Por fin el día nupcial llega—el momento feliz en que la novia y el novio van a ser unidos en matrimonio, “en el Señor.” Es un momento en que los hermanos y hermanas en Cristo convidados “gozaos con los que se gozan” (Ro. 12:15). Conviene tener “las diestras de compañía” de otros cristianos al realizar el gran paso, “porque somos miembros los unos de los otros” y “si un miembro es honrado, todos los miembros a una se gozan” (1 Co. 12:26).
Hubo un día en que el Señor Jesús y sus discípulos fueron invitados a una boda en Caná de Galilea, y asistieron (véase Jn. 2). Sabemos que ese incidente tiene una aplicación típica a la bendición de Israel en un día futuro, cuando el Señor, su gran Mesías, suplirá su gozo, pero está escrito aquí que Él aprobó un matrimonio con Su presencia.
Conviene, pues, que la boda sea llevada a cabo con sencillez cristiana, y no como si ya estuviéramos reinando como reyes, acordándonos de que somos “extranjeros y peregrinos” en este mundo puesto en maldad. Quiera el Señor dar gracia a los suyos a andar así, mientras que al mismo tiempo acepten como de Su mano amorosa lo que Él benignamente haya provisto para ellos, sea ello lo que fuere.
Una boda es la ocasión en que conectamos en nuestra mente los libros del Génesis y de la Apocalipsis. En el Génesis leemos de la institución divina del matrimonio y en la Revelación del cumplimiento de ella como una figura el gran momento que Dios Mismo espera—cuando el Esposo celestial tomará Su esposa—la Iglesia por la cual Él murió. Así que en una boda cristiana podemos mirar hacia atrás y hacia adelante. ¡Cómo debiera llenar nuestro corazón de arrobamiento y de alabanza esa mirada hacia adelante! Nuestro Señor Mismo está pacientemente esperando tenernos consigo, el premio del “trabajo de su alma.” Entonces Él será saciado, y todo el cielo se regocijará, porque habrá venido el día de “las bodas del Cordero.”
La Palabra de Dios nos habla de nuestro atavío cuando los creyentes, juntamente, formaremos “la esposa”: “y le fue dado que se vista de lino fino, limpio y brillante; porque el lino fino son las justificaciones de los santos” (Ap. 19:8). Nuestros vestidos de boda serán las justicias que el Señor ha obrado en nosotros aquí por Su gracia y Su Espíritu; serán todas de Él Mismo. Las pequeñas cosas hechas ayer y hoy para Él, las que Dios ha obrado, “así el querer como el hacer, por Su buena voluntad,” serán desplegadas allí para realizar nuestra belleza delante de Él, y todo para alabanza Suya.
El transcurso del tiempo deja sus huellas en todo aquí, y una novia no lo es sino por un poco de tiempo, pero en la Apocalipsis leemos de la belleza de la Iglesia como la esposa más de mil años después de la boda: “Y yo Juan vi la santa ciudad, Jerusalén nueva, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido” (Ap. 21:2). El Milenio entero ya habrá transcurrido y el estado eterno habrá empezado, pero no habrá habido ningún deterioro de la gloria y la belleza de la esposa del Cordero. Él se la presentó a Sí mismo al principio del Milenio sin “mancha ni arruga, ni cosa semejante” (Ef. 5:27). Las manchas hablan de la contaminación, y las arrugas del envejecimiento, pero ni la una ni la otra desfigurará jamás esa bendita escena hacia la cual vamos. Es digno de notarse que ella está “ataviada para su marido,” no para los ojos de los demás. Él verá entonces esa perla de gran precio por la cual Él vendió todo, y la verá en la hermosura que Él Mismo ha puesto sobre ella. Seremos exclusivamente para Él en aquel día, y seremos exactamente como Él ha deseado que seamos.
¡Señor, apresura el tiempo! Y aun cuando estaremos vestidos en las ropas de belleza que Él nos ha dado, no estaremos ocupados con ellas, sino embelesados con Él Mismo.
Hay otra visión de la esposa celestial, donde se ve “descendía del cielo de Dios, teniendo la claridad de Dios” (Ap. 21:10-11). Es la gloria que ella desplegará delante de todos como “la esposa del Cordero,” quien será el heredero de todas las cosas. Poseeremos una hermosura que será todo para Él; también luciremos una gloria delante de todo el universo como siendo la esposa de Él—la que compartirá todos Sus vastos dominios. ¡Ambas honras serán nuestras, queridos amigos cristianos!
También habrá huéspedes convidados a la boda del Esposo celestial y de la esposa: “Y él me dice: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero” (Ap. 19:9). Solamente aquellos que han sido salvos entre el día de Pentecostés y el arrebatamiento (véase 1 Ts. 4:17) formarán la esposa (o sea la iglesia), pero habrá millares de otros santos allí en el cielo—todos los santos de los tiempos antiguos, tanto los gentiles (Job, por ejemplo) como los israelitas; y Juan el Bautista que dijo que era solamente un amigo del Esposo, estará presente como uno de los huéspedes convidados. Todos ellos tendrán su propio gozo singular al ser testigos oculares del gozo del Esposo y de la esposa.
Hemos meditado sobre nuestras fundadas esperanzas, porque nuestro aprecio de ellas aumentará grandemente nuestro gozo, ya sea como una esposa o como un esposo, o como uno de aquellos que se regocijan con ellos en una boda aquí, mientras esperamos la consumación real allá.
Ya terminada la ceremonia nupcial, la esposa habrá tomado el apellido del esposo. Esto es en verdad de acuerdo con las Escrituras, porque en Génesis 5:2 donde se menciona el registro de la creación de Adán y Eva, se agrega que Dios “los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán.” Ella estaba tan identificada con su esposo que su nombre también llegó a ser “Adán,” o como podríamos decir hoy, la Sra. Adán. Así seremos nosotros los cristianos también identificados con Cristo.