podríamos vivir, o al menos la vida sería del todo insoportable, si no fuera que los malhechores tiemblan ante la luciente espada de la justicia. Y aun a pesar de esto, por carencia a veces de poder moral en los que ostentan la espada, se consiente a la baja demagogia que atice las malas pasiones de los hombres para resistir las leyes del país, y estorbar la paz, y amenazar las vidas y la propiedad de los bien intencionados y pacíficos súbditos del gobierno.
Pero aun admitiendo todo esto del modo más amplio posible, como seguramente lo admitirá todo cristiano inteligente, todo el que ha aprendido la enseñanza de la Escritura, esto no afecta en lo más mínimo a la cuestión de cómo debe andar el cristiano en el mundo. El cristiano reconoce plenamente las instituciones de gobierno del país. No forma parte de las atribuciones del cristiano oponerse en ningún sentido a esas instituciones. Dondequiera que esté, sea cual fuese el principio o el carácter del gobierno del país en que viva, es deber del cristiano reconocer sus instituciones municipales y políticas; pagar los impuestos, orar por los gobernantes, honrarlos en su cargo oficial, desear buen acierto al poder legislativo y ejecutivo, orar por la paz y vivir en paz con todos en cuanto de él dependa.
Todo esto lo encontramos realizado a la perfección en el mismo Maestro; ¡bendito sea Su santo Nombre por siempre! En la memorable respuesta que dio a los astutos herodianos, reconoce el principio de la sujeción a los poderes que existan: “Pagad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.” Y no sólo esto, sino que le vemos pagando tributo, aunque personalmente estaba exento de Él. No tenían derecho a exigírselo, según claramente demostró a Pedro. Se dirá: “¿Por qué no apeló, pues?” ¡Apelar! En ningún modo; Él nos enserió algo muy diferente. Oigamos Su respuesta al equivocado apóstol: “Mas porque no los escandalicemos, ve a la mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que viniere, tómalo, y abierta su boca, hallarás un estatero: tómalo y dáselo por Mí y por ti” (Mat. 17).
Y ahora retrocedamos con aumento de fuerza moral a nuestra tesis, esto es; a la senda que el cristiano debe seguir en este mundo. ¿Cuál es ella? La de seguir a su Maestro, imitarlo en todas las cosas. ¿Afirmó Él sus derechos? ¿Acudió a la ley? ¿Procuró regular el mundo? ¿Se mezcló en asuntos municipales o políticos? ¿Fue un político? ¿Empuñó la espada? ¿Consintió en ser juez o partidor, a pesar de ser requerido para que fuera árbitro, como suele decirse, en una división de bienes? ¿No fue Su vida entera una vida de abnegación desde su principio a su fin? ¿No estuvo continuamente renunciándose a Sí mismo, hasta que entregó Su vida en la cruz, en rescate por muchos?
Dejaremos que estas preguntas encuentren su respuesta en lo más profundo del corazón del lector cristiano, y que produzcan sus efectos prácticos en su vida. Esperamos que el orden de verdades expuestas le capacitará para entender rectamente pasajes tales como el de Deuteronomio 13:9, 10. Nuestra oposición a la idolatría, y nuestro apartamiento del mal en todas sus trazas o formas, no menos intenso y decidido ciertamente en nosotros que en el Israel antiguo, no ha ser puesto en práctica por los mismos medios que ellos. La iglesia está imperativamente llamada a separarse del mal y de los que lo practican, pero no por los procedimientos empleados por Israel. No entra en sus deberes lapidar a los idólatras y a los blasfemos, o quemar a las brujas. La iglesia de Roma ha obrado según estos principios; y aun los protestantes, para vergüenza del protestantismo, han seguido su ejemplo. La iglesia en ningún modo es llamada a esgrimir la espada temporal; al contrario, lo tiene positiva y formalmente prohibido.
Es una positiva negación de su vocación, su carácter y su misión el hacer tal cosa. Cuando Pedro, en su celo ignorante y precipitación carnal, sacó la espada en defensa de su Maestro, fue corregido inmediatamente por la fiel palabra de su Maestro, e instruido por el acto de gracia del mismo Maestro: “Mete tu espada en la vaina, porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán.” Y habiendo reprobado de este modo el hecho de Su equivocado, aunque bien intencionado, siervo, deshizo el mal con Su graciosa mano. “Porque las armas de nuestra milicia” dice el inspirado Apóstol, “no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo consejos, y toda altura que se levanta contra la ciencia de Dios, y cautivando todo intento a la obediencia de Cristo” (2 Co. 10:4, 5).
La iglesia profesante se ha descarriado en esta cuestión tan importante. Se ha unido al mundo y ha procurado hacer avanzar la causa de Cristo por medios mundanos y carnales. Ha intentado con ignorancia mantener la fe cristiana por la más vergonzosa negación de la práctica cristiana. La quema de los herejes aparece como una mancha horrenda en las páginas de la historia de la iglesia. No podemos formarnos una idea adecuada de las terribles consecuencias resultantes del principio de que la iglesia debía ocupar el lugar de Israel y obrar según los principios de Israel. Esto falseaba completamente su testimonio, le despojaba enteramente de su carácter espiritual y celestial, y la colocaba en una senda que va a terminar en lo que describen los capítulos 17 y 18 del Apocalipsis. Él que lea entienda.
Pero hemos de terminar aquí este orden de asuntos. Confiamos en que lo que ha pasado ante nuestros ojos inducirá a aquellos a quienes concierne a considerar lo expuesto a la luz del Nuevo Testamento, y así sean los medios de conducirles por el camino de completa separación que como cristianos hemos de recorrer; caminos en el mundo, pero no del mundo, como nuestro Señor tampoco es del mundo. Esto resolverá miles de dificultades, y nos proporcionará un gran principio general que podrá ser aplicado prácticamente a innumerables detalles.
Terminaremos nuestro estudio del capítulo 13 de Deuteronomio con una ojeada a su párrafo terminal.
“Cuando oyeres de alguna de tus ciudades, que Jehová tu Dios te da para que mores en ellas, que se dice: Hombres, hijos de impiedad, han salido de en medio de ti, que han instigado a los moradores de su ciudad, diciendo: Vamos, y sirvamos a dioses ajenos, que vosotros no conocisteis, tú inquirirás, y buscarás, y preguntarás con diligencia; y si pareciere verdad, cosa cierta, que tal abominación se hizo en medio de ti, irremisiblemente herirás a filo de espada los moradores de aquella ciudad, destruyéndola con todo lo que en ella hubiere, y también sus bestias a filo de espada. Y juntarás todo el despojo de ella en medio de su plaza, y consumirás con fuego la ciudad y todo su despojo, todo ello, a Jehová tu Dios: y será un montón para siempre; nunca más se edificará. Y no se pegará algo a tu mano del anatema; porque Jehová se aparte del furor de Su ira, y te dé mercedes, y tenga misericordia de ti, y te multiplique, como lo juró a tus padres, cuando obedecieres a la voz de Jehová tu Dios, guardando todos Sus mandamientos que yo te prescribo hoy, para hacer lo que es recto en ojos de Jehová tu Dios” (Vers. 12-18).
Aquí tenemos instrucciones del carácter más solemne e importante. Pero el lector debe recordar que, solemnes y graves como en realidad son, se fundan en una verdad de inapreciable valor, y es la unidad nacional de Israel. Si no alcanzamos a ver esto, perderemos la fuerza real y significación de la cita expuesta. Se supone un grave error en alguna de las ciudades de Israel, y se suscita como cosa muy natural la siguiente pregunta: “Las demás ciudades de Israel ¿habían de verse envueltas en el mal de una de ellas?”
Con toda seguridad, ya que la nación era una. Las ciudades y las tribus no eran independientes, estaban unidas entre sí por el sagrado lazo de la unidad nacional, unidad que tenía su centro en el lugar donde estaba la divina presencia. Las doce tribus de Israel estaban indisolublemente unidas. Los doce panes en la mesa de oro del santuario constituían el bello tipo de esa unidad, y todo verdadero Israelita reconocía y se regocijaba en esa unidad. Las doce piedras en el lecho del Jordán; las doce piedras en la ribera del Jordán; las doce piedras de Elías en el monte Carmelo, todo exponía la misma gran verdad, la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel. El buen rey Ezequías reconoció esa verdad cuando dispuso que el holocausto y la ofrenda por el pecado fuesen hechas para todo Israel (2 Crónicas 29:24.) El fiel Josías lo reconoció también y obró conforme a ello cuando llevó las reformas a todas las tierras de los hijos de Israel (2 Crónicas 34:33). Pablo, en su magnífica alocución ante el rey Agripa, da testimonio de la misma verdad cuando dice: “A la cual promesa nuestras doce tribus, sirviendo constantemente de día y de noche, esperan que han de llegar” (Hch. 26:7). Y cuando miramos adelante hacia el brillante porvenir, la misma gloriosa verdad brilla con fulgor celestial en el capítulo séptimo del Apocalipsis, donde vemos las doce tribus señaladas y aseguradas para bendición, reposo y gloria, relacionadas con una innumerable multitud de Gentiles. Y finalmente en el mismo Apocalipsis, capítulo 21, vemos los nombres de las doce tribus grabados sobre las puertas de la santa Jerusalén, sede y centro de la gloria de Dios y del Cordero.
Así que, desde la mesa de oro del santuario a la ciudad de oro descendiendo del cielo de Dios, tenemos una maravillosa cadena de evidencia en prueba de la gran verdad de la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel.
Y si se preguntara: ¿Dónde podemos ver esa unidad? bien ¿de qué modo la vieron Elías, o Ezequías, o Josías, Pablo? La respuesta es muy sencilla: La vieron por la fe; ellos miraron al interior del santuario de Dios, y allí, sobre la mesa de oro, vieron los doce panes, poniendo de manifiesto la perfecta individualidad de cada tribu al par que la perfecta unidad de las doce tribus. Nada más bello. La verdad de Dios debe permanecer eternamente. La unidad de Israel se vio en el pasado, y será vista en lo porvenir; y aunque, como la más elevada unidad de la iglesia, no es visible actualmente, la fe la cree igualmente, la defiende y la confiesa en frente de diez millares de dificultades de influencia contraria.
Veamos ahora por un momento la aplicación práctica de esta muy gloriosa verdad, según se nos presenta en el último párrafo de nuestro capítulo. A una ciudad del extremo norte de la tierra de Israel llega la noticia de que en una ciudad del extremo sud de la misma tierra se enseña un error, error mortal que tiende a desviar a sus habitantes del verdadero Dios.
¿Qué hay que hacer? La ley es tan clara que más no puede ser; la senda del deber está tan claramente trazada, que sólo requiere un ojo sincero (Mateo 6:22) para verla y un corazón dispuesto a seguirla: “Tú inquirirás y buscarás, y preguntarás con diligencia.” Esto, en verdad es muy sencillo.
Mas algunos de los habitantes pudieran decir: “¿Qué tenemos que ver los del norte con un error enseñado en el sud? Gracias a Dios, no se enseña entre nosotros ningún error; es enteramente un asunto local; cada ciudad es responsable de mantener la verdad dentro de sus muros. ¿Cómo podríamos examinar todos los casos de errores que pudieran aparecer acá o allá sobre toda nuestra tierra? Invertiríamos todo el tiempo en ello y no podríamos atender a nuestros campos, a nuestros viñedos, nuestros olivares, nuestros rebaños o a nuestros hatos. Todo lo que podemos hacer es que entre nosotros las cosas vayan derechamente. Desde luego condenamos el error, y si llegara hasta aquí él que lo sostuviera o enseñara y tuviéramos noticia de ello, le cerraríamos las puertas resueltamente. No creemos que nuestra responsabilidad vaya más allá.”
¿Qué hubiera contestado el fiel Israelita a toda esa serie de consideraciones, que a juicio de la humana razón parecen muy plausibles? Una respuesta muy sencilla y concluyente. Habría dicho que eso era simplemente la negación de la unidad de Israel. Si cada ciudad y cada tribu fuese a tomar una posición de independencia, entonces el sumo sacerdote debiera tomar los doce panes de sobre la mesa de oro de la proposición y esparcirlos por todas partes; nuestra unidad ha desaparecido; nos hemos fragmentado todos en átomos independientes y no tenemos ya un fundamento de acción nacional.
Además, el mandamiento es muy claro y explícito. “Tú inquirirás, y buscarás, y preguntarás con diligencia.” Estamos ligados por lo tanto desde el doble punto de vista de la unidad nacional y el claro mandamiento de nuestro Dios de pacto. De nada sirve decir que entre nosotros no se enseña ningún error; a menos que queramos separarnos de la nación; si pertenecemos a Israel, entonces en verdad el error se enseña entre nosotros, según dicen las palabras: “tal abominación se hizo en medio de ti” ¿Hasta dónde alcanzaba esta frase “en medio de ti”? Hasta las fronteras de toda la nación. El error enseriado en Dan repercutía en los que habitaban en Beerseba. ¿Y por qué? Porque Israel era uno.
Y luego la Palabra es tan clara, tan precisa, tan enfática. Estamos obligados a escudriñarla. No podemos cruzarnos de brazos y sentarnos con fría indiferencia y culpable neutralidad, de lo contrario nos veríamos envueltos en las tristes consecuencias del mal; sí, por cierto, estamos envueltos en él hasta tanto que nos desembarazamos del mismo condenándolo con inflexible decisión y con severidad no remisa.
Amado lector: tal habría sido el lenguaje de todo verdadero Israelita, y tal su modo de obrar respecto del error y del mal dondequiera que hubiese sido hallado. Hablar u obrar de otra manera habría sido sencillamente demostrar indiferencia en cuanto a la verdad y gloría de Dios e independencia en cuanto a la unidad de Israel. Si alguien dijera que no era su responsabilidad obrar de acuerdo con las instrucciones dadas en Deuteronomio 13:12-18, sería una renuncia completa de la verdad de Dios y de la unidad de Israel. Todos estaban obligados a hacer frente a la materia, de otra manera se habrían visto envueltos en el juicio de la ciudad culpable.
Y ciertamente si todo esto fue cierto del Israel de la antigüedad, no es menos cierto de la iglesia de Dios actualmente. Podemos tener por seguro que nada es tan aborrecible a Dios como la indiferencia en todo cuanto con Cristo se relaciona. El eterno propósito y consejo de Dios es el de glorificar a Su Hijo; que toda rodilla se doble ante Él, y que toda lengua confiese que Él es Señor para la gloria de Dios el Padre; “para que todos honren al Hijo como honran al Padre.”
De consiguiente que, si Cristo es deshonrado, si se enseñan doctrinas derogatorias a la gloria de Su Persona, a la eficacia de Su obra, o a la virtud de Sus cargos, estamos obligados a rechazar tales doctrinas con firme decisión. La indiferencia o la neutralidad en cuanto se relaciona con el Hijo de Dios, es alta traición a juicio del supremo tribunal del Cielo. No seríamos indiferentes si se tratase de nuestra reputación, de nuestro carácter personal, de la propiedad nuestra o de nuestra familia; nos mostraríamos muy activos para cuanto nos afectara a nosotros o a los que nos son queridos. ¡Cuánto más debiéramos serlo en todo lo que se refiere a la gloria, al honor, al Nombre y a la causa de Aquél al cual debemos todo ahora y en el porvenir—de Aquél que dejó Su gloria, vino a este desdichado mundo, y murió de muerte afrentosa sobre la cruz, a fin de salvarnos de las eternas llamas del infierno! ¿Podríamos guardarle indiferencia? ¿Podríamos mantenernos indiferentes a Él, neutrales en cuanto a lo que a Él concierne? ¡Dios, en Su gran misericordia, no lo permita!
No, lector; esto no puede ser. El honor y la gloria de Cristo deben sernos más caros que todo lo demás; reputación, hacienda, familia, amistades, todo debe ponerse a un lado cuando se trata de los derechos de Cristo. ¿No reconoce esto el lector cristiano, con toda la energía de su alma rescatada? Estamos convencidos de que sí aun ahora en el tiempo; pero ¡ah! ¿de qué manera lo sentiremos cuando Le veamos cara a cara en la plena luz de Su gloria moral? ¡Con qué sentimientos veremos entonces la idea de la indiferencia o de la neutralidad respecto de Él!
¿Y no tenemos razón en declarar que junto a la gloria de la Cabeza está la gran verdad de la unidad de Su cuerpo, la iglesia? Sin duda alguna. Si la nación de Israel era una, ¡cuánto más no será uno también el cuerpo de Cristo! Y si la independencia era un error en Israel, ¡cuánto más no lo será en la iglesia de Dios! El hecho evidente es este: que la idea de la independencia no puede sostenerse ni un momento a la luz del Nuevo Testamento. Con igual derecho podríamos decir que la mano es independiente del pie, o el ojo del oído, que decir que los miembros del cuerpo de Cristo son independientes unos de otros. “Porque de la manera que el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, empero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un cuerpo, así también Cristo”; notable afirmación que expone la íntima unión de Cristo y la iglesia. “Porque por un Espíritu somos todos bautizados en un cuerpo, ora judíos o griegos, ora siervos o libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu. Pues ni tampoco el cuerpo es un miembro, sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo: ¿por eso no será del cuerpo? Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo: ¿por eso no será del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo como quiso. Que si todos fuesen un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Mas ahora muchos miembros son a la verdad, empero un cuerpo. Ni el ojo puede decir a la mano: No te he menester: ni así mismo la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros. Antes, mucho más los miembros del cuerpo que parecen más flacos, son necesarios; y a aquellos del cuerpo que estimamos ser más viles, a éstos vestimos más honrosamente: y los que en nosotros son menos honestos, tienen más compostura. Porque los que en nosotros son más honestos, no tienen necesidad: mas Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba: para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se interesen los unos por los otros. Por manera que si un miembro padece, todos los miembros a una se duelen; y si un miembro es honrado, todo los miembros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros en parte” (1 Co. 12:12-27).
No es nuestro intento detenernos en esta en verdad maravillosa porción de la Escritura; pero sí deseamos sinceramente llamar la atención del lector cristiano a la especial verdad que expone tan terminantemente; verdad que toca tan de cerca a todo verdadero creyente sobre la faz de la tierra, esto es: que es un miembro del cuerpo de Cristo. Esta es una gran verdad práctica, que comprende a un tiempo los más elevados privilegios y las más importantes responsabilidades. No es meramente una doctrina verdadera, un sano principio, o una opinión ortodoxa; es un hecho vivo, designado a ser un poder divino en el alma. El cristiano no puede ya considerarse a sí mismo como un individuo independiente, sin asociación, sin ningún vínculo vital con otros. Está ligado vitalmente con todos los hijos de Dios, con todos los verdaderos creyentes, con todos los demás miembros del cuerpo de Cristo sobre la superficie de la tierra.
“Por un Espíritu somos todos bautizados en un cuerpo.” La iglesia de Dios no es un simple club, o una sociedad, una asociación o una hermandad; es un cuerpo unido por el Espíritu Santo a una Cabeza, en el cielo; y todos sus miembros sobre la tierra están indisolublemente unidos entre sí. Siendo esto así, se sigue necesariamente que todos los miembros de este cuerpo son afectados por el estado y comportamiento de cada uno de ellos. “Si un miembro padece, todos los miembros a una se duelen.” Esto es, todos los miembros del cuerpo. Si algo no está conforme en el pie, la mano lo siente. ¿De qué modo? Por la cabeza. Así también en la iglesia de Dios, si algo va mal con un individuo, todos lo sienten por la Cabeza con la cual todos están relacionados con vida por el Espíritu Santo.
Algunos encuentran muy difícil alcanzar a comprender esta gran verdad. Pero ahí está claramente revelada en las páginas inspiradas, no para que razonemos sobre ella, o la sometamos de un modo u otro al juicio humano, sino simplemente para ser creída. Es una revelación divina. Ninguna inteligencia humana pudiera haber concebido jamás tal pensamiento; mas Dios la revela, la fe la cree y anda en Su bendito poder.
Quizá el lector se sentirá inclinado a preguntar: “¿Cómo es posible que el estado de un miembro pueda influir sobre los que nada saben de él?” La respuesta es: “Si un miembro padece, todos los miembros a una se duelen.” Todos los miembros ¿de qué? ¿Es meramente de una asamblea local o una compañía que pueda conocer o estar conectada localmente con la persona de que se trata? En ningún modo, sino con los miembros del cuerpo dondequiera que estén. Aun en el caso de Israel, donde se trataba tan sólo de la unidad nacional, ya vimos que, si había el mal en una de sus ciudades, todas las demás estaban comprendidas en él, todas estaban afectadas, todas interesadas. Así, cuando Acán pecó, aunque había cientos de miles del pueblo totalmente ignorantes de aquel hecho, Jehová dijo: “Israel ha pecado,” y toda la congregación sufrió una humillante derrota.
¿Puede la razón alcanzar esta importante verdad? No; pero la fe sí puede. Si atendemos a la razón no creemos nada; pero, por la gracia de Dios nosotros no vamos a escuchar a la razón, sino creer lo que Dios dice porque es Él quien lo dice.
Y ¡oh, amado lector cristiano, qué verdad más inmensa la de la unidad del cuerpo! ¡Qué consecuencias prácticas se derivan de ella! ¡Cuán eminentemente calculada está para suministrar a la santidad de conducta y de vida! ¡Cuán vigilantes nos hará sobre nuestras costumbres, nuestros pasos, nuestra condición moral entera! ¡Cuán cuidadosos nos hará en no deshonrar la Cabeza a la cual estamos unidos, o en no contristar al Espíritu por el cual estamos unidos a ella, o en no agraviar a los miembros con los cuales estamos unidos!
Pero debemos cerrar ya este capítulo, por más que quisiéramos detenernos más largamente sobre una de las verdades más grandiosas, más profundas y de más positiva eficacia de cuantas pudieran atraer nuestra atención. ¡Que el Espíritu de Dios haga de ella una potencia viviente en el alma de todo verdadero creyente sobre la faz de la tierra!
Capítulo 14
“Hijos sois de Jehová vuestro Dios; no os sajaréis ni pondréis calva sobre vuestros ojos por muerto. Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que Le seas un pueblo singular de entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra” (Vers. 1, 2).
La cláusula con que comienza este capítulo nos expone la base de todos los privilegios y responsabilidades del Israel de Dios. Es idea corriente entre nosotros que es menester entrar en parentesco antes de conocer los afectos y saber cumplir los deberes que al mismo corresponden. Esta es una verdad clara e innegable. Si un hombre no es padre, todos los argumentos ni todas las explicaciones no le harán comprender los sentimientos o afectos de la paternidad; pero así que entra en ese parentesco, los conoce todos.
Esto sucede en todo parentesco y posición; y esto mismo sucede en las cosas de Dios. No podemos comprender los afectos o los deberes de un hijo de Dios hasta que estemos sobre este terreno. Hemos de ser cristianos antes de que podamos llevar a cabo los deberes cristianos. Aun cuando somos cristianos, es tan sólo con el auxilio de la gracia del Espíritu Santo que podemos andar como tales; pero es evidente que, si no estamos sobre un terreno cristiano, nada podemos saber de los afectos cristianos o de los deberes cristianos. Esto es tan obvio que los argumentos salen sobrando.
Ahora bien; es evidentísimo que es prerrogativa de Dios el determinar cómo deben conducirse Sus hijos, y es elevado privilegio y santo deber de estos últimos buscar en todas las cosas Su graciosa aprobación. “Hijos sois de Jehová vuestro Dios; no os sajaréis.” No se pertenecían a sí mismos; pertenecían a Jehová, y por lo tanto no tenían derecho a sajarse o hacerse cortaduras desfigurando sus rostros porque hubiera muerto alguno de los suyos. La naturaleza, en su orgullo y obstinación, pudiera haber dicho: “¿Por qué no podemos hacer lo que hacen otros pueblos? ¿Qué mal puede haber en que nos sajemos o que hagamos calvas nuestras frentes? Esto es sólo una expresión de pena; un afectuoso tributo a nuestros amados que se fueron. ¡De seguro no puede haber nada moralmente malo en tan apropiadas muestras de tristeza!”
A esto no cabía sino oponer esta sencilla pero concluyente respuesta: “Hijos sois de Jehová vuestro Dios.” Este hecho lo cambiaba todo. Los pobres ignorantes e incircuncisos gentiles que les rodeaban podían sajarse y desfigurarse, toda vez que no conocían a Dios y no estaban en relación con Él. Pero en cuanto a Israel, estaba en el elevado y santo terreno de su proximidad a Dios, y este hecho debía dar tono y carácter a todas sus costumbres. No eran llamados a adoptar algún hábito o costumbre particular o a abstenerse de otros, a fin de ser los hijos de Dios. Esto hubiera sido empezar el edificio por la cúspide, como suele decirse; pero siendo ya hijos de Dios, debían obrar como tales.
“Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios.” No dice: “Debéis ser un pueblo santo.” ¿Cómo pudieran ellos mismos convertirse jamás en pueblo santo, en un pueblo especial para Jehová? Del todo imposible. Si ellos no fueran un pueblo santo, ningún esfuerzo suyo pudiera convertirles en tal. Mas Dios, en Su gracia soberana, en prosecución de Su pacto con sus padres, les hizo hijos Suyos, les hizo Su pueblo especial de entre todas las naciones de la tierra. En esto consistía el sólido fundamento del edificio moral de Israel. Todos sus hábitos y costumbres, todos sus hechos y sus caminos, su comida y su vestido, todo lo que hacían y lo que no hacían, todo debía derivarse de un gran hecho, en el que no tenían que tomar más parte de la que tomaron en su nacimiento natural, esto es, que actualmente eran los hijos de Dios, Su pueblo escogido, el pueblo de Su particular posesión.
No podemos menos que reconocer que es un privilegio del orden más elevado, el tener al Señor tan cerca de nosotros, y tan interesado en todos nuestros hábitos y caminos. A la naturaleza humana—al que no conoce al Señor—al que no está en relación con Él, no hay duda de que la sola idea de Su santa presencia, o la proximidad Suya sería sencillamente insoportable; pero a todo verdadero creyente, a todo aquél que ama realmente a Dios, es el pensamiento más deleitoso el tenerle cerca de nosotros, y saber que se interesa personalmente en todos los más minuciosos detalles de nuestra vida pública y privada; de que Él tiene conocimiento de lo que comemos y usamos; que cuida de nosotros de día y de noche, durmiendo y despiertos, en casa y fuera de ella; en suma, que Su interés y cuidado por nosotros va mucho más allá de los que la madre más tierna y amorosa pueda tener por Su hijito.
Todo esto es admirable; y por cierto que si lo realizáramos de un modo más completo, otra clase de vida viviríamos y podríamos contar mejores cosas de lo que podemos ahora. Qué santo privilegio, qué preciosa realidad saber que nuestro amante Señor está junto a nuestra senda durante el día, y junto a nuestra cama durante la noche; que Sus miradas están sobre nosotros cuando nos vestimos por la mañana, cuando nos sentamos a comer, cuando salimos a nuestros negocios, y en todos nuestros tratos desde la mañana hasta el anochecer. ¡Que el experimentarlo así sea un poder vivo y permanente en el corazón de todo hijo de Dios sobre la faz de la tierra!
Del verso 3 hasta el 20, se ocupa en la ley de los animales limpios e inmundos, comprendiendo las bestias, los pescados y las aves. Los principios sobresalientes en cuanto a todos estos ya se expusieron en el capítulo once de Levítico. Pero hay una diferencia muy importante entre estos fragmentos de la Escritura. Las instrucciones dadas en Levítico fueron primariamente a Moisés y a Aarón; en el Deuteronomio se dieron directamente al pueblo. Esto es perfectamente característico de estos libros. El Levítico podría ser llamado especialmente el libro de guía para los sacerdotes. En el Deuteronomio los sacerdotes no ocupan un lugar tan prominente, mientras que el pueblo es el que sobresale. Esto se echa de ver de un modo sorprendente en todo el transcurso del libro, de tal manera que no tiene el menor fundamento la idea de que el Deuteronomio es una simple repetición del Levítico. Nada más lejos de la verdad. Cada uno de esos libros tiene su alcance especial, su designio propio, su propia obra. El estudiante atento ve y reconoce esto con profundo gozo. Los incrédulos están tercamente ciegos y no pueden ver nada.
En el versículo 21 de nuestro capítulo se nos ofrece muy marcada la distinción entre el Israel de Dios y el extranjero. “Ninguna cosa mortecina (o muerta de suyo) comeréis; al extranjero que está en tus poblaciones la darás, y él la comerá: o véndela al extranjero; porque tú eres pueblo santo a Jehová tu Dios.” El gran hecho del parentesco de Israel con Jehová les ponía aparte de entre las demás naciones debajo del sol. No era que fuesen por sí mismos ni un ápice mejores o más santos que otros; pero Jehová era santo, y ellos eran Su pueblo. “Sed santos, porque Yo soy santo.”
Las gentes del mundo opinan que los cristianos están muy farisaicos al separarse de las demás gentes rehusando tomar parte en los placeres y diversiones del mundo, mas los que esto piensan no entienden en realidad esta cuestión. El que un cristiano tomara parte en las vanidades y locuras de un mundo pecador, sería lo mismo, hablando en lenguaje figurado, que el Israelita que comiera algo mortecino. Gracias a Dios, el cristiano tiene algo mejor de que alimentarse que las cosas muertas de este mundo. Tiene el pan vivo que descendió del cielo, el maná verdadero; y no sólo esto, sino que come el “viejo trigo de la tierra de Canaán,” tipo del Hombre resucitado y glorificado en los cielos. De todas estas preciosísimas cosas el pobre mundano no convertido no sabe absolutamente nada, y por esto debe alimentarse de lo que el mundo sólo puede ofrecerle. No se trata de que esas cosas sean buenas o malas consideradas en sí mismas. Nadie pudiera haber sabido nada acerca de lo erróneo de comer algo mortecino, si la Palabra de Dios no lo hubiera dado a conocer.
Este es el punto de importancia para nosotros. No podemos esperar del mundo que vea o sienta como nosotros en cuanto a lo que es bueno, o malo, o erróneo. Nuestro deber es mirar las cosas desde un punto de vista divino.
Muchas cosas pueden ser muy consistentes, hechas por un hombre del mundo, lo cual un cristiano no podría tocar de ninguna manera, simplemente porque es cristiano. La pregunta que todo fiel creyente debe hacerse ante cualquier cosa que se le presente debe ser simplemente la siguiente: “¿Puedo hacer esto para la gloria de Dios? ¿Puedo relacionar el nombre de Cristo con ello?” Si no puede, no debe ni tocarlo.
En una palabra: la norma y la prueba, para el cristiano en todas las cosas debe ser Cristo. Esto vuelve todas las cosas a un grado de suma sencillez. En vez de preguntar: ¿Es tal o cual cosa compatible con nuestra profesión, con nuestros principios, con nuestro carácter, con nuestra reputación? debemos preguntarnos: ¿Es compatible con Cristo? En esto está toda la diferencia. Lo que es indigno de Cristo, es indigno de un cristiano. Si esto fuera bien comprendido y admitido nos proporcionaría una gran regla práctica susceptible de ser aplicada a mil detalles de toda clase. Si el corazón es fiel a Cristo, si andamos según los instintos de la naturaleza divina, fortalecidos por el ministerio del Espíritu Santo, y guiados por la autoridad de la Santa Escritura, no seremos molestados mucho en cuanto a las dudas de lo recto o malo en nuestra vida diaria.
Antes de citar para el lector el hermoso párrafo final de nuestro capítulo, llamaremos brevemente su atención a la última cláusula del versículo 21. “No cocerás el cabrito en la leche de su madre.” El hecho de que este mandamiento se haya dado en tres ocasiones distintas, es lo bastante para designarlo como de especial interés y de importancia práctica. La cuestión es saber ¿qué significa? ¿qué debemos aprender de él? Creemos que enseña muy claramente que el pueblo de Dios debe evitar cuidadosamente todo lo que sea contrario a la naturaleza. Ahora bien, era manifiestamente contrario a la naturaleza que lo que estaba destinado a la alimentación de un ser pudiera servir para cocerlo.
A través de toda la Palabra de Dios encontramos grande prominencia otorgada a todo lo que está conforme con la naturaleza, lo que es honesto. “La misma naturaleza ¿no os enseña. . . ?” dice el inspirado Apóstol a la asamblea de Corinto. Hay ciertos sentimientos e instintos implantados en la naturaleza por el Creador que no deben ser nunca violados. Podemos sentar como principio fijo, como un axioma de ética cristiana, que ninguna acción que repugna a las sensibilidades propias a la naturaleza puede ser de Dios. El Espíritu de Dios puede dirigirnos, y a menudo sucede, por sobre y más allá de la naturaleza, pero nunca contra ella.
Volvamos ya a los versículos finales de nuestro capítulo, en los cuales encontraremos instrucción práctica de belleza poco común. “Indispensablemente diezmarás todo el producto de tu simiente, que rindiere el campo tuyo cada un año. Y comerás delante de Jehová tu Dios, en el lugar que Él escogiere para hacer habitar allí Su nombre, el diezmo de tu grano, de tu vino, y de tu aceite, y los primerizos de tus manadas, y de tus ganados, para que aprendas a temer a Jehová tu Dios todos los días. Y si el camino fuere tan largo que tú no puedas llevarlo por él, por estar lejos de ti el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner en él Su nombre, cuando Jehová tu Dios te bendijere, entonces venderlo has, y atarás el dinero en tu mano, y vendrás al lugar que Jehová tu Dios escogiere; y darás el dinero por todo lo que deseare tu alma, por vacas, o por ovejas, o por vino, o por sidra, o por cualquiera cosa que tu alma te demandare: y comerás allí delante de Jehová tu Dios, y te alegrarás tú y tu familia. Y no desampararás al Levita que habitare en tus poblaciones; porque no tiene parte ni heredad contigo. Al cabo de cada tres arios sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades; y vendrá el Levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, y el huérfano, y la viuda, que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados, para que Jehová tu Dios te bendiga en toda obra de tus manos que hicieres” (Vers. 22-29).
Es este un pasaje muy importante y de profundo interés, que expone con especial simplicidad la base, el centro, y los rasgos prácticos de la religión nacional y doméstica de Israel. El gran fundamento del culto de Israel estribaba en el hecho de que tanto ellos como su tierra pertenecían a Jehová. La tierra era de Él y ellos la administraban bajo Su dirección. A tan preciosa verdad se les llamaba periódicamente a rendir testimonio diezmando fielmente la tierra. “Indispensablemente diezmarás todo el producto de tu simiente que rindiere el campo tuyo cada año.” Por esta vía práctica debían reconocer que Jehová era el propietario, y no perderlo nunca de vista. No debían reconocer otro terrateniente más que a Jehová su Dios. Todo lo que eran y todo lo que tenían Le pertenecía. Tal era la base de su culto nacional, de su religión nacional.
Y en cuanto al centro, está expuesto con igual claridad. Debían reunirse en el lugar que Dios había escogido para poner Su Nombre. ¡Precioso privilegio para todo el que amaba en verdad aquel glorioso Nombre! Vemos en este pasaje, como en tantos otros de la Palabra de Dios, la importancia que concedía a las reuniones periódicas de Su pueblo alrededor Suyo. Bendito sea Su Nombre, Él se gozaba en ver a Su pueblo reunido en Su presencia, dichoso en Él, y todos felices el uno con el otro, regocijándose juntamente en su porción común, y alimentándose en dulce y amorosa comunión de los frutos de la tierra de Jehová. Y comerás delante de Jehová tu Dios, en el lugar que Él escogiere para hacer habitar allí Su nombre, el diezmo de tu grano . . . para que aprendas a temer a Jehová todos los días.”
No había, ni podía haber otro lugar como aquél, a juicio de todo fiel israelita, de todo verdadero amante de Jehová. Los tales se deleitarían en agruparse en aquel lugar consagrado donde aquel amado y reverenciado Nombre había sido puesto. Pudo parecer extraño e inexplicable a los que nada sabían del Dios de Israel, y no hacían caso de Él, ver al pueblo viajar—muchos de ellos, desde largas distancias— llevando sus diezmos a un determinado lugar. Podían sentirse dispuestos a dudar la necesidad de tal costumbre. Quizá dirían “¿por qué no comer eso en casa?” Pero el hecho es que tales personas no sabían absolutamente nada sobre tal asunto, y eran enteramente incapaces de comprender su belleza. Para el Israel de Dios había un motivo moral sublime para viajar al lugar designado, y ese motivo estaba en el glorioso lema: “Jehová Shamma,” es decir: “Jehová está allí.” Si un Israelita se hubiera determinado voluntariamente a permanecer en casa, o hubiera decidido acudir a un sitio de su propia elección, no hubiera encontrado en él ni a Jehová, ni a sus hermanos, y hubiera en tal caso tenido que comer sólo. Tal procedimiento hubiera incurrido en el juicio de Dios; hubiera sido una abominación. No había más que un centro y éste no era de selección humana sino de Dios. El impío Jeroboam, para sus fines políticos interesados, se atrevió a oponerse al mandato divino y erigió sus becerros uno en Bethel y otro en Dan; pero el culto allí ofrecido, a los demonios era ofrecido que no a Dios. Fue un atrevido acto de maldad que atrajo sobre sí y sobre su casa el justo castigo de Dios; y vemos en la historia posterior de Israel, que la frase “Jeroboam hijo de Nabat” se emplea como terrible muestra para expresar la iniquidad de todos los reyes perversos.
Pero todos los fieles de Israel estaban seguros de encontrarse en aquel centro único, y no en otra parte. No encontraríamos a ninguno de ellos alegando pretextos de toda clase para permanecer en su casa; ni tampoco los veríamos andar de aquí para allá a sitios de su propia elección o de la elección de otros; no, los veríamos reunidos en Jehová Shamma, y sólo allí. ¿Era esto estrechez de criterio o fanatismo? Nada de esto; era el temor y el amor a Jehová. Si Jehová había designado un lugar donde encontrarse con Su pueblo, seguramente Su pueblo debiera encontrarle allí.
Y no sólo había designado un lugar determinado, sino que en Su abundante bondad había ideado medios de hacer aquel sitio lo más conveniente posible a Su pueblo, donde debía adorarlo. Así leemos: “Y si el camino fuese tan largo que tú no puedas llevarlo por él, por estar lejos de ti el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner en él Su nombre, cuando Jehová tu Dios te bendijere, entonces venderlo has, y atarás el dinero en tu mano y vendrás al lugar que Jehová tu Dios escogiere . . . y comerás allí delante de Jehová tu Dios, y te alegrarás tú y tu familia.”
Esto es hermoso. El Señor, en Su tierno cuidado y atento amor lo tuvo en cuenta todo. No quiso dejar en pie una sola dificultad en el camino que debía seguir Su pueblo amado, en cuanto a reunirse a Su alrededor. Sentía especial satisfacción al ver a Su pueblo redimido, dichoso en Su presencia; y todo el que amaba Su Nombre se deleitaba cumpliendo el amante deseo del corazón de Dios de ser hallado presente en el centro divinamente designado.
Si se llegara a descubrir que un israelita era negligente en esta bendita ocasión de reunirse con sus hermanos en el lugar y tiempo divinamente escogidos, habría demostrado simplemente que no tenían corazón para Dios ni para Su pueblo; o, lo que sería peor, que estaba ausente deliberadamente. Pudiera raciocinar como quisiera acerca de la felicidad que tenía en casa, o en cualquier otro sitio; esa sería una falsa felicidad, puesto que ésta fue encontrada en la senda de desobediencia, la senda del descuido voluntario a la cita divina.
Todo esto está lleno de la más valiosa instrucción para la iglesia de Dios actualmente. Es la voluntad de Dios hoy, como lo era en la antigüedad, que Su pueblo se reúna en Su presencia, en un terreno divinamente designado, a un centro divinamente señalado. Creemos que tal cosa apenas podrá ser puesta en duda por cualquiera que tenga una chispa de luz divina en el alma. Los instintos de la naturaleza divina, la guía del Espíritu Santo, y las enseñanzas de la Santa Escritura, guía incuestionablemente al pueblo de Dios a reunirse para el culto, la comunión y la edificación. Aunque las dispensaciones difieran entre sí, hay ciertos grandes principios y rasgos sobresalientes que siempre son firmes, y la reunión de todos nosotros es seguramente uno de estos. Sea bajo la economía antigua, sea bajo la nueva, la reunión del pueblo del Señor es una divina institución.
Siendo esto así, no se trata de nuestra felicidad de una manera u otra; aunque podemos estar seguros de que todos los verdaderos cristianos se sentirán dichosos de ser hallados en su lugar divinamente designado. Hay siempre profundo gozo y bendición en la reunión del pueblo de Dios. Es imposible hallarnos reunidos en la presencia del Señor y no sentirnos dichosos en verdad. Es sencillamente una dicha celestial para el amado pueblo del Señor, para los que aman Su Nombre, aman Su Persona, se aman el uno al otro, el hallarse reunidos alrededor de Su mesa, alrededor de Él mismo. Nada puede exceder a la bendición de sernos permitidos romper el pan juntos en memoria de nuestro amado y adorable Señor, anunciar Su muerte hasta que venga; elevar en santo concierto nuestras antífonas de alabanza a Dios y al Cordero; edificarnos, exhortarnos y confortarnos unos a otros, según los dones y la gracia otorgados por el resucitado y glorificado Cabeza de la iglesia; derramar nuestros corazones en dulce comunión en oración, súplicas, intercesión o acción de gracias por todos los hombres, por los reyes, y todos los que gobiernan, por toda la familia de la fe, por la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, por la obra del Señor y por Sus obreros en toda la tierra.
Y preguntaríamos con entera confianza ¿dónde habrá un verdadero cristiano, con recto estado de alma, que no se deleite en todo esto, y que no pueda decir desde lo profundo de su corazón, que nada hay, en este mundo, que pueda comparársele?
Mas, lo repetimos, no se trata de nuestra felicidad; esto es menos que secundario. En esto, hemos de ser regidos, como en todo lo demás, por la voluntad de Dios según está revelada en Su Palabra. La cuestión para nosotros se reduce sencillamente a ésta: ¿Es conforme a la mente de Dios que Su pueblo se reúna para el culto y para edificación mutua? Si es así, ay de aquellos que rehúsan obstinadamente o descuidan indolentemente hacerlo,” por el motivo que sea; no sólo sufren gran quebranto en sus almas, sino que dejan de honrar a Dios, afligen a Su Espíritu y perturban a la asamblea de Su pueblo.
Estas son consecuencias muy trascendentales y exigen la seria atención de todo el pueblo del Señor. Ha de ser evidente al lector que es conforme a la voluntad expresa de Dios que Su pueblo se reúna en Su presencia. El Apóstol inspirado nos exhorta en el capítulo décimo de la carta a los hebreos a que no olvidemos el reunirnos. Se atribuye especial valía, interés e importancia a la asamblea. Esta verdad empieza a revelarse en las primeras páginas del Nuevo Testamento. Así, en Mateo 18:20, leemos las palabras de nuestro Señor, “donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy en medio de ellos.” Aquí se ve el divino centro: “Mi nombre.” Esto corresponde “al lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner en él Su nombre,” tan constantemente citado y repetido en el Deuteronomio. Era absolutamente esencial que Israel se reuniera en aquel lugar, y en ningún otro. No se trataba de que el pueblo escogiera. La selección por parte del hombre estaba absoluta y firmemente excluida. Se trataba “del lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido,” y no otro alguno. Esto lo hemos visto muy claramente.
No otra cosa sucede con la iglesia de Dios. No es la selección humana, o el criterio humano, o la opinión humana, o la razón humana, o nada que sea humano, en fin. Es absoluta y enteramente divina. La base de nuestra reunión es divina, nuestra redención cumplida. El centro alrededor del cual nos reunimos es divino, pues es el nombre de Jesús. El poder por el que nos reunimos es divino, pues es el Espíritu Santo. Y la autoridad por la cual nos reunimos es divina, pues es la Palabra de Dios.
Todo esto es tan claro como precioso; y sólo necesitamos de la sencillez de la fe para apropiárnoslo, y obrar de acuerdo con ello. Si empezamos a razonar sobre esto, con seguridad entraremos en dudas; y si escuchamos las opiniones humanas, nos veremos sumidos en desesperante incertidumbre y perplejidad entre las contradictorias alegaciones de las sectas cristianas y de los partidos. Nuestro único refugio, nuestro único recurso, nuestra única fuerza, nuestro único confortamiento, nuestra sola autoridad es la preciosa Palabra de Dios. Quitad a ésta y no nos queda nada. Dádnosla, y no necesitamos de otra cosa.
Esto es lo que hace todo, en cuanto a esta cuestión, tan sólida y real. Sí, lector; y también lo que nos da tanto consuelo y tranquilidad. La verdad en cuanto a nuestra reunión es tan clara, tan sencilla y tan indudable, como la verdad con respecto a nuestra salvación. Es uno de los privilegios de todos los cristianos el estar tan seguros de que se reúnen en el terreno de Dios, alrededor del centro de Dios, por el poder de Dios, y bajo la autoridad de Dios, como se sienten seguros de estar dentro del círculo de la salvación de Dios.
Y si se nos preguntara: “¿Cómo podemos estar seguros de que estamos alrededor del centro de Dios?” contestaríamos: sencillamente por la Palabra de Dios. ¿Cómo pudo Israel de la antigüedad estar seguro del lugar escogido por Dios para Su asamblea? Por Su mandamiento expreso. ¿Les faltaba algo para guiarse? De seguro que no; Su palabra era tan clara y tan precisa en cuanto al lugar del culto, como lo era en todo lo demás. No quedaba el más mínimo motivo de incertidumbre. Estaba expuesto ante sus ojos de una manera tan clara, que él que hubiera manifestado alguna duda, podía considerársela como ignorancia voluntaria o positiva desobediencia.
Y ahora se presenta la cuestión siguiente: ¿Están los cristianos en peores condiciones que Israel en cuanto al gran tema de su lugar de culto, el centro y el terreno de su asamblea? ¿Han quedado en duda y en incertidumbre sobre el particular? ¿Es este un tema abierto a la discusión? ¿Es acaso un asunto sobre el cual cada cual es libre de hacer lo que crea más justo? ¿Nos ha dado Dios, o no, positivas y definidas instrucciones en cuestión tan profundamente interesante y de tan vital importancia? ¿Podríamos imaginarnos por un momento, que Aquél que condescendió por Su gracia a instruir Su pueblo en la antigüedad sobre asuntos que, en nuestra imaginada sabiduría, parecen triviales, hubiera dejado a Su iglesia ahora sin ninguna guía definida en cuanto a la base, al centro y a los rasgos característicos de nuestro culto? ¡Del todo imposible! Toda mente espiritual rechazará tal idea con decisión y energía.
No, amado lector cristiano; sabemos que no sería propio del Dios de la gracia que tratara de este modo a su pueblo celestial. Cierto es que no hay ahora un lugar determinado al cual hayan de acudir todos los cristianos periódicamente para rendir culto. Hubo tal lugar para el pueblo terreno de Dios; y habrá más tarde ese lugar para Israel restaurado y para todas las naciones. “Y acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová por cabeza de los montes, y será ensalzado sobre los collados; y correrán a él todas las gentes. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará en Sus caminos, y caminaremos por Sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalem la palabra de Jehová” (Isa. 2:2-3). Y de nuevo: “Y todos los que quedaren de las gentes que vinieron contra Jerusalem, subirán de año en año a adorar al Rey, Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de las Cabañas. Y acontecerá, que los de las familias de la tierra que no subieren a Jerusalem, a adorar al Rey Jehová de los ejércitos, no vendrá sobre ellos lluvia” (Zac. 14:16, 17).
Aquí tenemos dos pasajes, escogidos el uno del primero y el otro del penúltimo de los profetas divinamente inspirados, ambos señalando adelante, hacia aquel glorioso tiempo cuando Jerusalén será el centro de Dios para Israel y para todas las naciones. Y podemos afirmar con toda confianza que el lector encontrará a todos los demás profetas unánimes en plena armonía con Isaías y Zacarías tocante a este profundo e interesante tema. Aplicar tales pasajes a la iglesia o al cielo es violentar las más grandes y claras frases que jamás sonaron en oídos humanos, es confundir las cosas terrestres con las celestiales, y contradecir las voces divinamente armoniosas de los profetas y apóstoles.
Es innecesario acumular citas. Toda la Escritura tiende a probar que Jerusalén fue y será aún el centro terrenal de Dios para Su pueblo y para todas las naciones. Pero, ahora, es decir desde los días de Pentecostés, cuando Dios el Espíritu Santo descendió para formar la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, hasta el momento cuando nuestro Señor Jesucristo vendrá para arrebatar a Su pueblo fuera de este mundo, no hay un lugar, no hay ninguna ciudad, no hay ningún lugar sagrado, no hay centro terrestre para el pueblo del Señor. Hablar a los cristianos de santos lugares y terreno consagrado ha de ser tan ajeno a ellos, o al menos debiera serlo, como al judío que se le hubiera dicho que su lugar de culto era el cielo. La idea es completamente impropia.
Si el lector gusta de dirigirse por unos momentos al capítulo cuarto de Juan, hallará en el maravilloso discurso de nuestro Señor a la mujer de Sicar, la más bendita enseñanza sobre este asunto. “Dícele la mujer: Señor, paréceme que tú eres profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalem es el lugar donde es necesario adorar. Dícele Jesús: Mujer, créeme, que la hora viene, cuando ni en este monte, ni en Jerusalem adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos: porque la salud viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que Le adoren. Dios es Espíritu; y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Vers. 19-24).
El pasaje entero descarta la idea de que actualmente haya un lugar determinado para el culto. En realidad, no hay tal cosa. “El Altísimo no habita en templos hechos de mano: como el profeta dice: El cielo es Mi trono y la tierra es el estrado de Mis pies. ¿Qué casa Me edificaréis? dice el Señor: o ¿cuál es el lugar de Mi reposo? ¿No hizo Mi mano todas estas cosas?” (Hch. 7:48-50). Y más adelante: El “Dios que hizo el mundo, y todas las cosas que en él hay, éste, corno sea Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos de manos, ni es honrado con manos de hombres, necesitado de algo; pues Él da a todos vida y respiración, y todas las cosas” (Hch. 17: 24, 25).
La enseñanza del Nuevo Testamento, del principio al fin, es clara y terminante en cuanto al asunto de la adoración; y el lector cristiano está obligado a prestar atención a esa enseñanza y a procurar entender y someter su ser moral entero a su autoridad. Ha habido siempre, desde las más tempranas edades de la historia de la iglesia, una fuerte y fatal tendencia a volver al judaísmo, no sólo en el tema de la justicia, sino también en el del culto. No sólo se ha puesto a los cristianos bajo la ley en lo tocante a la vida y a la justicia, sino bajo el ritual Levítico en cuanto al orden y carácter del culto. Hemos tratado de lo primero en los capítulos 4 y 5 de estas “Notas”; pero lo último no es menos grave en cuanto a sus efectos sobre el tono y carácter de la vida y conducta cristianas.
No olvidemos que el gran propósito de Satanás es arrojar la iglesia abajo de su excelso sitio, en cuanto a su posición, su conducta y su culto. Tan pronto como la iglesia fue constituida el día de Pentecostés principió él su proceso de corrupción y de socavación, y por el largo espacio de diez y nueve siglos lo ha venido ejecutando con diabólica persistencia. Enfrente de los claros pasajes arriba citados con referencia al carácter del culto que el Padre quiere actualmente, y en cuanto al hecho de que Dios no habita en templos hechos de mano, se ha visto en todas épocas la fuerte tendencia a volver al estado de cosas propio de la economía Mosáica. De aquí el deseo de tener grandes edificios, rituales imponentes, órdenes sacerdotales, servicios corales, todo lo cual está en directa oposición a la mente de Cristo y a las más claras enseñanzas del Nuevo Testamento. La iglesia profesante se ha apartado en todas estas cosas del espíritu y de la autoridad del Señor; y a pesar de ello estas mismas transgresiones son invocadas de continuo como pruebas admirables del progreso del cristianismo. Se nos dice por algunos de nuestros maestros y guías que el bendito Apóstol Pablo apenas tuvo idea del esplendor y grandeza que la iglesia había de alcanzar; y con sólo que pudiera ver una de nuestras venerables catedrales con sus soberbias naves y sus ventanales multicolores, oír los acordes del órgano y las voces de los cantores, comprendería cuánto se había adelantado comparándolo con el aposento alto en Jerusalén.
¡Ah lector! Está seguro de que todo ello es el engaño más completo. Cierto, en verdad, que la iglesia ha hecho progresos, pero es en dirección equivocada; no ha progresado hacia arriba, sino hacia abajo. Se ha separado de Cristo, se ha separado del Padre, se ha separado del Espíritu, se ha separado de la Palabra.
Quisiéramos hacer al lector ésta sola pregunta: Si el Apóstol Pablo llegara a Londres el próximo día del Señor, ¿dónde podría encontrar lo que encontró en Troas diez y nueve siglos ha, según el relato de Hechos 20:7? ¿Dónde podría encontrar una compañía de discípulos reunidos simplemente por el Espíritu Santo al Nombre de Jesús, y partir el pan en memoria Suya, anunciando Su muerte hasta que venga? Tal era el divino orden entonces y tal debe ser el divino orden ahora. No podemos creer ni por un momento que el Apóstol pudiera aceptar otra cosa que no fuese esto. Buscaría esa cosa divina; quisiera eso, o de no encontrarlo, no querría nada. Ahora bien ¿dónde podría encontrarlo? ¿Dónde podría ir y hallar la mesa de su Señor tal como designó Él mismo la propia noche en que fue traicionado?
Y nota bien, lector, que tenemos que creer que el Apóstol Pablo insistiría en tener la mesa y la cena del Señor según las recibió directamente de Él mismo, estando ya en la gloria, y que le fueron dadas por el Espíritu, según los capítulos décimo y undécimo de su carta a los Corintios, epístola dirigida a “todos los que invocan el nombre del Señor Jesucristo en cualquier lugar, Señor de ellos y nuestro.” No podemos creer que enseñara él el orden de Dios en el primer siglo, y aceptara el desorden de los hombres en el siglo veinte. El hombre no tiene derecho a entrometerse en una institución divina. No tiene más autoridad para alterar una jota o una tilde en lo tocante a la cena del Señor, de la que tenía Israel para intervenir en el orden con que debía celebrarse la Pascua.
Repetiremos la pregunta, y rogamos fervorosamente al lector a que la considere y la conteste en la divina presencia y a la luz de la Escritura. ¿Dónde podría hallar el Apóstol esa mesa y esa cena el domingo próximo) en Londres o en otro sitio cualquiera de la Cristiandad? ¿Dónde podría ir a ocupar asiento a la mesa del Señor en medio de una compañía de discípulos reunidos simplemente sobre la base de un cuerpo, de un solo centro, el Nombre de Jesús, por el poder del Espíritu Santo, y bajo la autoridad de la Palabra de Dios? ¿Dónde podría hallar una esfera libre de autoridad, designación u ordenación humanas en la cual pudiera ejercer sus dones? Formulamos estas preguntas a fin de ejercitar el corazón y la conciencia del lector. Estamos plenamente convencidos que hay lugares aquí y allá en los cuales Pablo podría hallar estas cosas realizadas, aunque con debilidad y faltas; y creemos que el lector está solemnemente obligado a descubrirlas. ¡Ay! son pocos y muy espaciados en comparación de la mesa de cristianos que se reúnen en condiciones muy distintas.
Quizá se nos diga que, si la gente supiera que era el Apóstol Pablo, le permitiría con mucho gusto ejercer su ministerio. Pero en tal caso el Apóstol ni buscaría su permiso ni lo aceptaría, toda vez que nos dice claramente en el primer capítulo de su carta a los Gálatas, que su ministerio es “no de los hombres, ni por hombre, mas por Jesucristo y por Dios el padre, que Lo resucitó de los muertos.”
Y no sólo esto, sino que podemos estar seguros de que el Apóstol insistiría en tener la mesa del Señor puesta sobre el divino terreno de un cuerpo; y sólo podría consentir en participar de la cena del Señor según el divino mandato expuesto en el Nuevo Testamento. No podría aceptar, ni por un momento, algo que no fuese la divina realidad. Y diría: “O esto, o nada.” No podría admitir ninguna intervención humana en la divina institución, ni podría admitir una nueva base de reunión, ni ningún principio nuevo de organización. Repetiría sus propias frases inspiradas: “Un cuerpo, y un Espíritu,” y también: “Porque un pan, es que muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquél un pan.” Estas palabras son aplicables “a todos los que invocan el Nombre de nuestro Señor Jesucristo” y continúan en fuerza en todos los siglos de la existencia de la iglesia sobre la tierra.
Conviene que el lector esté bien impuesto y vea perfectamente claro en este asunto. El principio divino de la reunión y de la unidad, no debe en modo alguno ser rendido.
En el momento que los hombres empiezan a organizarse, a formar sociedades, iglesias o asociaciones, ya obran directamente en oposición a la Palabra de Dios, a la mente de Cristo y a la presente actuación del Espíritu Santo. Bien puede el hombre atreverse a formar un mundo que formar una iglesia. Es enteramente una obra divina. El Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés para formar la iglesia, el cuerpo de Cristo, y ésta es la sola iglesia, el único cuerpo que la Escritura reconoce; todo lo demás es contrario a Dios, aunque sea sancionado y defendido por miles de verdaderos cristianos.
No quisiéramos que el lector nos comprendiera mal. No estamos hablando ahora de la salvación, de la vida eterna, o de la justicia divina, sino de la verdadera base de la reunión, el principio divino sobre el cual debe ponerse la mesa del Señor y celebrarse la cena del Señor. Miles de individuos del amado pueblo del Señor han vivido y han muerto en la comunión de la iglesia de Roma; pero la iglesia de Roma no es la iglesia de Dios, sino una horrible apostasía; y el sacrificio de la misa no es la cena del Señor, sino contrahecha, mutilada y miserable invención del diablo. Si la cuestión que se suscitara en la mente del lector fuese sólo la de saber qué cantidad de error puede ser tolerado sin comprometer la salvación del alma, de nada serviría que continuáramos exponiendo el magno e importante tema de que tratamos.
Pero ¿qué corazón que ame a Cristo puede contentarse con ocupar una posición tan baja como esa? ¿Qué hubiéramos pensado de un Israelita en la antigüedad que se hubiese contentado con ser hijo de Abraham, y pudiera disfrutar de su vino, de su higuera, de sus rebaños y de sus manadas, y no hubiese pensado nunca en ir a adorar al lugar donde Jehová había puesto Su Nombre? ¿Dónde estaba el judío fiel que no amara ese sitio sagrado? “Jehová, la habitación de Tu casa he amado, el lugar del tabernáculo de Tu gloria.”
Y luego, cuando por razón del pecado de Israel, su política nacional fue derribada y el pueblo llevado en cautividad, oímos a los corazones fieles de entre ellos derramando sus lamentaciones en el conmovedor y elocuente tono siguiente: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y aun llorábamos acordándonos de Sión. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas. Y los que allí nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos; y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los himnos de Sión. ¿Cómo cantaremos canción de Jehová en tierra de extraños? Si me olvidare de ti, oh Jerusalem,” el centro de Dios para Su pueblo terrenal, “mi diestra sea olvidada. Mi lengua se pegue a mi paladar, si de ti no me acordare, si no ensalzare a Jerusalem como preferente asunto de mi alegría” (Sal. 137 ).
Y también, en el capítulo sexto de Daniel, encontramos a ese amado desterrado abriendo sus ventanas tres veces al día, y orando vuelto hacia Jerusalén, aunque sabía que el castigo era el foso de los leones. Pero ¿por qué la insistencia en orar vuelto de cara a Jerusalén? ¿Era una parte de la superstición judaica? De ningún modo; era un magnífico despliegue del principio divino, era dar al viento el estandarte divino entre las depresivas y humillantes consecuencias de la locura y pecado de Israel. Ciertamente, Jerusalén estaba en ruinas, pero los planes de Dios tocante a Jerusalén no estaban en ruinas. Aquel era Su centro para Su pueblo terreno. “Jerusalem, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí. Y allá subieron las tribus, las tribus de Jah, conforme al testimonio dado a Israel, para alabar el Nombre de Jehová. Porque allá están las sillas del juicio, las sillas de la casa de David. Pedid la paz de Jerusalem; sean prosperados los que te aman. Haya paz en tu antemuro, y descanso en tus palacios. Por amor de mis hermanos y mis compañeros hablaré ahora paz de ti. A causa de la casa de Jehová nuestro Dios, buscaré bien para ti” (Sal. 122).
Jerusalén fue el centro de las doce tribus de Israel en -tiempos pasados, y volverá a serlo en tiempos venideros. El aplicar esos textos y otros semejantes a la iglesia de Dios ahora o en lo porvenir; en la tierra o en el cielo, es sencillamente volver las cosas de arriba abajo, confundir cosas esencialmente diferentes, y causar daños incalculables tanto a las Escrituras como a las almas. No debemos permitirnos esas libertades sin fundamento con la Palabra de Dios.
Jerusalén fue y volverá a ser el centro terrestre de Dios; pero actualmente, la iglesia de Dios no debe reconocer más centro que el glorioso e infinitamente precioso Nombre de Jesús. “Donde están dos o tres reunidos en Mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos.” ¡Precioso centro! A este sólo señala el Nuevo Testamento, a este sólo allega el Espíritu Santo. Nada importa dónde estamos reunidos, sea Jerusalén, Roma, Londres, París o Cantón. El caso no es dónde, sino cómo.
Pero, sea recordado, debe ser una cosa divinamente real. De nada sirve profesar que estamos reunidos en, o al, bendito Nombre de Jesús, si no es esto una realidad. La palabra del Apóstol sobre la fe puede ser aplicada con igual fuerza al tema de nuestro centro de reunión. “¿Qué aprovechará, hermanos míos, si alguno dice que está reunido al Nombre de Jesús?” Dios trata con realidades morales; y mientras es perfectamente claro que el hombre que desea ser fiel a Cristo no puede consentir en reconocer otro centro u otra base de reunión más que Su Nombre, con todo, es perfectamente posible que la gente profese estar en ese bendito y santo terreno, cuando su espíritu y conducta, sus hábitos, sus caminos, su total proceder y carácter tienden a probar que no están en el poder de su profesión.
El apóstol dijo a los Corintios que quería conocer “no las palabras, sino el poder.” Importantes palabras, por cierto, y muy necesarias en todo tiempo, pero con particularidad con referencia al importante asunto de que tratamos. Quisiéramos en un espíritu de amor, aunque del modo más solemne, imprimir en la conciencia del lector cristiano el deber que tiene de considerar este asunto en santo retiro en la presencia de Dios, y a la luz del Nuevo Testamento. No la rechace con el pretexto de que no es cosa esencial. Es esencial, en el más alto grado, toda vez que se trata de la gloria del Señor y del mantenimiento de Su verdad. Esta es la única norma por la cual decidir lo que es esencial y lo que no lo es. ¿Era esencial para Israel reunirse en el centro divinamente señalado? ¿Era ésta, acaso, una cuestión pendiente? ¿Podía todo hombre escoger un centro a su gusto? Consideremos la respuesta a la luz del capítulo 14 del Deuteronomio. Era absolutamente esencial que el Israel de Dios se reuniera alrededor del centro del Dios de Israel. Esto es incuestionable. ¡Ay del hombre que intentara volver la espalda al sitio donde Jehová había puesto Su Nombre! Bien pronto se le hubiera dado a conocer su error. Y si esto era verdadero respecto al pueblo terrestre de Dios, ¿no es igualmente verdadero para la iglesia y para cada cristiano en particular? De seguro lo es. Estamos obligados por las más elevadas y sacratísimas obligaciones a rehusar toda base de reunión que no sea el “un cuerpo”; todo centro de reunión que no sea el Nombre de Jesús; todo poder de reunión que no sea el Espíritu Santo; toda autoridad de reunión que no sea la Palabra de Dios. ¡Qué todo el amado pueblo del Señor en todas partes sea guiado a considerar estas cosas en el temor y amor a Su santo Nombre!
Cerraremos esta sección citando el último párrafo de este capítulo, en el que hallaremos una enseñanza muy importante.
“Al cabo de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades: y vendrá el Levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, y el huérfano, y la viuda, que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados, para que Jehová tu Dios, te bendiga en toda obra de tus manos que hicieres.”
Se nos presenta aquí una hermosa escena doméstica, un despliegue más conmovedor del carácter divino, un bello resplandor de la gracia y bondad del Dios de Israel. Alienta el corazón respirar el aire fragante de un pasaje como este. Forma un contundente y vívido contraste con el frío egoísmo de las escenas que nos rodean. Dios quiso enseñar a Su pueblo a pensar en, y cuidar de todos los que estaban en necesidad. El diezmo le correspondía a Él, pero quiso darles a gustar el raro y exquisito privilegio de dedicarlo al bendito objeto de dar alegría a los corazones.
Hay una particular dulzura en las frases: “vendrán,” “comerán” y “serán saciados.” ¡Cuán semejante a nuestro Dios siempre lleno de gracia! Él se deleita en satisfacer las necesidades de todos. Él abre Sus manos, y satisface el deseo de todo ser viviente. Y no sólo esto, sino que es Su gozo hacer de Su pueblo el conducto por el cual la gracia, la bondad y la simpatía de Su corazón fluyan a todos. ¡Cuán precioso es esto! ¡Qué privilegio ser los dispensadores de la munificencia de Dios, los exponentes de Su bondad! ¡Ojalá entráramos más profundamente en el bendito conocimiento de todo esto! ¡Que respiremos más y más la atmósfera de la divina presencia, y entonces así reflejaremos más fielmente el carácter divino!
Como el tema tan profundamente interesante y de importancia práctica que nos presentan los versículos 28 y 29 habrá de ocupar nuestra atención, bien que, relacionado con otros temas, cuando estudiemos el capítulo 26, no nos detendremos más en él ahora.
Capítulo 15
“Al cabo de cada siete años harás remisión. Y esta es la manera de la remisión: Perdonará a su deudor todo aquél que hizo empréstito de su mano, con que obligó a su prójimo; no lo demandará más a su prójimo, o a su hermano; porque la remisión de Jehová es pregonada. Del extranjero demandarás el reintegro; mas lo que tu hermano tuviere tuyo, lo perdonará tu mano. Para que así no haya en ti mendigo; porque Jehová, te bendecirá con abundancia en la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad, para que la poseas: si empero escuchares fielmente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y cumplir todos estos mandamientos que yo te intimo hoy. Ya que Jehová tu Dios te habrá bendecido, como te ha dicho, prestarás entonces a muchas gentes, mas tú no tomarás prestado; y enseñorearte has de muchas gentes, pero de ti no se enseñorearán” (Vers. 1-6).
Es en verdad edificante observar el modo como el Dios de Israel obraba para atraerse los corazones de Su pueblo por medio de los varios sacrificios, solemnidades e instituciones del ceremonial Levítico. Había el sacrificio del cordero por la mañana y por la tarde cada día; había el sábado santo cada semana; había la nueva luna cada mes; había la pascua cada año; había el diezmo cada tres años; había la remisión cada siete años; y había el jubileo cada cincuenta años.
Todo esto está repleto del más profundo interés. Cada una de esas cosas proclama su propio designio y enseña su lección particular a nuestros corazones. El cordero de la mañana y de la tarde designaba, según sabemos, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” El sábado era el hermoso tipo de aquel descanso que permanece para el pueblo de Dios. La luna nueva (en este caso el plenilunio) prefiguraba de bella manera el tiempo cuando Israel restaurado volverá a reflejar los rayos del Sol de justicia sobre las naciones. La pascua era el memorial permanente de la liberación nacional de la esclavitud de Egipto. El año de los diezmos expone el hecho de ser Jehová el propietario de la tierra, así como también la hermosa manera en que sus rentas deberían emplearse para satisfacer la necesidad de sus obreros y de sus pobres. El año sabático era la promesa de aquel hermoso día en el cual todas las deudas quedarían canceladas, todos los préstamos extinguidos, todas las cargas abolidas. Y finalmente el jubileo era el magnífico tipo de los tiempos de la restitución de todas las cosas, cuando el cautivo será dejado libre, cuando el desterrado volverá a su casa y a su heredad por tanto tiempo perdidas, y cuando la tierra de Israel y toda la tierra se regocijará bajo el benéfico gobierno del Hijo de David.
Ahora bien, en todas esas bellas instituciones descubrimos dos rasgos característicos sobresalientes, y son la gloria de Dios y la bendición para el hombre. Esas dos cosas están unidas por un lazo divino y permanente. Dios ha ordenado así que Su gloria completa y la completa bendición de la criatura vayan indisolublemente unidas. Esto da profundo gozo al corazón y nos ayuda a entender de una manera más perfecta la fuerza y la belleza de aquella sentencia tan conocida: “nos regocijamos en la esperanza de la gloria de Dios.” Cuando esa gloria resplandezca con pleno brillo, seguramente entonces la humana bendición, el descanso y la felicidad alcanzarán su completa y eterna consumación.
Vemos una hermosa garantía y prefiguración de todo esto en el año séptimo. En él había “la remisión del Señor,” y por lo tanto su benéfica influencia debía sentirla todo deudor desde Dan hasta Beerseba. Jehová quiso conceder a Su pueblo el elevado y santo privilegio de tener comunión con Él en hacer que el corazón del deudor saltara de alegría. Él quiso enseñarles, si ellos solamente lo aprendieran, la profunda bendición de perdonarlo todo francamente. Esto es en lo que Él mismo se deleita. ¡Bendito sea para siempre Su grande y glorioso Nombre!
Mas, ¡ay! el pobre corazón humano no alcanza a este bello grado de elevación. No está preparado debidamente para andar por esta vía celestial. Está lamentablemente aferrado por un bajo y miserable egoísmo que le impide asir y llevar a cabo el divino principio de la gracia. No está en su ambiente en esta atmósfera celestial. No está ni medianamente preparado para servir de receptáculo y de vehículo de esa gracia real que tan espléndidamente brilla en todos los caminos de Dios. Esto explicará plenamente las cláusulas admonitorias del siguiente pasaje. “Cuando hubiere en ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en tu tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre: mas abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que basta, lo que hubiere menester. Guárdate que no haya en tu corazón perverso pensamiento, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión: y tu ojo sea maligno sobre tu hermano menesteroso para no darle: que él podrá clamar contra ti a Jehová, y se te imputará a pecado. Sin falta le darás, y no sea tu corazón maligno cuando le dieres; que por ello te bendecirá Jehová tu Dios en todos tus hechos, y en todo lo que pusieres mano. Porque no faltarán menesterosos de en medio de la tierra, por eso yo te mando, diciendo: abrirás tu mano a tu hermano, a tu pobre, y a tu menesteroso en tu tierra” (Vers. 7-11).
Aquí se ponen al descubierto y se juzgan las profundas fuentes del egoísmo del corazón humano. Nada hay como la gracia para poner de manifiesto las más ocultas raíces del mal en la naturaleza humana. El hombre ha de ser renovado en las más profundas fuentes de su ser moral antes de que pueda ser el vehículo del amor divino; y aun los que han sido renovados de este modo por gracia, deben guardarse de continuo de las repugnantes formas de egoísmo de que se reviste nuestra naturaleza caída. Nada sino la gracia puede mantener al corazón abierto ampliamente a toda forma de humana necesidad. Hemos de mantenernos cercanos a la fuente del amor celestial si hemos de ser los conductos de la bendición en medio de la escena de miseria y desolación como la en que nos ha tocado vivir.
¡Cuán hermosas son las palabras: “abrirás tu mano liberalmente”! Exhalan el propio aire del cielo. Un corazón abierto y una mano liberal son semejantes a Dios. “Dios ama al dador alegre,” porque Él es precisamente así. “Da a todos abundantemente y no zahiere.” Y Él quiere concedernos el raro y exquisito privilegio de que seamos imitadores Suyos. ¡Gracia maravillosa! El solo pensamiento de ella llena el corazón de asombro, amor y alabanza. No sólo somos salvados por gracia, sino que estamos en la gracia, vivimos bajo el bendito reino de la gracia, respiramos la atmósfera de la gracia y somos llamados a ser vivos expositores de esa gracia no sólo a nuestros hermanos sino a toda la familia humana. “Así que, entretanto que tenemos tiempo, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe.”
Lector cristiano, apliquemos con diligencia nuestros corazones a esta divina instrucción. Es sumamente preciosa; pero su valor real sólo puede ser gustado poniéndola en práctica. Estamos rodeados de mil formas diversas de miseria humana, de aflicciones humanas, de humanas necesidades. Vemos corazones quebrantados, ánimos anonadados, hogares desolados por todas partes en el rededor nuestro. Nos encontramos, diariamente con la viuda, el huérfano y el extranjero. ¿Qué es nuestra actitud hacia ellos? ¿Cómo hemos de comportarnos con ellos? ¿Estamos endureciendo nuestros corazones y cerrando nuestras manos contra ellos? ¿Procuramos más bien conducirnos con ellos según el hermoso espíritu de “la remisión del Señor”? Debemos tener presente que somos llamados a ser reflectores de la naturaleza y carácter divinos, a ser vehículos de comunicación directa entre el corazón amoroso de nuestro Padre y toda forma cualquiera de necesidad humana. No hemos de vivir sólo para nosotros; si tal hiciéramos daríamos el más miserable mentís a todos los principios de aquel cristianismo moralmente glorioso que profesamos. Es nuestro elevado y santo privilegio, sí, es nuestra especial misión derramar en rededor nuestro la bendita luz del cielo al cual pertenecemos. Donde quiera que estemos, entre nuestra familia, en el campo, en el mercado o en la fábrica, en la tienda o en el despacho, todos los que entren en relación con nosotros, debieran ver la gracia de Jesús resplandeciendo en nuestras obras, en nuestras palabras, aun en nuestras miradas. Y si se nos presenta una necesidad, si no podemos hacer otra cosa, podemos deslizar al oído una palabra de consuelo, o verter una lágrima o exhalar un suspiro de verdadera y cordial simpatía para el necesitado.
Lector: ¿obramos de este modo? ¿Vivimos tan cercanos a la fuente del amor divino, y respiramos de tal modo la atmósfera del cielo, que nos permiten difundir en rededor nuestro la bendita fragancia de tales cosas? ¿O por el contrario ponemos de manifiesto el odioso egoísmo de nuestra naturaleza, el impío temperamento y disposición de nuestra humanidad caída y corrompida? ¡Qué ser más desagradable es un cristiano egoísta! Es una contradicción evidente, una mentira viviente y ambulante. El cristianismo que profesa hace resaltar en negro y terrible relieve el impío egoísmo que domina su corazón y que aparece en su vida.
¡Quiera el Señor conceder a todos los que profesan ser cristianos y que así se llaman que se comporten en su vida diaria, de un modo tal, que sean una epístola sin mancha de Cristo mismo, conocida y leída por todos los hombres! De este modo la incredulidad se verá al menos privada de uno de sus argumentos de más peso, de una de sus más graves objeciones. Nada proporciona a los incrédulos mayor excusa que la vida inconsecuente de los que profesan ser cristianos.
No es que tal excusa pueda mantenerse ni un momento, ni aun ser presentada ante el tribunal de Cristo, ya que cada cual que tenga a su disposición un ejemplar de las Sagradas Escrituras será juzgado a la luz de esas Escrituras, aun cuando no hubiera ni un solo cristiano consistente en la superficie de la tierra. Sin embargo, los cristianos están obligados solemnemente a hacer que su luz brille ante los hombres a fin de que estos vean sus buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre en los cielos. Estamos obligados solemnemente a demostrar y comprobar con nuestra vida diaria los celestiales principios revelados en la Palabra de Dios. Debiéramos dejar al incrédulo sin un ápice de excusa o de argumento respecto a esto; es nuestra responsabilidad hacerlo así. Que tomemos a pecho estas cosas, y entonces tendremos ocasión de bendecir a Dios por nuestras meditaciones sobre la grata institución de “la remisión del Señor.”
Vamos ahora a citar para el lector la conmovedora y bella institución con respecto al siervo hebreo. Sentimos más y más la importancia de transcribir el propio lenguaje del Espíritu Santo; pues aun cuando se dirá que el lector tiene a mano su Biblia para recurrir a ella, con todo, es un hecho que cuando se hace alusión a un pasaje de la Escritura, hay en muchos casos poca disposición a dejar de la mano el libro que estamos leyendo, para acudir al texto bíblico. Además, nada hay semejante a la misma Palabra de Dios; y en cuanto a las observaciones que presentemos, su objeto no es otro que el de auxiliar al amado lector cristiano a comprender y apreciar las Escrituras que citamos.
“Cuando se vendiere a ti tu hermano hebreo o hebrea, y te hubiere servido seis años, al séptimo año le despedirás libre de ti y cuando lo despidieres libre de ti, no lo enviarás vacío. Le abastecerás liberalmente de tus ovejas, de tu era, y de tu lagar: le darás de aquello en que Jehová te hubiere bendecido.”
¡Cuán perfectamente bello, cuán característico es todo esto de nuestro Dios siempre bondadoso! No consentiría en que el hermano se fuera vacío. Libertad y pobreza no estarían en armonía moral. Al hermano debía despedírsele para que siguiera su camino, libre y proveído, emancipado y dotado, no sólo con su libertad sino con una liberal fortuna con la que pudiera contar.
En verdad esto es divino. No necesitamos que se nos diga en qué escuela se enseñaban tan exquisitos principios éticos. Llevan la verdadera calaña del cielo; emiten la propia fragancia del paraíso de Dios. ¿No es así como nuestro Dios ha procedido con nosotros? ¡Toda alabanza sea dada a Su glorioso Nombre! Él no sólo nos ha dado vida y libertad, sino que además nos ha proveído liberalmente de todo cuanto podamos necesitar en el tiempo y en la eternidad. Nos ha abierto la inagotable tesorería del cielo; sí, ha dado al Hijo de Su corazón para nosotros y a nosotros; para nosotros, a fin de salvarnos, y a nosotros, para satisfacernos o para que nos bastara en todo. Nos ha dado todas las cosas que corresponden a la vida y a la piedad; todo lo que corresponde a la vida actual, y a la que está por venir, lo tenemos plena y perfectamente asegurado por la mano liberal de nuestro Padre.
¿Y no es profundamente conmovedor observar cómo el corazón de Dios se expresa en el modo con que debía ser tratado el siervo hebreo? “Lo abastecerás liberalmente.” No “con tristeza o por necesidad.” Debía hacerse de una manera digna de Dios, la manera de obrar de Su pueblo debe ser un reflejo de Sí mismo. Somos llamados a la elevada y santa dignidad de ser Sus representantes morales. Es maravilloso; pero así es, por Su gracia infinita. El no sólo nos ha librado de las llamas del infierno eterno, sino que, además nos llama a obrar por Él, y a ser semejantes a Él en medio de un mundo que crucificó a Su Hijo. Y no sólo nos ha conferido esta excelsa dignidad, sino que nos ha dotado de una fortuna de príncipe para soportarla. Los inagotables tesoros del cielo están a nuestra disposición. “Todas las cosas son nuestras” por Su gracia infinita. ¡Oh, que pudiéramos realizar con más amplitud nuestros privilegios, para así cumplir con más fidelidad nuestras santas responsabilidades!
En el versículo 15 de nuestro capítulo tenemos un motivo muy conmovedor, eminentemente apropiado para hacer vibrar el corazón del pueblo en sus afectos y simpatías. “Y te acordarás que fuiste siervo en la tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te rescató; por tanto yo te mando esto hoy.” El recuerdo de la gracia de Jehová en redimirlos de Egipto, debía ser el motivo permanente, todopoderoso y fundamental de sus acciones en pro de sus hermanos pobres. Este es un principio infalible, y nada menos que esto podría bastar. Si tratamos de buscar nuestros motivos fuera de Dios mismo, y en Su manera de tratarnos, pronto seremos derribados en la carrera práctica de nuestra vida. Sólo manteniendo ante nuestros corazones la maravillosa gracia de Dios desplegada en favor nuestro en la redención que es en Cristo Jesús, es como seremos capaces de proseguir una carrera de verdadera y activa benevolencia ya para con nuestros hermanos, ya para con todos los demás. Los meros sentimientos de benevolencia que rebosan en nuestros corazones, o que nacen a la vista de las penas, apuros y necesidades de otros se desvanecen fácilmente. Es tan sólo en el mismo Dios viviente donde podremos encontrar el manantial perenne de nuestros motivos.
En el versículo 16 se expone el caso en que un sirviente prefiriera permanecer con su amo. “Y será que si él te dijere: No saldré de contigo; porque te ama a ti y a tu casa, que le va bien contigo, entonces tomarás una lezna, y horadarás su oreja junto a la puerta y será tu siervo para siempre.”
Comparando este pasaje con el Éxodo 21:1-6, observamos una señalada diferencia, proviniendo, como pudiéramos esperar, del carácter distintivo de cada libro. En Éxodo predomina el rasgo de tipo; en el Deuteronomio el moral. En el último el escritor inspirado omite todo lo referente a la mujer y a los hijos del siervo, como cosa extraña a su propósito aquí, aunque tan esencial a la belleza y perfección del tipo según Éxodo 21. Hacemos observar esto tan sólo como una de las muchas pruebas contundentes de que el Deuteronomio está en verdad muy lejos de ser una estéril repetición de sus predecesores. No hay ni repetición por una parte, ni tampoco contradicción por otra, sino una hermosa variedad en perfecto acuerdo con el propósito divino y con el especial fin de cada libro. Sea dicho esto como respuesta a la ligereza e ignorancia de aquellos escritores incrédulos que han tenido la impía temeridad de dirigir sus dardos a esta magnífica porción de los oráculos de Dios.
En nuestro capítulo, pues, tenemos el aspecto moral de esta interesante institución. El siervo amaba a su amo y estaba dichoso en su compañía. Prefería una esclavitud perpetua y la marca de la misma, con un amo al cual amaba, a una libertad y a la correspondiente provisión liberal que debía dársele separado de él. Esto desde luego hablaba bien en favor de ambos. Es siempre una buena señal para el amo como para el siervo, el que estén en buenas relaciones de larga duración. Los cambios continuos pueden considerarse, por regla general, como prueba de que hay alguna culpa moral en uno u otro. Sin duda hay excepciones; y no sólo esto, sino que en las relaciones entre amo y siervo, como en todo lo demás, hay que considerar dos lados. Por ejemplo, hemos de considerar si el amo cambia constantemente de sirviente, o si el sirviente cambia de amo de continuo. En el primer caso, las apariencias deponen en contra del amo; en el segundo, en contra del sirviente.
El hecho es que en esta materia todos debemos juzgarnos a nosotros mismos. Los de nosotros que somos amos debemos considerar hasta qué punto procuramos en realidad el bienestar, la dicha y el verdadero provecho de nuestros sirvientes. Deberíamos tener presente que tenemos mucho más en que pensar, con referencia a nuestros sirvientes, que en la cantidad de trabajo que les obligamos a hacer. Aun desde el punto de vista del principio bajo, de “vivir y dejar vivir,” estamos obligados a procurar en cuanto nos sea posible la felicidad y bienestar de nuestros sirvientes; a hacerles sentir que tienen un hogar bajo nuestro techo; que no estamos satisfechos solamente con el trabajo de sus manos, sino que deseamos el amor de sus corazones. Recordamos haber preguntado en cierta ocasión al jefe de un gran establecimiento “¿Cuántos corazones tiene usted empleados aquí?” Meneó la cabeza y confesó con verdadera tristeza en cuán corta proporción entra el corazón en las relaciones entre amos y dependientes. De aquí la frase vulgar y descorazonada de “emplear manos.”
Pero el amo cristiano debe colocarse a un nivel más elevado; tiene el privilegio de ser llamado a imitar a su Maestro, Cristo. El recuerdo de esto debe regular todas sus actuaciones con sus criados; debe guiarle a estudiar con interés cada vez más profundo y con mayor provecho al divino modelo, a fin de reproducirlo en todos los detalles de la vida diaria.
Igual debiera hacer el criado cristiano en su situación y en su esfera de acción. El también, igual que su amo, debe estudiar el gran ejemplo puesto ante sus ojos tanto en la senda como en el ministerio del solo verdadero Sirviente que jamás ha pisado este mundo. Es llamado a andar en Sus benditas pisadas, a empaparse de Su espíritu, a estudiar Su Palabra. No es notable que el Espíritu Santo ha dedicado más atención a las instrucciones a los siervos que a todas las demás relaciones humanas juntas. El lector puede ver esto de una ojeada en las epístolas a los Efesios, a los Colosenses y a Tito. El siervo cristiano puede adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador, con no hurtar y no ser respondón. Puede servir al Señor Cristo en el más vulgar terreno de los deberes domésticos, de un modo tan efectivo como el hombre llamado a dirigir multitudes a las magnas realidades eternas.
Así que, cuando ambos, amo y criado, están mutuamente gobernados por principios celestiales, procurando ambos servir y glorificar al único Señor, podrán marchar juntos en dichosa compañía. El amo no será severo, arbitrario ni exigente; y el criado no buscará lo suyo, no será violento, ni altivo; cada uno contribuirá, por el fiel desempeño de sus respectivos deberes, al bienestar y a la felicidad del otro, y a la tranquilidad y a la dicha en toda la esfera doméstica. ¡Ojalá se siguiera más esa celestial norma en todo hogar cristiano sobre la faz de la tierra! De ese modo la verdad de Dios sería realmente vindicada, honrada Su Palabra y Su Nombre glorificado en nuestras relaciones domésticas y en nuestra conducta.
En el versículo 18 tenemos una palabra admonitoria que nos da cuenta muy fielmente, pero con gran delicadeza también, de una raíz moral en el pobre corazón humano. “No te parezca duro cuando le enviares libre de ti; que doblado del salario de mozo jornalero te sirvió seis años: y Jehová tu Dios te bendecirá en todo cuanto hicieres.”
Esto es muy conmovedor. Pensemos por un momento en lo que significa que el Altísimo condescienda a colocarse ante el corazón humano, el corazón de un amo, para abogar en favor de la causa de un pobre siervo y exponer sus derechos. Es como si Dios le pidiera un favor para sí. No deja nada por decir a fin de dar fuerza al caso. Recuerda al amo lo que valen seis años de servicio, y le anima con la promesa de aumentar las bendiciones en recompensa de su generosa acción. Es perfectamente bello. El Señor no quiere tan sólo que se lleve a cabo aquella generosa acción, sino que se haga en tales términos que alegra el corazón de aquel que ha de recibirla; no sólo piensa en el fondo de la acción, sino en el modo de llevarla a cabo. Podemos en ocasiones imponernos la obligación de hacer un favor; lo hacemos como un deber, y mientras tanto, puede “parecernos duro” que debamos hacerlo; de este modo aquel acto queda desprovisto de todo encanto. Es la generosidad del corazón que adorna el acto generoso. Debemos hacer el favor de tal manera que el que lo recibe esté seguro que nuestro corazón se regocija por el hecho. Tal es el procedimiento divino: “Y no teniendo ellos de qué pagar, perdonó la deuda a ambos.” “Era menester hacer fiesta y holgamos.” “Hay gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente.” ¡Oh, que pudiéramos ser reflejos más brillantes de la preciosa gracia del corazón del Padre!
Antes de cerrar nuestras notas sobre este capítulo tan interesante, citaremos el último párrafo. “Santificarás a Jehová tu Dios todo primerizo macho que nacerá de tus vacas y de tus ovejas; no te sirvas del primerizo de tus vacas, ni trasquiles el primerizo de tus ovejas. Delante de Jehová tu Dios los comerás cada un año, tú y tu familia, en el lugar que Jehová escogiere. Y si hubiere en él tacha, como ciego o cojo, o cualquiera otra mala falta, no lo sacrificarás a Jehová tu Dios. En tus poblaciones lo comerás: el inmundo lo mismo que el limpio comerán de él, como de un corzo o de un ciervo. Solamente que no comas su sangre; sobre la tierra la derramarás como agua” (Vers. 19-23).
Solamente lo que era perfecto podía ser ofrecido a Dios. El primerizo, macho sin defecto, era el símbolo apropiado del inmaculado Cordero de Dios, ofrecido sobre la cruz por nosotros, el fundamento imperecedero de nuestra paz y el precioso alimento de nuestras almas en presencia de Dios. La cosa divina era la asamblea reunida alrededor del divino centro, alegrándose en presencia de Dios, en lo que era el determinado tipo de Cristo, quien es a la vez nuestro sacrificio, nuestro centro y nuestro alimento. ¡Eterno y universal homenaje a Su preciosísimo y gloriosísimo Nombre!
Capítulo 16
Vamos a entrar ahora en una de las secciones del libro de Deuteronomio, más profundas y más amplias; en la cual el escritor inspirado presenta ante nuestros ojos lo que pudiéramos llamar las tres grandes festividades cardinales del año judaico, y son: la pascua, pentecostés y la fiesta de los tabernáculos o cabañas; esto es, figurando la redención, el Espíritu Santo y la gloria. Tenemos aquí una descripción más condensada de esas hermosas instituciones que la dada en Levítico 23, donde tenemos, contando el sábado, ocho festividades; pero si consideramos el sábado como distinto, teniendo su especial y propio lugar como tipo del eterno descanso de Dios, tendremos entonces siete festividades, y son: la pascua; la fiesta de los panes sin levadura; la de los primeros frutos; pentecostés; la de las trompetas; el día de la expiación; la fiesta de las cabañas.
Tal es el orden de las festividades en el libro de Levítico, que según nos aventuramos a hacer constar en nuestro estudio sobre aquel maravilloso libro, pudiera llamarse: “Guía del Sacerdote.” Pero en el Deuteronomio, que es, preeminentemente, el libro del pueblo, tenemos menos detalles ceremoniales, y el legislador se limita a esas grandes marcas morales y nacionales, las cuales, de la manera más sencilla, como fueron adaptadas al pueblo, presentan el pasado, el presente y el porvenir.
“Guardarás el mes de Abib, y harás pascua a Jehová tu Dios; porque en el mes de Abib te sacó Jehová tu Dios de Egipto de noche. Y sacrificarás la pascua a Jehová tu Dios de las ovejas y de las vacas, en el lugar que Jehová escogiere para hacer habitar allí Su Nombre. No comerás con ella leudo; siete días comerás con ella pan por leudar, pan de aflicción, porque aprisa saliste de tierra de Egipto; para que te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto todos los días de tu vida. Y no se dejará ver levadura contigo en todo tu término por siete días: y de la carne que matares a la tarde del primer día, no quedará hasta la mañana. . . No podrás sacrificar la pascua en ninguna de tus ciudades, que Jehová tu Dios te da”; como si fuese cosa de poca importancia el lugar, con tal se celebrase la fiesta; “Sino en el lugar que Jehová tu Dios escogiere, para hacer habitar allí Su Nombre,” y no en otro cualquiera, “sacrificarás la pascua por la tarde a puesta del sol, al tiempo que saliste de Egipto. Y la asarás y comerás en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido, y por la mañana te volverás y restituirás a tu morada. Seis días comerás ázimos, y el séptimo día será solemnidad a Jehová tu Dios; no harás obra en él” (Vers. 1-8).
Habiendo tratado ya en nuestras “Notas sobre el libro del Éxodo,” con algún detenimiento de los grandes principios capitales de esta fiesta fundamental, nos permitimos dirigir al lector a dicho tomo si desea estudiar este asunto. Pero hay en la relación del Deuteronomio, ciertos rasgos especiales sobre los cuales creemos de nuestro deber llamar la atención del lector. Y, en primer término, hemos de hacer observar con qué énfasis se repite “el lugar” en el cual la festividad debía celebrarse. Esto está repleto de interés y de importancia práctica. El pueblo no podía escoger por sí mismo. Según el parecer humano, no tendría importancia el cómo y dónde se celebrase la fiesta con tal que se celebrarse. Mas, y fije su atención más cuidadosa el lector en ello, el criterio humano nada absolutamente tenía que ver en el asunto; este era por completo de criterio y autoridad divinos. Dios tenía el derecho de indicar y establecer de manera terminante dónde quería reunir a Su pueblo; y esto lo hace de la manera más precisa y más enfática en el pasaje citado, en el cual por tres veces inserta la importante cláusula, “en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido.”
¿Es esto una vana repetición? Nadie se atreva pensarlo y mucho menos afirmarlo. Es, por el contrario, una insistencia del todo necesaria. ¿Y por qué es muy necesaria? Pues a causa de nuestra ignorancia, nuestra indiferencia y nuestra terquedad. Dios, en Su infinita misericordia, se esfuerza en imprimir sobre el corazón, la conciencia y el entendimiento de Su pueblo, que quisiera tener un lugar especial en el cual se celebrara la memorable y muy significativa festividad de la pascua.
Y obsérvese que es sólo en el Deuteronomio donde se insiste tan repetidamente en el lugar de esa celebración. Nada de esto tenemos en Éxodo, porque se celebró en Egipto. Nada tampoco en Números porque entonces se celebró en el desierto. Pero en Deuteronomio, se establece de un modo autoritario y definitivo, porque en él tenemos las instrucciones para la tierra prometida. Otra prueba concluyente de que el Deuteronomio está en verdad muy distante de ser una estéril repetición de sus predecesores.
El punto importante con respecto al “lugar,” sobre el cual se insiste tan notable y decisivamente, en que debían celebrarse las tres grandes festividades mencionadas en este capítulo, es éste: que Dios quería reunir alrededor Suyo a Su amado pueblo, para que se regocijara en Su presencia; para que Él pudiera a Su vez regocijarse con ellos, y ellos con Él, y ellos entre sí. Todo esto sólo podía efectuarse en un lugar especial de designación divina. Todo el que deseare acercarse a Jehová y reunirse con Su pueblo, todo el que deseare rendir adoración y tener comunión según el mandato de Dios, se hubiera personado con agradecimiento a aquel centro divinamente designado. La voluntad personal pudiera haber dicho: “¿No podemos acaso celebrar esa fiesta en el seno de nuestras familias? ¿Qué necesidad hay de emprender un largo viaje? Siendo recto el corazón, de seguro poco importara el sitio donde se celebre.” A todo esto, contestamos que la prueba mejor, más clara y más evidente de que el corazón era recto, debía encontrarse en el sencillo y ardiente deseo de hacer la voluntad de Dios. Era del todo suficiente para aquellos que amaban y temían a Dios que Él había designado un lugar donde Él se reuniría con Su pueblo; allí serían encontrados y no en otro lugar. Era solamente Su presencia la que podía impartir gozo, consuelo, fuerza y bendición a todas sus grandes reuniones nacionales. No era el mero hecho de reunirse grandes multitudes, tres veces al año, para hacer fiesta y regocijarse juntos; esto pudiera alimentar al orgullo humano, a la propia complacencia y a la emoción. Pero el reunirse para encontrar a Jehová, congregarse ante Su bendita presencia, reconocer el lugar que Él escogió para hacer habitar en Él Su Nombre, esto sería el profundo gozo de todo corazón verdaderamente leal de todas las doce tribus de Israel. Que alguien permaneciera voluntariamente, en su casa, o fuera a cualquier otro lugar que al que fue señalado divinamente, no solamente sería despreciar e insultar a Jehová, sino rebelarse contra Su suprema autoridad.
Habiendo tratado brevemente del lugar, vamos ahora a considerar de una ojeada el modo como debía celebrarse. Este también, como no pudiéramos menos de creer, es enteramente característico de nuestro libro. El rasgo predominante aquí es “el pan sin levadura.” Pero el lector se dará cuenta del hecho interesante de que a ese pan se le denomina “pan de aflicción.” Ahora bien: ¿cuál es la significación de esto? Todos entendemos que el pan sin levadura es el tipo de la santidad del corazón y de la vida, tan absolutamente esencial para disfrutar de verdadera comunión con Dios. No somos salvos por nuestra santidad personal; pero, gracias a Dios, somos salvos para ella. No es el fundamento de nuestra salvación; pero es un elemento esencial en nuestra comunión. La levadura permitida es el golpe de muerte a la comunión y a la adoración.
No hemos de perder de vista ni un solo momento a este magno principio cardinal de aquella vida de santidad personal y piedad práctica que, como redimidos por la sangre del Cordero, somos llamados y estamos obligados y privilegiados a vivir día tras día en medio de las escenas y circunstancias por las cuales atravesamos en nuestra peregrinación al hogar de nuestro eterno descanso en los cielos. Hablar de comunión y adoración mientras estemos viviendo en pecado consciente, es una triste prueba de que no conocemos ni la una ni la otra de aquellas cosas. Para gozar de la comunión con Dios; o de la comunión de los santos, y para adorar a Dios en espíritu y en verdad, hemos de vivir una vida de santidad personal, una vida de separación de todo mal consciente. Tomar nuestro lugar en la asamblea del pueblo de Dios y profesar tomar parte en la santa comunión y adoración que pertenecen a ella, al mismo tiempo viviendo en pecado oculto, o permitiendo en otros el mal, es profanar la asamblea, afligir al Espíritu Santo, pecar contra Cristo y traer sobre nosotros el juicio de Dios, que está ahora juzgando Su casa y castigando a Sus hijos a fin de que no sean al final condenados con el mundo.
Todo esto es muy solemne y exige la más viva atención de todo aquél que desea realmente andar con Dios y desea servirle con reverencia y pío temor. Una cosa es tener la doctrina del tipo en la región de nuestro conocimiento, y otra cosa muy distinta tener su gran lección moral grabada en nuestro corazón y demostrada con obras en nuestra vida. Que todos los que profesan tener rociada su conciencia por la sangre del Cordero procuren guardar la festividad del pan sin levadura. “¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiad, pues, la vieja levadura, para que seáis nueva masa, como sois sin levadura; porque nuestra Pascua, que es Cristo, fue sacrificada por nosotros. Así que, hagamos fiesta, no en la vieja levadura, ni en la levadura de malicia y de maldad, sino en ázimos de sinceridad y de verdad” (1 Co. 5:6-8).
Pero ¿qué hemos de entender por “pan de aflicción”? ¿No debiéramos más bien esperar gozo, alabanza y triunfo de la festividad establecida para conmemorar la liberación de la esclavitud en Egipto y de su miseria? A no dudar hay profundo gozo verdadero, agradecimiento y alabanza al ver realizada la bendita verdad de la completa liberación de nuestro primitivo estado con todas sus consecuencias. Pero es evidente que estos no eran los rasgos sobresalientes de la fiesta de la pascua; en verdad, estos ni siquiera se nombran. Se nos habla del “pan de aflicción,” pero ni una palabra del gozo, alabanza o triunfo.
Y ¿por qué? ¿Qué gran lección moral se trasmite a nuestro corazón por el pan de aflicción? Nosotros creemos que expone aquellos profundos ejercicios del corazón que el Espíritu Santo produce al poner poderosamente ante nuestros ojos lo que costó a nuestro adorable Señor y Salvador el librarnos de nuestros pecados y el castigo que esos pecados merecían. Esos ejercicios estaban también figurados por las “hierbas amargas” según Éxodo 12, y se vieron representadas una y otra vez en la historia del pueblo del Señor en la antigüedad, cuando eran guiados por la acción poderosa de la Palabra y del Espíritu de Dios, a juzgarse a sí mismos y a “afligir sus almas” en la presencia divina.
Y téngase en cuenta que no hay ni un ápice de elemento legal o de incredulidad en esos santos ejercicios; muy lejos de ello. Cuando un israelita participaba del pan de aflicción, con la carne asada de la víctima pascual, ¿es que quería dar a entender que tuviera dudas o que abrigara aun temores en cuanto a su completa liberación? ¡Imposible! ¿Cómo pudiera creer tal cosa? Estaba establecido en la tierra prometida, se había reunido en el centro designado por Dios—en Su misma presencia. ¿Cómo podía dudar, pues, de Su completa y definitiva liberación de la tierra de Egipto? Tal pensamiento es absurdo.
Pero aun cuando el Israelita no tenía dudas ni temores en cuanto a su liberación, con todo debía comer el pan de aflicción; era un elemento esencial en la festividad de la pascua; “porque aprisa saliste de tierra de Egipto; para que te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto todos los días de tu vida.”
Esta era obra real y profunda. No debían olvidar nunca su éxodo de Egipto, sino guardar el recuerdo de aquélla salida en la tierra prometida durante todas sus generaciones. Debían conmemorar su liberación por una fiesta emblemática de aquellos santos ejercicios que caracterizan siempre la verdadera y práctica piedad cristiana.
Quisiéramos recomendar ardientemente a la seria atención del lector cristiano toda la verdad indicada por “el pan de aflicción.” Creemos que es muy necesario a todos los que profesan gran familiaridad con lo que se ha llamado las doctrinas de la gracia. Hay gran peligro, especialmente para los jóvenes cristianos que procuran esquivar la legalidad y la esclavitud, de caer en el extremo opuesto de la levedad, lazo temible. Los cristianos de edad y experiencia no están tan expuestos a caer en este terrible engaño; es a los jóvenes que están entre nosotros a los que es necesario se les advierta solemnemente contra él. Puede ser que oigan hablar mucho de la salvación por gracia, de la justificación por la fe, liberación de la ley y de todos los privilegios peculiares de la posición cristiana.
Ahora pues, apenas es necesario decir que todas estas cosas son de capital importancia, y sería sumamente imposible que cualquiera pudiera oír demasiado respecto de ellos. Ojalá que se hablara más de esas verdades, que se escribiera más, que se predicara más sobre ellas. Miles de personas que forman parte del amado pueblo del Señor ven transcurrir sus días en oscuridad, dudas y esclavitud legal por ignorancia tocante a esas grandes verdades fundamentales.
Pero aun cuando esto es perfectamente verdadero, hay, por otra parte, muchos que tienen una familiaridad meramente intelectual con los principios de la gracia, pero que, a juzgar por sus costumbres y maneras, su expresión y su conducta, (el solo medio con que podemos juzgarles), conocen muy poco del poder santificador de esos grandes principios, de su poder en el corazón y en la vida.
Ahora pues, hablando según la enseñanza que se desprende de la fiesta pascual, diremos que no hubiera estado de acuerdo con el propósito de Dios el que alguien hubiera intentado guardar la fiesta prescindiendo del pan sin levadura, y aun del pan de aflicción. Tal cosa no se hubiese tolerado en el Israel de la antigüedad. Era un ingrediente absolutamente esencial para celebrar la fiesta. Y así, podemos estar seguros de que también es una parte integral de aquella fiesta que, como cristianos, se nos exhorta a guardar, a cultivar la santidad personal y aquel estado de ánimo tan propiamente representado por las “hierbas amargas” en Éxodo 12, o por el ingrediente del Deuteronomio, “el pan de aflicción,” que parece este último ser el símbolo permanente una vez establecidos en la tierra.
En una palabra, creemos, pues, que entre nosotros existe la profunda y urgente necesidad de esos sentimientos y afectos espirituales, de esos profundos ejercicios del alma que el Espíritu Santo produce al descubrir ante nuestros corazones los sufrimientos de Cristo, de cuánto le costó librarnos de nuestros pecados, de lo que sufrió por nosotros cuando hubo de pasar bajo las ondas y olas de la ira de la justicia de Dios contra nuestros pecados. Carecemos, por desgracia, si se nos permite hablar por otros, de esa profunda contrición de corazón que se deriva de nuestra ocupación espiritual de los sufrimientos y muerte de nuestro precioso Salvador. Una cosa es tener la conciencia rociada con la sangre de Cristo, y otra cosa tener la muerte de Cristo grabada por manera espiritual en el corazón, y la cruz de Cristo aplicada, por modo práctico, a nuestra conducta y carácter.
¿Cómo es que tan fácilmente caemos en pecado ya en pensamiento, en palabra u obra? ¿Cómo es que hay tanta ligereza, tanta insumisión, tanta indulgencia personal, tanta ociosidad carnal, tanta cosa que es sólo espuma y superficialidad? ¿No será porque falta en nuestra fiesta el ingrediente cuyo tipo era “el pan de aflicción”? No podemos dudarlo. Tememos que haya una verdadera falta, muy deplorable, de profundidad y de seriedad en nuestro cristianismo. Hay demasiada discusión locuaz de los profundos misterios de la fe cristiana, demasiado conocimiento intelectual sin ir acompañado del poder interior.
Todo esto reclama la más seria atención del lector. No podemos desprendernos de la impresión que tenemos de que a ese triste estado de cosas ha contribuido no poco el modo en que se ha predicado el evangelio, modo adoptado sin duda con las mejores intenciones, pero seguramente pernicioso en sus efectos morales. Bien está que se predique el evangelio en toda su sencillez. Es una imposibilidad presentarlo con más sencillez que la con que Dios el Espíritu Santo nos lo ha presentado en la Escritura.
Todo esto lo admitimos plenamente; pero al mismo tiempo estamos convencidos de que hay un grave defecto en el modo de predicación de que tratamos. Hay carencia de profundidad espiritual, una falta de santa seriedad. En el esfuerzo de contrarrestar la legalidad, hay lo que tiende a la ligereza, y, mientras la legalidad es un grave mal, la ligereza es mucho más grave. Debemos guardarnos de ambos. Creemos que la gracia es el remedio para el primero, la verdad para el último; pero se necesita de sabiduría espiritual para capacitarnos en ajustar y aplicar ambas cosas. Si vemos a un alma profundamente ejercitada por la poderosa acción de la verdad, enteramente quebrantada por el poderoso ministerio del Espíritu Santo, podemos verter en ella la profunda consolación de la pura y preciosa gracia de Dios, puesta de manifiesto en el sacrificio divinamente eficaz de Cristo. Este es el divino remedio para un corazón quebrantado, un espíritu contrito, una conciencia convencida. Cuando el arado espiritual ha abierto un surco profundo, no tenemos que hacer sino echar en él la semilla incorruptible del evangelio de Dios, en la seguridad de que arraigará y llevará fruto a su debido tiempo.
Mas, por otra parte, si damos con una persona que se conduce de una manera ligera, trivial, de ánimo no quebrantado, hablando de la gracia con un lenguaje presuntuoso, y contra la legalidad alborotadamente, y procurando exponer por sólo medios humanos un camino fácil para ser salvo, consideraríamos este caso como necesitado de que le fuera aplicado de modo solemne la verdad al corazón y a la conciencia.
Tememos mucho que exista gran cantidad de este último elemento esparcido por toda la iglesia profesante. Empleando el lenguaje de esa festividad típica, pudiéramos decir que hay una tendencia a separar la pascua de la fiesta de los panes ázimos; a descansar en el hecho de ser librados del juicio y olvidar al cordero asado, el pan de santidad, y el pan de aflicción. En realidad, no pueden separarse nunca ya que Dios las ha enlazado entre sí; por lo cual no creemos que ningún alma pueda realmente entrar en el goce de la preciosa verdad de que “Cristo nuestra pascua fue sacrificado por nosotros,” que no procura “guardar la fiesta.” Cuando el Espíritu Santo despliega ante nuestros corazones algo de la profunda bendición, de la preciosidad y de la eficacia de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, nos conduce a meditar sobre el subyugador misterio de Sus sufrimientos, a ponderar en nuestros corazones todo cuanto tuvo Él que atravesar en favor nuestro, todo cuanto Le costó salvarnos de las eternas consecuencias de lo que nosotros ¡ay! tan a menudo cometemos con tanta ligereza.
Esta es verdaderamente una obra santa y profunda, y conduce al alma a aquellos ejercicios que se corresponden con “el pan de aflicción” en la fiesta de los panes sin levadura. Hay una gran diferencia entre los sentimientos que nos produce el detenernos a considerar nuestros pecados, y los que nos produce el detenernos a considerar los sufrimientos de Cristo para librarnos de esos pecados.
Es verdad que no olvidamos nunca nuestros pecados, no olvidamos nunca el hoyo de donde fuimos excavados. Pero una cosa es detenernos a considerar el hoyo de donde fuimos sacados, y otra cosa totalmente distinta y de mucha mayor importancia detenernos a considerar la gracia que nos sacó del foso, y lo que costó a nuestro precioso Salvador el llevarlo a cabo. Es a esto último a lo que hemos de guardar de continuo en la memoria de los pensamientos de nuestros corazones. ¡Somos tan inconstantes, tan olvidadizos!
Necesitamos suplicar a Dios muy sinceramente para que nos haga aptos para penetrar más profundamente y de una manera práctica en los sufrimientos de Cristo y en la aplicación de la cruz a todo lo que hay en nosotros de contrario a Él. Esto nos comunicará profundidad de tono, ternura de espíritu, intenso anhelo por la santidad del corazón y de la vida, práctica separación del mundo en todas sus fases, santa sumisión, celosa vigilancia de nosotros mismos, sobre nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros caminos, nuestra entera conducta en la vida diaria. En una palabra, esto nos conduciría a un tipo de cristianismo enteramente diferente del que vemos en rededor nuestro, y que, ¡ay! ostentamos en nuestras vidas. ¡Quiera el Espíritu de Dios desplegar ante nuestros corazones en Su gracia, por Su directo y poderoso ministerio, más y más de lo que significa “el cordero asado,” el “pan sin levadura” y “el pan de aflicción”!
Vamos a considerar ahora brevemente la fiesta de Pentecostés, que sigue en orden a la de la pascua. “Siete semanas te contarás; desde que comenzare la hoz en las mieses comenzarás a contarte las siete semanas. Y harás la solemnidad de las semanas a Jehová tu Dios: de la suficiencia voluntaria de tu mano será lo que dieres, según Jehová tu Dios te hubiere bendecido; y te alegrarás, delante de Jehová tu Dios, tú, y tu hijo, y tu hija, y tu siervo, y tu sierva, y el Levita que estuviere en tus ciudades, y el extranjero, y el huérfano, y la viuda, que estuvieren en medio de ti, en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para hacer habitar allí Su Nombre. Y acuérdate que fuiste siervo en Egipto; por tanto guardarás y cumplirás estos estatutos” (Vers. 9-12).
Aquí tenemos el tan conocido y bello tipo o figura del día de Pentecostés. La pascua expone la muerte de Cristo. Las gavillas de los primeros frutos son la impresiva figura de Cristo resucitado. Y en la fiesta de las semanas tenemos prefigurado el descenso del Espíritu Santo, cincuenta días después de la resurrección.
Hablamos, por supuesto, de lo que estas fiestas nos enseñan a nosotros según la mente de Dios, sin tener para nada en cuenta la cuestión de si Israel tenía comprensión de su significado. Nosotros gozamos del privilegio de mirar a todas estas instituciones típicas o figurativas a la luz del Nuevo Testamento; y cuando las vemos así nos llenamos de admiración y de gozo ante la divina perfección, belleza y orden de todos esos tipos maravillosos.
Y no solamente esto, sino que (y esto es de un valor inmenso para nosotros) vemos también de qué manera las Escrituras del Nuevo Testamento encajan en las del Antiguo; vemos la hermosa unidad del divino Volumen, y cuán manifiestamente es un mismo Espíritu el que alienta a través del todo, desde su principio al fin. Por este medio nos vemos interiormente fortalecidos en la aprensión de la preciosa verdad de la divina inspiración de las Santas Escrituras, y nuestros corazones quedan reforzados contra todos los ataques blasfemos de los escritores incrédulos. Nuestras almas se elevan a la cima del monte donde las glorias morales del divino Volumen brillan por sobre de nosotros en todo su fulgor celestial, y desde donde podemos ver vagar por debajo las nubes y las frígidas nieblas de los pensamientos de la incredulidad. Esas nieblas y esas nubes en nada pueden afectarnos, ya que están muy por debajo del nivel que, por la infinita gracia, ocupamos en la cima. Los escritores incrédulos nada absolutamente conocen de las glorias morales de la Escritura; pero una cosa hay terriblemente segura, esto es; que un momento en la eternidad revolucionará por completo los pensamientos de todos los incrédulos y ateos que han disparatado de palabra o por escrito contra la Biblia y su Autor.
Al considerar la muy interesante festividad de las semanas o pentecostés, llama en seguida nuestra atención la diferencia entre ella y la festividad de los panes ázimos. En primer lugar, se nos habla de una “ofrenda voluntaria.” En ello tenemos una figura de la iglesia, formada por el Espíritu Santo y presentada a Dios como “una suerte de frutos primerizos de sus criaturas.”
Nos hemos detenido ya en este rasgo del tipo en las “Notas sobre Levítico,” capítulo 23, por lo que no nos detendremos nuevamente en ello, sino que nos limitaremos a lo que es puramente Deuteronómico. El pueblo debía ofrecer el tributo de una ofrenda voluntaria de sus manos en proporción a las bendiciones que el Señor su Dios había derramado sobre ellos. Nada de semejante a eso había en la pascua, porque ésta muestra a Cristo ofreciéndose a Sí mismo por nosotros como sacrificio, y no en concepto alguno de ofrenda nuestra. En ella rememoramos nuestra liberación del pecado y de Satanás, y lo que esa liberación costó de obtener. En ella meditamos acerca de los intensos y variados sufrimientos de nuestro Salvador según van prefigurados en el cordero asado. Recordamos que nuestros pecados fueron cargados sobre Él. Fue molido por nuestras iniquidades, castigado en lugar nuestro, y todo esto conduce a una profunda y sincera contrición, o lo que pudiéramos llamar, verdadero arrepentimiento cristiano. Porque no debemos olvidar nunca que el arrepentimiento no es una mera emoción transitoria del pecador cuando sus ojos son abiertos por primera vez, sino un estado moral permanente del cristiano, ante la cruz y la pasión de nuestro Señor Jesucristo. Si esto fuera mejor comprendido y estuviéramos más penetrados de ello, comunicaría más profundidad y solidez a la vida y al carácter cristianos en la que tan deficientes somos desgraciadamente la gran mayoría de nosotros.
Pero en la fiesta de Pentecostés, tenemos ante nosotros el poder del Espíritu Santo, y los variados efectos de Su bendita presencia en nosotros y con nosotros. Él nos habilita para presentar nuestros cuerpos y todo lo que tenemos como una ofrenda voluntaria a nuestro Dios en conformidad con las bendiciones con que nos ha prosperado. Esto, no hay para qué decirlo, sólo puede ser llevado a cabo por la potencia del Espíritu Santo; de aquí que el notable tipo del mismo se nos presenta, no en la pascua que prefiguraba la muerte de Cristo; ni tampoco en la fiesta de los panes ázimos o sin levadura que representaba el efecto moral sobre nosotros de aquella muerte, en arrepentimiento, y santidad práctica; sino en el Pentecostés, que es el tipo reconocido del precioso don del Espíritu Santo.
Ahora pues, es el Espíritu que nos capacita para comprender los derechos de Dios sobre nosotros, derechos que han de medirse por la extensión de la bendición divina. Él nos hace ver y entender que todo lo que somos y todo lo que tenemos pertenecen a Dios. Él nos da el gozo de consagrarnos a Dios; nuestro espíritu, alma y cuerpo. Es en verdad una “ofrenda voluntaria.” No es por la coerción, sino voluntariamente. No hay ni un átomo de esclavitud, porque “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.”
En suma, tenemos aquí el hermoso espíritu y el carácter moral de todo el servicio y vida cristianos. El alma que está bajo la ley no puede comprender ni la fuerza ni la belleza de esto. Las almas bajo la ley no recibieron jamás el Espíritu. Las dos cosas son enteramente incompatibles. En tal concepto el Apóstol dice a las mal guiadas asambleas de Galacia: “Esto solo quiero saber de vosotros. ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír de la fe? . . . Aquel, pues, que os daba el Espíritu, y obraba maravillas entre vosotros, ¿hacíalo por las obras de la ley, o por el oír de la fe?” El precioso don del Espíritu es consecuencia de la muerte, resurrección, ascensión y glorificación de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo, y por lo tanto no puede tener que ver con las “obras de la ley” en cualquier forma que sean. La presencia del Espíritu Santo en la tierra, Su habitación en y entre los verdaderos creyentes, es la grande y característica verdad del cristianismo. No era ni podía ser conocida en los tiempos del Antiguo Testamento. Ni siquiera era aun conocido por los discípulos en el tiempo de la vida de nuestro Señor. Él mismo les decía la víspera de Su marcha: “Empero Yo os digo la verdad: Os es necesario (o provechoso), que Yo vaya; porque si Yo no fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si Yo fuere, os le enviaré” (Juan 16:7).
Esto prueba de la manera más concluyente, que aun los mismos hombres que gozaban del elevado y precioso privilegio del compañerismo personal con el Señor mismo, iban a ser colocados en situación más avanzada por Su marcha y la venida del Consolador. También leemos: “Si Me amáis, guardad mis mandamientos: y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: al Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no Le ve, ni Le conoce; mas vosotros Le conocéis, porque está con vosotros y será en vosotros.”
Sin embargo, no podemos intentar desenvolver minuciosamente este inmenso tema ahora. El espacio de que disponemos no lo consiente, aunque bien quisiéramos. Debemos limitarnos a uno o dos puntos que nos sugiere la fiesta de las semanas según se nos presenta en nuestro capítulo.
Ya hicimos referencia al hecho muy interesante de que el Espíritu de Dios es la fuente viva y la potencia de la vida de dedicación y consagración personales bellamente prefigurada por el “tributo de la ofrenda voluntaria.” El sacrificio de Cristo es el fundamento, la presencia del Espíritu Santo es la potencia de la dedicación del cristiano, en espíritu, alma y cuerpo a Dios. “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto” (Ro. 12:1).
Pero hay otro punto del mayor interés en el versículo 11 de nuestro capítulo: “Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios.” No tenemos semejantes palabras en la fiesta pascual, o en la fiesta de los panes sin levadura. No hubieran estado en relación moral con cualquiera de esas solemnidades. Cierto es que en la pascua descansa el mismísimo fundamento de todo el gozo que podemos experimentar aquí o que experimentaremos; pero debemos recordar siempre la muerte de Cristo, Sus sufrimientos, Sus dolores, todo aquello que Él experimentó cuando las oleadas y las ondas de la ira del Dios de justicia pasaron por sobre Su alma. Es sobre estos profundos misterios que nuestros corazones están o deberían estar principalmente fijos cuando nos rodeamos a la mesa del Señor y guardamos la fiesta por la cual anunciamos la muerte del Señor hasta que venga.
Ahora bien, aparecerá evidente a todo lector espiritual y pensador que los sentimientos propios de tan santa y solemne institución no podrán tener caracteres de júbilo. Ciertamente podemos regocijarnos y así lo hacemos pensando en que los dolores y sufrimientos de nuestro Señor han pasado ya, y pasaron para siempre; que aquellas horas terribles pasaron para jamás volver. Pero lo que recordamos en aquella fiesta no es simplemente que hayan pasado, sino el paso de Jesucristo por ellas, y esto por nosotros. “La muerte del Señor anunciáis,” y sabemos que, sea lo que fuere lo que de esa muerte preciosa resulte en favor nuestro, con todo, cuando meditamos sobre ella, nuestro gozo se ve contenido por esos profundos ejercicios del alma que el Espíritu Santo produce en nosotros cuando nos desenvuelve los dolores, los sufrimientos, la cruz y pasión de nuestro bendito Salvador. Las Palabras del Señor son: “Haced esto en memoria de Mí”; pero lo que recordamos especialmente en la Cena es a Cristo sufriendo y muriendo por nosotros; lo que anunciamos es Su muerte; y con estas solemnes realidades ante nuestras almas por la potencia del Espíritu Santo, habrá, debe haber, santa calma y serenidad.
Hablamos, desde luego, de lo que conviene a la inmediata ocasión de la celebración de la Cena; de los apropiados sentimientos y afectos de tal momento. Pero estos han de ser producidos por el poderoso ministerio del Espíritu Santo. De nada serviría procurar por piadosos esfuerzos propios, elevarnos por nosotros mismos a un estado de mente apropiado a aquel acto. Eso sería ascender por gradas al altar, cosa altamente ofensiva a Dios. Es sólo por el ministerio del Santo Espíritu que podemos celebrar dignamente la santa Cena del Señor. Él sólo puede hacernos capaces de desterrar toda ligereza, todo formalismo, la simple rutina, los pensamientos errantes, y discernir el cuerpo y la sangre del Señor en aquellos memoriales que, por Su propia designación, están puestos sobre la mesa.
Mas en la fiesta de Pentecostés, el júbilo o la alegría era un rasgo sobresaliente. Nada oímos de “hierbas amargas” o del “pan de aflicción” en este caso, porque es el tipo de la venida de otro Consolador, el descenso del Espíritu Santo, procediendo del Padre, y mandado por Cristo resucitado, ascendido y glorificado como la Cabeza en los cielos, a fin de llenar los corazones de Su pueblo de alabanza, de acciones de gracias y de gozo triunfal; sí, para llevarlos a la plena y bendita comunión con Su Cabeza glorificada, en el triunfo que Él consiguió sobre el pecado, sobre la muerte, sobre el infierno y Satanás y todos los poderes de las tinieblas. La presencia del Espíritu va unida a la libertad, a la luz, al poder y al gozo. Por eso leemos: “Los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo.” Las dudas, los temores y la esclavitud a la ley desaparecen ante el precioso ministerio del Espíritu Santo.
Pero hemos de distinguir entre Su obra, y Su morada dentro de nosotros; Su obra vivificante y Su acción de sellarnos. El primer albor de convicción en el alma es fruto de la obra del Espíritu. Es Su bendita operación la que guía a todo verdadero arrepentimiento, y esta no es ciertamente una obra gozosa; será muy buena, muy necesaria, absolutamente esencial; pero no es gozosa, nada de esto; es profunda aflicción. Mas cuando, por la gracia, creemos en un Salvador resucitado y glorificado, entonces el Espíritu Santo viene y hace de nosotros Su habitación, como el sello de haber sido aceptados, y como las arras de nuestra herencia.
Entonces nos sentimos llenos de un gozo inefable y repleto de gloria; y siendo nosotros colmados de tal modo, nos convertimos en vehículos de bendiciones para otros. “El que cree en Mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su vientre. Y esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él; pues aun no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no estaba aún glorificado.” El Espíritu es el manantial del poder y del gozo en el corazón del creyente. Nos apresta, nos llena y nos emplea como vasos Suyos para ministrar a los pobres sedientos, almas necesitadas que están alrededor de nosotros. Nos une al Hombre en la gloria, nos mantiene en viviente comunión con Él, y nos habilita para ser, en nuestra débil medida, la expresión de lo que Él es. Todo movimiento del Cristianó debiera emitir la fragancia de Cristo. Para el que profesa ser cristiano, mostrar conducta profana, procedimientos de egoísta, espíritu mundano, codicioso y adquisitivo, celos o envidia, orgullo y ambición, es negar o desmentir su profesión, deshonrar el Santo Nombre de Cristo, y acumular vituperios sobre aquel glorioso cristianismo que profesa, y del que tenemos una bella figura en la fiesta de las semanas, fiesta preeminentemente caracterizada por la alegría que tiene su origen en la bondad de Dios, y que se derramaba en todas direcciones, y que abrazaba en su círculo consagrado a todos los necesitados. “Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios, tú, y tu hijo, y tu hija, y tu siervo, y tu sierva, y el Levita que estuviere en tus ciudades, y el extranjero, y el huérfano, y la viuda que estuvieren en medio de ti.”
¡Qué bello! ¡Cuán perfectamente hermoso! ¡Ah, si el antitipo fuese más fielmente puesto de manifiesto entre nosotros! ¿Dónde están esas corrientes refrescantes que debieran fluir de la iglesia de Dios? ¿Dónde aquellas cartas inmaculadas de Cristo, conocidas y leídas por todos los hombres? ¿Dónde podemos ver un dechado práctico de Cristo en los caminos de Su pueblo, algo al cual pudiéramos señalar con el dedo diciendo: “Allí hay verdadero cristianismo?” ¡Oh! quiera el Espíritu de Dios conmover nuestros corazones a un deseo más intenso de ser más conformes a la imagen de Cristo en todo. ¡Quiera Él revestir de Su potencia la Palabra de Dios que tenemos en nuestras manos y en casa; que pueda hablar a nuestros corazones y conciencias, induciéndonos a juzgarnos a nosotros mismos, a nuestros caminos y a nuestras asociaciones por Su luz celestial, de tal manera que pueda haber una banda de testigos completamente consagrada, reunida a Su Nombre y en espera de Su segunda venida! ¿Quiere el lector unirse a nosotros para pedir tal cosa?
Vamos a dedicarnos por unos momentos a la hermosa institución de la fiesta de los tabernáculos, que da tan notable complemento al orden de verdades presentadas en nuestro capítulo.
“La solemnidad de las cabañas harás por siete días, cuando hubieres hecho la cosecha de tu era, y de tu lagar. Y te alegrarás en tus solemnidades, tú, y tu hijo, y tu hija, y tu siervo, y tu sierva, y el Levita, y el extranjero, y el huérfano, y la viuda, que están en tus poblaciones. Siete días celebrarás solemnidad a Jehová tu Dios en el lugar que Jehová escogiere: porque te habrá bendecido Jehová tu Dios en todos tus frutos, y en toda obra de tus manos, y estarás ciertamente alegre. Tres veces cada un año parecerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios en el lugar que Él escogiere; en la solemnidad de los panes ázimos, y en la solemnidad de las semanas, y en la solemnidad de las cabañas. Y no parecerá vacío delante de Jehová: cada uno con el don de su mano, conforme a la bendición de Jehová tu Dios que te hubiere dado (Vers. 13-17).
Aquí, pues, tenemos el admirable y hermoso tipo del porvenir de Israel. La fiesta de los tabernáculos no ha tenido aún su antitipo o cumplimiento. La pascua y Pentecostés han tenido su cumplimiento en la preciosa muerte de Cristo, y en el descenso del Espíritu Santo; pero la tercera gran solemnidad mira adelante a los tiempos de la restitución de todas las cosas de que Dios ha hablado por boca de Sus santos profetas que han sido desde el principio del mundo.
Y observe bien el lector el tiempo de la celebración de esta fiesta. Debía hacerse “cuando hubieres hecho la cosecha de tu era y de tu lagar,” en otras palabras, después de la siega y de la vendimia. Ahora bien; hay una distinción muy marcada entre estas dos cosas. La una habla de la gracia, la otra del juicio. Al fin del siglo, Dios recogerá Su trigo en el alfolí, y luego vendrá el pisar la vendimia en juicio terrible.
En el capítulo décimo cuarto del Apocalipsis tenemos un solemne pasaje que trata de este asunto. “Y miré, y he aquí, una nube blanca; y sobre la nube uno sentado semejante al Hijo del hombre, que tenía en su cabeza una corona de oro, y en su mano una hoz aguda. Y otro ángel salió del templo, clamando en alta voz al que estaba sentado sobre la nube: Mete tu hoz, y siega: porque la hora de segar te es venida, porque la mies de la tierra está madura.”
Aquí tenemos la siega; y luego: “Y salió otro ángel del templo que está en el cielo, teniendo también una hoz aguda. Y otro ángel salió del altar, el cual tenía poder sobre el fuego, y clamó con gran voz al que tenía la hoz aguda, diciendo: Mete tu hoz aguda, y vendimia los racimos de la tierra, porque están maduras sus uvas. Y el ángel echó su hoz aguda en la tierra, y vendimió la villa de la tierra, y echó la uva en el grande lagar de la ira de Dios. Y el lagar fue hollado fuera de la ciudad, y del lagar salió sangre hasta los frenos de los caballos por mil y seiscientos estadios.” ¡Cifra igual a la longitud de la tierra de Palestina!
Esas figuras apocalípticas expuestas con sus propias características, son escenas que habrán de ocurrir antes de la celebración de la fiesta de los tabernáculos. Cristo recogerá tu trigo en el alfolí celestial, y después de ello vendrá con aplastante juicio sobre la Cristiandad. De este modo todas las secciones del Libro de la inspiración, Moisés, los Salmos, los Profetas, los Evangelios, o Hechos de Cristo, los Hechos del Espíritu Santo, las Epístolas y el Apocalipsis, todos tienden a establecer de una manera incontrovertible el hecho de que el mundo no será convertido por el evangelio, que las cosas no mejoran ni mejorarán, sino que por el contrario irán de mal en peor. Ese glorioso tiempo prefigurado por la fiesta de los tabernáculos debe ir precedido de la vendimia, la holladura en el lagar de la ira del Dios Todopoderoso.
Podríamos, pues, preguntar ante tal cuerpo irresistible de divina evidencia proporcionada por todas las secciones del canon inspirado: ¿por qué persistirán los hombres en acariciar la ilusoria esperanza de un mundo convertido por el evangelio? ¿Qué significan, pues, las frases de “recoger el trigo” y “pisar la vendimia en el lagar”? Con toda seguridad no significan, ni pueden significar un mundo convertido.
Acaso se nos diga que no podemos edificar nada sobre los tipos Mosaicos y los símbolos Apocalípticos. Tal vez no, si no tuviéramos más que tipos y símbolos. Pero cuando todos los rayos de la lámpara de la inspiración celestial convergen sobre esos tipos y símbolos y descubren su profundo significado a nuestras almas, los encontramos en perfecta armonía con las voces de los profetas y de los apóstoles y las vivas enseñanzas de nuestro Señor mismo. En una palabra; todo habla el mismo lenguaje y enseña la misma lección; todo lleva el mismo inequívoco testimonio sobre la solemne verdad de que al fin del siglo, en vez de un mundo convertido, preparado para un milenio espiritual, habrá una viña cubierta y cargada de racimos maduros para el lagar de la ira del Dios Todopoderoso.
¡Ojalá que los hombres y las mujeres del cristianismo y sus maestros dediquen sus corazones al estudio de estas solemnes realidades! ¡Que ellas arraiguen en sus corazones y lleguen a las profundidades de sus almas de tal modo que arrojen al viento su ilusión tan amada, y acepten en lugar de ella la verdad de Dios, tan plenamente revelada y tan claramente expuesta!
Pero hemos de terminar esta sección; y antes de hacerlo quisiéramos recordar al lector cristiano que somos llamados a mostrar en nuestra vida diaria la bendita influencia de todas esas grandes verdades que se nos ponen de manifiesto en esos tres interesantes tipos acerca de los cuales hemos hecho estas meditaciones. El cristianismo está caracterizado por los tres siguientes grandes hechos formativos: la redención, la presencia del Espíritu Santo y la esperanza de la gloria. El cristiano es redimido por la preciosa sangre de Cristo, está sellado por el Espíritu Santo, y está esperando a su Salvador.
Sí, amado lector: estos son hechos sólidos, realidades divinas, grandes verdades formativas. No son ellas meros principios u opiniones, sino que están designadas a ser un poder vivo en nuestras almas y a brillar en nuestras vidas. Véase cuán completamente prácticas fueron esas solemnidades en cuyo estudio nos hemos detenido; nótese qué marea de alabanza y acción de gracias y gozo y bendición y activa benevolencia fluía de la asamblea de Israel reunida alrededor de Jehová en el lugar que Él había escogido. Alabanza y acciones de gracia ascendían a Dios; y las benditas corrientes de una benevolencia liberalísima se dirigían a todos los que estaban en necesidad. “Tres veces cada un año parecerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios . . . Y no parecerá vacío delante de Jehová; cada uno con el don de su mano, conforme a la bendición de Jehová tu Dios que te hubiere dado.”
¡Hermosas palabras! No debían acudir vacíos a presencia de Jehová; debían acudir con el corazón lleno de alabanza, y las manos llenas de los frutos de la bondad divina para alegrar los corazones de los obreros de Jehová y de los pobres. Todo esto era perfectamente bello. Jehová quería juntar a Su pueblo en derredor Suyo, para llenarlos, para hacerles rebosar de gozo y alabanza y hacerles el conducto de Sus bendiciones para otros. No debían permanecer bajo sus vides y bajo sus higueras y alegrarse allí en las ricas y variadas mercedes que les rodeaban. Esto podría ser justo y bueno en su lugar; pero no hubiera satisfecho por completo la mente y el corazón de Dios. No; tres veces al año debían levantarse y trasladarse al lugar del encuentro divinamente designado, y allí entonar sus aleluyas a Jehová su Dios, y allí también suministrar liberalmente de cuanto Él les hubiera concedido a los necesitados. Dios confirió a Su pueblo el rico privilegio de regocijar el corazón del Levita, del extranjero, de la viuda y del huérfano. Esta es la obra en la cual Él mismo se deleita, bendito sea Su Nombre para siempre, y Él quiso compartir ese deleite con Su pueblo. Quiso que fuese sabido, visto y sentido que aquel sitio donde se encontraba con Su pueblo fuese una esfera de gozo y alabanza, y un centro desde el cual los rayos de bendición se difundieran en todas direcciones.
¿No tiene todo esto una voz y una lección para la iglesia de Dios? ¿No habla esto a lo más íntimo del corazón del que escribe como también del que lee estas líneas? De seguro que sí. ¡Atendámoslo! ¡Dejemos que hable a nuestros corazones! Que la maravillosa gracia de Dios obre de tal modo sobre nosotros que nuestros corazones se llenen de alabanzas a Él y nuestras manos de buenas obras. Si los meros tipos, sombras y figuras de nuestras actuales bendiciones estaban relacionados con tanta acción de gracias y activa benevolencia, ¡cuánto más poderoso debiera ser el efecto de esas mismas bendiciones!
Pero ¡Ah! la cuestión es, ¿estamos disfrutando las bendiciones? ¿Nos las apropiamos? ¿Nos asimos a ellas con el poder de una fe sin artificio? Aquí está el secreto de toda la cuestión. ¿Dónde encontramos cristianos profesantes en el pleno y estable gozo de lo que la pascua prefiguraba, es a saber: completa liberación del juicio y de este presente mundo malo? ¿Dónde los encontramos en el pleno y estable goce de su Pentecostés, del morar en ellos del Espíritu Santo, el sello, las arras, la unción y el testigo? Preguntad a la gran mayoría de los que profesan ser cristianos: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo?” y ved qué respuestas obtendréis. ¿Qué contestación puede dar el lector? ¿Puede decir: “Sí, gracias a Dios; sé que estoy lavado en la preciosa sangre de Cristo y sellado con el Espíritu Santo”? Es de temerse que sólo unos pocos entre una inmensa multitud de profesantes que nos rodea saben algo de estas preciosas verdades, que son, sin embargo, los privilegios conferidos al más sencillo miembro del cuerpo de Cristo.
Igual pudiéramos decir de la fiesta de los tabernáculos. ¡Cuán pocos comprenden su significación! Cierto que aún no ha llegado su cumplimiento; pero el cristiano es llamado a vivir en el poder actual de lo que está expuesto. “Es, pues, la fe la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven.” Nuestra vida debe ser regida y nuestro carácter formado por la influencia combinada de la “gracia” sobre la que subsistimos y de la “gloria” que esperamos.
Pero si las almas no están establecidas en la gracia, si no saben ni siquiera que sus pecados son perdonados; si se les enseña que es presunción el estar seguros de la salvación, y que es humildad y piedad el vivir en continua duda y temor; que nadie puede estar seguro de su salvación antes de que comparezca ante el tribunal de Cristo, ¿cómo puede uno profesar ser cristiano, manifestar los frutos de la vida cristiana o acariciar las esperanzas propiamente cristianas? Si un Israelita de la antigüedad hubiese estado en duda acerca de si era o no un hijo de Abraham, un miembro de la congregación de Jehová, y que realmente estaba en la tierra que les fue prometida, ¿cómo podría guardar la festividad del pan sin levadura, Pentecostés, o de los tabernáculos? Tales cosas hubieran sido para él sin significación y sin valor alguno; podemos afirmar con toda seguridad que ningún Israelita hubiera pensado, ni por un momento, en nada tan enteramente absurdo.
¿Cómo es, pues, que los que profesan ser cristianos, muchos de ellos, sin duda, verdaderos hijos de Dios, no parecen ser nunca capaces de establecerse en el propio terreno cristiano? Ven transcurrir los días de su vida entre dudas y temores, oscuridad e incertidumbre. Sus ejercicios y servicios religiosos, en vez de ser la manifestación de una vida que poseen y de que gozan, se emprenden y se ejecutan más como si fuera obligación de la ley y como preparación moral para la vida futura. Muchas almas realmente piadosas se mantienen en tal estado durante toda su vida; y en cuanto a la “bendita esperanza” que la gracia ha puesto ante nosotros para animar nuestros corazones y apartarnos de lo presente, no pueden hacerse cargo de ella ni entenderla. Se considera como mera especulación en la cual se lisonjean unos pocos visionarios entusiastas aquí y allá. Esas almas miran sólo adelante al día del juicio en vez de mirar en espera de la “brillante Estrella de la mañana.” Están orando por el perdón de sus pecados y pidiendo a Dios el don del Espíritu Santo, cuando debieran regocijarse en la segura posesión de la vida eterna, de la justicia divina y del Espíritu de adopción.
Todo esto es directamente opuesto a las más sencillas y más claras enseñanzas del Nuevo Testamento; es ajeno por completo al verdadero genio del cristianismo, subversivo de la paz y libertad cristianas, y destructor de todo verdadero e inteligente culto cristiano y de todo servicio y testimonio. Es evidentemente imposible que puedan presentarse ante el Señor con el corazón lleno de alabanza por los privilegios de que no han sabido gozar, o con sus manos llenas de la bendición la cual jamás han realizado.
Llamamos la más viva atención del pueblo del Señor, en todos los ámbitos de la iglesia profesante sobre este asunto. Les rogamos que escudriñen las Escrituras y vean si encuentran en ellas algo que les autorice a mantener las almas en la oscuridad y en la esclavitud perpetua. Que hay en ellas solemnes amonestaciones, llamamientos escudriñadores, graves advertencias, es ciertísimo, y alabamos a Dios por ellos; los necesitamos y debemos procurar que nuestros corazones atiendan a ellos con diligencia. Pero debe el lector comprender claramente que es el dulce privilegio aun de los más niños en la fe de Cristo saber que sus pecados son todos perdonados, que son aceptados en Cristo resucitado, sellados por el Espíritu Santo y herederos de la gloria eterna. Tales son, por la gracia infinita y soberana, sus bendiciones claramente establecidas y aseguradas, bendiciones a las cuales el amor de Dios les hace bienvenidos, para las cuales la sangre de Cristo les hace aptos, y que se las asegura el testimonio del Espíritu Santo.
¡Quiera el gran Pastor y Obispo de las almas guiar a todo Su amado pueblo, los corderos y ovejas del rebaño que compró con Su sangre, a que conozcan por las enseñanzas de Su Santo Espíritu, las cosas que les son concedidas gratuitamente por parte de Dios! ¡Ojalá que los que las conocen ya en cierta medida, las conozcan más plenamente, y ostenten los preciosos frutos de las mismas en una vida de verdadera dedicación a Cristo y a Su servicio!
Hay grandes motivos para temer que muchos de nosotros que hacemos profesión de estar familiarizados con las más elevadas verdades de la fe cristiana, no estemos respondiendo debidamente a nuestra profesión; no estamos obrando de acuerdo con el principio expuesto en el versículo 17 de nuestro hermoso capítulo: “Cada uno con el don de su mano, conforme a la bendición de Jehová tu Dios que te hubiere dado.” Parece ser que olvidamos que, aunque no tenemos que hacer nada y no hemos de dar nada por nuestra salvación, hay mucho que podemos hacer por el Salvador y mucho que podemos dar para Sus obreros y para Sus pobres. Hay el gran peligro de llevar a un extremo el principio de no hacer nada y de no dar nada. Si en los días de nuestra ignorancia y esclavitud legal trabajábamos y contribuíamos por falsos principios y con fines equivocados, con seguridad no debemos obrar menos y dar menos ahora que profesamos no sólo ser salvados, sino que también bendecidos con todas bendiciones espirituales en el Cristo resucitado y glorificado. Es necesario que tengamos cuidado de no contentarnos con una mera comprensión intelectual y con una profesión verbal de estas grandes y gloriosas verdades, mientras el corazón y la conciencia permanecen sin sentir su acción sagrada, y la conducta y el carácter no han sido puestos bajo su poderoso y santo influjo.
Nos atrevemos con toda la ternura y amor posible a ofrecer al lector estas sugestiones prácticas para que las tenga en consideración acompañada de la oración. No quisiéramos herir, ofender o hacer desmayar el corazón del más humilde cordero del rebaño de Cristo. Además, podemos asegurar al lector que no es nuestro propósito arrojar una piedra a nadie, sino sencillamente escribir en la inmediata presencia de Dios, y hacer sonar a oídos de la iglesia una nota de alarma ante lo que creemos firmemente constituye nuestro común peligro. Creemos que hay una urgente llamada desde todas partes a que consideremos atentamente nuestros caminos, a que nos humillemos ante el Señor; a causa de nuestras muchas y variadas faltas, deficiencias e inconsecuencias, y buscar gracia de Él para ser más verdaderos, dedicados de un modo más completo y más acentuados en nuestro testimonio por Él en los oscuros y malos días presentes.
Capítulo 17
Debemos recordar que la división de la Escritura en capítulos y versículos es un arreglo enteramente humano, sin duda muy conveniente para las referencias; pero en, muchas ocasiones injustificado y no correspondiente, no bien relacionado. Así que, podemos ver de una ojeada que los versículos terminales del capítulo 16 tienen mayor relación con lo que sigue al principio del capítulo 17, que con lo que les precede.
“Jueces y alcaldes te pondrás en todas tus ciudades que Jehová tu Dios te dará, en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio. No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, porque vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da.”
Estas palabras nos enseñan una doble lección; en primer lugar, exponen la justicia imparcial y perfecta verdad que caracterizan en todo tiempo el gobierno de Dios. Cada caso se trata de acuerdo con sus propios méritos y sobre la base de sus propios hechos. El juicio es tan claro que no hay en él ni una sombra de fundamento para cuestión alguna; toda discusión está absolutamente terminada, y si se levanta algún murmullo, el murmurador es acallado al momento con las palabras: “Amigo, no te hago agravio.” Esto siempre es cierto dondequiera y en todo tiempo, en el santo gobierno de Dios, y nos hace desear aquel tiempo cuando ese gobierno será establecido de mar a mar, y desde el río hasta los términos de la tierra.
Pero, por otro lado, de las palabras citadas aprendemos también lo que puede valer el juicio del hombre abandonado a sí mismo. No podemos confiar en él ni por un momento. El hombre es capaz de “torcer el juicio” o “hacer acepción de personas” o “tomar soborno,” o conceder importancia a una persona por razón de su posición y fortuna. Que es capaz de hacer tales cosas resulta evidente por el hecho de que ha sido mandado que no lo haga.
Debemos siempre recordar esto. Si Dios manda al hombre que no hurte, es evidente que el hurto está en la misma naturaleza humana.
De aquí, pues, que el juicio humano y el gobierno humano están sujetos a la más grosera corrupción. Jueces y gobernantes, abandonados a sí mismos, si no están bajo la directa influencia del principio divino, son capaces de pervertir el derecho, movidos por inmundo lucro, o de favorecer al malvado porque es rico o condenar al justo porque es pobre; de dar un fallo en flagrante oposición con los hechos más evidentes a fin de obtener algunas ventajas, ya sea en forma de dinero, influencia, popularidad o poder.
Para probar esto no es necesario nombrar a hombres tales como Pilato y Herodes, Félix o Festo; no necesitamos más que el pasaje citado para ver lo que el hombre es aun cuando esté revestido de una dignidad oficial, y sentado en un trono de gobierno o en un tribunal de justicia.
Alguno, al leer estas líneas quizá se sienta tentado a exclamar, empleando el lenguaje de Hazael: “¿Es tu siervo un perro que hará esta gran cosa?” Pero reflexione éste por un momento en el hecho de que el corazón humano es el semillero de todo pecado, de toda vileza, de toda la maldad abominable y despreciable que se ha cometido en el mundo, y la incontestable prueba de esto se halla en los decretos, mandamientos y prohibiciones que constan en las sagradas páginas de la inspiración.
Y en esto tenemos una respuesta de rara belleza a la pregunta tantas veces formulada. “¿Qué tenemos que ver nosotros con muchas de las leyes e instituciones expuestas en la economía Mosáica? ¿Por qué están estas cosas en la Biblia? ¿Es posible que sean inspiradas?” Sí; son inspiradas, y aparecen en las páginas de la inspiración a fin de que podamos ver, como en un espejo divinamente perfecto, el material moral de que estamos formados, los pensamientos que somos capaces de concebir, las palabras que somos capaces de emplear y los hechos que somos capaces de realizar.
¿No es esto algo? ¿No es bueno y saludable encontrar, por ejemplo, en algunos de los pasajes de este muy profundo y hermoso libro de Deuteronomio, que la naturaleza humana es capaz, y, por lo tanto, que nosotros somos capaces de cometer acciones que nos colocan a más bajo nivel que las bestias? Seguramente lo es, y bueno sería que aprendieran esta lección profundamente humillante más de uno que anda en orgullo farisaico y satisfacción propia, henchido con falsas ideas de dignidad y elevado tono moral.
Pero ¡cuán bellos moralmente, cuán puros, cuán refinados y elevados eran los divinos decretos para Israel! No debían torcer el juicio, sino hacer que siguiera su propio camino recto y llano, sin miramiento alguno a las personas. El pobre con vestiduras viles había de obtener la misma justicia imparcial que el hombre adornado de anillo de oro y vestidos preciosos. La decisión del tribunal no debía torcerse por la parcialidad o el prejuicio, ni el manto de la justicia debía ser manchado con el desdoro del soborno.
¡Oh; qué bendito para esta tierra, oprimida y gemebunda, cuando sea gobernada por las admirables leyes registradas en las inspiradas páginas del Pentateuco, cuando un rey reinará con rectitud y príncipes decretarán justicia! “Oh, Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey. Él juzgará tu pueblo con justicia y tus afligidos con juicio.” No habrá entonces juicio torcido, no habrá soborno, no habrá juicio con parcialidad. “Los montes (esto es, las altas dignidades) llevarán paz al pueblo, y los collados (o dignidades menores) justicia. Juzgará (o defenderá) los afligidos del pueblo, salvará los hijos del menesteroso, y quebrantará al violento. Temerte han mientras duren el sol y la luna, por generación de generaciones. Descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada; como el rocío que destila sobre la tierra. Florecerá en sus días justicia, y muchedumbre de paz, hasta que no haya luna. Y dominará de mar a mar, y desde el río hasta los cabos de la tierra. . . Porque Él librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviere quien le socorra. Tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará las almas de los pobres. De engaño y de violencia redimirá sus almas; y la sangre de ellos será preciosa en sus ojos” (Sal. 72).
Bien puede el corazón suspirar por aquel tiempo, el brillante y bendito tiempo en el cual todo esto se realizará; cuando la tierra será llena del conocimiento de Jehová, bien así coma las aguas cubren la mar; cuando el Señor Jesús tomará sobre Sí Su gran poder y reino; cuando la iglesia en los cielos reflejará los rayos de la gloria de Él sobre la tierra; cuando las doce tribus de Israel reposarán bajo la vid y la higuera en su propia tierra de promisión, y todas las naciones de la tierra se regocijarán bajo el pacífico y benévolo gobierno del Hijo de David. Gracias y alabanza a nuestro Dios, así será, dentro de poco, tan cierto como Su trono está en los cielos. A no tardar todo será cumplido, según los eternos consejos e inmutable promesa de Dios. Hasta entonces, amado lector cristiano, es nuestro privilegio vivir en la constante y ferviente anticipación por la fe de ese brillante y bendito tiempo, y pasar a través de esta impía escena como extranjeros y peregrinos, no teniendo sitio ni porción acá abajo, sino siempre exhalando la oración: “¡Ven, Señor Jesús!”
En las últimas líneas del capítulo 16, se amonesta a Israel a que guarde la más completa separación de las costumbres religiosas de las naciones de alrededor. “No te plantarás bosque de ningún árbol cerca del altar de Jehová tu Dios, que tú te habrás hecho. Ni te levantarás estatua; lo cual aborrece Jehová tu Dios.” Debían evitar cuidadosamente todo lo que pudiera llevarles en dirección de la obscura y abominable idolatría de las naciones paganas de alrededor. El altar de Dios debía mantenerse firme en precisa e inequívoca separación de aquellos bosques y parajes umbríos donde se adoraban los falsos dioses, y donde se verificaban escenas que no se pueden ni nombrar.
En una palabra, debía evitarse cuidadosamente lo que pudiera desviar en cualquier sentido al corazón a separarse del Dios vivo y verdadero.
Y no sólo esto; no bastaba mantener una correcta forma exterior; las imágenes y los bosques pudieran ser abolidos, y la nación pudiera profesar el dogma de la unidad de la Deidad, y con todo, podía haber una completa carencia de corazón y de verdadera devoción en el culto que se tributaba. Por esto leemos: “No sacrificarás a Jehová tu Dios buey, o cordero, en el cual haya falta o alguna cosa mala; porque es abominación a Jehová tu Dios.”
Sólo lo que era absolutamente perfecto podía convenir al altar y responder al corazón de Dios. Ofrecerle una cosa en la que hubiera falta era sencillamente demostrar la ausencia total del sentido de lo que a Él convenía y de un corazón verdadero para con Él. Intentar ofrecer un sacrificio imperfecto era equivalente a la horrible blasfemia de decir que cualquiera cosa era lo suficientemente buena para Él.
Oigamos las indignadas palabras del Espíritu Santo en boca del profeta Malaquías: “Ofrecéis sobre Mi altar pan inmundo y dijisteis: ¿En qué te hemos amancillado? En que decís; La mesa de Jehová es despreciable. Y cuando ofrecéis el animal ciego para sacrificar, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo pues a tu príncipe: ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos. Ahora pues, orad a la faz de Dios que tenga piedad de nosotros; esto de vuestra mano vino; ¿Le seréis agradables? dice Jehová de los ejércitos. ¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas, o alumbre Mi altar de balde? Yo no recibo contentamiento en vosotros, dice Jehová de los ejércitos, ni de vuestra mano Me será agradable el presente: Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande Mi nombre entre las gentes; y en todo lugar se ofrece a Mi nombre perfume, y presente limpio: porque grande es Mi nombre entre las gentes, dice Jehová de los ejércitos. Y vosotros lo habéis profanado cuando decís, inmunda es la mesa de Jehová; y cuando hablan que Su alimento es despreciable. Habéis además dicho: ¡Oh, qué trabajo! Y lo desechasteis, dice Jehová de los ejércitos; y trajisteis lo hurtado, o cojo, o enfermo, y presentasteis ofrenda. ¿Seráme acepto eso de vuestra mano? dice Jehová. Maldito el engañoso, que tiene macho en su rebaño, y promete, y sacrifica lo dañado a Jehová; porque Yo soy Gran Rey, dice Jehová de los ejércitos, y Mi nombre es formidable entre las gentes” (Mal. 1:7-14).
¿No tiene esto una voz para la iglesia profesante? ¿No tiene eco para el que esto escribe como para el que lee estas líneas? De seguro que sí. ¿No hay en nuestro culto privado y público una deplorable falta de corazón, de verdadera devoción, elevado favor, santa energía e integridad de intención? ¿No hay mucho que se corresponde con la ofrenda de los animales cojos y enfermos, o que tiene tacha o alguna cosa mala? ¿No hay un deplorable cúmulo de frío formalismo y de rutina muerta en nuestros cultos tanto privados como en la asamblea? ¿No hemos de juzgarnos a nosotros mismos por nuestra esterilidad, distracción y divagación aun en la misma mesa del Señor? ¡Cuán a menudo estamos corporalmente junto a la mesa, mientras nuestros corazones andan errantes y nuestros pensamientos están vagando hasta los confines de la tierra! ¡Cuántas veces nuestros labios pronuncian palabras que no son la expresión verdadera del estado de nuestro ser moral! Expresamos más de lo que sentimos. Cantamos más allá de lo que experimentamos.
Y luego, cuando nos vemos favorecidos por la bendita oportunidad de echar nuestras ofrendas en la tesorería del Señor, ¡qué formalismo más árido! ¡Qué ausencia de amor, de fervor, de cordial devoción! ¡Qué poco caso de la regla apostólica, dar según Dios nos ha prosperado! ¡Qué despreciable tacañería! ¡Qué poco desprendimiento semejante al de la pobre viuda, que no teniendo más que dos blancas en este mundo, pudiendo optar por guardarse al menos una para alimentarse, voluntariamente echó las dos, dando cuanto tenía! Podemos gastar sumas para nuestras necesidades, quizá en cosas superfluas, durante la semana; pero cuando se exponen ante nosotros los derechos de la obra del Señor, de Sus pobres, de Su causa en general ¡qué mezquina suele ser la respuesta!
Lector cristiano: atendamos a estas cosas. Miremos a la totalidad del tema del culto y de la dedicación en la misma presencia divina, y en presencia de la gracia que nos ha salvado de las llamas eternas. Reflexionemos con calma sobre los preciosos y poderosos derechos de Cristo sobre nosotros. No nos pertenecemos; hemos sido comprados por precio. No es solamente lo que tenemos de mejor, sino lo que poseemos en totalidad lo que debemos a Aquél que se entregó por nosotros. ¿No lo reconocemos por completo? ¿No lo reconocen nuestros corazones? ¡Expresémoslo pues con nuestras vidas! ¡Declaremos de un modo más preciso de quién somos y a quién servimos! Dediquemos a Él el corazón, la mente, las manos, los pies, todo nuestro ser en fin, y sin reserva alguna, por el poder del Espíritu Santo y de acuerdo con la directa enseñanza de la Santa Escritura. ¡Dios quiera que así sea en nosotros y en todos los que forman Su amado pueblo!
Un tema muy importante y práctico va a ocupar ahora nuestra atención. Creemos conveniente apegarnos, hasta donde sea posible, a la costumbre de citar en toda su extensión los pasajes para el lector; creemos esto muy provechoso, pues así damos la misma Palabra de Dios, y además es muy conveniente a la mayoría de los lectores por evitarles la molestia de soltar el tomo de las manos para coger la Biblia a fin de buscar dichos pasajes.
“Cuando se hallare entre ti, en alguna de tus ciudades que Jehová tu Dios te da, hombre, o mujer, que haya hecho mal en ojos de Jehová tu Dios traspasando su pacto, que hubiere ido y servido a dioses ajenos, y se hubiere inclinado a ellos, ora al sol, o a la luna, o a todo el ejército del cielo, lo cual yo no he mandado; y te fuere dado aviso, y después que oyeres y hubieres indagado bien; la cosa parece de verdad cierta, que tal abominación ha, sido hecha en Israel;” algo que afectaba a la nación entera; “entonces sacarás al hombre o mujer, que hubiere hecho esta mala cosa, a tus puertas, hombre o mujer, y los apedrearás con piedras, y así morirán. Por dicho de dos testigos, o de tres testigos, morirá el que hubiere de morir: no morirá por el dicho de un solo testigo. La mano de los testigos será primero sobre él para matarlo, y después la mano de todo el pueblo; así quitarás el mal de en medio de ti” (Vers. 2-7).
Ya tuvimos ocasión de referirnos al gran principio expuesto en el antecedente pasaje, a saber, la absoluta necesidad de tener testimonio competente en todo caso antes de formar juicio, lo cual es de inmensa importancia. Constantemente nos confronta en la Escritura; es, en verdad, una regla invariable en el gobierno divino, y reclama por tanto nuestra más viva atención. Podemos estar seguros de que es una regla segura y saludable, el descuido de la cual ha de resultar en el extravío. No debemos permitirnos nunca formar juicio, y mucho menos expresarlo y obrar según él, sin el testimonio de dos o tres testigos. Por más digno de crédito y moralmente digno de confianza que pueda ser un solo testigo, no es base suficiente para establecer una conclusión. Podemos estar convencidos en nuestro fuero interno de que la cosa sea cierta porque la afirma uno en quien tenemos confianza; pero Dios es más sabio que nosotros. Puede ser que ese testigo único sea enteramente recto y verídico, que no quisiera por nada del mundo decir una falsedad o dar un falso testimonio contra alguien; todo esto pudiera ser verdad, pero debemos atenernos a la regla divina: “por boca de dos testigos o de tres testigos consistirá todo negocio.”
¡Ojalá se atendiera a esto con más diligencia en la iglesia de Dios! Su valor en todos los casos de disciplina, y en todos los casos que puedan afectar al carácter o a la reputación de una persona es incalculable. Antes de que una asamblea llegue a una conclusión u obre en determinado sentido, ha de fundarse siempre en la necesaria evidencia. Si no se alcanzara, esperen todos en Dios, esperen paciente y confiadamente, y Él de seguro suplirá lo que falte.
Supongamos, por ejemplo, que hubiere un mal moral o un error doctrinal en una asamblea de cristianos, pero que fuese sólo sabido de uno; éste está perfectamente cierto, profunda y completamente convencido del hecho. ¿Qué hacer? Esperar en Dios para otros testigos. Obrar de otro modo es infringir un principio divino expuesto con la mayor claridad posible y repetido una y otra vez en la Palabra de Dios. ¿Ha de creerse agraviado o menospreciado aquél único testigo si no se obra según su declaración? Seguramente que no; pues en verdad no debiera esperar tal cosa; y más, no debiera adelantarse a testificar hasta tanto que pueda corroborar su testimonio con la evidencia de uno o dos más. ¿Ha de tildarse a la asamblea de indiferencia o negligencia porque rehúsa obrar sobre el testimonio de un solo testigo? En ningún modo, y obrar así sería ir en contra de un divino mandamiento.
Recuérdese que ese gran principio práctico no queda limitado en su aplicación a casos de disciplina o a cuestiones relacionadas con una asamblea del pueblo del Señor, sino que es de aplicación general. No debiéramos permitirnos formar un juicio o llegar a una conclusión sin la propia medida de evidencia divinamente asignada; si esto no puede lograrse, nuestro claro deber es aguardar, y si tuviéramos que juzgar en aquel caso, Dios proporcionará, a su debido tiempo, la necesaria evidencia. Sabemos de un caso en el que un individuo fue acusado falsamente porque el acusador no tenía otra base para su acusación que la evidencia de uno sólo de sus sentidos; si se hubiese tomado la molestia de conseguir la evidencia de uno o dos más de sus sentidos, el cargo no se habría presentado.
Así el asunto de la evidencia en un hecho cualquiera reclama la mayor atención del lector, sea cual fuere su posición. Todos somos propensos a precipitarnos a formar conclusiones, a dejarnos impresionar, a tomar en cuenta sospechas infundadas, y a dejar que nuestras inteligencias se tuerzan y se extravían por prejuicios. Hemos de procurar guardarnos cuidadosamente de todo esto. Necesitamos más calma, más seriedad y deliberación para formar y expresar nuestros juicios sobre personas o cosas. Sobre las personas especialmente, toda vez que podemos infligir una injusticia a un amigo, a un hermano, a un prójimo al dar expresión a una falsa impresión o a un cargo infundado. Podríamos convertirnos en vehículos de acusación enteramente sin base, por la cual la buena reputación de otro pudiera ser dañada gravemente. Esto es muy pecaminoso a ojos de Dios, y debemos vigilarnos cuidadosamente para no caer en ello, y reprenderlo con firmeza en otros, en cuanto lo sepamos. Cuando alguien formule un cargo contra otro a espaldas de éste, debemos insistir en que lo pruebe o que retire tal afirmación. Si se adoptara esta conducta nos veríamos libres de gran cúmulo de maledicencia, que no sólo es nada provechosa, sino positivamente malvada y no debe ser tolerada.
Antes de dejar el tema de la evidencia, debemos observar que la historia inspirada nos proporciona más de un ejemplo en el cual algún justo ha sido condenado con apariencia de querer observar lo dispuesto en Deuteronomio 17: 6, 7. Por ejemplo el caso de Naboth en 1 Reyes 21; el caso de Esteban en Hechos 6 y 7; y, sobre todo, el caso del único Hombre perfecto que jamás ha pisado este mundo. ¡Ah! El hombre puede, en ocasiones, aparentar prestar admirable atención a la letra de la Escritura, cuando está de acuerdo con su propia conveniencia impía; puede citar sus sagradas palabras en defensa de la más flagrante injusticia y espantosa inmoralidad. Dos testigos acusaron a Naboth de blasfemar a Dios y al rey, y ese fiel Israelita fue privado de sus bienes y de la vida por el testimonio de dos mentirosos, sobornados por una mujer impía y cruel. Esteban, varón lleno del Espíritu Santo, fue apedreado por proferir blasfemias, por el testimonio de testigos falsos aceptado por los grandes jefes religiosos de aquel tiempo, que podían, sin duda alguna, citar el 17 de Deuteronomio como su autorización.
Pero todo esto, al paso que ilustra de un modo tan triste y tan poderoso lo que es el hombre, y lo que es la mera religiosidad humana sin conciencia, deja enteramente intacta la hermosa regla moral expuesta para nuestra guía en las primeras líneas de nuestro capítulo. La religión sin conciencia o el temor de Dios, es la cosa más degradante, más desmoralizadora, más endurecedora del corazón que existe bajo la bóveda del cielo; y uno de sus más terribles rasgos consiste en que los hombres que están bajo su influencia no se avergüenzan ni temen hacer uso de la letra de la Santa Escritura como tapadera de las más horribles maldades.
Pero gracias y alabanza a nuestro Dios, Su Palabra se presenta ante la vista de nuestras almas en toda su pureza celestial, su divina virtud, y santa moralidad, y se vuelve en contra de sus enemigos a cada intento de sacar de sus sagradas páginas una excusa de algo que no es cierto, venerable, verdadero, puro, amable y de buena reputación.
Vamos ahora a citar para el lector el segundo párrafo de nuestro capítulo, en el que hallaremos instrucción de gran valor moral y muy necesaria en estos días de obstinación e independencia.
“Cuando alguna cosa te fuere oculta en juicio entre sangre y sangre, entre causa y causa, y entre llaga y llaga, en negocios de litigio en tus ciudades, entonces te levantarás y recurrirás al lugar que Jehová tu Dios escogiere: y vendrás a los sacerdotes Levitas y al juez que fuere en aquellos días y preguntarás; y te enseñarán la sentencia del juicio. Y harás según la sentencia que te indicaren los del lugar que Jehová escogiere, y cuidarás de hacer según todo lo que te manifestaren. Según la ley que ellos te enseñaren, y según el juicio que te dijeren, harás: no te apartarás ni a diestra ni a siniestra de la sentencia que te mostraren. Y el hombre que procediere con soberbia, no obedeciendo al sacerdote que está para ministrar allí delante de Jehová tu Dios, o al Juez, el tal varón morirá: y quitarás el mal de Israel. Y todo el pueblo oirá, y temerá, y no se ensoberbecerán más” (Vers. 8-13).
Aquí tenemos lo proveído divinamente para el perfecto esclarecimiento de todas las cuestiones que pudieran suscitarse en medio de la congregación de Israel. Debían exponerse ante la presencia divina, en el lugar divinamente señalado, y por la autoridad debidamente designada. De ese modo la terquedad y la presuntuosidad eran cuidadosamente evitadas. Todo asunto de controversia debía ser resuelto por el juicio de Dios según fuese expresado por el sacerdote o el juez designados por Dios para tal objeto.
En una palabra, se trataba de un asunto que era pura y exclusivamente de la competencia de la autoridad divina. No se trataba de que un hombre se alzara contra otro con terquedad y presunción. Esto jamás podría ser admitido en la asamblea de Dios. Todos debían someter su causa a un tribunal divino e inclinarse implícitamente a las decisiones del mismo. No debía haber apelación, en vista de que no había tribunal más alto. El sacerdote o juez divinamente designado hablaba como el oráculo de Dios, y tanto el acusador como el acusado debían inclinarse ante la sentencia sin oponer reparo alguno.
Aparecerá evidente al lector que ningún miembro de la congregación de Israel pudiera pensar jamás en llevar el caso litigioso al conocimiento de un tribunal de los Gentiles. Podemos estar seguros de que tal cosa hubiese sido completamente ajena a los pensamientos y sentimientos del verdadero Israelita. Esto hubiera llevado envuelto un insulto positivo al mismo Jehová que estaba entre ellos para emitir juicio en toda desavenencia que pudiera presentarse. Ciertamente Él bastaba. Él conocía lo interno y lo externo, el pro y el contra, orígenes y fines de toda controversia por enmarañada y difícil que fuese. Todos debían mirar a Él, y llevar las causas al lugar que Él hubiese escogido y no a otra parte. La idea de que dos miembros de la asamblea de Dios se presentasen ante un tribunal de incircuncisos en demanda de justicia no se hubiese tolerado ni por un momento. Habría sido igual a decir que había un defecto en el arreglo divino para la congregación.
¿No tiene esto una voz para nosotros? ¿Cómo han de arreglar los cristianos sus diferencias y sus controversias? ¿Deben recurrir al mundo en demanda de justicia? ¿No hay en la asamblea de Dios disposiciones para la debida ventilación de los casos litigiosos que puedan presentarse? Oigamos lo que el inspirado Apóstol dice sobre este punto a la asamblea de Corinto y “a todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en cualquier lugar, Señor de ellos y nuestro,” y por lo tanto a los verdaderos cristianos de hoy día.
“¿Osa alguno de vosotros, teniendo algo contra otro, ir a juicio delante de los injustos, y no delante de los santos? ¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas? ¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿cuánto más las cosas de este siglo? Si pues tuviereis pleitos respecto de las cosas de esta vida ¿ponéis por jueces a los que son de ninguna estima en la iglesia? Para avergonzaros lo digo: Pues que, ¿no hay entre vosotros sabio, ni aun uno que pueda juzgar entre sus hermanos, sino que el hermano con el hermano pleitea en juicio, y esto ante los infieles? Así que, por cierto es ya una falta en vosotros, que tengáis pleitos entre vosotros mismos. ¿Por qué no sufrís antes la injuria? ¿Por qué no sufrís antes de ser defraudados? Empero vosotros hacéis la injuria, y defraudáis; y esto a los hermanos. ¿No sabéis que los injustos nos heredarán el reino de Dios? No erréis. (1 Co. 6:1-9).
Aquí tenemos, pues, la divina instrucción para la iglesia de Dios en todos los siglos. No debemos perder de vista un solo momento el hecho de que la Biblia es el libro para todo período de la iglesia durante su curso terreno. Verdad es, ¡ay! que la iglesia no es lo que era cuando las precedentes líneas fueron escritas por el inspirado Apóstol; un gran cambio se ha verificado en la condición práctica de la iglesia. En aquellos primeros tiempos no había dificultad en distinguir entre la iglesia y el mundo, entre “los santos” y los “no creyentes,” entre los “de dentro” y los “de fuera.” La línea de demarcación en aquellos días era amplia, precisa e inconfundible. Cualquiera que mirara a aquella saciedad desde el punto de vista religioso, habría visto tres cosas: paganismo, judaísmo y cristianismo, esto es, los gentiles, los judíos y la iglesia de Dios; o el templo pagano, la sinagoga, y la asamblea de Dios. No cabía confundir tales cosas. La asamblea cristiana se ofrecía en vívido contraste con todo lo demás. En aquellos primitivos tiempos el cristianismo se destacaba clara y fuertemente. No era nacional, provincial ni parroquial, sino una realidad práctica, viva y personal. No era un simple credo profesional, nominal o nacional, sino una fe práctica, divina, un poder vivo en el corazón que se derramaba al exterior en la vida diaria.
Mas las cosas ahora han cambiado del todo. La iglesia y el mundo andan tan mezclados que la inmensa mayoría de los que profesan el cristianismo apenas podrían comprender la fuerza real y la debida aplicación del pasaje antes citada. Si les habláramos acerca de “los santos” que acuden a la ley ante “los infieles,” les parecería como una lengua extranjera. En verdad la palabra “santo” apenas se usa en la iglesia profesante, salvo cuando se emplea como escarnio, o también para designar a los que han sido canonizados por una supersticiosa reverencia.
Pero ¿es que ha sobrevenido un cambio en la Palabra de Dios, o en las grandes verdades que esa Palabra despliega ante nuestras almas? ¿Se ha verificado un cambio en los pensamientos de Dios en cuanto a lo que es Su iglesia, o en cuanto a lo que es el mundo, o en cuanto a las apropiadas relaciones entre una y otro? ¿No sabe Él los que son “santos” y los que son “injustos”? ¿Ha dejado ya de ser “una falta” que el hermano con el hermano pleitea en juicio y esto ante los “infieles”? En una palabra: ¿ha perdido la Santa Escritura su poder, su filo, su divina aplicación? ¿No es ya nuestra guía, nuestra autoridad, nuestra regla perfecta y nuestra infalible norma? El notable cambio operado en la condición moral de la iglesia, ¿ha privado acaso a la Palabra de Dios de todo poder de aplicación a nosotros, “a todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo”? La preciosísima revelación de nuestro Padre ¿se ha convertido, en algunas de sus partes, en letra muerta, en una pieza de escritura anticuada, en un documento correspondiente a épocas ya desde largo tiempo desaparecidas? Nuestro cambio de condición ¿ha desposeído a la Palabra de Dios de una sola de sus glorias morales?
Lector: ¿qué respuesta da tu corazón a estas preguntas? Permítenos rogarte que las consideres francamente, con humildad y con oración en presencia de tu Señor. Creemos que tus respuestas serán un correcto índice de tu verdadera posición y de tu estado moral. ¿No ves claramente y admites plenamente que la Escritura no puede perder nunca su poder? Los principios expuestos en 1 Co. 6, ¿podrán perder jamás su fuerza obligatoria sobre la iglesia de Dios? Está plenamente admitido, (pues ¿quién negará que las cosas han cambiado desgraciadamente?) pero “la Escritura no puede ser quebrantada” y, por lo tanto, lo que era “una falta” en el siglo primero no puede ser recto en el vigésimo; habrá mayores dificultades en llevar a cabo los divinos principios, pero no debemos consentir en rendirlos, o que nuestras acciones sean motivadas por algo inferior.
Si admitimos la idea de que toda vez que la iglesia profesante entera se ha extraviado nos es imposible proceder rectamente, queda rendida la totalidad del principio de la obediencia cristiana. Tan injusto es hoy que “el hermano con el hermano pleitee en juicio ante los infieles,” como lo era en la época en que el Apóstol escribió su epístola a la asamblea de Corinto. Verdad es que la unidad visible de la iglesia ha desaparecido; se la ha privado de muchos dones; se ha apartado de su condición normal; pero los principios de la Palabra de Dios no pueden perder su poder, así como la sangre de Cristo no puede perder su eficacia, ni su Sacerdocio perder su valor.
Debemos recordar, además, que hay recursos de sabiduría, gracia y poder, y dones espirituales atesorados para la iglesia en Cristo su Cabeza, siempre aprovechables para los que tienen fe para servirse de ellos. No nos encontramos limitados en nuestro bendito Salvador. No hemos de esperar nunca ver el cuerpo restaurado a su condición normal en la tierra; pero sin embargo es nuestro privilegio ver cuál es el verdadero terreno del cuerpo, y nuestro deber es ocupar ese terreno y no otro.
Ahora bien; es muy admirable el cambio que se opera en nuestra total condición, en nuestra visión de las cosas, en los pensamientos acerca de nosotros mismos y de cuanto nos rodea en cuanto sentamos nuestros pies sobre el verdadero terreno de la iglesia de Dios. Todo parece haber cambiado. La Biblia parece nuevo libro. Lo vemos todo en una nueva luz. Porciones de la Escritura que hemos venido leyendo muchos años sin interés y sin provecho flamean ahora con luz divina y nos llenan de admiración, amor y alabanza. Lo vemos todo desde un punto de vista nuevo, nuestro entero campo de visión ha cambiado; hemos escapado de la lóbrega atmósfera que envuelve a la totalidad de la iglesia profesante, y podemos ahora mirar a todo nuestro rededor y ver las cosas claramente a la luz celestial de la Escritura. De hecho, parece una nueva conversión, y encontramos que podemos ahora leer la Escritura de un modo inteligente, porque tenemos la llave divina. Vemos que Cristo es el centro y el objeto de todos los pensamientos, propósitos y consejos de Dios, desde siempre y para siempre y de aquí somos conducidos a aquella maravillosa esfera de gracia y de gloria que el Espíritu Santo se complace en desenvolver en la preciosa Palabra de Dios.
¡Ojalá que el lector se viera guiado a la completa aprensión de todo esto por el directo y poderoso ministerio del Espíritu Santo! ¡Que sea capacitado para entregarse al de Egipto . . . “Empero el rey Salomón amó” . . . muestudio de la Escritura y rendirse sin reserva alguna a sus enseñanzas y a su autoridad! Que no confiera con carne y sangre sino échese como un niño en brazos del Señor y procure ser guiado en inteligencia espiritual y en conformidad práctica con la mente de Cristo.
Atendamos por unos momentos a los versículos finales de nuestro capítulo, en los cuales tenemos una notable ojeada al porvenir de Israel, anticipándose al momento en el que procurarían nombrarse un rey.
“Cuando hubieres entrado en la tierra que Jehová tu Dios te da, y la poseyeres, y habitares en ella, y dijeres: Pondré rey sobre mí, como todas las gentes que están en mis alrededores, sin duda pondrás por rey sobre ti al que Jehová tu Dios escogiere: de entre tus hermanos pondrás rey sobre ti; no podrás poner sobre ti hombre extranjero, que no sea tu hermano. Empero que no se aumente caballos, ni haga volver el pueblo a Egipto para acrecentar caballos: porque Jehová os ha dicho: No procuraréis Volver más por este camino. Ni aumentará para sí mujeres, porque su corazón no se desvíe: ni plata ni oro acrecentará para sí en gran copia.”
Cuán notable es que las tres cosas que el rey no debía hacer fueron precisamente las mismas cosas que fueron hechas por el más grande y más sabio de los monarcas de Israel. “Hizo también el rey Salomón navíos en Ezióngeber que es junto a Elath en la ribera del mar Bermejo, en la tierra de Edom. Y envió Hiram en ellos a sus siervos, marineros y diestros en la mar, con los siervos de Salomón; los cuales fueron a Ophir, y tomaron de allí oro, cuatrocientos y veinte talentos, (más que dos millones) y trajéronlo al rey Salomón.” “Y había Hiram enviado al rey ciento y veinte talentos de oro.” “El peso de oro que Salomón tenía de renta cada un año, era seiscientos sesenta y seis talentos de oro (cerca de tres y medio millones). Sin lo de los mercaderes y de la contratación de especias, y de todos los reyes de Arabia, y de los principales de la tierra.” También leemos: “Y puso el rey en Jerusalem plata como piedras . . .” “y sacaban caballos . . a Salomón de Egipto . . .” “Empero el rey Salomón amó . . . Muchas mujeres extranjeras . . . y tuvo setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas; y sus mujeres torcieron su corazón” (1 Reyes 9, 10, 11).
¡Qué relato! ¡Qué comentario no provoca respecto al hombre en su mejor y más elevado estado! Aquí vemos a un hombre dotado de sabiduría sobre todos los de su tiempo, rodeado de bendiciones, de dignidades, honores y privilegios; sin ejemplo su copa terrena estaba llena hasta el borde; no carecía de cuanto puede el mundo proporcionar a la humana felicidad. Y no sólo esto, sino que su notable oración en la dedicación del templo podía inducirnos a acariciar las más brillantes esperanzas respecto al mismo, ya personalmente, ya en su cargo oficial.
Pero, triste es decirlo, fracasó de la manera más deplorable en cada uno de los detalles sobre los cuales la ley de su Dios había hablado tan clara y terminantemente. Se le decía que no multiplicase para sí la plata y el oro, y con todo, los multiplicó. Se le decía que no volviese a Egipto para aumentarse caballos, y sin embargo a Egipto fue por caballos. Se le dijo que no multiplicase para sí mujeres, y tuvo un millar de mujeres, y ellas torcieron su corazón. ¡Tal es el hombre! ¡Oh; cuán poco hay que contar con él! “Toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre como la flor de la hierba; secóse la hierba, y la flor se cayó.” “Dejáos pues del hombre, cuyo hálito está en su nariz, porque ¿de qué es él estimado?”
Podríamos preguntarnos: ¿a qué debemos atribuir la señalada, triste y humillante caída de Salomón? ¿Cuál fue el verdadero secreto de ella? Para responder a estas preguntas debemos copiar para el lector los versículos finales de nuestro capítulo.
“Y será, cuando se asentare sobre el solio de su reino, que ha de escribir para sí en un libro un traslado de esta ley, del original de delante de los sacerdotes Levitas; y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de aquesta ley, y estos estatutos, para ponerlos por obra: para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos, ni se aparte del mandamiento a diestra ni a siniestra; a fin de que prolongue sus días en su reino, él y sus hijos, en medio de Israel” (Vers. 18-20).
Si Salomón hubiese atendido a estas muy preciosas e importantísimas palabras, su historiador habría tenido una tarea muy diferente. Pero él no atendió a ellas. Nada se nos dice de que él haya hecho una copia de la ley; y de seguro que si la hizo, no atendió a ella; aún más, le volvió la espalda e hizo precisamente aquello que se le prohibía hacer. En una palabra, la causa de todo el fracaso y ruina que tan rápidamente siguió al esplendor del reinado de Salmón, fue el olvido de la sencilla Palabra de Dios.
Es esto mismo lo que hace para nosotros tan solemnes nuestros propios días, y que nos induce a llamar la atención del lector sobre ello. Sentimos profundamente la necesidad de procurar despertar la atención de toda la iglesia de Dios sobre esta importante materia. El descuido de la Palabra de Dios es el origen de todas las caídas, de todo el pecado, de todo el error, de todo daño y confusión, de las herejías, sectas y cismas que han estado y están ahora en el mundo. Y podemos añadir con la misma seguridad que el solo remedio eficaz y soberano a nuestro actual lamentable estado se encuentra en la vuelta, cada uno de por sí, a la simple, aunque por desgracia descuidada, autoridad de la Palabra de Dios. Que cada cual vea su propio apartamiento, y el de todo el cuerpo profesante, de la clara y positiva enseñanza del Nuevo Testamento, de los mandamientos de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo. Humillémonos bajo la poderosa mano de nuestro Dios, a causa de nuestro común pecado, y volvamos a Él con verdadero arrepentimiento, y Él por Su gracia nos restablecerá, nos curará, nos bendecirá y nos guiará a aquella benditísima senda de obediencia que está abierta ante toda alma sinceramente humilde.
¡Quiera Dios el Santo Espíritu, por Su poder irresistible, hacer penetrar en el corazón y en la conciencia de todo verdadero miembro del cuerpo de Cristo sobre la haz de la tierra, la apremiante necesidad de una inmediata sumisión sin reserva alguna a la autoridad de la Palabra de Dios!
Capítulo 18
El párrafo con que empieza este capítulo sugiere una muy interesante y práctica serie de verdades.
“Los sacerdotes Levitas, toda la tribu de Leví, no tendrán parte ni heredad con Israel: de las ofrendas encendidas a Jehová y de la heredad de él comerán. No tendrán, pues, heredad entre sus hermanos: Jehová es su heredad, como Él les ha dicho. Y este será el derecho de los sacerdotes que recibirán del pueblo, de los que ofrecieren en sacrificio, buey, o cordero: darán al sacerdote la espalda, y las quijadas, y el cuajar. Las primicias de tu grano, de tu vino, y de tu aceite, y las primicias de la lana de tus ovejas le darás. Porque le ha escogido Jehová tu Dios de todas tus tribus, para que esté para ministrar al nombre de Jehová, él y sus hijos para siempre. Y cuando el Levita saliere de alguna de tus ciudades de todo Israel, donde hubiere peregrinado, y viniere con todo deseo, de su alma al lugar que Jehová escogiere, ministrará al nombre de Jehová su Dios, como todos sus hermanos los Levitas que estuvieren allí delante de Jehová. Porción como la porción de los otros comerán, además de sus patrimonios” (Vers. 1-8).
Aquí, como en todas las demás partes del libro de Deuteronomio, los sacerdotes están clasificados con los Levitas de un modo muy marcado. Ya llamamos la atención del lector sobre ello, como un rasgo característico de este libro, y no nos detendremos en esto ahora, sino meramente y de paso, recordarlo como algo digno de atención. Considere las palabras con que empieza el capítulo: “Los sacerdotes Levitas,” y compárelas con las que se emplean en Éxodo, Levítico y Números para designar a los sacerdotes, los hijos de Aarón; y si quisiere saber la razón de esta diferencia, creemos que es la siguiente: que en el Deuteronomio el objeto divino es poner más de relieve a toda la congregación de Israel, y por esto es que los sacerdotes en su capacidad oficial se presentan raramente ante nosotros. La grande idea del Deuteronomio es, Israel en inmediata relación con Jehová.
Ahora bien, en el pasaje citado, tenemos unidos a los sacerdotes y a los Levitas, y presentados como sirvientes del Señor, dependiendo enteramente de Él e íntimamente identificado con Su altar y Su servicio. Esto es interesante y abre ante nosotros un vasto campo de verdad práctica a la que la iglesia de Dios haría bien en atender.
Al mirar al transcurso de la historia de Israel, podemos observar que cuando las cosas marchaban en cierto estado al parecer sano, el altar de Dios estaba bien abastecido, y, como consecuencia, los sacerdotes y Levitas eran bien atendidos. Si Jehová tenía Su parte, Sus siervos estaban seguros de tener la Suya. Si Él era olvidado, también lo eran ellos. Estaban enlazados. El pueblo debía traer sus ofrendas a Dios, y Él las partía con Sus servidores. Los sacerdotes Levitas no podían exigir ni pedir al pueblo, pero el pueblo tenía el privilegio de traer sus dones al altar de Dios, y Él permitía a Sus servidores alimentarse del fruto de la devoción de Su pueblo a Él.
Tal era la verdadera, la divina idea en cuanto a los servidores de Dios en la antigüedad. Debían vivir de las ofrendas voluntarias presentadas a Dios por toda la congregación. Verdad es que, en los sombríos y malos tiempos de los hijos de Eli, vemos algo tristemente diferente de este hermoso orden moral. Entonces “era la costumbre de los sacerdotes con el pueblo que, cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del sacerdote, mientras la carne estaba a cocer, trayendo en su mano un garfio de tres ganchos, y hería con él en la caldera, o en la olla, o en el caldero, o en el pote; y todo lo que sacaba el garfio, el sacerdote lo tomaba para sí. De esta manera hacían a todo Israelita que venía a Silo. Asimismo, antes de quemar el sebo, “la parte especial destinada a Dios,” venía el criado del sacerdote, y decía al que sacrificaba: Da carne que ase para el sacerdote; porque no tomará de ti carne cocida sino cruda. Y si le respondía el varón: Quemen luego el sebo hoy, y después toma tanto como quisieres, él respondía: No, sino ahora la has de dar; de otra manera yo la tomaré por fuerza. Era pues el pecado de los mozos muy grande delante de Jehová; porque los hombres menospreciaban los sacrificios de Jehová.” (1. Sam. 2:13-17).
Todo esto era verdaderamente lamentable y terminó con el solemne juicio de Dios sobre la casa de Eli. No podía ser de otro modo. Si los que ministraban en el altar podían ser culpables de tan terrible iniquidad e impiedad, el juicio debía seguir su curso.
Pero el estado normal de las cosas, según lo vemos presentado en nuestro capítulo, estaba en evidente contraste con todas esas aterradoras iniquidades. Jehová quiso rodearse de las ofrendas voluntarias de Su pueblo, y de estas ofrendas quiso alimentar a Sus sirvientes que ministraban en Su altar. De aquí, pues, que cuando el altar de Dios era atendido con diligencia, fervor y devoción los sacerdotes Levitas tenían rica porción, abundante abastecimiento; y, por otra parte, cuando Jehová y Su altar eran tratados con fría negligencia, o atendidos meramente con una rutina acostumbrada de formalismo falso, los siervos del Señor eran de la misma manera olvidados. En una palabra, estaban íntimamente identificados con el culto y servicio del Dios de Israel.
Así, por ejemplo, en los brillantes días del buen rey Ezequías, cuando las cosas estaban en su vigor y los corazones dichosos y verdaderos, leemos: “Y arregló Ezechías los repartimientos de los sacerdotes y de los Levitas conforme a sus órdenes, cada uno según su oficio; los sacerdotes y los Levitas para el holocausto y pacíficos, para que ministrasen, para que confesasen y alabasen a las puertas de los reales de Jehová. La contribución del rey, de su hacienda, era holocaustos a mañana y tarde, y holocaustos para los sábados, nuevas lunas, y solemnidades, como esté escrito en la Ley de Jehová. Mandó también al pueblo que habitaba en Jerusalem, que diesen la porción a los sacerdotes y Levitas, para que se esforzasen en la ley de Jehová. Y como este edicto fué divulgado, los hijos de Israel dieron muchas primicias de grano, vino, aceite, miel y de todos los frutos de la tierra: trajeron asimismo los diezmos de todas las cosas en abundancia. También los hijos de Israel y de Judá, que habitaban en las ciudades de Judá, dieron del mismo modo los diezmos de las vacas y de las ovejas: y trajeron los diezmos de lo santificado, de las cosas que habían prometido a Jehová su Dios, y pusiéronlos por montones. En el mes tercero comenzaron a fundar aquellos montones, y en el mes séptimo acabaron. Y Ezechías y los príncipes vinieron a ver los montones, y bendijeron a Jehová, y a su pueblo Israel. Y preguntó Ezechías a los sacerdotes y a los Levitas acerca de los montones: Y respondióle Azadas, sumo sacerdote, de la casa de Sadoc, y dijo: Desde que comenzaron a traer la ofrenda a la casa de Jehová, hemos comido y sacíádonos, y nos ha sobrado mucho: porque Jehová ha bendecido su pueblo, y ha quedado esta muchedumbre” (2 Cr. 31:2-10).
¡Cuán refrescante es todo esto! ¡Y cuán alentador! La profunda, llena y argentina marea de dedicación afluía alrededor del altar de Dios, llevando en su seno un abundante suministro para satisfacer toda necesidad de los servidores de Dios, y sobrando para hacer “montones.” Podemos estar seguros de que esto era grato al corazón del Dios de Israel, como lo era a los corazones de los mismos que se habían entregado, por Su llamamiento y designación, al servicio de Su altar y de Su santuario.
Y fíjese el lector especialmente en esas preciosas palabras: “Como está escrito en la ley de Jehová.” He aquí, la autoridad de Ezequías, la base firme sobre la cual debería obrar y portarse desde el principio hasta el fin. Verdad es que la unidad visible de la nación había desaparecido; el estado de las cosas, cuando dio comienzo a su bendita obra, era desalentador; pero la Palabra de Dios era tan verdadera, tan real, y de aplicación tan directa en los días de Ezequías corno lo fuera en los días de David o de Josué. Ezequías sintió justamente que el capítulo 18, versículos 1 al 8 era aplicable a su tiempo y a su conciencia, y que tanto él como su pueblo estaban obligados a obrar de acuerdo con aquél, según sus posibilidades. ¿Debían morir de inanición los sacerdotes y los Levitas porque la unidad nacional hubiese desaparecido? De seguro que no. Habían de permanecer firmes o caer juntamente con la palabra, el culto, y la obra de Dios. Las circunstancias podían variar, y los Israelitas podían encontrarse en una situación en la cual fuera imposible cumplir detalladamente todas las ordenanzas del ceremonial Levítico; pero jamás podían estar en circunstancias tales que no pudieran gozar del elevado privilegio de dar completa expresión de la devoción de sus corazones al altar, al servicio y a la ley de Jehová.
Así, pues, vemos a lo largo de toda la historia de Israel, que cuando las cosas eran brillantes y satisfactorias, el culto al Señor, su obra, y sus obreros estaban atendidos de una manera bendita. Pero, por otra parte, cuando las cosas estaban decaídas, cuando los corazones estaban fríos, cuando el egoísmo y sus intereses ocupaban el lugar principal, entonces todas aquellas grandes cosas eran tratadas con negligencia sin corazón. Véase, por ejemplo, el caso expuesto en Nehemías 13. Cuando ese amado y fiel siervo volvió a Jerusalén, después de una ausencia de varios días, halló con profunda pena que, durante una ausencia tan corta, varias cosas no habían caminado de acuerdo, entre ellas, que los pobres Levitas no habían recibido nada para su sustento. “Entendí asimismo que las partes de los Levitas no se les habían dado; y que los Levitas y cantores que hacían el servicio, se habían huído cada uno a su heredad.” No había “montones” de primicias en aquellos aciagos días, y de cierto sería cosa dura para aquellos hombres trabajar y cantar no teniendo que comer. Esto no estaba conforme con la ley de Jehová ni con Su amante corazón. Era un triste reproche al pueblo que los servidores de Jehová se vieran obligados, por grosera negligencia, a abandonar el culto y la obra de Dios, a fin de escapar al hambre.
En verdad que esta era una situación deplorable. Nehemías la sintió intensamente según leemos: “Y reprendí a los magistrados, y dije: ¿Por qué está la casa de Dios abandonada? Y juntélos, y púselos en su lugar. Y todo Judá trajo el diezmo del grano, del vino y del aceite a los almacenes. Y puse por sobrestantes de ellos . . . pues que eran tenidos por fieles,” eran calificados como merecedores de la confianza de sus hermanos, “y así de ellos era el repartir a sus hermanos.” Se necesitó de un número de hombres escogidos y fieles para ocupar la elevada posición de distribuir a sus hermanos los preciosos frutos de las dedicaciones del pueblo; podían tomar consejo juntos y ver la manera de que el tesoro del Señor fuera manejado fielmente, según Su Palabra, y para que las necesidades de sus verdaderos obreros de buena fe se vieran completamente satisfechos sin prejuicio ni parcialidad.
Tal era la hermosa orden del Dios de Israel, orden a la que todo verdadero Israelita, tales como Nehemías y Ezequías se complacerían en atender. La rica marea de bendición iba de Jehová a Su pueblo, y de nuevo de Su pueblo a Él, y de esta marea fluente Sus servidores debían sacar el completo abastecimiento a todas sus necesidades. Era un deshonor para Él que los Levitas se vieran obligados a huir cada uno a su heredad; esto demostraba que la casa de Dios era olvidada, y que no había sustento para Sus servidores.
Y ahora la pregunta que pudiera hacerse sería ¿Qué tiene todo esto que decirnos a nosotros? ¿Qué ha de aprender la iglesia de Deuteronomio 18:1–8? Para contestar a esta pregunta debemos dirigirnos a 1 Corintios 9, en donde el Apóstol inspirado se ocupa en el importantísimo tema del sostenimiento del ministerio cristiano, tema tan poco comprendido por una gran masa de cristianos profesantes. En cuanto a la ley de este caso, es tan precisa como pudiera desearse. “¿Quién jamás peleó a sus expensas? ¿Quién planta viña, y no come de su fruto? ¿o quién apacienta el ganado, y no come de la leche del ganado? ¿Digo esto según los hombres? ¿No dice esto también la ley? Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes? ¿o dícelo enteramente por nosotros? Pues por nosotros está escrito: porque con esperanza ha de arar el que ara; y el que trilla, con esperanza de recibir el fruto. Si nosotros os sembramos lo espiritual, ¿es gran cosa si segáremos lo vuestro carnal? Si otros tienen en vosotros esta potestad, ¿no más bien nosotros? Mas,” aquí aparece la gracia con su brillo celestial, “no hemos usado de esta potestad: antes lo sufrimos todo por no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo. ¿No sabéis que los que trabajan en el santuario, comen del santuario, y los que sirven al altar, del altar participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio. Mas,” y aquí de nuevo la gracia afirma su santa dignidad, “yo de nada de esto me aproveché; ni tampoco he escrito esto para que se haga así conmigo; porque tengo por mejor morir, antes que nadie haga vana esta mi gloria. Pues bien, de que anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad, y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! Por lo cual, si lo hago de voluntad premio tendré; mas si por fuerza, la dispensación me ha sido encargada. ¿Cuál es, pues, mi merced? Que predicando el evangelio, ponga el Evangelio de Cristo de balde, para no usar mal de mi potestad en el evangelio” (Vers. 7-18).
Aquí tenemos esta interesante e importante cuestión presentada con todas sus relaciones. El inspirado Apóstol expone con la mayor decisión y claridad la divina ley sobre este punto. No es posible equivocarse. “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio”; que, así como los sacerdotes y Levitas de la antigüedad vivían de las ofrendas presentadas por el pueblo, así ahora, los que son llamados por Dios, que han recibido dones de Cristo, y hechos aptos por el Espíritu Santo para predicar el evangelio, y que se entregan con diligencia y constantemente a esa obra gloriosa, tienen moralmente derecho a su sustento temporal. No es que deban procurar que aquellos a quienes predican le estipulen una suma determinada. Tal idea no se encuentra en el Nuevo Testamento. El obrero debe mirar a su Maestro y sólo a Él para su sostenimiento. Ay de él si mira a la iglesia, o a hombre alguno, sea en la forma que fuere. Los sacerdotes y Levitas tenían su porción en Jehová y de Jehová. Él era el lote que les había caído por herencia. En verdad Él esperaba que el pueblo Le ministrase en la persona de Sus servidores. Él les dijo lo que debían dar, y les bendecía cuando daban; era tanto un elevado privilegio como también preciso deber el que dieran; si hubiesen rehusado o descuidado hacerlo habrían acarreado la sequía y la esterilidad sobre sus campos y viñedos (Hag. 1:5,11).
Pero los sacerdotes Levitas tenían que mirar tan sólo a Jehová. Si el pueblo faltaba en presentar sus ofrendas, los Levitas se veían obligados a marchar a sus heredades y a trabajar para su sustento. No podían demandar a nadie ante la ley para exigirle diezmos ni ofrendas; sólo podían apelar al Dios de Israel que les había ordenado para la obra, y les había encomendado esa obra a ellos.
Así también debe ser con los obreros del Señor ahora; deben mirarle a Él solamente. Deben estar bien seguros de que Él les ha hecho aptos para la obra y los ha llamado a ella, antes de intentar alejarse, por decirlo así, de las playas de las circunstancias y entregarse enteramente a la obra de la predicación. Deben apartar por completo sus miradas de los hombres, de los manantiales de la criatura y de los apoyos humanos y descansarlas exclusivamente en el Dios viviente. Hemos visto las más desastrosas consecuencias como resultado de obrar bajo un impulso equivocado en este muy solemne asunto; hombres que no son llamados de Dios, o capacitados para la obra, abandonando sus ocupaciones, y consagrándose, como dicen, para vivir por fe y entregarse a la obra. El resultado en estos casos era un deplorable naufragio. Algunos en cuanto empezaron a ver las duras realidades de la senda frente a frente se alarmaron de tal modo que perdieron su equilibrio mental, perdiendo la razón por algún tiempo; otros perdieron la paz; y otros, en fin, volvieron de nuevo al mundo.
En suma, nuestra profunda convicción, después de cuarenta años de observaciones, es que son pocos los casos en los cuales es moralmente seguro y conveniente que uno abandone la vocación en la cual se gana el sustento para ir a predicar el evangelio. Ha de ser tan clara e indubitable para aquel hombre, que pueda decir, como dijo Lutero ante la dieta de Worms: “¡Heme aquí, no puedo obrar de otro modo: que Dios me ayude! Amén.” Entonces podrá estar perfectamente seguro de que Dios le sostendrá en la obra a la cual le ha llamado, y proveerá a todas sus necesidades, “según sus riquezas en gloria, por Cristo Jesús.” Y en cuanto a los hombres y a los pensamientos que puedan tener sobre él y sobre su carrera, le ha de bastar referirlos a su Maestro. No es responsable ante ellos, ni jamás les ha pedido nada. Si ellos estuviesen obligados a mantenerle, podrían quejarse o suscitarle cuestiones; pero como no es así, no tendrán más remedio que dejarle, recordando que es para su Maestro que cae o está en pie.
Mas cuando consideramos el espléndido pasaje de 1 Corintios 9 que hemos citado, vemos en él que el bendito Apóstol, después de haber establecido fuera de toda discusión su derecho a ser sustentado, lo renuncia completamente. “Mas yo de nada de esto me aproveché.” Trabajó con sus manos; trabajó con pena y fatiga día y noche, a fin de no ser gravoso o servir de estorbo a nadie. “Para lo que me ha sido necesario, y a los que están conmigo, estas manos me han servido.” No codició la plata o el oro o el vestido de nadie. Viajaba, predicaba, visitaba de casa en casa, era el apóstol laborioso, el ardiente evangelista, el diligente pastor, tenía el cuidado de todas las iglesias. ¿No tenía títulos suficientes a ser sustentado? Ciertamente los tenía. Debió haber sido el gozo de la iglesia de Dios subvenir a todas sus necesidades. Pero él nunca insistió sobre sus derechos; al contrario, renunció a ellos. Se mantuvo a sí mismo y sus compañeros con el trabajo de sus manos; y todo esto como ejemplo, según dijo a los ancianos de Efeso; “en todo os he enseñado, que trabajando así, es necesario sobrellevar a los enfermos, y tener presente las palabras del Señor Jesús, el cual dijo: Bienaventurada cosa es dar antes que recibir.”
Causa admiración el pensar en este amado y venerado siervo de Cristo, con sus extensos viajes desde Jerusalén y alrededor hasta Illiria, sus gigantescos trabajos como evangelista, pastor y maestro, y aun teniendo tiempo para trabajar manualmente para mantenerse a sí mismo y a otros. Verdaderamente ocupó un plano moral muy elevado. Su caso es un permanente testimonio contra el empleo mercenario en todas sus trabas y formas. Las alusiones acompañadas de risa burlona de los incrédulos a los ministros bien remunerados, no pudieran aplicarse de ninguna manera a Él. Ciertamente Pablo no predicó por salario. Pero en cambio, recibía con agradecimiento el auxilio de los que sabían impartirlo. Una y otra vez la amada asamblea de Filipos subvenía a las necesidades de su amado padre en Cristo ¡Qué bien para ellos haberlo hecho! Lo que hicieron jamás pasará al olvido. Son millones los que han leído el dulce registro de su devoción, y se han sentido refrescados por el olor de su sacrificio; está anotado en los cielos, donde jamás se olvidan acciones de esta clase, es más, está grabado en las tablas del corazón de Cristo. Oigamos de qué modo el bendito Apóstol derrama su agradecido corazón a sus muy amados hijos: “Mas en gran manera me gocé en el Señor de que ya al fin ha reflorecido vuestro cuidado de mí; de lo cual aun estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad. No lo digo en razón de indigencia,” ¡bendito, abnegado siervo! “pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé estar humillado, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado así para hartura como para hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. Sin embargo, bien hicisteis qué comunicasteis juntamente a mi tribulación. Y sabéis también vosotros, oh Filipenses, que al principio del evangelio, cuando me partí de Macedonia, ninguna iglesia me comunicó en razón de dar y recibir sino vosotros solos. Porque aun a Tesalónica me enviasteis lo necesario una y otra vez. No porque busque dádivas, mas busco fruto que abunde en vuestra cuenta. Empero todo lo he recibido, y tengo abundancia: estoy lleno, habiendo recibido de Epafrodito lo que enviasteis, olor de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios. Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a Sus riquezas en gloria, en Cristo Jesús” (Fil. 4:10-19).
¡Qué raro privilegio ser permitido consolar el corazón de tan honrado siervo de Cristo, al final de su carrera y en la soledad de su calabozo en Roma! ¡Cuán oportuno, cuán justo, cuán hermoso era aquel ministerio de los de Filipos! ¡Qué gozo el de recibir los gratos reconocimientos del Apóstol! ¡Y también qué preciosa la seguridad de que su servicio había ascendido como olor de suavidad hasta el trono mismo y el corazón de Dios! ¿Quién no hubiese querido ser más bien un Filipense suministrando al Apóstol en su necesidad, que un corintio poniendo a discusión su ministerio apostólico, o un gálata quebrantándole el corazón? ¡Qué inmensa diferencia! El Apóstol no podía tomar nada de la asamblea de Corinto. Su estado no lo permitía. Algunos individuos de esa asamblea le suministraron algo, y este servicio es registrado en las páginas de la inspiración, recordado también en lo alto, y será recompensado abundantemente en el reino más tarde. “Huélgome de la venida de Estéfanas y de Fortunato y de Acháico: porque éstos suplieron lo que a vosotros faltaba. Porque recrearon mi espíritu y el vuestro. Reconoced, pues, a los tales” (1 Cor. 16:17-18).
Así, pues, de todo lo que hemos expuesto, podemos aprender de la manera más clara, que, tanto bajo la ley como bajo el evangelio, está de acuerdo con la voluntad revelada, y conforme con el corazón de Dios, que aquellos que son realmente llamados por Él a la obra, y que se han dedicado ardientemente, con diligencia y fidelidad, a Su servicio, deben contar con la cordial simpatía y ayuda material del pueblo de Dios. Todos los que aman a Cristo deben sentir el gozo más intenso en suministrarle a Él en las personas de Sus siervos. Cuando Él estuvo en la tierra, aceptó con agrado ayuda de manos de los que le amaban, y que habían recogido el fruto de Su preciosísimo ministerio, “algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, mujer de Chuza, procurador de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus haciendas” (Lc. 8:2-3).
¡Dichosas, altamente privilegiadas mujeres! ¡Qué gozo el que les fuera permitido subvenir a las necesidades del Señor de gloria en los días de Su humillación! Allí quedan escritos sus honrados nombres en las divinas páginas, asentados por Dios el Espíritu Santo, para ser leídos por incontables millones, y llevados por la corriente del tiempo hasta desembocar en la eternidad. ¡Qué bueno fue para aquellas mujeres que no malgastaran sus bienes en goces egoístas, ni los acumularan y así entorpecer sus almas, o ser una positiva maldición, en que suele convertirse el dinero si no es empleado para Dios!
Mas, por otra parte, aprendemos también la necesidad en que están los que ocupan el puesto de obreros, ya sea en la asamblea o fuera de ella, de mantenerse cuidadosamente libres de toda influencia humana, y de estar bajo la dependencia de los hombres, en cualquier forma o traza que fuere. Deben ellos tratar con Dios en lo íntimo de sus almas, o de lo contrario, fracasarán tarde o temprano. Deben confiar solamente en Él para el abastecimiento de sus necesidades. Si la asamblea se descuida de ellos, la misma será la que perderá seriamente aquí y en la eternidad. Si ellos pueden sostenerse a sí mismos con el trabajo de sus manos, sin tener que cercenar su directo servicio a Cristo, tanto mejor; este es sin duda alguna el camino más excelente. Estamos tan convencidos de esto como de la más verdadera de cualquiera proposición que pudiera ser sometida a nosotros. Nada hay más espiritual y moralmente noble que un siervo de Cristo verdaderamente dotado, manteniéndose él y su familia con el sudor de su frente o el fruto de su inteligencia, y al mismo tiempo entregándose con diligencia a la obra del Señor, ya sea como evangelista, pastor o doctor. La antípoda moral de éste se presenta a nuestra vista en el hombre que, sin don, o gracia, o vida espiritual, entra en lo que llamamos el ministerio como en una mera profesión o medio de hacerse vivir. La posición del tal hombre es moralmente peligrosa y en extremo miserable. No nos detendremos en ello, toda vez que no entra en la clase de tema que ha venido ocupando nuestra atención, así que nos será muy agradable dejar este asunto y continuar con nuestro capítulo.
“Cuando hubieres entrado en la tierra que Jehová, tu Dios te da, no aprenderás a hacer según las abominaciones de aquellas gentes. No sea hallado en ti quien haga pasar su hijo o su hija por el fuego, ni practicante de adivinaciones, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni fraguador de encantamientos, ni quien pregunte a Pitón, ni mágico, ni quien pregunte a los muertos. Porque es abominación a Jehová cualquiera que hace estas cosas; y por estas abominaciones Jehová tu Dios les echó de delante de ti. Perfecto serás con Jehová tu Dios. Porque estas gentes que has de heredar, a agoreros y a hechiceros oían: mas tú, no así te ha dado Jehová tu Dios” (Vers. 9-14).
Ahora bien; al leer la cita anterior quizá el lector se sienta dispuesto a preguntar ¿qué aplicación puede tener esto a los cristianos profesantes? Contestaremos: ¿Hay cristianos profesantes que tienen por costumbre ir a presenciar las operaciones de los brujos, magos y nigromantes? ¿Los hay que toman parte en sesiones espiritistas en las cuales las mesas se mueven, invocación a los espíritus, mesmerismo, etc.? Si así es, el pasaje que acabamos de citar tiene que ver muy determinada y solemnemente con todos ellos. Creemos firmemente que todas estas cosas que hemos nombrado son del diablo. Esto tal vez parecerá muy áspero y severo; pero no podemos evitarlo. Estamos del todo convencidos de que cuando la gente se entrega a invocar la aparición, del modo que sea, de los espíritus de los finados, están sencillamente poniéndose ellos mismos en manos del diablo para ser engallados y embaucados por sus mentiras. Podríamos preguntar a los que tienen en sus manos la perfecta revelación de Dios ¿para qué necesitan de las mesas oscilantes y de la llamada de los espíritus? Para nada ciertamente. Y, si no contentos con esa preciosa palabra, se dirigen a los espíritus de los amigos muertos o a otros, ¿qué pueden esperar sino que Dios les abandonará judicialmente para ser cegados y engañados por malos espíritus que aparecen y personifican a los muertos, diciendo toda suerte de mentiras?
No intentaremos discutir más en este tema; no tenemos tiempo, ni espacio, ni inclinación para nada semejante a tales cosas. Simplemente sentimos que es nuestro ineludible deber prevenir al lector para que no quiera entender en nada con cuanto se relacione con la consulta a los espíritus de los muertos. Creemos que es ésta una obra peligrosa. No entraremos en la cuestión de si las almas pueden volver a este mundo; sin duda Dios podría permitir su vuelta si Él lo juzgara conveniente, mas esto lo dejaremos a un lado. El punto principal que debiéramos tener siempre ante nuestros corazones es la perfecta suficiencia de la revelación divina. ¿Qué necesitamos de los espíritus de los que fueron? El rico del evangelio creía que si Lázaro pudiese volver a la tierra y hablar a sus cinco hermanos, obtendría un gran resultado. “Ruégote, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre; porque tengo cinco hermanos; para que les testifique, porque no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dice: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo: No, padre Abraham: mas si alguno fuere a ellos de los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare de los Muertos” (Lc. 16:27-31).
Aquí tenemos esta cuestión completamente establecida. Si las gentes no quieren dar oídos a la Palabra de Dios, si no quieren creer a lo que en ella está clara y solemnemente establecido en cuanto a su condición o estado actual y a su destino futuro, tampoco se convencerían aunque mil almas de los que murieron volvieran entre nosotros y les contaran los que vieron, lo que oyeron, y lo que sintieron en los cielos arriba o abajo en el infierno; no produciría en ellos ningún efecto salvador o permanente. Produciría aquel hecho gran excitación, gran sensación, daría abundante pasto a discusión y llenaría las columnas de los periódicos en todas partes; pero con esto terminaría todo.
El pueblo continuaría igual con sus mismos negocios y tras el lucro, su locura y su vanidad, a caza de placeres y satisfacciones. “Si no oyen a Moisés y a los profetas,” (y añadiríamos nosotros, a Cristo y a Sus santos apóstoles), “tampoco se persuadirán si alguno se levantare de los muertos.” El corazón que no se inclina ante la Escritura no se convencería por nada; y en cuanto al verdadero creyente, tiene en la Escritura todo cuanto puede necesitar, y por lo tanto para nada necesita recurrir a las mesas oscilantes, a las llamadas de los espíritus o a la magia. “Y si os dijeren: Preguntad a los pitones, y a los adivinos que susurran hablando, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Apelará por los vivos a los muertos? ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto es porque no les ha amanecido” (Is. 8:19-20).
Este es el recurso del pueblo de Dios en todo tiempo y en todo lugar; y a esto es a lo que Moisés se refiere en el espléndido párrafo que cierra nuestro capítulo cuando dice: “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios: a él oiréis. Conforme a todo lo que pediste a Jehová tu Dios en Horeb el día de la asamblea, diciendo: No vuelva yo a oír la voz de Jehová mi Dios, ni vea yo más este gran fuego, porque no muera. Y Jehová me dijo: Bien han dicho. Profeta les suscitaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare. Mas será, que cualquiera que no oyere mis palabras, que él hablare en Mi Nombre, yo le residenciaré. Empero el profeta que presumiere hablar palabra en Mi Nombre, que yo no le haya mandado hablar, o que hablare en nombre de dioses ajenos, el tal profeta morirá. Y si dijeres en tu corazón: ¿Cómo conoceremos la palabra que Jehová no hubiere hablado? Cuando el profeta hablare en Nombre de Jehová, y no fuere la tal cosa, ni viniere, es palabra que Jehová no ha hablado; con soberbia la habló aquel profeta; no tengas temor de él” (Vers. 15-22).
No podemos andar desacertados en cuanto a saber quién es este Profeta, esto es: nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo. En el tercer capítulo de los Hechos Pedro aplica estas palabras de Moisés del modo siguiente: “Y enviará a Jesucristo, que os fué antes anunciado: al cual de cierto es menester que el cielo tenga hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, que habló Dios por boca de Sus santos profetas que han sido desde tiempos antiguos. Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de nuestros hermanos como yo: a él oiréis en todas las cosas que os hablare. Y será, que cualquiera alma que no oyere a aquel profeta, será desarraigada del pueblo” (Vers. 20-23).
¡Qué precioso privilegio oír la voz de tal Profeta! Es la voz de Dios hablando por los labios del Hombre Cristo Jesús; hablando no por el trueno, no por las llamas del fuego, ni por el brillo del relámpago, sino con aquella quieta y tierna voz de amor y misericordia que cae con el poder de un calmante sobre el corazón quebrantado y el espíritu contrito, que destila como benigno rocío del cielo sobre tierra sedienta. Esta voz la tenemos en las Sagradas Escrituras, esa preciosa revelación que aparece de una manera tan constante y tan poderosa ante nosotros en nuestro estudio sobre el bendito libro del Deuteronomio. No debemos olvidarlo nunca. La voz de la Escritura es la voz de Cristo, y la voz de Cristo es la voz de Dios.
Nada más necesitamos. Si alguien se atreve a presentarse con una nueva revelación, alguna verdad nueva no contenida en el divino Volumen, debemos juzgarle a él y a su comunicación por la norma de la Escritura y rechazarlos por completo. “No tengas temor de él.” Los falsos profetas suelen venir con grandes pretensiones, palabras altisonantes y aspecto de santidad o aire de beatería. Procuran además rodearse de una especie de dignidad importante e impresionante muy a propósito para engañar a los ignorantes. Pero no pueden afrontar el poder escudriñador de la Palabra de Dios. Una simple cláusula de la Santa Escritura basta a desnudarles de todos sus imponentes atavíos y a cortar de raíz sus asombrosas revelaciones. Los que conocen la voz del verdadero Profeta no querrán oír a otro alguno; los que han oído la voz del buen Pastor no oirán la voz de los extraños.
Lector; atiende solamente a la voz de Jesús.
Capítulo 19
“Cuando Jehová tu Dios talare las gentes, cuya tierra Jehová tu Dios te da a ti, y tú las heredares, y habitares en sus ciudades, y en sus casas, te apartarás tres ciudades en medio de tu tierra que Jehová tu Dios te da para que la poseas. Arreglarte has el camino, y dividirás en tres partes el término de tu tierra, que Jehová tu Dios te dará en heredad, y será para que todo homicida se huya allí” (Vers. 1-3).
¡Qué asombrosa mezcla de “bondad y de severidad” notamos en estas pocas líneas! Tenemos “la tala” de las naciones de Canaán a causa de su maldad rematada, que había llegado a ser positivamente intolerable: y, por otro lado, tenemos el más conmovedor despliegue de la bondad de Dios en proveer en favor del pobre homicida, en el día de su profunda pena, al huir para escapar con vida de manos del vengador de la sangre. El gobierno y la bondad de Dios, no hay para que decirlo, son perfectos. Hay casos en los cuales la bondad no sería otra cosa que la tolerancia de la pura maldad y abierta rebelión, lo cual es imposible bajo el gobierno de Dios. Si los hombres se imaginan que, porque Dios es bueno, pueden continuar pecando sin freno, descubrirán tarde o temprano el resultado de su desastrosa equivocación. “Mira, pues,” dice el inspirado Apóstol, “la bondad y la severidad de Dios.” Dios cortará de seguro a los que obran el mal y desprecian Su bondad y Su longánima misericordia. Es tardo en airarse, ¡bendito sea Su santo Nombre! y Su bondad es mucha. Por centenares de años soportó a las siete naciones de Canaán, hasta que la maldad de ellas se elevó a los mismos cielos, y la misma tierra ya no la podía soportar por más tiempo. Soportó la enorme maldad de las culpables ciudades de la llanura; y si hubiese encontrado sólo diez justos en Sodoma, la hubiera librado. Pero llegó el día de la terrible venganza y fueron “cortados.”
Y así será también a no tardar con la culpable cristiandad. “Tú también serás cortado.” Llegará el tiempo de pasar cuentas, y ¡ay que tiempo de cuentas más terrible será! El corazón se estremece al solo pensarlo mientras el ojo examina y la pluma traza las palabras impresionantes.
Pero obsérvese cómo brilla la divina “bondad” en las primeras líneas de nuestro capítulo. Véase el cuidado lleno de gracia de nuestro Dios en hacer la ciudad de refugio tan asequible como fuese posible al homicida. Las tres ciudades debían estar en el “medio del país.” De nada hubiese servido establecerlas en ángulos distantes, o en sitios de difícil acceso. Y no sólo esto sino “arreglarte has el camino.” Y también: “dividirás en tres partes el término de tu tierra.” Todo debía hacerse a fin de facilitar la fuga al homicida. El Señor de la gracia pensó en los sentimientos del desgraciado que “huía en busca de refugio para asirse a la esperanza puesta ante él.” La ciudad de refugio había de “estar cercana,” de igual modo que la justicia de Dios está cercana al pobre quebrantado de corazón, al pecador sin auxilio; tan cercana, que es para aquél “que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío.”
Hay una dulzura especial en la frase, “arreglarte has un camino.” ¡Cuán propio de nuestro Dios lleno de gracia, “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo!” Y, con todo, era el mismo Dios que cortó o taló las naciones de Canaán en justo castigo, el que proveyó de tal modo y con tal gracia en favor del homicida. “Mirad la bondad y la severidad de Dios.”
“Y este es el caso del homicida que ha de huir allí, y vivirá: El que hiriere a su prójimo por yerro, que no le tenía enemistad desde ayer ni antes de ayer; como el que fué con su prójimo al monte a cortar leña, y poniendo fuerza con su mano en el hacha para cortar algún leño, saltó el hierro del cabo, y encontró a su prójimo, y murió; aquél huirá a una de aquestas ciudades, y vivirá; no sea que el pariente del muerto vaya tras el homicida, cuando se enardeciere su corazón, y le alcance por ser largo el camino,” ¡gracia exquisita y conmovedora! “y le hiera de muerte, no debiendo ser condenado a muerte; por cuanto no tenía enemistad desde ayer ni antes de ayer con el muerto. Por tanto yo te mando, diciendo: Tres ciudades te apartarás” (Vers. 4-7).
Aquí tenemos la más detallada descripción del hombre para el cual se había señalado la ciudad de refugio. Si no respondía a esto, la ciudad no era para él; pero en caso afirmativo, podía tener la más absoluta seguridad de que el Dios de gracia había pensado en él, y dispuesto un refugio en donde pudiera hallarse en tanta seguridad como la mano de Dios pudiera proporcionar. Una vez el homicida se encontraba dentro del recinto de la ciudad de refugio, podía respirar libremente, y gozar de calma y dulce reposo. La espada del vengador no podía alcanzarle allí, no podía tocarse ni a un cabello de su cabeza.
Estaba en salvo; sí, completamente en salvo; y no sólo estaba en salvo, sino que tenía la completa certeza de ello. No es que tuviera esperanza de que estaría en salvo, sino que estaba seguro, cierto. Estaba dentro de la ciudad y esto bastaba. Antes de alcanzarla pudo tener vivas luchas en lo íntimo de su aterrado corazón, muchas dudas y temores. Huía para salvar su vida y este era un asunto serio y que absorbía toda su atención; asunto de tal naturaleza que le hacía aparecer todo lo demás leve y trivial. No podemos suponer que el homicida al huir se detuviera a coger flores de los bordes del camino. “¡Flores!” pudiera haber dicho, ¿qué me importan en estos momentos las flores? Mi vida está en peligro. Huyo para salvar la vida. ¿Qué sucederá si llega el vengador y me halla cogiendo flores? No; la ciudad es mi mayor y más absorbente propósito; toda otra cosa no tiene el menor interés o encanto para mí. Necesito ponerme en salvo; tal es mi exclusivo objeto actualmente.”
Pero en cuanto se vio de puertas adentro, estaba en salvo, y lo sabía perfectamente. Y ¿cómo lo sabía? ¿Por los sentimientos que experimentara? ¿Por evidencia alguna? ¿Por experiencia? De ningún modo; lo sabía sencillamente por la Palabra de Dios. Sin duda tenía ese sentimiento, esa evidencia y la experiencia de su seguridad, y tanto más preciosas después de su terrible lucha para entrar en la ciudad. Pero tales cosas no eran en modo alguno el fundamento de su certeza o la base de su tranquilidad. Él sabía que estaba en salvo porque Dios así lo había dicho. La gracia de Dios le había puesto en salvo y la Palabra de Dios le daba la certeza de esa salvación.
No podemos ni siquiera imaginar a un homicida dentro de los muros de la ciudad de refugio que se expresara en la forma en que lo hacen muchos individuos del amado pueblo del Señor en cuanto a la cuestión de su salvación y de la certidumbre en ella. El homicida no hubiera considerado presunción el tener la certeza de que estaba en salvo. Si alguien le hubiera preguntado: “¿Pero estás seguro de esta en salvo?” “¡Segurísimo!” hubiera dicho. “¿Cómo no he de estar seguro? ¿No fui homicida? ¿No he venido huyendo a esta ciudad de refugio? ¿No ha dado Jehová, nuestro Dios del pacto, Su palabra para esto? ¿No ha dicho que el que huya a esta ciudad podrá vivir”? Sí, gracias a Dios, estoy perfectamente seguro. Tuve que apresurarme muchísimo—una horrenda lucha. A veces creía sentirme asido por la temida garra del vengador. Me daba por perdido; pero entonces Dios, en Su infinita misericordia, me mostró tan claramente el camino, y me lo hizo tan fácil a la ciudad de refugio que, a pesar de mis dudas y temores, aquí estoy, salvo y con la certidumbre de serlo. La lucha ha pasado, el conflicto ha terminado. Puedo respirar ahora libremente y puedo ir y venir en perfecta seguridad en este bendito sitio, alabando a nuestro Dios de gracia por Su pacto con nosotros, y por Su gran bondad en proveernos de tan dulce retiro para el pobre homicida como yo.”
¿Puede el lector hablar de este mismo modo en cuanto a su seguridad en Cristo? ¿Es salvado y lo sabe? Si no, ¡quiera el Espíritu de Dios aplicar a su corazón la sencilla ilustración del homicida dentro las murallas de la ciudad de refugio! Quiera Dios que conozca aquel “fortísimo consuelo,” que es la porción segura, porque es la divinamente señalada, para todos aquellos “que nos acogemos a trabarnos de la esperanza propuesta” (Heb. 6:18).
Vamos a proceder nuevamente con nuestro capítulo; y al hacerlo, encontraremos que había más en que pensar en las ciudades de refugio que en la cuestión de la seguridad del homicida. Se había proveído a ésta de una manera perfecta, según ya vimos; pero la gloria de Dios, la pureza de Su tierra, y la integridad de Su gobierno debían ser debidamente mantenidos. Si estas cosas fuesen tocadas, no podría haber seguridad para nadie. Este gran principio resplandece en todas las páginas de la historia de los tratos de Dios con el hombre. La verdadera bendición del hombre y la gloria de Dios van indisolublemente unidas, y una y otra descansan sobre el mismo fundamento imperecedero, esto es, Cristo y Su preciosa obra.
“Y si Jehová tu Dios ensanchare tu término, como lo juró a tus padres, y te diere toda la tierra que dijo a tus padres que había de dar, cuando guardases todos estos mandamientos, que yo te prescribo hoy, para ponerlos por obra, que ames a Jehová tu Dios, y andes en Sus caminos todos los días, entonces añadirás tres ciudades a más de estas tres; porque no sea derramada sangre inocente en medio de tu tierra, que Jehová tu Dios te da por heredad, y sea sobre ti sangre. Mas cuando hubiere alguno que aborreciere a su prójimo, y lo acechare, y se levantare sobre él, y lo hiriere de muerte, y muriere, y huyere a alguna de estas ciudades; entonces los ancianos de su ciudad enviarán y lo sacarán de allí, y entregarlo han en mano del pariente del muerto, y morirá. No le perdonará tu ojo; y quitarás de Israel el delito de la sangre inocente, y te irá bien” (Vers. 8-13 ).
De este modo, sea que hubiere gracia para el homicida o castigo para el asesino, la gloria de Dios y los derechos de Su gobierno habían de ser debidamente mantenidos. El homicida involuntario estaba asistido por la provisión de la misericordia; el culpable asesino caía bajo la firme sentencia de la justicia inflexible. No debemos olvidar nunca la solemne realidad del gobierno divino. Lo encontramos a cada paso; y si fuera más ampliamente reconocida nos libraría eficazmente de formarnos opiniones bajo un solo punto de vista respecto al divino carácter. Tomemos como ejemplo las palabras: “No le perdonará tu ojo.” ¿Quién las pronunció? Jehová. ¿Quién las escribió? Dios Espíritu Santo. ¿Qué significan? Solemne castigo para el malvado. Guárdese bien el hombre de tratar frívolamente tan graves asuntos. Guárdese el pueblo de Dios de dar curso a imbéciles razonamientos en cosas totalmente fuera de su alcance. Recuerden que un falso sentimentalismo puede ser encontrado en constante alianza con una infidelidad audaz, criticando los solemnes decretos del gobierno divino. Esta es una grave consideración. Los malvados deben aguardar el seguro castigo de un Dios que aborrece el pecado. Si un asesino intentaba aprovecharse de la provisión de Dios para el homicida ignorante, la justicia echaba mano de él, y lo condenaba a muerte sin misericordia. Tal era el gobierno de Dios en el Israel antiguo; y así será en aquel día que viene acercándose rápidamente. Ahora, Dios trata al mundo con longánima misericordia; este es el día de salvación, el tiempo aceptable. El día de la venganza está cerca. ¡Oh, cuánto más le valiera al hombre que en vez de discurrir sobre la justicia del trato de Dios para con los malvados, corriera a refugiarse en el precioso Salvador que murió en la cruz para salvarnos de las llamas de un infierno eterno!
Antes de citar para el lector el último párrafo de nuestro capítulo, llamaremos su atención al versículo 14, en el que tenemos una hermosa prueba del tierno cuidado de Dios por Su pueblo, y del interés lleno de gracia que se toma en todo lo que directa o indirectamente se relaciona con ese pueblo. “No reducirás el término de tu prójimo, el cual señalaron los antiguos en tu heredad, la que poseyeres en la tierra que Jehová tu Dios te da para que la poseas.”
Este pasaje, tomado en su clara significación, y en su aplicación primaria, está lleno de dulzura, ya que presenta el amante corazón de nuestro Dios, mostrándonos cuán maravillosamente se interesaba en todas las circunstancias de Su amado pueblo. Los términos de las heredades o mojones no debían confundirse. La porción de terreno de cada cual debía mantenerse intacta según las líneas divisorias establecidas por los que las trazaron en los tiempos pasados. Jehová dio la tierra a Israel; y no sólo esto, sino que asignó a cada tribu y a cada familia su propia porción, deslindada con perfecta precisión, y señalada por mojones tan claros que no podía haber confusión, ni choque de intereses, ni injerencias de unos en otros, ni motivos de pleitos o litigios acerca de la propiedad. Allí estaban los antiguos mojones determinando la porción de cada cual de tal manera que sirviera para evitar todo posible motivo de disputa. Cada cual era como un rentero bajo el Dios de Israel, que lo sabía todo acerca de su pequeña propiedad, como decimos; y todo rentero tenía la satisfacción de saber que los ojos del benévolo y todopoderoso propietario estaban fijos en su parcela de tierra, y Su mano sobre ella para protegerla contra cualquier intruso. De este modo podía morar en paz bajo su parra y bajo su higuera, disfrutando del lote que le fue asignado por el Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
Esto en cuanto al sentido natural y evidente de esta hermosa cláusula de nuestro capítulo. Pero seguramente tiene también una profunda significación espiritual. ¿No hay acaso mojones espirituales para la iglesia de Dios y para cada miembro individual de la misma, señalando con divina exactitud los límites de nuestra herencia celestial, aquellos mojones que asentaron los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo?
Ciertamente los hay, y Dios tiene puestos en ellos Sus ojos, y no ha de permitir su remoción impunemente. ¡Ay del hombre que intente tocarlos; tendrá que dar estrecha cuenta a Dios por tal hecho! Es cosa grave para cualquiera el entrometerse, en la forma que sea, con el lugar, heredad y perspectiva de la iglesia de Dios; y es de temer que muchos están haciéndolo sin darse cuenta de ello.
No intentaremos entrar en la cuestión de qué sean estos mojones; hemos procurado hacerlo en el primer tomo de “Notas sobre el Deuteronomio,” como también en los cuatro restantes tomos de la serie; pero sí sentimos el deber que tenemos de amonestar de la manera más solemne, a todos aquellos a quienes pueda corresponder a que no cometan los hechos que, en la iglesia de Dios, serían equivalentes a la remoción de los mojones en Israel. Si en tierra de Israel alguien se hubiese adelantado a instigar algún nuevo arreglo en la heredad de las tribus, a fin de ajustar la propiedad de cada uno bajo un nuevo principio, trazando nuevas líneas divisorias, ¿cuál hubiese sido la respuesta de todo fiel Israelita? Muy sencilla, de seguro. Hubiese contestado en los términos del Deuteronomio, en el capítulo 19, versículo 14. Hubiese dicho: “No queremos novedades aquí; estamos enteramente contentos con esos sagrados mojones que nuestros antepasados han asentado en nuestra heredad. Estamos resueltos, por la gracia de Dios, a atenernos a ellos, y a resistir con firme ánimo toda innovación moderna.”
Tal, creemos, hubiera sido la pronta respuesta de todo verdadero miembro de la congregación de Israel; y ciertamente que el cristiano no debiera estar menos presto o ser menos decidido en su respuesta a todos los que, bajo el pretexto del progreso y desenvolvimiento, quieren remover los mojones de la iglesia de Dios, y en vez de la preciosa enseñanza de Cristo y de Sus apóstoles, nos ofrecen la llamada luz de la ciencia y los recursos de la filosofía. Gracias a Dios, para nada los queremos. Tenemos a Cristo y a Su Palabra; ¿qué puede añadirse a estos? ¿Para qué necesitamos del progreso y desarrollo humanos, si tenemos al que “era desde el principio”? ¿Qué pueden hacer la ciencia y la filosofía en pro de los que poseen “toda verdad”? No hay duda que necesitamos, en verdad tenemos anhelos para hacer progresos en el conocimiento de Cristo, ansias para un más completo y más evidente desenvolvimiento de la vida de Cristo en nuestra conducta diaria; pero en esto no pueden ayudarnos ni la ciencia ni la filosofía; más bien demostraría ser serios estorbos.
Lector cristiano; procuremos mantenernos cercanos a Cristo, y a Su Palabra. Esta es nuestra única salvaguardia en estos oscuros y malos días. Separados de Él, nada somos, nada tenemos, nada podemos; en Él lo tenemos todo. Él es la porción de nuestra copa y el lote de nuestra herencia. Que sepamos lo que es no sólo ser salvos en Él, sino separados para Él, y satisfechos con Él, hasta aquel brillante día en el que le veremos como Él es, y ser como Él y estar con Él para siempre.
Y ya llegados aquí haremos poco más que citar los pocos versículos que quedan de nuestro capítulo. No necesitan explicación. Exponen sana verdad a la que los cristianos profesantes, con todas sus luces y conocimiento, harán bien en prestar atención.
“No valdrá un testigo contra ninguno en cualquier delito, o en cualquier pecado, en cualquier pecado que se cometiere. En el dicho de dos testigos, o en el dicho de tres testigos consistirá el negocio” (Vers. 15).
Este asunto lo tratamos ya. No puede ser insistido demasiado en él. Podemos juzgar de su importancia del hecho de que, no solamente Moisés llama la atención de Israel repetidas veces al mismo, sino que nuestro Señor Jesucristo mismo, y el Espíritu Santo por el Apóstol Pablo, en dos de sus epístolas insisten sobre el principio de los “dos o tres testigos” en todo caso. Un solo testigo, por digno de crédito que sea, no es bastante para decidir un asunto. Si esta clara prevención fuese más cuidadosamente considerada y debidamente atendida, pondría término a un vasto cúmulo de debates y contiendas. En nuestra imaginaria sabiduría, pudiéramos creer que un solo testigo enteramente digno de confianza debiera ser suficiente para decidir cualquier cuestión. Acordémonos de que Dios es más sabio que nosotros y que es siempre nuestra mayor sabiduría, así como nuestra mayor seguridad moral, atenernos a Su infalible Palabra.
“Cuando se levantare testigo falso contra alguno, para testificar contra él rebelión, entonces los dos hombres litigantes se presentarán delante de Jehová, delante de los sacerdotes y jueces que fueren en aquellos días, y los jueces inquirirán bien; y si pareciere ser aquel testigo falso, que testificó falsamente contra su hermano, haréis a él, como él pensó hacer a su hermano, y quitarás el mal de en medio de ti. Y los que quedaren oirán, y temerán, y no volverán más a hacer una mala cosa como ésta en medio de ti. Y no perdonará tu ojo; vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (Vers. 16-21).
Aquí podemos ver cómo aborrece Dios el testimonio falso; y, además, hemos de recordar que, aunque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia, no por eso el falso testimonio es menos aborrecible a los ojos de Dios; y de seguro que cuanto más vayamos profundizando en la gracia sobre la que subsistimos, más intensamente aborreceremos el falso testimonio, la calumnia y la maledicencia en cualquiera de sus formas o apariencias. ¡El buen Señor nos preserve de tales cosas!
Capítulo 20
“Cuando salieres a la guerra contra tus enemigos, y vieres caballos y carros, un pueblo más grande que tú, no tengas temor de ellos, que Jehová tu Dios es contigo, el cual te sacó de tierra de Egipto. Y será que, cuando os acercareis para combatir, llegaráse el sacerdote, y hablará al pueblo, y les dirá: Oye, Israel, vosotros os juntáis hoy en batalla contra vuestros enemigos; no se ablande vuestro corazón, no temáis, no os azoréis, ni tampoco os desalentéis delante de ellos; que Jehová vuestro Dios anda con vosotros, para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para salvaros” (Vers. 1-4).
¡Cuán admirable pensar en el Señor como guerrero! ¡Pensar en que lucha contra gentes! Algunos lo encuentran difícil de concebir, duro de entender que un Ser benévolo pudiera guerrear. Mas la dificultad proviene principalmente de no distinguir entre las diferentes dispensaciones. Estaba en tan perfecta consonancia con el carácter del Dios de Abraham, Isaac y Jacob el luchar contra Sus enemigo, como lo está con el carácter del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo el perdonarlos. Y puesto que es el carácter revelado de Dios lo que proporciona el modelo sobre el cual debe formarse Su pueblo, la norma bajo la cual han de obrar, tan compatible era en Israel destrozar a sus enemigos, como lo es en nosotros el amarlos, rogar por ellos, y hacerles bien.
Si se tuviera presente este principio tan sencillo, desaparecerían gran número de malas interpretaciones y se evitaría un gran número de discusiones ignorantes. No hay duda de que es contrario a las Sagradas Escrituras que la iglesia de Dios vaya a la guerra. Nadie que lea el Nuevo Testamento con mente libre de prejuicios dejará de comprenderlo. Se nos manda positivamente amar a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos aborrecen y orar por los que nos ultrajan y persiguen. “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán.” Y en otro evangelio: “Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina: el vaso que el Padre me ha dado, ¿no lo tengo de beber? Además, nuestro Señor dijo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo, si de este mundo fuera mi reino, mis servidores pelearían” . . . y sería perfectamente de acuerdo que ellos así lo hicieran, “ahora pues, mi reino no es de aquí,” y por lo tanto sería totalmente incompatible con Su carácter, completamente malo el que ellos peleasen.
Todo esto es tan claro, que sólo necesitaríamos preguntar: “¿Cómo lees?” Nuestro bendito Señor no peleó; se sometió mansa y pacientemente a toda clase de violencias y malos tratos; y al hacerlo así nos dejó un ejemplo para que siguiésemos Sus pisadas. Si nos preguntáramos francamente: “¿Qué haría Jesús?”, terminaría toda discusión sobre este punto, así como sobre mil más. De nada sirve el razonar, no hay necesidad de tal cosa. Si las palabras y hechos de nuestro bendito Señor, y las claras enseñanzas de Su Espíritu por Sus santos apóstoles no son suficientes para guiamos, toda discusión es enteramente vana.
Y si se nos preguntara qué enseña el Espíritu Santo tocante a punto tan importante y práctico, podríamos oír Sus preciosas, claras y terminantes palabras: “No os venguéis vosotros mismos, amados Míos; antes dad lugar a la ira; porque escrito está: Mía es la venganza; Yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; que haciendo esto, ascuas de fuego amontonas sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo; mas vence con el bien el mal” (Romanos 12).
Tales son los hermosos principios éticos de la iglesia de Dios, los principios del reino celestial al cual pertenece todo verdadero cristiano. ¿Hubieran sido adaptables al Israel de la antigüedad? Ciertamente que no. Imaginémonos a Josué tratando a los cananeos bajo los principios de Romanos 12. Hubiese sido una contradicción tan flagrante como lo sería que nosotros obráramos de acuerdo con Deuteronomio 20. Y ¿por qué? Sencillamente porque en los días de Josué Dios ejercía juicio con justicia; al paso que actualmente está tratando con ilimitada gracia. En esto estriba la diferencia. El principio de la acción divina es el magno regulador moral para el pueblo de Dios en todas las edades. Si esto fuera visto con claridad, toda dificultad desaparecería, toda discusión quedaría cerrada.
Y si ahora alguien se dispusiera a preguntar: “¿Qué sucede con el mundo? ¿Cómo pudiera continuar bajo el principio de la gracia? ¿Pudiera obrar de conformidad con la doctrina expuesta en Romanos 12:20?” Ni por un momento. La idea es sencillamente absurda. La tentativa de amalgamar los principios de la gracia con la ley de las naciones, o infundir el espíritu del Nuevo Testamento en la economía política sumergiría inmediatamente a la sociedad civilizada en una confusión desesperada. Y aquí es precisamente donde muy excelentes y bien intencionadas personas han errado. Trataron de apremiar a las naciones del mundo a la adopción de un principio que sería destructor de la existencia nacional. No ha llegado aún el tiempo para las naciones en que puedan volver espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces, y no ensayarse más para la guerra. Ese bendito tiempo vendrá, gracias a Dios, cuando esta tierra llena ahora de gemidos será llenada del conocimiento del Señor, como las aguas cubren la mar. Mas procurar ahora obtener de las naciones que obren según los principios de paz, es simplemente invitarlas a que dejen de existir; en una palabra, es una labor incomprensible y sin esperanza alguna de resultado. No puede ser. No somos llamados a regular el mundo, sino a pasar a través de él como peregrinos y extranjeros. Jesús no vino para establecer al mundo en rectitud. Vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido; y en cuanto al mundo, testificó de él que sus obras eran malas. Vendrá, antes de mucho, a establecer las cosas en rectitud. Asumirá Su gran poder y reino. Los reinos de este mundo llegarán a ser, con toda seguridad, los reinos de nuestro Señor y de Su Cristo. Arrojará de Su reino todas las cosas que pueden dañar y a los que obran iniquidad. Todo esto es una bendita verdad, pero debemos aguardar Su tiempo. De nada serviría que con nuestros ignorantes esfuerzos procuráramos establecer un estado de cosas que la Escritura entera tiende a demostrar que sólo puede conseguirse por la presencia personal y gobierno de nuestro amado y adorable Señor y Salvador Jesucristo.
Mas continuemos ya con nuestro capítulo.
Israel fue llamado a trabar las batallas del Señor. En cuanto pusieron pie en tierra de Canaán estaba declarada la guerra a cuchillo con sus habitantes sentenciados. “Empero de las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida.” Esto era claro y terminante. La descendencia de Abraham no sólo iba a poseer la tierra de Canaán, sino que habían de ser los instrumentos de la ejecución de Su justo castigo sobre sus culpables habitantes, cuyos pecados habían subido hasta el cielo y habían llegado a ser absolutamente intolerables.
¿Se siente alguien llamado a ofrecer apología por las acciones divinas hacia las siete naciones de Canaán? Si así fuere, tenga la seguridad de que su trabajo sería perfectamente gratuito, enteramente impropio. ¡Qué locura para cualquier gusano de la tierra proponerse participar en tal obra! Y ¡qué locura también que alguien exigiera una apología o una explicación! Fue honroso para Israel exterminar aquellas naciones culpables—un honor, al cual se mostraron sumamente indignos, puesto que no cumplieron con lo que se les había mandado. Dejaron con vida a muchos de aquellos que deberían haber sido exterminados; les eximieron para que fuesen los desdichados instrumentos de su propia ruina ulterior, induciéndoles a los mismísimos pecados que tan estrepitosamente clamaron por el divino juicio.
Veamos, empero, por unos momentos las cualidades que eran necesarias a los que quisieran luchar en las batallas del Señor. Hallaremos el párrafo que encabeza nuestro capítulo lleno de la más preciosa instrucción para nosotros en la espiritual milicia a que somos llamados.
El lector observará que el pueblo, al juntarse para la batalla, había de ser dirigido, primero por el sacerdote, y luego, por los oficiales. Ese orden es muy hermoso. Los sacerdotes se adelantaban para exponer al pueblo sus elevados privilegios; los oficiales llegaban y le recordaban sus santas responsabilidades. Tal es el orden divino que aquí se ve. Los privilegios van por delante y luego siguen las responsabilidades. “Llegaráse el sacerdote, y hablará al pueblo, y les dirá: Oye Israel, vosotros os juntáis hoy en batalla contra vuestros enemigos: no se ablande vuestro corazón, no temáis, no os azoréis, ni tampoco os desalentéis delante de ellos; que Jehová vuestro Dios anda con vosotros para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para salvaros.”
¡Qué benditas palabras son esas! ¡Cuán llenas de consuelo y aliento! ¡Cuán eminentemente calculadas para desvanecer todo temor y depresión de ánimo y para infundir valor y confianza al corazón más decaído y desmayado! El sacerdote era la misma expresión de la gracia de Dios; su ministerio una corriente del más precioso consuelo fluyendo del amoroso corazón del Dios de Israel y llegando a cada uno de los guerreros. Sus amorosas palabras eran apropiadas e iban dirigidas a ceñir los lomos de la mente y vigorizar al más débil brazo para la lucha. Les asegura de la divina presencia entre ellos. No hay duda, no hay condición, no hay ningún “si acaso,” ningún “pero.” Es una afirmación sin limitación ninguna, sin condiciones. Jehová Elohim estaba con ellos. Esto bastaba ciertamente. No importaba en lo más mínimo cuantos, cuán poderosos o cuán formidables pudieran ser sus enemigos; se vería que todos serían como el tamo que esparce el huracán ante Jehová de los ejércitos, el Dios de los ejércitos de Israel.
Mas luego habían de ser oído los oficiales como fue oído el sacerdote. “Y los oficiales hablarán al pueblo, diciendo: ¿Quién ha edificado casa nueva, y no la ha estrenado? Vaya, y vuélvase a su casa, porque quizá no muera en la batalla, y otro alguno la estrene. ¿Y quién ha plantado viña y no ha hecho común uso de ella? Vaya, y vuélvase a su casa porque quizá no muera en la batalla, y otro alguno la goce. ¿Y quién se ha desposado con mujer, y no la ha tomado? Vaya, y vuélvase a su casa, porque quizá no muera en la batalla, y algún otro la tome. Y tornarán los oficiales a hablar al pueblo y dirán: ¿Quién es hombre medroso, y tierno de corazón? Vaya y vuélvase a su casa y no apoque el corazón de sus hermanos como su corazón. Y será, que cuando los oficiales acabaren de hablar al pueblo, entonces los capitanes de los ejércitos mandarán delante del pueblo” (Vers. 5-9).
En esto aprendemos que había dos cosas absolutamente esenciales en los que querían luchar en las batallas de Jehová, esto es; un corazón enteramente desembarazado de las cosas de la naturaleza y de la tierra, y una intrépida y no empañada confianza en Dios. “Ninguno que milita se embaraza en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquél que lo tomó por soldado.” Hay una diferencia substancial entre estar ocupado en los negocios de la vida y estar embarazado por ellos. Un hombre podía tener una casa, una viña, y una mujer, y con todo ser apto para entrar en combate. Estas cosas no eran obstáculos por sí mismas; pero poseerlas bajo tales condiciones que las convertían en enredos era lo que hacía a un hombre incapaz para la lucha.
Bueno es recordar esto. Nosotros, como cristianos, somos llamados a llevar adelante una continua guerra espiritual. Hemos de combatir por cada pulgada de terreno celestial. Lo que los cananeos eran para Israel, lo son para nosotros los espíritus maliciosos en los aires. No se nos llama a combatir para la vida eterna; la obtuvimos ya como don gratuito de Dios, antes de comenzar. No se nos llama a luchar por la salvación; somos ya salvos antes de entrar en combate. Es muy necesario saber para qué hemos de luchar, y contra quién hemos de combatir. El objeto por el cual luchamos es mantener y llevar a la práctica nuestra posición y carácter celestiales en medio de las circunstancias y escenas de la vida humana día tras día. Y luego, en cuanto a nuestros enemigos espirituales, son espíritus maliciosos que, durante el presente tiempo, es permitido ocupen los aires. “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne”; como tenía Israel en Canaán, “sino contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra espíritus maliciosos en los aíres.”
Ahora se presenta la cuestión siguiente: ¿qué necesitamos para proseguir una lucha como ésta? ¿Debemos abandonar nuestras vocaciones legales en la tierra? ¿Debemos separarnos de aquellas relaciones de parentesco fundadas en la naturaleza y sancionadas por Dios? ¿Es preciso que nos convirtamos en ascetas, en místicos, en monjes, a fin de llevar adelante la lucha espiritual a la que se nos llama? En ninguna manera; en realidad, para un cristiano, hacer alguna de estas cosas sería por sí misma una prueba de que se ha equivocado por completo en su vocación, o de que cayó en la lucha en cuanto dio principio a ella. Se nos ha llamado imperativamente a trabajar con nuestras manos en lo que es bueno, para que podamos dar al necesitado. Y no sólo esto, sino que en las páginas del Nuevo Testamento tenemos la más extensa guía en cuanto a la manera como debemos comportarnos en las varias relaciones naturales que Dios mismo ha establecido y a las cuales ha puesto el sello de Su aprobación. De donde resulta perfectamente claro que las vocaciones en la tierra y los grados de parentesco natural no son por sí mismos un obstáculo a que empeñemos con éxito la lucha espiritual.
¿Qué necesita, pues, el combatiente cristiano? Un corazón completamente desembarazado de las cosas terrenas y naturales, y una serena confianza en Dios. Mas ¿cómo podrán tales cosas sostenerse? Oigamos la respuesta divina. “Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo,” esto es, todo el tiempo comprendido desde la cruz hasta la venida de Cristo, “y estar firmes, habiendo acabado todo. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos de verdad, y vestidos de la cota de justicia; y calzados los pies con el apresto del evangelio de paz: sobre todo, tomando el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de salud, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. Orando en todo tiempo con toda deprecación y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda instancia y suplicación por todos los santos” (Efesios 6).
Lector, observa los requisitos de un soldado cristiano, según son expuestos aquí por el Espíritu Santo. No se trata ya de una casa, una viña, una desposada, sino que el hombre interno sea gobernado por “la verdad,” la conducta externa caracterizada por una verdadera “justicia” práctica; los hábitos morales y procederes marcados por la dulce “paz” del evangelio; el hombre entero cubierto por el impenetrable escudo de la “fe”; la sede del entendimiento guardado por la completa certeza de la “salvación”; y el corazón sustentado y fortalecido de continuo por la oración y súplica perseverantes, y guiado por el Espíritu Santo a interceder fervientemente en favor de todos los santos y especialmente para los amados obreros del Señor y Su bendita obra. Tal es el modo en que el Israel espiritual de Dios ha de ser equipado para la lucha que son llamados a emprender contra los espíritus malos en los cielos. ¡Quiera el Señor, en Su infinita misericordia, que todo esto se realice en la experiencia de nuestras almas y en nuestra vida práctica día tras día!
El fin de nuestro capítulo contiene los principios que debían regir a Israel en sus campañas. Debían distinguir cuidadosamente entre las ciudades que estaban muy alejadas de ellos, y las que pertenecían a las siete naciones sentenciadas. A las primeras debían empezar por hacerles proposiciones de paz. A las otras, por el contrario, no debían entrar en negociaciones de ningún género. “Cuando te acercares a una ciudad para combatirla, le intimarás la paz,” ¡maravilloso método de combatirla! “Y será que si te respondiere, Paz, y te abriere, todo el pueblo que en ella fuere hallado, te serán tributarios y te servirán. Mas si no hiciere paz contigo, y emprendiere contigo guerra, y la cercares; luego que Jehová tu Dios la entregare en tu mano, herirás a todo varón suyo,” como expresión de la positiva energía del mal, “a filo de espada. Solamente las mujeres y los niños, y los animales, y todo lo que hubiere en la ciudad, todos sus despojos,” es decir: todo cuanto pudiera emplearse en el servicio de Dios y de Su pueblo, “tomarás para ti: y comerás del despojo de tus enemigos, los cuales Jehová tu Dios te entregó. Así harás a todas las ciudades que estuvieren muy lejos de ti, que no fueren de las ciudades de estas gentes.”
La matanza inconsiderada y la destrucción en gran escala no formaban parte del objetivo de Israel. Si algunas ciudades estaban dispuestas a aceptar las condiciones de paz ofrecidas, podían tener el privilegio de convertirse en tributarias al pueblo de Dios; y con respecto a las ciudades que no querían aceptar la paz, todo lo comprendido dentro de sus muros que pudiera ser de utilidad debía de ser conservado.
Hay cosas en la naturaleza y cosas de la tierra que son susceptibles de ser empleadas para Dios, que son santificadas por la Palabra de Dios y por la oración. Se nos dice que nos hagamos amigos de las riquezas de maldad, para que cuando faltemos nos reciban en las moradas eternas; lo cual significa simplemente que si las riquezas de este mundo caen en manos del cristiano debe emplearlas con diligencia y fidelidad en servicio de Cristo; debe distribuirlas libremente a los pobres, y a todos los obreros del Señor que están en necesidad; en suma, debe covertirlas en útiles de una manera recta y prudente en el adelanto de la obra del Señor en todas sus manifestaciones. De este modo, las mismas riquezas que en sus manos se desmenuzarían como el polvo, o pudieran entorpecer sus almas producirán preciosos frutos que servirán para proporcionar una abundante entrada en el reino sempiterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Parece ser que muchos encuentran considerables dificultades en Lucas 16:9; pero la enseñanza que contiene es tan clara y poderosa como es prácticamente importante. Encontramos una instrucción semejante en 1 Timoteo 6. “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en la incertidumbre de las riquezas; sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia de que gocemos: que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad comuniquen: atesorando para sí buen fundamento para lo porvenir, que echen mano a la vida eterna.” La más pequeña suma que directa y sencillamente gastemos en el servicio de Cristo se nos pondrá ante nosotros más tarde. El sólo pensamiento de ello, aunque no debiera ser el motivo fundamental, debiera animarnos a dedicar todo cuanto tenemos y todo cuanto somos al servicio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Tal es la evidente enseñanza que se desprende de Lucas 16, y de 1. Timoteo 6; procuremos entenderla. La expresión “para que os reciban en las moradas eternas,” significa sencillamente que lo que se gasta por Cristo será recompensado en el día que está llegando. Aun la copa de agua fresca dada en Su precioso Nombre tendrá su segura recompensa en Su reino sempiterno. ¡Qué cosa, gastar y desgastarse en servicio Suyo!
Mas debemos ya cerrar esta sección citando las líneas finales de este capítulo, en las cuales tenemos una muy bella ilustración del medio con que Dios atiende a los asuntos más pequeños, y Su cuidado bondadoso en que nada se pierda o se perjudique. “Cuando pusieres cerco a alguna ciudad, peleando contra ella muchos días para tomarla, no destruyas su arboleda metiendo en ella hacha, porque de ella comerás; y no la talarás, que no es hombre el árbol del campo para venir contra ti en el cerco. Mas el árbol que supieres que no es árbol para comer, lo destruirás, y lo talarás; y construye baluarte contra la ciudad que pelea contigo hasta sojuzgarla” (Vers. 19, 20).
“Que no se pierda nada,” son las propias palabras del Maestro dirigidas a nosotros; palabras que debiéramos tener siempre presentes en la memoria. “Porque todo lo que Dios crió es bueno, y nada hay que desechar.” Debiéramos guardarnos cuidadosamente del consumo inconsiderado de cualquier cosa que pudiera tener utilidad para el hombre. Los que ocupan un sitio en el servicio doméstico debieran prestar particular atención a este asunto. Causa pena, a veces, presenciar el pecaminoso desperdicio de alimentos que se hace. Muchas cosas se tiran como sobras que podían proporcionar una comida a una familia necesitada, que la recibiría con agradecimiento. Si un o una sirviente cristiano leyera estas líneas, le rogaríamos ardientemente que meditara sobre ello en la presencia divina y que jamás hiciera o consintiera que se desperdiciase la más pequeña porción de lo que pudiera ser utilizado en beneficio del hombre. Podemos estar seguros de que el desperdiciar algo de lo creado por Dios es desagradable a Sus ojos. Recordemos que Su mirada está sobre nosotros y sea nuestro más fervoroso deseo serle agradables en todos nuestros procedimientos.
Capítulo 21
“Cuando fuere hallado en la tierra que Jehová tu Dios te da para que la poseas, algún muerto echado en el campo, y no se supiere quién lo hirió, entonces tus ancianos y tus jueces,” los guardianes de los fueros de la verdad y de la justicia, “saldrán, y medirán hasta las ciudades que están alrededor del muerto: y será, que los ancianos de aquella ciudad, de la ciudad más cercana al muerto, tomarán de la vacada una becerra que no haya servido, que no haya traído yugo: y los ancianos de aquella ciudad traerán la becerra a un valle áspero, que nunca haya sido arado ni sembrado, y cortarán el pescuezo a la becerra allí en el valle. Entonces vendrán los sacerdotes hijos de Leví”; los exponentes de la gracia y de la misericordia, “porque a ellos escogió Jehová tu Dios para que le sirvan, y para bendecir en Nombre de Jehová, y por el dicho de ellos se determinarán todo pleito y toda llaga”: ¡hecho bendito y confortador! “Y todos los ancianos de aquella ciudad más cercana al muerto lavarán sus manos sobre la becerra degollada en el valle: y protestarán y dirán: Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos lo vieron. Expía a tu pueblo Israel, al cual redimiste, oh Jehová, y no imputes la sangre inocente derramada en medio de tu pueblo Israel. Y la sangre les será perdonada. Y tú quitarás la culpa de sangre inocente de en medio de ti, cuando hicieres lo que es recto en los ojos de Jehová” (Vers. 1-9).
Un pasaje muy interesante y sugerente de la Santa Escritura es el que acaba de pasar ante nuestros ojos y reclama nuestra atención. Se ha cometido un pecado, un hombre ha sido encontrado muerto en el campo; pero nadie sabe nada acerca del hecho, nadie puede decir si se trata de un asesinato o de un homicidio, o quién cometió aquella muerte. Está fuera del alcance del humano conocimiento. Y con todo, el hecho es innegable. Se ha cometido un pecado, queda una mancha en la tierra del Señor, y el hombre es enteramente incompetente para entender en ello.
¿Qué hay que hacer, pues? La gloria de Dios y la pureza de Su tierra deben ser conservadas. Él sabe todo lo que pasó en tal asunto, y sólo Él puede entender con el asunto, y en verdad, que el modo de tratarlo está repleto de la más preciosa enseñanza.
En primer lugar, aparecen en la escena los ancianos y los jueces. Los fueros de la verdad y de la justicia deben ser atendidos debidamente; la justicia y el juicio han de mantenerse sobre todo. Esta es una gran verdad cardinal que se descubre a lo largo de toda la Palabra de Dios. El pecado ha de ser juzgado, antes de que los pecados puedan ser perdonados o el pecador justificado. Antes de que la celeste voz de la misericordia pueda hacerse oír, la justicia ha de quedar perfectamente satisfecha, el trono de Dios vindicado, y Su Nombre glorificado. La gracia debe reinar por la justicia. ¡Bendito sea Dios que es así! ¡Qué verdad tan gloriosa para aquellos que han tomado su verdadero lugar como pecadores! Dios ha sido glorificado en cuanto a la cuestión del pecado, y por lo tanto puede, con perfecta justicia, perdonar y justificar al pecador.
Pero debemos limitarnos simplemente a la interpretación del pasaje expuesto; y al hacerlo así encontraremos en él una maravillosa ojeada hacia el porvenir de Israel. Es cierto que nos es presentada en él la gran verdad fundamental de la expiación, pero es con especial referencia a Israel. La muerte de Cristo puede verse aquí en sus dos grandes aspectos, es a saber: como expresión de la culpa humana, y como despliegue de la gracia de Dios: en el primer aspecto la tenemos representada en el hombre hallado muerto en el campo; en el segundo aspecto en la becerra sacrificada en el valle áspero. Los ancianos y jueces buscaban la ciudad más próxima al hombre muerto, y nada podía ser eficaz para aquella ciudad sino la sangre de una víctima sin mancha, la sangre de Aquél que fue sacrificado en la ciudad culpable de Jerusalén.
El lector observará con interés que desde el momento en que los fueros de la justicia fueron satisfechos por la muerte de la víctima entraba en la escena un nuevo elemento. “Entonces vendrán los sacerdotes, hijos de Leví.” Esto es la gracia que obra sobre la bendita base de la justicia. Los sacerdotes son los conductos de la gracia, así como los jueces son los guardianes de la justicia. ¡Qué perfecta, qué bella es la Escritura en cada página, en cada párrafo, en cada sentencia! No era sino después que se había derramado la sangre de la víctima que los ministros de la gracia podían presentarse. La becerra decapitada en el valle cambió por completo el aspecto de las cosas. “Entonces vendrán los sacerdotes hijos de Leví; porque a ellos escogió Jehová tu Dios para que Le sirvan, y para bendecir en Nombre de Jehová; y por el dicho de ellos,” ¡hecho bendito para Israel, hecho bendito para todo verdadero creyente! “se determinará todo pleito y toda llaga.” Todo ha de establecerse sobre el glorioso y eterno principio de la gracia reinando por la justicia.
Así es como Dios tratará con Israel más tarde. No debemos intentar a entremeternos en la aplicación primaria de estas sorprendentes instituciones de que se nos da cuenta en ese profundo y maravilloso libro de Deuteronomio. Sin duda encierran lecciones para nosotros, lecciones preciosas; pero podemos estar seguros de que el verdadero modo de apreciar y entender esas lecciones es buscar su verdadero y apropiado alcance. Por ejemplo, ¡cuán precioso y lleno de consuelo el hecho de que por la palabra del ministro de la gracia se determine todo pleito y toda llaga, para el Israel arrepentido más tarde, como para toda alma arrepentida en la actualidad! ¿Perdemos algo de la profunda beatitud de tales cosas al ver y reconocer la apropiada aplicación de ellas en la Escritura? Seguro que no; lejos de esto, el verdadero secreto de sacar provecho de un pasaje particular de la Palabra de Dios consiste en entender su verdadero propósito y su alcance.
“Y todos los ancianos de aquella ciudad más cercana al muerto lavarán sus manos sobre la becerra degollada en el valle.” “Lavaré en inocencia mis manos, y andaré alrededor de Tu altar.” El verdadero lugar para lavar nuestras manos es allí donde la sangre de la expiación ha expiado para siempre nuestra culpa. “Y protestarán, y dirán: Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos la vieron. Expía a Tu pueblo Israel, al cual redimiste, oh Jehová, y no imputes la sangre inocente derramada en medio de Tu pueblo Israel. Y la sangre les será perdonada.”
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” “A vosotros, primeramente, Dios, habiendo levantado a Su Hijo, le envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad.” De este modo todo Israel será salvo y bendecido más tarde, según los eternos consejos de Dios y en prosecución de Su promesa y juramento a Abraham, ratificado y establecido eternamente por la preciosa sangre de Cristo; ¡al cual se dé todo honor y alabanza para siempre!
Los versículos 10 al 17 estriban de una manera muy especial en el parentesco de Israel con Jehová. No nos detendremos en ellos aquí. El lector podrá encontrar numerosas referencias a este tema en todas las páginas de los profetas, en las cuales el Espíritu Santo hace los más conmovedores llamamientos a la conciencia de la nación, llamamientos fundados en el maravilloso hecho del parentesco a que Él les había traído, y en el cual tan señalada y lastimosamente habían fracasado. Israel demostró ser una esposa infiel, y en consecuencia ha sido puesto a un lado. Pero vendrá el tiempo en que este pueblo, por tanto tiempo rechazado pero jamás olvidado, no sólo será restablecido, sino llevado a un estado de bendición, privilegio, y gloria como jamás se conoció en el pasado.
Esto no debe, ni por un momento, ser perdido de vista ni puesto a un lado. Esta verdad corre como una brillante hebra de oro a lo largo de todas las escrituras proféticas, desde Isaías a Malaquías; y este hermoso tema está resumido y desarrollado en el Nuevo Testamento. Véase el brillante pasaje que sigue, que es tan sólo uno entre ciento parecidos. “Por amor de Sión no callaré, y por amor de Jerusalem no he de parar, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salud se encienda como una antorcha. Entonces verán las gentes tu justicia, y todos los reyes tu gloria: y te será puesto un nombre nuevo, que la boca de Jehová nombrará. Y serás corona de gloria en la mano de Jehová, y diadema de reino en la mano del Dios tuyo. Nunca más te llamarán Desamparada, ni tu tierra se dirá más Asolamiento; sino que serás llamada Hephzibah, (mi deleite está en ella) y tu tierra, Beulah (casada); porque el amor de Jehová será en ti, y tu tierra ser casada. Pues como el mancebo se casa con la virgen, se casarán contigo tus hijos; y como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo. Sobre tus muros, oh Jerusalem, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás. Los que os acordáis de Jehová no ceséis, ni le déis tregua, hasta que confirme, y hasta que ponga a Jerusalem en alabanza en la tierra. Juró Jehová por Su mano derecha, y por el brazo de Su fortaleza”; ¡guárdense los hombres de entrometerse en esto! “que jamás daré tu trigo por comida a tus enemigos, ni beberán los extraños el vino que tú trabajaste: mas los que lo allegaron lo comerán, y alabarán a Jehová; y los que lo cogieron lo beberán en los atrios de mi santuario . . . He aquí que Jehová hizo oír hasta lo último de la tierra, decid a la hija de Sión: He aquí viene tu Salvador; he aquí su recompensa con él, y delante de él su obra. Y llamarles han Pueblo Santo, Redimidos de Jehová y a ti te llamarán Ciudad buscada, no desamparada” (Is. 62).
Intentar enajenar este sublime y glorioso pasaje de su propio objeto y aplicarlo a la iglesia cristiana, ya sea en la tierra o ya en el cielo, es hacer positiva violencia a la Palabra de Dios, e introducir un sistema de interpretación enteramente destructor de la integridad de la Santa Escritura. El pasaje que acabamos de transcribir, con intenso deleite espiritual, se aplica única y literalmente a Sión, literalmente a Jerusalén, literalmente a la tierra de Carmán. Procure el lector entender y penetrarse bien de este hecho.
En cuanto a la iglesia, su posición en la tierra es la de una virgen desposada, no la de una mujer casada. Su casamiento se verificará en el cielo (Ap. 19:7, 8.) Aplicar a la iglesia pasajes como el anterior, es falsificar enteramente su posición, y negar las más claras afirmaciones de la Escritura en cuanto a su vocación, su herencia y su esperanza, que son puramente celestiales.
Los versículos 18 al 21 de este capítulo tratan de un “hijo contumaz y rebelde.” Aquí tenemos a Israel considerado desde otro punto de vista. Es la generación apóstata para la cual no hay perdón. “Cuando alguno tuviere hijo contumaz y rebelde, que no obedeciere a la voz de su padre, ni a la voz de su madre, y habiéndole castigado, no les obedeciere, entonces tomarlo han su padre y su madre, y lo sacarán a los ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar suyo, y dirán a los ancianos de la ciudad: Este nuestro hijo es contumaz y rebelde, no obedece a nuestra voz; es glotón y borracho. Entonces todos los hombres de su ciudad lo apedrearán con piedras, y morirá: así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá y temerá.”
El lector no dejará de notar con gran interés, el contraste entre la solemne acción de la ley y del gobierno en el caso del hijo rebelde, comparándolo con la hermosa y conocida parábola del hijo pródigo en Lucas 15. No tenemos espacio para que nos detengamos en ella, por más que nos gustaría mucho hacerlo. Es maravilloso pensar que es el mismo Dios el que habla y obra en Deuteronomio 21, y en Lucas 15. Mas, ¡ah, qué diferente la acción! ¡Qué diferente el estilo! Bajo la ley el padre debía tomar al hijo y sacarlo para ser lapidado. Bajo la gracia el padre corre al encuentro del hijo que regresa; se echa sobre su cuello y le besa; le viste con el mejor vestido, pone un anillo en su mano y zapatos en sus pies; manda matar el becerro cebado, haciendo resonar la casa con el júbilo que llenaba su corazón por la vuelta del pobre vagabundo pródigo.
¡Estupendo contraste! En Deuteronomio 21, vemos la mano de Dios, en justo gobierno ejecutando el juicio sobre el rebelde. En Lucas 15 vemos el corazón de Dios derramándose con ternura subyugadora sobre el pobre arrepentido, dándole la dulce seguridad de que le causa profunda alegría recobrar al perdido. El rebelde persistente encuentra la piedra del juicio; el penitente que regresa encuentra el beso de amor.
Cerraremos esta sección llamando la atención del lector al versículo terminal de nuestro capítulo. A él se hace referencia de modo notable por el inspirado Apóstol en el tercer capítulo a los Gálatas: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición: porque escrito está: ‘Maldito cualquiera que es colgado en madero.’”
Esta referencia está llena de interés y de valor, no sólo porque nos presenta la preciosa gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo al hacerse maldición por nosotros, para que la bendición de Abraham pudiese venir sobre nosotros, pobres pecadores Gentiles, sino también porque nos proporciona un ejemplo asombroso del modo como el Espíritu Santo pone Su sello sobre los escritos de Moisés en general, y sobre el Deuteronomio 21 en particular. Todas las Escrituras dependen de tal manera entre sí que si se desacredita una parte queda manchada la integridad de su totalidad. El mismo Espíritu sopla en los escritos de Moisés, en las páginas de los profetas, en los cuatro evangelistas, en los Hechos, en las epístolas apostólicas generales como en las particulares y en la profundísima y preciosa sección que cierra el divino libro. Creemos que es nuestro deber sagrado (como es nuestro elevado privilegio) dar énfasis a este importante hecho; y quisiéramos fervientemente rogar al lector que prestara a ellos su más viva atención, para hacerse cargo y llevar un firme testimonio de ello en estos tiempos de relajación carnal, fría indiferencia y positiva hostilidad.
Capítulo 26
“Y será que cuando hubieres entrado en la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad, y la poseyeres, y habitares en ella, entonces tomarás de las primicias de todos los frutos de la tierra, que sacares de tu tierra que Jehová tu Dios te da, y lo pondrás en un canastillo, e irás al lugar que Jehová tu Dios escogiere,” y no al lugar de su propia elección o de la elección de otros, “para hacer habitar allí Su nombre. Y llegarás al sacerdote que fuere en aquellos días, y le dirás: Reconozco hoy a Jehová tu Dios que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos había de dar. Y el sacerdote tomará el canastillo de tu mano, y pondrálo delante del altar de Jehová tu Dios” (Vers. 1-4).
El capítulo en cuyo estudio vamos a entrar contiene la bella ordenanza de la canastilla de las primicias, en la cual encontraremos algunos principios del mayor interés e importancia práctica. Era cuando la mano de Jehová hubiera introducido a Su pueblo en la tierra de la promesa cuando podían ser presentados los frutos de aquella tierra. Es evidente que era necesario estar en Canaán, antes de que los frutos de Canaán pudieran ser ofrecidos en adoración. El adorador podía decir: “Reconozco hoy a Jehová tu Dios que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos había de dar.”
Aquí está el fondo de la cuestión. “He entrado.” No dice: “Voy a entrar, espero entrar, o deseo entrar.” No; sino que dice: “He entrado.” Así debe ser siempre. Hemos de saber que nosotros mismos somos salvados antes de que podamos ofrecer los frutos de una salvación conocida. Podemos tener los deseos más sinceros de ser salvos, podemos desplegar los más fervorosos esfuerzos para serlo. Pero en este caso no podemos menos de ver que los esfuerzos para ser salvos, y los frutos de una salvación de que ya gozamos y estamos seguros de poseer, son dos cosas enteramente diferentes. El Israelita no ofrecía el canastillo de primicias a fin de entrar en la tierra, sino porque ya estaba en ella. “Reconozco hoy . . . que he entrado.” No hay una equivocación, no hay cuestión, no hay duda ninguna, ni siquiera una esperanza. He entrado en la tierra y aquí está el fruto de ella.
“Entonces hablarás y dirás delante de Jehová tu Dios: Un Siro a punto de perecer fué mi padre, el cual descendió a Egipto, y peregrinó allá con pocos hombres, y allí creció en gente grande, fuerte y numerosa. Y los Egipcios nos maltrataron, y nos afligieron, y pusieron sobre nosotros dura servidumbre. Y clamamos a Jehová Dios de nuestros padres; y oyó Jehová nuestra voz, y vió nuestra aflicción, y nuestro trabajo, y nuestra opresión; y sacónos Jehová de Egipto con mano fuerte, y con brazo extendido, y con grande espanto, y con señales y con milagros; y trájonos a este lugar, y diónos esta tierra, tierra que fluye leche y miel. Y ahora he aquí he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová. Y lo dejarás delante de Jehová tu Dios, e inclinarte has delante de Jehová tu Dios. Y te alegrarás con todo el bien que Jehová tu Dios te hubiere dado a ti y a tu casa; tú y el Levita, y el extranjero que está en medio de ti.”
Esta es una hermosa ilustración de adoración. “Un Siro a punto de perecer.” Tal era el origen. Nada había de qué vanagloriarse desde el punto de vista natural. Y en cuanto al estado en que estaban cuando la gracia se presentó a ellos ¿qué diremos? Dura esclavitud en la tierra de Egipto; extenuándose de fatiga entre los hornos de ladrillo bajo el látigo de los crueles capataces de Faraón. Pero entonces, “Clamamos a Jehová.” Este era su seguro y bendito recurso. Era todo lo que podían hacer; pero era lo suficiente. Ese clamor de desamparo subió directamente al trono y al corazón de Dios, y le hizo descender a los hornos de ladrillo de Egipto. Oigamos las benévolas palabras de Jehová a Moisés: “Bien he visto la aflicción de Mi pueblo, que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues tengo conocidas sus angustias; y he descendido para librarlos de mano de los Egipcios y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel . . . El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de Mí, y también he visto la opresión con que los Egipcios los oprimen” (Ex. 3:7-9).
Tal fue la inmediata respuesta de Jehová al clamor de Su pueblo. “He descendido para librarlos.” Sí, bendito sea Su Nombre, Él descendió en uso de Su libre y soberana gracia para librar a Su pueblo; y ningún poder de los hombres o de los diablos, de la tierra o del infierno pudo detenerle ni un momento más tarde del tiempo señalado. Por esto, en nuestro capítulo tenemos el gran resultado obtenido expuesto por boca del adorador y por la canastilla de las primicias. “He entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos había de dar” . . . “Y ahora he aquí he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová.” El Señor lo cumplió todo según el amor de Su corazón y la fidelidad de Su palabra. Ni una jota ni una tilde había faltado. “He entrado” y “he traído los primeros frutos.” ¿Qué frutos? ¿Los de Egipto? Nada de esto; sino los “de la tierra que me diste, oh Jehová.” Los labios del adorador proclamaban el total cumplimiento de la obra de Jehová. La canastilla del adorador contenía el fruto de la tierra de Jehová. Nada podía ser más sencillo, nada más real. No quedaba lugar para la duda, ni fundamento para una cuestión. Debía simplemente declarar la obra de Jehová y mostrar el fruto de ella. Todo era de Dios, del principio al fin. Los sacó de Egipto y les introdujo en Canaán. Había llenado sus canastillas de los sazonados frutos de su tierra, y sus corazones de alabanza a Él.
Ahora, amado lector, permítenos te preguntemos, ¿crees que era un rasgo de presunción por parte del Israelita emplear el lenguaje que usó? ¿Era justo, era modesto, era humilde en él decir: “He entrado”? ¿Le hubiese sentado mejor dar expresión sencillamente a una lánguida esperanza de que más adelante quizá pudiera entrar en la tierra? La duda y la vacilación en cuanto a la situación en que estaba y la herencia que ya tenía ¿hubiesen sido más honrosas y agradables al Dios de Israel? ¿Qué dirías a esto, lector? Pudiera ser que, anticipándote a la conclusión, dijeras: “No hay paridad o analogía.” ¿Cómo no? Si un Israelita podía decir: “Reconozco hoy a Jehová tu Dios que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos había de dar,” ¿por qué no puede el creyente decir ahora: “He llegado a Jesús”? Verdaderamente en el primer caso era cosa vista, en este otro es por la fe. Pero ¿es esta última menos real que la primera? ¿No dice el inspirado Apóstol a los Hebreos: “Os habéis llegado al monte de Sión”? añadiendo: “Recibiendo un reino inmóvil, retengamos la gracia por la cual sirvamos a Dios, agradándole con temor y reverencia.” Si estamos en duda en cuanto a que hemos “llegado” o no, y en cuanto a si hemos “recibido el reino” o no, es imposible que adoremos en verdad o que prestemos un servicio aceptable. Es sólo cuando estamos en inteligente y pacífica posesión del lugar y herencia en Cristo, que puede ascender al trono en lo alto la verdadera adoración y que se puede rendir positivo servicio en la viña acá. abajo.
Porque, permítasenos que preguntemos: ¿qué es la verdadera adoración? Es simplemente expresar en la presencia de Dios lo que Él es, y lo que ha hecho. Es tener el corazón ocupado con Dios, deleitándose en Él y en todas Sus maravillosas acciones y caminos. Sí, pues, no tenemos conocimiento de Dios, ni fe en lo que Él ha hecho, ¿cómo podremos adorarle? “Es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay y que es galardonador de los que le buscan.” Ahora bien; el conocer a Dios es vida eterna. No puedo adorar a Dios si no le conozco; y no puedo conocerle sin tener vida eterna. Los atenienses habían erigido un altar “al Dios no conocido,” y Pablo les dijo que adoraban en ignorancia y procedió a declararles al verdadero Dios según está revelado en la Persona y en la obra del Hombre Cristo Jesús.
Es importantísimo tener esto bien entendido. Es menester que yo conozca a Dios antes de que pueda adorarle. Puede ser “que Le busque, si en alguna manera . . . Lo halle”; pero buscar a Uno al cual no he encontrado, y adorar y gozarse en Uno al cual he hallado, son dos cosas enteramente diferentes. Dios se ha revelado a Sí mismo, ¡bendito sea Su Nombre! Él nos ha dado la luz del conocimiento de Su gloria en la faz de Jesucristo. Él se ha llegado a nosotros en la Persona de Su Hijo de tal modo que podamos conocerle, amarle, confiar en Él, deleitarnos en Él y servirnos de Él en todas nuestras debilidades y en todas nuestras necesidades. Ya no hemos de buscarle a tientas entre las tinieblas de la naturaleza, ni tampoco entre las nieblas y nubes de falsa religión en sus millares de formas. No; nuestro Dios se ha dado a conocer a Sí mismo por una revelación tan clara que el viandante, aunque fuera un necio en todo lo demás, no podría errar en ella. El cristiano puede decir: “Sé en quién he creído.” Esta es la base de todo verdadero culto. Puede haber un gran caudal de piedad carnal, religiosidad mecánica, y rutina ceremonial, sin un solo átomo de verdadero culto espiritual. Este último sólo puede proceder del conocimiento de Dios.
Mas nuestro propósito no es escribir un tratado sobre adoración, sino sencillamente desenvolver ante nuestros lectores la instructiva y bella ordenanza de la canastilla de las primicias. Y habiendo mostrado que la adoración era lo primero que un Israelita debía hacer cuando estaba ya en posesión de la tierra; y, además, que nosotros ahora debemos conocer nuestra posición y privilegio en Cristo, antes de que podamos adorar al Padre de una manera inteligente y fiel—continuaremos nuestro trabajo señalando otro resultado muy importante y práctico, ilustrado en nuestro capítulo, es decir, la benevolencia activa.
“Cuando hubieres acabado de diezmar todo el diezmo de tus frutos en el año tercero, el año del diezmo, darás también al Levita, al extranjero, al huérfano, y a la viuda, y comerán en tus villas, y se saciarán. Y dirás delante de Jehová tu Dios; yo he sacado lo consagrado de mi casa, y también lo he dado al Levita, y al extranjero, y al huérfano y a la viuda, conforme a todos tus mandamientos que me ordenaste: no he traspasado tus mandamientos, ni me he olvidado de ellos” (Vers. 12, 13).
Nada puede haber más bello que el orden moral de estas cosas. Es precisamente semejante a lo que se nos dice en Hebreos 13: “Así que, ofrezcamos por medio de Él a Dios siempre sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesen a Su nombre.” Aquí tenemos el culto. “Y de hacer bien, y de la comunión no os olvidéis: porque de tales sacrificios se agrada Dios.” Aquí tenemos la benevolencia en acción. Poniendo ambas cosas juntas, tenemos lo que pudiéramos llamar lo superior y lo inferior del carácter del cristiano—alabar a Dios y hacer bien a los hombres. ¡Preciosas características! ¡Oh, si pudiéramos ostentarlas con más fidelidad! Una cosa es segura, que siempre van juntas. Indicadme un hombre cuyo corazón esté lleno de alabanza a Dios, y os demostraré que ese mismo hombre tiene el corazón abierto para socorrer toda forma de necesidad humana. Podrá no ser rico en bienes de este mundo. Se verá obligado a decir, como dijo otro en la antigüedad y sin avergonzarse de decirlo: “No tengo plata ni oro”; pero tendrá la lágrima de simpatía, la mirada de bondad, la palabra de consuelo, y estas cosas hablan más elocuentemente a un corazón sensible, que el aflojar la bolsa o el retintín del oro y de la plata. Nuestro adorable Señor y Maestro, nuestro Gran Modelo anduvo haciendo bienes, pero nunca leemos que diera dinero a alguien; en realidad podemos estar seguros que nunca tuvo una moneda. Cuando hubo de responder a los herodianos sobre si se debía o no dar tributo a César, hubo de decirles que le pusiesen de manifiesto una moneda; y cuando se le dijo que pagase tributo, mandó a Pedro al mar para que sacase de él el dinero. Jamás llevó dinero consigo, y por cierto que el dinero no viene nombrado entre los dones concedidos por Él a sus siervos. Con todo, pasó haciendo bienes, y nosotros debemos hacer lo mismo, en nuestra escasa medida; es a la vez nuestro elevado privilegio y nuestro obligado deber hacerlo así.
Fíjese el lector en el orden divino expuesto en Hebreos 13 e ilustrado en Deuteronomio 26. La adoración obtiene el primer puesto, el más alto puesto. No olvidemos esto nunca. Nosotros, en nuestro sentimentalismo o en nuestra sabiduría pudiéramos imaginar que el hacer bien a los demás, la utilidad, la filantropía es la cosa suprema. Mas no es así. “El que sacrifica alabanza Me honrará.” Dios habita entre las alabanzas de Su pueblo. Gusta de rodearse de corazones que rebosan con el reconocimiento de Su bondad, Su grandeza y Su gloria. De aquí que debamos ofrecer nuestro sacrificio de alabanza a Dios “continuamente.” Así también dice el Salmista: “Bendeciré a Jehová en todo tiempo; Su alabanza será siempre en mi boca.” No es solamente de vez en cuando, o cuando todo parece halagador en derredor nuestro, cuando todo anda en suavidad y prosperidad; no; sino en “todo tiempo,” “continuamente.” Esa corriente de acción de gracias ha de fluir sin interrupción alguna. No hay intervalo para murmurar o quejarse, incomodarse o disgustarse, entregarse a la melancolía o al desaliento. La alabanza y acción de gracias han de ser nuestra continua ocupación. Hemos de cultivar siempre el espíritu de adoración. Cada aliento, por decirlo así, debiera ser un aleluya. Así será más tarde. La alabanza será nuestra ocupación dichosa y santa durante los siglos de la eternidad. Cuando no tendremos ya llamamientos a que “comuniquemos,” de nuestros recursos, cuando habremos dado ya una eterna despedida a las presentes escenas de tristeza y de necesidades, de muerte y desolación, entonces alabaremos a nuestro Dios por siempre jamás sin obstáculo y sin interrupción en el santuario de Su bendita presencia en lo alto.
“Y de hacer bien y de la comunicación no os olvidéis.” Hay un interés especial en el modo con que se dice esto. No dice: “De ofrecer sacrificio de alabanza no olvidéis” No; de lo contrario, en el pleno y dichoso goce de nuestra propia situación y herencia en Cristo, pudiéramos “olvidar” que estamos atravesando por un mundo de necesidades y miseria, de prueba y de aprietos, y el Apóstol añade la saludable y muy necesaria amonestación de hacer bien y de comunicar con las necesidades de otros. El Israelita espiritual no sólo debe regocijarse de todo lo bueno que el Señor su Dios le ha concedido, sino que debe también acordarse del Levita, del extranjero, del huérfano y de la viuda, esto es; del que no tenía posesión en la tierra, y estaba enteramente dedicado a la obra del Señor, y del que no tenía hogar propio, del que no tenía protector natural, y del que no tenía estancia terrestre. Así debe ser siempre. El rico caudal de la gracia desciende del seno de Dios, llena nuestros corazones a rebosar y ese rebosamiento refrigera y alegra todo lo que está a nuestro alcance. Si tan sólo viviéramos en el goce de lo que tenemos en Dios, todos nuestros movimientos, todos nuestros actos, todas nuestras palabras, hasta todas nuestras simples miradas irían dirigidas a hacer bien a otros. Un cristiano, según la idea divina, es un hombre que está con una mano levantada hacia Dios en presentación del sacrificio de alabanza, y con la otra mano llena de los olorosos frutos de la más pura benevolencia para satisfacer toda forma de humana necesidad.
¡Oh amado lector! pesemos detenidamente estas cosas. Dediquemos realmente nuestros corazones a la más sincera consideración de las mismas. Procuremos que sea en nosotros una realización completa y una más verdadera expresión de estas dos grandes ramas del cristianismo práctico, y no estemos satisfechos con menos.
Vamos ya a dar una rápida ojeada al tercer punto de este precioso capítulo que estamos estudiando. Haremos poco más que copiar el pasaje para el lector. Cuando el Israelita hubo presentado su canastilla y distribuido sus diezmos, se le instruyó para que dijera: “No he comido de ello en mi luto, ni he sacado de ello en inmundicia, ni de ello he dado para mortuorio: he obedecido a la voz de Jehová mi Dios, he hecho conforme a todo lo que me has mandado. Mira desde la morada de Tu santidad, desde el cielo, y bendice a Tu pueblo Israel, y a la tierra que nos has dado, como juraste a nuestros padres, tierra que fluye leche y miel. Jehová tu Dios te manda hoy que cumplas estos estatutos y derechos: cuida, pues, de ponerlos por obra con todo tu corazón, y con toda tu alma. A Jehová has ensalzado hoy para que te sea por Dios, y para andar en Sus caminos, y para guardar Sus estatutos y Sus mandamientos, y Sus derechos, y para oír Su voz; y Jehová te ha ensalzado hoy para que le seas Su peculiar pueblo, como Él te lo ha dicho, y para que guardes todos Sus mandamientos, y para ponerte alto sobre todas las gentes que hizo, para loor, y fama, y gloria; y para que seas pueblo santo a Jehová tu Dios, como Él ha dicho” (Vers. 14-19).
Aquí tenemos la santidad personal, la santificación práctica, la separación completa de todo aquello que fuera incompatible con las santas relaciones a que fueron admitidos por la soberana gracia y misericordia de Dios. No debía haber luto, nada inmundo, ni obras muertas. No tenemos tiempo ni lugar para cosas tales; no pertenecen a la bendita esfera en la cual tenemos el privilegio de vivir, movernos y tener nuestro ser. Tres son precisamente las cosas que debemos hacer; mirar en lo alto a Dios, y ofrecer el sacrificio de alabanza; mirar al mundo necesitado en derredor nuestro, y hacer bien; mirar en el círculo de nuestro propio ser, en lo interior de nuestra vida y procurar, por la gracia, guardarnos inmaculados. “La religión pura y sin mácula delante de Dios y Padre es esta: Visitar los huérfanos y las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin mancha de este mundo” (Stg. 1:27).
De este modo; ya sea que oigamos a Moisés en Deuteronomio 26, o a Pablo en Hebreos 13, o a Santiago en su muy saludable, necesaria y práctica epístola, es el mismo Espíritu el que nos habla, y las mismas grandes lecciones que se nos inculca; lecciones de indecible valor, e importancia moral, lecciones que deben ser propagadas en estos días de indiferencia y superficialidad, en los cuales las doctrinas de la gracia se toman y se sostienen de un modo puramente intelectual y que se las relaciona con toda clase de mundanalidad y carnalidad.
Verdaderamente se necesita urgentemente un ministerio más poderoso y práctico entre nosotros. Hay una carencia lamentable del elemento profético y pastoral en nuestros ministerios. Por elemento profético entendemos nosotros aquel carácter del ministerio que trata con la conciencia y la conduce ante la inmediata presencia de Dios. Esto es en gran manera necesario. Hay un gran caudal de ministerio que va dirigido a la inteligencia, pero desgraciadamente muy poco al corazón y a la conciencia.
El instructor habla al entendimiento; el profeta a la conciencia; el pastor habla al corazón. Hablamos, desde luego, en términos generales. Puede suceder que esos tres elementos se hallen en el ministerio de un solo hombre, pero son distintos; y no podemos menos que sentir que donde faltan los dones el profético y el pastoral en una asamblea, los instructores debieran orar muy ferviente, mente que el Señor les concediera el poder espiritual de presentar la verdad de tal manera que obre efectivamente en los corazones y conciencias de Su amado pueblo. Bendito sea Su Nombre, Él tiene todos los dones, la gracia y el poder de que Sus siervos puedan tener necesidad. Todo lo que debemos hacer es orar a Él con real fervor y sinceridad de corazón, y Él con seguridad nos proveerá de la gracia conveniente y la aptitud moral para cualquier servicio que podamos ser llamados a prestar en Su iglesia.
¡Ah; que todos los siervos del Señor sean conmovidos y llevados a un fervor profundo en todo departamento de Su bendita obra! Que podamos instar “a tiempo, y fuera de tiempo,” y en ningún modo nos descorazonemos por el estado de cosas que nos rodean, sino al contrario, que hallemos en esa misma situación, la razón más apremiante para una dedicación más intensa.
Capítulo 27
“Y mandó Moisés, con los ancianos de Israel, al pueblo, diciendo: Guardaréis todos los mandamientos que yo os prescribo hoy. Y será que el día que pasareis el Jordán a la tierra que Jehová tu Dios te da, te has de levantar piedras grandes, las cuales revocarás con cal: y escribirás en ellas todas las palabras de esta ley, cuando hubieres pasado para entrar en la tierra que Jehová tu Dios te da, tierra que fluye leche y miel, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho. Será, pues, cuando hubieres pasado el Jordán, que levantaréis estas piedras que yo os mando hoy, en el monte de Ebal, y las revocarás con cal. Y edificarás allí altar a Jehová tu Dios, altar de piedras: no alzarás sobre ellas hierro. De piedras enteras edificarás el altar de Jehová tu Dios; y ofrecerás sobre él holocausto a Jehová tu Dios. Y sacrificarás pacíficos, y comerás allí, y alegrarte has delante de Jehová tu Dios. Y escribirás en las piedras todas las palabras de esta ley muy claramente. Y Moisés con los sacerdotes Levitas, habló a todo Israel diciendo: Atiende y escucha, Israel: hoy eres hecho pueblo de Jehová tu Dios. Oirás, pues, la voz de Jehová tu Dios, y cumplirás Sus mandamientos, y Sus estatutos que yo te ordeno hoy. Y mandó Moisés al pueblo en aquel día, diciendo: Estos estarán sobre el monte de Gerizim para bendecir al pueblo, cuando hubiereis pasado el Jordán; Simeón, y Leví, y Judá e Isachar, y José y Benjamín. Y estos estarán para pronunciar la maldición en el monte de Ebal: Rubén, Gad, y Aser, y Zabulón, Dan, y Nepthalí” (Vers. 1-13).
No pudiera haber un contraste más asombroso que el que se nos ofrece entre el principio y el fin de este capítulo. En el párrafo que acabamos de copiar, vemos a Israel entrando en la tierra de promisión, aquella hermosa y fértil tierra que fluye leche y miel, y erigiendo en ella un altar en el monte Ebal para ofrecer holocausto y sacrificio de paces. Nada leemos aquí acerca del sacrificio por el pecado involuntario, ni de sacrificio de expiación de la culpa.
La ley en toda su integridad debió ser “escrita muy claramente” en las piedras revocadas, y el pueblo, plenamente amparado por el pacto debía ofrecer sobre el altar aquellas ofrendas especiales de olor suave tan bellamente expresivas de la adoración y santa comunión. En este punto no se trata del transgresor en acto, ni del pecador en naturaleza acercándose al altar de bronce con la ofrenda para expiación de culpa o con la ofrenda para el pecado por ignorancia; sino más bien se trata de un pueblo enteramente libertado, aceptado y bendecido, de un pueblo en el goce actual de los bienes pactados y de su heredad.
Verdad es que eran transgresores y pecadores, y como tales, necesitaban de la preciosa provisión del altar de bronce. Esto, desde luego, es obvio y plenamente entendido y admitido por todo el que es enseñado de Dios; pero evidentemente este no es el tema expuesto en Deuteronomio 27: 1-13, y el lector espiritual se dará cuenta en seguida del motivo. Cuando vemos al Israel de Dios, en pleno cumplimiento del pacto, entrando en posesión de su herencia, teniendo la voluntad revelada de su Dios del pacto, Jehová, escrita ante ellos clara y completamente, y la leche y la miel fluyendo a su alrededor, debemos inferir de todo esto que la cuestión de las transgresiones y pecados está definitivamente arreglada, y que aquel pueblo tan altamente privilegiado y abundantemente bendecido ya no tiene otra cosa que hacer más que rodear el altar de su Dios del pacto y ofrecer aquellos sacrificios de olor de suavidad tan aceptables a Él y tan apropiados a ellos.
En una palabra, toda la escena desplegada ante nuestros ojos en la primera mitad de nuestro capítulo es perfectamente bella. Habiendo declarado Israel que aceptaba a Jehová por Dios suyo, y habiendo declarado Jehová que aceptaba a Israel para que le fuera Su pueblo particular, para ponerle alto sobre todas las gentes que hizo, para loor y fama y gloria, y para serle pueblo santo a Jehová su Dios, como Él dijo; Israel privilegiado, bendecido y exaltado de tal modo, en plena posesión de aquella esplendida tierra, y teniendo todos los preciosos. mandamientos de Dios ante sus ojos, ¿qué le quedaba por hacer sino presentar los sacrificios de alabanza y de acciones de gracias en santa adoración y dichosa comunión?
Pero en la segunda mitad de nuestro capítulo encontramos algo enteramente diferente. Moisés designa seis tribus para que se sitúen sobre el monte Gerizim para bendecir al pueblo, y las seis restantes sobre el monte Ebal para maldecir; mas ¡ay! cuando llegamos a lo que sucedió, a los hechos positivos en aquel caso dado, no aparece ni una sola palabra de bendición, nada sino doce terribles maldiciones confirmada cada una de ellas por un solemne “amén” repetido a coro por toda la congregación.
¡Qué cambio! ¡Qué abrumador contraste! Nos recuerda lo que pasó ante nosotros en el estudio de Éxodo 19. No pudo haber un comentario más impresionante a las palabras del Apóstol inspirado en Gálatas 3:10. “Porque todos los que son de las obras de la ley,” esto es, todos los que se colocan en este terreno, “están bajo la maldición. Porque escrito está,” y aquí cita el Apóstol a Deuteronomio 27, “Maldito todo aquél que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para hacerlas.”
Aquí tenemos la verdadera solución al problema. Israel en cuanto a su real estado moral de entonces, estaba sobre el terreno de la ley; y de aquí que, aunque el comienzo de nuestro capítulo nos presenta un hermoso cuadro de los intentos de Dios respecto de Israel, con todo, el final del capítulo expone el triste y humillante resultado del estado real de Israel ante Dios. No hay ni una sola voz que parta del monte Gerizim, ni una palabra de bendición; sino que, en vez de esto, resuena a oídos del pueblo maldición sobre maldición.
Ni podía ser de otro modo. Que las gentes discutan sobre ello cuanto quieran, nada sino la maldición puede caer sobre todos cuantos son “de las obras de la ley.” No dice solamente “todos cuantos han faltado en guardar la ley,” aunque esto es verdad; sino, como si tratara de exponer esa verdad en su manera más clara y más poderosa ante nosotros, el Espíritu Santo declara que, para todos, no importa quienes sean, judíos, gentiles, o cristianos de nombre, para todos los que están sobre el terreno o principio de las obras de la ley, no hay ni puede haber otra cosa más que la maldición.
Ahora, pues, el lector estará capacitado para darse cuenta inteligentemente del profundo silencio que reinó en el monte Gerizim, en el día a que se refiere el Deuteronomio 27. El hecho escueto es que, si una bendición solitaria se hubiese oído salir de aquel monte, hubiese sido una contradicción a la total enseñanza de la Santa Escritura en la cuestión de la ley.
Nos extendimos tanto sobre esta importante cuestión de la ley en el primer tomo de estas Notas, que no insistiremos sobre esto aquí. Sólo diremos que cuanto más estudiamos la Escritura y cuanto más consideramos la cuestión de la ley a la luz del Nuevo Testamento, tanto más crece nuestra sorpresa al ver de qué manera persisten muchos en defender la opinión de que los cristianos están bajo la ley, ya sea para la vida, para la justicia, para la santidad o para cualquier otro fin. ¿Cómo puede sostenerse esa opinión ni por un momento ante la magnífica y concluyente afirmación expuesta en Romanos 6: “No estáis bajo la ley sino bajo la gracia”?
Capítulo 28
Al empezar el estudio de esta notable sección de nuestro libro, el lector habrá de tener en cuenta la importancia de no confundirla en modo alguno con el capítulo 27. Algunos expositores al darse cuenta de la falta de bendiciones en aquel capítulo, las han buscado en este. Pero este es un error, error absolutamente fatal para la recta comprensión de ambos capítulos. El hecho evidente es que esos dos capítulos son enteramente distintos en su fondo, en su fin y en su aplicación práctica. El capítulo 27 es, para decirlo brevemente y de un modo incisivo, moral y personal; el capítulo 28 es dispensacional y nacional. El primero trata del gran principio radical de la condición moral del hombre, como pecador enteramente arruinado y enteramente incapaz de llegarse a Dios sobre la base de la ley; este último, al contrario, suscita la cuestión de Israel como nación bajo el gobierno de Dios. En una palabra, la cuidadosa comparación de los dos capítulos capacitará al lector para ver su entera distinción. Por ejemplo, ¿qué relación podemos establecer entre las seis bendiciones de nuestro capítulo y las doce maldiciones del anterior? Ninguna. No es posible establecer entre ellas la más ligera relación. Mas un niño podrá ver el vínculo moral entre las bendiciones y las maldiciones del capítulo 28.
Transcribimos uno o dos pasajes como ejemplo. “Y será que, si oyeres diligentemente la voz de Jehová tu Dios,” el gran lema del Deuteronomio, la llave maestra del libro, “para guardar, para poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te pondrá alto sobre todas las gentes de la tierra; y vendrán sobre ti todas estas bendiciones y te alcanzarán, cuando oyeres la voz de Jehová tu Dios,” la única salvaguardia, el verdadero secreto de la dicha, seguridad, victoria y fuerza. “Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, y el fruto de tu bestia, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas. Bendito tu canastillo y tus sobras. Bendito serás en tu entrar, y bendito en tu salir.”
¿No le parece perfectamente claro al lector que estas no son las bendiciones pronunciadas por las seis tribus en el monte Gerizim? Lo que se nos presenta aquí es la dignidad nacional de Israel, su prosperidad y su gloria cimentadas sobre la diligente atención a todos los mandamientos expuestos en este libro ante ellos. Fue el eterno intento de Dios que Israel tuviera preeminencia en la tierra, y que fuera alto sobre todas las naciones. Este propósito será cumplido con toda seguridad, aunque Israel en su pasado fracasó vergonzosamente en rendir aquella perfecta obediencia que debió formar la base de su preeminencia y gloria nacionales.
Jamás debemos olvidar o abandonar esta gran verdad. Algunos expositores han adoptado un sistema de interpretación por el cual las bendiciones del pacto con Israel son espiritualizadas y transferidas a la iglesia de Dios. Esta es una fatal equivocación. En verdad, apenas es posible expresar con palabras, o aun concebir los perniciosos efectos de tratar de tal manera la preciosa Palabra de Dios. Nada es más cierto que tal procedimiento es directamente opuesto a la mente y a la voluntad de Dios. Ni sancionará ni puede sancionar tan falsa aplicación de la preciosa Palabra de Dios, o esa enajenación sin garantía alguna de las bendiciones y privilegios acordados a su pueblo Israel.
Es verdad que leemos en Gálatas 3: “Para que la bendición de Abraham fuese sobre los Gentiles en Cristo Jesús, para que por la fe recibamos” . . . ¿qué cosa? ¿bendiciones en la ciudad y en el campo? ¿bendiciones en nuestra canastilla y en nuestras sobras? De ningún modo; sino: “recibamos la promesa del Espíritu.” De igual modo sabemos por la misma epístola, en el capítulo 4, que al Israel restaurado le será permitido contar entre sus hijos a todos los que hayan sido nacidos del Espíritu durante el período cristiano. “Mas la Jerusalem de arriba libre es; la cual es la madre de todos nosotros. Porque está escrito: Alégrate, estéril, que no pares; prorrumpe y clama, la que no estás de parto; porque más son los hijos de la dejada, que de la que tiene marido.”
Todo esto es una verdad bendita; pero no da justificación alguna para transferir las promesas hechas a Israel a los creyentes del Nuevo Testamento. Dios se ha obligado, con juramento, a bendecir a la descendencia de Abraham Su amigo; a bendecirla con toda clase de bendiciones terrenas en la tierra de Canaán. Esta promesa se mantiene siempre y es absolutamente inalienable. Ay de aquellos que intenten oponerse a su literal cumplimiento en el tiempo que Dios lo disponga. Ya hicimos referencia a esto mismo al principio de este libro, y debemos contentarnos ahora con amonestar muy solemnemente al lector a que esté prevenido en contra de todo sistema de interpretación que lleve aparejadas tan serias consecuencias en cuanto a la Palabra y caminos de Dios. Debemos recordar siempre que las bendiciones de Israel son terrenas; las bendiciones de la iglesia son celestiales. “Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo.”
Así, pues, la naturaleza y la esfera de las bendiciones de la iglesia son enteramente diferentes de las de Israel, y no deben confundirse nunca. Pero el sistema de interpretación arriba mencionado las confunde, al grado de manchar la integridad de la Santa Escritura y dañar gravemente a las almas. Pretender aplicar las promesas hechas a Israel a la iglesia de Dios, ya sea ahora, ya sea después, en la tierra o en el cielo, es causar un completo trastorno de las cosas y producir la más desesperada confusión en la explicación y aplicación de la Escritura. Nos sentimos llamados por simple fidelidad a la Palabra de Dios y al alma del lector, a someter este asunto a su más fervorosa atención. Puede estar seguro de que no es una cuestión de poca monta; lejos de ello estamos convencidos de que es totalmente imposible que el que confunde a Israel con la iglesia, lo terreno con lo celestial pueda ser un sano y correcto intérprete de la Palabra de Dios. No podemos extendernos más en este tema. Confiamos tan sólo en que el Espíritu de Dios despertará el corazón del lector a que sienta su interés y su importancia, y a que vea la necesidad de que se trace bien la Palabra de verdad. Si esto sea realizado, habremos conseguido el objeto que nos propusimos.
Con respecto a este capítulo vigésimo octavo del Deuteronomio con sólo que el lector se dé perfecta cuenta del hecho de su completa distinción de su predecesor, será capaz de leerlo con inteligencia espiritual y verdadero provecho. No hay ninguna necesidad de proceder a una laboriosa o elaborada exposición del mismo. Se divide de la manera más clara y evidente en dos partes. En la primera se nos da una completa y muy bendita relación de los resultados de la obediencia (Véanse los versículos uno al quince). En la segunda se nos da una muy solemne y conmovedora relación de las terribles consecuencias de la desobediencia (Véanse los versículos diez y seis al sesenta y ocho). Y no podemos menos de sentirnos conmovidos ante el hecho de que la sección que contiene las maldiciones es más de tres veces más extensa de la que contiene las bendiciones. Aquella consta de quince versículos; ésta de cincuenta y tres. Todo el capítulo es un impresionante comentario sobre el gobierno de Dios, y una ilustración poderosa del hecho de que “nuestro Dios es fuego consumidor.” Todas las naciones de la tierra podrán aprender de la maravillosa historia del pueblo de Israel que Dios ha de castigar la desobediencia, y, primeramente, la de los Suyos. Y si Él no ha perdonado a Su propio pueblo, ¿cuál habrá de ser el fin de aquellos que no le conocen? “Los malos serán trasladados al infierno; todas las gentes que se olvidan de Dios.” “Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo.” Es el colmo de la más extravagante insensatez en cualquiera intentar evadirse de la fuerza absoluta de esos pasajes, o explicarlos de un modo acomodaticio. No puede ser. Que cada cual lea el capítulo que está ante nosotros y compárelo con la historia actual de Israel, y verá que tan cierto como hay un Dios sobre el trono en la majestad de las alturas, tan cierto es también que Él ha de castigar a los malhechores tanto ahora como más tarde. No puede ser de otro modo. El gobierno que pudiera o quisiera permitir que no se juzgara el mal, que no se le condenara, que no se le castigara, no sería un gobierno perfecto, no sería el gobierno de Dios. Es en vano fundar argumentos sobre la sola consideración de la bondad, de la benevolencia y de la misericordia de Dios. ¡Bendito sea Su Nombre! Él es bueno, benévolo, misericordioso y clemente, longánimo y compasivo; pero Él es santo, justo, recto y verdadero; y “ha establecido un día, en el cual ha de juzgar al mundo (la tierra habitable) con justicia por aquel varón al cual determinó, dando fe (dando pruebas) a todos con haberle levantado de los muertos” (Hch. 17).
Debemos ya dar fin a esta sección; mas antes de hacerlo, sentimos el deber de llamar la atención del lector a un punto muy interesante en relación con el versículo 13 de nuestro capítulo. “Y te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo, cuando obedecieres a los mandamientos de Jehová tu Dios, que yo te ordeno hoy, para que los guardes y cumplas.”
Todo esto, sin duda alguna, se refiere a Israel como nación. Están destinados a ser la cabeza de todas las naciones de la tierra. Tal es el seguro y determinado propósito y consejo de Dios respecto a ellos. Hundidos como están, esparcidos y como perdidos entre las naciones, sufriendo las terribles consecuencias de su persistente desobediencia, durmiendo, según leemos en Daniel 12, en el polvo de la tierra; con todo, se levantarán, cómo nación, y brillarán con gloria más esplendente que la de Salomón.
Todo esto es cierto, y expuesto, sin contradicción ninguna, en numerosos pasajes de Moisés, de los Salmos, de los profetas, y en el Nuevo Testamento. Mas al mirar a lo largo de toda la historia de Israel, vemos algunos notables ejemplos de individuos a los que se permitió y se les habilitó, por la gracia infinita, para que hiciesen suyas las preciosas promesas contenidas en el versículo 13, y esto en períodos muy sombríos y de depresión en la historia nacional cuando Israel, como nación, era la cola y no la cabeza.
Vamos a ofrecer al lector uno o dos ejemplos, no sólo para ilustración de este punto, sino también para exponerle un principio de inmensa importancia práctica y de aplicación general.
Volvamos por unos momentos nuestras miradas al encantador librito de Ester, libro tan poco comprendido y estimado, libro del cual podemos decir en verdad que ocupa un nicho y enseña una lección, la cual ningún otro libro enseña. Pertenece a una época en la cual, a no dudar, Israel era la cola y no la cabeza; y, sin embargo, nos ofrece el edificante y alentador cuadro de un individuo hijo de Abraham, que se condujo de tal manera que alcanzó la más elevada posición y ganó una espléndida victoria sobre el enemigo más encarnizado de Israel.
En cuanto al estado de Israel en los días de Ester, era tal que Dios no podía reconocerlos públicamente. De aquí que Su Nombre no se encuentra en este libro desde su principio a su fin. El gentil era la cabeza, e Israel la cola. El parentesco entre Jehová e Israel no podía ser reconocido públicamente; pero el corazón de Jehová no podía nunca olvidar a Su pueblo; y pudiéramos añadir, el corazón de un fiel Israelita no podía olvidar a Jehová o a Su santa ley; y estos son precisamente los dos hechos que caracterizan de un modo especial este interesantísimo librito. Dios estaba obrando ocultamente a favor de Israel, y Mardoqueo obraba por Dios públicamente. Es digno de notarse que ni el mejor Amigo de Israel, ni su peor enemigo, se mencionan ni una sola vez en el libro de Ester; y, sin embargo, todo el libro está ocupado en las actuaciones de ambos. El dedo de Dios está estampado en cada uno de los eslabones de la maravillosa cadena de la providencia; y, por otra parte, la acerba enemistad de Amalec aparece en el cruel complot del altivo Agageo.
Todo esto es profundamente interesante. En verdad, al terminar el estudio de este libro, bien se puede exclamar: “¡Oh! ¡escenas que sobrepujan a la fábula, y con todo, verdaderas!” Ninguna novela puede exceder en interés a esta sencilla y muy bendita historia. Pero no hagamos digresiones por mucho que gustáramos de hacerlo. El tiempo y el espacio nos lo vedan. Sólo hacemos ahora referencia a ello a fin de señalar al lector el indecible valor y la importancia de la fidelidad individual en unos momentos en los cuales la gloria nacional de Israel estaba marchita y desvanecida. Mardoqueo se sostuvo como una pella por la verdad de Dios. Rehusó con firme decisión reconocer a Amalec. Salvó la vida al rey Asuero y se inclinaba a su autoridad como la expresión del poder de Dios; pero no quiso inclinarse ante Amán. Su conducta en este asunto estaba regida por la Palabra de Dios. La autoridad para la conducta que observaba se encontraba en este bendito libro de Deuteronomio: “Acuérdate de lo que te hizo Amalec en el camino, cuando salisteis de Egipto; que te salió al camino, y te desbarató la retaguardia de todos los flacos que iban detrás de ti, cuando tú estabas cansado y trabajado, y no temió a Dios”—aquí estaba el verdadero secreto de todo este asunto—“Será, pues, cuando Jehová tu Dios te hubiere dado reposo de tus enemigos alrededor, en la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad para que la poseas, que raerás la memoria de Amalec de debajo del cielo: no te olvides” (Cap. 25:17-19).
Esto era bastante claro para todo oído circuncidado, para todo corazón obediente, para toda recta conciencia. Igualmente, claro es el lenguaje de Éxodo 17: “Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que del todo tengo de raer la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre JEHOVA-NISSI (el Señor es mi bandera) y dijo: Por cuanto la mano sobre el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (Vers. 14-16).
Aquí, pues, estaba la autoridad de Mardoqueo en no conceder al Agageo ni la más sencilla inclinación de cabeza. ¿Cómo podía un fiel miembro de la casa de Israel inclinarse ante un miembro de una casa con la cual Jehová estaba en guerra? Imposible. Podía vestirse de saco, ayunar y llorar por su pueblo, pero no podía, no quería, no osaría inclinarse ante un amalecita. Podría esto tacharse de orgullo, de ciega obstinación, de estúpido fanatismo y despreciable estrechez de criterio; pero todo eso nada le importaba. Podía parecer la más inexplicable locura el negar al más elevado prócer del reino el más corriente signo de respeto; pero ese prócer era un Amalecita, y esto le bastaba a Mardoqueo. La aparente locura se veía ser simple obediencia.
Es esto lo que presta a este caso su importancia e interés a nuestros ojos. Nada puede relevarnos jamás de nuestra obligación de obedecer la Palabra de Dios. Pudo haberse dicho a Mardoqueo que el mandamiento tocante a Amalec era cosa pasada, ya que hacía referencia a los días victoriosos de Israel. Bien estaba que Josué hubiese luchado con Amalec; Saul asimismo debió haber obedecido la Palabra de Jehová en vez de perdonar a Agag; pero ahora todo había cambiado; la gloria se había apartado de Israel, y de nada servía querer obrar según se ordenaba en Éxodo 17 o en Deuteronomio 25.
Pero estamos seguros de que todos estos argumentos habrían sido de ningún peso en el ánimo de Mardoqueo. Le bastaba que Jehová hubiese dicho: “Acuérdate de lo que Amalec te hizo . . . No te olvides.” Y ¿cuánto tiempo había de durar esto? “De generación en generación.” La guerra de Jehová con Amalec no debía cesar hasta que el nombre y el recuerdo de aquel pueblo fuesen borrados de debajo el cielo. Y ¿por qué? Por el tratamiento cruel y despiadado que observó con Israel. ¡Tal era la bondad de Dios para Su pueblo! ¿Cómo podía, pues, un fiel Israelita inclinarse jamás ante un Amalecita? Imposible. ¿Pudo Josué inclinarse ante Amalec? En ninguna manera. ¿Lo hizo Samuel? No; sino que “cortó en pedazos a Agag delante de Jehová en Gilgal.” ¿Cómo pudiera, pues, Mardoqueo inclinarse ante él? No pudo hacerlo, costase lo que costase. Nada le importaba que la horca estuviese ya levantada para él. Podía ser colgado en ella, pero jamás podría rendir homenaje a Amalec.
¿Y cuál fue el resultado? ¡Un espléndido triunfo! Allí junto al trono estaba el orgulloso amalecita, soleándose a los rayos del favor real, haciendo ostentación de sus riquezas, de su grandeza, en su gloria, y a punto de aplastar bajo sus pies a toda la descendencia de Abraham. Allí, al otro lado, yacía el desventurado Mardoqueo vestido de saco, y ceniza y derramando lágrimas. ¿Qué podía hacer? Podía obedecer. No tenía ni espada ni lanza; pero tenía la Palabra de Dios, y con obedecer simplemente a esa Palabra, obtuvo una victoria sobre Amalec tan decisiva y espléndida a su manera, como la ganada por Josué según Éxodo 17; una victoria que Saul no supo ganar, a pesar de estar rodeado de un ejército de guerreros escogidos de las doce tribus de Israel. Amalec procuraba que se ahorcara a Mardoqueo; mas en vez de lograr esto, se vio obligado a hacer de lacayo suyo y a conducirle con todo esplendor y pompa real a través de las calles de la ciudad. “Y respondió Amán al rey: al varón cuya honra desea el rey, traigan el vestido real de que el rey se viste, y el caballo en que el rey cabalga, y la corona real que está puesta en su cabeza; y den el vestido y el caballo en mano de alguno de los príncipes más nobles del rey, y vistan a aquel varón cuya honra desea el rey, y llévenlo en el caballo por la plaza de la ciudad, y pregonen delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey. Entonces el rey dijo a Amán: Date priesa, toma el vestido y el caballo, como tú has dicho y hazlo así con el judío Mardoqueo, que se sienta a la puerta del rey: no omitas nada de todo lo que has dicho. Y Amán tomó el vestido y el caballo, y vistió a Mardoqueo, y llevólo a caballo por la plaza de la ciudad, e hizo pregonar delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey. Después de esto Mardoqueo se volvió a la puerta del rey, y Amán se fué corriendo a su casa apesadumbrado y cubierta su cabeza.”
Aquí, de seguro que Israel era la cabeza y Amalec la cola; Israel no como nación, sino en uno de sus individuos. Mas esto era sólo el comienzo de la derrota de Amalec y de la gloria de Israel. Amán fue colgado de la propia horca que había mandado levantar para Mardoqueo. “Y salió Mardoqueo de delante del rey con vestido real de cárdeno y blanco, y una gran corona de oro, y un manto de lino y púrpura; y la ciudad de Susán se alegró y regocijó.”
Ni fue esto todo. El efecto de la maravillosa victoria de Mardoqueo se hizo sentir en todas direcciones en las ciento veintisiete provincias del imperio. “Y en cada provincia y en cada ciudad donde llegó el mandamiento del rey, los judíos tuvieron alegría y gozo, banquete y día de placer. Y muchos de los pueblos de la tierra se hacían judíos, porque el temor de los judíos había caído sobre ellos.” Y para colmarlo todo, leemos que “Mardoqueo judío fué segundo después del rey Asuero, y grande entre los judíos, y acepto a la multitud de sus hermanos, procurando el bien de su pueblo, y hablando paz para toda su simiente.”
Ahora bien, lector, ¿no nos prueba todo esto de la manera más señalada la inmensa importancia de la fidelidad individual? ¿No es muy a propósito para alentarnos a mantenernos firmes para la verdad de Dios, cueste lo que costare? ¡Véase qué maravillosos resultados se siguieron por las obras de un solo hombre! Muchos condenarían tal vez la conducta de Mardoqueo. Quizá pareciera inexplicable obstinación el que rehusara conceder una simple señal de respeto al más alto noble del imperio. Mas no era así. Era simple obediencia. Era la decisión en favor de Dios, y esto resultó en la más magnífica victoria, los despojos de la cual recogieron sus hermanos hasta los confines de la tierra.
Para otra ilustración del tema sugerido por el versículo 13 de nuestro capítulo de Deuteronomio, rogaremos al lector se traslade a los capítulos 3 y 4 de Daniel. Allí podrá ver los gloriosos resultados morales que pueden alcanzarse por la fidelidad individual al verdadero Dios, en los días en que la gloria nacional de Israel se había desvanecido, y cuando su ciudad y el templo estaban en ruinas. Los tres hombres fieles se negaron a adorar la imagen de oro. Se atrevieron a arrostrar la ira del rey, a oponerse a la voz general de todo el imperio; sí, a pasar por el horno ardiente, antes que desobedecer. Podían entregar sus vidas, pero no podían entregar la verdad de Dios.
Y ¿cuál fue el resultado? ¡Una espléndida victoria! Anduvieron a través del horno ardiente acompañados del Hijo de Dios, y fueron llamados a que saliesen del horno como testigos y siervos del Altísimo. ¡Glorioso privilegio! ¡Dignidad maravillosa! Y todo como simple resultado de la obediencia. Si hubiesen ido con la multitud y hubiesen inclinado su cabeza como señal de adoración al ídolo nacional a fin de escapar al terrible horno ardiente, ¡véase cuánto hubieran perdido! Mas, bendito sea Dios, fueron capacitados para mantenerse firmes en la confesión de la gran verdad fundamental de la unidad de la Deidad, verdad que había sido pisoteada en medio de los esplendores del reinado de Salomón; y el registro de su fidelidad ha sido escrito para nosotros por el Espíritu Santo a fin de alentarnos a pisar con paso firme la senda de la dedicación individual, frente a un mundo que aborrece a Dios y rechaza a Cristo, y frente a un cristianismo que es indiferente a la verdad. Es imposible leer aquella relación y no sentirnos conmovidos en todo nuestro ser renovado, y no tener el ferviente deseo de dedicarnos de todo corazón a Cristo y a Su preciosa causa.
El estudio de Daniel 6 produce un efecto semejante. No podemos amontonar citas y extendernos sobre esto. Sólo podemos llamar la atención del lector a aquella narración. Es excepcionalmente hermosa, y proporciona una lección espléndida en estos días de blandura, de carnalidad y de profesión falsa, en los cuales nada cuesta a las gentes dar un asentimiento nominal a las verdades del cristianismo; y en los que hay tan escasos deseos de seguir con determinación a nuestro Señor rechazado, o prestar entera y decidida obediencia a Sus mandamientos.
Ante tanta indiferencia sin corazón como nos rodea ¡cómo nos refrigera el alma la lectura de la fidelidad de Daniel! Con decisión inflexible persistió en su santa costumbre de orar tres veces al día con las ventanas abiertas hacia Jerusalén, aunque sabía que el foso de los leones era el castigo impuesto a tal acción. Hubiese podido cerrar las ventanas y corrido las cortinas retirándose a lo más escondido de su cámara para orar; o pudiera haber aguardado a media noche cuando ningún ojo humano le hubiese visto o ningún oído le hubiese oído. Pero no; ese amado siervo de Dios no quiso esconder su luz bajo la cama o debajo del almud. No era sólo que quisiera orar al Dios vivo y verdadero, sino que quiso orar con las “ventanas abiertas hacia Jerusalem.” Y ¿por qué “hacia Jerusalem”? Porque era el centro de Dios. Pero, estaba en ruinas. Cierto, por el presente, y considerada desde el punto de vista humano. Pero para la fe, y desde el punto de vista divino, Jerusalén era el centro de Dios para Su pueblo terrestre. Esto estaba entonces y estará de nuevo fuera de toda duda. Y no sólo esto, sino que el polvo de sus ruinas es precioso para Jehová; y de consiguiente que Daniel estaba en plena comunión con la mente de Dios cuando abría las ventanas que daban hacia Jerusalén y oraba. Lo que hacía estaba apoyado por la Escritura según podrá ver el lector en el 2º. de Cr. 6: “Si se convirtieren a Ti de todo su corazón y de toda su alma, en la tierra de su cautividad, donde los hubieren llevado cautivos, y oraren hacia su tierra que Tú diste a sus padres, hacia la ciudad que Tú elegiste, y hacia la casa que he edificado a Tu nombre.”
Aquí estaba la autorización para Daniel. Esto fue lo que hizo sin tener para nada en cuenta los pareceres humanos; y también prescindiendo en absoluto de las penas y castigos. Quería mejor ser arrojado en el foso de los leones que renunciar la verdad de Dios. Quería mejor ir al cielo con una buena conciencia, que permanecer en la tierra con mala conciencia.
Y ¿cuál fue el resultado? ¡Otro espléndido triunfo! “Y fué Daniel sacado del foso, y ninguna lesión se halló en él, porque creyó en su Dios.”
¡Bendito siervo! ¡Noble testigo! Ciertamente en esta ocasión él era la cabeza, y sus enemigos la cola. ¿Cómo fue eso? Simplemente por la obediencia a la Palabra de Dios. Y esto es lo que estimamos nosotros ser de tan grande importancia moral en nuestros días. Es para ilustrar esto y para darle mayor énfasis que hemos hecho referencia a esos dos brillantes ejemplos de fidelidad individual en tiempos cuando la gloria nacional de Israel yacía en el polvo, su unidad había desaparecido, y su poder político se había extinguido. No podemos menos que considerar estos hechos como llenos de interés, llenos de aliento, de sugerente poder, que, en los días más oscuros de la historia de Israel como nación, tenemos esos brillantes y nobilísimos ejemplos de fe y dedicación personales. Sometemos vivamente tales hechos a la atención del lector cristiano. Lo consideramos altamente apropiado para fortalecer y levantar nuestros corazones a mantenernos firmes para la verdad de Dios en los momentos presentes, en los que hay tanto para desalentarnos en el estado general de la iglesia profesante. No es que debamos esperar tan rápidos, asombrosos y espléndidos resultados como los que se obtuvieron en los casos referidos. No se trata de esto. Lo que hemos de guardar en nuestros corazones es el hecho de que, sea cual fuere el estado del ostensible pueblo de Dios en un tiempo cualquiera, es el privilegio del hombre de Dios individualmente hollar la senda estrecha y cosechar los preciosos frutos de la simple obediencia a la Palabra de Dios y a los preciosos mandamientos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Tal es, estamos convencidos de ello, una verdad para hoy en día. ¡Ojalá sintamos todos su santo poder! Estamos en inminente peligro de rebajar la norma de la dedicación personal a causa del estado de cosas en general. Esto sería una fatal equivocación; ciertamente es la sugestión positiva del enemigo de Cristo y de su causa. Si Mardoqueo, Sadrac, Mesag, Abednego y Daniel hubiesen obrado así, ¿cuál hubiera sido el resultado?
¡Ah, no lector¡; hemos de tener siempre presente que nuestro único y magno negocio consiste en obedecer, y dejar los resultados en manos de Dios. Quizá le plazca permitir a Sus siervos que vean asombrosos resultados, o puede tener por conveniente permitirles esperar aquel gran día que está aproximándose en que no habrá el peligro de que nos envanezcamos al ver algún pequeño fruto de nuestro testimonio. Sea de esto lo que fuere, nuestro claro y preciso deber es andar por el brillante y bendito sendero que se nos señala en los mandamientos de nuestro precioso y adorable Señor y Salvador Jesucristo.
¡Quiera Dios habilitarnos a que así lo hagamos por la gracia de Su Santo Espíritu! ¡Adhirámonos a la verdad de Dios con propósito de corazón, completamente indiferentes a los pareceres de nuestros semejantes que quizá nos tachen de estrechos de criterio, de fanáticos, de intolerantes y otras cosas por el estilo! ¡Nosotros debemos proseguir adelante con el Señor!
Capítulo 29
Este capítulo termina la segunda de las grandes divisiones de nuestro libro. En él tenemos un muy solemne llamamiento a la conciencia de la congregación. Es lo que pudiéramos llamar el resumen y aplicación práctica de cuanto se ha expuesto antes en esta tan profunda y exhortatoria sección de los cinco libros de Moisés.
“Estas son las palabras del pacto que Jehová mandó a Moisés concertara con los hijos de Israel en la tierra de Moab, además del pacto que concertó con ellos en Horeb.” Ya se hizo referencia a este pasaje como una de las muchas pruebas de la completa distinción que debe hacerse entre el libro de Deuteronomio y los restantes que forman el Pentateuco. Pero reclama la atención del lector desde otro punto de vista. Habla de un pacto especial hecho con los hijos de Israel, en tierra de Moab, en virtud del cual debían ser introducidos en tierra de Canaán. Este pacto era tan distinto del pacto hecho en Sinaí, como era distinto del pacto hecho con Abraham, Isaac y Jacob. En una palabra, no era por una parte la ley pura, ni por otra parte la pura gracia, sino el gobierno ejercido en soberana misericordia.
Es perfectamente evidente que Israel no podía entrar en la tierra en virtud del pacto de Sinaí u Horeb, toda vez que bajo él habían fracasado por completo haciéndose un becerro de oro. Habían perdido todo derecho y título a la tierra, y sólo se salvaron de una destrucción repentina por la soberana misericordia ejercitada hacia ellos por la mediación e intercesión fervorosa de Moisés. Es igualmente evidente que no entraron en aquella tierra en virtud del pacto de gracia hecho con Abraham, pues si hubiera sido así, no habrían sido expulsados de ella. Ni la extensión ni la duración de la tenencia de ella correspondían a los términos del convenio hecho con sus padres. Fue en virtud de los términos del convenio hecho en Moab que entraron en posesión parcial y temporal de la tierra de Canaán; y puesto que fracasaron de un modo tan señalado bajo el pacto de Moab como habían fracasado bajo el de Horeb; esto es: fracasaron bajo el gobierno tan completamente como habían fracasado bajo la ley, fueron expulsados de ella y esparcidos por toda la tierra bajo los tratos gubernamentales de Dios.
Pero no será para siempre. Bendito sea el Dios de toda gracia, la descendencia de Abraham, amigo Suyo, poseerá aún la tierra de Canaán, según los magníficos términos de la concesión original. “Porque sin arrepentimiento son las mercedes y la vocación de Dios.” Las mercedes y la vocación no deben ser confundidas con la ley y con el gobierno. El Monte de Sión no puede nunca ser incluido con el de Horeb y de Moab. El nuevo y perpetuo pacto de gracia ratificado por la preciosa sangre del Cordero de Dios, será cumplido a la letra a pesar de todos los poderes de la tierra y del infierno, de los hombres y de los demonios asociados. “He aquí, vienen días, dice el Señor, y consumaré para con la casa de Israel y para con la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto: porque ellos no permanecieron en Mi pacto, y yo los menosprecié, dice el Señor. Por lo cual, este es el pacto que ordenaré a la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Daré Mis leyes en el alma de ellos, y sobre el corazón de ellos las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos Me serán a Mí por pueblo: y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos Me conocerán, desde el menor de ellos hasta el mayor. Porque seré propicio a sus injusticias, y de sus pecados y de sus iniquidades no Me acordaré más. Diciendo, Nuevo Pacto, dió por viejo al primero; y lo que es dado por viejo, y se envejece, cerca está de desvanecerse” (Heb. 8:8-13).
El lector debe ponerse cuidadosamente en guardia contra un sistema de interpretación que pretenda aplicar a la iglesia esos preciosos y bellos pasajes. Ese criterio envuelve una triple equivocación, a saber: una equivocación respecto a la verdad de Dios; otra para la iglesia y otra para Israel. Hemos dado un toque de alerta sobre este punto una vez y otra en el transcurso de nuestros estudios sobre el Pentateuco porque nos damos cuenta de su inmensa importancia. Tenemos la más profunda convicción que nadie que confunda a Israel con la iglesia puede entender y menos exponer la Palabra de Dios. Las dos cosas son tan distintas como el cielo y la tierra; y, por lo tanto, si cuando Dios habla de Israel, de Jerusalén o de Sión, suponemos tales nombres aplicables a la iglesia del Nuevo Testamento sólo puede conducir a la más completa confusión. Es del todo imposible exponer las dañosas consecuencias de manejar de tal modo la Palabra de Dios. Pone término a toda exactitud en la interpretación y a toda aquella santa precisión y divina certidumbre que la Escritura está designada y apropiada para comunicar. Echa a perder la integridad de la verdad, daña a las almas del pueblo de Dios, e impide su progreso en la vida divina y en la comprensión espiritual. En breve, nunca instaremos en demasía a todo aquel que lea estas líneas, en la absoluta necesidad de estar prevenido contra ese falso y fatal sistema de tratar las Santas Escrituras.
Hemos de evitar el entrometernos con el alcance de la profecía, o con la verdadera aplicación de las promesas de Dios. No tenemos autorización ninguna para intervenir con la esfera divinamente señalada de los pactos. El inspirado Apóstol nos dice claramente, en el capítulo noveno de Romanos, que aquellos pertenecen a Israel, y si intentamos enajenarlos de los padres del Antiguo Testamento y traspasarlos a la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, podemos estar seguros de que estamos haciendo lo que Jehová-Elohim jamás aprobará. La iglesia no forma parte de los tratos de Dios con Israel y con la tierra. Su lugar, su porción, sus privilegios, su perspectiva son todos celestiales. Fue llamada a la existencia en el tiempo del rechazamiento de Cristo, para que fuera asociada a Él donde está ahora escondido en los cielos, y compartir Su gloria en el día de manifestación. Si el lector alcanza a entender del todo esta grande y gloriosa verdad, le ayudará mucho a colocar bien las cosas.
Volvamos ahora nuestra atención a la muy solemne y práctica aplicación a la conciencia de cada miembro de la congregación, de todo cuanto ha pasado ante nuestros ojos.
“Moisés, pues llamó a todo Israel, y díjoles: Vosotros habéis visto todo lo que Jehová ha hecho delante de vuestros ojos en la tierra de Egipto a Faraón, y a todos sus siervos, y a toda su tierra; las pruebas grandes que vieron tus ojos, las señales y las grandes maravillas. Y Jehová no os dió corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír, hasta el día de hoy.”
Esto es solemne de manera especial. Los más asombrosos milagros y señales pueden verificarse ante nosotros y no afectar para nada nuestro corazón. Estos hechos pueden producir un efecto transitorio sobre la mente y sobre los sentimientos naturales; pero, a no ser que la conciencia sea llevada a la luz de la divina presencia, y el corazón expuesto a la inmediata acción de la verdad por el poder del Espíritu de Dios, no se alcanza resultado duradero. Nicodemo infería de los milagros de Cristo, que era un maestro venido de Dios; pero esto no era suficiente. Debía aprender la profunda y maravillosa significación de la importante sentencia: “Os es necesario nacer otra vez.” Una fe fundada en milagros puede dejar a un pueblo sin ser salvo, inconverso, y sin bendición alguna, con terrible responsabilidad, sin duda, pero del todo inconverso. Leemos, al final del segundo capítulo del evangelio de Juan, que muchos profesaron creer en Cristo cuando vieron Sus milagros, “pero el mismo Jesús no se confiaba a Sí mismo de ellos, porque Él conocía a todos.” No había allí obra divina, nada en que poder confiar. Debe haber una nueva vida, una nueva naturaleza; y los milagros y señales no pueden comunicar estas cosas. Hemos de ser nacidos de nuevo, nacidos de la Palabra y del Espíritu de Dios.
La nueva vida es comunicada por la semilla incorruptible del evangelio de Dios, implantada en el corazón por el poder del Espíritu Santo. No es una fe intelectual fundada en los milagros, sino una fe del corazón en el Hijo de Dios. Es algo que jamás podría ser conocido bajo la ley o el gobierno. “La dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.” ¡Precioso don! ¡Glorioso manantial! ¡Bendito conducto! ¡Universal y sempiterna alabanza a la Eterna Trinidad!
“Y Yo os he traído cuarenta años por el desierto; vuestros vestidos no se han envejecido sobre vosotros, ni tu zapato se ha envejecido sobre tu pie,” ¡admirables vestidos! ¡admirable calzado! Dios cuidó de ellos y les hizo durar, ¡bendito sea para siempre Su Nombre grande y santo! “No habéis comido pan, ni bebisteis vino ni sidra, para que supieseis que Yo soy Jehová vuestro Dios.” Fueron alimentados y vestidos por la propia mano de Dios bondadoso. “Pan del cielo les dió a comer.” No tuvieron ninguna necesidad de vino o de bebidas fuertes, ninguna necesidad de bebidas excitantes. “Bebían de la piedra espiritual que los seguía; y la piedra era Cristo.” Esa pura fuente les refrigeraba en las sequedades del desierto, y el maná celestial les sostenía día tras día. Todo lo que necesitaban era la capacidad de gozar de esas provisiones divinas.
Aquí, ¡ah! ellos fracasaron como también nosotros. Se cansaron de la comida celestial y deseaban otras cosas. ¡Cuán triste es que seamos tan semejantes a ellos! ¡Cuán verdaderamente humillante es que hayamos fracasado de tal modo en apreciar a Aquel a Quien Dios nos ha dado como don precioso para que fuese nuestra vida, nuestra porción, nuestro objeto, nuestro todo en todo! ¡Cuán terrible cosa es descubrir que nuestros corazones desean las miserables vanidades y locuras de este pobre mundo que pasa; sus riquezas, sus honores, sus distinciones, sus placeres que perecen por el uso, y que, aunque fuesen durables, no pueden compararse ni por un momento con “las inescrutables riquezas de Cristo”! Quiera Dios en Su infinita bondad, que nos dé, “conforme a las riquezas de Su gloria, el ser corroborados con potencia en el hombre interior por Su Espíritu; que habite Cristo por la fe en nuestros corazones; para que, arraigados y fundados en amor, podamos bien comprender con todos los santos cuál sea la anchura y la longura y la profundidad y la altura; y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios.” ¡Oh, que esta muy bendita oración pueda ser contestada en la profunda y permanente experiencia del lector y del escritor!
“Y llegasteis a este lugar, y salió Sehón, rey de Hesbón, y Og, rey de Basán,” enemigos formidables y muy temidos, “delante de nosotros para pelear, y herímoslos.” Y si hubiesen sido diez mil veces más poderosos y formidables, hubieran resultado ser como el tamo ante la presencia del Dios de los ejércitos de Israel. “Y tomamos su tierra, y dímosla por heredad a Rubén, y a Gad, y a la media tribu de Manasés.” ¿Habrá alguien que se atreva a comparar esto con lo que registra la historia profana respecto a la invasión de América del Sud por los españoles? ¡Ay de quien tal hiciera! Se verán en terrible equivocación. Hay esta grande e importante diferencia, que Israel tenía la directa autorización de Dios por lo que hicieron con Sehón y Og; los españoles no podían mostrar esa autorización por lo que hicieron a los infelices e ignorantes salvajes de Sudamérica. Esto cambia por completo la cuestión. La introducción de Dios y de Su autoridad es la única respuesta perfecta a toda cuestión, la divina solución a toda dificultad. ¡Que podamos tener esto siempre presente como divino antídoto a las sugestiones de la incredulidad!
“Guardaréis, pues, las palabras de este pacto (el de Moab) y las pondréis por obra, para que prosperéis en todo lo que hiciereis.” La simple obediencia a la Palabra de Dios ha sido, es, y será siempre el profundo y real secreto de toda verdadera prosperidad. Para el cristiano, la prosperidad no consiste, desde luego, en las cosas materiales o terrenas, sino en las celestiales y espirituales, y no hemos de olvidar nunca que sería el colmo de la locura pensar en prosperar o hacer progresos en la vida divina si no prestamos una implícita obediencia a todos los mandamientos de nuestro bendito y adorable Señor y Salvador Jesucristo. “Si permaneciereis en Mí, y Mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que quisiereis, y os será hecho. En esto es glorificado Mi Padre, en que llevéis mucho fruto y seáis así Mis discípulos. Como el Padre Me amó, también Yo os he amado: permaneced en Mi amor.
Si guardareis Mis mandamientos, permaneceréis en Mi amor; como Yo también he guardado los mandamientos de Mi Padre, y permanezco en Su amor.” He aquí la verdadera prosperidad cristiana. ¡Deseémosla ardientemente y prosigamos con diligencia el método apropiado para alcanzarla!
“Vosotros todos estáis hoy delante de Jehová vuestro Dios; vuestros príncipes de vuestras tribus, vuestros ancianos, y vuestros oficiales, todos los varones de Israel; vuestros niños”— ¡dato conmovedor e interesante!— “vuestras mujeres, y tus extranjeros que habitan en medio de tu campo” ¡cuán profundamente conmovedora y exquisita es la frase “tus extranjeros”! ¡qué poderoso llamamiento al corazón de Israel en favor del extranjero! “desde el que corta tu leña hasta el que saca tus aguas; para que entres en el pacto de Jehová tu Dios, y en su juramento, que Jehová tu Dios acuerda hoy contigo: para confirmarte hoy por Su pueblo, y que Él te sea a ti por Dios, de la manera que Él te ha dicho, y como Él juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Y no con vosotros solos acuerdo yo este pacto, y este juramento, sino con los que están aquí presentes hoy con nosotros delante de Jehová, nuestro Dios, y con los que no están aquí hoy con nosotros. Porque vosotros sabéis cómo habitamos en la tierra de Egipto, y cómo hemos pasado por medio de las gentes que habéis pasado; y habéis visto sus abominaciones (esto es, los objetos de su culto, sus falsos dioses) y sus ídolos, madera y piedra, plata y oro, que tienen consigo” (Vers. 10-17).
Este ardiente llamamiento es no tan sólo general, sino que es también intensamente individual. Esto es muy importante. Siempre estamos propensos a generalizar, y así dejar de aplicar la verdad a nuestra conciencia individual. Esto es grave error y una pérdida seria para nuestras almas. Cada uno de nosotros está obligado a rendir implícita obediencia a los preciosos mandamientos de nuestro Señor. Es así como entramos en el verdadero gozo de nuestra relación, de acuerdo con lo que Moisés dice al pueblo, “para tomarte por pueblo Suyo, y para serte Él un Dios.”
Nada puede ser más precioso. Y, es tan sencillo. No hay vaguedad, oscuridad o misticismo en ello. Es sencillamente tener Sus preciosísimos mandamientos atesorados en nuestros corazones, obrando sobre la conciencia y llevarlos a la práctica en nuestra vida. Tal es el verdadero secreto de realizar habitualmente nuestro parentesco con nuestro Padre y con nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
El que crea que puede gozar del bendito sentido de ese íntimo parentesco, mientras vive en habitual descuido de los mandamientos de nuestro Señor, abriga una ilusión miserable y dolorosa. “Si guardareis Mis mandamientos, permaneceréis en Mi amor.” Este es el punto magno. Considerémoslo atentamente. “Si Me amáis, guardad Mis mandamientos.” “No todo el que Me dice, Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; mas el que hiciere la voluntad de Mi Padre que está en los cielos.” “Porque todo aquel que hiciere la voluntad de Mi Padre, que está en los cielos, ese es Mi hermano, y hermana y madre.” “La circuncisión nada es, y la incircuncisión nada es, sino la observancia de los mandamientos de Dios.”
Esas son palabras oportunas en estos días de relajación de carnalidad y mundanalidad. ¡Ojalá profundicen en nuestros oídos y penetren en nuestros corazones! Que puedan tomar completa posesión de nuestro ser moral entero y produzcan fruto en nuestra vida diaria individual. Estamos profundamente convencidos de la necesidad de atender a este lado práctico de las cosas. Estamos en inminente peligro de que, mientras tratamos de evitar todo lo que pueda parecerse a legalismo, caigamos en el extremo opuesto, la relajación carnal. Los pasajes de la Santa Escritura que acabamos de citar (y son unos cuantos de muchos), proporcionan la divina salvaguardia contra estos perniciosos y mortales errores. Es una verdad bendita que hemos sido llevados a la santa relación de hijos por la soberana gracia de Dios, por el poder de Su Palabra y de Su Espíritu. Este solo hecho arranca de raíz la nociva yerba del legalismo.
Mas luego, ciertamente el parentesco tiene sus afecciones propias, sus deberes, sus responsabilidades u obligaciones, cuyo debido reconocimiento proporciona el verdadero remedio para el terrible mal de la relajación carnal tan preponderante en todas partes. Si somos libertados de las obras de la ley, como, a Dios gracias, lo estamos, si en realidad somos cristianos, no es para que seamos inútiles agradadores de nosotros mismos, sino para que las obras de la fe se manifiesten en nosotros para la gloria de Aquel cuyo nombre llevamos, al cual pertenecemos, al cual estamos obligados por todos conceptos a amar, obedecer y servir.
Procuremos, amado lector, dirigir con ardor nuestros corazones a este orden de consideraciones prácticas. Se nos ha llamado imperativamente a hacerlo así, y podemos contar para ello con la abundante gracia de nuestro Señor Jesucristo, capacitándonos para responder a Su llamamiento, a pesar de las mil dificultades y los obstáculos que yacen en nuestro camino. ¡Ah, suspiremos por una obra de gracia más profunda en nuestros corazones, por un andar más cercano a Dios, por el espíritu más acentuado de un verdadero discípulo! ¡Entreguémonos con ardor a la prosecución de tales cosas!
Continuaremos ya con el solemne llamamiento del legislador. Amonesta al pueblo a que tenga cuidado, pues, “quizá habrá entre vosotros varón o mujer, o familia, o tribu, cuyo corazón se vuelva hoy de con Jehová nuestro Dios, por andar a servir a los dioses de aquellas gentes: quizá habrá en vosotros raíz que eche veneno y ajenjo.”
El Apóstol inspirado, en su epístola a los hebreos hace referencia a estas palabras escudriñadoras del modo más enfático. “Mirando bien,” dice el Apóstol, “que ninguno se aparte de la gracia de Dios, que ninguna raíz de amargura brotando os impida, y por ella muchos sean contaminados.”
¡Qué graves palabras son estas! ¡Cuán repletas de amonestación y advertencia! Ellas exponen la solemne responsabilidad de todo cristiano. Somos llamados todos a ejercer un santo, celoso y piadoso cuidado unos sobre otros; cuidado que ¡ay! es poco entendido, o no es reconocido. No es que todos seamos llamados a ser pastores o instructores. El pasaje citado no se refiere de un modo especial a los tales. Se refiere a todos los cristianos, y estamos obligados a atenderlo. Por todas partes se oyen quejas de la triste falta de cuidados pastorales. No hay duda de que existe gran deficiencia de verdaderos pastores en la iglesia de Dios, como la hay también de todos los demás dones. No podemos esperar otra cosa. ¿Cómo pudiera ser de otro modo? ¿Cómo pudiéramos disfrutar de una profusión de dones espirituales en nuestra presente condición miserable? El Espíritu se ve entristecido y apagado a causa de nuestras lamentables divisiones, nuestra mundanalidad y nuestra grosera infidelidad. ¿Podemos maravillarnos, pues, de nuestra deplorable indigencia?
Pero nuestro bendito Señor rebosa de profunda y tierna compasión hacia nosotros, en medio de nuestra ruina y desolación espiritual; y con tal que nos humillemos bajo Su mano poderosa, nos levantará bondadosamente, y nos capacitará de muchas maneras para subsanar la deficiencia de dones pastorales entre nosotros. Por Su preciosa gracia, podríamos mirar con más diligencia y afectuosidad los unos por los otros, y procurar el progreso espiritual y la prosperidad de los demás por mil medios.
No crea el lector, ni por un momento, que pretendemos prestar el más mínimo apoyo al oficioso entrometimiento o a un insostenible espionaje de unos cristianos sobre otros. ¡Lejos tal cosa de nuestro ánimo! Consideramos tales cosas como enteramente insoportables en la iglesia de Dios. Son diametralmente opuestas a aquel amoroso, santo, tierno y diligente cuidado pastoral del cual hemos hablado y por el cual suspiramos.
Pero ¿no le parece al lector que, mientras que nos alejamos lo más posible de los despreciables males ya citados, podríamos cultivar y ejercer un interés amoroso y lleno de oración el uno para el otro, y una santa vigilancia y cuidado, lo cual pudiera evitar la aparición de muchas raíces de amargura? No hay que dudarlo. Es cierto que no todos somos llamados a ser pastores; pero es asimismo cierto que hay una lamentable carencia de pastores en la iglesia de Dios. Claro está que queremos decir verdaderos pastores: pastores puestos por la Cabeza de la iglesia, hombres con corazón de pastor, con reales dones y potencia pastorales. Todo esto es innegable, y por esta misma razón, debería conmover los corazones del pueblo amado del Señor en todas partes para procurar de Él la gracia para habilitarles para ejercer un cuidado mutuo, tierno, amante, fraternal, con lo que mucho pudiera ser hecho en la dirección de suplir la falta de pastores entre nosotros. Lo evidente es que, en el pasaje citado de Hebreos 12, nada se dice respecto a los pastores. Es sencillamente una conmovedora exhortación a todos los cristianos a que ejerciten un mutuo cuidado, y a velar para que no aparezca alguna raíz de amargura.
Y ¡ay, cuán necesario es esto! ¡Qué terribles son tales raíces! ¡Cuán amargas son! ¡A cuán lejos alcanzan a veces sus perniciosos zarcillos! ¡Cuán irreparables daños ocasionan! ¡Cuántos se han contaminado con ellos! ¡Cuántos preciosos lazos de fraternidad se han roto, y cuántos corazones han sido desgarrados por ellos! Sí, lector; y en cuántas ocasiones no nos hemos convencido de que un poco de juicioso cuidado pastoral o simplemente fraternal, un poco de consejo pío y afectuoso hubiese destruido el mal en germen y así evitado incalculables daños y pesares. ¡Ojalá que todos tuviéramos esto bien presente en el corazón, y deseáramos con ardor la gracia de evitar la aparición de raíces de amargura y la difusión de su influencia corruptora!
Mas volvamos a oír las palabras graves y escrutadoras con que continúa el amado y venerable legislador. Traza el cuadro más solemne del fin de aquel que causó que brotara la raíz de amargura.
“Y sea, que cuando el tal oyere las palabras de esta maldición, él se bendiga en su corazón diciendo: Tendré paz, aunque ande según el pensamiento de mi corazón, para añadir la embriaguez a la sed. Jehová no querrá perdonarle; antes humeará luego el furor de Jehová y Su celo sobre el tal hombre, y asentaráse sobre él toda maldición escrita en este libro, y Jehová raerá su nombre de debajo del cielo. Y apartarálo Jehová de todas las tribus de Israel para mal, conforme a todas las maldiciones del pacto escrito en este libro de la ley, y dirá la generación venidera, vuestros hijos que vendrán después de vosotros, y el extranjero que vendrá de lejanas tierras, cuando vieren las plagas de aquesta tierra, y sus enfermedades de que Jehová la hizo enfermar, (azufre y sal será, abrasada será toda su tierra; no será sembrada ni producirá, ni crecerá en ella yerba ninguna, como en la subversión de Sodoma y de Gomorra, de Adma y de Seboim, que Jehová subvirtió en Su furor y en Su ira.)” ¡Aterradores ejemplos de los tratos gubernamentales del Dios vivo, que han de hablar con voz de trueno en oídos de todos cuantos convierten la gracia de Dios en disolución y niegan al Señor que los ha comprado! “Dirán, pues, todas las gentes: ¿Por qué hizo Jehová esto a esta tierra? ¿Qué ira es ésta de tan gran furor? Y responderán: Por cuanto dejaron el pacto de Jehová el Dios de sus padres, que Él concertó con ellos cuando los sacó de tierra de Egipto, y fueron y sirvieron a Dioses ajenos, e inclináronse a ellos; dioses que no conocían, y que ninguna cosa les había dado. Encendióse, por tanto el furor de Jehová contra esta tierra, para traer sobre ella todas las maldiciones escritas en este libro; y Jehová los desarraigó de su tierra con enojo, y con saña, y con furor grande, y los echó a otra tierra como aparece hoy.” (Vers. 19-28.)
Lector: ¡qué especial solemnidad tiene todo esto! ¡Qué poderosa ilustración de las palabras del Apóstol: “Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo”! Y también: ¡“Nuestro Dios es fuego consumidor”! ¡Cuánto convendría que la iglesia profesante prestara atención a estas notas de amonestación! Ciertamente tiene mucho que aprender de la historia de los tratos de Dios con Su pueblo Israel; el capítulo 11 de Romanos es perfectamente claro y concluyente en cuanto a esto. El Apóstol, al hablar del juicio divino sobre las ramas incrédulas del olivo, hace el siguiente llamamiento a la cristiandad; “Que si algunas de las ramas fueron quebradas, y tú, siendo acebuche, has sido ingerido en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la grosura de la oliva, no te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabe que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti. Pues las ramas, dirás, fueron quebradas para que yo fuese ingerido. Bien; por su incredulidad fueron quebradas, mas tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, antes teme, que si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco no perdone. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios: la severidad ciertamente en los que cayeron; mas la bondad para contigo, si permanecieres en la bondad: pues de otra manera tú también serás cortado.”
¡Ay! la iglesia profesante no ha continuado en la bondad de Dios. Es del todo imposible leer su historia, a la luz de la Escritura y no ver esto. La iglesia se ha apartado lastimosamente, y no queda nada ante ella sino la ira no atenuada del Dios Todopoderoso. Los amados miembros del cuerpo de Cristo, que, triste es decirlo, andan mezclados con la terrible masa de la profesión corrupta, serán sacados de ella y puestos en el lugar preparado en la casa del Padre en el cielo. Entonces reconocerán, si no lo han hecho ya antes, cuán culpables eran al permanecer en relación con lo que estaba en oposición con la mente de Cristo según está revelada con divina claridad y sencillez en las Santas Escrituras.
Mas en cuanto a la gran entidad conocida con el nombre de Cristiandad, esa será vomitada y “cortada.” Será abandonada a poderoso engaño para creer a la mentira. “Para que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, antes consintieron a la iniquidad.”
¡Tremendas palabras! Ojalá pudieran resonar en los oídos y penetrar en los corazones de los millares que continúan día tras día, semana tras semana, y año tras año contentos de vivir con sólo un nombre, en una forma de piedad, pero negando la eficacia de la misma, “amadores de los deleites más que de Dios.” ¡Cuán aterrador el estado y el destino de los millares que van en busca de placeres, que se arrojan ciegamente, sin cuidado alguno y de una manera loca por el precipicio que conduce a la desesperada y eterna miseria! ¡Quiera Dios, en Su infinita bondad, y por el poder de Su Espíritu, y por la potente acción de Su Palabra despertar los corazones de Su pueblo en todas partes para que tengan un sentido más profundo e influyente de tales cosas!
Antes de cerrar esta sección, hemos de dirigir brevemente la atención del lector al último versículo del presente capítulo. Es uno de aquellos versículos de la Escritura por desgracia mal entendidos y mal aplicados. “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley.” Este versículo se emplea constantemente para impedir el progreso de las almas en el conocimiento de “las cosas profundas de Dios”; pero su significado es sencillamente este; las cosas “reveladas” son las que hemos tenido ante nuestros ojos en el capítulo anterior de este libro; y por otra parte, las cosas “secretas” son aquellos recursos de gracia que Dios tenía en reserva para ser desplegados cuando el pueblo hubiese fracasado por completo en cumplir “todas las palabras de esta ley.” Las cosas reveladas eran las que Israel debió haber hecho, pero no hizo; las cosas secretas son las que Dios había de hacer, a pesar del triste y vergonzoso fracaso de Israel, y son presentadas de la manera más bendita en los capítulos siguientes, tales como los consejos de la divina gracia, las provisiones de soberana misericordia, que debían desplegarse cuando Israel hubiera aprendido por completo la lección de su total fracaso bajo los dos pactos, el de Moab y el de Horeb.
De este modo este pasaje, entendido rectamente, lejos de prestar apoyo al uso que de él se hace constantemente, anima al corazón a investigar estas cosas que, aunque “secretas” para Israel en los llanos de Moab, nos son plena y claramente “reveladas” para nuestro provecho, consolación y edificación. El Espíritu Santo descendió en el día de Pentecostés para guiar a los discípulos a toda verdad. El canon de la Escritura está completo; todos los propósitos y consejos de Dios están plenamente revelados. El misterio de la iglesia completa el círculo entero de la verdad divina. El Apóstol Juan pudo decir a los hijos de Dios: “Mas vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas.”
De este modo el Nuevo Testamento entero abunda en evidencia para probar el uso equivocado que constantemente se ha venido haciendo de Deuteronomio 29:29. Nos hemos detenido en él porque estamos enterados de que el amado pueblo del Señor encuentra, por desgracia, en ese texto un obstáculo en su progreso al conocimiento divino. El enemigo procura siempre mantenerlos en la oscuridad, cuando debieran andar en la luz clara del sol de la divina revelación; procura mantenerlos como niños alimentados con leche, cuando debieran, al igual que los de “edad madura,” ser alimentados con “vianda fuerte” de que tan libremente se ha proveído a la Iglesia de Dios. Apenas nos formamos idea de cómo el Espíritu de Dios está entristecido y del deshonor que recae sobre Cristo por el triste estado de las cosas entre nosotros. ¡Cuán pocos conocen en realidad “las cosas que nos son dadas liberalmente de Dios!” ¿Dónde vemos que los privilegios propios del cristiano sean comprendidos, creídos y llevados a la práctica? ¡Cuán flaca es nuestra percepción de las cosas divinas! ¡Cuán desmedrado nuestro crecimiento! ¡Cuán débil nuestra exposición práctica de la verdad de Dios! ¡Qué carta de Cristo más manchada presentamos!
Amado lector cristiano: consideremos seriamente estas cuestiones en la presencia divina. Escudriñemos sinceramente la raíz de todo este lamentable fracaso, y juzguémosla y desarraiguémosla, para que así podamos más fielmente declarar de quién somos y a quién servimos. ¡Que pongamos de manifiesto del modo más completo que Cristo es el único objeto que nos absorbe por entero!
Capítulo 30
Este capítulo es de profundo interés e importancia. Es profético, y nos presenta algunas de “las cosas secretas” a que hace referencia la última parte del capítulo anterior. Descubre algunos de aquellos preciosísimos recursos de gracia atesorados en el corazón de Dios para ser desplegados cuando Israel, fracasado enteramente en el cumplimiento de la ley, fuese esparcido hasta los términos de la tierra.
“Y será que, cuando te sobrevinieren todas estas cosas, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, y volvieres a tu corazón en medio de todas las gentes a las cuales Jehová tu Dios te hubiere echado, y te convirtieres a Jehová tu Dios, y obedecieres a Su voz conforme a todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, Jehová también volverá tus cautivos, y tendrá misericordia de ti, y tornará a recogerte de todos los pueblos a los cuales te hubiere esparcido Jehová tu Dios.”
¡Cuán conmovedor y cuán perfectamente bello es todo esto! No se trata ya de guardar la ley, sino de algo mucho más íntimo, mucho más precioso; es la vuelta o conversión del corazón, de todo el corazón, del alma entera a Jehová, en circunstancias en las cuales la obediencia literal a la ley es del todo imposible. Es el corazón contrito y quebrantado volviéndose a Dios; y Dios en Su profunda y tierna compasión, saliendo al encuentro de ese corazón. Esto es verdadera felicidad en todo tiempo y en todo lugar. Es algo que sobrepuja todos los tratos y arreglos dispensacionales. Es Dios mismo en toda amplitud e inefable beatitud de lo que Él es, encontrando a un alma que se arrepiente; y nosotros podemos decir en verdad que al encontrarse estos dos, todo queda ya divina y eternamente arreglado.
Debe el lector comprender con toda claridad que lo que tenemos ahora ante nosotros está tan distante del cumplimiento de la ley y de la humana justicia como lo está el cielo de la tierra. El primer versículo de este capítulo prueba de la manera más clara posible que se considera al pueblo como estando en una condición en la cual el cumplimiento de las ordenanzas de la ley era una verdadera imposibilidad. Mas, bendito sea Dios, no hay un rincón en la superficie de la tierra, por remoto que sea, desde el cual el corazón no pueda volverse hacia Dios. No les será posible a las manos presentar una víctima para el altar; no les será posible a los pies acudir al sitio designado para el culto; pero el corazón puede encaminarse a Dios. Sí, el pobre corazón desgarrado, aplastado, contrito, puede dirigirse directamente a Dios; y Dios, en la profundidad de Su compasión y tierna misericordia, puede salir a su encuentro, vendar sus heridas y llenarlo hasta rebosar con el rico confortamiento y consuelo de Su amor y el pleno goce de Su salvación.
Mas continuemos oyendo esas “cosas secretas” que “pertenecen a Dios”; cosas más preciosas de lo que el pensamiento humano le es dable alcanzar. “Si hubieres sido arrojado hasta el cabo de los cielos,” esto es, tan lejos como pudiera suponerse, “de allí te recogerá Jehová tu Dios, y de allá te tomará; y volverte ha Jehová tu Dios a la tierra que heredaron tus padres, y la poseerás; y te hará bien, y te multiplicará más que a tus padres.”
¡Qué precioso es todo esto! Pero aún hay algo mucho mejor. No sólo los recogerá y los multiplicará; no sólo obrará con potencia en favor de ellos, sino que ejecutará en ellos una poderosa obra de gracia de muchísimo más valor que cualquiera otra prosperidad exterior por deseable que sea, y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón,” es decir, el propio centro del ser moral entero, el manantial de todas aquellas influencias que concurren a formar el carácter, “y el corazón de tu simiente, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón,” el gran regulador moral de la vida entera, “y con toda tu alma, a fin de que tú vivas. Y pondrá Jehová tu Dios todas estas maldiciones sobre tus enemigos, y sobre tus aborrecedores que te persiguen.” ¡Palabras solemnes para todas aquellas naciones que han procurado siempre oprimir a los judíos! “Y tú volverás, y oirás la voz de Jehová, y pondrás por obra todos Sus mandamientos, que yo te intimo hoy.”
Nada puede haber más moralmente hermoso que todo esto. ¡El pueblo recogido, tomado, multiplicado, bendecido, circuncidado de corazón, enteramente dedicado a Jehová y rindiendo una amante obediencia de todo corazón a Sus preciosos mandamientos! ¿Qué cosa puede superar a esto en felicidad para un pueblo sobre la tierra?
“Y hacerte ha Jehová tu Dios abundar en toda obra de tus manos, en el fruto de tu vientre, en el fruto de tu bestia, y en el fruto de tu tierra, para bien; porque Jehová volverá a gozarse sobre ti para bien, de la manera que se gozó sobre tus padres, cuando oyeres la voz de Jehová tu Dios, para guardar Sus mandamientos y Sus estatutos escritos en este libro de la ley, cuando te convirtieres a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma. Porque este mandamiento que yo te intimo hoy, no te es encubierto, ni está lejos. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo, y nos lo traerá, y nos lo representará para que lo cumplamos? Ni está de la otra parte de la mar, para que digas: ¿Quién pasará por nosotros la mar, para que nos lo traiga, y nos lo represente a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas” (Vers. 10-14).
Es este un pasaje particularmente interesante. Proporciona la llave de las “cosas secretas” ya mencionadas, y expone los grandes principios de la justicia divina en vívido y hermoso contraste con la justicia por la ley en todos sus aspectos posibles. Según la verdad aquí expuesta, no importa en lo más mínimo que el alma esté aquí, allá o en otro sitio cualquiera: “Muy cerca de ti está la Palabra.” No puede estar más cercana. ¿Qué puede haber más cerca de “en tu boca y en tu corazón”? No es necesario mover ni un solo músculo, como suele decirse, para obtenerla. Si estuviera por encima de nosotros o por fuera de nuestro alcance, tendríamos razón en quejamos de nuestra absoluta imposibilidad de llegar a ella. Mas no; no necesitamos ni de manos ni de pies en esta importantísima y muy bendita cuestión. El corazón y la boca son los llamados aquí a entrar en funciones.
Hay una hermosísima alusión al citado pasaje en el capítulo décimo de la epístola a los Romanos, al cual puede acudir el lector con mucho interés y provecho. Está en verdad tan repleto de dulzura evangélica que debemos copiarlo.
“Hermanos, ciertamente la voluntad de mi corazón y mi oración a Dios sobre Israel es para salud. Porque yo les doy testimonio que tienen celo de Dios, mas no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree,” no a todo aquel que dice que cree, según escribe Santiago en 2:14. “Porque Moisés describe la justicia que es por la ley: Que el hombre que hiciere estas cosas vivirá por ellas. Mas la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es; para traer abajo a Cristo)”. ¡Maravilloso paréntesis! ¡Asombroso ejemplo del uso que de la escritura del Antiguo Testamento hace el Espíritu! Lleva el sello distintivo de Su mano maestra. “O ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para volver a traer a Cristo de los muertos). Mas, ¿qué dice? Cercana está la palabra, en tu boca, y en tú corazón. Esta es la palabra de fe la cual predicamos.” ¡Qué perfectamente hermosa esa adición! ¿Quién sino el Espíritu hubiera podido proporcionarla? “Que si confesares con tu, boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios Le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia; mas con la boca se hace confesión para salvación. Porque la Escritura dice: Todo aquel que en Él creyere no será avergonzado.”
Nótese esta hermosa palabra, “todo aquel.” Es seguro que incluye también al judío. Se le aplica donde quiera que se encuentre, pobre desterrado en los mismos confines del mundo, bajo circunstancias en las cuales la obediencia a la ley, como tal, le era de todo punto imposible; pero donde la rica y preciosa gracia de Dios, y Su gloriosísima salvación podían suplirlo en su más profunda necesidad. Allí, aunque no podía guardar la ley, podía confesar con su boca al Señor Jesús, y creer en su corazón que Dios Le había resucitado de los muertos; y esto es la salvación.
Mas si es a “todo aquel,” no podía la frase limitarse al judío; no, en ningún modo puede limitarse a él; de aquí que el Apóstol continúa diciendo: “Porque no hay diferencia de judío y de griego.” Había entre uno y otro la máxima diferencia posible bajo la ley. No podía haber más amplia o más marcada línea de separación que la que el legislador había trazado entre el judío y el griego; pero esta línea está borrada, por la doble razón siguiente: primera, “por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.” (Cap. 3:23). Y, en segundo lugar, “porque el mismo que es Señor de todos, rico es para con todos los que le invocan. Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo.”
¡Cuán benditamente sencillo! ¡Invocando! ¡creyendo! ¡confesando! Nada puede superar la gracia trascendente que brilla en esas palabras. No hay duda que se supone que el alma está realmente interesada; que el corazón está ocupado con empeño. Dios trata con realidades morales. No se trata de una creencia nominal, de idea o sólo de cabeza; sino de fe divina obrada en el corazón por el Espíritu Santo; una fe viva que pone al alma en contacto con Cristo por modo divino y con un lazo eterno.
Sigue luego el confesar con la boca al Señor Jesús. Esto es de importancia cardinal. Un hombre puede decir: “Creo en mi corazón, pero no soy de los que hacen ostentación de su creencia religiosa. No soy un hablador. Guardo mi religión para mí. Es una cuestión enteramente entre mi alma y Dios; no creo en esa perpetua intromisión de nuestros sentimientos religiosos entre otros. Muchos que hablan en voz alta y profusamente en público de su religión, hacen un triste papel en su vida privada, y por cierto no quiero ser incluido en ese grupo. Aborrezco por completo todo fingimiento. Vénganme a mí con hechos, no con palabras.”
Todo esto suena muy plausible; pero no puede subsistir ni un momento ante lo expuesto en Romanos 10:9. Ha de haber la confesión con la boca. Muchos quisieran ser salvados por Cristo, pero se encogen ante el reproche de confesar Su Nombre precioso. Quisieran ellos llegar al cielo cuando mueran, pero no quieren ser identificados con un Cristo rechazado. Pues bien, Dios no reconoce a los tales. Él espera la completa, ferviente y clara confesión de Cristo en medio de la hostilidad mundana. Nuestro Señor Cristo, asimismo, quiere tal confesión. Él declara que al que le confesare delante de los hombres, Él también le confesará delante de los ángeles de Dios; pero que a aquellos que le niegan delante de los hombres, Él también les negará delante de los ángeles de Dios. El ladrón en la cruz puso de manifiesto las dos grandes ramas de la verdadera fe que salva. Creyó con su corazón, y confesó con sus labios. Sí; dio una plena contradicción a todo el mundo sobre la cuestión más vital que jamás fue o podrá ser suscitada, y esa cuestión era Cristo. Fue un decidido discípulo de Cristo. ¡Oh, que hubiera más como él! Hay por lo general mucha indecisión y frialdad de corazón en la iglesia profesante, lo cual entristece al Espíritu Santo, ofende a Cristo y es aborrecible a Dios. Anhelamos la decisión intrépida, un testimonio entusiasta al Señor Jesús. ¡Quiera Dios el Espíritu Santo conmover nuestros corazones y guiarnos con más completa consagración de corazón a Aquel que dio Su vida espontáneamente para salvarnos de las llamas eternas!
Concluiremos esta sección citando los últimos versículos de este capítulo, en los que Moisés hace un llamamiento especialmente solemne a los corazones y conciencias del pueblo. Es una palabra de poderosísima exhortación.
“Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal.” Tal es siempre en la gobernación de Dios. Estas dos cosas van inseparablemente unidas. Que nadie se atreva a cortar el lazo de unión. Dios “pagará a cada uno conforme a sus obras; a los que perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra, e incorruptibilidad, la vida eterna. Mas a los que son contenciosos, y que no obedecen a la verdad, antes obedecen a la injusticia, enojo e ira, tribulación y angustia sobre toda persona humana que obra lo malo, el judío primeramente, y también el griego: mas gloria y honra y paz a cualquiera que obra bien: al judío primeramente, y también al griego. Porque no hay excepción de personas para con Díos” (Rom. 2:6-11).
En este magno pasaje práctico, el Apóstol no entra en la cuestión de poder; simplemente expone el hecho escueto, hecho aplicable a todos los tiempos y bajo todas las dispensaciones del Gobierno, de la Ley y del Cristianismo; siempre se mantiene que Dios “pagará a cada uno conforme a sus obras.” Esto es de la mayor importancia. Debemos siempre tenerlo en cuenta. Tal vez se diga: “¿No están los cristianos bajo la gracia?” Sí, gracias a Dios; pero esto ¿amengua en el más mínimo grado el magno principio gubernamental arriba expuesto? De ningún modo; no hace más que reforzarlo y confirmarlo inmensamente.
Pero, además, quizá alguien pregunte: “¿Puede hacer el bien la persona no convertida?” A esto contestamos que esta cuestión no se suscita en el texto citado. Todo aquel que es enseñado de Dios sabe, siente y admite que ningún átomo de “bien” ha sido jamás hecho en este mundo sino mediante la gracia de Dios; que el hombre, abandonado a sí mismo hace solamente lo malo, el mal de continuo. “Toda buena dádiva, y todo don perfecto es de lo alto, que desciende del Padre de las luces.” Todo esto es cierto y admitido con gratitud por toda alma piadosa; pero deja enteramente intacto el hecho expuesto en Deuteronomio 30 y confirmado en Romanos 2, que la vida y el bien, la muerte y el mal están unidos por un eslabón inseparable. ¡No lo olvidemos nunca! ¡Que habite para siempre en nuestros corazones!
“Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal; porque yo te mando hoy que ames a Jehová tu Dios, que andes en Sus caminos, y guardes Sus mandamientos, y Sus estatutos y Sus derechos, para que vivas y seas multiplicado, y Jehová tu Dios te bendiga en la tierra a la cual entras para poseerla. Mas si tu corazón se apartare, y no oyeres, y fueres incitado, y te inclinares a dioses ajenos, y los sirvieres; protéstoos hoy que de cierto pereceréis; no tendréis largos días sobre la tierra, para ir a la cual pasas el Jordán para poseerla. A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición: escoge pues la vida, porque vivas tú y tu simiente: que ames a Jehová tu Dios, que oigas Su voz, y te allegues a Él”; la cosa más importante, la esencial para cada uno, para todos, la fuente misma y el poder de toda verdadera religión en todo tiempo y en todo lugar, “porque Él es tu vida, y la longitud de tus días”; ¡cuán terminante! ¡qué vital! ¡qué realidad! ¡cuán preciosísimo! “a fin de que habites sobre la tierra que juró Jehová a tus padres Abraham, Isaac y Jacob, que les había de dar” (Vers. 15-20).
Nada puede ser más solemne que este llamamiento final a la congregación: está en plena correspondencia con el tono y carácter de todo el libro del Deuteronomio, libro que va señalado en toda su extensión por las más poderosas exhortaciones que jamás oyeron oídos humanos. No tenemos llamamientos tan conmovedores en las precedentes secciones del Pentateuco. Cada libro tiene su propio específico nicho que ocupar, su propio distinto objeto y carácter; pero la gran tarea del Deuteronomio, desde el principio al fin es la exhortación; su tesis la Palabra de Dios, su objeto la obediencia; obediencia amante, cordial, ardiente, basada en un parentesco conocido y privilegios gozados.
Capítulo 31
El corazón de Moisés aún late con profunda ternura y afectuosa solicitud por la congregación. Parece que no podría cansarse nunca de derramar en sus oídos sus ardientes exhortaciones. Sentía la necesidad de ellas; preveía su peligro; y, como un pastor fiel y verdadero, procuraba prepararlos con toda la profunda y tierna afección de su grande y amante corazón para las contingencias que tenían enfrente. Nadie puede leer sus finales palabras sin sentirse conmovido por su tono de especial solemnidad. Nos recuerdan el despido emocionante que el Apóstol Pablo dirigió a los ancianos de Éfeso. Esos dos amados y honrados siervos conocían perfectamente la gravedad de la situación en que estaban, tanto ellos como aquellos a quienes se dirigían. Se daban cuenta de la inusitada gravedad de los intereses que estaban de por medio y de la urgente necesidad de obrar con la más grande fidelidad con el corazón y la conciencia. Esto explica la terrible solemnidad de sus llamamientos. Todo aquel que realmente se interna en la situación y destino del pueblo de Dios, en un mundo como este, debe revestirse de seriedad. El verdadero sentido de tales cosas, el reconocimiento de las mismas ante la presencia divina, debe necesariamente comunicar al carácter una santa gravedad, y una particular potencia al testimonio.
“Y fué Moisés y habló estas palabras a todo Israel, y díjoles: De edad de ciento y veinte años soy hoy día; no puedo más salir ni entrar: a más de esto Jehová me ha dicho: No pasarás este Jordán.” ¡Qué conmovedora esa alusión a su avanzada edad y a la renovada y final referencia al trato gubernamental de Dios con respecto a él mismo! El objeto manifiesto y directo de ambas alusiones era dar fuerza y eficacia al llamamiento que dirigía a los corazones y conciencias del pueblo, reforzar la palanca moral con la que ese amado y honrado siervo de Dios procuraba moverlos en la dirección de una simple obediencia. Si alude a sus canas y al santo acto disciplinario ejercido sobre él, no es, ciertamente, con el propósito de exhibir su persona, o exponer sus circunstancias o sus sentimientos ante el pueblo, sino simplemente para tocar los más íntimos resortes de su ser moral por todos los medios posibles.
“Jehová tu Dios, Él pasa delante de ti; Él destruirá estas gentes de delante de ti, y las heredarás: Josué será el que pasará delante de ti, como Jehová ha dicho. Y hará Jehová con ellos como hizo con Sehón y con Og, reyes de los Amorrheos, y con su tierra que los destruyó. Y los entregará Jehová delante de vosotros, y haréis con ellos conforme a todo lo que os he mandado.” Ni una palabra de murmuración ni de pesadumbre por lo que a él tocaba; ni una sombra de envidia o celos en su referencia al que iba a ocupar su puesto; ni la más lejana apariencia de nada de esto; toda consideración propia se hallaba absorbida por el magno propósito de animar a los corazones del pueblo a que hollaran, con paso firme, la senda de la obediencia, que era entonces, es ahora y será siempre la senda de la victoria, la senda de la bendición, la senda de la paz.
“Esforzaos y cobrad ánimo; no temáis, ni tengáis miedo de ellos, que Jehová tu Dios es el que va contigo: no te dejará ni te desamparará.” ¡Qué palabras preciosas esas, amado lector cristiano, apropiadas para dar sostén al ánimo! ¡Cuán eminentemente calculadas para elevar el corazón por sobre toda influencia deprimente! El bendito conocimiento de la presencia del Señor con nosotros, y el recuerdo de Sus tratos de gracia con nosotros en días ya pasados, ha de constituir siempre el verdadero secreto de nuestro avance. La misma mano poderosa que subyugó ante Israel a Sehón y a Og, podía subyugar a todos los reyes de Canaán. Los amorreos eran tan formidables como los cananeos; Jehová podía vencer a todos. “Oh, Dios, con nuestros oídos hemos oído, nuestros padres nos han contado la obra que hiciste en sus días, en los tiempos antiguos. Tú con Tu mano echaste las gentes, y los plantaste a ellos; afligiste los pueblos, y los arrojaste” Salmo 44:1, 2.
Pensemos unos momentos en ello: ¡Dios echando a aquellos pueblos por Su propia mano! ¡Qué respuesta a los argumentos y dificultades de un sentimentalismo morboso! ¡Cuán triviales y erróneos son los pensamientos de algunos respecto a los procederes gubernamentales de Dios! ¡Cuán mezquinos los conceptos de Su carácter y actividades! ¡Cuán verdaderamente absurdo el intento de medir a Dios con la norma del juicio y del sentimiento humanos! Es evidentísimo que Moisés no simpatizaba en lo más mínimo con tales sentimientos cuando dirigía a la congregación de Israel la magnífica exhortación citada. Conocía algo de la gravedad y solemnidad del gobierno de Dios, conocía algo también de cuán bendito era tenerle a Él por escudo en el día de la batalla, como refugio y recurso en las horas de peligro y de necesidad.
Oigamos sus palabras de aliento dirigidas al hombre que debía ser su sucesor. “Y llamó Moisés a Josué, y díjole a vista de todo Israel: Esfuérzate y anímate; porque tú entrarás con este pueblo a la tierra que juró Jehová a sus padres que les había de dar, y tú se la harás heredar. Y Jehová es el que va delante de ti; Él será contigo, no te dejará, ni te desamparará: no temas, ni te intimides.”
Josué tenía necesidad de una palabra para sí mismo, como uno que era llamado a ocupar un lugar prominente y muy distinguido en la congregación. Mas la palabra a él dirigida expresa la misma preciosa verdad que las dirigidas a toda la asamblea. Se le asegura que estarán con él la presencia y poder divinos. Esto es lo suficiente para cada cual, para todos; para Josué como para el más ínfimo individuo de la congregación. Sí, lector; y lo suficiente también para ti, quienquiera que fueres, y sea cual fuese la esfera de tu acción. No importa lo más mínimo las dificultades o peligros que puedan presentarse ante nosotros; nuestro Dios es ampliamente suficiente para todo. Con tal que tengamos el sentido de la presencia del Señor con nosotros, y la autoridad de Su Palabra para la obra que estamos haciendo, podemos avanzar con gozosa confianza, a pesar de mil dificultades y de influencias hostiles.
“Y escribió Moisés esta ley, y dióla a los sacerdotes, hijos de Leví, que llevaba el arca del pacto de Jehová, y a todos los ancianos de Israel. Y mandóles Moisés, diciendo: Al cabo del séptimo año, en el año de la remisión, en la fiesta de las Cabañas, cuando viniere todo Israel a presentarse delante de Jehová tu Dios en el lugar que Él escogiere, leerán esta ley delante de todo Israel a oídos de ellos. Harás congregar al pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan, y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de poner por obra todas las palabras de esta ley; y los hijos de ellos que no supieron, oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra, para ir a la cual pasáis el Jordán para poseerla” (Vers. 9-13).
En el pasaje transcrito dos cosas son las que llaman nuestra atención: la primera, el hecho de que Jehová concedía la más solemne importancia a la asamblea pública de Su pueblo para el objeto de oír Su voz. “Todo Israel, varones, mujeres y niños,” juntamente con los extranjeros que hubieran unido su suerte a la de ellos, a todos ellos se les mandaba reunirse para oír la lectura del libro de la ley de Dios, para que todos aprendieran Su santa voluntad y conocieran sus deberes. Todo miembro de aquella congregación, desde el mayor hasta el menor debía ponerse en contacto personal directo con la voluntad revelada de Jehová, a fin de que cada cual pudiera conocer su solemne responsabilidad.
En segundo lugar, hemos de hacernos cargo del hecho de que los niños debían reunirse también delante de Jehová para oír Su Palabra. Ambos hechos están repletos de instrucción para todos los miembros de la iglesia de Dios; instrucción urgentemente necesitada de todos lados. Hay una deplorable suma de deficiencias en cuanto a estos dos puntos. Descuidamos lamentablemente reunirnos para la simple lectura de las Santas Escrituras. Parece como si no hubiera suficiente atractivo en la Palabra de Dios para reunirnos. Hay un malsano anhelo por otras cosas; la oratoria humana, la música, excitantes religiosos de una clase u otra parecen ser las cosas necesarias para que las gentes se reúnan; cualquier cosa excepto la preciosa Palabra de Dios.
Tal vez se diga que la gente tiene la Palabra de Dios en sus casas; que hay una completa diferencia entre hoy día y los tiempos de Israel; todo el mundo puede leer la Escritura en casa, y no hay aquella necesidad de la lectura pública. Tal excusa no puede resistir ni un momento a la prueba de la verdad. Podemos estar seguros de que, si la Palabra de Dios fuese estimada y apreciada en privado y en la familia, sería apreciada, estimada y estudiada en público. Nos deleitaríamos en reunirnos alrededor de la fuente de la Santa Escritura, para beber de Sus aguas vivas, en feliz comunión para nuestro mutuo refrigerio y bendición.
Mas no es así. La Palabra de Dios no es amada ni estudiada ni privada ni públicamente. Se devora en privado una literatura despreciable, y en público se buscan con verdadero afán la música, los servicios religiosos, ritualistas y las ceremonias imponentes. Miles y miles acudirán para oír música pagando; pero ¡cuán pocos quieren reunirse para leer la Santa Escritura! Estos son hechos, y los hechos son poderosos argumentos. Hay una sed creciente para los excitantes religiosos, y un creciente hastío por el estudio tranquilo de la Sagrada Escritura y los ejercicios espirituales de la asamblea cristiana. Es enteramente inútil negar esto. No podemos cerrar los ojos a ello. La evidencia de lo expuesto se ve por todos lados.
Gracias a Dios, hay unos pocos, acá y allá, que aman realmente la Palabra de Dios, y se complacen en congregarse en santa comunión para el estudio de sus preciosas verdades. ¡Quiera el Señor acrecentar su número y bendecirles con abundancia! ¡Que seamos contados entre ese dichoso número, “hasta terminar los días de nuestra jornada”! Sólo resta un débil y obscuro número en todas partes; pero aman a Cristo y se apegan a Su Palabra; y su más preciado gozo consiste en reunirse y pensar y hablar y cantar de Él. ¡Que Dios les bendiga y les guarde! ¡Quiera Él hacer que Su obra preciosa se profundice en sus almas, que se unan a Él más estrechamente y todos ellos entre sí, preparándose de esta manera en el estado de sus afectos, para la aparición de la “Estrella Brillante y de la Mañana”!
Debemos volver ya, por unos momentos, a los versículos terminales de este capítulo, en los cuales Jehová habla a Su amado y honrado siervo en tonos de profunda y conmovedora solemnidad tocante a su muerte y al oscuro y tétrico porvenir de Israel.
“Y Jehová dijo a Moisés: He aquí se han acercado tus días para que mueras: llama a Josué, y esperad en el tabernáculo del testimonio, y le mandaré. Fueron, pues, Moisés y Josué, y esperaron en el tabernáculo del testimonio. Y aparecióse Jehová en el tabernáculo en la columna de nube; y la columna de nube se puso sobre la puerta del tabernáculo. Y Jehová dijo a Moisés: He aquí tú vas a dormir con tus padres, y este pueblo se levantará y fornicará tras los dioses ajenos de la tierra a donde va, en estando en medio de ella, y Me dejará, e invalidará Mi pacto que he concertado con él, y Mi furor se encenderá contra él en aquel día, y los abandonaré, y esconderé de ellos Mi rostro, y serán consumidos, y les hallarán muchos males y angustias, y dirán en aquel día: ¿No me han hallado estos males, porque no está mi Dios en medio de mí? Empero Yo esconderé ciertamente Mi rostro en aquel día, por todo el mal que ellos habrán hecho, por haberse vuelto a dioses ajenos.”
“Multiplicaránse los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios.” Así dice el Espíritu de Cristo en el Salmo 16. Israel ha experimentado, experimenta y experimentará aún más plenamente la solemne verdad de estas palabras. Su historia en el pasado, su actual dispersión y desolación, y más que nada, aquella “gran tribulación” por la que ha de pasar aún “al tiempo del fin,” todo concurre a confirmar e ilustrar la verdad de que el camino seguro y cierto de multiplicar nuestros pesares es apartarnos del Señor y confiar en los recursos de una criatura cualquiera. Esta es una de las muchas y variadas lecciones prácticas que podemos aprender de la maravillosa historia de la descendencia de Abraham. ¡Que la aprendamos de una manera efectiva! ¡Que aprendamos apegarnos al Señor con propósito de corazón, y apartarnos con santa decisión de todo otro objeto! Estamos convencidos de que éste es el único camino de la verdadera felicidad y de la paz. ¡Ojalá nos encontremos siempre en él!
“Ahora, pues, escribíos este cántico, y enséñalo a los hijos de Israel: ponlo en boca de ellos, para que este cántico Me sea por testigo contra los hijos de Israel. Porque Yo le introduciré en la tierra que juré a sus padres, la cual fluye leche y miel, y comerá, y se hartará, y se engordará: y volveránse a dioses ajenos, y les servirán, y Me enojarán e invalidarán Mi pacto. Y será que, cuando le vinieren muchos males y angustias, entonces responderá en su cara este cántico como testigo, pues no caerá en olvido de la boca de su linaje: porque Yo conozco su ingenio, y lo que hace hoy antes que le introduzca en la tierra que juré.”
¡Cuán profundamente conmovedor y especialmente solemne es todo esto! En vez de ser Israel un testigo de Jehová ante todas las naciones, el cántico de Moisés había de ser un testigo de Jehová contra los hijos de Israel. Fueron llamados a ser Sus testigos; estaban obligados a declarar el nombre de Jehová y publicar Sus alabanzas en aquella tierra que, en Su fidelidad y soberana misericordia, les había hecho poseer. Mas ¡ay! hicieron fiasco completo y vergonzoso; y de aquí que, en vista de su triste y humillante fracaso, debió escribirse un cántico, que en primer lugar expone, como veremos, en magníficos tonos, la gloria de Dios; y, en segundo lugar, da cuenta con acentos de inflexible fidelidad, el deplorable fiasco de Israel en todas las etapas de su historia.
“Y Moisés escribió este cántico aquel día, y enseñólo a los hijos de Israel. Y dió orden a Josué, hijo de Nun, y dijo: Esfuérzate y anímate, que tú meterás los hijos de Israel en la tierra que les juré, y yo seré contigo.” Josué no debía desanimarse ni decaer su corazón a causa de la predicha infidelidad del pueblo. Debía ser, como su gran progenitor, de una fe robusta, dando gloria a Dios. Debía marchar adelante con gozosa confianza, apoyándose en el brazo y confiando en la palabra de Jehová el Dios del pacto de Israel, sin atemorizarse en lo más mínimo de sus adversarios, sino estando firme en la seguridad de que, aunque la descendencia de Abraham pudiera fracasar en la obediencia, y a consecuencia de esto pudiera atraer el juicio sobre ellos, con todo, el Dios de Abraham mantendría y haría efectiva Su promesa de una manera infalible, y glorificaría Su Nombre en la final restauración y perpetua bendición de Su pueblo escogido.
Todo esto destaca con inusitada viveza y energía en el cántico de Moisés; y Josué fue llamado a servir en la fe de esto mismo. No debía fijar sus miradas sobre los caminos de Israel, sino sobre la perpetua estabilidad del pacto divino con Abraham. Josué debía conducir a Israel a través del Jordán y establecerlo en aquella hermosa heredad señalada para ellos según el plan de Dios. Si Josué hubiera fijado su pensamiento en Israel, debería haber echado a tierra su espada y haberse entregado a la desesperación. Mas no; debía esforzarse en el Señor su Dios, y servir con la energía de una fe que se sostiene como viendo al invisible.
¡Fe preciosa, sostenedora del alma, honradora de Dios! ¡Que el lector, cualquiera que sea su esfera de acción, conozca en las profundidades más íntimas de su alma el poder moral de este principio divino! ¡Que todo amado hijo de Dios y todo servidor de Cristo lo conozcan! Es la única cosa que puede habilitarnos para luchar con las dificultades, obstáculos e influencias hostiles que nos rodean en la escena por la que estamos pasando, y terminar nuestra carrera con gozo.
“Y como acabó Moisés de escribir las palabras de esta ley en un libro, hasta concluirse, mandó el mismo Moisés a los Levitas que llevaban el arca del pacto de Jehová, diciendo: Tomad este libro de la ley, y ponedlo al lado del arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y esté allí por testigo contra ti. Porque yo conozco tu rebelión y tu cerviz dura: he aquí que aun viviendo yo hoy con vosotros, sois rebeldes a Jehová ¿y cuánto más después que yo fuere muerto? Congregad a mí todos los ancianos de vuestras tribus, y a vuestros oficiales, y hablaré en sus oídos estas palabras, y llamaré por testigos contra ellos los cielos y la tierra. Porque yo sé que después de mi muerte ciertamente os corromperéis, y os apartaréis del camino que os he mandado: y que os ha de venir mal en los postreros días, por haber hecho mal en ojos de Jehová, enojándole con la obra de vuestras manos.”
¡Con qué fuerza somos recordados de la despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso! “Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al ganado. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas, para llevar discípulos tras de sí. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno. Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de Su gracia; el cual es poderoso para sobreedificar, y daros heredad con todos los santificados” (Hch. 20:29-32).
El hombre es el mismo siempre y en todas partes. Su historia es una historia de manchas desde el principio al fin. Mas, ¡ah!; produce alivio y solaz al corazón el saber y recordar que Dios es siempre el mismo, y que Su palabra está “establecida por siempre en el cielo.” Estaba oculta en el arca del pacto y allí se conservaba intacta, a pesar del terrible pecado y de la locura del pueblo. Esto da dulce descanso al corazón en todo tiempo, ante el fiasco humano y el fracaso y ruina de todo lo encomendado a la mano del hombre. “La palabra de nuestro Dios permanece para siempre”; y al paso que lleva un verdadero y solemne testimonio contra el hombre y sus caminos, hace penetrar en el corazón la más preciosa y tranquilizadora seguridad de que Dios está muy por encima de todo el pecado y locura humanos, de que Sus recursos son del todo inagotables y de que Su gloria resplandecerá y llenará toda la escena. ¡El Señor sea alabado por el profundo consuelo que todo esto nos proporciona!
Capítulo 32
“Entonces habló Moisés en oídos de toda la congregación de Israel las palabras de este cántico hasta acabarlo.” No será decir demasiado que con este cántico está ante nuestros ojos una de las más sublimes y comprensivas secciones del divino volumen, y reclama nuestra atención unida a la oración. Comprende todos los tratos de Dios con Israel desde su principio al fin, y nos ofrece el más solemne registro de su grave pecado y de la ira y juicio divinos. Pero, bendito sea Dios, comienza y termina con Él, y esto está lleno de la más profunda y rica bendición para el alma. Si no fuera así, si sólo consistiera en la melancólica relación de los procedimientos humanos, quedaríamos completamente aterrados. Mas en este magnífico canto, así como en todo el volumen, se empieza con Dios y se termina con Él. Esto da una bendita tranquilidad al espíritu, y nos habilita, en sosegada y santa confianza, a continuar a leer la Historia del hombre, viendo deshacerse todo lo que se confía en sus manos, así como observar las actividades del enemigo en oposición a los consejos y propósitos de Dios. Nos es dable ver el completo fiasco y ruina de la criatura en todas sus formas y modalidades porque estamos seguros de que Dios será Dios a pesar de todo. Él vencerá al fin, y entonces todo estará bien, habrá de estar bien, Dios será todo en todo, y no habrá ni enemigo ni mal que pueda presentarse en todo este vasto universo glorioso del cual nuestro adorable Señor Cristo será para siempre el sol central.
Mas veamos ya el canto.
“Escuchad, cielos, y hablaré; y oiga la tierra los dichos de mi boca.” Los cielos y la tierra son requeridos a que atiendan a aquella magnífica efusión. Su alcance podrá medirse por su inmensa importancia moral. “Goteará como la lluvia mi doctrina, destilará como el rocío mi razonamiento; como la llovizna sobre la grama, y como las gotas sobre la hierba. Porque el nombre de Jehová invocaré, engrandeced a nuestro Dios.”
Aquí está el sólido, imperecedero fundamento de todo. Venga lo que viniere, el nombre de nuestro Dios subsistirá para siempre. Ningún poder de la tierra o del infierno podrá contrarrestar los propósitos divinos o impedir que Su divina gloria resplandezca. ¡Qué dulce reposo proporciona esto al corazón, en medio de este mundo tenebroso, triste y pecaminoso, y en frente de las tretas del enemigo que gozan de aparente éxito! Nuestro refugio, nuestro recurso, nuestro dulce alivio y solaz se encuentran en el nombre del Señor Dios nuestro, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. En verdad que la enunciación de ese nombre bendito será siempre como un rocío refrigerante, como suave lluvia sobre el corazón. Tal es, en verdad, la divina y celestial doctrina de la cual el alma puede alimentarse, y por la cual se sustenta en todo tiempo y bajo todas las circunstancias.
“Él es la roca,” y no simplemente una roca. No hay, no puede haber otra Roca sino Él mismo. ¡Eterno y universal homenaje a Su nombre glorioso! “cuya obra es perfecta”; no hay tacha en todo cuanto sale de Sus benditas manos, todo lleva el sello de la perfección absoluta. Esto será manifestado a no tardar a toda inteligencia creada. Es manifiesto a la fe ya ahora, y es un manantial de consuelo divino para todo verdadero creyente. El solo pensamiento de ello destila como fresco rocío sobre el alma sedienta. “Porque todos Sus caminos son rectitud: Dios de verdad, y ninguna iniquidad en Él; es justo, y recto.” Los incrédulos podrán cavilar y mofar; en su imaginada sabiduría, podrán procurar encontrar manchas en las actuaciones divinas, pero su locura será manifiesta a todos. “Sea Dios verdadero, mas todo hombre mentiroso; como está escrito: para que seas justificado en tus dichos, y venzas cuando de ti se juzgare.” Dios ha de prevalecer al fin. Guárdese el hombre de poner en duda los dichos y hechos del único verdadero, soló sabia y todopoderoso Dios.
Hay algo de extraordinariamente bello en las notas con que se encabeza este cántico. Proporciona un dulce descanso al corazón saber que aun cuando el hombre y hasta el mismo pueblo de Dios podrá fracasar y venir a ruina, con todo, nosotros tenemos que ver con Uno que permanece fiel y no puede negarse a Sí mismo, cuyos caminos son absolutamente perfectos, y quien cuando el enemigo ha hecho todo lo que está a su alcance y ha traído todos sus malignos designios a una culminación, se glorificará a Sí mismo y lo convertirá todo en universal y perpetua bendición.
Verdad es que ha de visitar con castigo los caminos del hombre. Se ve obligado a tomar la vara de la disciplina, y emplearla a veces con terrible severidad sobre Su propio pueblo. Es intolerante al mal en los que llevan sobre sí Su santo nombre. Todo esto-aparece ante nosotros con especial solemnidad en el cántico presente. Van expuestos en él los caminos de Israel y nada se permitió que pasara por alto; todo queda consignado con santa precisión y fidelidad. Así que leemos: “La corrupción no es suya: a sus hijos la mancha de ellos, generación torcida y perversa. ¿Así pagáis a Jehová, pueblo loco e ignorante? ¿No es Él tu padre que te poseyó? Él te hizo y te ha organizado.”
Tenemos aquí la primera expresión de represión en el cántico; mas no bien acaba de sonar en los oídos cuando va seguido del preciosísimo testimonio de la bondad, benignidad, fidelidad y tierna misericordia de Jehová, el Elohim de Israel, y del Altísimo, o Elión de toda la tierra. “Acuérdate de los tiempos antiguos, considerad los años de generación y generación: pregunta a tu padre que él te declarará; a tus viejos, y ellos te dirán; cuando el Altísimo (título de Dios en el milenio) hizo heredar a las gentes, cuando hizo dividir los hijos de los hombres, estableció los términos de los pueblos según el número de los hijos de Israel.”
¡Qué glorioso hecho se despliega aquí a nuestra vista! Un hecho muy poco comprendido o muy poco tenido en cuenta por las naciones de la tierra. ¡Cuán poco consideran los hombres que, en el establecimiento original de los grandes límites o fronteras de las naciones, el Altísimo lo hacía con referencia directa a “los hijos de Israel”! Con todo, así fue, y el lector debiera procurar comprender este magno e interesantísimo hecho. Cuando miramos a la geografía y a la historia desde un punto de vista divino, encontramos que Canaán y la descendencia de Jacob son el centro de Dios. Sí; Canaán, una pequeña faja de tierra, situada a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo, con un área de once mil millas cuadradas (casi un tercio de la superficie de Irlanda), es el centro de la geografía de Dios; y las doce tribus de Israel son el objeto central histórico de Dios. ¡Qué poco han meditado sobre ellos los geógrafos y los historiadores! Han descrito países y escrito la historia de naciones que, en extensión geográfica y en importancia política aventajan en mucho a Palestina y su población, según el criterio humano, pero que, en sentir de Dios, son como nada comparadas con aquella pequeña faja de terreno a la que se digna Él llamar Suya, y que entra en Su determinado propósito que hereda por la descendencia de Abraham Su amigo.
No podemos extendernos en este importantísimo y sugerente tema, pero quisiéramos pedir al lector le prestara su más seria consideración. Lo hallará enteramente desenvuelto e ilustrado en las Escrituras proféticas del Antiguo y Nuevo Testamento.
“Porque la parte de Jehová es Su pueblo; Jacob la cuerda de Su heredad. Hallólo en tierra de desierto, y en desierto horrible y yermo, trájolo alrededor, instruyólo, guardólo como la niña de Su ojo,” la parte más delicada y sensible del cuerpo humano. “Como el águila despierta su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas”; para enseñarles a volar y guardarles de una caída, “Jehová solo le guió, que no hubo con Él dios ajeno. Hízolo subir sobre las alturas de la tierra, y comió los frutos del campo, e hizo que chupase miel de la peña, y aceite del duro pedernal: manteca de vacas, y leche de ovejas, con grosura de corderos, y carneros de Basán; también machos de cabrío con grosura de riñones de trigo, y sangre de uva bebiste, vino puro.”
¿Habrá necesidad de decir que la aplicación primaria de todo esto es a Israel? Sin duda, la iglesia puede aprender mucho de ello, y aprovecharlo; pero hacer aplicación de lo dicho a la iglesia envolvería dos equivocaciones de la más seria naturaleza: implicaría nada menos que la reducción del nivel celeste de la iglesia a un nivel terrenal; y también la más gratuita intromisión en el sitio y herencia designados divinamente a Israel. Bien podríamos lícitamente preguntar: ¿Qué tiene que ver la iglesia, el cuerpo de Cristo, con el establecimiento de las naciones sobre la tierra? Nada absolutamente. La iglesia, según intento de Dios, es una extranjera sobre la tierra. Su porción, su esperanza, su hogar, su herencia, su todo, en una palabra, es celestial. Si nunca se hubiera oído hablar de la iglesia, ninguna diferencia se habría observado en el curso de la historia del mundo. El llamamiento de la iglesia, su marcha, su destino, su total carácter y conducta, y sus principios son, o deben ser celestiales. La iglesia no tiene nada que ver con la política de este mundo. Su ciudadanía es de los cielos de donde espera al Salvador. Si se mezclara en los asuntos de las naciones, haría traición a su Señor, a su llamamiento y a sus principios. Su elevado y santo privilegio es estar unida y moralmente identificada con un Cristo rechazado, crucificado, resucitado y glorificado. No tiene nada que ver con el actual sistema de cosas o con el curso histórico del mundo, como tampoco su Cabeza glorificada en los cielos tiene nada que ver con ello. “No son del mundo” dice el Señor Jesucristo hablando de Su pueblo, “como tampoco Yo soy del mundo.”
Esto es concluyente. Determina nuestra posición y nuestro sendero de la manera más precisa y definida. “Como es Él, así somos nosotros en este mundo.” Esto implica una verdad doble, a saber, nuestra perfecta aceptación con Dios, y nuestra completa separación del mundo. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Hemos de pasar a través de él como peregrinos y extranjeros aguardando la venida de nuestro Señor, la aparición de la brillante Estrella de la mañana. No forma parte de nuestro testimonio intervenir en asuntos municipales ni políticos. Somos llamados y exhortados a obedecer a los poderes constituidos, rogar por todos los que ejercen autoridad, pagar tributo y no deber nada a nadie, a que seamos “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios, sin culpa en medio de la nación maligna y perversa, entre los cuales resplandecéis como luminares en el mundo, predicando la palabra de vida.”
De todo esto podremos ver algo de cuán importante es en la práctica el “trazar bien la palabra de verdad.” Tenemos una pequeña idea del daño causado tanto a la verdad de Dios como a las almas de Su pueblo, confundiendo a Israel con la iglesia, lo terrenal con lo celestial. Impide todo progreso en el conocimiento de la Escritura y mancha la integridad de la vida y del testimonio cristianos. Parecerá esta una afirmación muy atrevida, pero hemos visto la verdad de la misma, dolorosamente ilustrada innumerables veces; y tenemos la convicción que no podemos llamar la atención del lector con demasiada urgencia a tal asunto. En más de una ocasión hemos hecho alusión a ello en el transcurso de nuestros estudios sobre el Pentateuco; no nos detendremos, pues, nuevamente en ello, sino que continuaremos con nuestro capítulo.
En el versículo 15, llegamos a un tono diferente en el cántico de Moisés. Hasta aquí hemos tenido ante nosotros a Dios y a Sus actos, Sus propósitos, Sus consejos, Sus pensamientos, Su amoroso interés por Su pueblo Israel, Sus tratos tiernos y llenos de gracia para ellos. Todo esto está lleno de la más profunda y más rica bendición. No hay, no puede haber aquí desventaja. Cuando ante nosotros tenemos a Dios y a Sus caminos, nada puede oponerse al gozo del corazón. Todo es perfección, perfección absoluta, divina, y en cuanto nos detenemos en ella, nos llenamos de admiración, amor y alabanza.
Pero hay el lado humano; y aquí ¡ay! todo es fiasco y contratiempo. Así leemos en el versículo décimo quinto: “Y engrosó Jeshrun, y tiró coces,” ¡qué relato más completo y sugerente! ¡De qué modo más vívido presenta en su breve contenido, toda la historia moral de Israel! “engordástete, engrosástete, cubrístete, y dejó al Dios que le hizo, y menospreció la Roca de su salud. Despertáronle a celos con los dioses ajenos, ensañáronle con abominaciones. Sacrificaron a los diablos, no a Dios; a dioses que no habían conocido, a nuevos dioses venidos de cerca, que no habían temido vuestros padres. De la Roca que te crió te olvidaste; te has olvidado del Dios tu criador.”
Hay un solemne aviso en todo esto para el que esto escribe como para el que lo lee. Cada uno de nosotros está en peligro de pisar la senda moral indicada por las palabras que acabamos de citar. Rodeados por todas partes por las ricas y variadas mercedes de Dios, somos capaces de hacer uso de ellos para alimentar un espíritu de satisfacción propia. Hacemos uso de los dones para excluir al Dador. En una palabra, nosotros también, como Israel, engordamos y coceamos. Olvidamos a Dios. Perdemos el dulce y precioso sentido de Su presencia y de Su perfecta suficiencia, y nos volvemos a otros objetos, como Israel se volvía a los falsos dioses. ¡Cuán a menudo nos olvidamos de la Roca que nos crió, del Dios que nos formó, del Señor que nos redimió! Y todo esto es más inexcusable en nosotros, puesto que nuestros privilegios son mucho mayores que los de Israel. Hemos sido llevados a una posición de la cual Israel no conoció lo más mínimo; nuestros privilegios y bendiciones son del orden más elevado; gozamos del privilegio de tener comunión con el Padre y con el Hijo Jesucristo; somos objetos de aquel perfecto amor que no se contentó con menos que con introducirnos a una posición en la cual puede decirse de nosotros: “Como Él (Cristo) es, así somos nosotros en este mundo.” Nada puede exceder en bendición a este estado; aun el mismo amor divino no puede ir más allá de esto. No es tan sólo que el amor de Dios se haya manifestado a nosotros en el don y muerte de Su Unigénito y bien amado Hijo y en el don de Su Espíritu; sino que ha sido hecho perfecto con nosotros colocándonos en la misma posición en que está Aquel que ocupa ahora el trono de Dios.
Todo esto es completamente asombroso. Excede a todo conocimiento. Y sin embargo ¡cuán propensos somos a olvidar a Aquel que de tal manera nos ha amado, y ha trabajado por nosotros y nos ha bendecido! ¡Cuán a menudo nos deslizamos apartándonos de Él en el espíritu de nuestras mentes y en los afectos de nuestros corazones! No se trata simplemente de lo que la iglesia profesante haya hecho en su carácter colectivo, sino que se trata de una cuestión mucho más profunda, más íntima, más precisa, esto es, de lo que nuestros perversos corazones están inclinados a hacer. Estamos inclinados a olvidar a Dios, volviéndonos a otras cosas, para nuestra grave pérdida y para deshonor Suyo.
¿Quisiéramos saber los sentimientos del corazón de Dios respecto de esto? ¿Quisiéramos formarnos algo parecido a la idea verdadera de cómo Él se resiente por ello? Oigamos las ardientes palabras dirigidas a Su errante pueblo Israel, los irresistibles tonos del cántico de Moisés. ¡Que tengamos la gracia de escucharlos rectamente y sacar de ellos profundo provecho!
“Y viólo Jehová, y encendióse en ira, por el menosprecio de sus hijos y de sus hijas. Y dijo: esconderé de ellos Mi rostro, veré cuál será su postrimería”: ¡ah! verdaderamente deplorable fin, “que son generación de perversidades, hijos sin fe. Ellos Me movieron a celos con lo que no es Dios; hiciéronme ensañar con sus vanidades: Yo también les moveré a celos con un pueblo que no es pueblo, con gente insensata los haré ensañar. Porque fuego se encenderá en Mi furor, y arderá hasta el profundo; y devorará la tierra y sus frutos, y abrasará los fundamentos de los montes. Yo allegaré males sobre ellos; emplearé en ellos Mis saetas. Consumidos serán de hambre, y comidos de fiebre ardiente, y de amarga pestilencia; diente de bestias enviaré también sobre ellos, con veneno de serpiente de la tierra. De fuera desolará la espada; y dentro de las cámaras el espanto, así al mancebo como a la doncella, al que mama como al hombre cano” (Vers. 19-25).
Aquí tenemos un solemne registro de los tratos gubernamentales de Dios con Su pueblo; registro eminentemente calculado para exponer la terrible verdad afirmada en Hebreos 10:31. “Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo.” La historia de Israel en el pasado, su estado presente, y lo que han de pasar todavía en el futuro, todo tiende a probar de la manera más impresionante que “nuestro Dios es fuego consumidor.” Ninguna nación de la tierra fue jamás destinada a pasar por una disciplina tan severa como la nación de Israel. El Señor se lo recuerda en aquellas solemnes y profundas palabras: “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto visitaré contra vosotros todas vuestras maldades.” Ninguna otra nación fue llamada jamás a ocupar el alto y privilegiado lugar de un parentesco actual con Jehová. Esta dignidad estaba reservada a una nación; pero esa misma dignidad era la base de una solemnísima responsabilidad.
Si ellos fueron llamados a ser Su pueblo, estaban obligados a conducirse de un modo digno de tan asombrosa posición, o de lo contrario tener que soportar los más pesados castigos que hayan caído sobre nación alguna debajo del sol. Los hombres podrán discurrir acerca de todo ello; podrán suscitar toda suerte de preguntas respecto de la congruencia moral de que un Ser benévolo obre según los términos expuestos en los versículos 22 a 25 de este capítulo. Pero tarde que temprano se echará de ver que todas estas preguntas y cavilaciones son enteramente necias. De nada sirve que los hombres arguyan en contra de los solemnes actos del gobierno divino, o contra la terrible severidad de la disciplina ejercida sobre el pueblo escogido de Dios. ¡Cuánto más cuerdo, cuánto mejor y cuánto más seguro sería, darnos por avisados por los hechos de la historia de Israel para huir de la ira que ha de venir, y asimos o echar mano de la vida eterna y de la plena salvación revelada en el precioso evangelio de Cristo!
Y también, con respecto al uso que los cristianos debiéramos hacer del registro de los tratos de Dios con Su pueblo terreno, estamos obligados a convertirlos en muy provechosa enseñanza, aprendiendo de ellos la precisa necesidad de andar de un modo humilde, vigilante y fiel en nuestra elevada y santa posición. Verdad es que estamos en posesión de la vida eterna, sujetos privilegiados de aquella magnífica gracia que reina por la justicia para vida eterna por Jesucristo, nuestro Señor, que somos miembros del cuerpo de Cristo, templos del Espíritu Santo, y herederos de la gloria eterna. Pero todo ello ¿nos autoriza acaso para descuidar la voz de amonestación que la historia de Israel profiere en nuestros oídos? ¿Es tal vez que, debido a nuestro privilegio elevado sobre toda ponderación, hemos de andar descuidadamente y hemos de despreciar las saludables advertencias que nos proporciona la historia de Israel? ¡Dios no lo quiera! No; estamos obligados a prestar la más viva atención a las cosas que el Espíritu Santo ha escrito para nuestra enseñanza. Cuánto más elevados sean nuestros privilegios, tanto más ricas nuestras bendiciones, cuánto más íntimo nuestro parentesco, tanto más nos conviene, tanto más solemnemente estamos obligados a ser fieles, y a procurar en todas las cosas comportarnos de tal manera que seamos agradables a Aquel que nos ha colocado en la más elevada y más bendita posición que Su perfecto amor pudo otorgarnos. ¡El Señor, en Su gran bondad, quiera concedernos que, con verdadero propósito de corazón, consideremos estas cosas en Su santa presencia, y procuremos ardientemente servirle con reverencia y pío temor!
Mas, continuemos con nuestro capítulo.
En el versículo 26 tenemos un punto del más alto interés en relación con la historia de los tratos de Dios con Israel. “Dije: echaríalos yo del mundo, haría cesar de entre los hombres la memoria de ellos.” Y ¿por qué no lo hizo? La respuesta a esta pregunta presenta una verdad de infinito valor e importancia para Israel, verdad que descansa en el mismo fundamento de sus bendiciones futuras. Sin duda, por lo que a ellos respecta, merecían que su memoria fuese borrada de entre los hombres. Pero Dios tiene Sus pensamientos, Sus consejos y propósitos con respecto a ellos; y no sólo esto, sino que tiene en cuenta los pensamientos y las acciones de las naciones en cuanto se refieren a Su pueblo. Esto resalta con singular fuerza y belleza en el versículo 27. Él condesciende hasta darnos las razones que tiene para no borrar las huellas del pueblo rebelde y pecaminoso; y ¡oh, qué razón más conmovedora alega! “Si no temiese la ira del enemigo; no sea que se envanezcan sus adversarios, no sea que digan: Nuestra mano alta ha hecho todo esto, no Jehová.”
¿Puede haber nada más tierno que la gracia que respiran estas palabras? Dios no permitirá que las naciones se comporten inconsideradamente con Su pobre pueblo caído en error. Dios puede emplear esas naciones como Su vara de disciplina; pero en cuanto intenten, a satisfacción de su amarga animosidad, excederse del límite señalado, Él romperá la vara en pedazos, y hará manifiesto a todos que es Él mismo el que trata con Su amado aunque errante pueblo, para su final bendición y para Su gloria.
Esta es una verdad de indecible preciosidad. Es el decidido propósito de Jehová enseñar a todas las naciones de la tierra que Israel ocupa un lugar especial en Su corazón, y un lugar destinado de preeminencia en la tierra. Esto está fuera de duda. Las páginas de los profetas proporcionan un cuerpo de evidencia sobre tal punto enteramente incontrovertible. Si las naciones lo olvidan o se oponen a ello, tanto peor para ellas. Es enteramente vano que intenten contrarrestar el propósito divino, y pueden estar seguras de que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob hará fracasar todo plan formado contra Su pueblo escogido. El hombre, en su orgullo y desvarío, puede pensar que su mano es poderosa; pero tendrá que aprender que la mano de Dios es más poderosa aún.
Mas el espacio de que disponemos no nos permite que nos detengamos en tema tan interesante, y hemos de dejar al lector a que prosiga en su estudio a la luz de la Santa Escritura. Lo encontrará un estudio muy provechoso y refrigerante. Muy gustosos le acompañaríamos a través de las preciosas páginas de las escrituras proféticas, pero debemos ya concretamos al magnífico canto que es por sí mismo un notable compendio de la enseñanza total sobre el asunto, una breve, aunque comprensiva e impresionante, historia de los caminos de Dios con Israel y de los caminos de Israel con Dios, desde el principio al fin; historia sorprendente y ejemplar de los grandes principios de gracia, ley, gobierno y gloria.
En el versículo 29, tenemos un llamamiento muy conmovedor. “¡Ojalá fueran sabios, que comprendieran esto, y entendieran su postrimería! ¿Cómo podría perseguir uno a mil, y dos harían huir a diez mil, si su Roca no los hubiese vendido, y Jehová no los hubiese entregado? Que la roca de ellos no es como nuestra Roca, y nuestros enemigos sean de ello jueces.” No hay, no puede haber más que una Roca, ¡bendito sea Su glorioso nombre a través de todas las edades! “Porque de la vid de Sodoma es la vid de ellos, y de los sarmientos de Gomorra: las uvas de ellos son uvas ponzoñosas, racimos muy amargos tienen: veneno de dragones es su vino, y ponzoña cruel de áspides.”
¡Terrible cuadro del estado moral de un pueblo pintado de mano maestra! Tal es la apreciación divina del estado real de aquellos cuya roca no era como la Roca de Israel. Pero vendrá un día de venganza. Está aplazado por la longánima misericordia, pero vendrá, tan seguramente como hay un Dios en el trono del cielo. Avanza el día en el cual todas aquellas naciones que han obrado soberbiamente con Israel tendrán que responder ante el tribunal del Hijo del hombre por su conducta, oír Su solemne sentencia, y afrontar Su ira no mitigada.
“¿No tengo yo esto guardado, sellado en mis tesoros? Mía es la venganza y el pago al tiempo que su pie vacilará: porque el día de su aflicción está cercano, y lo que les está preparado se apresura. Porque Jehová juzgará (vindicará, defenderá o vengará) a Su pueblo, y por amor de Sus siervos se arrepentirá, cuando viere que la fuerza pereció, y que no hay guardado, mas desamparado.” ¡Preciosa gracia para Israel más tarde, para cada uno, para todos, ahora los que sienten y reconocen su necesidad!
“Y dirá: ¿Dónde están sus dioses, la roca en que se guarecían, que comían el sebo de sus sacrificios, bebían el vino de sus libaciones? Levántense, que os ayuden, y os defiendan. Ved ahora que Yo, Yo soy, y no hay dioses conmigo: Yo hago morir, y Yo hago vivir; Yo hiero, y Yo curo”; (hiero en la ira gubernamental, y curo por la gracia perdonadora) “y no hay quien pueda librar de Mi mano. Cuando Yo alzaré a los cielos Mi mano, y diré, vivo Yo para siempre.” ¡Gloria a Dios en lo altísimo! ¡Que toda inteligencia creada adore Su nombre sin par! “Si afilare Mi reluciente espada, y Mi mano arrebatare el juicio,” como lo hará con toda seguridad, “Yo volveré la venganza a Mis enemigos, y daré el pago a los que Me aborrecen,” quienquiera y dondequiera que estén. ¡Tremenda sentencia para todos aquellos a quienes alcance, para todos los aborrecedores de Dios, para todos los que aman los placeres antes que a Dios! “Embriagaré de sangre Mis saetas, y Mi espada devorará carne; embriagarélas en la sangre de los muertos, y de los cautivos de las cabezas, con venganza de enemigo.”
Hemos llegado ya al final de las graves anotaciones de juicio, ira y venganzas, expuestas con tanta brevedad en este cántico de Moisés, pero tan extensamente desenvueltas en las escrituras proféticas. El lector puede dirigirse con gran interés y provecho a Ezequiel 38 y 39, donde se nos describe el juicio sobre Gog y Magog, el gran enemigo del norte, que se levantará al fin contra la tierra de Israel donde encontrará su caída ignominiosa y su total destrucción.
Podrá asimismo consultar a Joel 3, que empieza con palabras de bálsamo y consuelo para el Israel del porvenir. “Porque he aquí que en aquellos días, y en aquel tiempo, en que haré tornar la cautividad de Judá y de Jerusalem, juntaré todas las gentes, y harélas descender al valle de Josaphat, y allí entraré en juicio con ellos a causa de Mi pueblo, y de Israel, Mi heredad, a los cuales esparcieron entre las naciones y partieron Mi tierra.” De este modo verá el lector de qué manera tan perfecta concuerdan las voces de los profetas con el cántico de Moisés, y de qué modo tan completo, tan claro y tan incontrovertible, tanto en las unas como en el otro, expone el Espíritu Santo y establece la gran verdad de la futura restauración de Israel con su supremacía y gloria.
Y, en fin, ¡cuán verdaderamente deliciosa es la nota terminal de nuestro cántico! ¡Cuán magníficamente coloca la piedra de remate sobre la superestructura total! Todas las naciones enemigas son juzgadas, bajo cualquier título o estilo que aparezcan en escena, ya sea Gog, ya Magog, el Asirio, o el rey del norte; todos los enemigos de Israel serán confundidos y relegados a eterna perdición, y luego resuena en los oídos la dulce nota siguiente: “Alabad, gentes a su pueblo; porque él vengará la sangre de sus siervos, y volverá la venganza a sus enemigos, y expiará su tierra, a su pueblo.”
Aquí termina este cántico maravilloso, uno de los más bellos, completos y de expresiones más poderosas de todo el Libro de Dios. Empieza y termina con Dios, y abarca en toda su extensión la historia de Su pueblo terreno Israel, en su pasado, su presente y su porvenir. Nos muestra la ordenación de las naciones en relación directa con los propósitos divinos respecto a la descendencia de Abraham. Descubre el juicio final de todas aquellas naciones que han obrado o que aún han de obrar en contra del pueblo escogido; y luego, cuando Israel esté plenamente restaurado y bendecido, según el pacto hecho con sus padres, se invita a las naciones salvadas a regocijarse con ellos.
¡Cuán glorioso es todo ello! ¡Qué espléndido círculo de la verdad se presenta a la visión de nuestras almas en el trigésimo segundo capítulo de Deuteronomio! Bien pudiera decirse, “Dios es la Roca, Su obra es perfecta.” Aquí el corazón puede descansar, en Santa tranquilidad, venga lo que viniere. En las manos del hombre todo ha de acabar hecho pedazos; todo lo que es meramente humano ha de terminarse en irremediable fracaso y ruina; mas “la Roca” permaneced para siempre, y toda “obra” de la mano divina brillará con perfección eterna para la gloria de Dios y la perfecta bendición de Su pueblo.
Tal es, pues, el cántico de Moisés; tal su propósito, su alcance y aplicación. El lector inteligente no necesita ser informado de que la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, del misterio de la cual el bendito Apóstol Pablo fue hecho ministro, no ocupa en este cántico ningún lugar. Cuando Moisés escribió este cántico, el misterio de la iglesia estaba escondido en el seno de Dios. Si no alcanzamos a ver esto, somos del todo incompetentes para interpretar ni siquiera para entender las Santas Escrituras. A una mente sencilla, enseñada exclusivamente por la Escritura es tan claro como la luz del sol que el cántico de Moisés tiene por tesis el gobierno de Dios en relación con Israel y las naciones; por su esfera la tierra, y por centro la tierra de Canaán.
“Y vino Moisés, y recitó todas las palabras de este cantico a oídos del pueblo, él, y Josué hijo de Nun. Y acabó Moisés de recitar todas estas palabras a todo Israel, y díjoles: Poned vuestro corazón a todas las palabras que yo os protesto hoy, para que las mandéis a vuestros hijos, y cuiden de poner por obra todas las palabras de esta ley. Porque no es cosa vana, mas es vuestra vida: y por ellas haréis prolongar los días sobre la tierra, para poseer la cual pasáis el Jordán” (Vers. 44-47).
Así que, desde el principio al fin, a través de todas las secciones de este precioso libro de Deuteronomio, encontramos a Moisés, ese amado y honrado siervo de Dios, urgiendo al pueblo a que cumplan el solemne deber de su implícita, ilimitada y cordial obediencia a la Palabra de Dios. En esto estriba el precioso secreto de la vida, la paz, el progreso, la prosperidad, todo, en fin. No tenían otra cosa que hacer más que obedecer. ¡Bendita tarea! ¡Dichoso y santo deber! Que sea también el nuestro, amado lector, en estos días de luchas y confusiones, en los que la voluntad humana predomina de un modo tan temible. El mundo y la llamada iglesia se arrojan juntas con aterradora rapidez por la oscura senda de la voluntad propia, senda que ha de conducir a las negruras de la oscuridad sempiterna. Tengamos esto presente, y procuremos con ardor seguir la estrecha senda de la sencilla obediencia a todos los preciosos mandamientos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. De este modo nuestros corazones serán guardados en dulce calma; y aun cuando podamos parecer a los ojos del mundo, y aun a los de los cristianos profesantes, como anticuados y de estrecho criterio, no nos separemos ni el grueso de un cabello del sendero indicado por la Palabra de Dios. ¡Que la palabra de Cristo habite abundantemente en nosotros, y la paz de Cristo rija nuestros corazones hasta el fin!
Es muy digno de notarse, y verdaderamente impresionante el encontrar que nuestro capítulo termina con otra referencia al trato gubernamental de Jehová con Su amado siervo Moisés. “Y habló Jehová a Moisés aquel mismo día,” aquel mismo día en que hizo oír su cántico en oídos del pueblo, “diciendo: sube a este monte de Abarim, al monte Nebo, que está en la tierra de Moab, que está en derecho de Jericó, y mira la tierra de Canaán, que Yo doy por heredad a los hijos de Israel; y muere en el monte al cual subes, y sé reunido a tus pueblos; al modo que murió Aarón tu hermano en el monte de Hor, y fué reunido a su pueblo: por cuanto prevaricasteis contra Mí en medio de los hijos de Israel en las aguas de la rencilla de Cades, en el desierto de Zin; porque no Me santificasteis en medio de los hijos de Israel. Verás por tanto delante de ti la tierra: mas no entrarás allá a la tierra que doy a los hijos de Israel” (Vers. 48-52).
¡Cuán solemne y subyugador es el gobierno de Dios! Ciertamente debiera hacer temblar el corazón el solo pensamiento de la desobediencia. Si un siervo tan eminente como Moisés fue juzgado por haber hablado con sus labios imprudentemente, ¿cuál será el fin de los que viven día tras día, semana tras semana, mes tras mes, y año tras año en habitual y deliberado olvido de los más claros mandamientos de Dios y positivo y tenaz rechazamiento de Su autoridad?
¡Oh, si se nos diera una mente humilde y un corazón contrito y quebrantado! Esto es lo que Dios busca y en lo que se complace: es con los tales que Él hace Su bendita habitación. “A aquél miraré que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a Mi palabra.” ¡Que Dios en Su infinita bondad, conceda mucho de este dulce espíritu a cada uno de sus amados hijos, por causa de Cristo Jesús!
Capítulo 33
“Esta es la bendición, con la cual bendijo Moisés, varón de Dios, a los hijos de Israel, antes que muriese.”
Es muy interesante y confortador el ver que las últimas palabras del legislador fueron de pura bendición. Nos hemos detenido acerca de sus varios discursos, aquellas solemnes homilías escudriñadoras y profundamente conmovedoras dirigidas a la congregación de Israel. Hemos meditado sobre su maravilloso cántico con sus notas alternadas de gracia y de gobierno. Vamos ahora a oír palabras de preciosísima bendición, palabras de dulce confortamiento y consuelo, palabras que fluyen del mismo corazón del Dios de Israel y que traducen Sus amorosos pensamientos respecto a ellos, y que dan una ojeada a su glorioso porvenir.
Sin duda el lector observará una marcada diferencia entre las últimas palabras de Moisés según constan en este capítulo, y las últimas palabras de Jacob según el Génesis 49. No es necesario decir que ambas son escritas por la misma pluma, ambas divinamente inspiradas; y, por lo tanto, aunque diferentes, no están ni es posible que estén en contradicción; no hay, no puede haber, discrepancia entre dos secciones del Libro de Dios. Esta es una verdad cardinal, un principio fundamental y vital para todo devoto cristiano, para todo verdadero creyente; una verdad que debe ser tenazmente abrazada y fielmente confesada enfrente de todos los ignorantes e insolentes asaltos de la incredulidad.
No vamos, por supuesto, a entrar en una minuciosa comparación de estos dos capítulos; esto sería imposible por ahora por varias razones. Nos vemos obligados a ser tan concisos y breves como sea posible. Pero hay un gran punto de diferencia que puede verse de una ojeada. Jacob da la historia de las acciones de sus hijos, muchas de ellas ¡ay! tristísimas y humillantes: Moisés, al contrario, presenta las acciones de la divina gracia, ya en ellos, ya hacia ellos. Esto nos explica de pronto la diferencia. Las malas acciones de Rubén, Simeón y Leví son registradas por Jacob, pero se omiten enteramente por Moisés. ¿Es esto discrepancia? De ningún modo; sino divina armonía. Jacob considera a sus hijos en su historia personal; Moisés los considera en su relación con el pacto de Jehová. Jacob nos da el fiasco humano, la debilidad y el pecado; Moisés nos da la fidelidad divina, la bondad y la benevolencia. Jacob nos da las acciones humanas y el juicio de las mismas; Moisés nos da los divinos planes y las puras bendiciones que de ellos proceden. Gracias y alabanzas a nuestro Dios, Sus planes y Sus bendiciones están por sobre y por fuera de todo fracaso humano, pecado y locura. Todos Sus propósitos serán cumplidos, y esto para siempre; entonces Israel y las naciones serán plenamente bendecidos y se regocijarán juntos en la abundante bondad de Dios y celebrarán Sus alabanzas de orilla a orilla y desde el río hasta los términos de la tierra.
Y ahora, apenas haremos más que transcribir para el lector las varias bendiciones de las tribus. Están repletas de la mayor y más preciosa instrucción y no requieren una extensa exposición.
“Y dijo: Jehová vino de Sinaí, y de Seir les esclareció; resplandeció del monte de Parán, y vino con diez mil santos; a Su diestra la ley de fuego para ellos. Aun amó los pueblos” ¡precioso, infalible manantial de todas sus futuras bendiciones! “Todos Sus santos están en tu mano”; ¡verdadero secreto de su perfecta seguridad! “Ellos también se llegaron a Tus pies,” ¡la única situación segura y apropiada para ellos, para nosotros, para cada uno, para todos! “recibieron de Tus dichos.” ¡Bendita dádiva! ¡Precioso tesoro! Cada palabra que procede de la boca de Dios es mucho más preciosa que millares de oro y de plata, más dulce asimismo que la miel y los panales. “Ley nos mandó Moisés por heredad a la congregación de Jacob. Y fué rey en Jeshurun, cuando se congregaron las cabezas del pueblo con las tribus de Israel. Viva Rubén, y no muera; y sean sus varones en número.”
Nada se nos dice aquí de la inconstancia de Rubén, nada de su pecado. La gracia predomina; las bendiciones fluyen en rica abundancia del amoroso corazón de Aquel que se deleita en bendecir y en rodearse de corazones que rebosan con el reconocimiento de Sus bondades.
“Y esta bendición para Judá. Dijo así: oye, oh, Jehová, la voz de Judá, y llévalo a su pueblo: sus manos le basten, y Tú seas ayuda contra sus enemigos.” Judá es la estirpe real. “El Señor nuestro nació de la tribu de Judá,” ilustrando así de manera realmente maravillosa cómo la divina gracia se eleva, en su majestad, sobre el pecado humano, y triunfa gloriosamente sobre las circunstancias que revelan la completa debilidad humana. “Y Judá engendró de Tamar a Phares y a Zara.” ¿Quién, sino el Espíritu Santo pudo haber escrito estas palabras? ¡Cuán claramente demuestran que los pensamientos de Dios no son como nuestros pensamientos! ¿Qué mano de hombre hubiera osado introducir a Tamar en la línea genealógica de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo? Nadie. La huella de la divinidad está impresa en Mateo 1:3, como lo está sobre toda cláusula del divino libro desde su principio al fin. ¡Alabado sea el Señor porque así es!
“Judá, alabarte han tus hermanos: tu mano en la cerviz de tus enemigos: los hijos de tu padre se inclinarán a ti. Cachorro de león Judá: de la presa subsiste, hijo mío: encorvóse, echóse como león, así como león viejo ¿quien lo despertará? No será quitado el cetro de Judá, y el legislador de entre sus piés, hasta que venga Shiloh; y a él se congregarán los pueblos. Atando a la vid su pollino, y a la cepa el hijo de su asna, lavó en el vino su vestido, y en la sangre de uvas su manto. Sus ojos bermejos del vino, y los dientes blancos de la leche” (Gen. 49:8-12).
“Y vi en la mano derecha del que estaba sentado sobre el trono un libro escrito de dentro y de fuera, sellado con siete sellos. Y vi un fuerte ángel, predicando en alta voz: ¿Quién es digno de abrir el libro, y de desatar sus sellos? Y ninguno podía, ni en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra, abrir el libro, ni mirarlo. Y yo lloraba mucho, porque no había sido hallado ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo. Y uno de los ancianos me dice: No llores: he aquí el león de la tribu de Judá, la raíz de David, que ha vencido para abrir el libro, y desatar sus siete sellos. Y miré; y he aquí en medio del trono y de las cuatro criaturas vivas, y en medio de los ancianos, estaba un Cordero como inmolado, que tenía siete cuernos, y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados en toda la tierra.”
¡Cuán altamente favorecida es la tribu de Judá! Ciertamente el figurar en la línea genealógica de la que nació nuestro Señor, es un alto honor; y sin embargo sabemos, puesto que el mismo Señor lo ha dicho, que es mucho más elevado, mucho más bendito oír la Palabra de Dios y guardarla. Hacer la voluntad de Dios, atesorar Sus preciosos mandamientos en nuestros corazones, nos lleva moralmente más cerca de Cristo que si fuéramos parientes Suyos según la carne (Mat. 12:46-50).
Y a Leví dijo: “Tu Thummim y tu Urim, (luces y perfecciones) diste a tu buen varón, al cual tentaste en Massa, y le hiciste reñir en las aguas de la rencilla: el que dijo a su padre y a su madre, Nunca los vi; ni conoció a sus hermanos, ni conoció a sus hijos: por lo cual ellos guardarán tus palabras, y observarán tu pacto. Ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel; pondrán el perfume delante de ti, y el holocausto sobre tu altar. Bendice, ¡Oh! Jehová, lo que hicieren. Y recibe con agrado la obra de sus manos: hiere los lomos de sus enemigos, y de los que le aborrecieren, para que nunca se levanten” (Vers. 8-11).
El lector observará el hecho de que Simeón para nada se menciona aquí, aunque va tan íntimamente asociado con Leví en Génesis 49. “Simeón y Leví, hermanos; armas de iniquidad sus armas. En su secreto no entre mi alma, ni mi honra se junte en su compañía; que en su furor mataron varón, y en su voluntad arrancaron muro. Maldito su furor, que fué fiero, y su ira, que fué dura: yo los apartaré en Jacob, y los esparciré en Israel.”
Ahora bien; cuando comparamos Génesis 49 con Deuteronomio 33, observamos dos cosas, esto es; de un lado la humana responsabilidad, y de otro la soberanía divina. Además, vemos la naturaleza y sus hechos; la gracia y sus frutos. Jacob ve a Simeón y Levi unidos en naturaleza, desplegando los caminos y temperamentos de esa naturaleza. Ambos a dos por igual merecían la maldición. Pero en Leví vemos los gloriosos triunfos de la gracia soberana. Fué la gracia la que capacitó a Leví en los días del becerro de oro, a ceñir la espada y defender la gloria del Dios de Israel. “Púsose Moisés a la puerta del real, y dijo: ¿Quién es de Jehová? Júntese conmigo. Y juntáronse con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campo, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Entonces Moisés dijo: Hoy os habéis consagrado a Jehová, porque cada uno se ha consagrado en su hijo, y en su hermano, para que dé Él hoy bendición sobre vosotros” (Ex. 32:26-29).
¿Dónde estaba Simeón en esta ocasión? Estuvo con Leví en el día de la voluntad propia, la fiera cólera, y la cruel ira; ¿por qué no en el día de intrépida decisión en favor de Jehová? Estuvo presto a ir con su hermano a vengar una ofensa a la familia, ¿por qué no lo estuvo para vindicar el honor de Dios, insultado como fue por el acto idolátrico de toda la congregación? ¿Dirá alguien que no estaba responsable? Tenga cuidado el tal de cómo suscita esa cuestión. El llamamiento de Moisés fue dirigido a toda la congregación. Sólo Leví respondió al llamamiento; y él obtuvo la bendición. Él se mantuvo en favor de Dios; en el día tenebroso y malo, y por esto fue honrado con el sacerdocio, la más alta dignidad que podía conferírsele. El llamamiento iba dirigido a Simeón igual que a Leví, pero Simeón no respondió al llamamiento. ¿Hay en esto alguna dificultad? Podrá haberla para el mero teólogo, mas para el devoto cristiano, no hay ninguna. Dios es soberano, y obra como quiere sin dar cuenta a nadie de Sus actos. Si alguien se sintiera inclinado a preguntar:
“¿Cómo es que Simeón queda omitido en Deuteronomio 33?” La respuesta sencilla y concluyente es ésta: “Oh hombre, ¿quién eres tú para que alterques con Dios”? En Simeón vemos los actos de la naturaleza humana juzgados; en Levi vemos los frutos de la gracia recompensados; en ambos vemos la verdad de Dios vindicada y Su nombre glorificado. Así ha sido siempre, así es, y así será. El hombre es responsable; Dios es soberano. ¿Debemos nosotros conciliar estas dos proposiciones? De ningún modo; somos llamados a creerlas; ellas están ya conciliadas toda vez que aparecen una al lado de otra en las páginas de la inspiración. Esto basta a una mente piadosa; y en cuanto a los cavilosos no tardarán en obtener una respuesta definitiva.
“Y a Benjamín,” (el hijo de mi diestra), “dijo: El amado de Jehová habitará confiado cerca de Él; cubrirálo siempre, y entre Sus hombros morará.”
¡Sitio bendito para Benjamín! ¡Sitio bendito para todo amado hijo de Dios! Cuán precioso es el pensamiento de habitar en seguridad en la presencia divina, en consciente proximidad al verdadero y fiel Pastor y Obispo de nuestras almas día y noche, permaneciendo bajo el abrigo de Sus alas protectoras.
“Cuán felices son los que se mantienen
Al abrigo de Tu ala protectora;
Que la vida y fuerzas de Ti reciben,
Que en Ti se mueven y en Ti viven.”
Lector, procura conocer más y más la realidad y felicidad del sitio ocupado por Benjamín y de su porción. No te satisfagas con menos de la gozada presencia de Cristo, el permanente conocimiento de parentesco y proximidad a Él. Asegúrate de ello, es tu dichoso privilegio. Que nada te despoje de él. Guárdate siempre cerca al Pastor, reposando en Su amor, tendiéndote en los verdes pastos y junto a las tranquilas aguas. ¡Quiera el Señor conceder al que esto escribe como al que lee que gusten la profunda felicidad de ello en estos días de vacía profesión y hueca palabrería! ¡Que saboreemos la inefable preciosidad de una profunda y personal intimidad con Él mismo! Esta es la necesidad especial de estos días que nos han tocado en suerte, días de tanto tráfico intelectual con la verdad pero de tan poco conocimiento cordial y verdadera apreciación de Cristo.
“Y a José dijo: Bendita de Jehová tu tierra por los regalos de los cielos, por el rocío, y por el abismo que abajo yace; y por los regalados frutos del sol, y por los regalos de las influencias de las lomas, y por la cumbre de los montes antiguos, y por los regalos de los collados eternos, y por los regalos de la tierra y su plenitud, y la gracia del que habitó en la zarza venga sobre la cabeza de José, y sobre la mollera del apartado de sus hermanos. Él es aventajado como el primogénito de su toro, y sus cuernos como cuernos de unicornio: con ellos acorneará los pueblos juntos hasta los fines de la tierra: y estos son los diez millares de Efraím, y estos los millares de Manasés.”
José es un tipo de Cristo muy notable. Nos detuvimos en su historia en nuestros estudios sobre el libro del Génesis. El lector habrá notado la manera enfática con que Moisés habla del hecho de haber sido separado de sus hermanos. Fue rechazado y echado a una cisterna. Pasó, de un modo figurado, por las profundas aguas de la muerte, y de este modo alcanzó el sitio de dignidad y gloria. Fue sacado de la cárcel para ser el gobernante de la tierra de Egipto, y el preservador y sustentador de sus hermanos. El hierro penetró en su alma, y hubo de gustar la amargura del lugar de la muerte antes de que entrara en la esfera de la gloria. Notable tipo de Aquel que pendió de la cruz, yació en el sepulcro, y está ahora sobre el trono de la majestad de los cielos.
No podemos menos de admirarnos de la plenitud de la bendición pronunciada sobre José, tanto por Moisés en Deuteronomio 33, y por Jacob en Génesis 49. Las expresiones de Jacob son extraordinariamente bellas. “Ramo fructífero José, ramo fructífero junto a fuente,” ¡figura exquisitamente bella! “cuyos vástagos se extienden sobre el muro: y causáronle amargura, y asaeteáronle y aborreciéronle los arqueros: mas su arco quedó en fortaleza, y los brazos de sus manos se corroboraron por las manos del Fuerte de Jacob; (de allí el pastor y la piedra de Israel): del Dios de tu padre, el cual te ayudará, y del Omnipotente, el cual te bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones del seno y de la matriz: las bendiciones de tu padre fueron mayores que las bendiciones de mis progenitores; y hasta el término de los collados eternos serán sobre la cabeza le José y sobre la mollera del Nazareo de sus hermanos.”
¡Magnífica extensión de bendición! Y todo esto fluyendo de sus sufrimientos y basado en los mismos. No hay para qué decir que todas esas bendiciones tendrán realización en la experiencia de Israel dentro de poco. Los sufrimientos del verdadero José formarán el fundamento imperecedero de la futura felicidad de sus hermanos en la tierra de Canaán; y no sólo esto, sino que el río de bendición, profundo y pleno, se extenderá de esta tierra altamente favorecida, aunque hoy desolada, con potencia refrigerante a toda la tierra. “Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalem aguas vivas; la mitad de ellas hacia la mar oriental, y la otra mitad hacia la mar occidental, en verano y en invierno.” ¡Brillante y bendita perspectiva para Jerusalén, para la tierra de Israel y para toda la tierra! ¡Qué lamentable equivocación el aplicar esas escrituras a la dispensación del evangelio, o a la iglesia de Dios! ¡Cuán contrario al testimonio de la Santa Escritura, al corazón de Dios, y a la mente de Cristo!
“Y a Zabulón dijo: Alégrate, Zabulón, cuando salieres; y tú Issachar, en tus tiendas. Llamarán los pueblos al monte; allí sacrificarán sacrificios de justicia: por lo cual chuparán la abundancia de los mares, y los tesoros escondidos en la arena.”
Zabulón había de alegrarse en su salida, e Issachar en permanecer en sus tiendas. Habrá gozo en casa y fuera de ella, y habrá también poder para obrar sobre otros, llamando a los pueblos al monte para ofrecer sacrificios de justicia. Todo esto fundado en el hecho de que ellos mismos chuparán de la abundancia de los mares y de los tesoros escondidos. Así sucede siempre en principio. Es nuestro privilegio alegrarnos en el Señor, venga lo que viniere, y extraer de aquellas eternas fuentes y tesoros escondidos que en Él se encuentran. Entonces estaremos en un estado tal de alma que llamaremos a otros para que gusten y vean que el Señor es bueno; y no sólo esto, sino que presentaremos a Dios aquellos sacrificios de justicia que Le son tan agradables.
“Y a Gad dijo: Bendito el que hizo ensanchar a Gad: como león habitará, y arrebatará brazo y testa. Y él se ha provisto de la parte primera, porque allí una porción del legislador fuéle reservada, y vino en la delantera del pueblo: la justicia de Jehová ejecutará, y Sus juicios con Israel. Y a Dan dijo: Dan, cachorro de león, saltará desde Basán. Y a Neftalí dijo: Neftalí saciado de benevolencia, y lleno de la bendición de Jehová; posee el occidente y el mediodía. Y a Aser dijo: Bendito Aser en hijos: agradable será a sus hermanos, y mojará en aceite su pie. Hierro y metal tendrá tu calzado, y como tus días serán tu fortaleza. No hay otro como el Dios de Jeshurun montado sobre los cielos para tu ayuda, y sobre las nubes con Su grandeza, El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos: Él echará de delante de ti al enemigo, y dirá: Destruye. E Israel, fuerte de Jacob, habitará confiado sólo en tierra de grano y de vino: también sus cielos destilarán rocío. Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro, y espada de tu excelencia? Así que tus enemigos serán humillados, y tú hollarás sobre sus alturas” (Vers. 20-29).
Verdaderamente pudiéramos decir que es inútil aquí todo comentario humano. Nada puede sobrepujar a la preciosidad de la gracia que sopla en las líneas terminales de nuestro libro. Las bendiciones de este capítulo, de igual modo que el cántico del capítulo 32 empiezan y terminan con Dios y Sus maravillosos tratos con Israel. Es refrigerante y confortador sobre toda ponderación el que al final de todos los llamamientos, de todas las exhortaciones, de todas las solemnes amonestaciones, de todas las fieles declaraciones, las anotaciones proféticas respecto al fracaso y al pecado, juicio e ira gubernamentales, después de todo esto, decimos, podamos oír acentos como los que acabamos de escribir. Es en verdad una terminación altamente magnífica a este bendito libro de Deuteronomio. La gracia y la gloria brillan con extraordinario fulgor. Dios será aún glorificado en Israel, e Israel será plena y eternamente bendecido en Dios. Nada podrá impedir esto. Porque sin arrepentimiento son los dones y la vocación de Dios. Se realizará toda tilde, toda jota de Su preciosa Palabra a Israel. Las últimas palabras del legislador dan el más completo y claro testimonio a todo esto. Si no tuviéramos más que los cuatro últimos versículos del precioso capítulo en que nos ocupamos, serían más que suficientes para probar sin la menor duda la futura restauración, bendición, preeminencia y gloria de las doce tribus de Israel en su propia tierra.
Cierto es—benditamente cierto—, que el pueblo del Señor en esta época puede aprovecharse de la instrucción, el consuelo y el refrigerio de las bendiciones pronunciadas sobre Israel. Bendito sea Dios, podemos saber lo que es ser “saciados de benevolencia, y llenos de la bendición de Jehová.” Podemos ser confortados con la seguridad de que: “como tus días será tu fortaleza.” Nosotros también podemos decir: “El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos.” Podemos decir todo esto y mucho más. Podemos decir lo que Israel jamás pudo ni puede decir. Las bendiciones y los privilegios de la iglesia son todos celestiales y espirituales; pero esto en nada impide que tomemos confortamiento de las promesas hechas a Israel. La gran equivocación de los cristianos profesantes consiste en aplicar a la iglesia exclusivamente lo que del modo más manifiesto se aplica al pueblo terreno de Dios. Una vez más debemos instar al lector cristiano a que se ponga en guardia contra este grave error. No debe abrigar el más mínimo temor de perder algo de su especial bendición al dejar para la descendencia de Abraham el sitio y la porción que los consejos y las promesas de Dios les tienen asignados: al contrario; es solamente cuando estos son claramente comprendidos y reconocidos plenamente, que podemos hacer un uso inteligente del canon de la Escritura del Antiguo Testamento. Podemos establecer como principio fundamental que nadie puede entender e interpretar la Escritura si no reconoce claramente la gran distinción entre Israel y la iglesia de Dios.
Capítulo 34
Este breve capítulo forma una postdata inspirada al libro de Deuteronomio. No se nos dice quien fue empleado como instrumento en mano del Espíritu que lo inspiró; pero este es asunto de escasa o ninguna importancia para el devoto estudiante de la Santa Escritura. Estamos del todo convencidos de que esa postdata es en verdad tan inspirada como el resto del libro, y tanto el libro como el Pentateuco, y tanto el Pentateuco, como la totalidad del Libro de Dios.
“Y subió Moisés de los campos de Moab al monte de Nebo, a la cumbre de Pisga, que está enfrente de Jericó; y mostróle Jehová toda la tierra de Galaad hasta Dan, y a todo Neftalí, y la tierra de Ephraim, y de Manasés, toda la tierra de Judá hasta la mar postrera; y la parte meridional, y la campiña, la vega de Jericó, ciudad de las palmas, hasta Soar. Y díjole Jehová: Esta es la tierra de que juré a Abraham, a Isaac, y a Jacob, diciendo: A tu simiente la daré. Hétela hecho ver con tus ojos, mas no pasarás allá. Y murió allí Moisés, siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová. Y enterró-lo en el valle, en tierra de Moab, enfrente de Beth-peor; y ninguno sabe su sepulcro hasta hoy.”
En nuestros estudios sobre el libro de Números y Deuteronomio, hemos tenido ocasión de detenernos en el solemnísimo, y, pudiéramos añadir, subyugador hecho anotado en la cita anterior. No habrá necesidad, por lo tanto, de añadir gran cosa en esta sección final. Sólo recordaremos al lector que, si quiere tener completo conocimiento de todo este asunto, ha de considerar a Moisés desde un doble punto de vista, esto es, oficialmente y personalmente.
Ahora bien, considerando a este hombre amado y honrado en su puesto oficial, es evidente que no era de su cargo el conducir a la congregación de Israel a la tierra prometida. El desierto era su esfera de acción; no le correspondía dirigir al pueblo a través del río de la muerte, hasta la heredad que se le había destinado. Su ministerio estaba relacionado con la responsabilidad humana bajo la ley y bajo el gobierno de Dios, y de aquí que no pudiera llevar al pueblo al goce de la promesa. El hacer esto estaba reservado a su sucesor. Josué, tipo del Salvador resucitado, era el instrumento designado por Dios para guiar a Su pueblo a través del Jordán, y establecerlos en la heredad que divinamente les era dada.
Todo esto es claro y altamente interesante; pero debemos considerar a Moisés personalmente tanto como oficialmente; y aquí también hemos de verlo desde un punto de vista doble, como sujeto del gobierno y como objeto de gracia. No debemos perder nunca de vista esta importantísima distinción, la cual se ve a lo largo de toda la Escritura y se destaca en la historia de muchos de los que forman el amado pueblo del Señor y de Sus siervos más eminentes. El tema de la gracia y del gobierno requiere la más profunda atención por parte del lector. Nos hemos detenido una y otra vez en él en el curso de nuestros estudios; pero nuestras palabras no pueden exponer como se debiera su importancia moral y su inmenso valor práctico. Lo consideramos uno de los temas más graves y oportunos para llamar la atención del pueblo del Señor en los actuales tiempos.
Fue el gobierno de Dios el que, con firme decisión, prohibió a Moisés el entrar en la tierra prometida, por más que él lo deseara. Habló inconsideradamente con sus labios; no glorificó a Dios ante los ojos de la congregación en las aguas de Meriba, y por esto le fue vedado cruzar el Jordán y sentar su pie en la tierra prometida.
Consideremos esto atentamente, amado lector cristiano. Hagamos por aprender a fondo su fuerza moral y su aplicación práctica. Es ciertamente con la mayor ternura y delicadeza como hemos de hacer alusión al fiasco que hizo uno de los más amados e ilustres siervos del Señor; pero ha quedado anotado el hecho para nuestra enseñanza y solemne amonestación, y por lo tanto debemos dar nuestra más sincera atención al mismo. Debemos recordar siempre que nosotros también, aunque bajo la gracia, somos también sujetos del gobierno divino. Estamos aquí en la tierra, en lugar de solemne responsabilidad, bajo un gobierno al que no podemos burlar. Verdad es que somos hijos del Padre, amados con un amor infinito y perpetuo, amado del modo como Jesús mismo es amado. Somos miembros del cuerpo de Cristo, amados, estimados y nutridos según todo el perfecto amor de Su corazón. Aquí no hay cuestión de la responsabilidad, no hay posibilidad de fracaso; todo está divinamente determinado, divinamente seguro; pero, estamos bajo el gobierno divino. No perdamos de vista ni un solo momento este último. Guardémonos de ideas parciales y perniciosas respecto a la gracia. El hecho mismo de ser objetos del favor y del amor divinos, hijos de Dios, miembros del cuerpo de Cristo, debiera inducirnos a prestar la más reverente atención al gobierno divino.
Para emplear una ilustración sacada de los hechos humanos, diríamos que los hijos de su Majestad el rey debieran, más que los otros, precisamente por ser sus hijos, respetar su gobierno, y si por cualquier causa transgredieran las leyes, la dignidad del gobierno sería puesta de manifiesto haciendo recaer sobre ellos el debido castigo. Si a ellos, por ser hijos del rey, se les permitiera quebrantar con impunidad los decretos del gobierno de su Majestad, equivaldría esto sencillamente a exponer al gobierno al público desprecio, y a dar motivo a todos los súbditos a que hicieran lo mismo. Y si esto es así en los casos del gobierno humano, ¡cuánto más no habrá de serlo en el gobierno de Dios! “A ti sólo he conocido de todas las familias de la tierra, por lo tanto castigaré tus iniquidades.” “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios: y si primero comienza por nosotros, ¿qué será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios? Y si el justo con dificultad se salva ¿dónde parecerá el infiel y el picador”? ¡Hecho solemne! ¡Solemne pregunta! Que los consideremos profundamente.
Mas, como ya dijimos, Moisés estaba bajo la gracia, tanto como del gobierno; y en verdad que esa gracia resplandece con brillo especial en la cumbre de Pisga. Allí, al venerable siervo de Dios le fue concedido estar ante la presencia de su Amo, y con ojos no ofuscados, inspeccionó la tierra de promisión en sus bellas proporciones. Le fue permitido verla desde un punto de vista divino; verla no simplemente como poseída por Israel, sino como dada por Dios.
Y luego ¿qué paso? Murió y fue reunido a su pueblo. Murió no como un anciano débil y marchito, sino en toda la plenitud y vigor de la madurez. “Y era Moisés de edad de ciento y veinte años cuando murió; sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor.” ¡Asombroso testimonio! ¡Hecho raro en los anales de nuestra raza caída! La vida de Moisés se dividió en tres importantes y bien destacados períodos de cuarenta años cada uno. Pasó cuarenta años en casa de Faraón; cuarenta años “a espaldas del desierto”; y otros cuarenta años en el desierto. ¡Maravillosa vida! ¡Historia llena de incidentes! ¡Cuán instructiva! ¡Cuán sugerente! ¡Cuán rica en instrucción desde el principio al fin! ¡Cuán profundamente interesante el estudio de tal vida! Habría que describirla desde la orilla del río donde yacía como niño desvalido hasta la cumbre de Pisga, donde estuvo en compañía de su Señor, para mirar con ojos no oscurecidos sobre la bella heredad del Israel de Dios; verle de nuevo sobre el monte de la Transfiguración en compañía de su consiervo Elías, “hablando con Jesús” sobre el más sublime tema que pudiera merecer la atención de hombres o ángeles. ¡Hombre altamente favorecido! ¡Bendito siervo! ¡Vaso maravilloso!
Y luego oigamos el divino testimonio a este muy amado hombre de Dios. “Y nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara; en todas las señales y prodigios que le envió Jehová a hacer en tierra de Egipto a Faraón, y a todos sus siervos, y a toda su tierra, y en toda aquella mano esforzada y en todo el espanto grande que causó Moisés a ojos de todo Israel.”
¡Quiera el Señor, en Su infinita bondad, bendecir nuestro estudio sobre el libro de Deuteronomio! ¡Que sus preciosas lecciones queden grabadas en las tablas de nuestros corazones con la pluma eterna del Espíritu Santo, y produzcan sus adecuados resultados, formando nuestro carácter, gobernando nuestra conducta y moldeando nuestro camino a través de este mundo! ¡Que procuremos ardientemente pisar con espíritu humilde y firme paso la estrecha senda de la obediencia hasta que los días de nuestro viaje hayan terminado!
C.H.M.
Se terminó la impresión de este libro en
los talleres de Tipográfica Indígena,
Cuernavaca, Morelos, México, el
día 15 de octubre de 1960.
Capítulo 7
“CUANDO Jehová tu Dios te hubiere introducido en la tierra en la cual tú has de entrar para poseerla, y hubiere echado de delante de ti muchas gentes . . . siete naciones mayores y más fuertes que tú, y Jehová tu Dios las hubiere entregado delante de ti, y las hirieres, del todo las destruirás: no harás con ellos alianza, ni las tomarás a merced.”
Al leer la historia de los tratos de Dios con las naciones en relación con Su pueblo Israel, nos vienen a la memoria las primeras palabras del Salmo 101: “Misericordia y juicio cantaré.” Vemos el despliegue de misericordia para con Su pueblo, en prosecución de Su pacto con Abraham, Isaac y Jacob; y vemos también la ejecución del juicio sobre las naciones, a causa de su mala conducta. En lo primero vemos la soberanía divina; en lo último la justicia divina; en ambas resplandece la gloria de Dios. Todos los caminos de Dios, ya sean en misericordia ya sean en juicio, hablan en alabanza Suya y provocan el homenaje de Su pueblo para siempre. “Grandes y maravillosas son Tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son Tus caminos Rey de los Santos. ¿Quién no Te temerá, oh Señor, y engrandecerá Tu nombre? porque Tú sólo eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán, y adorarán delante de Ti, porque Tus juicios son manifestados” (Apoc. 15: 3, 4).
Este es el propio espíritu con el cual deben contemplarse los caminos de Dios cuando obra como gobernante. Algunos dejándose influir por morbosos sentimientos y un falso sentimentalismo, más bien que por un juicio esclarecido, hallan algunas dificultades en cuanto a las direcciones dadas a Israel con respecto a los cananeos al principio de nuestro capítulo. Juzgan inconsistente con su ser de bondad el mandato a Su pueblo de sacrificar a sus semejantes sin mostrarles misericordia. No pueden entender como un Dios misericordioso pudo mandar a Su pueblo que pasara a filo de espada mujeres y niños.
Es evidente que los que así piensan no pueden hacer suyo el lenguaje del Apocalipsis 15: 3, 4. No están preparados para poder decir: “justos y verdaderos son Tus caminos, Rey de las naciones.” No pueden atribuir justicia a Dios en todos Sus procedimientos; no, están en efecto entrando en juicio con Dios mismo. Se atreven a medir los actos gubernativos de Dios con la vara de su criterio superficial; medir lo infinito con lo finito. En una palabra, miden a Dios por ellos mismos.
Es una fatal equivocación. No tenemos competencia para formar juicio sobre los caminos de Dios, y es el colmo de la presunción tal intento en pobres mortales, ignorantes y cortos de vista. En el capítulo séptimo de Lucas leemos: “La sabiduría es justificada de todos sus hijos.” Recordemos esto e impongamos silencio a nuestros razonamientos pecaminosos. “Sea Dios verdadero y todo hombre mentiroso; como está escrito: Para que seas justificado en Tus dichos, y venzas cuando de Ti se juzgare.”
¿Anda el lector perplejo en cuanto a este punto? Si así fuere, desearíamos citar un hermoso pasaje que podrá serle de mucha ayuda: “Alabad a Jehová, porque es bueno; porque para siempre es Su misericordia . . . Al que hirió a Egipto en sus primogénitos; porque para siempre es Su misericordia: Al que sacó a Israel de en medio de ellos; porque para siempre es Su misericordia; con mano fuerte, y brazo extendido; porque para siempre es Su misericordia. Al que dividió el mar Bermejo en partes; porque para siempre es Su misericordia. E hizo pasar a Israel por medio de él; porque para siempre es Su misericordia: Y arrojó a Faraón y a su ejército en el mar Bermejo, porque para siempre es Su misericordia . . . Al que hirió grandes reyes; porque para siempre es Su misericordia; y mató reyes poderosos; porque para siempre es Su misericordia. A Sehón, rey Amorrheo; porque para siempre es Su misericordia. Y a Og, rey de Basán; porque para siempre es Su misericordia. Y dió la tierra de ellos en heredad; porque para siempre es Su misericordia. En heredad a Israel Su siervo; porque para siempre es Su misericordia” (Sal. 136).
Aquí vemos que el herir de muerte a los primogénitos de Egipto, y la liberación de Israel; el paso a través del Mar Rojo y la total destrucción del ejército de Faraón; la matanza de los cananeos y la entrega de sus tierras a Israel, todo demuestra la eterna misericordia de Jehová. Así fue, así es, y así será. Todo ha de redundar a la gloria de Dios. Recordemos esto, y arrojemos todos nuestros necios razonamientos y argumentos ignorantes. Es nuestro privilegio justificar a Dios en todos Sus procedimientos, inclinar nuestras frentes, en santa adoración ante Sus inescrutables juicios y descansar en la tranquila seguridad de que todos los caminos de Dios son justos. No los entendemos todos; esto sería imposible. Lo finito no puede comprender lo infinito. Por eso van muchos equivocados. Muchos razonan sobre los actos del gobierno de Dios, sin considerar que esos actos están tan distantes de los límites de la humana razón como el Creador lo está de la criatura. ¿Qué humana razón podrá desentrañar los profundos misterios de la divina providencia? ¿Podemos saber el por qué una ciudad poblada de hombres, mujeres y niños quede sepultada en una hora por una corriente de ardiente lava? Absolutamente imposible; y sin embargo este hecho es uno entre los miles registrados en las páginas de la historia de la humanidad, todos ellos muy por fuera del alcance de las inteligencias más poderosas. Id por todas las calles de nuestras ciudades y villas, y ved los millares de seres humanos que se hacinan en estos sitios, viviendo en sórdida miseria, en pobreza, en desdicha y depravación moral. ¿Podemos explicarnos todo esto? ¿Podemos saber por qué Dios lo permite? ¿Somos llamados a explicarlo? ¿No es perfectamente claro para el lector que no es para nosotros discutir tales cuestiones? Y si en nuestra ignorancia y necedad nos ponemos a razonar y a especular sobre los inescrutables misterios de la gobernación divina, ¿qué podemos esperar sino un extravío completo si no caer en incredulidad positiva?
Los pensamientos ya expuestos permitirán al lector entender las primeras líneas de nuestro capítulo. Los cananeos no habían de recibir misericordia de manos de Israel. Sus iniquidades habían alcanzado el punto culminante y no quedaba más que la inflexible ejecución del castigo divino. “Las herirás, del todo las destruirás; no harás con ellos alianza, ni las tomarás a merced; y no emparentarás con ellos: no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos; y el furor de Jehová se encenderá sobre vosotros, y te destruirá presto. Mas así habéis de hacer con ellos; sus altares destruiréis, y quebraréis sus estatuas, y cortaréis sus bosques, y quemaréis sus esculturas en el fuego.”
Tales fueron las instrucciones dadas por Jehová a Su pueblo. Eran claras y explícitas. No debía haber misericordia para los cananeos, no podían pactar con ellos, ni unirse a ellos, ni trabar compañerismo de ninguna clase; sino juicio no atenuado, absoluta separación.
Sabemos ¡ay! cuán pronto y cuán completamente Israel faltó en llevar a cabo tales instrucciones. Apenas habían sentado sus pies en la tierra de Canaán cuando hicieron ya alianza con los gabaonitas. El mismo Josué cayó en el engaño. Los vestidos andrajosos y el pan mohoso de aquellas astutas gentes engañaron a los príncipes de la congregación, y fueron causa de que obraran de un modo contrario al terminante mandamiento de Dios. Si se hubiesen dejado guiar por la autoridad de la Palabra, no habrían caído en el grave yerro de establecer alianza con una gente a la que debían haber exterminado. Pero juzgaron según la vista de sus ojos y hubieron de segar las consecuencias.
La obediencia implícita es la gran salvaguardia moral contra las astucias del enemigo. No hay duda de que la relación hecha por los gabaonitas era plausible, y todo el aspecto de los mismos daba un aire de verdad a sus afirmaciones; pero nada de todo aquello debió haber producido el menor efecto moral sobre el ánimo de Josué y de los príncipes del pueblo; y seguramente no lo habría producido, con sólo que hubiesen recordado la palabra del Señor. Faltaron en esto. Ellos discurrieron acerca de lo que veían, en vez de obedecer a lo que se les había dicho. La razón no es un guía para el pueblo de Dios; hemos de ser en absoluto y por completo guiados y gobernados por la Palabra de Dios.
Este es un privilegio del orden más elevado y está al alcance del más sencillo y menos instruido de los hijos de Dios. La palabra del Padre, la voz del Padre, la mirada del Padre puede guiar al menor y más débil hijo de su familia. No necesitamos más que tener un corazón humilde y obediente. No precisa una grande inteligencia poderosa o hábil; si fuese así ¿qué sería de la gran mayoría de los cristianos? Si sólo fuesen los muy ilustrados, los grandes pensadores y los clarividentes los únicos que pudiesen descubrir las añagazas del adversario, entonces sí que la mayoría de nosotros debiéramos entregarnos a la desesperación.
Pero, gracias a Dios, no es así; en realidad sucede lo contrario, pues al estudiar la historia del pueblo de Dios en todas sus épocas, podemos ver que la sabiduría humana, la instrucción o cultura humanas, y la humana habilidad, si no guardan su debido lugar, han demostrado ser verdaderos lazos para sus poseedores, y han sido los instrumentos útiles más eficaces en manos del enemigo. ¿Quiénes fueron los que han introducido la mayor parte, si no todas las herejías que han perturbado a la iglesia de Dios de siglo en siglo? No fueron los hombres sencillos, los incultos, sino los instruidos y los intelectuales. Y en el pasaje de referencia, en el libro de Josué ¿quiénes fueron los que hicieron alianza con los gabaonitas? ¿Fue acaso el vulgo? De ningún modo; fueron los príncipes de la congregación. Sin duda alguna todos cayeron en el engaño; pero fueron los príncipes los que tomaron la iniciativa. Las cabezas y los guías de la asamblea cayeron en la trampa del diablo por descuido de la clara palabra de Dios.
“No haréis alianza con ellos.” ¿Puede haber cosa más clara que ésta? Los andrajos, los zapatos gastados y los panes enmohecidos de los gabaonitas ¿podían alterar el alcanee del mandamiento divino, o pasar por alto la urgente necesidad de una estricta obediencia por parte de la congregación? De seguro que no. Nada podrá justificar jamás el más mínimo motivo para rebajar, ni en el grueso de un cabello, el patrón de la obediencia debida a la Palabra de Dios. Si aparecen dificultades en el camino, si se presentan circunstancias que causan perplejidad, si nos presentan cosas para las cuales no estamos preparados, y en cuanto a las cuales somos incapaces de formar juicio ¿qué hemos de hacer? ¿Discurrir? ¿Apresurarnos a deducir? ¿Obrar según nuestro propio criterio, o por cualquier juicio humano? Ciertamente que no. ¿Qué hacer, pues? Esperar en Dios; esperar con paciencia, con humildad, con fe; y Él con toda seguridad nos aconsejará y guiará. “Encaminará a los humildes por el juicio, y enseriará a los mansos Su carrera.” Si Josué y los príncipes hubiesen obrado así, jamás habrían hecho alianza con los gabaonitas; y si el lector obra así también será librado de toda mala obra y preservado para el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
En el versículo 6 de nuestro capítulo Moisés expone ante el pueblo el fundamento moral de conducta que ellos debían seguir con respecto a los cananeos, esto es, de su rígida separación de aquellos pueblos y del juicio sin reservas que sobre ellos debían ejecutar. “Porque tú eres pueblo santo a Jehová tu Dios. Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la haz de la tierra.”
El principio aquí expuesto es de carácter importantísimo. ¿Por qué debía el pueblo mantener la más marcada separación de los cananeos? ¿Por qué debían rehusar firmemente hacer alianza, o unirse en matrimonio con ellos? ¿Por qué debían demoler sus altares, quebrar sus estatuas, y abatir sus bosques? Sencillamente porque ellos eran un pueblo santo. Y ¿quién les había constituido en un pueblo santo? Jehová. Él los había escogido, y los había amado; Él los había redimido, y los había apartado para Sí, de aquí que fuera de Su competencia y de Su prerrogativa prescribirles cómo debían ser y cómo debían obrar. “Sed santos, porque Yo soy santo.”
No era en modo alguno sobre el principio de: “No te llegues a mí pues soy más santo que tú.” Esto es evidente por lo que sigue. “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová, y os ha escogido; porque vosotros erais los más pocos de todos los pueblos; sino porque Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano fuerte, y os ha rescatado de casa de siervos, de la mano de Faraón, rey de Egipto” (Vers. 7, 8).
¡Qué palabras tan convenientes éstas para Israel! ¡Cuán saludables y necesarias! Ellas debían acordarse de que toda su dignidad, todos sus privilegios, todas sus bendiciones, no las debían a sí mismos, a su propia bondad, o a su grandeza, sino sencillamente al hecho de haber querido Jehová identificarse con ellos en Su infinita bondad y gracia soberana, y en virtud de Su pacto con sus padres, “pacto ordenado en todas las cosas y firme.” Esto, al paso que proporcionaba un divino antídoto contra la propia complacencia y la propia confianza, formaba la sólida base de su felicidad y de su seguridad moral. Todo descansaba sobre la eterna estabilidad de la gracia de Dios, y por lo mismo, quedaba excluida toda jactancia humana. “En Jehová se gloriará mi alma; oiránlo los mansos y se alegrarán.”
Es el propósito firme de Dios que “ninguna carne se gloriará en Su presencia.” Toda humana pretensión debe ser descartada. El apartará del varón la soberbia. Israel debía aprender a recordar su origen y su verdadero estado, “esclavos en Egipto,” “el más pequeño de todos los pueblos”; no cabía pues el orgullo o la jactancia. No eran en ningún particular mejores que las naciones de su alrededor; y por lo tanto si fuesen llamados a dar cuenta de su superior elevación y grandeza moral, debían atribuirlas al gratuito amor de Dios y a la fidelidad al juramento hecho a sus padres. “No a nosotros, oh Jehová., no a nosotros, sino a Tu nombre da gloria; por Tu misericordia y por Tu verdad” (Salmos 115:1).
“Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan Sus mandamientos, hasta las mil generaciones. Y que da el pago en su cara al que le aborrece, destruyéndolo: ni lo dilatará al que le odia, en su cara le dará el pago” (Vers. 9, 10).
Aquí tenemos dos hechos importantísimos expuestos a nuestra consideración; el uno, lleno de rico consuelo y aliento para todo verdadero amante de Dios; el otro, repleto de la más intensa solemnidad para todo aborrecedor de Dios. Todos los que aman realmente a Dios y guardan Sus mandamientos pueden contar con Su infalible fidelidad y tierna misericordia, en todo tiempo y en todas las circunstancias. “A los que a Dios aman, todas las cosas les ayudan a bien, es a saber, a los que conforme al propósito son llamados.” Sí, por la gracia infinita, tenemos el amor de Dios en nuestros corazones, y el temor Suyo ante nuestros ojos, podemos avanzar con buen ánimo y gozosa confianza, seguros de que todo irá bien, de que todo ha de ir bien. “Carísimos, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquier cosa que pidiéremos, la recibiremos de Él, porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de Él.”
Esta es una grande y eterna verdad; verdad para Israel, verdad para la iglesia. Las dispensaciones no hacen diferencia en cuanto a esto. Si estudiamos el capítulo 7 de Deuteronomio o el tercer capítulo de 1 Juan, aprendemos la misma gran verdad práctica, a saber: que Dios se deleita en aquellos quienes Le temen y Le aman y guardan Sus mandamientos. El amor y la legalidad no tienen nada de común; están tan distantes uno de otra como los polos. “Porque este es el amor de Dios que guardemos Sus mandamientos: y Sus mandamientos no son penosos.” El espíritu y genio, el fundamento y carácter de nuestra obediencia, todo tiende a probar que es contrario a la legalidad. Tenemos la íntima convicción de que todos aquellos que están siempre dispuestos a exclamar: “legalismo, legalismo” cuando vean que se les insta a la obediencia, están lamentablemente equivocados. Si se enseñara que debiéramos alcanzar por nuestra obediencia la alta posición y parentesco de hijos de Dios, entonces sí que verdaderamente pudiera hacerse el severo cargo de legalismo. Pero aplicar tal epíteto a la obediencia cristiana, es, lo repetimos, una deplorable equivocación moral. La obediencia no puede preceder jamás a la filiación; pero la filiación o parentesco de hijo debe ser siempre seguida por la obediencia.
Y ya que estamos tratando de este asunto debemos llamar la atención del lector a uno o dos pasajes en el Nuevo Testamento los cuales no son bien entendidos por muchas personas. En el capítulo quinto de Mateo, leemos: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen. Para que seáis hijos (vioí) de vuestro Padre que está en los cielos que hace que Su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos . . . Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Vers. 43-48).
Este pasaje, a juicio de algunos, parece enseñar que el parentesco de hijo puede lograrse por cierta línea de conducta; pero no es así. Se trata de la conformación moral o acomodamiento al carácter y caminos de nuestro Padre. A menudo oímos en la vida diaria la siguiente expresión: “No sería usted hijo de su padre si llegara a obrar de tal, manera.” Es como si nuestro Señor hubiera dicho: “Si queréis ser hijos de vuestro Padre celestial, debéis obrar en gracia para con todos; porque esto es lo que Él hace.
También en la segunda carta a los Corintios, capítulo 6, leemos: “Por lo cual salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y Yo os recibiré. Y seré a vosotros Padre, y vosotros me seréis a mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” Aquí no se trata del secreto parentesco de hijos, formado por obra divina, sino del público reconocimiento de la posición de hijos como resultado de nuestro apartamiento del mal.
Será conveniente que el lector comprenda bien esta importante distinción. Es de gran valor práctico. No llegamos a ser hijos por separarnos del mundo. “Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.” “Mas a todos los que le recibieron dióles potestad (o autoridad) de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en Su nombre; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, mas de Dios (Gl. 3:26; Juan 1:12, 13.)
“Él, de Su voluntad nos ha engendrado por la palabra de verdad” (Stg. 1:18). Llegamos a ser hijos por el nuevo nacimiento, que, gracias sean dadas a Dios, es una operación divina desde su principio al fin. ¿Qué tuvimos que hacer nosotros en nuestro nacimiento natural? Nada. Y ¿qué tenemos que hacer nosotros en nuestro nacimiento espiritual? Evidentemente nada.
Pero luego hemos de recordar que Dios sólo puede identificarse y públicamente reconocer a los que, por gracia, procuran andar de una manera aceptable a Él, y que es digna de los hijos e hijas del Señor Todopoderoso. Si nuestros caminos no son semejantes a Él, si andamos mezclados con toda suerte de cosas malas, si entramos en yugo desigual con los infieles ¿cómo podemos esperar que Dios nos reconozca como hijos Suyos? En Hebreos 11, leemos de aquellos que confesaban “que eran peregrinos y advenedizos sobre la tierra,” y que “claramente daban a entender que buscaban una patria”; y de ellos se nos dice que “Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos.” Él podía identificarse públicamente con ellos y reconocerlos. Él podía reconocerlos como Suyos.
Lector, dediquemos seriamente nuestros corazones a la consideración de esta gran cuestión práctica. Atendamos seria y honestamente a nuestra conducta. Averigüemos con verdad e integridad de corazón si estamos unidos en “yugo desigual con los infieles” en algo o para un fin cualquiera. Si fuese así, prestemos sincera atención a las palabras: “Salid de en medio de ellos, y apartaos, y no toquéis lo inmundo.” Puede suceder que el poner en práctica este santo mandamiento nos exponga a los cargos de fanatismo, estrechez de criterio e intolerancia; puede tener el aspecto de orgullo farisaico y de la complacencia propia. Se nos dirá que no debemos juzgar a los demás, y que no debemos tenernos por más santos o mejores que los demás.
A toda esta serie de consideraciones, tenemos una muy sencilla y concluyente respuesta, y es, el expreso mandamiento de Dios. Él nos dice que nos separemos, que salgamos, que no toquemos a lo inmundo; y todo ello a fin de recibirnos, y de reconocernos como hijos e hijas. Esto debe bastarnos. Que la gente piense o diga de nosotros lo que quiera, que nos llame como quiera; Dios se entenderá con ellos tarde que temprano; nuestro deber es separarnos de los incrédulos, si queremos ser recibidos y reconocidos por Dios. Si los creyentes andan mezclados con los que no creen ¿de qué modo podrán ser conocidos o distinguidos como los hijos o hijas del Señor Todopoderoso?
Mas, se nos preguntará tal vez: “¿Cómo hemos de conocer a los que no creen? Todos profesan ser cristianos; todos ellos profesan pertenecer a Cristo; no estamos rodeados de paganos o judíos incrédulos; ¿cómo, pues, podremos juzgar? Era cosa fácil en los primeros días del cristianismo cuando el Apóstol escribió su carta a la asamblea de Corinto; entonces la línea de demarcación era tan clara como un rayo del sol; allí estaban las tres clases, “el judío, el gentil y la iglesia de Dios”; pero ahora todo ha cambiado; vivimos en un país cristiano, bajo un gobierno cristiano, estamos rodeados de cristianos, y por lo tanto el texto en 2 Corintios 6 no puede aplicarse a nosotros; aquel texto fue propio para la iglesia cuando estaba en su infancia, cuando acababa de separarse del judaísmo por un lado y del paganismo por otro; mas aplicar tal principio en esta época tan avanzada en la historia de la iglesia es una imposibilidad.
A todos los que adoptan este criterio vamos a proponerles una pregunta muy sencilla. ¿Es verdad que la iglesia ha alcanzado tal grado de adelanto en su historia que ya no necesita del Nuevo Testamento como guía y como autoridad? ¿Hemos alcanzado ya una línea que representa el más allá de la Santa Escritura? Si es así, ¿qué hemos de hacer? ¿A dónde hemos de dirigir nuestras miradas en busca de guía? Si admitimos por un momento que el texto de 2 Corintios 6 no tiene actualmente aplicación a los cristianos, ¿qué garantía tenemos de que otros textos o porciones del Nuevo Testamento puedan tener aplicación a nosotros?
El hecho es que la Escritura está destinada para la iglesia de Dios considerada en su totalidad, y para cada miembro de ella en particular; de donde se desprende que en tanto la iglesia permanezca en la tierra, la Escritura será de aplicación para ella. Dudar de esto es una manifiesta contradicción a las palabras del inspirado Apóstol cuando nos dice que la santa Escritura nos puede hacer “sabios para la salvación,” esto es, “sabios” hasta el día de la gloria, porque tal es la bendita fuerza de la palabra “salvación” en 2 Timoteo 3:15.
No necesitamos nueva luz, ni una nueva revelación; poseemos “toda verdad” entre las cubiertas de nuestra preciosa Biblia. ¡Gracias a Dios por ello! No necesitamos de la ciencia ni de la filosofía para hacernos sabios. La verdadera ciencia y la sana filosofía en nada menoscaban el testimonio de la Santa Escritura; no pueden añadirle nada, pero no la contradicen. Cuando los incrédulos nos hablan del “progreso,” “desenvolvimiento,” de la “luz de la ciencia,” nos apoyamos con santa confianza y tranquilidad en las preciosas palabras “toda verdad,” “sabio para la salvación.” Es imposible ir más allá. ¿Qué puede añadirse a “toda verdad”? ¿Qué más ha de faltarnos o puede faltamos para ser sabios hasta el día de la venida de nuestro Señor Jesucristo?
Además, recordemos que no se ha verificado cambio alguno en las posiciones respectivas de la iglesia y del mundo. Es tan verdadero hoy, como lo fue diez y nueve siglos atrás, cuando nuestro Señor pronunció las palabras que Su pueblo no es del mundo, como Él tampoco era del mundo (Juan 17). El mundo es aún el mundo. Podrá haber cambiado su vestido, en ciertos lugares, pero no ha cambiado su verdadero carácter, su espíritu y sus principios. De consiguiente, es tan malo hoy día, como lo fue cuando Pablo escribió su epístola a la iglesia de Corinto, el que los cristianos se unan en “desigual yugo con los infieles.” No podemos pasar por alto esto. No podemos desprendernos de nuestra responsabilidad sobre ello. En ningún modo podemos resolver la dificultad diciendo: “No debemos juzgar a otros.” Estamos obligados a juzgar. Si rehusamos juzgar, rehusamos obedecer, y ¿qué es esto sino franca rebelión? Dios dice: “Salid de en medio de ellos, y apartaos.” Y si replicamos: “No debemos juzgar,” ¿dónde estamos? El hecho es que nos manda en absoluto que juzguemos. “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Pero a los que están fuera, Dios juzgará” (1 Co. 5:12, 13).
No proseguiremos en este orden de consideraciones. Queremos creer que el lector es de los que reconocen sin reserva la directa aplicación a sí mismo del pasaje citado al principio. Es tan claro como preciso; llama al pueblo de Dios a salir y a mantenerse aparte, y a no tocar a lo inmundo. Esto es lo que Dios exige de Su pueblo a fin de reconocerlo por Suyo; y debe ser ciertamente el más profundo y sincero deseo de nuestros corazones atender a Su voluntad llena de gracia respecto a este punto, sin tener en cuenta para nada lo que el mundo pueda pensar de nosotros. Algunos de nosotros temen mucho ser tildados de estrechez de criterio y de fanatismo; pero ¡oh!, cuán poco importa a un corazón verdaderamente consagrado lo que los hombres piensen de nosotros! El pensamiento humano fenece en una hora. Cuando seamos manifestados ante el tribunal de Cristo, cuando estemos en el pleno resplandor de la gloria, ¿qué podrá importarnos que los hombres nos consideren como de criterio estrecho o amplio, fanáticos o liberales? ¿Y qué nos importa aun en la actualidad? Ni el peso de un cabello. Nuestro objeto primordial debe ser obrar de tal manera, comportarnos de tal modo que seamos “aceptables” a Aquél que nos hizo “aceptos.” ¡Que así sea para el que esto escribe y para el que lea, y para todo miembro del cuerpo de Cristo!
Volvamos por un momento a la importante y muy solemne verdad expuesta en el verso 10 de nuestro capítulo. “Ni lo dilatará al que le odia, en su cara le dará el pago.” Si a los que aman a Dios se les conforta en el verso 9, y se les alienta de un modo bendito a guardar Sus mandamientos, a los que aborrecen a Dios son llamados a oír unas palabras de amonestación en el verso 10.
Vendrá el día en que Dios tratará personalmente, cara a cara, con Sus enemigos. Cuán terrible es pensar que alguien pueda, aborrecer a Dios, aborrecer a Aquél del cual se dice ser, y es en realidad, “Luz” y “Amor”; la misma fuente del bien, el Autor y Dador de todo don perfecto y bueno, el Padre de las luces; a Aquél cuya liberal mano suple las necesidades de todo ser viviente, que oye los graznidos del polluelo del cuervo, y apaga la sed del asno montés; al infinitamente bueno, al solo sabio, al Dios perfectamente santo, Señor de todo poder y potestad, creador de los términos de la tierra y Aquél que tiene poder para destruir juntamente el cuerpo y el alma en el infierno.
Piensa por unos momentos, lector, en que hay quien aborrece a un Ser tal como Dios; y sabemos que todo aquél que no le ama, le ha de odiar forzosamente. Las gentes no lo comprenderán así; muy pocos serán los que estarán dispuestos a reconocerse a sí mismos como absolutamente aborrecedores de Dios; pero no existe un terreno neutral en esta magna cuestión; hemos de estar en pro o en contra; y la gente, en realidad, no anda remisa en ostentar su bandera. Sucede a menudo que la profunda enemistad contra Dios que se alberga en el corazón sale al exterior en palabras de un odio contra Su pueblo, contra Su Palabra, contra Su culto, contra Su servicio. Cuán a menudo oímos expresiones tales como: “Aborrezco a la gente religiosa”; “Odio toda hipocresía”; “No puedo ver a los predicadores.” La verdad es, que es a Dios mismo a quien se aborrece. “La intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede”; y esta enemistad se hace aparente cuando se trata de personas o cosas relacionadas con Dios. En los fondos de todo corazón no convertido anida la más positiva enemistad contra Dios. Todo hombre en su estado natural aborrece a Dios.
Ahora bien; Dios declara en el Deuteronomio 7:10, que Él “ni lo dilatará (el castigo) al que Le odia; en su cara le dará, el pago.” Esta es una verdad muy solemne, la cual debería ser insistida más y más sobre la atención de todos a quienes concierne. Los hombres no gustan de oírla; muchos afectan y profesan no creerla. Quisiera de buen grado persuadirse y persuadir también a los demás de que Dios es demasiado bueno, demasiado benévolo, demasiado misericordioso, demasiado benigno para proceder con estricto juicio con Sus criaturas. Olvidan que los caminos de Dios en Su gobierno son tan perfectos como Sus caminos en la gracia. Se imaginan que el gobierno de Dios pasará por alto o tratará ligeramente con el mal y con los malhechores.
Esto es una miserable y fatal equivocación, y así lo echarán de ver los hombres a una costa abrumadora y eterna.
Verdad es, bendito sea Dios, que Él puede, en Su gracia rica y soberana y en Su misericordia, perdonar nuestros pecados, borrar nuestras transgresiones, cancelar nuestras culpas, justificarnos enteramente, y llenar nuestros corazones con el espíritu de adopción. Pero esto es otro asunto del todo diferente. Es la gracia, reinando por la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor. Es Dios, en Su admirable amor, proporcionando justicia para el pobre y culpable pecador, merecedor del infierno, que sabe, siente y reconoce que no tiene ninguna justicia suya y jamás podría alcanzarla por sí mismo. Dios, en Su maravilloso amor, ha proveído de medios por los cuales puede ser justo y ser el justificador de todo pecador quebrantado de corazón que confía sencillamente en Jesús.
Pero ¿cómo se hizo esto? ¿Fue pasando por alto el pecado, como si no fuese nada? ¿Fue atenuando los derechos del gobierno divino, rebajando la norma de la santidad divina, o cercenando en algo, a la dignidad, severidad y majestad de la Ley? No; gracias y alabanzas al amor redentor: fue todo lo contrario. Nunca hubo o pudo haber más terrible expresión del eterno aborrecimiento de Dios hacia el pecado, de Su implacable propósito de condenarlo por completo y de castigarlo eternamente; nunca hubo o pudo haber una más gloriosa vindicación del gobierno divino, un más perfecto mantenimiento de la norma de la santidad divina, de Su verdad y de Su justicia; jamás fue la ley más gloriosamente vindicada o más completamente establecida, que por ese muy glorioso plan de redención, trazado, ejecutado y revelado por la eterna Trinidad; trazado por el Padre, ejecutado por el Hijo y revelado por el Espíritu Santo.
Si queremos tener un justo sentido de la espantosa realidad del gobierno de Dios; de Su ira contra el pecado, y del verdadero carácter de Su santidad, debemos contemplar la cruz; debemos prestar atención al amargo lamento salido del corazón del Hijo de Dios y que rasgó las negras sombras del Calvario: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has abandonado?” Jamás tal pregunta se había formulado antes, jamás tampoco se ha formulado después; jamás se repetirá, no, jamás podrá formularse de nuevo. Si consideramos quién fue Aquél que preguntó, Aquél a quien se dirigió la pregunta, y la respuesta, comprenderemos que aquella pregunta permanece absolutamente única en los anales de la eternidad. La cruz es la medida del aborrecimiento de Dios al pecado, como también es la medida de Su amor al pecador. Es el imperecedero fundamento del trono de la gracia, la base de la divina justicia sobre la cual Dios puede perdonar nuestros pecados, y constituirnos perfectamente justos en un Cristo resucitado y glorificado.
Pero si los hombres desprecian todo esto, y persisten en su aborrecimiento de Dios, y, con todo, hablan de que es demasiado bueno, demasiado benévolo para castigar a los malos ¿qué les sucederá? “El que es incrédulo (no obediente), al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3: 36). ¿Es posible, podemos creer por un momento, que un Dios justo hubiese ejecutado el castigo sobre Su Hijo unigénito, Su muy amado, Su eterna delicia, por llevar nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, y a pesar de ello permitiera escapar el castigo al pecador impenitente? Jesús, el Hombre inmaculado, santo y perfecto (el único Hombre perfecto que pisó este mundo) debió sufrir por los pecados, el justo por los injustos ¿y habrán de ser salvos, bendecidos y llevados al cielo los malos, los incrédulos y los aborrecedores de Dios? ¡Y todo esto porque Dios es demasiado benévolo y demasiado bueno para castigar a los pecadores eternamente en el infierno! Costóle a Dios la entrega, el abandono y magullamiento de Su amado Hijo para salvar a Su pueblo de sus pecados y ¿habrán de ser los impíos pecadores, menospreciadores y rebeldes salvados en sus pecados? ¿Murió el Señor Jesucristo sin motivo alguno? ¿Le expusó Jehová a la aflicción y escondió de Él Su rostro sin necesidad alguna? ¿Por qué los tremendos horrores del Calvario? ¿por qué las tres horas de tinieblas? ¿Por qué aquel amarguísimo lamento: “Dios Mío, Dios Mío, por qué Me has abandonado”? ¿Por qué todo esto, si los pecadores pueden llegar al cielo sin necesidad de ello? ¿Por qué tan inconcebibles aflicciones y sufrimientos para nuestro bendito Señor, si Dios es demasiado benévolo, demasiado benigno, demasiado tierno para mandar pecadores al infierno?
¡Qué inmensa locura! ¿Qué no creerán los hombres con tal que no sea la verdad de Dios? La pobre y oscura inteligencia humana pretenderá creer la más monstruosa absurdidad a fin de tener una excusa para rechazar la clara enseñanza de la Escritura. Lo que los hombres jamás pensarían en atribuir a un buen gobierno humano, no vacilan en atribuir al gobierno del solo sabio, el solo verdadero, el solo justo Dios. ¿Qué pensaríamos de un gobierno que no pudiera o no quisiera castigar a los malhechores? ¿Quisiéramos vivir bajo tal gobierno? ¿Qué pensaríamos de un gobierno en Inglaterra que, por ser tan benévolo, tan gracioso, de corazón tan tierno, no pudiera permitir que los criminales fuesen castigados según la ley? ¿Quién quisiera vivir en Inglaterra?
Lector: ¿no se ve como este solo versículo que tenemos a la vista, echa por tierra completamente todas las teorías y los argumentos que los hombres en su necedad e ignorancia han propuesto tocante al gobierno divino? “Jehová tu Dios, es Dios, Dios fiel que . . . da el pago en su cara al que Le aborrece, destruyéndolo: ni lo dilatará al que Le odia; en su cara le dará el pago.”
¡Oh, si los hombres quisieran atender a la voz de Dios! ¡Si quisieran darse por amonestados por sus claras, enfáticas y solemnes afirmaciones en cuanto a la ira venidera, al juicio y eterno castigo! Que en vez de procurar persuadirse a sí mismos y a otros de que no, hay infierno, el gusano roedor que no muere, fuego inextinguible, ni tormento eterno, quisieran atender a la voz de aviso, y, antes de que sea demasiado tarde, buscar refugio en la esperanza puesta ante nosotros en el evangelio. En verdad que esto sería para ellos la verdadera sabiduría. Dios declara que dará el pago a los que Le aborrecen. ¡Cuán terrible el solo pensamiento de tal pago! ¿Quién podrá resistirlo? El gobierno de Dios es perfecto; y porque es así, es enteramente imposible que pueda consentir que el mal quede sin castigo. Nada puede ser más claro que esto. Toda la Escritura, desde el Génesis al Apocalipsis, lo expone en forma tan clara y con tal fuerza que es el colmo de la locura que los hombres quieran argüir en contra de ello. Cuánto mejor, más cuerdo y más seguro sería huir de la ira que ha de venir, que negar su venida y que cuando venga, su duración ha de ser eterna. Es completamente vano intentar aducir razonamientos en contra de la verdad de Dios. Toda palabra de Dios permanecerá para siempre. Vemos las actuaciones del gobierno de Dios en Su pueblo Israel, y en los cristianos hoy. ¿Pasó por alto el mal en Su pueblo en la antigüedad? Nada de esto, al contrario, les visitaba de continuo con Su vara de castigo, y esto, cabalmente por ser Su pueblo, como les dijo por Su profeta Amós, “Oíd esta palabra que ha hablado Jehová contra vosotros, hijos de Israel, contra toda la familia que hice subir de la tierra de Egipto. Dice así: A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto visitaré contra vosotros todas vuestras maldades” (Amós 3:1, 2).
Tenemos expuesto este mismo importante principio en la primera epístola de Pedro, aplicado a los cristianos en la actualidad: “Porque es tiempo de que el juicio comience de la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿qué será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios? Y si el justo con dificultad se salva, ¿a dónde aparecerá el infiel y el pecador?” (Cap. 4: 17, 18).
Dios castiga a los Suyos, porque son Suyos, y para que no sean condenados con el mundo (1 Co. 11). A los hijos de este mundo se les permite seguir su camino; pero su día está llegando, día negro y abrumador, día de juicio y de castigo sin atenuación. Los hombres podrán dudar, argumentar y razonar; pero la escritura es clara y enfática. Dios “ha establecido un día en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por aquel varón al cual ha determinado.” El día de juicio está llegando, en el cual dará al hombre el pago en su cara.
Es en verdad edificante observar de qué modo Moisés, el amado y honrado siervo de Dios, guiado seguramente por el Espíritu de Dios, urgió las grandes y divinas realidades del gobierno de Dios en la conciencia de la congregación. Oigamos de qué modo suplica y exhorta: “Guarda por tanto los mandamientos, y estatutos, y derechos que Yo te mando hoy que cumplas. Y será, que por haber oído estos derechos, y guardado y puéstolos por obra, Jehová tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres; y te amará, y te bendecirá, y te multiplicará, y bendecirá el fruto de tu vientre, y el fruto de tu tierra, y tu grano, y tu mosto, y tu aceite, la cría de tus vacas, y los rebaños de tus ovejas, en la tierra que juró a tus padres que te daría. Bendito serás más que todos los pueblos: no habrá en ti varón ni hembra estéril, ni en tus bestias. Y quitará Jehová de ti toda enfermedad; y todas las malas plagas de Egipto, que tú sabes, no las pondrá sobre ti, antes las pondrá sobre todos los que te aborrecen. Y consumirás a todos los pueblos que te da Jehová tu Dios; no les perdonará tu ojo; ni servirás a sus dioses que te será tropiezo” (Vers. 11-16).
¡Qué exhortación tan poderosa! ¡Cuán conmovedora! Nótense los dos grupos de palabras. Israel debía “oír,” “guardar,” y “hacer,” Jehová debía “amar,” “bendecir,” y “multiplicarles.” ¡Ah! Israel faltó, faltó triste y vergonzosamente, bajo la ley y bajo el gobierno; y de aquí que, en vez de amor, bendición y crecimiento, ha habido juicio, maldición, esterilidad, dispersión, desolación.
Pero, bendito sea el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; si Israel ha fracasado bajo la ley y el gobierno, Él no ha fracasado en Su rica y soberana gracia y preciosa misericordia. Guardará el pacto y la misericordia que juró a sus padres. Ni una jota, ni una tilde de su promesa quedará sin cumplir. Cumplirá al pie de la letra todas Sus promesas de gracia. Aunque no puede hacer esto desde el punto de vista de la obediencia de Israel, quiere hacerlo y lo hará por la sangre del pacto eterno, la preciosa sangre de Cristo, el Hijo eterno: ¡homenaje a Su Nombre sin par!
Sí, lector: El Dios de Israel no puede consentir que una sola de Sus promesas caiga en tierra. ¿Qué sería de nosotros si lo hiciera? ¿Qué seguridad, qué descanso, qué paz podríamos tener si el pacto de Jehová con Abraham pudiera fallar en sólo un punto? Verdad es que Israel ha perdido todo derecho. Si fuera cosa de atender a la descendencia carnal, Ismael y Esaú pudieran alegar prioridad. Si se tratara de la obediencia a la ley, el becerro de oro y las tablas de piedra quebradas podrían contar una triste historia. Si se tratara de Su gobierno ateniéndonos al pacto hecho junto a Moab, no podrían alegar razón alguna.
Mas Dios será Dios, a pesar de la lamentable infidelidad de Israel. “Porque sin arrepentimiento son las mercedes y la vocación de Dios,” de aquí, pues, que “todo Israel será salvo.” Dios, con toda seguridad, hará honor a Su juramento a Abraham, a pesar de todo el fracaso y ruina de la simiente de Abraham. Debemos asimos firmemente a esto, ante todo pensamiento, sentimiento u opinión en contra a ello. Israel será restaurado, bendecido y multiplicado en su propia amada y santa tierra. Descolgarán sus arpas de las ramas de los sauces, y bajo la apacible sombra de sus vides y de sus higueras, cantarán las sublimes alabanzas de su amante Salvador y Dios durante el sábado milenario que esperan. Tal es el invariable testimonio de la Escritura desde el principio al fin, que debe mantenerse en su integridad, y cumplirse en todas sus partes, para la gloria de Dios y sobre la base de Su pacto perpetuo.
Mas debemos ya volver a nuestro capítulo, cuyos finales versículos requieren especial atención. Es muy conmovedor y bello al mismo tiempo observar de qué modo procura Moisés animar el corazón del pueblo con respecto a las temidas naciones de Canaán. Penetra y anticipa a los más íntimos pensamientos y sentimientos del pueblo sobre esto.
“Cuando dijeres en tu corazón: Estas gentes son muchas más que yo, ¿cómo las podré desarraigar? No tengas temor de ellas: acuérdate bien de lo que hizo Jehová tu Dios con Faraón y con todo Egipto; de las grandes pruebas que vieron tus ojos, y de las señales y milagros, y de la mano fuerte y brazo extendido con que Jehová tu Dios te sacó: así hará Jehová tu Dios con todos los pueblos de cuya presencia tú temieres. Y también enviará Jehová tu Dios sobre ellos avispas, hasta que perezcan los que quedaren, y los que se hubieren escondido de delante de ti. No desmayes delante de ellos, que Jehová tu Dios está en medio de ti, Dios grande y terrible. Y Jehová tu Dios echará a estas gentes de delante de ti poco a poco: no las podrás acabar luego, porque las bestias del campo no se aumenten contra ti. Mas Jehová tu Dios las entregará delante de ti, y Él las quebrantará con grande destrozo, hasta que sean destruidas. Y Él entregará sus reyes en tu mano, y tú destruirás el nombre de ellos de debajo del cielo: nadie te hará frente hasta que los destruyas. Las esculturas de sus dioses quemarás en el fuego; no codiciarás plata ni oro de sobre ellas, para tomarlo para ti, porque no tropieces en ello, pues es abominación a Jehová tu Dios. Y no meterás abominación en tu casa, porque no seas anatema como ello; del todo lo aborrecerás y lo abominarás, porque es anatema (Vers. 17-26).
El gran remedio para todos los temores derivados de la incredulidad consiste sencillamente en fijar los ojos en Dios vivo; de este modo el corazón se levanta por sobre las dificultades cualesquiera que sean. De nada sirve el negar que haya dificultades e influencias adversas de toda clase. Esto no prestaría consuelo ni ánimo al corazón abatido. Al hablar de pruebas y dificultades algunos adoptan un estilo que tiende a probar, no su conocimiento práctico de Dios, sino su profunda ignorancia de las rigurosas realidades de la vida. Quisieran persuadirnos de buen grado que no hemos de sentir las pruebas, las penas y dificultades del camino. Igual pudieran decirnos que no debiéramos tener una cabeza sobre los hombros o un corazón en el pecho. Tales personas no saben consolar a los abatidos. Son meros teóricos visionarios enteramente incapaces de ministrar a las almas que pasan por conflictos o que luchan con los hechos de nuestra vida diaria.
¿De qué modo procuró Moisés animar los corazones de sus hermanos? “No tengas temor,” les dice; pero ¿por qué? ¿Era acaso porque no había enemigos, ni dificultades, ni peligros? Nada de eso; sino porque “Jehová tu Dios está en medio de ti, Dios grande y terrible.” Aquí está la verdadero consuelo y aliento; los enemigos estaban enfrente; pero Dios es el recurso seguro. Así fue como Josafat en tiempo de prueba y de aprieto procuró alentarse y animar a sus hermanos: “¡Oh, Dios nuestro! ¿no los juzgarás Tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos lo que hemos de hacer, mas a Ti volvemos nuestros ojos.”
Tal es el precioso secreto. Los ojos fijos en Dios. Su poder está en acción y todo está establecido. Si “Dios es por nosotros, ¿quién será contra nosotros”? Moisés se esfuerza por medio de su precioso ministerio, hacer desaparecer los temores que se levantaban en el corazón de Israel. “Estas naciones son mayores que nosotros.” Sí; pero estas naciones no son mayores que el “Dios grande y terrible.” ¿Qué naciones pudieran sostenerse ante Él? Tuvo un solemne pleito con esas naciones por causa de sus terribles pecados; su iniquidad estaba rebosando; el tiempo de la ira había llegado, y el Dios de Israel iba a echarlas de delante de Su pueblo.
De aquí que, por lo tanto, Israel no tenía necesidad de temer el poder del enemigo. Jehová se encargaría de esto. Pero había algo mucho más temible que el poder de aquellos enemigos, y esto era su idolatría con su influencia engañadora. “Las esculturas de sus dioses quemarás en el fuego.” “¡Qué!” pudieron pensar, “hemos de destruir el oro y la plata que adornan estas imágenes? ¿No podía convertirse en algo útil? ¿No es una lástima destruir lo que tiene tanto valor intrínseco? Bueno que se quemen las imágenes, pero ¿por qué no reservar el oro y la plata?”
¡Ah! nuestro pobre corazón está muy dispuesto a discurrir de ese modo. Así es como muchas veces nos engañamos a nosotros mismos cuando nos vemos obligados a juzgar y a abandonar lo malo. Queremos persuadirnos a nosotros mismos de la justicia en hacer alguna reserva; nos imaginamos que podemos entrecoger y escoger y hacer alguna distinción. Estamos dispuestos a abandonar algo de lo malo, pero no la totalidad del mismo. Estamos dispuestos a quemar la madera del ídolo, pero reservando el oro y la plata.
¡Engaño fatal! “No codiciarás plata ni oro de sobre ellos para tomar para ti, porque no tropieces en ello, pues es abominación a Jehová tu Dios.” Todo debe ser abandonado, todo destruido. Retener un átomo de la cosa anatematizada es caer en el lazo del diablo, y ligarnos a lo que, aunque muy apreciado de los hombres, es abominable a los ojos de Dios.
Notemos y consideremos los últimos versos de nuestro capítulo. ¡Introducir una abominación en casa, es hacernos abominables! ¡Cuán solemne! ¿Lo comprendemos claramente? ¡El que introdujo en su casa una abominación, se hizo anatema como esa cosa!
Lector: Quiera el Señor guardar nuestros corazones, separándolos del mal, y haciéndolos fieles y leales a Él.
Capítulo 8
“Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que Yo os ordeno hoy, porque viváis, y seáis multiplicados, y entréis y poseáis la tierra de la cual juró Jehová a vuestros padres. Y acordarte has de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que estaba en tu corazón, si habías de guardar o no Sus mandamientos” (Vers. 1, 2).
Es edificante, refrescante y animador a un tiempo volver la vista atrás sobre el curso a lo largo del cual la mano fiel de nuestro Dios nos ha conducido; trazar Sus tratos sabios y llenos de gracia para con nosotros; recordar Sus muchas y maravillosas intervenciones en favor nuestro, del modo que nos libró de aquel aprieto, de tal otra dificultad; de cómo, muchas veces, cuando estábamos ya sin saber qué hacer, se presentó en nuestro auxilio y abrió camino ante nosotros, censurando nuestros temores y llenando nuestros corazones de cánticos de alabanza y agradecimiento.
No debemos confundir en modo alguno este grato ejercicio con el hábito miserable de mirar atrás a nuestros caminos, al logro de nuestros propósitos, nuestros progresos, nuestros servicios, a todo lo que hemos podido hacer, aun cuando estemos dispuestos a admitir que sólo por la gracia de Dios hemos sido capaces de hacer alguna pequeña obra para Él. Todo esto sólo conduce a la propia satisfacción, la cual es destructora de toda espiritualidad de ánimo. La retrospección personal es tan dañosa en sus efectos morales como la introspección. En suma, el egoísmo en cualquiera de sus múltiples fases es sumamente perniciosa; es, en cuanto a lo que se le permite operar, el golpe mortal a la comunión. Todo cuanto tiende a poner el yo, o lo propio, ante la mente, debe ser juzgado y rechazado con firme decisión; produce la esterilidad, la oscuridad y la debilidad. El detenerse a mirar atrás a nuestros hechos y a nuestros fines alcanzados es la más desdichada ocupación a que puede dedicarse una persona. Podemos estar seguros de que no era a tales ocupaciones a las que Moisés exhortaba al pueblo cuando le encargaba que “recordara todo el camino por donde Jehová su Dios les había traído.”
Podemos aquí recurrir, por un momento, a las memorables palabras del apóstol de Filipenses 3: “Hermanos, yo mismo no hago cuenta de haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús.”
Ahora bien; la cuestión es la siguiente: ¿cuáles eran esas cosas de las cuales nos habla el bendito Apóstol? ¿Olvidaba acaso los preciosos tratos de Dios para con su alma durante todas las jornadas de su paso por la vida? Imposible; en realidad tenemos la más clara y completa evidencia de lo contrario. Oigamos sus conmovedoras palabras ante Agripa: “Ayudado del auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes.” De igual modo, escribiendo a su amado hijo y colaborador Timoteo, pasa revista al pasado, y habla de las persecuciones y aflicciones que habían sufrido, “pero,” añade “el Señor me libró.” Y añade: “En mi primera defensa ninguno me ayudó, antes me desampararon todos: no les sea imputado. Mas el Señor me ayudó, y me esforzó para que por mí fuese cumplida la predicación, y todos los gentiles oyesen; y fui librado de la boca del león.”
¿A qué, pues, hace referencia el Apóstol cuando habla de “olvidar lo que queda atrás”? Nosotros creemos que se refiere a todas aquellas cosas que no tenían relación con Cristo; cosas en las cuales el corazón podía descansar, y la naturaleza: podía gloriarse; cosas que podían obrar como peso y como estorbo; todas ellas habían de ser olvidadas en la ardiente prosecución de aquellas grandes y gloriosas realidades que aparecían ante él. No podemos creer que Pablo o cualquier hijo de Dios o siervo de Cristo, pudiera desear jamás olvidar una sola escena o circunstancia de su carrera terrestre que en algún modo fuera un ejemplo de la bondad, de la tierna misericordia y fidelidad de Dios. Al contrario; creemos que una de nuestras más dulces ocupaciones será siempre tener presente los hechos de nuestro Padre en Su trato con nosotros durante nuestro paso por el desierto hacia el hogar de nuestro eterno descanso.
Pero no quisiéramos que se nos entendiera mal. No quisiéramos apoyar en modo alguno la costumbre de detenernos meramente en nuestra propia experiencia. Esta es, a menudo, una menguada ocupación y viene a parar al fin en una ocupación personal. Debemos mantenernos en guardia contra esto, como una de las muchas cosas que tienden a amenguar nuestro tono espiritual y desviar de Cristo nuestros corazones. Pero no debemos nunca tener miedo del resultado de mantener vivo el recuerdo de cómo ha tratado y se ha portado Dios con nosotros. Eso es una bendita costumbre que tiende siempre a elevarnos fuera de nosotros mismos, y a colmarnos de espíritu de alabanza y acción de gracias.
¿Por qué, preguntamos, se recomendó a Israel que se “acordara de todo el camino” por el cual Jehová su Dios le había guiado? Seguramente para que de sus corazones brotara la alabanza por lo pasado, y fortaleciera su confianza en Dios para lo porvenir. Así debe ser siempre. “Le alabaremos por todo lo pasado, y confiaremos en Él por todo lo que ha de venir.” ¡Qué podamos hacerlo así más y más! Que podamos avanzar día tras día, alabando y confiando; confiando y alabando. Estas son las dos cosas que redundan en la gloria de Dios, y en nuestra paz y gozo en Él. Cuando las miradas se fijan en los “Ebenezeres” que están a lo largo del camino recorrido, el corazón ha de dar salida a los dulces acentos de “Aleluya” a Aquél que nos ha ayudado hasta aquí, y que nos ayudará hasta el fin. Él nos ha librado, Él nos libra ahora, y Él nos librará. ¡Bendita cadena! ¡Cada eslabón es libramiento divino!
No es solamente en las señaladas mercedes y graciosas liberaciones por mano de nuestro Padre que hemos de fijarnos con devoto agradecimiento, sino también en las “humillaciones” y “pruebas” mandadas por Su sabio, fiel y santo amor. Todas estas cosas están llenas de ricas bendiciones para nuestras almas. No son como algunos las llaman “mercedes con disfraz,” sino claras, palpables, inconfundibles mercedes por las cuales habremos de alabar a nuestro Dios durante los áureos siglos de la esplendorosa eternidad que está ante nosotros.
“Y acordarte has de todo el camino,” de cada etapa de la jornada, de toda escena de la vida en el desierto, todos los tratos de Dios, del primero al último con el propósito especial de cada uno de ellos, “para afligirte, para probarte, para saber lo que estaba en tu corazón."
¡Cuán maravilloso pensar en el cuidadoso amor y la paciente gracia de Dios para Su pueblo en el desierto! ¡Qué preciosa enseñanza para nosotros! ¡Con qué interés y espiritual deleite podemos detenernos y meditar sobre el registro de los tratos divinos con Israel durante sus peregrinaciones por el desierto! ¡Cuánto podemos aprender de esa historia maravillosa! Nosotros también debemos ser afligidos y probados para que se ponga de manifiesto lo que está en nuestros corazones. Es muy provechoso y moralmente saludable.
Al emprender viaje por primera vez en pos del Señor, conocemos muy poco de las profundidades del mal y de la locura de nuestros corazones. En realidad, lo conocemos todo de un modo superficial. Es a medida que vamos adelantando en nuestra carrera práctica que empezamos a probar la realidad de las cosas; descubrimos los abismos del mal en nosotros mismos, la completa vanidad y falta de mérito de todo lo que está en el mundo, y la absoluta necesidad de la más completa dependencia, en todo momento, de la gracia de Dios. Todo esto es muy bueno; nos hace humildes y desconfiados de nosotros mismos; nos libra del orgullo y de suficiencia personal y nos conduce a apegarnos, con la simplicidad de un niño, a Aquél que es el único que puede guardarnos de caer. De este modo, a medida que vamos creciendo en el conocimiento de lo que somos, vamos obteniendo un sentido más profundo de la gracia, un mayor conocimiento del maravilloso amor de Dios, de Su ternura para nosotros, de Su asombrosa paciencia en soportar nuestras enfermedades y faltas, de Su rica misericordia en haberse dignado pensar de nosotros, de Su amante suministro a todas nuestras variadas necesidades, de Sus numerosas intervenciones en favor nuestro, de las pruebas por las cuales ha creído oportuno conducirnos para el provecho profundo y permanente de nuestras almas.
El efecto práctico de todo esto es incalculable; comunica al carácter profundidad, solidez y madurez; nos cura de todas nuestras crudas nociones y vanas teorías; nos libra de parcialidad y de fanatismo; nos hace tiernos, atentos, pacientes y considerados con los demás; corrige nuestros ásperos juicios, y nos da el gracioso deseo de mirar la conducta de otros desde el mejor punto de vista, y la inclinación a atribuirles los motivos mejores en casos que quizá nos parezcan equívocos. Estos son los preciosos frutos de la experiencia de la vida en el desierto, frutos que todos debemos ardientemente codiciar.
“Y te afligió, e hízote tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que el hombre no vivirá de solo pan, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre” (Vers. 3).
Este pasaje tiene especial interés e importancia derivados del hecho de ser el primer pasaje del libro del Deuteronomio citado por nuestro Señor en Su conflicto con el adversario en el desierto. Consideremos esto profundamente; requiere nuestra más viva atención. ¿Por qué citó nuestro Señor del libro del Deuteronomio? Porque este era el libro que sobre todos los demás, convenía de un modo especial con el estado de Israel en aquel momento. Israel había fracasado por completo, y este hecho importante está presupuesto en el libro del Deuteronomio desde su principio al fin. Mas, a pesar de la caída de la nación, la senda de la obediencia quedaba abierta a todo fiel Israelita. Era el privilegio y el deber de todo el que amaba a Dios, atenerse a Su Palabra bajo todas las circunstancias y en todo lugar.
Ahora bien, nuestro bendito Señor fue divinamente fiel a la posición del Israel de Dios; Israel según la carne había faltado y perdido todo; Él estaba allí, en el desierto como el verdadero Israel de Dios para oponerse al enemigo con la simple autoridad de la Palabra de Dios. “Y Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto por cuarenta días; y era tentado del diablo. Y no comió cosa en aquellos días; los cuales pasados, tuvo hambre. Entonces el diablo le dijo: Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se haga pan. Y Jesús respondiéndole, dijo: Escrito está: Que no con pan sólo vivirá el hombre, mas con toda palabra de Dios” (Lucas 4).
Aquí, pues, hay algo digno de consideración para nosotros. El Hombre perfecto, el Israel verdadero, estaba en el desierto, rodeado de bestias salvajes; ayunando por espacio de cuarenta días, en presencia del gran adversario de Dios, del hombre, de Israel. En aquella escena no había nada ni nadie que hablara por Dios. No sucedió con el segundo Hombre lo que sucedió con el primero; no estaba rodeado de todas las delicias de Edén, sino de las arideces y desolación del desierto; allí estaba en soledad y con hambre, ¡pero estaba allí para Dios!
Sí; bendito sea Su nombre; y allí estaba para el hombre; allí estaba para enseñar al hombre cómo debía hacer frente al enemigo en todas sus variadas tentaciones; allí estaba para mostrar al hombre cómo debe vivir. Ni por un momento podemos suponer que nuestro adorable Señor se opuso al adversario como siendo Dios sobre todas las cosas. En verdad, era Dios, pero si hubiese afrontado el conflicto sólo como tal, no hubiese podido proporcionarnos un ejemplo para nosotros. Además, hubiese sido innecesario demostrarnos que Dios podía vencer y ahuyentar a una criatura que Sus manos habían formado. Pero ver a Aquél que en todos conceptos era hombre, y con todas las circunstancias de la humanidad, exceptuando el pecado; verle allí en debilidad, hambriento, en medio de las consecuencias de la caída del hombre, y hallarle triunfando completamente sobre el terrible enemigo, es esto lo que nos llena de ánimo, de consuelo, de fuerza y valor.
¿Y cómo triunfó? Esta es la cuestión grande e importante sobre manera para nosotros, cuestión que exige la más profunda atención de todo miembro de la iglesia de Dios; una cuestión cuya magnitud e importancia sería completamente imposible exagerar. ¿De qué modo, pues, venció a Satanás, en el desierto el Hombre Cristo Jesús? Simplemente por la Palabra de Dios. Lo venció obrando no como Dios Omnipotente; sino como Hombre humilde, dependiente y obediente. Tenemos ante nosotros el magnífico espectáculo de un hombre que se mantiene firme en presencia del diablo, confundiéndole completamente con ninguna arma fuera de la Palabra de Dios. No fue por el despliegue de poder divino, ya que ello no hubiese podido ser un ejemplo para nosotros; fue sencillamente con la Palabra de Dios en Su corazón y en Sus labios que el segundo Hombre confundió al terrible enemigo de Dios y del hombre.
Y nótese bien que nuestro bendito Señor no discute con Satanás. No recurre a la exposición de hechos relacionados con Sí mismo, hechos que el enemigo conocía bien. Él no le dice, por ejemplo: “Yo sé que Soy el Hijo de Dios; los cielos que se abrieron, el Espíritu que descendió, la voz del Padre, todo ha dado testimonio al hecho de ser Yo el Hijo de Dios.” No; esto no hubiese servido; no hubiera ni podría haber sido ejemplo. El único punto especial a que nos conviene atender y aprender es que nuestro Gran Dechado, enfrente de todas las tentaciones del enemigo, usó tan sólo el arma que está también a nuestro alcance, esto es: la sencilla, preciosa Palabra escrita de Dios.
Decimos “todas las tentaciones,” porque en los tres casos, nuestros Señor replica invariablemente: “Está escrito.” No dice: “Yo sé”; o yo “opino”; yo “siento”; yo “creo” tal cosa o tal otra; recurre solamente a la Palabra de Dios: al libro del Deuteronomio en particular; al libro que los incrédulos se han atrevido a ultrajar pero que es sobre todo el libro para todo hombre obediente, ante la total, universal y desesperada ruina y fracaso.
Esto es de importancia indecible para nosotros, lector amado. Es como si nuestro Señor Jesús hubiera dicho al adversario: “Si Soy o no el Hijo de Dios no es asunto para tratarlo ahora, sino cómo ha de vivir el hombre”; y la respuesta a esta pregunta sólo puede hallarse en la sagrada Escritura, y en ella se halla expuesto tan claramente como la luz del medio día, enteramente aparte de todas las cuestiones que conmigo se relacionan. “Quienquiera que Yo sea, la Escritura es la misma; el hombre no vive de solo pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.”
Aquí tenemos la única actitud verdadera, segura y dichosa para el hombre, a saber: estar en sincera dependencia de “toda palabra que procede de la boca de Dios.” ¡Bendita actitud! podemos exclamar; nada parecido a ello hay en todo el mundo. Lleva al alma a un contacto directo, viviente y personal con el Señor mismo, por medio de Su Palabra. Hace a esa Palabra tan absolutamente esencial para nosotros en todo, que de ella no podemos dispensar. Así como la vida natural se sustenta con pan, así también la vida espiritual se sustenta con la Palabra de Dios. Y, esto no consiste tan sólo en acudir a la Biblia en busca de doctrinas, o para hallar en ella la confirmación de nuestras opiniones o nuestros puntos de vista; es mucho más que esto; es acudir a la Biblia para lo que es absolutamente necesario para la vida, la vida del nuevo hombre; es acudir a ella en busca de alimento, de luz, de guía, de consuelo, de autoridad, de fuerzas, para todo, en fin, lo que el alma pueda necesitar de lo primero a lo último.
Y fijémonos especialmente en la fuerza y el valor de la expresión “toda palabra.” Cuán plenamente demuestra que no podemos pasar por alto ni una sola palabra que haya procedido de la boca de Dios. Las necesitamos todas. No podemos saber en qué momento pueda surgir una exigencia, a la cual la Escritura haya proveído ya. Quizá no nos hayamos notado con particularidad el pasaje anteriormente, pero cuando sobreviene la dificultad, si estamos en el debido estado de ánimo, y en verdadera disposición de corazón, el Espíritu de Dios nos proporcionará la escritura necesaria al caso, y veremos entonces la potencia, belleza, profundidad y adaptación moral de aquel texto en el cual no nos habíamos fijado antes. La Escritura es un tesoro divino, y por lo tanto inagotable, en la cual Dios ha proveído abundantemente a todas las necesidades de Su pueblo, y para cada creyente en particular. De aquí que debamos estudiarla, meditarla, excavar profundamente en ella, y tenerla atesorada en nuestros corazones, lista para ser empleada en cuanto la necesidad lo demande.
No hay ni una sola crisis ocurrida en toda la historia de la iglesia, ni una sola dificultad aparecida en toda la senda de cualquier creyente, que no haya sido perfectamente proveída en la Biblia. Tenemos en el bendito volumen todo lo que necesitamos, de aquí que debemos procurar siempre estar más y más familiarizados con todo lo que contiene, a fin de estar así “enteramente instruidos” para cuanto pueda presentarse, ya fuese una tentación del diablo, una seducción del mundo, o un deseo carnal; ya, por otra parte, para estar equipados para la senda de buenas obras, que Dios preparó antes para que anduviéramos en ella.
Debemos además prestar especial atención a la frase siguiente: palabra “que sale de la boca de Dios.” Esto es indeciblemente precioso. Trae al Señor tan cercano a nosotros, y nos da tal sentido de la realidad de alimentarnos por cada una de Sus palabras, sí, dependiendo en ellas como algo esencial y absolutamente indispensable. Expone el bendito hecho de que nuestras almas no podrían ya subsistir sin ellas, de igual modo que nuestro cuerpo tampoco podría sin el alimento. En una palabra, ese pasaje nos enseña que la verdadera situación del hombre, su propia actitud, su único lugar de fortaleza, seguridad, descanso y bendición ha de ser en habitual dependencia de la Palabra de Dios.
Esta es la vida de fe que estamos llamados a vivir; una vida de dependencia, de obediencia, aquella vida que llevó Jesús perfectamente. Nuestro bendito Señor no movió un pie, no pronunció una palabra, no hizo una sola cosa, sino por la autoridad de la Palabra de Dios. Sin duda pudiera haber convertido la piedra en pan, pero no tenía mandato de Dios para hacer tal cosa; y puesto que no tenía el mandato, no hubo motivo para la acción. De aquí que las tentaciones de Satanás fuesen completamente impotentes. Nada podía lograr del Hombre que sólo quería actuar bajo la autoridad de la Palabra de Dios.
Hemos de observar también con el mayor interés y para nuestro provecho, que nuestro Señor no cita la Escritura con el propósito de reducir al silencio a Su adversario, sino sólo como autoridad en pro de su situación y conducta. Aquí es donde estamos tan expuestos a fracasar. No hacemos el uso suficiente de la bendita Palabra de Dios de esta manera; la citamos a veces, más con aires de victoria sobre el enemigo, que como poder y autoridad sobre nuestras almas. De este modo pierde su poder en nuestros corazones. Necesitamos usar de la Palabra como el hambriento usa del pan, o como el marinero se sirve del mapa y de la brújula; ha de ser aquella de lo cual vivimos, por lo que nos movemos y obramos, pensamos y hablamos. Así es en realidad, y entre más completamente probemos que es todo esto, a nosotros, tanto más conoceremos su infinito valor. ¿Quién es el que conoce mejor el valor real del pan? ¿Acaso el químico? No, sino el hambriento. El químico puede analizarlo y discurrir sobre sus componentes; pero el hambriento conoce su mérito. ¿Quién conoce mejor el valor real de un mapa? ¿Es el profesor de la escuela de náutica? No; es el marino cuando navega a lo largo de una costa desconocida y peligrosa.
Estos son tan sólo débiles ejemplos para enseñar lo que la Palabra de Dios es para el verdadero cristiano. Nada puede hacer sin ella. Le es absolutamente indispensable para todas las relaciones de la vida, en toda esfera de acción. Su vida latente está alimentada y sostenida por ella; su vida práctica es guiada por ella; en todas las escenas y circunstancias de su vida personal y doméstica, en el retiro de su gabinete, en el seno de la familia, en el manejo de sus negocios, se apoya en la Palabra de Dios como guía y consejo.
Y nunca falta a aquellos que sencillamente a ella y en ella confían. Podemos confiar en la Escritura sin la menor sombra de recelo. Acudid a ella cuando queráis, y encontraréis siempre lo que necesitéis. ¿Estamos afligidos? ¿Nos sentimos desamparados, oprimidos de corazón y desolados? ¿Qué podrá calmarnos y confortarnos como las balsámicas palabras que el Espíritu Santo escribió para nosotros? Una sentencia de la santa Escritura puede hacer más para alentarnos y consolarnos que todas las cartas de condolencia que jamás haya escrito la mano del hombre. ¿Estamos descorazonados, acobardados y abatidos? La Palabra de Dios nos basta con sus gloriosas y conmovedoras aseguranzas. ¿Nos vemos acosados por la pobreza? El Santo Espíritu evoca dentro de nuestros corazones algunas promesas de oro desde las páginas de la inspiración, recordándonos a Aquél que es el “Poseedor de cielos y tierra,” y que, en Su infinita gracia, se ha comprometido a “suplir todo lo que nos falta conforme a Sus riquezas en gloria en Cristo Jesús.” ¿Estamos perplejos por causa de las contradictorias opiniones de los hombres, por los dogmas contrapuestos de las distintas escuelas teológicas, por dificultades religiosas y teológicas? Unas cuantas sentencias de la sagrada Escritura derramarán un diluvio de luz divina sobre el corazón y la conciencia dándonos completa tranquilidad, contestando a toda pregunta, resolviendo toda dificultad, quitando toda duda, desvaneciendo toda nube, dándonos a conocer la mente de Dios, y poniendo término a todas las opiniones contradictorias por la única autoridad divinamente competente.
¡Qué dádiva es, pues, la sagrada Escritura! ¡Qué precioso tesoro poseemos en la Palabra de Dios! ¡Cómo debiéramos bendecir Su santo nombre por habérnosla dado! Sí; y bendigámosle también por todo cuánto tienda a darnos un conocimiento más completo de la profundidad, plenitud y poder de las palabras de nuestro capítulo: “El hombre no vivirá de sólo pan, mas de toda palabra que sale de la boca de Dios vivirá el hombre.”
¡Palabras son esas verdaderamente preciosas al corazón de todo creyente! Y no lo son menos las que siguen, en las cuales el amado y venerable legislador describe con conmovedora dulzura el tierno cuidado de Jehová por Su pueblo durante todo el tiempo que duró la peregrinación de Israel por el desierto. “Tu vestido,” dice Moisés, “nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado por estos cuarenta años.”
¡Qué gracia tan maravillosa brilla en esas palabras! Lector: ¡piensa por unos momentos en el cuidado de Jehová por Su pueblo de tal manera que evita que sus vestidos envejezcan ni sus pies se hinchen! No solamente les alimentaba, sino que les vestía y cuidaba de ellos en todo: ¡Él aun miró por sus pies a fin de que la arena del desierto no los lastimara! Así por cuarenta años velaba por ellos con toda la exquisita ternura de corazón de un padre. ¿Qué no emprenderá el amor en favor del objeto amado? Jehová amaba a Su pueblo, y este hecho bendito lo aseguraba todo en su favor si lo hubiesen comprendido. No había ni una necesidad en el cúmulo de todas ellas desde Egipto a Canaán que no les fuera asegurada, e incluida en todo lo que Jehová se había propuesto realizar por ellos. Con infinito amor, y un poder omnipotente en su favor, ¿qué podía faltarles?
Pero, según ya sabemos, el amor reviste varias formas. Tiene algo más que hacer que proveer de comida y vestido al objeto amado. Tiene que atender no sólo a las necesidades físicas, sino también a las necesidades morales y espirituales. El legislador no se olvida de recordar esto al pueblo. “Reconoce asimismo,” dice él, “en tu corazón,” la única manera verdadera y efectiva de considerar tal cosa, “que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga.”
Ahora bien: no nos gusta ser castigados; no es agradable sino doloroso. Bueno es que un hijo reciba alimentos y vestidos de mano de su padre, y que tenga todas sus necesidades satisfechas por el cuidadoso amor de su padre; pero no le agrada ver al padre tomar la vara. Y con todo, esa temida vara quizá sea lo más conveniente para el hijo; puede hacer por él lo que los beneficios materiales o bienestar terreno no puede hacer; puede corregir alguna mala costumbre, o apartarlo de alguna mala tendencia, o salvarlo de una influencia perjudicial, y ser de este modo una grande bendición moral y espiritual, por lo cual habrá de estarle siempre agradecido. Lo importante es que el hijo vea el amor y cuidado en la disciplina y el castigo, tan claramente como los ve en los varios beneficios materiales que son esparcidos por su camino día tras día.
Aquí precisamente es donde tan señaladamente fracasamos tocante a los tratamientos disciplinarios de nuestro Padre. Nos regocijamos en los beneficios que nos da y en Sus bendiciones; estamos rebosando de alabanza y gratitud al recibir, día tras día, de Su mano benigna, Su rica provisión para todas nuestras necesidades, nos deleitamos en meditar sobre Sus maravillosas intervenciones en favor nuestro en tiempos de aprieto y dificultades; es muy gratísimo mirar atrás sobre la senda por la cual Su bondadosa mano nos ha conducido, y contemplar los “Ebenezeres” que nos hablan de Su poderoso auxilio a lo largo de nuestro camino.
Todo esto es muy bueno, muy justo y muy precioso; pero entonces hay el peligro de estar atenidos a las mercedes, las bendiciones y los beneficios, los cuales fluyen en tan rica profusión del corazón amante de nuestro Padre y de Su bondadosa mano. Estamos muy dispuestos a estar conformes con estas cosas, y a decir con el salmista: “Y dije yo en mi prosperidad: No seré jamás conmovido; porque Tú, Jehová, por Tu benevolencia has asentado mi monte con fortaleza.” Verdad es que es por “Tu benevolencia,” mas, con todo, estamos muy propensos a andar ocupándonos con nuestro monte, y nuestra prosperidad; permitimos que estas cosas se interpongan entre el Señor y nuestros corazones y lleguen a ser un lazo contra nosotros. De ahí la necesidad del castigo. Nuestro Padre en Su fiel amor y cuidado vela por nosotros; ve el peligro y manda la prueba en una forma u otra. Quizá venga un telegrama a anunciarnos la muerte de un hijo querido, o la quiebra de un banco que significa la pérdida de todos nuestros intereses terrenos. O puede suceder que estemos postrados en el lecho del dolor y de la enfermedad, o que debamos velar junto al lecho de un deudo querido.
En una palabra, nos vemos obligados a vadear aguas profundas que a nuestro débil y cobarde corazón le parecen absolutamente incontrastables. Entonces el enemigo sugiere la pregunta: “¿Es esto amor?” La fe contesta sin titubear y sin reservas “¡Sí!” todo es amor, perfecto amor; la muerte del hijo, la pérdida de la fortuna, la enfermedad larga, pesada, penosa, todos los pesares, todos los apremios, toda la ansiedad, las aguas profundas y las negras sombras, todo, todo ello es amor, perfecto amor e infalible sabiduría. Yo estoy seguro de esto ahora mismo; no espero a saberlo más tarde, cuando vuelva la mirada atrás sobre el camino rodeado de la plena luz de la gloria; lo sé ya ahora y me alegro en reconocerlo para alabanza de aquella gracia infinita que me levantó de lo profundo de mi ruina y se encargó de todo lo que a mí se refiere, y que se digna ocuparse de mí en medio de mis faltas, locuras y pecados a fin de librarme de ellos y hacerme partícipe de la santidad divina, y moldearme a la imagen de Aquél que me “amó y se entregó a sí mismo por mí.”
Lector cristiano: esta es la manera de contestar a Satanás y acallar los oscuros razonamientos que puedan suscitar en nuestros corazones. Hemos de justificar a Dios siempre. Debemos considerar Sus tratos disciplinarios a la luz de Su amor. “Reconoce asimismo en tu corazón, que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga.” Con seguridad no quisiéramos vernos sin la bendita garantía y prueba de filiación. “Hijo mío, no menosprecies el castigo del Señor, ni desmayes cuando eres de Él reprendido. Porque el Señor al que ama castiga, y azota a cualquiera que recibe por hijo. Si sufrís el castigo, Dios se os presenta como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no castiga? Mas si estáis fuera del castigo, del cual todos han sido hechos participantes, luego sois bastardos, y no hijos. Por otra parte tuvimos por castigadores a los padres de nuestra carne, y los reverenciábamos, ¿por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus y viviremos? Y aquellos, a la verdad, por pocos días nos castigaban como a ellos les parecía, mas éste para lo que nos es provechoso, para que recibamos Su santificación. Es verdad que ningún castigo al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; mas después da fruto apacible de justicia a los que en Él son ejercitados. Por lo cual alzad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced derechos pasos a vuestros pies, porque lo que es cojo no salga fuera de camino, antes sea sanado” (Heb. 12:5-13).
Es interesante y provechoso a la vez observar de qué modo Moisés insiste en que la congregación reconozca los varios motivos de obediencia, motivos ocasionados por el pasado, el presente y el porvenir. Todo es traído ante el pueblo a fin de avivar y hacer más profundo en ellos el sentimiento de los derechos de Jehová. Debían “recordar” el pasado, “considerar” el presente, y debían anticiparse en pensamiento al porvenir; y todo esto era para mover sus corazones y guiarlos a la santa obediencia de Aquél que tan grandes cosas había hecho, estaba haciendo y debía hacer en favor de ellos.
El lector atento no habrá dejado de notar en esta continua exposición de motivos morales, el marcado carácter de este hermoso libro, el Deuteronomio, y una prueba contundente de que no es un intento a una mera repetición de lo que tenemos en el libro de Éxodo; sino que, al contrario, nuestro libro tiene un alcance, una mira y designio enteramente propio. Hablar de que es una mera repetición es un absurdo; hablar de contradicción es impío.
“Guardarás, pues, los mandamientos de Jehová tu Dios andando en Sus caminos, y temiéndolo.” La palabra “pues” tenía una fuerza retrospectiva y otra que miraba hacia adelante. Tenía por objeto llevar la atención sobre los tratos o hechos pasados de Jehová y también hacia lo porvenir. Debían pensar en la maravillosa historia de esos cuarenta años en el desierto, la enseñanza, la humillación, las pruebas, el cuidado vigilante, el gracioso ministerio, la completa provisión a sus necesidades todas, el maná del cielo, la corriente de la peña herida por la vara, el cuidado de sus vestidos y de sus mismos pies, la sana disciplina para su bien moral. ¡Qué motivos morales más poderosos eran todos esos para que Israel fuera obediente!
Pero esto no era todo; debían mirar también adelante, a lo por venir; debían anticiparse con la imaginación a la brillante perspectiva que ante ellos se ofrecía; debían hallar en lo que les estaba reservado para el porvenir, así como en lo pasado y el presente la sólida base de los derechos de Jehová a Su reverente obediencia de todo corazón.
“Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes, de abismos que brotan por vegas y montes: tierra de trigo, y cebada, y de vides, y de higueras, y granados; tierra de olivas y de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez; no te faltará nada en ella: tierra que sus piedras son hierro, y de sus montes cortarás metal.”
¡Qué bella perspectiva! ¡Qué visión más esplendorosa! ¡Qué contraste más marcado con Egipto que quedaba atrás, y con el desierto que habían atravesado! La tierra de Jehová estaba delante de ellos en toda su hermosura y lozanía, con sus collados cubiertos de viñedos y sus melifluos llanos, con sus fuentes impetuosas y sus arroyos fluentes. ¡Cuán refrescante el pensar en las vides, las higueras, los granados y los olivos! ¡Qué diferencia con los puerros, cebollas y ajos de Egipto! ¡Sí, cuán diferente todo! Era la tierra propiedad de Jehová; esto bastaba. Contenía y producía todo lo que podían necesitar. En la superficie, rica profusión; debajo, indecibles riquezas, tesoros inagotables.
¡Qué perspectiva! ¡Cuán impaciente estaría el Israelita fiel por entrar en ella; impaciente por cambiar las arenas del desierto por aquella magnífica heredad! Verdad es que el desierto tenía sus profundas y benditas experiencias, sus santas lecciones, sus preciosos recuerdos. Allí habían conocido a Jehová de un modo como no hubieran podido conocerle en Canaán; todo esto era verdad y así podemos comprenderlo; mas, con todo, el desierto no era Canaán, y todo verdadero Israelita estaría impaciente por sentar sus plantas en la tierra de promisión; y podemos decir en verdad que Moisés describe aquella tierra en el pasaje citado con trazos eminentemente calculados para impresionar el ánimo. Díceles: “Tierra en la cual no comerás el pan con escasez; no te faltará nada en ella.” ¿Qué más podía decirse? Tal era el gran hecho respecto de aquella buena tierra en la que la mano del amor contractual estaba a punto de introducirles. Todas sus necesidades serían divinamente satisfechas. El hambre y la sed serían allí desconocidos. La salud y la abundancia, el gozo y la alegría, la paz y la prosperidad habían de ser la herencia garantizada al Israel de Dios, en esa hermosa heredad a la cual estaban a punto de entrar. Todo enemigo había de ser vencido; todo obstáculo barrido; la “tierra deleitable” iba a derramar sus tesoros para que usaran de ellos; regada abundantemente por la lluvia, y calentada por la luz solar, había de producir en rica abundancia todo lo que el corazón pudiera desear.
¡Qué país! ¡Qué herencia! ¡Qué hogar! Por supuesto, ahora estamos considerándolo desde el punto de vista divino; mirándolo de acuerdo con los propósitos de Dios y según lo que será, con toda seguridad, para Israel durante la época del brillante milenio que está ante ellos. Tendríamos en verdad una menguada idea de la tierra de Jehová si fuéramos a pensar de ella únicamente como la posesión de Israel en el pasado, aun cuando fuera en los más refulgentes días de su historia, según apareció entre los esplendores del reinado de Salomón. Debemos mirar adelante a los “tiempos de la restauración de todas las cosas” a fin de tener algo que se parezca a la verdadera idea de lo que será aquella tierra para el Israel de Dios.
Ahora bien: Moisés habla de la tierra según la divina idea de ella. La presenta como dada por Dios, y no como poseída por Israel. En esto está toda la diferencia. Según su encantadora descripción no había ni enemigo ni mal alguno; nada sino feracidad y bendición de extremo a extremo. Eso es lo que habría sido, debió haber sido, y lo que será con el tiempo para la simiente de Abraham, en cumplimiento del pacto hecho con sus padres, el nuevo y perpetuo pacto fundado en la gracia soberana de Dios, y ratificado con la sangre de la cruz. Ningún poder en la tierra ni en el infierno puede impedir el propósito o la promesa de Dios. “Habló y ¿no ejecutará?” Dios cumplirá al pie de la letra toda palabra Suya, a despecho de la oposición del enemigo y a pesar de la lamentable caída de Su pueblo. Aunque la descendencia de Abraham ha fallado enteramente tanto bajo la ley como bajo el gobierno, con todo, el Dios de Abraham les dará gracia y gloria, porque las promesas y dádivas de Dios son hechas sin arrepentimiento.
Moisés entendió esto del todo. Conoció cómo cambiarían las cosas para los que estaban delante de él, y para sus hijos después de ellos durante muchas generaciones; y miró adelante, a aquel porvenir luminoso en el cual el Dios del pacto desplegaría a la vista de todas las inteligencias creadas, los triunfos de Su gracia en Sus tratos con la descendencia de Abraham Su amigo.
Entretanto, y no obstante lo dicho, el fiel siervo de Jehová, fiel al objeto ante su mente, en todos esos maravillosos discursos del principio de nuestro libro, procede a desenvolver ante la congregación la verdad en cuanto a su modo de obrar en la buena tierra sobre la que estaban a punto de sentar sus píes. En cuanto hubo hablado del pasado y del presente, quiso también hacer uso del futuro; quiso aprovecharse de todo en su santo esfuerzo de incitar al pueblo tocante a su obvio y obligatorio deber hacia Aquél que tan bondadosamente y con tan tierno cuidado les había guiado en su peregrinación y que estaba para hacerlos entrar y plantarlos en el monte de su heredad. Oigamos su conmovedora y poderosa exhortación.
“Y comerás, y te hartarás, y bendecirás a Jehová tu Dios por la buena tierra que te habrá dado.” ¡Qué sencillo! ¡Cuán hermoso! ¡Cuán moralmente apropiado! Saciados con el fruto de la bondad de Jehová, debían bendecir y alabar Su santo nombre. Él gusta de verse rodeado de corazones rebosantes del dulce sentimiento de Sus bondades y que se derraman en cánticos de alabanzas y de acción de gracias. Él habita entre las alabanzas de Su pueblo. Él dice: “El que sacrifica alabanza Me honrará.” La más débil nota de alabanza de un corazón agradecido asciende como oloroso incienso al trono y al mismo corazón de Dios.
Amado lector: Recordemos esto. Es tan verdadero para nosotros ciertamente, como lo fue para Israel, que la alabanza es hermosa. Nuestra primaria ocupación es la de alabar al Señor. Nuestro mismo aliento debería ser un aleluya. El Espíritu Santo nos exhorta en varios pasajes a este bendito y sacratísimo ejercicio. “Ofrezcamos por medio de Él a Dios siempre sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesen a Su nombre.” Debemos recordar siempre que nada es tan agradable al corazón y glorifica el nombre de nuestro Dios como un espíritu de adoración y gratitud por parte de Su pueblo. Bueno es hacer el bien y comunicar con las necesidades de los santos. Dios se complace con tales sacrificios. Es nuestro elevado privilegio, siempre que tengamos oportunidad, de hacer bien a todos, y especialmente a los domésticos de la fe. Somos llamados a ser conductores de bendiciones entre el amoroso corazón de nuestro Padre y toda suerte de necesidades humanas que se nos presentan a nosotros en nuestra senda diaria. Todo esto es muy verdadero, pero no debemos olvidar nunca que el sitio supremo está asignado a la alabanza. Es ésta la que ocupará a nuestras potencias rescatadas a través de los áureos siglos de la eternidad, cuando los sacrificios de activa benevolencia ya no serán necesarios.
Pero el fiel legislador no dejaba de conocer muy bien la lamentable tendencia del corazón humano a olvidar todo esto, a perder de vista al Dador y descansarse en Sus dádivas. Por esto dirige las siguientes palabras de advertencia a la congregación, saludables palabras, en verdad, para ellos y para nosotros. ¡Qué inclinemos nuestros oídos y nuestros corazones a ellas en santa reverencia y con espíritu dispuesto a aprender!
“Guárdate, que no te olvides de Jehová tu Dios, para no observar Sus mandamientos, y Sus derechos, y Sus estatutos, que yo te ordeno hoy: que quizá no comas y te hartes, y edifiques buenas casas en que mores, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multiplique, y todo lo que tuvieres se te aumente, y se eleve luego tu corazón, y te olvides de Jehová tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de siervos; que te hizo caminar por un desierto grande y espantoso, de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde ningún agua había, y Él te sacó agua de la roca del pedernal; que te sustentó con maná en el desierto, comida que tus padres no habían conocido, afligiéndote y probándote, para a la postre hacerte bien: y digas en tu corazón: Mi poder y la fortaleza de mi mano me han traído esta riqueza. Antes acuérdate de Jehová tu Dios; porque Él te da el poder para hacer las riquezas, a fin de confirmar Su pacto que juró a tus padres, como en este día. Mas será, si llegares a olvidarte de Jehová tu Dios, y anduvieres en pos de dioses ajenos, y les sirvieres, y a ellos te encorvares, protéstolo hoy contra vosotros, que de cierto pereceréis, como las gentes que Jehová destruirá delante de vosotros, así pereceréis; por cuanto no habréis atendido a la voz de Jehová vuestro Dios” (Vers. 11-20).
Aquí hay algo para nuestra profunda meditación. Tiene, seguramente, una voz para nosotros como la tuvo para Israel. Quizá nos sintamos dispuestos a maravillarnos de la frecuente reiteración de las notas de prevención y amonestación, los constantes llamamientos al corazón y a la conciencia del pueblo en cuanto a su deber obligatorio de obedecer en todo a la palabra de Dios; nos maravillará la recurrencia una y otra vez a los grandes y conmovedores hechos relacionados con su liberación de Egipto y su peregrinación por el desierto.
Mas, ¿por qué maravillarnos? En primer lugar ¿no sentimos profundamente y admitimos plenamente nuestra apremiante necesidad de aviso y amonestación? ¿No necesitamos línea tras línea de las citadas, precepto tras precepto, y esto de un modo continuo? ¿No tenemos la tendencia de olvidar al Señor nuestro Dios para atenernos a Sus dádivas en vez de apoyarnos en El mismo? ¡Ah! no podemos negarlo. Nos sentamos junto al arroyo en vez de remontarnos a la Fuente. Convertimos las propias mercedes, bendiciones y beneficios que siembran nuestra senda en rica profusión, en un motivo de propia satisfacción y congratulación, en vez de encontrar en ellos el bendito fundamento de nuestra continua alabanza y acción de gracias.
Y en cuanto a los grandes hechos que Moisés recuerda continuamente al pueblo ¿podían perder su importancia moral, su poder, o su preciosidad? De seguro que no. Israel podía olvidar y faltar en apreciar debidamente aquellos hechos, pero los hechos permanecían. Las terribles plagas de Egipto, la noche de la Pascua, su liberación de la tierra de oscuridad, esclavitud y degradación, su maravilloso paso a través del Mar Rojo, el descenso del cielo cada mañana de aquella misteriosa comida, la refrescante corriente brotando de la roca de pedernal; ¿cómo podían tales hechos perder su poder sobre un alma que tuviera un solo destello de verdadero amor a Dios? Y ¿cómo hemos de asombrarnos de ver a Moisés que apela a ellos una y otra vez sirviéndose de ellos como de la más poderosa palanca para mover los corazones del pueblo? El mismo Moisés sentía la poderosa influencia moral de tales hechos, y quería de buen grado hacer que otros la sintieran también. Para él eran preciosos sobre toda ponderación, y ansiaba dar a conocer su preciosidad a sus hermanos como él la sentía. Su único fin era poner ante sus ojos por todos los medios posibles los poderosos derechos de Jehová a su cordial e ilimitada obediencia.
Esto, querido lector, será la causa por lo que, tal vez, a un lector superficial y no espiritual y de inteligencia limitada, le parecerá demasiado frecuente la repetición de las escenas del pasado en esos hermosos discursos de Moisés. A nosotros su lectura nos recuerda las hermosas palabras de Pedro en su segunda carta: “Por esto, yo no dejaré de amonestaros siempre de estas cosas, aunque vosotros las sepáis y estéis confirmados en la verdad presente. Porque tengo por justo, en tanto que estoy en este tabernáculo, de incitaros con amonestación; sabiendo que brevemente tengo de dejar mi tabernáculo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia, que después de mi fallecimiento, vosotros podáis siempre tener memoria de estas cosas” (Cap. 1:12-15).
¡Cuán notable es la unidad de espíritu y de propósito en estos dos amados y venerables siervos de Dios! Tanto el uno como el otro conocían la tendencia del pobre corazón humano a olvidar las cosas de Dios, del cielo y de la eternidad; y ambos también sentían la suprema importancia y el infinito valor de las cosas de que hablaban. De ahí su ardiente deseo de ponerlas de continuo ante los corazones y de un modo permanente en la memoria del amado pueblo del Señor. La inquieta e incrédula naturaleza humana pudiera decir a Moisés o a Pedro: “¿No tenéis nada nuevo que decirnos? ¿Por qué estáis siempre discurriendo sobre los mismos temas antiguos? Sabemos todo lo que tenéis que decirnos; lo tenemos oído muchas veces. ¿Por qué no salimos en busca de nuevos campos de ideas? ¿No sería conveniente procurar estar al tanto de la ciencia de hoy día? Si estamos perpetuamente preocupándonos sobre esos temas anticuados, nos quedaremos encallados mientras la corriente de la civilización va adelante. Por favor dadnos algo nuevo.”
Así podría discurrir la pobre inteligencia incrédula y el corazón mundano; pero la fe sabe la respuesta a tan miserables sugestiones. Podemos muy bien creer que tanto Moisés como Pedro hubieran obrado con prontitud contra tales razonamientos. Y así lo debiéramos hacer nosotros. Sabemos de dónde emanan, a dónde tienden y lo que valen; y debiéramos tener, si no en nuestros labios, a lo menos en lo profundo de nuestro corazón una pronta respuesta, respuesta enteramente satisfactoria para nosotros, por más desdeñable que pudiera parecer a los hombres del mundo. ¿Podía el verdadero Israel aburrirse de oír lo que Jehová había hecho por él en Egipto, en el Mar Rojo y en el desierto? ¡Jamás! Esos temas eran siempre frescos, siempre bien recibidos en su ánimo. Así sucede con el cristiano; ¿puede cansarse de la cruz y de las grandes y gloriosas realidades que se agrupan a su derredor? ¿Puede fatigarse de Cristo, Sus glorias sin par y Sus inescrutables riquezas; de Su Persona, de Su obra, de Sus oficios? ¡Nunca! No, nunca ni a través de los brillantes siglos de la eternidad. ¿Puede desear algo nuevo? ¿Puede la ciencia superar a Cristo? ¿Puede el saber humano añadir algo al gran misterio de la piedad que tiene por fundamento Dios manifestado en carne, y por remate un Hombre glorificado en el cielo? ¿Podemos ir más allá de eso? No, lector; no podríamos si quisiéramos, y no querríamos si pudiéramos.
Y si quisiéramos, aunque fuera por un momento, descender a un terreno más bajo y mirar a las obras de Dios en la creación, preguntaríamos: ¿nos cansamos del sol? Ciertamente no es nuevo; ha venido derramando sus rayos sobre este mundo por espacio de seis mil años, y con todo sus rayos son tan nuevos y tan bien recibidos hoy como lo fueron cuando recién creados. ¿Nos cansamos del mar? Tampoco es nuevo; sus mareas han estado en flujo y reflujo por espacio de seis mil años, pero sus olas son tan nuevas y tan bienvenidas a nuestras playas como siempre. Verdad es que el sol es muchas veces demasiado deslumbrador para la débil visión humana, y el mar a menudo traga en un momento las jactadas obras del hombre; mas con todo ni el sol ni el mar pierden nunca su poder, su novedad, su encanto. ¿Nos cansamos alguna vez de las gotas del rocío que caen con su refrescante poder sobre nuestros jardines y campos? ¿Nos cansamos de la fragancia que emana de las flores de nuestros setos? ¿Nos aburrimos de las notas del ruiseñor y del tordo?
¿Y qué es todo esto comparado con las glorias que se agrupan alrededor de la persona y de la cruz de Cristo? ¿Qué son cuando se comparan con las grandes realidades de esa eternidad que tenemos delante?
Lector: guardémonos de atender a esas sugestiones, ya vengan de fuera o manen de las profundidades de nuestros malos corazones, de lo contrario, seremos semejantes a Israel según la carne, que sentía fastidio del maná celestial y despreció la tierra deleitable; o a Demas que abandonó al bendito apóstol y amó este presente siglo; o semejantes a aquellos de quienes leemos en el capítulo sexto de Juan, que ofendidos por la enseñanza precisa y punzante del Señor, “volvieron atrás y ya no andaban con Él.” ¡Quiera el Señor guardar nuestros corazones fieles a Él, y lozanos y fervientes a Su bendita causa, hasta que venga!
Capítulo 9
“Oye, Israel: Tú estás hoy para pasar el Jordán, para entrar a poseer gentes más numerosas y más fuertes que tú, ciudades grandes y encastilladas hasta el cielo; un pueblo grande y alto, hijos de gigantes, de los cuales tienes tú conocimiento, y has oído decir: ¿Quién se sostendrá delante de los hijos del gigante?”
Este capítulo principia con la misma gran sentencia del Deuteronomio, “Oye, Israel.” Esta es, pudiéramos decir, la nota fundamental de este bendito libro, y especialmente de los discursos que han ocupado ya nuestra atención. Mas el capítulo que tenemos ahora ante nosotros tiene cosas de inmenso valor e importancia. En primer lugar, el legislador presenta ante la congregación, en términos de la más profunda solemnidad, lo que tendrían enfrente a su entrada en la tierra. No les oculta el hecho de que encontrarían serias dificultades y formidables enemigos. Y hace esto no para descorazonarles, sino para que estuvieran advertidos, prevenidos y preparados. Lo que era esa preparación, lo veremos pronto; pero el fiel siervo de Dios sentía la justicia, sí, la urgente necesidad de exponer a sus hermanos el verdadero estado de las cosas.
Hay dos maneras de mirar las dificultades; podemos mirarlas desde el punto de vista humano, o desde el punto de vista divino; podemos considerarlas con espíritu de incredulidad, o podemos considerarlas en la calma y sosiego de la confianza en el Dios vivo. Tenemos un ejemplo de lo primero en el relato de los espías incrédulos que se nos da en Números 13; tenemos un ejemplo de lo segundo al principio del presente capítulo.
No es de la incumbencia ni la senda de la fe negar que haya dificultades que combatir por parte del pueblo del Señor; sería el colmo de la insensatez negarlo, ya que las dificultades existen y serían tan sólo temeridad, fanatismo o entusiasmo carnal negarlas. Es siempre conveniente que la gente conozca lo que trae entre mano, y no lanzarse ciegamente por un camino para el cual no está preparado. El perezoso incrédulo dice: “Hay un león en el camino”; el ciego entusiasta dirá: “No hay tal cosa”; el verdadero hombre de fe dirá: “Aunque hubiera mil leones en el camino, Dios puede dar cuenta de ellos en un momento.”
Empero, como gran principio práctico de aplicación general, es muy importante para todo el pueblo de Dios, considerar atentamente y con calma a lo que está expuesto, antes de entrar en alguna senda especial de servicio o en una línea de acción determinada. Si se atendiera mejor a ello, no presenciaríamos tantos naufragios morales y espirituales a nuestro alrededor. ¿Qué significan las solemnísimas y escrutadoras palabras dirigidas a la multitud que se agolpaba a Su derredor, palabras del evangelio de Lucas 14? “Y volviéndose les dijo: Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser Mi discípulo. Y cualquiera que no trae su cruz, y viene en pos de Mí, no puede ser Mi discípulo. Porque ¿cuál de vosotros queriendo edificar una torre, no cuenta primero sentado los gastos, si tiene lo que necesita para acabarla? Porque después que haya puesto el fundamento, y no pueda acabarla, todos los que lo vieren, no comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar” (Vers. 26-30).
Estas palabras son solemnes y muy oportunas. ¡Cuántas obras hay sin terminar, cuando tendemos la mirada sobre el vasto campo de la profesión cristiana, que dan ocasión de burla a los mirones! Cuántos hay que emprenden la senda del discípulo por un impulso súbito, o bajo la presión de simples influencias humanas, sin el debido conocimiento o sin la debida atención a lo que esa determinación lleva aparejado; y luego cuando sobrevienen las dificultades, aparecen las pruebas, cuando se dan cuenta de que la senda es estrecha, áspera, solitaria, e impopular, la abandonan, probando con ello que jamás calcularon el costo real, jamás emprendieron tal senda en comunión con Dios, jamás entendieron lo que hacían.
Ahora bien, tales casos son muy lamentables; acarrean grandes reproches a la causa de Cristo, dan ocasión a que blasfeme el adversario, y desalientan grandemente a los que buscan la gloria de Dios y el bien de las almas. Mucho mejor es no empezar esa marcha, que, una vez emprendida, abandonarla en oscura incredulidad y con mente mundana.
De aquí, pues, que podamos darnos cuenta de la sabiduría y fidelidad de las palabras que encabezan nuestro capítulo. Moisés expone claramente al pueblo lo que tenía delante; no ciertamente para desanimarle, sino para preservarle de la confianza propia que de seguro cedería al llegar las horas de prueba, y dirigirlo al Dios vivo que nunca desampara al corazón que en Él confía.
“Sabe pues hoy que Jehová tu Dios es el que pasa delante de ti: fuego consumidor, que los destruirá, y humillará delante de ti: y tú los echarás, y los destruirás luego, como Jehová te ha dicho.”
Aquí, pues, está la respuesta divina a todas las dificultades, por formidables que fueren. ¿Qué eran las grandes naciones, las grandes ciudades, los muros fortificados ante la presencia de Jehová? Sencillamente tamo ante el huracán. “Si Dios es por nosotros, ¿quién será contra nosotros?” Las mismas cosas que amedrentan y hacen tropezar el ánimo del cobarde, son las que dan ocasión al despliegue del poder de Dios y a los magníficos triunfos de la fe. La fe dice: “Concédeme una sola cosa; que esté Dios delante de mí y conmigo y puedo ir donde se quiera.” Así que, la única cosa en el mundo que realmente glorifica a Dios es la fe que confía en Él, Le emplea, y Le alaba; y puesto que la fe es lo único que glorifica a Dios, es lo único que hace que el hombre ocupe su propio lugar, el lugar de completa dependencia de Dios, y esto asegura la victoria e inspira la alabanza—alabanza incesante.
Pero no debemos perder de vista que aparece un peligro moral en el mismo momento de la victoria, peligro que nace de lo que somos. Existe el peligro de la propia satisfacción, lazo terrible para nosotros, pobres mortales. En la hora del conflicto nos damos cuenta de nuestra debilidad, de nuestra nulidad, de nuestra necesidad. Esto es un bien moral y una seguridad. Es bueno ser traído al fondo del “sí” personal, y de todo cuanto le pertenece, porque allí encontramos a Dios en toda la plenitud y dicha de lo que Él es, y esto es la victoria segura y alabanza consecuente.
Pero nuestro corazón traidor y engañoso está predispuesto a olvidar de dónde viene la fuerza y la victoria. De consiguiente la fuerza moral, lo valioso y oportuno de las palabras de amonestación que siguen, dirigidas por el fiel ministro de Dios a los corazones y conciencias de sus hermanos: “No discurras en tu corazón, cuando Jehová tu Dios los habrá echado de delante de ti, diciendo: Por mi justicia me ha metido Jehová a poseer esta tierra; pues por la impiedad de estas gentes Jehová las echa de delante de ti.”
¡Ay; de qué materia estamos formados! ¡Qué ignorancia de nosotros mismos! ¡Qué sentido más superficial de nuestro verdadero carácter y conducta! ¡Cuán terrible pensar que somos capaces de decir en nuestros corazones palabras tales como: “Por mi justicia”! Sí, lector; somos muy capaces de tan insigne locura; pues, así como Israel era capaz de ello, así lo somos nosotros, ya que estamos formados como ellos; y que ellos eran capaces de pensar así es evidente por el hecho de ser amonestados a guardarse de tal pensamiento, ya que el Espíritu de Dios no amonesta contra males fantásticos o tentaciones imaginarias. Somos capaces de convertir los actos de Dios en favor nuestro en motivos de propia complacencia; en vez de ver en esos actos de gracia un motivo de alabanza a Dios, los tomamos como motivo de envanecimiento.
De consiguiente, haríamos bien en considerar las palabras de fiel amonestación dirigidas por Moisés a los corazones y las conciencias del pueblo; son un sano antídoto contra la idea de la propia justicia tan natural en nosotros como en Israel. “No por tu justicia, ni por la rectitud de tu corazón entras a poseer la tierra de ellos; mas por la impiedad de estas gentes Jehová tu Dios las echa de delante de ti, y por confirmar la palabra que Jehová juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Por tanto, sabe que no por tu justicia Jehová tu Dios te da esta buena tierra, para poseerla; que pueblo duro de cerviz eres tú. Acuérdate, no te olvides que has provocado a ira a Jehová tu Dios en el desierto: desde el día que saliste de la tierra de Egipto, hasta que entrasteis en este lugar, habéis sido rebeldes a Jehová” (Vers. 5-7).
Este párrafo expone dos grandes principios, que, si son bien entendidos, deberán poner al corazón en una recta actitud moral. En primer lugar, recordaba al pueblo que la posesión de la tierra de Canaán en que iba a entrar era simplemente el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a sus padres. Esto era colocar el asunto en la base más sólida, una base firme e inmovible.
En cuanto a las siete naciones que estaban a punto de ser desposeídas, fue a causa de su maldad que Dios, en el ejercicio de Su justa administración, iba a expulsarlas. Todo propietario de tierras tiene perfecto derecho de echar fuera a los malos arrendatarios; y las naciones de Canaán no sólo habían faltado al pago de sus rentas, como suele decirse, sino que habían maltratado y manchado la propiedad a tal grado que Dios ya no podía aguantarles por más tiempo, y por lo tanto les iba a echar fuera. Quienquiera que fuese a obtener el usufructo de aquella propiedad, los inquilinos actuales deberían ser antes echados fuera. La iniquidad de los Amorreos había llegado a su más alto grado, y no restaba nada, sino que sufrieran la pena de su conducta. Los hombres podrán argumentar y razonar en cuanto a la moralidad y consistencia de que un Ser benévolo desaloje a millares de familias y pasarlas por las armas; pero podemos estar seguros de que el gobierno de Dios dará pronta cuenta de todos estos argumentos. Dios, bendito sea por siempre Su santo nombre, sabe perfectamente cómo debe portarse con Sus propios asuntos, y esto sin necesidad de acudir a las opiniones humanas. Había soportado la maldad de aquellas siete naciones hasta tal punto que se había hecho ya absolutamente intolerable, la misma tierra ya no podía sobrellevarlo. Todo ulterior ejercicio de benignidad hubiese sido como un reconocimiento de las más terribles abominaciones; y esto era, desde luego, una imposibilidad moral. La gloria de Dios exigía, de una manera absoluta, la expulsión de los cananeos.
Sí; y podríamos añadir que la gloria de Dios exigía también la introducción de la descendencia de Abraham como usufructuarios perpetuos de dicha propiedad bajo el Señor Dios Todopoderoso, Poseedor de cielos y tierra. Así que todo estaba en favor de Israel, con sólo que ellos lo hubieran comprendido. La posesión de la tierra de la promesa y el mantenimiento de la gloria de Dios están tan íntimamente enlazadas que una de esas cosas no podía ser tocada sin tocar a la otra. Dios prometió que daría la tierra de Canaán a la descendencia de Abraham en posesión eterna. ¿No tenía derecho a hacerlo así? ¿Quieren los incrédulos poner en duda el derecho de Dios a hacer de lo Suyo lo que mejor Le parezca? ¿Querrán negar al Creador y Gobernador del universo un derecho que ellos reclaman para sí? La tierra era de Jehová, y él la dio a Abraham, Su amigo, para siempre, y aunque esto era así, con todo, los cananeos no fueron molestados en la posesión de aquella tierra hasta que su maldad llegó a ser absolutamente intolerable.
Así vemos que la gloria de Dios estaba interesada tanto en la expulsión de los arrendatarios actuales, como en la entrada de los que estaban a punto de sucederles. Esa gloria exigía que los cananeos fuesen expulsados a causa de su conducta; y esa misma gloria exigía que Israel entrara en posesión a causa de la promesa hecha a Abraham, Isaac y Jacob.
En segundo lugar, Israel no tenía motivo ninguno para engreírse, según Moisés les expone fiel y claramente. Repite ante ellos de la manera más impresionante y conmovedora todas las principales escenas de su vida desde Horeb a Cades-Barnea, alude al becerro de oro, a las tablas de la ley quebradas, a Tabera y Massa y Kibroth-hataavah, y lo resume todo en el versículo 24, con estas punzantes y humilladoras palabras: “Rebeldes habéis sido a Jehová desde el día que yo os conozco.”
Esto era franco tratamiento con el corazón y la conciencia. La solemne revista de toda su carrera fue eminentemente calculada para corregir toda falsa idea que se hubiesen formado de sí mismos; toda su historia, debidamente considerada descubría lo que eran; y que habían estado varias veces a punto de ser totalmente destruidos. ¡Verdades humillantes! ¡Qué solemnes las siguientes palabras! “Y díjome Jehová: Levántate, desciende presto de aquí, que tu pueblo que tú sacaste de Egipto se ha corrompido; presto se han apartado del camino que yo les mandé; hanse hecho una efigie de fundición. Y hablóme Jehová, diciendo: He visto ese pueblo, y he aquí, que él es pueblo duro de cerviz. Déjame que los destruya, y raiga su nombre de debajo del cielo; que Yo te pondré sobre gente fuerte y mucho más que ellos” (Vers. 12-14).
¡Cuánto contrariaba esto a su natural vanidad, orgullo y justicia propia! ¡Cómo debieron haberse conmovido profundamente por las tremendas palabras: “Déjame que los destruya”! ¡Cuán solemne reflexionar sobre el hecho que habían revelado esas palabras, su aterradora proximidad a la ruina nacional y a la destrucción! ¡Cuán ignorantes habían estado de todo lo que pasó entre Jehová y Moisés en la cumbre de Horeb! Habían estado en el mismo borde de un terrible precipicio. Un momento más pudieran haber sido estrellados. La intercesión de Moisés les salvó, el hombre al cual ellos habían acusado de tomarse facultades que no le habían dado. ¡Ah; cómo se habían equivocado y qué mal le juzgaron! ¡Cuán errados habían sido en todos sus pensamientos con respecto a Él! Pues, aquel hombre, al cual acusaron de conducta mezquina y ambiciosa, ¡había rehusado la oportunidad que Dios le daba de hacerse jefe de una nación más grande y poderosa que ellos! Sí; y este mismo hombre había pedido ardientemente que si ellos no podían ser perdonados e introducidos en la tierra, su nombre fuese raído del libro de Jehová.
¡Cuán admirable era todo ello! ¡Cuán extraordinariamente pequeños debieron haberse sentido ante tan admirables hechos! De seguro que al repasar esos hechos pudieron darse perfecta cuenta de la absoluta necedad de las palabras: “Por mi justicia me ha metido Jehová a poseer esta tierra.” ¿Cómo pudieron los hacedores de una efigie de fundición emplear lenguaje tal? ¿No debieron más bien ver, sentir y reconocer que no eran en verdad mejores que las naciones que estaban a punto de ser arrojadas de ante su presencia? Porque ¿qué era lo que los había diferenciado de ellas? La soberana misericordia y el amor que les había elegido del Dios del pacto. Y ¿a qué debieron su liberación de Egipto, su sustento en el desierto y su entrada en la tierra? Simplemente a la estabilidad del pacto hecho con sus padres, “pacto ordenado en todo y firme,” pacto ratificado y establecido por la sangre del Cordero, en virtud del cual todo Israel será salvado y bendecido en su propia tierra.
Debemos ya citar para el lector el espléndido párrafo que cierra nuestro capítulo, párrafo propio en alto grado para abrir los ojos de Israel acerca de la absoluta necedad de sus pensamientos sobre Moisés, de sus pensamientos sobre ellos mismos y sus pensamientos sobre Aquél que tan maravillosamente había soportado su negra incredulidad y atrevida rebelión. “Postréme, pues, delante de Jehová, cuarenta días y cuarenta noches, que estuve postrado; porque Jehová dijo que os había de destruir. Y oré a Jehová, diciendo: Oh Señor Jehová, no destruyas Tu pueblo y Tu heredad que has redimido con Tu grandeza, al cual sacaste de Egipto con mano fuerte. Acuérdate de Tus siervos Abraham, Isaac, y Jacob; no mires a la dureza de este pueblo, ni a su impiedad, ni a su pecado; porque no digan los de la tierra de donde nos sacaste: Por cuanto no pudo Jehová introducirlos en la tierra que les había dicho, o porque los aborrecía, los sacó para matarlos en el desierto. Y ellos son Tu pueblo, y Tu heredad, que sacaste con Tu gran fortaleza y con Tu brazo extendido.”
¡Qué maravillosas palabras son estas, dirigidas por un Ser humano al Dios vivo! ¡Qué poderosas súplicas en favor de Israel! ¡Qué abnegación! Moisés rehúsa la dignidad que le es ofrecida de ser el fundador de una nación mayor y más poderosa que Israel. Desea tan sólo que Jehová sea glorificado e Israel perdonado, bendecido e introducido en la tierra prometida. No podía soportar el pensamiento de que se infamara el glorioso nombre de Jehová tan querido a su corazón; ni podía tampoco presenciar la destrucción de Israel. Estas eran las dos cosas que temía; en cuando a su propia exaltación, era precisamente la cosa de la cual para nada se preocupaba. Este amado y honrado sirviente se preocupaba tan sólo de la gloria de Dios y de la salvación de Su pueblo; y en cuanto a él mismo, sus esperanzas, sus intereses, todo lo suyo podía descansar con perfecta calma en la seguridad de que su bienestar individual y la gloria de Dios estaban unidos de tal suerte que nada podía separarlos.
¡Ah, cuán grato debió haber sido todo al corazón de Dios! ¡Cuán refrescantes fueron a Su espíritu las ardientes y amantes súplicas de Su siervo! ¡Cuánto más en armonía estaban ellas con Su mente que las acusaciones de Elías contra Su pueblo, centenares de años después! ¡Cómo nos recuerdan el bendito ministerio de nuestro Sumo Sacerdote que vive siempre para interceder por su pueblo, y cuya activa intervención en favor nuestro no cesa ni un solo momento!
Y también cuán conmovedor y hermoso el observar el modo en que Moisés insiste en el hecho de que el pueblo era la herencia de Jehová y que fue Él quién los sacó de la tierra de Egipto. El Señor dijo: “Tu pueblo que tú sacaste de Egipto.” Pero Moisés dice: “Ellos son Tu pueblo y Tu heredad, que Tú sacaste.” Esto es admirable. En realidad toda esta escena está llena del más profundo interés.
Capítulos 22 a 25
La parte de nuestro libro en la que vamos a entrar ahora, aunque no invita a detalladas exposiciones, nos enseña, sin embargo, dos lecciones prácticas muy importantes. En primer lugar, muchas de las instituciones y ordenanzas en ella expuestas demuestran e ilustran de una manera muy notable la terrible depravación del corazón humano. Nos muestran con claridad inequívoca lo que el hombre es capaz de hacer abandonado a sí mismo. Debemos recordar siempre según vayamos leyendo algunos de los párrafos de esta sección de Deuteronomio, que Dios el Espíritu Santo los ha dictado. Nosotros, en nuestra imaginaria sabiduría, nos sintamos tal vez dispuestos a preguntar ¿por qué se habrán escrito tales pasajes? ¿Es posible que estén inspirados por el Espíritu Santo? Y ¿de qué valía pueden ser para nosotros? Si fueron escritos para nuestra enseñanza, ¿qué podemos aprender en ellos?
Nuestra respuesta a tales preguntas es a la vez sencilla y directa, y es ésta: aquellos pasajes que menos esperaríamos encontrar en las páginas de la Biblia inspirada de Dios nos enseñan en su especial modo respecto al material moral de que estamos formados, y a los abismos morales en los que somos capaces de hundirnos. Y ¿no es esto de suma importancia? ¿No es conveniente tener un fiel espejo ante nuestras miradas en el que podamos ver todo rasgo moral, toda forma y toda línea perfectamente reflejados? Sin duda alguna. Oímos mucho acerca de la dignidad de la naturaleza humana, y muchos encuentran difícil admitir que sean capaces de cometer algunos de los pecados prohibidos en esta sección como en otras partes de la escritura. Mas podemos estar seguros de que cuando Dios nos manda que no cometamos tal o cual pecado especial, es que somos en realidad capaces de caer en ellos. Esto está fuera de duda. La sabiduría divina jamás levantaría un dique donde no hubiera una corriente que debiera ser contrarrestada. Ninguna necesidad habría de mandar a un ángel que no hurtara; pero el hombre tiene el hurto en su naturaleza misma, de aquí que el mandamiento se le imponga a él. Y así por el estilo en cualquiera otra cosa prohibida; la prohibición demuestra la tendencia; lo prueba fuera de contradicción. O hemos de admitir esto o hemos de admitir la positiva blasfemia de que Dios ha hablado de una manera vana.
Mas se dirá, y son muchos los que lo dicen, que aun cuando algunos perversos individuos son capaces de cometer algunos de los abominables pecados prohibidos en la Escritura, no todos sin embargo lo son. Es una equivocación completa. Oigamos lo que dice el Espíritu Santo en el capítulo décimo séptimo del profeta Jeremías: “Engañoso es el corazón, más que todas las cosas, y perverso.” ¿De qué corazón se habla? ¿Es del corazón de algún atroz criminal, o de un indisciplinado salvaje? En ninguna manera; es del corazón humano en general, del corazón del escritor como del lector de estas líneas.
Oigamos además lo que dice nuestro Señor Jesucristo: sobre este tema: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias.” ¿De qué corazón? ¿Es del corazón de algún desgraciado, repugnante, depravado y abominable ser humano completamente incapaz de parecer ante una sociedad decente? No, por cierto; habla del corazón humano, del corazón del que escribe como también del que lee estas líneas.
No olvidemos esto nunca; es una verdad saludable para cada uno de nosotros. Debemos todos tener presente que, si Dios retirara de nosotros por un momento Su gracia sustentadora, no hay sima de iniquidad en la que no fuéramos capaces de lanzarnos; y podemos añadir en verdad, y esto lo hacemos con profundo agradecimiento, que es Su mano llena de gracia la que nos preserva en todo momento, de convertirnos en un completo fracaso físico, mental, moral, espiritual, y en nuestras circunstancias todas. Tengamos esto siempre presente entre los pensamientos de nuestro corazón para que andemos con humildad y vigilancia, apoyándonos en sólo aquel brazo que puede sustentarnos y preservarnos.
Mas según ya dijimos, hay otra importante lección que se desprende de esta parte de nuestro libro. Nos enseña, de una manera especial y propia del mismo, el modo maravilloso con que Dios cuidaba de todo cuanto se relacionaba con Su pueblo. Nada escapaba a Su bondadoso conocimiento; nada era demasiado baladí para Su tierno cuidado. Ninguna madre pudiera ser más cuidadosa de las costumbres y los modales de su pequeñuelo, de lo que era el Todopoderoso Creador y Gobernador moral del Universo en los más minuciosos detalles relacionados con la vida diaria de Su pueblo. De día y de noche, andando y mientras dormían, en casa y fuera de ella, cuidaba de ellos. Su vestido y su alimento, los modales y procedimientos de ellos entre sí, la manera de edificar sus casas, cómo debían arar y sembrar sus campos, cómo debían conducirse en lo más íntimo de su vida personal, a todo atendía y a todo proveía de una manera tal que nos llena de admiración, amor y alabanza, Podremos observar aquí, de la manera más asombrosa, que para nuestro Dios no hay nada demasiado pequeño para no tener cuenta de ello si se relaciona con Su pueblo. Se toma interés amoroso, tierno y paternal en lo más minucioso de cuanto a ellos toca. Causa asombro ver al Altísimo, al Creador de todos los confines de la tierra, el Sustentador del vasto universo, condescendiendo a legislar tocante al nido del pájaro; y con todo ¿por qué hemos de asombrarnos si sabemos que para Él es lo mismo proveer lo necesario a un gorrión que alimentar diariamente a mil millones de seres humanos?
Pero había un hecho magno que todo miembro de la congregación de Israel tenía que recordar siempre, a saber: la presencia divina en medio de ellos. Este hecho debía regir sus hábitos más ocultos y determinar el carácter de toda su conducta. “Porque Jehová tu Dios anda en medio de tu campo para librarte, y entregar tus enemigos delante de ti: por tanto será tu real santo; porque Él no vea en ti cosa inmunda, y se vuelva de en pos de ti” (Cap. 23:14).
¡Qué precioso privilegio tener a Jehová andando en medio de ellos! ¡Qué motivo para pureza de conducta, y de refinada delicadeza en sus costumbres personales y domésticas! Si Él estaba en medio de ellos para asegurarles la victoria sobre sus enemigos, también estaba entre ellos para exigir santidad de vida. No debían olvidarse ni un momento de la augusta Persona que andaba entre ellos. ¿Podía el solo pensamiento de esto resultar fastidioso para alguien? Sólo a los que no amaban la santidad, la pureza y el orden moral. Todo verdadero Israelita se complacería en pensar que habitaba entre ellos Aquél que no podía tolerar nada que no fuese santo, decoroso o puro.
El lector cristiano no dejará de alcanzar la fuerza moral y la aplicación de este santo principio. Tenemos el privilegio de que Dios el Espíritu mora en nosotros individual y colectivamente. Así es que en 1 Corintios 6:19, leemos: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” Esto es individual. Cada creyente es un templo del Espíritu Santo, y esta gloriosa y preciosa verdad es el fundamento de la exhortación dada en Efesios 4:30: “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual estáis sellados para el día de la redención.”
¡Cuán importante es que recordemos esto constantemente! ¡Qué motivo moral más poderoso para que cultivemos con diligencia la pureza de corazón y santidad de vida! Cuando estemos tentados a permitir que nos lleve una corriente de pensamientos o sentimientos perversos, una indigna manera de hablar, una conducta indecorosa, ¡qué correctivo más poderoso pudiera hallarse que la realización del hecho bendito de que el Espíritu Santo mora en nuestro cuerpo como en Su templo! Si siempre pudiéramos tener esto presente en nuestra mente, nos preservaría de muchos pensamientos descarriados, de muchas expresiones necias e inconsideradas, y de muchos actos impropios.
Mas no sólo habita el Espíritu Santo en cada creyente en particular; habita también en la iglesia colectivamente. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Co. 3:16). Es sobre este hecho que el Apóstol funda su exhortación en 1 Tesalonicenses 5:19: “No apaguéis el Espíritu.” ¡Cuán divinamente perfecta es la Escritura! ¡Cuán admirablemente concuerda entre sí! El Espíritu Santo mora en nosotros individualmente; de aquí que no debamos contristarle, sino darle el puesto que le corresponde, y dar ancho campo a Sus benditas operaciones. ¡Que estas grandes verdades prácticas encuentren profundo asiento en nuestros corazones y ejerzan la más poderosa influencia sobre nuestra conducta, tanto en la vida privada como en la asamblea pública!
Vamos ya a continuar citando algunos pasajes de la sección de nuestro libro abierto ante nosotros y que son asombrosas ilustraciones de la sabiduría, bondad, ternura, santidad y justicia que caracterizaban los tratos de Dios con Su pueblo en la antigüedad. Veamos, por ejemplo, el párrafo primero. “No verás el buey de tu hermano, o su cordero, perdidos, y te retirarás de ellos: precisamente los volverás a tu hermano. Y si tu hermano no fuere tu vecino, o no le conocieres, los recogerás en tu casa, y estarán contigo hasta que tu hermano los busque, y se los devolverás. Y así harás de su asno, así harás también de su vestido, y lo mismo harás con toda cosa perdida de tu hermano que se le perdiere, y tú la hallares: no podrás retraerte de ello. No verás el asno de tu hermano, o su buey, caídos en el camino, y te esconderás de ellos: con él has de procurar levantarlos” (Cap. 22:1-4).
Aquí las dos lecciones de que hemos hablado se nos presentan de un modo muy preciso. ¡Qué humillante cuadro del corazón humano se nos da en la frase: “no podrás retraerte de ellos”! Somos capaces del bajo y detestable egoísmo de retraemos de los llamamientos de nuestros hermanos a nuestra simpatía y socorro, de sustraernos al sagrado deber de procurar por sus intereses, o simulando no darnos cuenta de que tengan realmente necesidad de nuestra ayuda. ¡Tal es el hombre! ¡Tal es el que esto escribe!
Mas ¡ah, de qué manera tan bendita brilla en este pasaje el carácter de nuestro Dios! El buey del hermano, o su oveja o su asno no debían ser abandonados; debían ser conducidos a casa, cuidados y devueltos sanos y salvos a su dueño sin hacer cargo de perjuicios. Y lo mismo con el vestido. ¡Qué hermoso es todo esto! ¡Cómo sopla hacia nosotros el aire de la presencia divina, la fragante atmósfera de la divina bondad, ternura y atento amor! ¡Qué elevado y santo privilegio para un pueblo ver su conducta regida y formado su carácter por estatutos y derechos tan exquisitos!
Veamos el siguiente pasaje tan demostrativo de los divinos cuidados. “Cuando edificares casa nueva, harás pretil a tu terrado, porque no pongas sangre en tu casa, si de él cayere alguno.” El Señor quería que Su pueblo fuese cuidadoso y considerado para los demás; de aquí que al construir sus casas, no debían pensar sólo en ellos mismos y en sus conveniencias, sino también en los otros y en su seguridad.
¿No pueden los cristianos aprender algo en esto? ¡Cuán inclinados estamos a pensar sólo en nosotros, en nuestros intereses, en nuestro bienestar y nuestras conveniencias! ¡Cuán raramente acontece que al edificar o proveer nuestras casas concedemos unos pensamientos a la seguridad de los demás! Edificamos y nos proveemos para nosotros; ¡ah! lo nuestro es con exceso el objeto y el motivo principal de nuestras empresas; y no puede ser de otro modo si el corazón no va regido por el poder director de aquellos motivos y objetos que pertenecen al cristianismo. Hemos de vivir en la pura y celestial atmósfera de la nueva creación a fin de mantenernos por encima y por fuera del bajo egoísmo que caracteriza a la humanidad caída. Todo inconvertido, hombre, mujer o niño en toda la superficie del globo está regido solamente por el egoísmo en una u otra forma. El yo es el centro, el objeto y el motivo originario de todo acto.
Cierto es que algunos son más amables, más afectuosos, más benévolos, más desinteresados, más desprendidos que otros; pero es completamente imposible que el “hombre natural” pueda regirse por motivos espirituales, o que el hombre terreno esté animado por móviles celestiales.
Hemos de confesar ¡ay! con vergüenza y pena, que los que profesamos ser celestiales y espirituales estamos inclinados a vivir para nosotros, a procurar sólo lo nuestro; a mantener nuestros intereses, a consultar nuestra tranquilidad y conveniencia. Estamos todos despiertos y alertos en todo lo que al yo se refiere en una u otra forma.
Esto es tristísimo y humillante en alto grado. En realidad, no debiera ser así, y no sería así si miráramos con más simplicidad y con más fervor a Cristo como nuestro gran Ejemplo y modelo en todo. La fervorosa y constante ocupación del corazón con Cristo es el verdadero secreto de todo el cristianismo práctico. No es con reglas ni reglamentos como podremos ser semejantes a Cristo en nuestro espíritu, modales y conducta. Hemos de beber en Su espíritu, andar en Sus huellas, meditar más profundamente Sus glorias morales, y entonces seremos, por necesidad bendita, conformes a Su imagen. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3).
Debemos ahora invitar al lector a que se fije por un momento en las muy importantes instrucciones prácticas siguientes llenas de sugestivo poder para todos los obreros cristianos. “No sembrarás tu viña de varias semillas, porque no se deprave la plenitud de la semilla que sembraste, y el fruto de la viña” (Cap. 22:9).
¡Qué principio de peso hay aquí! ¿Lo entendemos en realidad? ¿Distinguimos su verdadera aplicación espiritual? Es de temer que hay una enorme cantidad de “varias semillas” en el llamado cultivo espiritual en nuestro tiempo. ¡Cuánto encontramos de “filosofías y vanas sutilezas,” cuánto de la “falsamente llamada ciencia,” cuánto de “los rudimentos del mundo” mezclado en la enseñanza y predicación por todos los ámbitos de la iglesia profesante! “¡Cuán poco de la pura semilla no adulterada de la Palabra de Dios, la “simiente incorruptible” del precioso evangelio de Cristo, se ve esparcida sobre el campo de la Cristiandad en nuestros días! ¡Cuán pocos, comparativamente, se contentan con circunscribirse al contenido entre las tapas de la Biblia como material para su ministerio! Los que por la gracia de Dios son lo bastante fieles para hacerlo así son mirados como hombres estrechos de criterio y atrasados.
Bien, nosotros sólo podemos decir, con corazón henchido y ardiente, Dios bendiga a los hombres de una sola idea, hombres de la preciosa escuela antigua de predicación apostólica. Muy cordialmente les felicitamos por su bendita estrechez de criterio y por quedarse atrás de estos actuales días de oscuridad y de incredulidad. Sabemos perfectamente a lo que nos exponemos al hablar así, pero esto no nos hará vacilar. Estamos convencidos de que todo verdadero siervo de Cristo debe ser hombre de una sola idea, y de que esa idea ha de ser Cristo; ha de pertenecer a la vieja escuela, la escuela de Cristo; debe ser tan estrecho como la verdad de Dios; y debe rehusar con firme decisión desviarse ni el grueso de un cabello en dirección a esta edad incrédula. No podemos desprendernos de la convicción de que el esfuerzo por parte de muchos de los predicadores y de los teólogos, de mantenerse al corriente de la literatura de hoy, ha sido causa en gran parte del rápido avance del racionalismo y de la incredulidad. Se han apartado de la Santa Escritura, y han procurado adornar su ministerio con los recursos de la filosofía, de la ciencia y de la literatura. Se han abastecido más para la inteligencia que para el corazón y la conciencia. Las puras y preciosas doctrinas de la Santa Escritura, la sincera leche de la Palabra, el evangelio de la gracia de Dios y de la gloria de Cristo, fueron hallados insuficientes para atraer y mantener unidas grandes congregaciones. Como Israel en la antigüedad despreció el maná, se cansó de él y lo tachó de manjar liviano, así la iglesia profesante se fue cansando de las puras doctrinas de aquel glorioso cristianismo desplegado en las páginas del Nuevo Testamento, y ha suspirado por algo que agrade a la inteligencia y nutra la imaginación. Las doctrinas de la cruz, en las que se gloriaba el bendito Apóstol, han perdido su encanto para la iglesia profesante, y el que quiera ser bastante fiel para mantenerse y limitarse su ministerio a estas doctrinas debe renunciar a toda idea de popularidad.
Que todos los verdaderos y fieles ministros de Cristo, todos los verdaderos obreros de su viña pongan de acuerdo sus corazones con el principio espiritual expuesto en Deuteronomio 23:9; que con inflexible decisión rehúyan hacer uso de “semillas variadas” en su laboreo espiritual; que se limiten en su ministerio a “la forma de las sanas palabras,” procurando siempre trazar “bien la palabra de verdad,” para que no sean avergonzados de su trabajo, sino que reciban plena recompensa en aquel día en el cual la obra de todo hombre será probada de qué clase sea. Podemos estar seguros de que la Palabra de Dios, la semilla pura, es el único material adecuado para que lo emplee el obrero espiritual. No despreciamos la erudición; lejos de ello, la consideramos muy importante, en su debido lugar. Asimismo, los hechos de la ciencia, y los recursos de la sana filosofía pueden ser tenidos en cuenta provechosamente para el desarrollo e ilustración de la verdad de la Santa Escritura. Vemos al Maestro mismo y a Sus inspirados apóstoles haciendo uso de los hechos históricos y de la naturaleza en su pública enseñanza; y ¿quién que estuviera en su cabal juicio podría dudar del valor e importancia de un conocimiento competente del lenguaje original hebreo y griego en el estudio privado y en la exposición pública de la Palabra de Dios?
Pero aun admitiendo todo esto, como lo admitimos sin reserva alguna, en nada afecta al gran principio práctico del que tratamos, principio al cual el pueblo del Señor y Sus siervos están obligados a someterse, esto es; que el Espíritu Santo es el único poder, y la Santa Escritura el único material de todo verdadero ministerio en el evangelio y en la iglesia de Dios. Si esto fuese mejor comprendido y más fielmente puesto en práctica, podríamos presenciar un estado de cosas muy diferente al actual por toda la extensión de la viña del Señor.
Debemos ya terminar esta sección. En otro lugar hemos procurado tratar del tema “El Yugo Desigual,” y por lo tanto no insistiremos en él ahora. El Israelita no debía arar con un buey y un asno juntamente; ni podía llevar vestido de varias mezclas como lana y lino. La aplicación espiritual de ambas cosas es tan sencilla como importante. El cristiano no debe unirse con un incrédulo para objeto alguno, ya sea doméstico, religioso, filantrópico, ni comercial, ni debe permitirse a sí mismo el regirse por principios mezclados. Su carácter debe ser formado y su conducta regida por los puros y excelsos principios de la Palabra de Dios. ¡Que sea así en todos los que profesan ser cristianos y que tal se llaman a sí mismos!