Estudios sobre la primera epístola a Timoteo
Henri L. Rossier
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Introducción
Antes de iniciar un detallado estudio de esta epístola, nos parece útil recordar —en pocas palabras— lo que es la Iglesia (o Asamblea) tal como la Epístola a los Efesios y algunos otros pasajes nos la presentan. Y asimismo, lo que esta misma Asamblea es en las tres epístolas (1 y 2 Timoteo y Tito), llamadas con más o menos razón: las “epístolas pastorales”.
La carta a los Efesios nos presenta a la Asamblea bajo todos sus aspectos, excepto uno; las tres epístolas referidas nos la presentan bajo el único aspecto que falta en la epístola a los Efesios. En esta porción de la Palabra de Dios, la Asamblea nos es presentada como sigue:
1. Es, ante todo, el Cuerpo de Cristo sobre la tierra (Efesios 1:23), compuesto por todos los creyentes vivientes, en forma de unidad. Dicha unidad destruye o anula toda diferencia entre judíos y gentiles, formando un conjunto indisolublemente vinculado por el Espíritu Santo con Cristo en el cielo, Cabeza glorificada de Su cuerpo. Es un “misterio” del cual sólo el apóstol Pablo es el administrador. A pesar de la ruina actual de la Asamblea, aún podemos —aunque sólo fuésemos dos o tres— manifestar esta unidad en la mesa del Señor, según 1 Corintios 10:17; ¡inmenso privilegio para cuantos han comprendido su alcance!
2. La Iglesia es la Esposa de Cristo (Efesios 5:21-27). Ocúpese el Señor de ella para purificarla por la Palabra, durante su marcha en esta tierra, antes de tomarla consigo en la gloria. Aquí también, a pesar de la ruina de la Iglesia, quienquiera comprenda plenamente, como cosa actual, el amor ilimitado de Cristo, por el cual se entregó a Sí mismo por Su Esposa, comprenderá —en lo más íntimo de su corazón— que forma parte de ella, gozará de esto como de una realidad profunda que se dirige a sus afectos, y exclamará con ella, con el poder del Espíritu Santo que le anima: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22:17).
3. La Asamblea es un templo santo que el mismo Señor edifica sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, y del cual Jesucristo mismo es la piedra angular; edificio que va creciendo hasta que su divino Arquitecto haya añadido la última piedra. De este modo, edificada por Él, esta casa de Dios es un edificio perfecto (Efesios 2:19-21).
La misma verdad nos presenta Mateo 16:16-18. Es sobre la confesión de Cristo declarado por su resurrección, Hijo del Dios vivo, como edifica el Señor Su Asamblea. Pedro es una de las piedras de este edificio contra el cual nada pueden las puertas del Hades. Aquí también, toda la obra depende sólo de Cristo, y el mismo Satanás es impotente para destruirla. En 1 Pedro 2:5 encontramos una cosa parecida. Cristo es allí la piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa a los ojos de Dios. Nosotros, cual piedras vivas, nos allegamos a Él para ser edificados sobre Él, como siendo una casa espiritual. No cabe la menor duda de que hay instrumentos para traer estas piedras; pero aquí la Palabra —abstracción hecha de todo instrumento humano— nos muestra el edificio compuesto sólo de piedras vivas.
4. Somos edificados juntamente en el Señor para ser una morada de Dios, en virtud del Espíritu (Efesios 2:22). Hay, pues, en este mundo un lugar donde Dios mismo habita por Su Espíritu. Aquí nuevamente, nada se deja a la responsabilidad del hombre. No es éste quien edifica, sino Dios que desea tener una morada en esta tierra. Este gran acontecimiento se verificó con el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés, y fue completado con la introducción de los gentiles en la Asamblea cristiana.
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Tales son los varios aspectos que presenta hasta aquí la Asamblea. Es el mismo Dios quien lleva a cabo la obra; por tanto casi no existe diferencia entre lo que constituye el cuerpo, la Esposa, el edificio o la casa. Todos desde su formación son compuestos por los mismos elementos. La obra que les reúne en uno es perfecta, por cuanto es divina.
Pero también es verdad que Dios confía la edificación de Su casa en este mundo a la responsabilidad de cuantos la integran. La obra del hombre entra entonces en cuenta; es lo que se nos presenta de modo evidente en 1 Corintios 3. Cual sabio arquitecto, el apóstol puso el fundamento, el cual es Cristo, y nadie puede poner otro fundamento. Cada uno habría de mirar como edifica sobre aquel fundamento. En primer lugar, como en toda creación Suya, Dios lo hizo todo perfecto, mas viene el momento en que confía Su obra al hombre. ¿De qué modo cumplirá éste su tarea? A pesar de lo que pueda ocurrir, Dios prosigue Su obra y la acabará. Pero confiada al hombre ... está comprobado que —sólo algunos buenos obreros realizan buena obra, mientras que otros ¡desgraciadamente!— aun siendo buenos operarios, llevan a cabo un mal trabajo. Por fin, existe una tercera clase integrada por malos obreros que corrompen y destruyen el Templo de Dios. El trabajo de los obreros puede consistir en introducir buenas o malas personas, y buenas o malas doctrinas. Mas siempre queda la verdad que incluso cuando se considera bajo este aspecto, no deja de ser el edificio el templo de Dios, la casa de Dios.
Así era con el templo de Jerusalén cuando dijo el Señor: “Está escrito: Mi Casa será Casa de oración: pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Lucas 19:46). Sin embargo, como tal, nunca dejó de ser llamada la casa de Dios. En el fondo, esta casa sigue siendo la obra de Cristo: a pesar de los elementos impuros que el hombre ha introducido en ella; a pesar de los malos materiales que la afean, el fundamento ha sido colocado por el apóstol Pablo, arquitecto que dio buen cumplimiento a su tarea. Por lo tanto, cualquiera que sea su grado de corrupción, esta casa subsiste mientras Dios mora en ella por Su Espíritu. Mas viene el momento en que no tendrá buenos materiales cuando el Espíritu volverá a los cielos con la Esposa y que el Señor vomitará de Su boca, cual cosa inmunda, lo que había llevado Su nombre.
Sin embargo, no olvidemos que el pertenecer a la casa de Dios (incluso como casa responsable), en esta tierra, constituye un inmenso privilegio. Cualquiera que sea la condición moral de esta casa, sigue siendo un lugar donde Dios mora por Su Espíritu.
Este lugar no se halla por doquier en este mundo, porque Dios no mora por Su Espíritu ni en el Islam, ni en el Judaísmo. En aquel lugar es donde se halla la vida unida a la profesión cristiana; pero ¡desgraciadamente! también la profesión cristiana sin la vida viene a ser para los que sólo son profesantes la causa misma de su condenación. Es allí, por otra parte, donde se halla el Espíritu y Sus diversas manifestaciones, la verdad, la palabra inspirada, el evangelio de Salvación, el Testimonio. Al separar la profesión de la vida, Satanás ha hecho una obra de destrucción.
Esta obra nefasta, basada sobre la mundanalidad que se introdujo en la Iglesia, y acompañada de falsas doctrinas y de legalismo, empezó pronto, ya en tiempo de los apóstoles, según lo vemos en las Epístolas y en los Hechos. ¿No es, acaso, notable el que estas cosas sean anunciadas a los ancianos de Éfeso, asamblea donde las verdades más elevadas del cristianismo fueron proclamadas y apreciadas (Hechos 20:29-30) y que sea también en Éfeso donde Timoteo tenga que reprimirlas? (1 Timoteo 1:3). Progresando el mal, vemos en 2 Timoteo que la casa de Dios ha venido a ser una “casa grande” conteniendo “vasos para deshonra” de los cuales debemos purificarnos, porque el cristianismo no puede salir de la “casa”. Es, pues, sobre el terreno de la casa de Dios responsable, donde nos introducen las epístolas a Timoteo y a Tito. Sin embargo, en 1 Timoteo hallamos todavía la casa de Dios como “Asamblea del Dios vivo, columna y apoyo de la verdad”; los cristianos responsables de su orden y funcionamiento; el mal que existe y que intenta prevalecer en la Asamblea; un dique levantado por el Espíritu Santo para impedir su desbordamiento, valiéndose de la actividad del fiel Timoteo, delegado del apóstol.
En 2 Timoteo tenemos una “casa grande” con una mezcla entristecedora de vasos para honra y para deshonra, pero al mismo tiempo —cosa de infinito consuelo— revelación de un camino para el día presente (día de irremediable ruina) en medio de estos escombros; un camino en el cual el Señor puede ser glorificado por los fieles como en los más hermosos días de la edificación de la casa de Dios.
Es evidente que las epístolas a Timoteo no nos transportan como la de Efesios a lugares celestiales. Trátase aquí de un testimonio dado al Señor sobre la tierra y caracterizado por el orden y la disciplina según Dios, orden que los ángeles son llamados a contemplar, de modo que se vea al Dios invisible en la asamblea de los que Él ha redimido.
1 Timoteo 1
Versículos 1-2.— “Pablo, apóstol de Cristo Jesús, conforme al mandamiento de Dios nuestro Salvador, y de Cristo Jesús, esperanza muestra, a Timoteo, mi verdadero hijo en la fe: Gracia, misericordia y paz, de Dios nuestro Padre, y de Cristo Jesús nuestro Señor” (Versión Moderna).
Los versículos arriba citados empiezan por establecer las únicas bases sobre las cuales entra el hombre en relación con Dios; bases que serán detalladas en lo que sigue de este capítulo. Estas formaban el tema del ministerio del apóstol. Dios se presenta aquí con un título que sólo se ve en las “epístolas pastorales”. En otros lugares (como, por ejemplo, en Lucas 1:47) es invocado como “Dios, mi Salvador”, o “nuestro Salvador”; mas aquí le tenemos con este título por así decirlo único y primordial: lo que caracteriza, en este pasaje, Su divinidad en sí, es la salvación. Esta nos es presentada según su alcance universal. Al acercarnos a Dios, sólo le hallamos con este carácter. Desde luego, Él es el Juez, el Dios soberano, el Creador, el Santo, etc., pero —en el día de hoy— sólo se revela como el Dios salvador: ¡Título precioso! ¡Gracia inconmensurable! Los pecadores tendrán que encontrarle una vez como Juez, pero actualmente sólo se reviste de un título: el del Dios que hace misericordia. Cuando los hombres de hoy tendrán que comparecer ante Él, ¿podrán disculparse de no haber sido salvos cuando Dios no se había revelado al mundo bajo ningún otro título?
Pablo era apóstol según Su mandamiento. Como Dios eterno le había dado un mandamiento, una misión especial con vista a la revelación del misterio de la Iglesia (Romanos 16:25-26). Aquí, empero, el mandamiento era para dar a conocer al mundo que el Dios Salvador se ha revelado en Cristo Jesús y que la salvación tan sólo se obtiene por medio de Él. Este mandamiento requiere la obediencia de la fe; es inseparable de la persona de Cristo Jesús, “nuestra esperanza”, el único a quien puede confiarse un pecador, la sola y única tabla de salvación ofrecida al hombre perdido.
Mas estas cosas tan sólo pueden ser proclamadas por un hombre que empezó por recibirlas para sí mismo. Es de este modo como el apóstol Pablo las había recibido directamente del Señor y que su “verdadero hijo” Timoteo las había recibido por medio suyo. Por lo tanto, en estos dos versículos tenemos los elementos sobre los cuales se basan las relaciones de cualquier individuo con Dios. Tanto para Pablo como para Timoteo, el Dios Salvador es “nuestro Dios Salvador”, su Dios Salvador para ambos; Cristo Jesús es “nuestra esperanza”; Dios es “nuestro Padre”, en virtud de la salvación; Cristo es nuestro Señor, por haber adquirido todos los derechos sobre Pablo y sobre Timoteo. Por la fe, estas bendiciones eran la porción de ambos, y es por esta fe como Timoteo había venido a ser hijo del apóstol.
El saludo de Pablo a Timoteo trae a éste “gracia y paz”, pero además “misericordia”, término que sólo se halla en las epístolas dirigidas a una persona. Y, en efecto, precisamos esta misericordia en nuestra vida diaria. ¿Qué hubiera sido del mismo apóstol —cuya vocación era de Dios— si no hubiese sido recibido a misericordia? (versículo 13).
Versículos 3-7.— “Como te rogaba que te quedaras en Éfeso, cuando yo iba a partir para Macedonia, para que mandases a ciertas personas que no enseñasen doctrina distinta de la nuestra, ni se ocupasen en fábulas y genealogías interminables, que promueven disputas, mas bien que edificación divina (así vuelvo ahora a rogarte lo mismo). Mas el fin del mandamiento es el amor, procedente de un corazón puro, y de una buena conciencia, y de fe no fingida; de las cuales cosas desviándose algunos, se han apartado de la verdad a una vana palabrería deseando ser maestros de la ley, sin entender ni lo que dicen, ni lo que con confianza afirman” (Versión Moderna).
Más elevado y más extenso es el servicio confiado a Timoteo que el encomendado a Tito. Primero, en cuanto a la esfera donde se desarrolla; la actividad de Timoteo se ejerce en Éfeso, lugar donde las doctrinas más elevadas en cuanto a la posición celeste de la Asamblea fueron proclamadas y recibidas con el poder del primer amor. En cambio, Tito ejercía su actividad en Creta, donde el estado moral habitual está suficientemente descrito en la epístola dirigida a él.
En cuanto al mandamiento mismo, el de Tito era de establecer ancianos, pero insistiendo de modo especial sobre la sana doctrina que tanto éstos como los jóvenes habían de guardar y conservar.
El mandato de Timoteo va más lejos. La orden o mandamiento que le es confiado tiene por fin principal la conducta de cada uno en la casa de Dios, y no sólo lo que conviene a los que tienen cargos en esta casa. Además, no vemos que se le mande a Timoteo el ordenar ancianos, pero tenemos la lista de las cualidades que han de distinguir tanto a los ancianos como a los diáconos.
Pero es ante todo la buena y sana enseñanza, la doctrina que es según la Piedad, la que constituye el deber del delegado del apóstol. Todo el orden de la casa de Dios está basado sobre la doctrina; digamos mejor, sobre la fe (versículo 4), que es aquí el conjunto de la doctrina cristiana aceptado por la fe. Aprendamos así cómo hemos de comportarnos en esta casa a fin de que el testimonio de Cristo que le es confiado, tenga su pleno valor ante el mundo.
Mas, apenas confiado a la responsabilidad de los santos, este testimonio corría el riesgo de perecer tanto por las astucias como por los ataques abiertos del Enemigo. “Ciertas personas” oponían a la sana doctrina del apóstol una enseñanza fundamentada en otra cosa que en Cristo; y Pablo califica esto con una sola palabra griega: “enseñar distinta doctrina, o doctrinas extrañas”. Era necesario resistirles con autoridad.
El “mandamiento” (versículos 3 y 5) había sido confiado a Timoteo con este fin: tenía pleno derecho de mandar a estas personas. Mientras existía la autoridad apostólica, era precisa dicha misión para que la Asamblea pudiera subsistir como testimonio exterior en este mundo y que almas sencillas —incapaces de discernir entre la verdadera y la falsa doctrina— estuviesen protegidas contra ésta. Dicha “doctrina extraña” o “distinta” no era las “sanas palabras”, ni “las de nuestro Señor Jesucristo”; no procedían de las palabras de Cristo tales como se hallan en las Escrituras, ni tenían por fin “la piedad” (capítulo 6:3). Habían de ser reprimidas con toda autoridad.
Enseñar de modo distinto, induce naturalmente a las “fábulas judaicas” mencionadas en Tito 1:14. En el capítulo 4:7 de nuestra epístola son calificadas de “fábulas profanas y de viejas”. Tanto los Evangelios apócrifos como los libros talmúdicos están repletos de ellas.
Dichas doctrinas no proceden de Cristo, ni le tienen a Él por objeto, nunca tendrán como resultado la “administración”, es decir: la dirección, el orden de la casa de Dios. En vez de edificar dicha casa, la destruyen, entregándola al desorden y a la ruina. Vemos que esto se verifica aún ahora. Es el “heno” y el “rastrojo” mezclado en esta construcción, los cuales serán finalmente quemados con la casa que ellos pretenden edificar.
“La administración”, basada sobre la revelación de la gracia de Dios y sobre el misterio de la Iglesia, había sido confiada al apóstol Pablo (Efesios 3:2,9). Ahora era preciso poner de manifiesto quién edificaba sobre este fundamento, o sobre doctrinas extrañas, porque “la administración de Dios es por la fe”, es decir: por una doctrina divina que se dirige a la fe para ser recibida, y esto en contraste con la ley, según veremos.
Mas el apóstol abre un paréntesis para mostrar (versículo 5) “el fin”, la meta final del mandamiento confiado a Timoteo (versículo 3). Dicha meta es del todo moral. Es el amor, pero el amor unido a un buen sentido espiritual delante de Dios; y no cabe descripción más completa de dicho estado en tan pocas palabras. Sobre tres columnas descansa el amor, y —de ser así— jamás seríamos engañados por las falsas apariencias, tan frecuentes en el mundo, y que deberían ser ajenas a la casa de Dios. Estas tres columnas son: el corazón, la conciencia y la fe. “Un corazón puro” no significa que esté exento de mancha por ser puro en sí, sino que está purificado por el lavacro de la Palabra (Juan 13:8-10; 15:3; 1 Pedro 1:22; 2 Timoteo 2:22).
“Una buena conciencia” es la que, como consecuencia de la purificación de nuestros corazones, nada tiene que esconder a Dios, y por consiguiente, nada tiene que reprocharse (Hebreos 10:22).
“Una fe sincera” está exenta de toda hipocresía. La palabra “fe”, repetida 17 veces en esta epístola, tiene dos acepciones distintas, según lo habremos notado ya. Primero, en su sentido habitual, la fe es la aceptación por la gracia, de lo que Dios ha dicho acerca de Su Hijo; en una palabra, es aceptar al Salvador. Luego, es ella el conjunto de la doctrina cristiana, recibida por la fe. Así, en el versículo 19 de nuestro capítulo, se “mantiene la fe”; en el capítulo 3:9, la fe es el conjunto de las cosas anteriormente escondidas mas ahora reveladas y discernidas por la fe; en el capítulo 4:1, “apostatar de la fe” es abandonar lo que la doctrina cristiana nos revela; y en el capítulo 5:8, hay hasta quienes niegan la fe.
A menudo se menciona la fe vinculada con una buena conciencia (1:5,19; 3:9). Para el cristiano, resulta muy peligroso carecer —por el motivo que sea— de una buena conciencia delante de Dios, y nunca haremos suficiente énfasis sobre este punto. Dicho estado nos aleja de la fe y convierte nuestros discursos en “vana palabrería” sin ningún alcance para las almas.
El amor, pues, meta de toda la actividad de Timoteo, debía apoyarse sobre el corazón, la conciencia y la fe. Si este amor fuese realmente activo, sobrarían los esfuerzos para impedir el mal y la lucha para mantener o restablecer el orden en la asamblea. Pero, en vez de esto, ciertas personas ajenas al estado práctico del corazón y de la conciencia del cual hablamos, perturbaban el orden en Éfeso. ¿Cuáles eran las consecuencias? Estos, en vez de procurar el bien de las almas, tan sólo pensaban en sí mismos y en hacerse reconocer como “doctores de la ley”. Semejantes pretensiones, sin el estado moral que las respalden, tan sólo revelan la extrema pobreza espiritual de quienes alardean de ellas. Carecen sus palabras de valor: son “vana palabrería”. ¿Y de qué sirven? Ni siquiera los que las pronuncian entienden el sentido de aquello sobre lo cual hacen énfasis. Este sorprendente cuadro de la pretensión de enseñar la Palabra sin la fe, sin un corazón purificado, sin una buena conciencia es tan actual hoy como en el tiempo del apóstol. Por lo demás, la actuación de estas personas tendrá siempre un carácter legal, pero ¿comprenderán realmente lo que significa la ley?
Versículos 8-11.— “Nosotros empero sabemos que la ley es buena, con tal que se use de ella legítimamente: conociendo esto, que la ley no fue dada para el (hombre) justo, sino para los inicuos y los turbulentos, para los impíos y los pecadores, para los malvados y los profanos, para los parricidas y los matricidas, para los homicidas, para los fornicarios, para los sodomitas, para los que hurtan a hombres, para los mentirosos, para los perjuros y (para) cualquier cosa que haya contraria a la sana doctrina; conforme al glorioso evangelio del bendito Dios, que me fue encomendado”.
Aquí hace resaltar el apóstol el absoluto contraste entre la ley —a la cual esos pretendidos “maestros” querían atraer a los cristianos— y el Evangelio. El primer punto sobre el cual hace énfasis es que la ley es buena. Hallamos esta misma tajante afirmación en Romanos 7:16. La cuestión consiste, pues, en hacer uso legítimo de ella, en saber cuál es el uso que de ella debe hacerse. No se dirige a los justos, porque ¿cómo condenaría a un justo? La ley se dio para condenar el mal. Con brevedad, pasa aquí el apóstol revista a todas las personas a quienes se dirige la ley y contra las cuales obra con vigor. En pocas palabras caracteriza su estado moral: propia voluntad, desobediencia, impiedad y espíritu profano para con Dios, carencia de respeto y malos tratos para los padres, violencia y asesinato, amancillamiento de la carne, pasiones infames, mentira, perjurio y cuantos otros vicios que caen bajo la condenación de la ley.
Aquí vuelve el apóstol al tema principal de su epístola: la ley condena todo cuanto se opone a la “sana doctrina”, al conjunto de las verdades que constituyen el cristianismo o la doctrina que es según la piedad (6:3).
Pues bien, el Evangelio está conforme con esta doctrina. No contradice en modo alguno la ley, pero introduce una cosa completamente nueva que no guarda la menor relación con la ley. Es el Evangelio de la gloria del Dios bendito, confiado al apóstol. Estas pocas palabras nos abren una esfera de bendiciones en la cual tanto el espíritu como el corazón, pueden moverse libremente sin hallar jamás sus límites. Juzgad de ello: El Evangelio son aquellas buenas nuevas anunciando a los hombres que la gloria de Dios ha sido plenamente manifestada en Cristo. La gloria de Dios, es decir; el conjunto de las perfecciones divinas: justicia, santidad, poder, luz y verdad y, por encima de todo: Su amor y su gracia —aquella gloria es la que fue revelada y puesta a nuestro alcance en la persona de un hombre, Cristo Jesús, nuestro Salvador—. Fue manifestada en nuestro favor y es la maravilla del Evangelio. Toda aquella gloria, no se puede esconder ni velar: la vemos resplandecer en la faz de un hombre; pero, aún más, es nuestra, nos pertenece. Nos la confiere la obra de Cristo; todo cuanto Él es delante de Dios, lo somos ahora quienes creemos en Él. Sí, la gloria de Dios ya no mora en su solitaria e inalcanzable perfección: vino a ser —en un hombre— la porción de todos cuantos creen en Él. En virtud de Su sacrificio que abolió el pecado, hemos venido a ser tan perfectos como Él mismo. Nos ha sido hecho, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santidad y redención. Somos luz en el Señor. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado. En esto consiste el libre don de la gracia a pobres pecadores justificados por la fe.
Pero notad que este Evangelio es el de la gloria del Dios bienaventurado. Dándonoslo a conocer, Dios quiere hacernos tan venturosos como Él mismo; ¡la felicidad de la cual goza ha venido a ser nuestra felicidad! ¿acaso hay mayor contraste que éste entre la ley que maldice al pecador y la gracia que le lleva a disfrutar de la gloria y de la felicidad de Dios, en espera de gozarlas en la perfección de una eternidad sin nubes?
Versículos 12-14.— “Doy gracias a aquel que me habilitó, a Cristo Jesús, Señor nuestro, por cuanto me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio; a mí, que antes había sido blasfemo y perseguidor e injuriador: mas fui recibido a misericordia, por cuanto lo hice ignorantemente, en incredulidad; y ha sobreabundado la gracia de nuestro Señor, con fe y amor, que son en Cristo Jesús” (Versión Moderna).
¿Y quién era ese Pablo a quien se había confiado un Evangelio de tanto precio? ¡Cosa asombrosa! era un hombre que quebrantaba el primer mandamiento: “Amarás a Dios”. Creyendo servirle, odiaba a Dios, porque le aborrecía en la persona de Su Hijo. Blasfemaba a este Cristo y hacía fuerza a los santos para que blasfemasen (Hechos 26:11); perseguía a Cristo en Sus miembros, en Su amada Iglesia, ultrajándole en aquellos que creían en Él y le servían fielmente.
Semejante actitud no hubiera tenido perdón, de no haber sido hecha “en ignorancia, en incredulidad”; la fe no es otra cosa que recibir, en el corazón, a Cristo como el Hijo de Dios. Por eso fue recibido a misericordia, de otro modo hubiera sido condenado sin perdón alguno. En cuanto a los judíos, no se podía seguir concediéndoles dicha misericordia. Sobre la cruz, intercediendo por el pueblo, Jesús dijo: “Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen”, invocando así la misericordia de Su Padre a causa de la ignorancia de ellos. Lo mismo les dijo el apóstol Pedro en Hechos 3:17. Pero más tarde, cuando apedreaban a Esteban, eran conscientes de sus actos: rechazaban el Espíritu Santo que les fue enviado por Jesucristo resucitado (Hechos 7:51). Dicho pecado no podía serles perdonado. Y Saulo de Tarso que consintió en la muerte de Esteban, ¿no estaba en la misma situación que su pueblo? ¿Qué recurso le quedaba aún? ¡Ninguno! y sin embargo, había uno todavía: “la gracia sobreabundante” que podía considerar al tal hombre como fiel y establecerle en el ministerio. Tan sólo la fe podía quebrantar su anterior incredulidad. Tan sólo “el amor que es en Cristo Jesús” pudo reemplazar el odio que había llenado su corazón hasta entonces y este amor tan sólo podía conocerse por la fe. Este versículo 14 constituye, pues, la prueba de lo que da la gracia, incluso cuando se ocupa del “primero de los pecadores”. Le arranca de entre los pecadores por medio de una gracia sobreabundante, le da fe y —por ella— le da a conocer el amor que está en Cristo.
Versículos 15-17.— “Fiel es este dicho, y digno de ser recibido de todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; de los cuales yo soy el primero. Sin embargo, para esto fui recibido a misericordia, para que en mí, el primero, Jesucristo mostrase toda su extremada paciencia, como ejemplo para los que después hubiesen de creer en Él para vida eterna. ¡Y al rey de los siglos, inmortal, invisible, al solo verdadero Dios, sea honra y gloria para siempre jamás! Amén” (Versión Moderna).
Tan pronto se haya verificado esta obra del Espíritu de Dios en su corazón, Pablo puede anunciar a Cristo y la salvación que hay en Él. Lo que aquí hallamos, es el Evangelio en su más sencilla expresión. “Fiel es este dicho, y digno de ser recibido de todos”. Hay muchas “palabras fieles” en las epístolas a Tito y Timoteo. Las hemos comentado en nuestro “Estudio sobre Tito” págs. 85-86, mas aquí añade el apóstol estas palabras: “y digno de ser recibido de todos”, para demostrar los inmensos resultados de dicha palabra para cualquier alma que la reciba. Volveremos sobre ello en el capítulo 4:9.
La sencilla verdad, base de toda relación entre el hombre pecador y el Dios Salvador se expresa aquí del modo más solemne: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”: Dios hecho carne, en la persona de Jesús, viniendo a esta tierra para salvar a los pecadores; no a unos pecadores, sino para cumplir una obra de alcance universal; ofrecida a todos y de la cual ningún pecador, ni siquiera el más indigno, es excluido de antemano.
El propósito de Dios al venir al mundo era el de salvar a los pecadores; en el capítulo 2:4, vemos también que ésa es Su voluntad. De parte de Dios, pues, no hay ningún obstáculo; en Él todo contribuye para que se cumpla este propósito deliberado; mas el hombre —cosa terrible de notar— desconoce el propósito de Dios y se opone del modo más formal a Su voluntad. En medio de esta rebelión del hombre contra Dios, sólo Su “gracia sobreabundante” puede constreñir el ser humano y transformar un Saulo de Tarso en el instrumento para presentar la salvación a los demás.
En el versículo 11, hemos visto la parte de Dios en el Evangelio; aquí, en el versículo 15, la parte o aspecto de Cristo, o sea Su anonadamiento para cumplir este glorioso resultado que es la salvación. Y ésta, no sólo consiste en la liberación del pecado y del yugo de Satanás, sino en la introducción del hombre en eterna relación con el Dios de gloria. La liberación del pecado, la tenemos aquí en toda su sencillez al hablar el apóstol de una cosa fiel —o cierta— y digna de ser recibida por todos; las nuevas relaciones las hallamos en la proclamación del Evangelio de la gloria, en el versículo 11.
Aquí Pablo se intitula: “el primero de los pecadores”. Ningún otro puede llamarse así. Cuando tan sólo era Saulo de Tarso, Pablo se puso al frente de una tropa cuyo jefe era —sin que aquél lo supiera— Satanás, y cuyo propósito era de desarraigar de este mundo el pueblo de Dios y hasta el nombre de su Jefe y Señor, para triunfo de la religión judía. Aunando toda su energía carnal a la de su conciencia religiosa —y era muy grande— Saulo quiso aniquilar y arrancar del mundo el Nombre de Cristo, pues no creía en lo más mínimo en su resurrección. Esta triste preeminencia, Saulo la tenía al frente de los enemigos de Cristo, por lo cual confiesa: “de los cuales, yo soy el primero”.
Desde que, en la evangelización corriente, muchos oradores tienen por costumbre contar su conversión, complaciéndose exagerar el cuadro de su propia miseria espiritual (por lo que decía Spurgeon que estas confesiones públicas le recordaba aquellos sonidos o toques de bocina que anuncian el paso del carro de la basura), se les oye exclamar: ¡Yo soy el primero de los pecadores! Esto no es verdad, y —de hecho— es triste decir que ninguno de los que hablan así lo creen realmente. Esta expresión hasta les brinda la oportunidad de ocupar a sus oyentes de sí mismos y de su propia humildad, en vez de callarse.
Pero lo que decía aquí el apóstol, así como en los tres relatos de su conversión en el Libro de los Hechos, era una realidad palpable y tenía como fin explicar el inmenso alcance de la misión que le había sido confiada: sí, incluso en este espantoso estado de rebeldía contra Cristo, Saulo de Tarso había sido recibido a misericordia. Era, dice, “para que en mí, el primero, Jesucristo mostrase toda su extremada paciencia, como ejemplo para los que después hubiesen de creer en Él para vida eterna”.
Y, por cierto, dicha paciencia era de inmenso valor. Bastaba ahora creer —depositar su entera confianza— en Cristo, para obtener la vida eterna. Llegado a esta palabra final que introduce el alma en la posesión de una felicidad sin fin, brota un cántico de alabanza del corazón del apóstol, alcanzando las profundidades del tercer cielo.
Este himno va dirigido al Dios soberano de quien procede el don supremo de la vida eterna para todos los que creen. Por ésta, sus almas están directamente relacionadas con Él. Él es el Rey de los siglos, el único ante quien ni el tiempo, ni la eternidad tienen límites. Y Él los domina. Él es inmortal, e incorruptible, el único que está por encima de cuanto está destinado a la corrupción, y que no puede ser alcanzado por la misma, como desgraciadamente lo fueron la Creación los seres humanos y hasta los ángeles. Es el invisible, Aquel que está por encima de todo lo visible y que ningún ojo pueda ver, ¡es el solo y único Dios!
Es en torno de semejante Dios que subirán eternamente nuestras alabanzas. No se trata aquí del Dios Salvador; ni de Cristo Jesús, venido para salvar a los pecadores. Un rasgo, o una característica, faltaría a Su gloria, si no fuere además exaltado de otro modo. ¡Es el Dios que —desde Su gloria inaccesible— dignó fijar la mirada sobre Su criatura caída, para darle la vida eterna, una vida por medio de la cual podría conocerle y comprenderle, una vida en consonancia con Su propia naturaleza! ¡A Él sea honra y gloria para siempre jamás! ¡Amén!
Cosa notable, en el capítulo 6:15-16 de la presente epístola hallamos nuevamente un pasaje cuyo alcance es análogo a éste, mientras que no podemos hallar otro semejante en otra parte. Por lo demás, la espontánea expresión de la alabanza ante los misterios de la gracia se repite más de una vez en las epístolas; por ejemplo, en Romanos 11:33-36; Hebreos 13:21; Efesios 3:20-21.
Versículos 18-20.— “Este mandamiento te encomiendo hijo mío, Timoteo, conforme a las profecías que pasaron antes respecto de ti, a fin de que, en conformidad con ellas, milites la buena milicia, manteniendo la fe, y una buena conciencia; desechando la cual algunos han hecho naufragio respecto a la fe: de los cuales son Himeneo y Alejandro; a quienes he entregado a Satanás, para que aprendan a no decir blasfemias” (Versión Moderna).
El apóstol vuelve a tratar del “mandamiento” que fue confiado a Timoteo, y que ha mencionado en los versículos 3 y 5 de este capítulo. Entra de lleno en el verdadero tema de la carta, habiendo acabado —según vimos— por un cántico de triunfo y un “amén”, la magnífica exposición que va desde el versículo 5 al 17.
Hallaremos los detalles de este mandamiento en los capítulos siguientes. En el capítulo 1:3-4, el apóstol tan sólo había hablado del inminente peligro que amenazaba a los santos de Éfeso, y al cual Timoteo debía hacer frente con la autoridad que le había sido conferida. Este peligro estaba todavía reducido a la actividad de “ciertas personas”. Pero, ante todo, recuerda Pablo a su fiel discípulo e hijo en la fe la importancia, a los ojos de Dios, del mandamiento que le había sido confiado (1 Timoteo 4:14; 2 Timoteo 1:6). Hubo profecías, anteriormente, acerca del don que había de recibir este fiel colaborador del apóstol. Lo había, pues, recibido por profecía, pero le había sido comunicado por la imposición de manos de Pablo. Este don fue acompañado por la imposición de las manos del cuerpo de ancianos. Esto significaba la identificación de los ancianos con el servicio de Timoteo, y su sanción o aprobación de ellos, pues nada le comunicaron (véase Números 8:10). Estaba reservado a la autoridad apostólica, fuera de otra cualquiera, el transmitir ocasionalmente el don —fuese un “don de gracia”, fuese “el don del Espíritu Santo”— don que, por lo demás, era enviado directamente desde arriba por el Señor, pero que nunca vemos comunicado por los ancianos.
Las profecías que fueron pasadas anteriormente acerca de Timoteo anunciaban que éste era designado por Dios para entablar “el buen combate”, o la buena milicia, necesaria para sostener la sana doctrina en la casa de Dios y para poner los lazos del Enemigo al descubierto. Y dicha victoria tan sólo podía verificarse a condición de que Timoteo guardase la fe, es decir, el estado del alma que está firmemente adherido al conjunto de la enseñanza de Dios, tal como está en Su Palabra. La fe no puede ser sincera (versículo 5) cuando la conciencia ya no es buena e intenta escapar, de cualquier modo que sea, al control de Dios. Hay entonces engaño en el corazón; y dicho estado es de los más peligrosos, porque el alma se acostumbra a evitar la luz de la presencia del Señor y de Su Palabra.
Rechazar una buena conciencia induce al alma, tarde o temprano, a abandonar la fe. Todas las herejías proceden de un mal estado de conciencia, la cual —huyendo de la oportunidad de encontrarse con Dios— está entregada a sí misma y, en dicho estado, llega a abandonar la verdad tal como Dios la enseña en Su Palabra. Esta había sido la triste experiencia de Himeneo y Alejandro. No sabemos lo que enseñaban, pero la Palabra de Dios nos dice que eran blasfemias; tal vez blasfemias contra Cristo, quizá relacionadas con la Ley mosaica por cuanto Pablo —al describir su estado de enemistad en contra de Cristo— nos dice que él mismo “había sido blasfemo” (versículo 13). Leemos en Hechos 26:11 de qué modo se realizó esto. En el capítulo 5:1 de nuestra epístola nos dice el apóstol que “algunos apostatarán de la fe”; es decir: rechazarán completamente la doctrina cristiana. Aquí, el mal no había llegado aún a su punto cumbre; si no que en vez de usar de su actividad para mantener la fe, habían personalmente hecho naufragio, y —no teniendo ya brújula para orientarse— habían perdido todo sentimiento del valor, de la dignidad y de la santidad del Señor.
Cabe que sea este Himeneo el que volvemos a hallar en 2 Timoteo 2:17, pero asociado con Fileto y sosteniendo una doctrina que cerraba el cielo a los redimidos, estableciéndoles definitivamente sobre la tierra. Cabe también suponer —aunque sin mayores pruebas— que en 2 Timoteo 4:14, Alejandro se había vuelto el encarnizado enemigo del apóstol. El acto de entregar a Satanás ya se había verificado en nuestro pasaje. En 1 Corintios 5:5 este acto nos es presentado como siendo la intención de Pablo, que no tuvo que llevarlo a cabo. Este acto de autoridad apostólica no podía asimilarse con el de la asamblea, cuyo deber era de quitar el malo de su medio.
Estos dos hombres, habiendo sido abandonados en manos de Satanás, quedaban por tanto fuera de la asamblea, privados del “control” y de la influencia de la misma, de los cuales habían gozado hasta la fecha. Con esto habían venido a ser como la propiedad del Enemigo, cuyo propósito era de apartarles para siempre de Cristo, sin esperanza alguna de retorno. Sin embargo, aun en medio de este terrible juicio, Dios tenía un propósito de gracia. La miseria, física y moral en la cual estaban hundidos podía enseñarles “a no decir blasfemias”, haciendo posible, de este modo, su restauración.
1 Timoteo 2
Versículos 1-7.— “Exhorto pues, ante todo, que se hagan rogativas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en autoridad; para que nosotros pasemos una vida tranquila y sosegada, en toda piedad y honestidad.
Esto es bueno y acepto delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos, y que vengan al conocimiento de la verdad. Pues que para todos hay un solo Dios, y un solo medianero entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús; que se dio a sí mismo en rescate por todos; de lo cual el testimonio había de darse a sus propias sazones; y para lo cual he sido constituido predicador y apóstol (digo la verdad, no miento), maestro de las naciones en fe y verdad” (Versión Moderna).
Entramos aquí en el propio tema de esta epístola, que es la administración y el orden de la casa de Dios, basada en la doctrina que es según la piedad.
¿No es acaso sorprendente que la primera exhortación dirigida a quienes componen la casa de Dios sea la oración? Esta es la que nos permite reconocer, a primera vista, la Asamblea del Dios vivo o —tratándose de una casa en ruinas— aquello que la representa. Su orden está ligado a las acostumbradas relaciones de los santos con Dios por medio de la oración. Esta tiene diversas características:
1. Las súplicas son fervorosas oraciones que suben hacia Dios de corazones hondamente conscientes de la importancia vital de lo que piden;
2. Las oraciones son una forma más usual y reflejan los deseos, las necesidades, las preocupaciones diarias del corazón;
3. Las intercesiones son de naturaleza más íntima. Provienen de unas relaciones personales de cercanía y confianza en Dios. Volvemos a hallar esta misma palabra en el capítulo 4:5, traducida por “la oración”;
4. La última forma de oración consiste en “acciones de gracias”, porque quien se dirige a Dios por la fe, sabe que tiene las cosas que ha pedido.
Dichas peticiones van dirigidas a Dios por todos los hombres. Nadie está exceptuado. Vemos aquí cuál es el papel del Evangelio en el funcionamiento de la casa de Dios. La primera característica del Evangelio, ¿no es que vaya dirigido a todos, por boca de quienes forman parte de dicha casa y que el Señor envía con el mismo propósito? No es la Asamblea misma la que proclama las buenas nuevas de salvación; el Señor ha confiado esta obra a los dones espirituales que Él ha suscitado en la misma, mas la Asamblea, por las oraciones, participa en el conjunto de la preciosa obra que el Dios Salvador realiza en el mundo por el Espíritu Santo.
¡Qué campo de actividad más amplio para nuestras almas! Todas las formas de intercesión están empleadas en él. Si hay muchas buenas obras, cada oración dirigida a Dios para la salvación de las almas figurará también entre aquéllas. A lo largo del día, ¿cuántas veces oramos con este propósito? ¿En qué medida realizamos el mandato de “orad sin cesar”, cuando se trata de hacerlo por todos los hombres?
“Por los reyes y por todos los que están en autoridad”, dice el apóstol. Cuán poco se mencionan las autoridades del mundo en las oraciones de la Asamblea, y, sin embargo, son colocadas aquí en primer lugar al hablarse de todos los hombres. ¿No es merced a ellas como podemos —por intervención divina en gracia— llevar una vida tranquila y sosegada en la que podamos dar a conocer al mundo lo que es “la piedad” para con Dios y “la honestidad” hacia los hombres; cualidades que tan sólo podrán desarrollarse en una atmósfera sosegada? En épocas de persecuciones este tranquilo testimonio se pierde o es impedido. Entonces es cuando la fe y la fidelidad que pueden ir hasta la muerte son puestas a prueba por la tribulación. Dios que dirige como quiere el espíritu de los hombres (hombres que son, a menudo, semejantes a fieras), puede refrenar sus más crueles instintos para otorgar la paz a Su pueblo y favorecer la extensión normal del Evangelio en una atmósfera de sosiego.
Resulta muy notable que la recomendación de orar por cuantos están en autoridad fue hecha a los cristianos bajo el reino de Nerón, el más odioso, el más cruel enemigo de los santos, bajo cuyo gobierno tantos testigos de Cristo —e inclusive Pablo mismo— padecieron el martirio. Ni siquiera una palabra de reproche contra aquel hombre, sale de la boca del apóstol, que no le menciona. Tampoco protesta contra su violencia, de la cual Dios se valió para asegurar el corazón de Sus amados (Apocalipsis 2:8-10) y animarles por el galardón de la corona de vida, preservándoles —por un momento, por lo menos— de los peligros del ocaso espiritual.
Mas no es sólo para gozar de paz o para dar testimonio al mundo del orden que regula la casa de Dios por lo que los cristianas son exhortados a orar por todos los hombres. Añade el apóstol: “Esto es bueno y acepto delante de Dios nuestro Salvador”. Es también con el fin de obtener Su aprobación que los santos formulan estas súplicas. Así lo quiere “Dios nuestro Salvador”. No dice el apóstol: el Dios Salvador. Es Aquel que empezó revelándose a nosotros como tal, es a Él a quien pertenecemos; es enteramente para nosotros. Tenemos, pues, entera libertad, plena osadía para presentarle esas peticiones. Cuando rogamos por la salvación del peor de los pecadores, sabemos que pedimos una cosa del todo agradable a nuestro Dios. Él quiere que todos los hombres sean salvos.
Aquí no se trata de Sus designios, ni de cuánto haya determinado, sino de Sus caminos de amor hacia todos los hombres bajo el Evangelio. Él quiere. Ya lo dijimos: el único obstáculo a la salvación de todos los hombres no está de parte de Dios, sino que proviene —de parte del hombre— de una voluntad que rechaza resueltamente la de Dios, oponiéndose a ella (Lucas 13:34; Juan 5:40). Y Dios quiere, no sólo que todos sean salvos, sino que vengan al conocimiento de la verdad. Conocer la verdad es, a la vez, conocer a Cristo, conocer la Palabra de Dios que nos lo revela, conocer lo que Dios es, saber lo que somos. Dicho conocimiento nos obliga a buscar refugio en Sus brazos, como pobres seres perdidos y a hallar en Él nuestro único recurso como Dios Salvador.
En cierta medida, esta verdad era ya conocida bajo la ley, la cual proclama que hay un solo Dios. Es a este Dios a quien debe acercarse el pecador; mas ¿cómo puede hacerlo? El hombre pecador es incapaz de acercarse a Dios. Interviene entonces la verdad cristiana al proclamar que hay “un solo medianero entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús”. Vino a esta tierra como hombre, para hacer que Dios sea accesible a todos. Job declaraba que no existía tal árbitro: “Ni hay entre nosotros arbitrador (o mediador) que ponga la mano sobre entrambos” (Job 9:33). Mas era preciso que Job aprendiera —en figura por lo menos— que dicho árbitro existía: “Si hubiese entonces junto a él un mensajero”, dice Eliú, “algún intérprete, uno escogido de entre mil, para hacer presente al hombre lo que es su deber; entonces se compadecerá de él y dirá: ¡Líbrale de descender al hoyo; yo he hallado el rescate”! (Job 33:23-24). Y este Mediador vino en la persona de Cristo, el hombre Cristo Jesús que ha tomado la causa de los pecadores y halló una propiciación (o rescate), habiéndose entregado “en rescate por muchos”.
Era el único que reunía las condiciones exigidas para reconciliarnos con Dios, porque:
1. Se humanó para que el “solo Dios” fuese asequible a todos.
2. Se humanó para darse a Sí mismo en rescate por todos, y en esto consiste la propiciación.
3. Dio su vida en rescate por muchos (Mateo 20:28) y esto constituye la expiación.
En cuanto a la propiciación, está hecha para todos. Todos pueden acercarse a Dios. Cristo pagó un rescate, una suma total, completa, equivalente en importe y en valor a la deuda que convenía satisfacer. Todos pueden venir y apropiarse de ello. Dios aceptó el rescate. Para el pecador, tan sólo se trata de acercarse y de creerlo. En cuanto a la expiación, tan sólo es la porción de los muchos que han creído. En este caso, se considera que el rescate ha sido pagado por cada creyente individualmente, lo cual le equipara a la expiación y a la sustitución.
Esta verdad (versículo 4) Dios la confió al apóstol (versículo 7), a quien había establecido con este fin. Luego es apoyada y sostenida por la conducta de la Asamblea en este mundo (capítulo 3:15). Habíase cumplido el tiempo para dar este testimonio en medio de las naciones, y Pablo fue constituido predicador, apóstol y maestro para proclamar que estas cosas podían ser adquiridas por la fe y que la verdad —todos los pensamientos de Dios— había sido revelada ahora en Cristo.
Versículos 8-15.— “Deseo, pues, que oren los hombres en todo lugar alzando manos santas, sin ira ni disensión. Asimismo, que asistan las mujeres en traje modesto, adornándose con recato y sobriedad; no con cabellos trenzados, y oro, o perlas, o vestidos costosos, sino antes (lo cual conviene a mujeres haciendo profesión de piedad) con buenas obras. La mujer aprenda en silencio con toda sujeción. Yo no permito que la mujer enseñe, ni que tenga autoridad sobre el hombre, sino que esté en silencio. Porque Adam fue formado el primero, luego Eva: y Adam no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en la transgresión. Sin embargo, ella se salvará engendrando hijos, perseverando ellas en fe y amor y santidad, con modestia” (Versión Moderna).
Diciendo: “Deseo pues ... ”, vuelve el apóstol a lo que dijo de modo general en el primer versículo. Ya no exhorta a que “se hagan rogativas”, mas especifica ahora quiénes deben hacerlas: es decir, los hombres, y no las mujeres. Estas no pueden manifestarse de modo exterior, o visible. Su actitud es muy distinta; la de los hombres, en cambio, es pública. Orar no es ejercer un don, ya que muchos hombres no lo poseen, y en este caso Dios no les recomendaría que lo ejerciten. La oración es una actitud y la expresión de un estado de ánimo delante de Dios, el cual puede ejercerse ante todos, pero sólo por parte de los hombres. Las palabras “en todo lugar” indican que, en realidad, se trata aquí de oraciones en público, y (dado que el tema de esta epístola es el orden público en la casa de Dios cuando estaba aún, como en tiempo de los apóstoles, en su plenitud original) que se trata de oraciones en todos los lugares donde dicha casa se reúne. Sobra decir que esto no se refiere a la casa como hogar y amparo de la familia, porque tanto las oraciones del hombre como las de la mujer tienen plena libertad de ejercitarse en ella; a condición de que la mujer guarde en esto —como en todo— la posición de dependencia que Dios le ha señalado para con su marido. Sobra decir aún que semejante prescripción nada tiene que ver con las actuales “iglesias”, llamadas de este modo por los hombres, y donde la “voluntad” que expresa aquí el apóstol no podría ser tolerada, ni mucho menos llevada a la práctica.
Y añade el apóstol: “Alzando manos santas, sin ira ni disensión”. Estas palabras nos muestran que existen ciertos estados de ánimo que son incompatibles con la oración en la casa de Dios, que es la asamblea del Dios vivo. La santidad de Dios no podría admitir semejantes oraciones, porque todo cuanto esté en contradicción con la pureza, la paz y la fe en el corazón, incapacita para la oración y no puede hallar acceso hasta Dios.
A continuación el apóstol pasa a examinar el papel de las mujeres en la casa de Dios. El pudor y la modestia deben manifestarse en ellas por un vestido decente y no por los lujosos adornos que buscan las mujeres en el mundo. Así el porte de la mujer cristiana hará que se la reconozca inmediatamente, y este testimonio es mucho más importante que meras palabras. A esa actitud negativa, por así decirlo, se añade el testimonio activo de las “buenas obras”. Sobre este último asunto, nos referimos a lo que está escrito en nuestro “Estudio sobre la Epístola a Tito”, págs. 34-37. Nos limitaremos a repetir que una buena obra puede ser hecha a favor de Cristo, de los santos, o de todos los hombres, y que las buenas obras son exclusivamente el hecho del hombre nuevo, de los miembros de la familia de Dios. Cualquier obra realizada por el hombre inconverso no será más que una “obra muerta” o una “mala obra”.
Tanto el porte como las buenas obras convienen, pues, “a mujeres haciendo profesión de piedad” (o sea, de servir a Dios). Aquí es donde podemos entender uno de los aspectos del gran tema de esta epístola. Trátase de la profesión cristiana; pero en la primera carta a Timoteo no está —como en la segunda— separada de la realidad de la vida divina en el alma. En la mujer, la realidad de dicha profesión debe mostrarse por su porte y en su actitud. Encontramos en 1 Pedro 3:1-6 un cuadro y unas exhortaciones parecidas. Aquí, en el versículo 11, hallamos otras advertencias dirigidas a la mujer cristiana: es llamada a progresar en el conocimiento de la Palabra: “La mujer aprenda en silencio con toda sujeción”. Hoy día, muchas mujeres cristianas faltan a esta orden formal, prefiriendo una actividad exterior o menos agitada a la actitud silenciosa de una María, sentada a las plantas de Jesús para escucharle. Marta hablaba y se hacía reprender, María aprendía con toda sumisión. ¡Cuán poco se realizan estas cosas a medida que el mal, que desembocará en la apostasía final, crece y se extiende cual lepra en la casa de Dios! Hay mujeres cristianas que “hablan en todo lugar”, vanagloriándose de enseñar en vez de humillarse de ello como de una usurpación culpable y de una positiva desobediencia al mandamiento del Señor. Para quien esté sometido a la palabra de Dios, trátase de la más audaz transgresión, por parte de la mujer, del orden prescrito para la casa de Dios. Sobra decir que sólo hablamos aquí de la mujer cristiana o, por lo menos, de una mujer que profesa, o dice ser cristiana, y que —por consiguiente— tiene la responsabilidad de someterse a la Palabra. En cuanto a la mujer que vive en el mundo, ¿cómo obligarla a seguir una norma divina que ignora y que no puede cumplir? La mujer “esté en silencio”; es su deber y su obligación. El apóstol da dos razones perentorias de ello. La primera es la preeminencia de Adán sobre Eva. Ha sido “formado primero”. Luego vino la mujer, que fue sacada de él, y formada para ser una ayuda idónea; porque dijo Jehová Dios: “No es bueno que el hombre esté solo”. Así la mujer vino a ser hueso de los huesos y carne de la carne de Adán.
La segunda razón es que no es Adán quien fue engañado, sino Eva, y que ésta cayó en la transgresión. En vez de ser una ayuda para el hombre, fue el instrumento de Satanás para seducirle y arrastrarle a la desobediencia.
Pero, añade el apóstol, la mujer (no las mujeres creyentes) será salvada engendrando hijos. Hay salvación para ella, aunque, en el trabajo y los dolores del parto, lleva una perpetua consecuencia de su falta. Mas los dolores del parto no son un fallo en contra de la vida de la mujer. Al dar a luz, esta vida —lejos de ser condenada— es más bien preservada. Pero hay positivas promesas para las mujeres cristianas (por lo cual está escrito: “perseverando ellas ... ”), una vida de perseverancia que se reclama de las promesas de Dios; en el amor que es el mismo carácter de Dios manifestado en nuestra vida práctica; en fin, en la santidad, que es la separación para Dios de cualquier mezcla con el carácter del mundo; una vida reflejando las preciosas características de modestia descritas en este pasaje, es una garantía dada por el mismo Dios de que la mujer cristiana será preservada en medio de los peligros del parto. Sin embargo, no olvidemos que si las mujeres cristianas no perseveran en dichas cosas, podrán caer bajo una disciplina, que les privará de las ventajas que Dios les concede en vista de los peligros del parto.
1 Timoteo 3
Versículos 1-7.— “Palabra fiel: Si alguno apetece obispado, buena obra desea. Conviene, que el obispo sea irreprensible, marido de una mujer, solícito, templado, compuesto, hospedador, apto para enseñar; no amador del vino, no heridor, no codicioso de torpes ganancias, sino moderado, no litigioso, ajeno de avaricia; que gobierne bien su casa, que tenga sus hijos en sujeción con toda honestidad (porque el que no sabe gobernar su casa, ¿cómo cuidará de la Iglesia de Dios?). No un neófito, porque inflándose no caiga en juicio del diablo. También conviene que tenga buen testimonio de los extraños, porque no caiga en afrenta y en lazo del diablo”.
Mientras en el capítulo 2 trata de una forma general de la conducta de hombres y mujeres en la casa de Dios, el capítulo que ahora nos ocupa entra en el detalle mismo de la organización —propiamente dicha— de esta casa. Es necesario no olvidar que Timoteo no tenía, como Tito, la misión de establecer ancianos, pero debía velar sobre el orden y la doctrina. Ahora bien, la doctrina tenía que ver con la conducta de los que componían la casa. El apóstol, en un principio, no enseña a Timoteo como deba comportarse, sino que le enseña la forma en que deben proceder los diversos elementos que componen la casa, Timoteo también entre ellos, teniendo, como veremos, ciertos deberes y responsabilidades en ese medio, por el hecho de poseer un don.
Referente a la “palabra fiel” del versículo 1, aconsejamos al lector el “estudio sobre Tito”, pág. 85-87. Es incontestable que quien aspira a la vigilancia en la casa de Dios “buena obra desea” (versículo 1). El vigilante u obispo (Episkopoi) es idénticamente el mismo hombre que el anciano (presbítero). En Hechos 20, en la misma asamblea de Éfeso, donde el apóstol Pablo dejaba a Timoteo en nuestra epístola, el mismo apóstol convoca a los “ancianos” y les nombra “obispos” en el versículo 28. Aquí, “quien apetece obispado buena obra desea”, una obra que tiene la aprobación de Dios, una obra hecha para Dios y para Cristo y cumplida en interés de los santos. (Relacionado con esto, puede ser útil el remarcar que el griego tiene dos términos para designar las buenas obras, mientras que aquí en nuestras versiones no existe más que uno. Estos términos son “ergón aghatón” y “ergón kalón”, y no son idénticos. El primero (“ergón aghatón”) designa todas las buenas cosas que se desprenden del estado moral del corazón purificado por el Señor; amor fraternal, simpatía, tolerancia, tacto, etc. El segundo (“ergón kalón”) es un acto loable y visible a ojos del hombre: limosnas, visitas, etc. “Ergón aghatón”: Hechos 9:36; 2 Corintios 9:8; Efesios 2:10; Colosenses 1:10; 2 Tesalonicenses 2:17; 1 Timoteo 2:10; 3:10; 2 Timoteo 2:21; 3:17; Tito 1:6; 3:1; Hebreos 13:21; 1 Tesalonicenses 5:15; y estos otros con “ergón kalón”: Mateo 5:16; 26:10; Marcos 16:6; Juan 10:32; 1 Timoteo 3:1; 5:10-25; 6:18; Tito 2:7,14; 3:8,14; Hebreos 10:24; 1 Pedro 2:12).
De todas formas, la obra no tiene este carácter sino en la medida que responde a las cualidades detalladas aquí. Alguien podría aspirar a esta posición por orgullo, por ambición, como vemos en este mismo pasaje, y en caso semejante esta aspiración, no teniendo otro fin que la satisfacción de la carne sería, no una buena, mas una mala obra. En el “estudio de Tito”, pág. 24, hemos remarcado que la epístola a Timoteo menciona catorce cualidades requeridas del anciano o vigilante.
Esta cifra de catorce, cifra de doble plenitud, parece insistir doblemente sobre las cualidades morales requeridas del anciano, cuando la casa de Dios está en orden. El apóstol volverá más tarde a insistir (versículo 17) sobre ciertas cualidades accesorias del obispo, que también se mencionan en Tito 1:9.
Aquí, la palabra “irreprensible” ocupa —como en Tito— el primer lugar en la lista, porque ella resume todas las demás. Hallamos seguidamente “marido de una mujer”, que Tito no menciona. Esto hace alusión al hábito de tener varias mujeres como aún se practica en el paganismo, cosa tolerada por la Ley de Moisés, aunque no sancionada por la Ley divina, mas que, si no impedía la introducción del recién convertido en la Asamblea cristiana, lo descalificaba, sin embargo, de una manera absoluta, para la administración de esta casa. La turbación introducida en la familia por la presencia de dos mujeres, cosa que vemos a menudo relatada en la Escritura, nos pone en claro el porqué de esta prohibición. Para las otras cualidades requeridas del anciano, el lector debe tomar el “estudio sobre Tito”, pág. 19-28. La epístola a Timoteo pone un acento especial sobre el hecho de que el anciano “debe gobernar bien su casa” y “tener sus hijos en sujeción con toda honestidad”: después añade: (“porque el que no sabe gobernar su casa ¿cómo cuidará de la Iglesia de Dios?”). Ante esta augusta tarea: el cuidado de la iglesia de Dios, ¿cómo administramos nuestra propia casa? En este caso, si en una esfera tan limitada como mi hogar no he sabido mostrar mis dotes de buen administrador, ¿cómo los mostraré en el caso de la iglesia de Dios? Este pasaje muestra al mismo tiempo, la inmensa importancia que para Dios tiene Su casa aquí en la tierra, pues es el testimonio de todas las virtudes cristianas ante un mundo que las ignora. Es así que ella, la casa de Dios, pone en luz el orden, la disciplina, la dependencia, la sumisión, la obediencia, la humildad, pero ante todo, la verdad divina.
Es, pues, necesario que el obispo —o anciano— tenga primeramente su propia familia bajo la disciplina del Señor. En cambio, qué olvido de estos principios elementales de la Palabra se ven, allí donde contrariamente a lo que ésta determina, los ancianos son establecidos por la congregación.
Se llega entre otros actos de desobediencia a escoger como ancianos personas solteras o personas que, aún casadas, no tienen hijos, y por lo tanto no han tenido jamás oportunidad de demostrar que estaban acreditadas por Dios para este oficio.
El apóstol añade dos caracteres indispensables al obispo y que si no existieran se correría el riesgo de introducir —cosa terrible— elementos satánicos en la casa de Dios. Primero: el anciano no puede ser un recién convertido, pues en este estado no ha tenido aún la ocasión de ejercer ante Dios el juicio de sí mismo y no tiene aún bastante experiencia del poder de la carne en el creyente, por lo cual corre el peligro de enorgullecerse de la posición eminente que ocuparía en la casa de Dios. Ahora bien, el orgullo es el pecado del diablo que ha tenido por usurpación ser igual a Dios y ha conducido al hombre a caminar en la misma senda, lo cual ha sido su perdición. Segundo, porque aún existe un segundo peligro para el obispo y es el de no “tener un buen testimonio de los extraños”. No es suficiente que esté rodeado de la estimación y el afecto de sus hermanos. Es necesario que el mundo habituado a maldecir a los cristianos como personas que hacen el mal, quede confundido en presencia de la buena conciencia de éstos y también de su buena conducta, y a pesar del odio que les profesan se vean obligados a rendir de ellos un buen testimonio. Así vemos que juntamente con las primeras cualidades enumeradas, el obispo —o anciano— no puede ser escogido entre los recién convertidos y que además debe tener buen testimonio de parte de los extraños, pues si no, caerá en “lazo del diablo”, lo cual consiste en sembrar el oprobio sobre el nombre de Cristo, desacreditándolo por la conducta supuesta o real de los Suyos (compárese 2 Timoteo 2:26), que no fuera acompañada de una buena conciencia.
Versículos 8-13.— “Los diáconos, asimismo, deben ser honestos, no bilingües, no dados a mucho vino, no amadores de torpes ganancias; que tengan el misterio de la fe con limpia conciencia. Y éstos también sean antes probados; y así ministren, si fueran sin crimen. Las mujeres, asimismo, honestas, no detractoras, templadas, fieles en todo. Los diáconos sean maridos de una mujer, que gobiernen bien sus hijos y sus casas. Porque los que bien ministraren, ganan para sí buen grado y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús”.
Es digno de notar que en la epístola a Tito, delegado del apóstol para establecer ancianos, no haya en cambio la más ligera mención de los servidores de la asamblea, o diáconos. La razón es bien sencilla. En Hechos 6, vemos los diáconos elegidos, no por un delegado de los apóstoles, mas por los hermanos, y seguidamente establecidos por los doce. Así, pues, no quedaban incluidos en el mandato confiado a Tito. En la primera epístola a Timoteo se trata no tanto del establecimiento de ancianos, sino de las cualidades requeridas de aquellos que ocupaban cargos en la casa de Dios, y también los diáconos y las diaconisas hallan ampliamente su lugar.
Estas cualidades se relacionan ante todo a su porte moral. Los servidores o diáconos deben de ser “honestos” o serios (como dice la Versión Moderna). El servidor debe ser conocido como representando en su servicio la dignidad de su Maestro y penetrado de su propia responsabilidad en vista del mismo. No debe tener dos palabras, pues forma parte de un conjunto destinado a testificar de la verdad y a sostenerla. No debe ser dado a mucho vino, lo cual le haría perder la sostenida atención que requiere su servicio. No debe ser codicioso de torpes ganancias, pues es vergonzoso de convertir el servicio del Señor en un medio de ganar dinero, y debe, finalmente, “tener el misterio de la fe con limpia conciencia”. Un misterio es una cosa antiguamente oculta, mas ahora revelada. El misterio de la fe es el conjunto de verdades que constituyen el cristianismo y que han sido puestas a luz de una manera plena, por la muerte y resurrección de Cristo.
Todas las verdades relativas a la posición celeste del cristiano, reveladas por primera vez a María de Magdala; todas las verdades dependientes de un Cristo glorioso, sentado a la diestra de Dios, verdades confiadas a Pablo, concernientes a la Iglesia, su unión en un solo cuerpo con Cristo, que es la Cabeza gloriosa en el cielo, su dignidad de Esposa de Cristo y la esperanza de la venida del Señor, todas estas y otras verdades constituyen el “misterio de la fe”.
Cuántos cristianos que ocupan plazas —por así decir— subalternas en la casa de Dios, quedan bien por debajo de lo que aquí es exigido a los servidores (o diáconos) en la asamblea. En cambio, esto no puede decirse de Esteban ni de Felipe que eran de “los siete” y fueron escogidos para el servicio por los hermanos de Jerusalén (Hechos 6). Los dos habían adquirido en su servicio “un buen grado, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús”; el primero dando testimonio de toda la enseñanza transmitida por el Espíritu Santo enviado del cielo, el segundo anunciando con poder, en el mundo, el Evangelio de salvación. Así la predicación del conjunto de la Revelación divina fue remitida a los servidores que habían adquirido un buen grado en las humildes funciones que les habían sido confiadas.
No es solamente el conocimiento de las verdades celestes y del misterio de la Iglesia lo que les es demandado, mas deben guardar este conocimiento “con una conciencia pura”. Es necesario que un estado irreprochable ante Dios corresponda a este conocimiento y que esto no sea un asunto de inteligencia, mas que sea inseparable de una conciencia ejercitada ante Dios. Es preciso un estado moral que recomiende la verdad que se presenta.
Tanto los servidores como los vigilantes deben ser “antes probados”. No creo que se trate de un cierto período de iniciación después del cual los diáconos o los ancianos puedan ser revocados, sino de una prueba y encuesta minuciosa realizada en el momento en que toman el servicio, a fin de que todas las cualidades requeridas, sean reconocidas como correspondiendo a la lista que la Palabra nos da relacionadas con los cargos en la casa de Dios. Después de esta encuesta los servidores podrán entrar en su servicio.
Seguidamente el apóstol pasa a considerar los rasgos que deben caracterizar a las mujeres. Él no dice sus mujeres, pues por un lado todas las mujeres de los “diáconos” podían muy bien no ser “diaconisas” y por el otro puede que esta indicación alcance a las mujeres de los ancianos o vigilantes. De manera comparativa les es demandado poco, pero se trata de cosas en las cuales la mujer tiene mayor peligro de caer. Su honestidad debe correr pareja con la de su marido. ¡Cuán a menudo el desacuerdo entre marido y mujer tocante a la seriedad que debe manifestarse en la vida habitual ha perjudicado el testimonio que debían honrar! La “detracción” en las mujeres es la consecuencia de la tendencia que tienen a vanas parlerías, pero puede depender también del hecho de estar (puede ser) presentes en las confidencias que sus maridos reciben y ellas no saben imponerse una reserva doblemente necesaria en un servicio que comparten con su esposo. La sobriedad puede relacionarse con los alimentos hacia los cuales podría sentirse inclinada con atisbos de gula, pero parece más bien hablar de lo que la debe retener e impedir que se libre a sus propias impresiones. En fin, las “diaconisas” deben ser “fieles en todo”; deben mostrar en su servicio una estricta fidelidad, no buscando lo suyo propio, ni aplicarse méritos en detrimento de los demás.
Después de haber hablado de las mujeres, el apóstol vuelve a los servidores en sus relaciones con la familia. El deber dentro de su propia casa es idéntico al de los ancianos o vigilantes. Es necesario que el orden de la casa de Dios quede representado en el círculo más restringido de nuestras casas. Aunque en apariencia el oficio de diácono tenga poco lustre, sin embargo, es de gran importancia en el testimonio. En Hechos 6, vemos el valor que los apóstoles atribuyen a este servicio. Era necesario que estos hombres “tuvieran un buen testimonio” y fueran “llenos del Espíritu Santo y de sabiduría” tal como fueron Esteban y Felipe. Si su servicio es efectivo adquieren para sí “un buen grado” (dicho de otra manera: ascienden de graduación) y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús.
Versículos 14-16.— “Esto te escribo con esperanza que iré presto a ti; y si no fuere tan presto, para que sepas cómo te conviene conversar en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios vivo, columna y apoyo de la verdad. Y sin contradicción, grande es el misterio de la piedad: Dios ha sido manifestado en carne; ha sido justificado con el Espíritu; ha sido visto de los ángeles; ha sido predicado a los gentiles; ha sido creído en el mundo; ha sido recibido en gloria”.
Después de haber mostrado cuáles deben ser los caracteres morales y la conducta del obispo —o vigilante— en la casa de Dios, lugar donde en su origen, los principios son absolutamente opuestos a los del mundo; en ese dominio de la fe y de la profesión cristiana, en el cual los que moran en él son llamados a manifestar ante el mundo un bello orden moral según Dios, después de haber —digo yo— expuesto estas cosas, el pensamiento del apóstol vuelve hacia su querido hijo Timoteo. Aunque Timoteo sea llamado a cuidar del orden en la casa de Dios hasta el regreso del apóstol y entre todos que deben observarlo, él también debe, no obstante, saber cómo conducirse y qué papel le corresponde desempeñar.
Ahora bien, es la conducta personal de Timoteo lo que nos presentará particularmente el capítulo 4 que seguirá a estas líneas.
Hubo un momento, descrito en los primeros capítulos de los Hechos, en que por virtud de la efusión del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, no existía diferencia alguna entre los materiales con que Dios edificaba Su casa y con los que el hombre la construía, habiendo Dios confiado estos materiales a la responsabilidad del hombre, tanto si se trataba de personas como de doctrinas. Este momento fue de poca duración.
En un principio la fe viva y la profesión eran inseparables. Todos los miembros de la familia cristiana tenían parte a los privilegios de la casa de Dios, de la Asamblea del Dios vivo. Pero apenas ésta quedó confiada a la responsabilidad de los que la formaban, la pendiente declinatoria fue un hecho y su desgaste se produjo de mil maneras. Los ejemplos de Ananías y Safira, mintiendo al Espíritu Santo que habita en esta casa, seguidamente las murmuraciones, las divisiones, las sectas, la impureza, el legalismo, las falsas doctrinas, fueron los elementos que marcaron la declinación. Más tarde vinieron “los lobos rapaces”, “las doctrinas perversas” y gradualmente, aun en el tiempo de los apóstoles, el estado mencionado en 2 Timoteo, en Judas y en 2 Pedro, estado que tenemos actualmente bajo nuestros ojos, aunque más desarrollado y que desembocará en la apostasía final bajo la forma de la “grande ramera” del Apocalipsis.
En la primera Epístola a Timoteo y a Tito, la fuerza para combatir el mal y la fidelidad cristiana, se daban cita en gran número de ocasiones, y los que se oponían a la sana doctrina en la asamblea no eran más que unos pocos (1 Timoteo 1:3; 4:1). El apóstol puede enseñar a su fiel discípulo “cómo debe conversar en la casa de Dios”. Este término caracteriza de hecho, todo el contenido de 1 Timoteo.
Entre tanto, no debe pensarse que por el hecho de que el mal ha invadido todas las esferas y porque la casa de Dios ha venido a ser una “casa grande” (2 Timoteo 2:20), el creyente no pueda realizar que “la casa de Dios es la Iglesia del Dios vivo” a pesar del abandono general de la verdad que caracteriza lo que nos rodea. El consejo de Dios es inmutable; lo que ha decretado, lo establecerá para siempre. ¿Quién podrá destruir la unidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo? ¿Quién podrá impedir a la Iglesia de ser la Esposa de Cristo? Si la unidad de la Iglesia actualmente no es visible en el mundo, puede, sin embargo, ser manifestada por los dos o tres reunidos en la Mesa del Señor. Si la Iglesia como Esposa de Cristo ha declinado en la infidelidad, estos mismos dos o tres pueden realizar por la fe la palabra siguiente: “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!”. Si la Iglesia, habitación de Dios por el Espíritu, está en ruinas, no obstante hay unos pocos que pueden mostrar un buen orden, tal como Dios lo ha establecido, y continuar dando testimonio a la verdad, pues la Asamblea es la columna y el sostén de la verdad.
De esta manera, las exhortaciones aquí contenidas son realizables tal como lo pudieran ser en los más bellos días de la Iglesia. Apliquémonos pues de manera formal su contenido. Respondamos al voto del apóstol que desea sepamos cómo debemos conducirnos en esta casa. Gracias a Dios ella existe; el Espíritu de Dios mora; la verdad se halla allí; la Palabra de Dios se predica; los que mantienen estas verdades son bienaventurados y prueban qué cosa es, el tener el poder de Dios como recurso en medio de su extrema debilidad y flaqueza. No miremos a lo que el hombre ha hecho; contemplémosla con los ojos de Dios; veámosla como Dios la establecerá cuando todos Sus consejos tocante a ella serán realizados. Por la Palabra de Dios aprendemos la forma en que debemos conducirnos. Sigamos escrupulosamente, concienzudamente cada una de sus instrucciones y aun cuando solamente fuésemos dos o tres para ponerlas en práctica, quedaríamos parecidos a Filadelfia, el testimonio ante el mundo de lo que es esta casa.
Es la “casa de Dios” edificada y establecida en esta tierra, pues no es cuestión aquí —tal como dijimos en un principio— del cuerpo de Cristo y de su posición celeste en unión con la cabeza gloriosa en el cielo. La casa de Dios ha sido establecida a fin de que el mundo que la rodea aprenda lo que Dios es, viéndola funcionar normalmente según Sus propósitos.
Es la “Asamblea del Dios vivo”. Y es de esta asamblea formada de piedras vivas, que el Hijo de Dios es “la principal piedra angular”. Es allí en donde el poder de la vida divina obra por el Espíritu Santo; es allí donde éste habita. Cristo que ha edificado esta asamblea, lo ha hecho en virtud de Su resurrección de entre los muertos, como Hijo del Dios viviente.
Es “columna y apoyo de la verdad”, pues esta casa tiene un testimonio que ofrecer ante el mundo, y esto públicamente. Este testimonio es la verdad, y no solamente ciertos aspectos de ella, mas la verdad íntegra. Pues lo que la caracteriza es la presencia del Dios vivo en la persona de Cristo, por el Espíritu Santo y la verdad. Notemos una vez más que aquí se trata de la Iglesia tal como Dios la estableció para testificar ante el mundo y no la iglesia corrompida y disfrazada tal como ha venido a parar entre las manos del hombre. Dios ha dado a la Asamblea la misión del testimonio ante el mundo y esta misión subsiste aun a pesar del estado de ruina. Dios quiere que por medio de ella (la Asamblea), el mundo conozca Sus pensamientos. Esta casa es pues el lugar donde la verdad es proclamada y donde su “profesión” es mantenida, y no hay otro lugar. Todo lo que el Enemigo ha hecho para debilitar la verdad no ha servido sino para que ésta luzca más.
La verdad es el pensamiento de Dios referente a todas las cosas: en relación Consigo mismo, con lo que el hombre es, sobre lo que es el cielo, la tierra, el infierno, Satán y el mundo. En una palabra, la verdad abraza todas las cosas, tanto a los ojos como a los pensamientos de Dios. Esta verdad nos es plenamente revelada en la persona de Cristo, por Su Palabra y por Su Espíritu. Es por lo que Cristo, la Palabra y el Espirito son nombrados “la verdad”, mas la verdad se resume en esta persona, proclamada y revelada (compárese Juan 14:6; 13:17; 1 Juan 5:7). El mundo debe de ver en y por la Asamblea, todo lo que ésta conoce de Cristo, todo lo que hace de ella su testigo.
La Asamblea es la columna sobre la cual el nombre de Cristo, la verdad, es escrito, para darlo a conocer al mundo entero. ¡Qué misión más vasta! En esto consiste precisamente el testimonio de la Iglesia. Aun en el caso en que la Palabra fuera enteramente desconocida, la Asamblea debería por toda su conducta, hacer que la verdad resplandeciera, a todos ojos, pues la verdad es Cristo. Después de Cristo, el fundamento, la Asamblea es la plataforma sobre la cual la verdad es edificada, la base sobre la cual Dios la ha situado.
Tal como es el conjunto, es decir, la Asamblea del Dios vivo, tal es también el individuo. Si Cristo habita por la fe en nuestros corazones, individualmente, venimos a ser Sus testigos en el mundo, una carta de Cristo, conocida y leída de todos los hombres, de tal manera que, como decía un hermano, aquel que se acerca a esta habitación ve a primer golpe de vista, Cristo en la ventana. El apóstol hablando de sí mismo dice: “encomendándonos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios” (2 Corintios 4:2).
Después de haber hablado de la verdad, que como hemos visto, queda concentrada en la persona de Cristo, de Su Palabra y de Su Espíritu, y que es proclamada por la Asamblea del Dios vivo, sobre la cual verdad está escrita y establecida, el apóstol aborda un tema que va conectado íntimamente al precedente, es decir, el tema de la piedad, de las relaciones del alma con Dios, y muestra qué es lo que produce estas relaciones y las mantiene. Pues no se trata solamente de pertenecer a esa casa de Dios, columna y apoyo de la verdad; es necesario también entre aquellos que la componen, la piedad, es decir, las relaciones individuales del alma con Dios. ¿Cómo pueden ser producidas y sostenidas las tales relaciones? Esto es el misterio o secreto de la piedad.
Notemos que en el Nuevo Testamento un misterio no es nunca una cosa escondida, sino al contrario, un secreto plenamente revelado.
La piedad es un compendio de dos sentimientos que van creciendo en el alma a medida que sus relaciones con Dios vienen a ser más habituales y más íntimas (capítulo 4:7). Estos sentimientos son, en primer lugar, el temor de Dios (ver en Hebreos 5:7 la identificación de la piedad con el temor de Dios).
El alma, desde que es admitida en la plena luz de Su presencia, aprende a odiar el mal, porque Dios le odia, y a estimar el bien, porque Dios le ama. Este temor, lejos de hacernos huir de la presencia de Dios nos acerca a Él y nos colma de confianza, pues sabemos que solamente Él es capaz de conducirnos y sostenernos hasta el fin en esta senda.
Todas las bendiciones de nuestra marcha cristiana dependen de la piedad; de ahí la importancia de conocer el secreto y de qué forma puede producirse e ir en aumento en los creyentes.
El secreto consiste en no estar ocupado en otra cosa que en Dios “manifestado en carne”: en Cristo hombre.
La doctrina que es según la piedad (capítulo 6:3) contiene muchas cosas y es deseable que no olvidemos ninguna; pero la piedad en sí misma no tiene más que un objeto: el hombre Cristo Jesús, conocido personalmente; pues la piedad es el resultado de este conocimiento.
Hemos considerado anteriormente el “misterio de la fe” (capítulo 3:9). A pesar de su inmenso alcance y riqueza éste no es llamado —o nombrado— grande como el de la piedad. Está compuesto de todas las verdades que son la consecuencia de la redención. El misterio de la piedad no es un conjunto de doctrinas; es la revelación de una persona, la revelación de Dios, en otro tiempo el Dios invisible, mas ahora visible en la persona de un hombre.
Esta expresión: “la piedad”, la hallamos de una manera casi exclusiva en la segunda epístola de Pedro y en las epístolas pastorales, pero ante todo, en la epístola que estudiamos. La piedad no puede formarse más que sobre lo que ha sido revelado en la persona de Cristo: Dios, luz y amor, ha sido manifestado en carne, es decir, en la persona de un hombre. Dios, manifestado de esta manera, ha sido justificado con el Espíritu.
Primeramente la evidencia de la ausencia en Él de toda suerte de pecado ha quedado demostrada durante Su vida por el poder del Espíritu Santo; seguidamente ha sido justificado, según este mismo Espíritu, por Su resurrección de entre los muertos.
Se trata para mí de conocer a Dios, de aprender lo que es Su justicia, de verle, de oírle, de creer en Él; todo esto lo hallo en el hombre Cristo; es sobre este hombre que están establecidas todas las relaciones entre Dios y los hombres.
“Ha sido visto de los ángeles”. Dios se ha manifestado visiblemente a los ángeles, cuando se ha manifestado en carne, en un hombre. Los ángeles no pueden ver al Dios invisible. Desde el momento en que Dios ha venido aquí como niño, en un pesebre, los ángeles le han visto. En el sepulcro le contemplan; son los primeros, tanto en el nacimiento como en Su resurrección.
“Ha sido predicado a los gentiles”. Dios manifestado en carne es el tema del testimonio, no solamente entre los judíos, mas en el mundo entero.
“Ha sido creído en el mundo”. Este Dios venido en humildad al mundo, es el objeto de la fe, no de la vista.
“Ha sido recibido en gloria”. Venido como hombre a la Tierra, como hombre también, ascendió a la gloria. Y ahora la piedad lo contempla allí, le conoce y se ocupa de Él, busca complacerle y se dirige a Él. Todos los sentimientos de la piedad giran alrededor de Él, el Cual es el centro.
El secreto de la piedad, de las relaciones del alma con Dios, basadas en el temor de Dios y la confianza en Él, queda revelado, pues, en el conocimiento de la persona de Cristo. En 2 Tesalonicenses 2:7, hallamos —terrible contraste— el misterio de iniquidad que es precisamente la negación de Jesucristo, venido en carne, al cual Satán sustituirá por el Anticristo (1 Juan 4:3).
En los tres primeros capítulos de nuestra epístola hemos hallado: capítulo 1:15, la obra de Cristo por los creyentes; capítulo 2:4, Su obra por todos los hombres; capítulo 3:15, Su persona como siendo la misma verdad; y en el capítulo 3:16, Su persona como la única base de toda piedad.
1 Timoteo 4
Versículos 1-5.— “Empero el Espíritu dice manifiestamente, que en los venideros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus de error y a doctrinas de demonios. Que con hipocresía hablarán mentira, teniendo cauterizada la conciencia. Que prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de las viandas que Dios crió para que con hacimiento de gracias participasen de ellas los fieles, y los que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios crió es bueno, y nada hay que desechar, tomándose con hacimiento de gracias: Porque por la Palabra de Dios y por la oración es santificado”.
Estos versículos son la contrapartida de los versículos 15-16 del capítulo precedente. Nos hacen entrever lo que ocurrirá en los postreros tiempos en esta casa establecida como la columna y apoyo de la verdad.
No es que este pasaje nos describa la última fase de la apostasía que nos es revelada en el misterio de iniquidad de 2 Tesalonicenses 2:7-12. La ruina de la iglesia responsable, ya comenzada, como hemos visto en tiempos de los apóstoles, irá acentuándose más y más, y este pasaje no es que nos muestre el último período, mas describe lo que vemos dibujarse cada vez más, en medio de la cristiandad profesante.
Es por eso que el apóstol nos habla aquí, de una manera general de los “últimos tiempos” y de que “algunos” “apostatarán de la fe”. Este abandono completo de la verdad no ha venido aún a ser un estado global, pero estaba de una manera expresa anunciado ya, en tiempos de los apóstoles. No es necesario, pues, esta profecía del Espíritu Santo en un pasaje especial de la Palabra; creemos que aquí, el Espíritu lo dice expresamente por boca de los apóstoles. Pero, aunque sólo se trate de algunos, su condición no es por eso menos espantosa: “Apostatarán de la fe”. Bajo este término la Palabra describe el abandono público de un conjunto de doctrinas confiadas a la fe, y recibidas por ella. Esto implica, contrariamente a lo que otros afirmaron, algo más peligroso y grave a la prohibición de casarse y de abstenerse de comer. En primer lugar esto es un apego a los “espíritus de error” y a la “doctrina de demonios”. Los espíritus de demonios tienden a sustituir al Espíritu de Dios aun profesando que dependen de Él y se imponen a las almas para hacerles abandonar a Cristo. Lo que enseñan a estas desgraciadas víctimas es “hablar mentiras con hipocresía”. Se dan una apariencia de piedad, la cual en ninguna manera poseen, para mentir y sujetar las almas a Satán.
Sobre el camino de mentira, su conciencia no les frena ni les amortigua porque ésta la tienen “cauterizada”, desprovista de todo sentido del bien y del mal, de lo que es justo y de lo injusto. Aquí hallamos que el mal aumenta progresivamente. En el capítulo 1:19, estos falsos doctores habían “echado de sí una buena conciencia”; aquí la han destruido y reducido al silencio definitivamente, endureciéndola, lo cual les hace absolutamente insensibles a toda llamada que ésta pudiera dirigirles. ¡Terrible posición! Cuando la conciencia ha perdido toda sensibilidad y está endurecida completamente, no existe ya esperanza, pues el Espíritu de Dios no puede servirse de la única palanca capaz de mover a un pecador para presentarse ante Dios.
Todas las manifestaciones espíritas (o del diablo), presentadas bajo forma religiosa por engañadores ¿no son en el día de hoy como un comentario viviente a estas palabras?
Añadir a esto ciertas prescripciones ascéticas, salidas o provenientes de los errores gnósticos y que no han tardado en infiltrarse, cuando menos parcialmente en alguna de las ramas del cristianismo: Los gnósticos enseñaban que había dos principios divinos, uno malo residente en el cuerpo y otro bueno residente en el alma. Solamente con las prácticas ascéticas podía uno librarse del primero. Sabemos a qué abismos de corrupción han dado lugar las tales prácticas.
Volviendo particularmente al asunto de la abstinencia de las viandas, el apóstol hace resaltar que los que “conocen la verdad”, de la cual la Asamblea del Dios vivo es el sostén y la columna, no pueden dejarse engañar por esas mentiras satánicas. ¿Cómo podrían pecar los creyentes nutriéndose de lo que “Dios crió”, cuando lo hacen con acciones de gracias? “Todo lo que Dios crió es bueno”, pues al participar de ello, una ocasión de exprimir a Dios el reconocimiento por parte del fiel se presenta. Nada hay que desechar, pues ellas son santificadas por la Palabra de Dios y por la oración. Si la ley declara unas viandas puras y otras impuras, la Palabra de Dios bajo el régimen de la libertad y de la gracia —esta palabra dirigida una vez a Pedro—, nos enseña a no tener por inmundo lo que Dios limpió y que nosotros podemos comer de todo: cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo (Hechos 9:12-15). Todas estas cosas son dones de Dios; damos gracias al participar de ellas y así por la oración entramos en contacto con Dios que nos las dio.
La palabra “oración”, traducida “intercesión” en el capítulo 2, versículo 1, significa ante todo, las relaciones personales de intimidad con Dios. La Palabra nos da estos alimentos, la oración los recibe como puestos a parte para nosotros y nosotros damos gracias por ellos. Por estos alimentos vemos uno de los innumerables ejemplos de la bondad de Dios en favor nuestro, haciendo concurrir el uso de estos alimentos para nuestro provecho. Y esto era precisamente lo que le fue dicho a Noé después del diluvio (Génesis 9:3).
Versículos 6-8.— “Si esto propusieres a los hermanos, serás buen ministro de Jesucristo, criado en las palabras de la fe y de la buena doctrina, la cual has alcanzado. Mas las fábulas profanas y de viejas desecha, y ejercítate para la piedad. Porque el ejercicio corporal para poco es provechoso; mas la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera”.
Timoteo debía proponer estas cosas a los hermanos. Aquí podemos contemplar sus funciones como servidor de Jesucristo que aprendió por medio del apóstol, cómo conducirse en la casa de Dios. Debía poner en guardia a los hermanos, en contra de las enseñanzas satánicas en su esfuerzo para llevarlos a la ley, diciendo: “No manejes, ni gustes, ni aun toques”. Haciendo esto era un buen servidor (diácono) en la Asamblea del Dios vivo, no con un título oficial, tal como poseían los diáconos y diaconisas, mas con un servicio general debía ejercer el don que le había sido conferido por profecía. “Criado en las palabras de la fe y de la buena doctrina, la cual has alcanzado (o seguido con exactitud)”. Estas palabras de la buena doctrina eran su alimento, y es por eso que era un buen servidor. Ahora bien, la buena doctrina y la fe que se la apropia, no deben jamás estar separadas y vemos así, qué finalidad tan vital a la enseñanza de la verdad presenta de esta manera. Esto contradice de la forma más seria, las actuales tendencias de la cristiandad profesante que separa el estudio de la Palabra de la fe, o que predica la práctica cristiana sin la doctrina en la cual se basa y está establecida, y sin el conocimiento de la persona de Cristo, que es el solo secreto de esta práctica. Es precisamente ésta, la doctrina confiada a Timoteo. (Cito aquí todos los pasajes que en las epístolas pastorales, guardan relación con la doctrina y la enseñanza: 1 Timoteo 1:10; 4:1,6,11,13,16; 5:7; 6:1-3; 2 Timoteo 2:2; 3:10,16; 4:3; Tito 1:9; 2:1,7,10).
Al propio tiempo que enseñaba la sana doctrina, Timoteo debía rechazar “las fábulas profanas y de viejas”, de este chocheo e imbecilidad, no solamente no debía de hacer caso alguno, sino que debía combatirlo, menospreciarlo y desterrarlo, como correspondiendo a un elemento corruptor —por intrusión— de la preciosa verdad de Dios. Timoteo, en su enseñanza, había mostrado el papel inmenso que la piedad tenía en la vida práctica, las relaciones de temor y de confianza del alma con Dios, la importancia que esto tenía en la doctrina cristiana, así como la finalidad de la misma.
De la misma manera, debía ejercitarse en practicar habitualmente las relaciones de comunión entre su alma y Dios. La piedad exige que uno se ejercite habitualmente. Constantemente la carne nos solicita para cultivar relaciones con el mundo y las cosas visibles, en lugar de estar ocupados con el Señor.
Es lo mismo con relación al “ejercicio corporal”. No creo que esto se refiera a maceraciones, como algunos han indicado, sino de cultivar el ejercicio físico por el cual no solamente la salud es conservada, sino que también es útil para el equilibrio del espíritu. Estas cosas no están prohibidas al creyente, pero su utilidad es bien restringida, contrariamente a la opinión que prevalece actualmente en el mundo. La piedad en cambio es útil para todo. Tiene una promesa. Puede conducirnos a olvidarnos del ejercicio corporal, a fin de que en las relaciones de nuestra alma con Dios no experimentemos ninguna pérdida; Dios tiene cuidado de nuestra vida presente; es una promesa de Su parte y no permitirá que ésta sea acortada porque nos falte lo necesario, y si para ello el cuerpo necesita actividad física y a causa de la piedad no lo ejercitamos, Dios suplirá lo que nos falte. Pablo, prisionero, es un ejemplo de ese principio. Y más bien que estas cosas, el ejercicio espiritual es útil para todo, pues tiene promesa de una vida que está al otro lado de la vida presente; y ¿acaso esto no abre horizontes mil veces más preciosos que la vida pasajera de esta tierra? Esta vida, la veremos y Timoteo era exhortado a echar mano de ella (capítulo 6:12).
Versículos 9-10.— “Palabra fiel es esta, y digna de ser recibida de todos. Que por esto aún trabajamos y sufrimos oprobios, porque esperamos en el Dios viviente, el cual es salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen”.
“Palabra fiel es esta, y digna de ser recibida de todos”. Este mismo término lo hallamos en el capítulo 1:15, relativamente a la obra de Cristo y a la salvación, que es la parte de la fe. Tal verdad es de una certidumbre absoluta y debe ser plenamente aceptada. El apóstol conecta aquí la misma certitud a la piedad, que es útil “para todas las cosas”. La fe y la piedad tienen la misma importancia tocante a sus consecuencias eternas: la primera, la salvación por Cristo; la segunda, la vida por venir. Era precisamente por eso, para que la piedad fuera realizada por los creyentes, que Pablo trabajaba y soportaba el oprobio. Él era en el capítulo 1:16, el ejemplo de los que creían en Cristo para vida eterna; y aquí lo es de aquellos que han puesto su esperanza en el Dios viviente. A través de todos los sufrimientos, no pensaba en otra cosa que en mantener las relaciones del alma con Dios, fuera para él o para sus hermanos, y él sabía que ese Dios conservador de todos los hombres y especialmente de los fieles, no le faltaría para guardar su vida a través de todos los peligros que le amenazaban.
Como Creador que es, también es el Conservador de todos los hombres sin distinción de su estado moral, pero este Dios Conservador, tal como el apóstol nos viene a mostrar, lo es particularmente de los fieles, pues el mundo no tiene ni la promesa de la vida presente, ni de la venidera.
Deseo aún añadir unas palabras sobre el tema de la piedad. Ya lo hemos dicho: la piedad es el sostén habitual de las relaciones del alma con Dios. Cosa en extremo remarcable, consiste en el hecho de que la piedad solamente es mencionada y recomendada en las tres epístolas pastorales y en la segunda epístola del apóstol Pedro. Nueve veces se nombra en la primera a Timoteo, dos veces en la segunda, dos veces en Tito y cuatro en la segunda del apóstol Pedro. Dios insiste para el tiempo del peligro y del declinar de la Iglesia, después, es de esta declinación probada y la ruina que precede a su apostasía final, el tema del cual el Espíritu Santo quiere tenernos ocupados. En todas estas cosas, la salvaguardia se halla en las relaciones individuales de las almas con Dios. En la primera epístola a Timoteo, donde la Casa de Dios no está aún en ruinas, la piedad es nombrada, como siendo la salvaguardia para el sostén de esta casa y de los individuos que la componen. En Tito, el conocimiento de la verdad debe producir la piedad (Tito 1:1). En 2 Timoteo 3:5, la ruina, siendo una cosa consumada, la piedad ha venido a parar en una fórmula con la ausencia absoluta del poder.
Versículos 11-16.— “Esto manda y enseña. Ninguno tenga en poco tu juventud; pero sé ejemplo de los fieles en palabra, en conversación, en caridad, en espíritu, en fe, en limpieza. Entre tanto que voy, ocúpate en leer, en exhortar, en enseñar. No descuides el don que está en ti, que te es dado por profecía, con la imposición de las manos del presbiterio. Medita estas cosas; ocúpate en ellas; para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello; pues haciendo esto, a ti mismo salvarás y a los que te oyeren”.
“Esto manda y enseña”. Mandar —o mejor— “ordenar” (Versión Moderna) era lo propio del mandato confiado a Timoteo. Era precisamente por esto que el apóstol le había rogado que se quedara en Éfeso (1:3); pero le estaba mandado de realizar (1:5) que el fin del mandamiento era el amor. Este mandamiento le había sido confiado por profecía (1:18). Entraba pues en la misión de Timoteo el ordenar esas cosas. Sin embargo, esta misma misión quedaba subordinada a la autoridad del apóstol, del cual él (Timoteo) era el delegado. Así, Pablo en el capítulo 6:13-14 le dice: “Te mando delante de Dios ... que guardes el mandamiento ... ”.
En los versículos que hemos leído, hallamos, como hemos remarcado anteriormente, las recomendaciones personales a Timoteo. El punto principal de estas recomendaciones es, en esta epístola, la doctrina o la enseñanza. Esto último está mencionado tres veces en los versículos citados más arriba. Timoteo debía enseñar las cosas que el apóstol le había confiado; debía apegarse a la doctrina, cuanto a su acción pública (versículo 13); y debía por su parte estar atento en lo que afectaba a sí mismo (versículo 16).
Pero este pasaje comporta aun muchas otras cosas y las exhortaciones que contiene son muy preciosas como dirigiéndose a cada uno de los que estén alistados en la obra del Señor.
La juventud de Timoteo en yugo con las graves e importantes funciones, en particular lo relativo a la enseñanza entre los santos, podía exponerle al menosprecio de los mal intencionados. El medio por el cual debía hacerse respetar consistía en ser un modelo para todos, de situarse ante todos como un objeto a imitar.
Tal había sido el apóstol cuando decía: “Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad los que así anduvieren, como nos tenéis por ejemplo” (Filipenses 3:17). Y aquí: “pero sé ejemplo de los fieles en palabra, en conversación (o conducta)”, dos cosas demasiado a menudo desasociadas entre sí en la vida del creyente, y en cambio deberían ser el reflejo la una de la otra. En cuanto al estado interior, debía ante todo manifestarse por el “amor”. Es el “fin del mandamiento”, la gran meta, el verdadero resultado de su actividad; pero el amor es inseparable de “la fe”, esta energía del alma que hace suyas las promesas de Dios; en fin, Timoteo debía distinguirse por “la pureza”, tanto en pensamiento, en palabras como en conducta. Pero volvamos aun sobre este asunto, en lo relativo a la palabra “fe”, es decir a su significado, en esta epístola. Puede distinguirse, como más arriba queda exprimido, y también como generalmente queda expresado a lo largo de la Escritura: la energía del alma producida por la gracia y que tiene a Cristo como objeto de la salvación (1 Timoteo 1:5,16; 3:9,13,16; 4:6). Esta fe queda a menudo asociada al amor (1 Timoteo 1:14; 2:15; 4:12; 6:11).
En otros pasajes, la fe es considerada como el conjunto de la doctrina cristiana, recibida por la fe (1 Timoteo l:4,18; 2:7).
En fin, en algunos otros textos el estado del alma y el conjunto de la doctrina cristiana no pueden separarse uno del otro (1 Timoteo 1:19; 5:12; 6:10,21).
Durante la ausencia del apóstol, Timoteo, debía de ocuparse en lo que podía prosperar la vida espiritual de los santos y tener por finalidad el progreso de la casa de Dios: la lectura, la exhortación y la enseñanza. Para la lectura era necesario, ante todo, poner a las almas en relación directa con la Palabra, fuera de otra acción. Aparte del hecho de que en aquel tiempo un gran número de fieles no poseían las Escrituras, este mandato: “la lectura” era y es aún muy importante porque no admite alguna posibilidad de mezcla como las dos recomendaciones siguientes. Los obreros del Señor ¿tienen en su corazón esta recomendación del Señor en nuestros días? Notad que aquí se trata únicamente de la lectura pública en la asamblea. ¿Estamos convencidos del poder inherente de la Palabra, sin ninguna mezcla del don, para conducir a las almas, por medio de ella, en contacto directo con el Señor?
Al autor de estas líneas que había hecho ante la asamblea una prolongada lectura de las Escrituras, sin añadir a continuación ningún comentario, le fue dicho por un hermano experimentado: “Jamás hicisteis una exhortación parecida”. ¡Quiera Dios que tomemos más a menudo el ejemplo del Señor, después de la escena de Lucas 4:16-21, en la sinagoga de Nazaret! Es bien cierto que la exhortación y la enseñanza no debían estar ausentes del ministerio de Timoteo, y no era sin razón que había recibido para ello un don de gracia: no debía descuidarlo (versículo 14) como más tarde debía despertarlo cuando el desánimo estaba a punto de apoderarse de él (2 Timoteo 1:6). Hemos visto que ese don le había sido anunciado por profecía, comunicado por la imposición de las manos del apóstol y acompañado de la imposición de las manos del presbiterio —o cuerpo de ancianos—. Esto último no confería ni comunicaba nada a Timoteo; era —como siempre en la Escritura— el signo de identificación, la sanción de la misión, la expresión de la bendición implorada sobre ella; mientras que el don de gracia y también el Espíritu, eran comunicados excepcionalmente por la imposición de las manos de los apóstoles, pero por nadie más (Hechos 8:17).
Todo esto contradice de la forma más absoluta los puntos de vista eclesiásticos sobre los dones, sobre los cargos, sobre la ordenación, sobre la imposición de manos y sobre tantas prácticas religiosas que con un poco de obediencia a la Palabra habrían sido puestas en su lugar. Entre paréntesis, que nos sea permitido en apoyo de lo que afirmamos, de transcribir aquí el comentario de un teólogo piadoso y respetable sobre este pasaje. Nunca tantas contradicciones a la verdad fueron acumuladas en un tan pequeño espacio.
“Era el mismo Pablo quien había escogido a Timoteo por compañero de obra y quien le había introducido en su cargo (Hechos 16:1-3). Sin embargo, quiso que este cargo fuera confirmado por la imposición de las manos del presbiterio, probablemente en Listra, de donde partió con el joven discípulo.
Los representantes de la Iglesia de concierto con el apóstol (2 Timoteo 1:6), reconociendo en Timoteo el don de la gracia para el ministerio, consagran ese don enteramente al servicio del Señor e imploran sobre él por este mismo acto, el Espíritu y la bendición de Dios. Aun más, Pablo llamado directamente por el Señor, recibe en Antioquía la imposición de las manos para su primera misión entre los paganos (Hechos 13:3). De lo cual resulta claramente que, si la institución del ministerio evangélico reposa sobre la autoridad de Jesucristo que lo estableció (Efesios 4:11), y si los dones que capacitan vienen sólo de Dios, el cargo es conferido por la Iglesia. En general, el Nuevo Testamento entero, prueba hasta la evidencia que todo gobierno y toda autoridad en el seno de la Iglesia reposan en las manos de la Iglesia” (las palabras subrayadas lo son por el mismo autor del párrafo).
Las recomendaciones de Pablo a Timoteo se hacen cada vez más apremiantes: “Medita estas cosas”; “Ocúpate en ellas”; “Ten cuidado de ti mismo”. Las dos últimas debían tener por resultado para que el progreso de Timoteo fuese “manifiesto a todos”. En efecto, no es posible que los obreros del Señor hagan progresos notables en el conocimiento de las cosas de Dios si no se ocupan de ellas de una manera exclusiva.
Es necesario que el don esté acompañado de una extrema diligencia; que sean hombres íntegros, no de doblado ánimo.
“Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina”. Podría uno estar ocupado de la enseñanza de los demás, y descuidar en sí, lo que predica y enseña. Timoteo debía de velar sobre sí en las cosas que enseñaba a los demás, de manera que su estado moral correspondiera a sus palabras. Así la posición privilegiada de éste iba ligada a una inmensa responsabilidad para él. Podía haber estado ocupado de estas cosas con un gran celo más o menos temporal; mas no: era necesario perseverar, y este es el punto más difícil en la realización de la actividad cristiana. Haciendo esto, Timoteo se salvaría a sí mismo, es decir, alcanzaría la entrada final en la gloria, después de haber mostrado el camino a los que dirigía su ministerio.
Este capítulo está lleno de exhortaciones a Timoteo para que fuese fiel en todas cosas, pues de su fidelidad dependían las bendiciones futuras de aquellos a quienes se dirigía.
1 Timoteo 5
Versículos 1-2.— “No reprendas al anciano, sino exhórtale como a padre: a los más jóvenes como a hermanos; a las ancianas como a madres; a las jovencitas como a hermanas, con toda pureza”.
Hemos notado, desde el versículo 6 del capítulo precedente, las instrucciones especiales dadas por el apóstol a Timoteo. Estas instrucciones continúan hasta el fin de la epístola. Las resumiré aquí en algunas palabras:
A lo largo de la carta, Pablo exhorta a Timoteo a parar cuenta de una manera sincera de las cosas que le recomienda. Así (capítulo 4:6), Timoteo debe proponer a los hermanos las cosas relacionadas con la libertad de usar de los alimentos que Dios ha criado para los suyos, santificándolos por Su Palabra y por la oración.
En el versículo 11, le es necesario ordenar y enseñar las cosas que se relacionan con la piedad. En el versículo 15 debe de ocuparse de estas cosas y meditarlas. Estas cosas son una conducta irreprochable y el ejercicio del don que le había sido confiado. En el versículo 16 le es preciso perseverar en su propio cuidado y en la enseñanza. En el capítulo 5:21, debe guardar el orden y la disciplina en la casa de Dios. En el capítulo 6:11, debe de huir de los intereses terrestres y de todas las cosas que podrían hacerle fracasar en el camino de la fe.
¡Cuánta seriedad debía de mostrar para seguir todas las directrices que recibía del apóstol, referente a la conducta que le convenía mostrar en la casa de Dios!
Debía de tener miramiento tocante al hombre de edad, él, hombre joven, cuyas funciones en la asamblea eran el enseñar y el reprender. La edad va acompañada de la incapacidad de soportar palabras rudas sin quedar aplanado por ellas, sobre todo si la reprensión es justa. Puede suceder que con las mejores intenciones, un hombre joven, dotado para conducir la asamblea, produzca un mal considerable al reprender a un hermano sin moderación. Yo he visto a un hermano joven, asestar un golpe mortal a un viejo, al reprenderlo rudamente tocante a faltas de conducta que merecían en verdad una reprensión legítima. En lugar de la ruda reprensión conviene la exhortación respetuosa. La misma consideración y moderación es debida a los jóvenes y a las ancianas. El amor que considera a los unos como hermanos y a las otras como a madres, quita todo carácter hiriente a la exhortación. Tocante a las hermanas jóvenes, el apóstol añade que a los ojos de Timoteo deben estar consideradas: “con toda pureza”. Con facilidad, los sentimientos carnales podían entrar en liza cuando un hombre joven que tenía la obligación de ejercer la disciplina entraba en contacto con el elemento femenino. Una vida de comunión con el Señor en la santidad y en la pureza, era y es, una garantía total contra la concupiscencia de la carne.
¡Cuánto objeto de meditación para los jóvenes que el Señor llamó a Su servicio deben de tener estas recomendaciones detalladas tan minuciosamente!
Versículos 3-6.— “Honra a las viudas que en verdad son viudas. Pero si alguna viuda tuviere hijos o nietos, aprendan (éstos) primero a gobernar su casa piadosamente, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo honesto y agradable delante de Dios. Ahora la que en verdad es viuda y solitaria, espera en Dios y es diligente en suplicaciones y oraciones noche y día. Pero la que vive en delicias, viviendo está muerta”.
Estos versículos tratan de las viudas en la asamblea y consideran este asunto hasta el fin del versículo 16. Las que son dignas de toda solicitud, cuanto a la asistencia de la asamblea, sea en el aspecto de rodearlas de respetuosos cuidados, sea proveyendo a sus necesidades, son las que verdaderamente son viudas (leer versículos 5-16), las cuales no solamente han perdido a sus maridos, mas tampoco tienen hijos ni otra descendencia. En el caso que los tengan, un deber incumbe a éstos; a saber: “deben aprender primero a gobernar su casa piadosamente y a recompensar a sus padres”. Una tal prescripción no es una orden legal; lo que obliga a seguirla es: “porque esto es lo honesto y agradable delante de Dios”. Lo mismo ocurre en el capítulo 2, versículo 3, cuanto a nuestras relaciones con las autoridades y con todos los hombres. Así la “piedad”, es decir el temor de Dios y el deseo de complacerle, se muestra no solamente en los cuidados de la asamblea, sino en las relaciones familiares las cuales están en la base de los cuidados de la casa de Dios, aun tratándose de cuidados materiales.
En el versículo 5, el apóstol hace un retrato de la mujer que verdaderamente es viuda, tal y como Dios la considera y la aprecia. No teniendo en esta tierra nada en que apoyarse, “ha puesto su esperanza en Dios”. Nada espera de los hombres, pues se abandona completamente a los cuidados de Dios. ¡Qué seguridad! ¡Qué tesoro! ¡Dios es rico para responder a su pobreza! Mas dependiendo solamente de Él, por esto mismo su relación es continua con Dios; “es diligente en suplicaciones y oraciones noche y día”. Realiza la primordial recomendación a la oración del capítulo 2, versículo 1. La inmensa bendición de una posición sin esperanza de la parte del hombre es lo que hace entregarnos día y noche a los recursos inagotables que se hallan sólo en Dios.
En contraste con la verdadera viuda, “la que vive en delicias, viviendo está muerta”. Según el mundo su vida está asegurada y es fácil; vive desde el punto de vista de la tierra y está muerta desde el punto de vista del cielo. ¡Qué espectáculo más triste!
Versículos 7-8.— “Denuncia pues estas cosas para que sean sin reprensión. Y si alguno no tiene cuidado de los suyos, y mayormente los de su casa, la fe negó y es peor que un infiel”.
Timoteo debía ordenar estas cosas, pues el apóstol deseaba que las viudas, merecedoras de simpatía a causa de su posición, no incurrieran en ningún reproche. También deseaba que los hijos o nietos de las viudas no estuvieran expuestos a la acusación de “negar la fe”, es decir, el conjunto de la doctrina cristiana recibida por la fe y basada en el amor y a ser tachados también de ser peores que los incrédulos.
Cuando menos éstos no son insensibles a los lazos familiares. Lo que estos versículos dicen es severo en extremo, pero nos muestra la importancia que a los ojos de Dios tiene la consagración de Sus hijos en las cosas materiales de la familia, pues para Él, ésta tiene una importancia particular. Y mientras tanto no olvidemos que los deberes más elementales hacia la familia no pueden entrar en cuenta cuando se trata de seguir al Señor. Aquí se trata solamente lo relacionado con la conducta del cristiano en la asamblea que es la casa de Dios.
Versículos 9-10.— “La viuda sea puesta en clase especial, no menos que de sesenta años, que haya sido esposa de un solo marido. Que tenga testimonio en buenas obras; si crió hijos; si ha ejercitado la hospitalidad; si ha lavado los pies de los santos; si ha socorrido a los afligidos; si ha seguido toda buena obra”.
Hallamos aquí otras prescripciones en relación con las viudas, en vista del buen orden en la casa de Dios. Estas no debían ser inscritas en el registro de las viudas que estaban a cargo de los cuidados materiales de la asamblea sino cuando su edad avanzada excluyera la posibilidad de otra unión. No debía de haber estado casada dos veces, pues esto indicaba más de una preocupación terrestre en su vida anterior o la satisfacción de sus deseos (versículo 11). Era necesario que poseyera testimonio de haber sido activa en las buenas obras y teniendo la aprobación de Dios que es lo que debe caracterizar a las santas mujeres (2:10) y hablando en términos generales, la mujer según Dios. Estas buenas obras quedan aquí detalladas. Consisten en la educación de los hijos (en esto la mujer tiene toda libertad de enseñar), en la familia; en la hospitalidad: son las buenas obras en favor de los extranjeros; en los servicios más humildes en favor de los santos; en los auxilios prodigados a los perseguidos; en la aplicación de toda obra de caridad, pues hay muchas y el apóstol no las enumera todas. Estas cosas, este servicio, esta abnegación de sí misma, este don de sus propios recursos en favor de los otros, caracterizan la mujer según Dios que ha aprendido a vivir para o en favor de su prójimo.
Versículos 11-13.— “Pero viudas más jóvenes no admitas: porque después de hacerse licenciosas contra Cristo, quieren casarse, condenadas ya por haber falseado la primera fe y aun también se acostumbran a ser ociosas, a andar de casa en casa; y no solamente ociosas, sino también parleras y curiosas, hablando lo que no conviene”.
Estos versículos, hasta el 16, nos presentan el retrato opuesto al de las “verdaderas viudas”, retrato de las viudas que Timoteo, reemplazando al apóstol en la administración de la casa de Dios, debía rechazar como objeto de los cuidados particulares de la asamblea. Se trata de las viudas jóvenes. En ellas hay deseos; deseos de la carne, deseos de arraigar sobre la tierra y de establecerse en goces terrenos a los cuales se abandonan y de hecho representan “hacerse licenciosas contra Cristo”, pues ellas han “falseado la primera fe”. Esta primera fe las había unido a Cristo y, por consecuencia, las había separado de todo lo que el mundo podía ofrecerles. Veremos en el capítulo 6 que lo mismo sucede con aquellos que aman el dinero: “se descaminan de la fe”; pero aquí se trata de “la primera fe” que las había caracterizado cuando recibieron la prueba de su viudez como dispensada directamente por Cristo y habían sido convencidas que Él las quería unidas a Sí mismo. Una vez la primera fe abandonada, estas jóvenes viudas, no teniendo ya un corazón íntegro para las buenas obras y el servicio del Señor, deben llenar con algo el vacío que se ha producido en el corazón. Faltándoles la actividad para Cristo y los santos, se crean una actividad ficticia por la cual buscan poblar el desierto de su existencia. Yendo de casa en casa, se libran a la palabrería, mezclándose en las circunstancias del prójimo cuentan cosas que deberían callar. Este cuadro es severo, pero es la verdad, y Dios no la oculta jamás.
Versículos 14-16.— “Quiero pues, que las que son jóvenes se casen, críen hijos, gobiernen la casa; que ninguna ocasión den al adversario para maldecir. Porque ya algunas han vuelto atrás en pos de Satanás. Si algún fiel o alguna fiel tiene viudas, manténgalas, y no sea gravada la iglesia; a fin de que haya lo suficiente para las que de verdad son viudas”.
Todo este pasaje nos muestra que al volverse a casar una viuda joven, puede hacer su propia voluntad y abandonar a Cristo y los intereses celestes por las cosas de la tierra; pero nos muestra también por este mismo acto que puede hacer la voluntad de Dios y en consecuencia no perder la comunión con el Señor.
Si la posición de la viuda joven la descalifica para ser inscrita como merecedora de la solicitud de la asamblea, la cual no admite en este aspecto, ni a las jóvenes ni a las que han tenido más de un marido, no por eso están menos en el camino de la voluntad de Dios, si ellas se casan, no para satisfacción propia mas por sumisión a esa voluntad. El remedio indicado en el versículo 14 es práctico y según Dios. Es remarcable ver de qué modo Dios, cuando se trata del orden de Su casa, indica minuciosamente todo lo que puede parar en desorden. Aquí, el apóstol exprime la voluntad del Señor como su mandatario. Para las viudas jóvenes conviene el matrimonio, los hijos, el gobierno de la casa, sin lo cual el orden y el gobierno de la casa de Dios quedaría expuesto a sufrir. La viuda joven evitará así, como leemos en el capítulo 3:7, el lazo del diablo, el cual, si ella se deja seducir de malos propósitos se servirá para arruinar el testimonio y apoderarse de las almas que le han ofrecido la ocasión por una mala conciencia. Pues ya algunas “habían vuelto atrás en pos de Satanás”. Todo esto era el resultado de “haberse hecho licenciosas contra Cristo”. En el versículo 16 hallamos una última recomendación referente a las viudas, la cual va dirigida a los fieles, sean hombres o mujeres. Estos deben asistirlas en vista de los intereses de la asamblea. Era necesario que la carga de la asamblea fuera aliviada; no en vista de quitarse un peso de encima, sino a fin de que las que “realmente eran viudas” (y ya hemos visto lo que la Palabra entiende por este término) pudiesen ser atendidas más abundantemente.
Versículos 17-21.— “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doblada honra; mayormente los que trabajan en predicar y enseñar. Porque la Escritura dice: No embozarás al buey que trilla; y: Digno es el obrero de su jornal. Contra el anciano no recibas acusación sino con dos o tres testigos. A los que pecaren, repréndelos delante de todos, para que los otros también teman. Te requiero delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos, que guardes estas cosas sin perjuicio de nadie, que nada hagas inclinándote a una parte”.
El apóstol vuelve otra vez ahora, a considerar a los ancianos en las instrucciones que dirige a Timoteo. Se trata de la honra que debe rendírseles, sin que se considere la forma que debe revestir; trátese de respeto, de ayuda material, o de otra clase de cuidados. Esta misma palabra “honra” es empleada como verbo para los cuidados que merecen las viudas en el versículo 3 de nuestro capítulo, y como substantivo para la honra debida a los señores de parte de los siervos. La forma en que los ancianos se ocupan de su cargo “gobernando bien” es lo que se menciona aquí. La misma palabra es mencionada en el capítulo 3:4 cuando se trata lo relativo a su propia casa. La manera como los ancianos se ocupaban de sus cargos de obispos debía ser reconocida digna de “doblada honra”. Esto no trata de asignarles doblado sueldo, pues no es cuestión de sueldo ni para los cargos ni para los dones. En el capítulo 6:1 la misma palabra no tiene otro sentido que todo el respeto que los siervos deben a sus señores, sea en sumisión, sea en consagración sea en servicios realizados. Aquí la “doblada honra” es rendida a los ancianos que sobre todo se ocupan a la vez de dos tareas: el servicio de la Palabra y de la doctrina y la vigilancia del rebaño, doble función que no era el hecho práctico de todos los ancianos, aunque todos debieran ser capaces de enseñar y de refutar a los contradictores (Tito 1:9).
En el versículo 18, el apóstol cita Deuteronomio 25:4 en apoyo de su recomendación, pasaje mencionado también en 1 Corintios 8:9, para mostrar que al darnos una prescripción semejante, Dios habla “enteramente para nosotros”. Seguidamente cita las palabras de Jesús a Sus discípulos: “Digno es el obrero de su salario” (Lucas 10:7), lo cual sitúa la inspiración de los escritos del Nuevo Testamento en el mismo nivel que los del Antiguo.
Timoteo debía estar sobre aviso referente a las acusaciones traídas contra el anciano. Un cargo manifiesto atrae fácilmente los celos y en consecuencia, los malos propósitos y la calumnia. Es necesario estar prevenido contra todo esto y seguir las instrucciones de la Palabra: “En el dicho de dos o tres testigos, consistirá el negocio” (Deuteronomio 19:15; Mateo 18:16; 2 Corintios 13:1).
Por otra parte, siendo falibles todos, no era conveniente usar de parcialidad en favor de los que estaban en dignidad. Es así como Pablo se condujo en relación con Pedro, quien se intitula a sí mismo “anciano” (1 Pedro 5:1). Le resistió en la cara delante de todos (Gálatas 2:14; 1 Timoteo 5:20).
El caso de un anciano que pecara era doblemente serio, pues él podía, lo mismo por su influencia que por su autoridad, arrastrar a otros por el mismo camino. Ya otra vez Bernabé había sido arrastrado de esta manera en la disimulación. También era necesario, que siendo la convicción pública, otros ancianos no siguieran la tentación de imitar el pecado del primero. Pablo requería a Timoteo de guardar estas cosas, y esto de la manera más solemne, pues la casa era la casa de Dios y del Señor Jesucristo, Jefe de Su casa, la cual estaba ofrecida como ejemplo a los “ángeles escogidos” los cuales podían ver así a Cristo en la asamblea de los santos. ¡Cuán práctica e importante esta exhortación para quien está llamado a un servicio en la casa de Dios!
Versículos 22-25.— “No impongas de ligero las manos a ninguno, ni comuniques en pecados ajenos: consérvate en limpieza. No bebas de aquí adelante agua, sino usa de un poco de vino por causa del estómago y de tus continuas enfermedades. Los pecados de algunos hombres, antes que vengan ellos a juicio, son manifiestos; mas a otros les vienen después. Asimismo las buenas obras antes son manifiestos; y las que son de otra manera, no pueden esconderse”.
Ahora Timoteo es exhortado a no imponer con precipitación las manos a nadie. La imposición de manos, cuando ésta no venía del mismo apóstol que era quien tenía la cualidad para hacerlo, no confería ni un don de gracia, ni el don del Espíritu Santo (2 Timoteo 1:6; Hechos 8:17). En el capítulo 4:14, los ancianos no habían conferido a Timoteo nada en absoluto por medio de este acto. La imposición de sus manos exprimía la bendición, la sanción y una identificación pública con lo que había sido conferido por el apóstol. Al imponer las manos, probablemente a los ancianos, aunque no queda dicho aquí, pero en todo caso a quien sea, referente a una misión, o a un servicio cualquiera, Timoteo se declaraba solidario con ellos, identificándose con su servicio o su misión, poniendo su sanción sobre el cargo a desempeñar, el llamamiento o la obra. Si pecaban se exponía así a participar en los pecados que habrían cometido en el ejercicio de sus funciones. Evitando este lazo tendido ante sus pies, Timoteo se guardaba a sí mismo en pureza. No debía dar el más leve motivo a la censura que hubiese merecido por su precipitación, pues él se mancharía participando así en el pecado de otro.
La recomendación del versículo 23, de usar de un poco de vino, me parece que va unida a la que le precede, referente a que la precipitación podía provenir de la excitación de la carne. Timoteo debió de considerar necesario abstenerse de toda bebida excitante. El apóstol muestra su cuidado por la salud de su amado hijo en la fe, y además conocía hasta qué grado la delicada conciencia —y puede que más aún que delicada, un poco enfermiza de Timoteo (ver en 2 Timoteo 1:6)— pudiera alarmarse fácilmente de los peligros a los cuales su función lo exponían. Estos pequeños detalles son conmovedores y muestran a la vez, la solicitud del apóstol por su bienamado compañero de obra y la solicitud del Señor por su querido discípulo al consignarla en la Escritura inspirada del apóstol.
Habiendo hablado de los pecados ajenos, el apóstol menciona dos caracteres de éstos. Los hay que “son manifiestos antes que vengan ellos a juicio”. Son pecados conocidos y proclaman de antemano el juicio de estos hombres, de suerte que nadie los puede ignorar. Otros pecados, ahora están ocultos, pero seguirán a estos hombres hasta el más allá. Allá ellos los encontrarán en el gran día del juicio. Así es que, no era solamente del hecho relativo a los pecados manifiestos que Timoteo debía ser avisado en lo relativo a la imposición de manos, sino también de los que no vendrían en memoria hasta más tarde, a fin de que no fuera “confundido de él en su venida” (1 Juan 2:28). Se trata, pues, para Timoteo, de no imponer las manos a un hombre que peca secretamente. El medio de reconocer al tal hombre son las buenas obras. Estas son manifiestas ahora y las que no lo son en estos momentos lo serán necesariamente más tarde. De ahí la necesidad de no usar de precipitación en la sanción a dar a un obrero del Señor.
1 Timoteo 6
Versículos 1-2.— “Todos los que están debajo del yugo de servidumbre, tengan a sus señores por dignos de toda honra, porque no sea blasfemado el nombre del Señor y la doctrina. Y los que tienen amos fieles, no los tengan en menos, por ser hermanos; antes sírvanles mejor, por cuanto son fieles y amados y partícipes del beneficio. Esto enseña y exhorta”.
Estos versículos contienen las instrucciones a los siervos. Primeramente se refieren a sus relaciones con los amos incrédulos, pero al decir “todos”, el apóstol sólo se dirige a los que forman parte de la casa de Dios. Los describe como semejantes a bestias de carga, en una posición de entera dependencia e inferioridad con respecto a los demás hombres (libres). Lejos de levantarse contra sus amos, aun si la conducta de estos es tiránica, deben de estimarlos dignos de toda honra. Mas atrás hemos visto lo que esta palabra significa. Una recomendación semejante tiene un alcance inmenso. No se trata de una sujeción forzada bajo el yugo sufrido con impaciencia, mas del siervo cristiano reconociendo a su amo sea este quien sea, toda dignidad, prestándole así moral y efectivamente todo servicio. ¿Con qué fin? A fin de que el nombre de Dios, del cual estos siervos son los portadores, y la doctrina, signo distintivo de la casa de la fe de la cual forman parte, no sean blasfemados por los amos incrédulos. Pues estos siervos cristianos estaban puestos por Dios mismo en casa de esos amos, para hacer conocer a estos últimos Su nombre y la doctrina de Cristo, confiada como testimonio, a la casa de Dios en la Tierra; doctrina sobre la cual está fundada toda la práctica de la vida cristiana.
Seguidamente el apóstol se dirige a los siervos que tienen amos cristianos. En este caso la exhortación es tan oportuna como en el primer caso, pues podrían correr el peligro de comportarse hacia éstos a la inversa de los amos incrédulos, es decir, menospreciarlos. Un tal sentimiento denotaría la carne elevándose contra la autoridad establecida de Dios y contradeciría todos los principios de la sana doctrina. El siervo, en lugar de elevarse al nivel de su amo cristiano o de rebajarlo a su propio nivel, debe de estar gozoso en servirle, y procurarlo con diligencia, porque un tal amo es fiel cuanto a su testimonio hacia el Señor, y un amado para el corazón de Dios en medio de la familia cristiana. Esta exhortación incumbía a Timoteo, así como la enseñanza que ella comporta, pues tanto la una como la otra, formaban parte del don de Dios que poseía este querido hijo del apóstol (4:13).
Versículos 3-5.— “Si alguno enseña otra cosa, y no asiente a sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y la doctrina que es conforme a la piedad; es hinchado, nada sabe, y enloquece acerca de cuestiones y contiendas de pala, oras, de las cuales nacen envidias, pleitos, maledicencias, malas sospechas, porfías de hombres corruptos de entendimiento y privados de la verdad, que tienen la piedad por granjería”.
He aquí lo que Timoteo debía de enseñar a los siervos. Quien enseña de otra forma y no se ajusta a las sanas palabras de Jesucristo, así como a su doctrina, es un orgulloso y un ignorante, pues la doctrina tiene en vista la piedad; su fin, producir unas relaciones de temor y de confianza entre el alma y Dios y todo lo que no tiene este carácter no puede ser la doctrina de Jesucristo. En todo momento la doctrina debe conducirnos a cultivar nuestras relaciones con Dios, hacernos gozar de ellas y a resaltar el carácter de nuestro Creador ante el mundo. Quien no sigue este camino es, como hemos dicho, un orgulloso, ignorante por completo de los fines y de los pensamientos de Dios. Se disputa sobre palabras, lo cual prueba que un triste declinar existe en la casa de Dios. El resultado de esto no puede ser ni la paz, ni el amor, sino tristes querellas de las cuales nacen los malos sentimientos que llenan los corazones de acritud, de odio y de amargura. Triste y odioso estado salido de la corrupción, estado de espíritus completamente extraños a la verdad, y más aún, que buscan sacar un provecho material de esta apariencia de piedad de la cual hacen gala participando en disputas religiosas que nada tienen que ver con la doctrina de la piedad. El odio, el descontento producido por estas disputas, el olvido completo de las relaciones con Dios, es lo que caracteriza a estos hombres.
Versículos 6-8.— “Empero grande granjería es la piedad con contentamiento. Porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y con qué cubrirnos, seamos contentos con esto”.
¡Qué contraste entre el hombre del versículo 3-5 y el creyente fiel de los versículos 6-8! En efecto, hay una grande ganancia en estas dos cosas; la piedad que tiene promesa de esta vida y de la vida venidera (4:8), y el contentamiento de espíritu que no busca su ganancia en las cosas de la tierra. El cristiano, contento de espíritu, sabe muy bien que nada de lo que podría darle gozo por un tiempo, podrá llevarse de aquí; por lo cual se guardará en consecuencia de poner su corazón en ello. Este cristiano es simple. Teniendo todo su interés en las cosas por venir que le son prometidas, queda ampliamente satisfecho de que Dios le asegure aquí el sustento y el vestido de lo cual goza con acciones de gracias. Toda otra cosa antes que nada, es para él una traba, pues sabe que nada puede llevarse de un mundo que por otra parte nada aportó (Salmo 49:17; Eclesiastés 5:15), y si estuviera apegado a estas cosas, serían lazos que deberían romperse un día. Viviendo en las cosas eternas, donde la piedad halla su paga, y sabiendo que la posesión de las cosas visibles dividiría su corazón entre lo que es del cielo y lo de la tierra, su piedad prefiere las cosas invisibles que son eternas, pues de las últimas nada quedará y nada tampoco llevaremos de ellas a la eternidad.
La ganancia real de la piedad no es la que los hombres ambicionan, cuando se libran a vanas disputas y discusiones religiosas pensando con ello adquirir una reputación, ganancia y provecho; la verdadera piedad antes que otra cosa, introduce el alma del creyente en el gozo de sus relaciones con Dios y hallará su coronación, cuando sin nube alguna que se interponga, gozaremos de estas relaciones.
Versículos 9-10.— “Porque los que quieren enriquecerse, caen en tentación y lazo, y en muchas codicias locas y dañosas que hunden a los hombres en perdición y muerte. Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males: el cual codiciando algunos, se descaminaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores”.
Ahora bien, de una forma general, pues, el Apóstol habla también en el versículo 10 de personas que pertenecen a la casa de Dios; los que buscan la adquisición de riquezas caen en toda suerte de males. (Más tarde, el apóstol hablará de los que son ricos según la dispensación de Dios y hablará de ellos de manera diferente; versículo 17). El deseo de la ganancia del dinero hunde a los hombres en la ruina y en la perdición. Podemos muy bien detallar todas las miserias que tanto para el creyente como para el mundo representa el amor al dinero.
1. La tentación y una plaga en la cual caen;
2. Muchos deseos insensatos y perniciosos cuando éste puede lograr el objeto de su concupiscencia, objeto y deseo que su malvada naturaleza buscará necesariamente realizar;
3. La ruina material y moral y después la perdición eterna son la consecuencia. El hombre ha creído hallar la complacencia en las riquezas, y he aquí que ha sido engullido en un abismo lejos de Dios.
Algunos que pertenecen a la casa de Dios, también han ambicionado esta desgraciada parte. La consecuencia de ello ha sido una ruina más penosa que las cosas materiales. Han sido traspasados de muchos dolores, dolores incesantes por las amenazas de ruina y por los cuidados perpetuos. Pero aún hay más, “se han descaminado de la fe”. Este estado no es ni el naufragio tocante a la fe, ni la apostasía de la fe (4:1), ni tampoco la negación de la fe (5:8) o el falseamiento de la primera fe (5:12), estado menos grave que los precedentes pero que hunde el alma del creyente en una miseria sin nombre. Se han alejado, extraviado, apartado de la fe para no hallarla jamás. Perdió para ellos todo el sabor, todo el interés (esto se trata del conjunto de verdades que la constituyen), pues los creyentes la han reemplazado por el interés de las cosas más acaparadoras y que son las más viles de la tierra.
La fe queda siempre como el gozo, la salvaguarda, las delicias de los que han permanecido fieles y son los portaestandartes del testimonio de Dios en este desierto. Cuando a aquellos desgraciados les llegará el momento de dejar este mundo para comparecer ante Dios, ¿serán hallados vestidos? ¡Pregunta llena de angustia! ¿Dónde hallar la respuesta? ¿Dónde estará la corona? Perdida; dada a otros. ¿Quién de entre nosotros desearía el bienestar de las riquezas a cambio del gozo, la certitud y la paz que da la posesión de las cosas celestes?
Versículos 11-12.— “Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre. Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo eres llamado, habiendo hecho buena profesión delante de muchos testigos”.
Otra vez vuelve el apóstol a ocuparse personalmente de su amado Timoteo. “Mas tú oh hombre de Dios”, le dice. Este término que a menudo vemos usar en el Antiguo Testamento se aplica siempre a los que Dios ha calificado para alguna misión especial, misión que tiene un carácter profético como emanado directamente de Dios. Tales eran los profetas Elías y Eliseo, el viejo profeta de 1 Reyes 13, tal también Moisés, profeta legislador, o el rey profeta David. Todos reciben con el título de profeta el de hombre o varón de Dios (compárese 2 Pedro 1:2).
En el Nuevo Testamento este título lo encontramos únicamente dos veces, aquí y en 2 Timoteo 3:17, donde primeramente se aplica a éste y después al que nutrido de la Palabra, tiene el mandato como Timoteo, de una misión especial en este mundo. Vemos la importancia de la misión de este último, pues la tal le había sido confiada con una solemnidad especial o particular, como testifican estas dos epístolas. Timoteo debía de velar sobre la doctrina, enseñando a la vez cómo debían conducirse los santos en la asamblea del Dios vivo, mas él debía primeramente comportarse de forma que sirviera de modelo a los demás. Es así que al representar a Dios ante sus hermanos, debía desplegar un carácter que le hiciera reconocer como tal. Este carácter se mostraba en que Timoteo debía de huir de las cosas las cuales el apóstol acababa de hablarle y proseguir en las que le enumeraba a continuación. ¿Cuáles eran estas cosas?
1. La justicia, esa justicia práctica que renuncia al pecado y le impide a que se introduzca en nuestros caminos;
2. La piedad, las relaciones de intimidad con Dios, basadas en la confianza y en el temor, relaciones que son imposibles sin la justicia;
3. La fe, ese poder espiritual por el cual se tiene por verdadera toda palabra salida de la boca de Dios y por la cual se echa mano de las cosas invisibles;
4. El amor, que es el mismo carácter de Dios, revelado y conocido en Cristo Jesús y manifestado por los que son participantes de la naturaleza divina;
5. La paciencia, la cual hace atravesar y soportar todas las dificultades en vista del fin glorioso que esperamos;
6. La mansedumbre, que es la incorruptibilidad de un espíritu dulce y apacible que es de un gran precio ante Dios (1 Pedro 3:4).
A todas estas cosas el apóstol añade e insta con dos recomendaciones. Primera: “Pelea la buena batalla de la fe”. Se trata del combate en la arena (1 Corintios 9:25) al cual somos llamados para alcanzar el premio que es el sostén de la verdad. Y era precisamente éste el combate del cual el apóstol podía hablar al final de su carrera: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).
La segunda recomendación que va unida a la primera es: “Echa mano de la vida eterna”. La vida eterna aquí, no es precisamente esa vida que poseemos al tener a Cristo, “el verdadero Dios y la vida eterna”, esa vida que nos es comunicada por la fe en Él y que nos introduce ya en esta tierra en la comunión del Padre y del Hijo. En este pasaje nos es presentada como el gozo y recompensa del buen combate de la fe. Sin embargo, no es como el caso de Filipenses 3:12, “una finalidad no alcanzada aún por el creyente pero que prosigue al objeto de alcanzarla”. El apóstol quiere que aun durante la misma acción de la batalla, ese fin haya sido alcanzado como una grande y absoluta realidad: la posesión y el gozo actual por la fe de todas las cosas que pertenecen a la vida eterna. ¡Qué gracia cuando la vida eterna es realizada de esta manera!
Y Timoteo había sido llamado para tales bendiciones. El apóstol nos hace remontar al principio de la carrera de su querido hijo en la fe. Tan pronto la perspectiva de una vida no teniendo otra finalidad y otro objeto que el que el apóstol se había propuesto a sí mismo (2 Timoteo 4:7) había sido presentada ante él (Timoteo), éste había dado testimonio de ella habiendo “hecho buena profesión delante de muchos testigos”. Su confesión se relacionaba a la vida eterna tomada como siendo el todo de la vocación cristiana. La vocación hacía de Timoteo el campeón de esta verdad.
“Los numerosos testigos” no eran precisamente las personas del mundo, sino los que formaban parte de la asamblea del Dios vivo, en medio de la cual su ministerio iba a manifestarse por sus enseñanzas y por sus exhortaciones.
Versículos 13-16.— “Te mando delante de Dios que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo que testificó la buena profesión delante de Poncio Pilotos, que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo: la cual a su tiempo mostrará el Bienaventurado y solo Poderoso, Rey de reyes, y Señor de señores; quien solo tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver: al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén”.
Estos versículos son como un resumen de la finalidad del apóstol tocante a Timoteo. “Te mando”, dice el apóstol. Timoteo había recibido un mandamiento de su parte y debía conformarse a él. Habiendo sido establecido para representar al apóstol durante su ausencia, debía de ordenar por sí mismo (1:3,5,18; 4:11; 5:7; 6:17). Lo que Pablo ordenaba a Timoteo, lo hacía solemnemente ante el Dios Creador que él invocaba como Quien ha llamado a la existencia cuando aún no había ninguna de Sus obras, y que se ha dado a conocer a seres tan débiles cual somos nosotros por un acto que denota Su beneplácito hacia los hombres. ¿No es este un motivo soberano para obedecerle? Pero lo que el apóstol ordena lo hace también “delante de Jesucristo que testificó la buena profesión delante de Poncio Pilato”. Al gobernador romano podía resultarle indiferente que Jesús fuera Rey de los judíos, y desde un ángulo, lo prueba cuando dice: “¿Soy yo Judío?” y del otro cuando escribió: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Pero contrariamente a esta indiferencia, Pilato, amigo de César, no puede permitir que al lado del emperador, otro hombre tenga pretensiones a la realeza. Rechazado por los judíos como Rey, el Señor ante Pilato atribuye a Su reino otra extensión, cuando dice: “Mi reino no es de este mundo”, es decir, que este reino tiene por dominio exclusivo una esfera enteramente celeste. Pero añade; “ahora pues, mi reino no es de este mundo”. Habla con ello de reivindicar para más tarde un reino más vasto que el de los judíos, y esto es lo que inquieta a Pilato el cual le pregunta: ¿Luego Rey eres tú? A esta pregunta Jesús responde: “Tú dices que yo soy rey”. Esto era rendir testimonio a la verdad costara lo que costara, sosteniendo al precio más elevado el carácter de Su reino, pues añade: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo para dar testimonio a la verdad”. El hecho de declarar Su realeza por nacimiento (Mateo 2:1-2) ante Pilato amigo de César, una realeza que iba mucho más allá de los límites judíos, no hacía con ello otra cosa que firmar por sí, su condena de muerte.
En nuestro párrafo esta confesión era la “buena confesión delante de Poncio Pilato”. Esta buena confesión, como hemos visto, el Señor no podía dejar de hacerla sin ser infiel a la verdad, la verdad de la cual había venido a dar testimonio en este mundo. Su reinado formaba parte de esa verdad y si hubiese vacilado un instante ante esta confesión, no hubiese podido añadir; “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz”. La confesión de que era rey quedaba unida íntimamente al hecho de que había venido a este mundo para dar testimonio a la verdad.
La buena confesión de Timoteo ante muchos testigos cristianos no ponía su vida en peligro. Tampoco era un testimonio a la verdad de una forma íntegra. Era, eso sí, la confesión de las bendiciones inmensas de la fidelidad, bendiciones que Timoteo se había adueñado en el testimonio cristiano al cual ahora consagraba su carrera. La buena confesión de Cristo ante Pilato era el testimonio a la verdad de la cual el reino actual y futuro de Cristo, bastante más importante que el reino judío, formaba parte, pues “la gracia y la verdad por medio de Jesucristo vinieron” (Versión Moderna). Nada podía hacer retroceder al Señor de hacer la confesión de la verdad íntegra; ni aún la misma muerte.
Más ¡qué inmenso privilegio representaba para Timoteo el estar asociado como Confesor con el Señor Jesús, el uno confesando haberse adueñado de una finalidad que nada ni nadie podía quitarle, el otro confesando la verdad íntegra que ni la misma muerte podía hacerle abandonar!
En el versículo 14 el apóstol ordena a Timoteo “guardar el mandamiento”, es decir, lo que acababa de ordenarle: “Huye ... prosigue ... combate ... echa mano”. Estaba situado de tal manera, como realizando estas cosas ante testigos fieles y ante el mundo. Debía guardarlo “sin mácula ni reprensión”.
En el versículo 20 el apóstol le dice: “Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado”. Esto es, el resumen del contenido de toda la epístola. Anteriormente, le había sido dicho, pero en relación a una parte reducida de la misión de Timoteo, es decir, lo relativo a su conducta hacia los ancianos: “guarda estas cosas sin perjuicio de nadie” (5:21).
Tocante al mandamiento, Timoteo debía guardarlo “sin mácula”, sin alteración alguna; “y sin reprensión”, sin que nadie tomara ocasión para reprenderle o acusarlo de no guardar el depósito que le había sido confiado; pero ante todo con el fin de recibir “la aprobación de nuestro Señor Jesucristo a su aparición”. Siempre que se trata de la responsabilidad en el servicio, la Palabra habla de la aparición y no de la venida. Por lo cual puede hablarse de Su “aparecimiento” (Versión Moderna), el cual va siempre de par con la venganza en contra del mundo (2 Tesalonicenses 1:8). La razón consiste en que si Su venida (la venida del Señor) es el día de gracia, Su aparecimiento es el día de las coronas, la recompensa a la fidelidad, para los servidores de Cristo.
Este aparecimiento será mostrado en el tiempo conveniente por el bienaventurado y solo Poderoso, nombrado ya en el capítulo 1:11: “el Dios bendito”. Entonces el solo Poderoso, Rey de reyes y Señor de señores, manifestará esta gloria. ¿De quién es que el apóstol habla? De Dios, sin duda alguna, pero es imposible separar un señorío divino del otro, pues Dios es todo esto, cuando “muestra” la aparición de Cristo: Cristo será todo esto cuando aparecerá como Rey de reyes y Señor de señores. He aquí la segunda vez en esta epístola (compárese 1:17) que la alabanza suprema es rendida ante Dios en lugares eternos. En el primer caso, a continuación de la venida de Cristo hombre, como Salvador a este mundo; en el segundo, a continuación de Su aparecimiento como Señor y hombre victorioso. “Quien sólo tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver: al cual sea la gloria y el imperio sempiterno. Amén”. Ciertamente que éste es el Dios personal, eterno, inabordable, invisible, mas nosotros le conocemos en Su Hijo Jesucristo; “este es el verdadero Dios y la vida eterna”.
Versículos 17-19.— “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia de que gocemos: que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad comuniquen; atesorando para sí buen fundamento para lo porvenir, que echen mano a la vida eterna”.
Aun tenemos una ordenanza final referente a los que Dios favorece con bienes de este mundo. Aquí se trata de su posición “en este presente siglo”, posición que nada tiene que ver, o, por mejor decir, está en contraste con el siglo venidero. Esta posición no debe exaltarlos ante sus propios ojos, pues el orgullo de la riqueza es uno de los vicios más frecuentes entre los hombres. Es preciso que los cristianos no pongan la esperanza en unas riquezas que pueden hundirse en un momento; pero en cambio deben confiarse en Aquel que les ha favorecido dándoles el gozo de ellas. Que las empleen en hacer bien, que consistan en riquezas de buenas obras, en prontitud a comunicar a los necesitados, en liberalidad, pues tal es el fin de la fortuna que les fue dispensada; debe desarrollar en su testimonio las virtudes que no podrían serlo de otra forma, sino allí donde Dios da bienes terrestres. “Atesorando para sí buen fundamento para lo por venir”. Se trata del abandono de las cosas visibles, aunque sean el fruto de la bondad de Dios, pues éstas son dadas por Él a los Suyos, con la finalidad de adquirir “un tesoro en los cielos que no puede marchitarse”, y también de “echar mano a la vida eterna”. Esta era la actitud que convenía y conviene a los ricos. Tocante a esta actitud, Timoteo, que no poseía ninguna de estas ventajas, les daba el ejemplo “habiendo echado mano de la vida eterna”.
Versículos 20-21.— “Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado, evitando las profanas pláticas de las vanas cosas, y los argumentos de la falsamente llamada ciencia: la cual profesando algunos, fueron descaminados acerca de la fe. La gracia sea contigo. Amén”.
Timoteo es exhortado a guardar lo que le ha sido confiado. De otra parte, vemos a Pablo confiar al Señor lo que posee, pues sabe que tiene todo el poder de guardar su depósito. En Él está la vida y el poder para sostenerla y también para guardar en el cielo la herencia de gloria que nos está destinada. Pablo sabía a quién había creído. Su confianza no se apoyaba en la obra que había terminado, sino en la persona de Cristo a quien tan bien conocía (2 Timoteo 1:12). Aquí es Timoteo quien guarda el depósito que el Señor le ha confiado. Este depósito es la administración de la casa de Dios por la Palabra, por la doctrina, por el ejemplo que había de rendir. Su trabajo no consistía en discutir con aquellas gentes; había de rehuir sus vanos y profanos discursos y los razonamientos opuestos a la doctrina de Cristo, de la cual esos discurseadores pretendían poseer el conocimiento. Algunos de los que profesaban poseerla se habían descaminado de la doctrina cristiana. La última palabra del apóstol a Timoteo es “gracia”, favor divino, sobre su hijo en la fe, así como su primera palabra también fue ¡gracia! (1:2).