El cuadro anterior ha descrito la corrupción religiosa de Israel representado por la tribu de Dan, unida a la casta seudo-sacerdotal idólatra. Las escenas relatadas en el capítulo 19, como ya lo hemos visto, pertenecen al tiempo que principian los Jueces; su transposición en el relato bíblico es necesario para mostrarnos como en un gráfico, la línea descendente de la moral en el pueblo como en el sacerdocio. En ciertas partes de la Biblia, el Espíritu Santo relata los hechos sin tener en cuenta la época en que ocurrieron, con motivo de dar a ciertas verdades un aspecto particular. Samsón, por ejemplo, el último de los Jueces mencionados en esta línea, invocaba a Jehová todavía en ciertas circunstancias y momentos críticos; el levita de Judá de la casa de Micaía, le invocaba sobre la cabeza de sus ídolos; el levita de Efraim cuya historia vamos a considerar, ya no le invoca más. Jehová no parece existir para él, ni la Palabra de Dios. Sin embargo este hombre es un levita, hace parte de la casta consagrada al servicio de Jehová, y su primer cuidado hubiera debido ser de buscar las enseñanzas de la Palabra de Dios, y recurrir a ella en todas sus dificultades.
En aquellos días cuando “no había rey en Israel”, hubo un levita que moraba como peregrino en los lados del monte de Efraim, el cual se había tomado mujer concubina de Belén de Judá. “Y su concubina adulteró contra él, y fuese de él a casa de su padre” (versículos 1-2). Después de haberle sido infiel, la mujer abandonó a su marido; éste ha esperado cuatro meses y, “haciendo lo recto delante de sus ojos”, corre tras ella como su corazón lo lleva, “para hablarle amorosamente y volverla” (versículo 3). Alguien dirá: esto es amor. En efecto, esta conducta satisface al padre de la adúltera, quien ve en la paciencia y el acto de su yerno, la rehabilitación de su hija. ¡Ay! este acto es también, sin que se lo imaginaran, la justificación del mal y el desprecio de la ley de Dios donde se lee: “No adulterarás”. Hecho tanto más grave puesto que tiene por sello el carácter sagrado del levita quien, hubiera debido saber por su propio libro, el Levítico, que “indefectiblemente se hará morir al adúltero y a la adúltera” (Levítico 20:1010And the man that committeth adultery with another man's wife, even he that committeth adultery with his neighbor's wife, the adulterer and the adulteress shall surely be put to death. (Leviticus 20:10)).
El padre de la mujer adúltera detiene a su yerno, pues cuanto más quede, tanto más pública y real será la rehabilitación de la infiel. El mundo demuestra su amabilidad en la proporción por la cual el cristiano sirve sus intereses; la alianza con la familia de Dios no le es contraria: “Sentáronse ellos dos y comieron y bebieron. Y el padre de la moza dijo al varón: yo te ruego que te quieras quedar aquí esta noche, y alegraráse tu corazón” (versículo 6). Recién el quinto día, el levita relajado y sin carácter, abandona la fiesta; pero pronto hará la experiencia de que “para él será el ¡ay!, la rencilla, las quejas, las heridas; para los que se detienen mucho en el vino” (Proverbios 23:3030They that tarry long at the wine; they that go to seek mixed wine. (Proverbs 23:30)).
Este hombre unido a una adúltera, desobediente y transgresor de la Palabra de Dios, no quiere entrar en un pueblo de Cananeos para pasar la noche; contesta a su criado quien le propuso detenerse en Jebus: “No nos desviaremos a una ciudad de gente extraña que no es de los hijos de Israel” (versículo 12). Así sucede a veces al cristiano; teme asociarse exteriormente al mundo, mientras en él corren fuentes inmundas. Es estricto en su carácter exterior, pero muy relajado en la santidad personal. El levita está más unido a su pueblo desobediente que a Jehová y a Su Palabra, o más bien Jehová no es tenido en cuenta para nada; huye de los Jebuseos por orgullo nacional más bien que por piedad, y pareciera al oírle que lo que viene de Israel no puede ser sino santo; cuando él mismo ya ha abandonado injuriosamente a su Dios.
Estos principios no han cambiado y caracterizan aun más nuestra cristiandad que el antiguo pueblo de Dios; se pondera cualquier secta de la cristiandad en contra de las naciones paganas, cuando ésta ya se tornó en una guarida de toda corrupción moral y religiosa. El levita se va a dar cuenta que no se le ofrece ni la hospitalidad entre un pueblo al cual Dios había dicho: “Guárdate de desamparar al levita mientras vivieres sobre la tierra” (Deuteronomio 12:1919Take heed to thyself that thou forsake not the Levite as long as thou livest upon the earth. (Deuteronomy 12:19)). El levita no esconde la indignación que semejante proceder hace surgir en su corazón: “Voy a la casa de Jehová, y no hay quien me acoja en su casa” (versículo 18). ¿Iba a la casa de Jehová? ¿En qué condición moral estaba para ir allá y adorar? Un viejo que moraba como forastero en medio de la corrupta Gabaa y que la conoce como Lot conocía a Sodoma, le ofrece la hospitalidad y le advierte: “Tan sólo que no pases la noche en la plaza” (versículo 20).
Los viajeros entraron en casa, “se lavaron los pies”, subraya la Palabra, aunque este lavacro no les limpiaba su caminar moral. Luego la comida, bebida y el gozo están de sazón; hasta cuando, las pasiones impuras de los de Gabaa se despiertan: “Cercan la casa del viejo, y batían las puertas diciéndole: saca fuera al hombre que ha entrado en tu casa, para que le conozcamos” (versículo 22). La situación es grave; no hay ángeles que intervengan para librar “al justo”; el huésped del levita habla como Lot en la puerta de su casa, tratando de “hermanos” a esos hombres de Belial, proponiéndoles un mal para evitar otro. Esto es un principio general en el actuar de los creyentes que permanecen unidos, y cuya guía es su conciencia; de dos males, eligen el más liviano. Dios no permite que la hija del huésped, dueño de casa, sea deshonrada, mientras que el levita entrega a su mujer al oprobio; solución que podía ser evitada por un llamado a Dios en oración. ¿No podía como otrora en Sodoma, herir con ceguera a ese pueblo? (Génesis 19:7-117And said, I pray you, brethren, do not so wickedly. 8Behold now, I have two daughters which have not known man; let me, I pray you, bring them out unto you, and do ye to them as is good in your eyes: only unto these men do nothing; for therefore came they under the shadow of my roof. 9And they said, Stand back. And they said again, This one fellow came in to sojourn, and he will needs be a judge: now will we deal worse with thee, than with them. And they pressed sore upon the man, even Lot, and came near to break the door. 10But the men put forth their hand, and pulled Lot into the house to them, and shut to the door. 11And they smote the men that were at the door of the house with blindness, both small and great: so that they wearied themselves to find the door. (Genesis 19:7‑11)). Pero ningún clamor de angustia sube hacia Él; no hay camino desde el corazón del levita a Jehová, como no lo hay hacia Su Palabra. La miserable mujer, vuelta de su primera prostitución sin arrepentimiento ni trabajo de conciencia, pierde la vida, víctima de las espantosas consecuencias de lo que había codiciado. A su vez, el levita transgresor de la ley de Dios toma un cuchillo, “y echando mano de su concubina, despedazóla con sus huesos en doce partes; y envióla por todos los términos de Israel” (versículo 29), publicando así su iniquidad.
Dios ha dejado al mal cumplirse sin decir nada; pero de este mal atroz sacará Su gloria, como nos lo mostraran los dos últimos capítulos de nuestro libro. Cuando la Escritura revela al hombre, jamás busca velar su condición ni callar sus males; porque si lo hiciera no sería luz; y se hallaría falsedad en este elemento esencial. Ella lo presenta indiferente, amable, religioso, violento, corrompido; siempre egoísta, hipócrita, impío, apóstata; sin la Ley, bajo la Ley, bajo la gracia. Pero por otro lado, la Palabra de Dios nos muestra el trabajo de Su gracia en el corazón de este hombre perdido, actuando bajo distintas formas y en toda circunstancia; nadie es demasiado negro y sucio para que Dios no pueda ocuparse de él. Así obtenemos un cuadro divino de nuestro estado miserable que nos obliga a concluir que, en nosotros mismos, es decir en “la carne, no mora el bien”, sino sólo en el corazón de Dios.