Esta narración nos presenta las relaciones que establece una de las tribus de Israel, la de Dan, y por consiguiente el pueblo entero, con el sistema religioso cuya institución hemos visto en el capítulo anterior. “Y en aquellos días la tribu de Dan buscaba posesión para sí, donde morase, porque hasta entonces no le había caído suerte entre las tribus de Israel” (versículo 1). Hasta este momento, la familia de los danitas se había mostrado una de las más ineptas en Israel para conquistar el territorio que Jehová les había dado. Rechazada por los Amorreos en las montañas (capítulo 1:34), y faltando la fe para echar al enemigo de su suerte, busca más lejos la tierra que les falta, y despacha cinco mensajeros con este fin.
Lais, ciudad tranquila y próspera, situada al extremo norte de Canaán, alejada de los Sidonios a quienes estaba unida y sin contacto con otra nación podía ser una conquista fácil. Además presenta todo lo que el corazón natural puede desear: “Hemos visto la tierra, y he aquí que es muy buena, un lugar donde no falta nada de todo lo que hay en la tierra” (versículo 10). A la par de Sodoma antes de su destrucción, abstracción hecha de su perversidad, Lais parecía como un jardín de Jehová, conquista digna de un Lot pero no de un Abraham, atrae a la relajada tribu de Dan que hubiera debido ganar una victoria en sus propios límites situados en el valle donde estaba el Cananeo; ella prefiere una conquista sin peligro, una victoria obtenida lejos de sus hermanos, abandonando en silencio al enemigo.
Los cinco mensajeros despachados hacia Lais, llegaron al monte de Efraim, hasta la casa Micaía; y allí posaron. “Y como estaba cerca de la casa de Micaía, reconocieron la voz del joven levita; y llegándose allí, dijéronle: ¿quién te trajo acá, y qué haces en este lugar? ¿Qué tienes aquí?” (versículo 3). Este cuestionario hubiera debido abrir los ojos al levita si hubiera tenido oídos para oír y conciencia que hubiera hablado. En efecto, en presencia de Dios hubiera debido contestar que su voluntad propia lo había llevado allí; que hacía lo que Micaía le había ordenado hacer; que percibía un sueldo; y que era sacerdote de falsos dioses, tantas características del clero que vive enteramente sin Dios, que depende de los hombres, y trabaja en vista de un jornal. Es a un tal hombre que los danitas piden orientación a su camino: “Pregunta pues ahora a Dios para que sepamos si ha de prosperar nuestro viaje que hacemos” (versículo 5). La respuesta no puede ser mejor y satisface sus deseos: “Id en paz; delante de Jehová está el camino por donde andáis” (versículo 6). A esta falsa pretensión de ser el oráculo de Dios es preciso disfrazarla con el nombre de Jehová, como hoy el nombre de Cristo, con la paz y la presencia de Dios.
Como todo salió tan bien, a pedir de boca, cuando la tribu de Dan armada volviera a pasar por ese lugar, su primer cuidado sería apoderarse de los dioses de Micaía: “¿No sabéis cómo en esta casa hay efod y terafim, e imagen de talla y de fundición? Mirad pues lo que habéis de hacer” (versículo 14). Micaía que había hurtado a su madre, se ve hurtado ahora; “Y subieron los cinco hombres ... entraron allá y tomaron la imagen de talla y el efod y el terafim, y la imagen de fundición, mientras estaba el sacerdote a la entrada de la puerta con los seiscientos hombres armados ... y el sacerdote dijo a los que llevaban las imágenes: ¿qué hacéis vosotros? Y ellos le respondieron: calla, pon tu mano sobre tu boca y vente con nosotros, y sénos a nosotros padre y sacerdote. ¿Cuál te es mejor, ser sacerdote para la casa de un solo hombre, o ser sacerdote para una tribu de Israel?” (versículo 19). El levita está llamado a una posición más influyente, más lucrativa también; ¿qué más quiere? Su conciencia no le dice nada; la Palabra de Dios no ha sido consultada hace mucho; sólo “su corazón se alegró, y tomando el efod, los ídolos domésticos y la imagen de fundición entró en medio de la gente armada” (versículo 20). Bajo la protección de las armas de entonces, como las de hoy, las que bendice también, la idolatría con sus imágenes y santos, que hasta ahora tenía un carácter particular en la casa de Micaía, reviste ahora una autoridad oficial en la tribu de Dan, como la reviste hoy en la nación.
“Y cuando ya se habían alejado de la casa de Micaía, los hombres que habitaron en las casas cercanas se juntaron y siguieron a los hijos de Dan”, todos corren tras los raptores, y Micaía exclama: “Mis dioses que yo hice, que lleváis juntamente con el sacerdote, y os vais: ¿qué más me queda? ¿Y a qué propósito me decís: qué tienes?” (versículo 24). Le tomaron su religión, le tomaron sus dioses, le tomaron su clero ... ¿qué más le queda? A un verdadero israelita, le hubiese quedado el verdadero Dios, Su Palabra, el verdadero sacerdocio, Su casa en Silo; como a un cristiano le queda el verdadero Cristo, el verdadero sacerdocio, la verdadera Iglesia, cuando ha abandonado lo que es falso. “Y viendo Micaía que eran más fuertes que él, volvióse y regresó a su casa” (versículo 26), a una casa vacía; no le queda más nada.
Los hijos de Dan siguen su camino, hieren a Lais, se apoderan de la ciudad “y llamáronla Dan, del nombre de su padre”; el nombre de Dan tiene mayor importancia para ellos que el nombre de Israel. En el centro de la ciudad está erigido el ídolo: “Los hijos de Dan se levantaron imagen de talla”; consagran un falso sacerdocio: “Jonatán, hijo de Gersom, hijo de Moisés, él y sus hijos fueron sacerdotes para la tribu de Dan, hasta el día de la transmigración de la tierra” (versículos 30-31). Dios que ha guardado silencio hasta ahora, anuncia el juicio que ha de venir: la transmigración del país, que tuvo lugar después de un largo tiempo de paciencia, setecientos años (2 Reyes 17). Tal es el sombrío cuadro de la historia religiosa de Israel en estos tiempos cuando la Palabra de Dios está ya olvidada y que “cada uno hacía lo recto delante de sus ojos”.