La disciplina

Table of Contents

1. La disciplina y la unidad de la asamblea: Parte 1
2. La disciplina y la unidad de la asamblea: Parte 2
3. El deber, y no el poder: El uso de la disciplina en las asambleas cristianas
4. Mantener la disciplina bíblica no es de ningún modo pretender a la infalibilidad

La disciplina y la unidad de la asamblea: Parte 1

La disciplina es una cosa grave y solemne. No deberíamos hablar de ejercerla sin antes acordarnos de lo que somos en nosotros mismos. Si considero que no soy más que un indigno y miserable pecador, salvado solamente por gracia, que subsisto únicamente delante de Dios por la eficacia de la obra de Cristo, es evidente que el ejercicio de la disciplina me parecerá una cosa espantosa. ¡Quién sino Dios solo puede juzgar! Tal será mi primer pensamiento.
Entre personas queridas del Señor, que debo considerar y estimar como más excelentes que a mí mismo, si tengo conciencia de mis propias miserias y de que nada soy delante de Dios, el solo pensamiento de tener que ejercer la disciplina me parecerá extremadamente serio, y a veces grave y pesado para mi corazón. Una sola consideración podrá contrarrestar este sentimiento de mi incapacidad, y es la posibilidad de considerar la disciplina como una prerrogativa del amor.
El amor realmente en actividad, no se inquieta de ninguna cosa, más que del cumplimiento del objeto que tiene en vista. Ved al Señor Jesús. Nada pudo jamás impedir ni detener la acción en Él del amor que llena su ser. Sí, solo esto es lo que puede aliviar el espíritu del sentimiento tan penoso de una posición completamente falsa; del ejercicio de la disciplina sin amor.
Desde el momento que me salgo del amor, la disciplina me parece una cosa monstruosa; y querer ejercerla de otra manera que por un principio de amor, es cosa que revela un estado espiritual del todo malo.
Para esto no basta que la regla de conducta sea según la justicia; precisa además que sea puesta en ejecución por el amor; por el amor en actividad, a fin de amparar, cueste lo que costare, la bendición en santidad de la Iglesia. No se trata, en manera alguna, de tomar una posición de superioridad en la carne (véase Mateo 23:8-11). No nos conviene, de modo alguno, poner en vigor la disciplina, tomando el carácter de Señor o de maestro. Y aun cuando fuésemos movidos por el amor a mantener el orden, y estimulados por un santo y vigilante celo a velar los unos por los otros, no debemos olvidar jamás que, después de todo, “para su señor está en pie, ó cae” nuestro hermano (Romanos 14:4). Respecto al individuo que la motiva, solo el amor debe de movernos al cumplimiento de este deber, el cual, en el fondo, no debe de ser otra cosa que un servicio de amor.
Fue como Señor que Jesús ejecutó la disciplina, cuando tomando el azote de cuerdas arrojó del templo a los profanadores (Mateo 21:12; Juan 2:15) mas Él entonces revistió, por anticipación, el carácter que tendrá cuando vendrá a ejercer el juicio.
Con frecuencia se confunden, entre los cristianos, dos ó tres géneros de disciplina, los cuales están llenos de consolación, en tanto que son un testimonio de la unión individual a todo el cuerpo y a Dios.
En Inglaterra, mucho más que en otras partes, un gran número de dificultades se juntan a la cuestión disciplinaria, a causa de ciertas maneras de obrar que han tenido por efecto el hacer considerar la disciplina como un acto deliberativo y judicial. Se han asociado personas voluntariamente, lo cual ha conducido a establecer reglas consideradas como esenciales al buen nombre del cuerpo, formado en virtud de aquella asociación de propia voluntad. Y, como se cree que cada uno debe garantirse a sí mismo, cada sociedad, se da, a este fin, sus reglamentos particulares. Mas en la Iglesia, este principio está tan lejos de la verdad como el mundo lo está de la Iglesia, y la luz de las tinieblas. No podamos admitir ningún principio de asociación voluntaria, ni regla alguna de humana invención, imaginada como medio preservativo. La voluntad del hombre, he aquí lo que conduce a la perdición eterna. Es este un principio malo del todo, no importa, por lo demás, las modificaciones que se le hagan. En las cosas de Dios, no hay puesto alguno para una acción voluntaria de la parte del hombre; precisa obrar por medio del Espíritu Santo bajo la dependencia del Señor Jesucristo. Desde el momento que un hombre obedece a su voluntad propia, se halla al servicio del Diablo y no al del Señor Jesucristo. Su acción lleva una multitud de penosas consecuencias, y produce un montón de dificultades prácticas que no deberían de ser conocidas por los de fuera. Si mantengo la idea de una especie de proceso judiciario que, como una causa criminal, debe de ser actuado en virtud de ciertas leyes, me hallo enteramente fuera del terreno de la gracia, confundiendo las cosas las más opuestas que existen.
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Aunque con frecuencia citado en ocasión de la disciplina pública en general, el pasaje de Mateo 18:15-17 no se refiere directamente a ella, por lo que a mí me parece. En estos versículos, es cuestión de un agravio hecho por un hermano a otro hermano; de ningún modo se dice que la Iglesia tenga, en este caso, que excluir al culpable. Únicamente se dice: “Tenle por étnico y publicano”. Puede darse el caso, a continuación, que la Iglesia tenga también que considerarle como tal; mas no es a este punto de vista que la disciplina está considerada aquí. Sencillamente hallamos: “Tenle”. Así, es decir, no resta nada más a hacer con él.
Lo repetimos. Este pasaje supone que un hermano ha agraviado a otro. Este es un caso análogo al que, bajo la ley, exigía el sacrificio por el delito del cual se nos habla en estos términos: “Cuando una persona pecare, é hiciere prevaricación contra Jehová, y negare á su prójimo lo encomendado”, etc. (Levítico 6:2). La soberanía de la gracia se halla allí para perdonar, aun hasta setenta veces siete. Mas también dice: “Ingenuamente reprenderás á tu prójimo, y no consentirás sobre él pecado” (Levítico 19:17).
Si alguien me ha ofendido, ¿qué debo yo hacer? No recurriré a la disciplina del Padre, ni a la del Hijo sobre su propia Casa; mas, si obro en amor con el que me ha ofendido, iré a él y le diré: “Hermano mío, tú has pecado contra mí”, etc. Ante todo, precisa aquella presentación que es según la justicia. Es menester hacerla, y medios hay de hacerla sin salir del sendero de la gracia. Si después de dado el primer paso, mi hermano no quiere escucharme, tomaré conmigo una o dos personas, “para que en boca de dos ó de tres testigos conste toda palabra”. Si este medio fracasa todavía, debo entonces informar de ello a toda la asamblea; y, si el hermano que me ha ofendido rehúsa el escuchar a la Iglesia, entonces “Tenle”, etc. Lo que nos da este pasaje es una regla de conducta individual, y el resultado de esto una posición individual de un hermano respecto de otro hermano. Puede suceder que la cosa llegue al extremo de necesitar la disciplina de la Iglesia, pero no siempre es necesariamente así. Voy a mi hermano, esperando ganarle conduciéndole al arrepentimiento, restaurándole de este modo en su relación normal de comunión conmigo y con Dios; porque en donde se hiere al amor fraternal, la comunión con el Padre debe de resentirse de ello necesariamente. Si mi hermano es ganado, la cosa no va más lejos. Su falta debe de ser olvidada. No debo recordarla jamás. La Iglesia nada sabrá de ello, ni otro alguno, a la sola excepción de nosotros dos. Si mi diligencia fraternal fracasa, seguidamente obraré con el fin y deseo de levantar a mi hermano, y de restablecerle en el gozo de la comunión con todos.
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Cuanto a la disciplina del Padre, aun ella es mucho más un privilegio individual según la gracia. Dudo mucho que ella pueda implicar la intervención de todo un cuerpo de cristianos; antes bien ella es el ejercicio individual de esta intervención. No veo que la Iglesia deba tomar el puesto del Padre. En un sentido, la idea de superioridad es justa, puesto que existen diversidad de gracias, como existen diversidad de dones. Si tengo más santidad, debo ir y restaurar a mi hermano caído (Gálatas 6:1). Pero esta es una acción individual en gracia, y no una disciplina de Iglesia. Es muy importante comprender bien y distinguir cuidadosamente estas cosas, a fin de que, si, de un lado, tal hermano se halla del todo dispuesto a someterse a dos o tres testigos, del otro lado, la energía individual no sea restringida en nada, sino que quede intacta y en su lugar. El Espíritu Santo debe de tener toda su libertad. Podría suponer un caso en que un individuo debió ir, y reprender a muchos, como Timoteo, a quien el Apóstol escribía: “Redarguye, reprende; exhorta con toda paciencia”, etc. (2 Timoteo 4:2). Esto es disciplina, y sin embargo la Iglesia no tenía que ocuparse de ella. Es esto un acto individual.
Mas, en otras ocasiones, la Iglesia puede estar obligada a usar la disciplina, como este fue el caso de los Corintios (1 Corintios 5). Los Corintios no se hallaban nada dispuestos a ejercer la disciplina, y Pablo insiste sobre la necesidad en que se hallan de usarla. Mas hay, lo repito, lo que se puede llamar el ejercicio individual de la energía del Espíritu en las almas de otros, en el ministerio de la gracia y de la verdad; lo que no implica, en modo alguno, la intervención de la Iglesia. Es un error grave el de considerar la disciplina de la Iglesia como la única disciplina. Sería una cosa horrorosa la de estar obligados a llevar toda especie de mal al conocimiento de todos. Ciertamente tal no es la tendencia, ni tal el fin del amor; al contrario, “la caridad [el amor] cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8). Con el amor en el corazón, si uno ve un hermano pecando de un pecado que no es de muerte, va y ora por él; y este pecado puede que no venga nunca a la luz, ni llegue a ser jamás una cuestión en la que la Iglesia tenga que intervenir.
Creo que no hay ningún caso de disciplina de Iglesia que no sea para vergüenza de todo el cuerpo. Además, escribiendo a los corintios sobre un asunto semejante, el Apóstol Pablo les dice: “Vosotros no tuvisteis duelo”, etc. Todos estaban identificados con el mal que había sido cometido. Lo mismo que cuando una úlcera hace padecer cualquiera de los miembros de un hombre, esto demuestra el estado enfermizo de todo el cuerpo, de todo su organismo. Una asamblea cualquiera no podrá ni sabrá jamás usar la disciplina, si antes de todo no se ha identificado con el pecado del individuo.
Si la Iglesia quiere obrar de otra manera, toma una forma judicial que no se armonizaría con el ministerio de la gracia de Cristo. Cristo aún no ha revestido enteramente el carácter de juez. Del momento que la Iglesia cae en decir: “Que el que es injusto sea todavía injusto”, se ha enteramente alejado de la posición que debe guardar; ha completamente olvidado que su carácter sacerdotal, durante la actual economía; es un carácter de gracia.
¿Cuál es el espíritu de la disciplina paternal? ¿Cómo la ejerce el padre? El principio de esta disciplina es su calidad de padre. No se halla en la misma posición que el hijo. Hay aquí alguien superior en gracia y en sabiduría; ve a otro que se engaña, se extravía, va a su encuentro y le dice: “Yo me he hallado en su posición, no obre usted de tal o cual manera”. Estas son invitaciones y suplicaciones. Es este un cuadro fiel de los escollos y de los peligros del camino, pero pintado con amor. En casos de endurecimiento, la reprensión puede tener lugar. El padre puede usar de mucha indulgencia por la flaqueza y la inexperiencia, recordándose que él mismo ha pasado por aquello. Hágase usted siempre, en tanto que le sea posible, el servidor de otro, pero que el principio del padre sea mantenido: este es un principio de superioridad individual, pero seguido de gracia. Ninguna consideración humana debe de impedirme conservar este privilegio de amor individual, que puede obligar a decir: “Aunque, amándoos más, sea amado menos”. Procede del amor del Padre y se traslada sobre mi hermano, y, por amor a él, no puedo dejarle en el mal. Y no hablo de un caso de ofensa contra mí, sino de un caso de conducta, en el cual falta a su carácter de hijo. Nosotros faltamos a este respecto, porque tememos a la pena y los disgustos que un tal trabajo puede acarrear. Si veo a un santo que se desvía, me hallo en el caso de procurar volverle al buen camino por un medio o por el otro. Es una oveja de Cristo. Debo anhelar que ande fielmente. Tal vez me dirá, si le aviso: “Esto no debe interesarle, usted no debe inmiscuirse en mis cosas”, u otra expresión parecida; mas debo, si preciso fuere, echarme a sus pies para sacarle fuera del mal o el engaño en que se halla, aun cuando por ello me exponga a sus reproches y censuras. Esto requiere un espíritu de gracia y mucho amor para procurar tomar sobre su propia alma toda la carga de su hermano.
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Otro género de disciplina es la de Cristo en calidad de “Hijo sobre su propia Casa”. El caso de Judas es aquí de grande importancia. Si existe espiritualidad en el cuerpo, sucederá siempre que el mal no podrá durar mucho en él. Imposible es que la hipocresía, o alguna otra iniquidad, habite largo tiempo donde exista espiritualidad. En el caso de Judas, fue la gracia personal de Jesús que sobrepuja a todo; y, para nosotros, siempre será lo mismo comparativamente. Ante todo, era contra esta gracia que se manifestaba el mal: “El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar...”. “Como él, pues, hubo tomado el bocado”, (es esta la perfecta gracia de Jesús la cual se mostró en el momento en que Judas era manifestado, porque era contra Él que Judas pecaba) Judas “luego salió” (Juan 13:30).
La disciplina de Cristo no se aplica más que a lo que está manifestado; nunca va más allá. Es por esto por lo que vemos a los discípulos preguntándose uno al otro sobre el significado de las palabras de Jesús. Antes que fuese cometido el pecado, esto no tocaba la conciencia de la Asamblea. La disciplina del Padre se usa donde aún no hay nada manifestado, con respecto a un mal secreto, o que tal vez no será evidenciado más que mucho tiempo después. Si soy un hermano anciano, y veo otro más joven en peligro, debo obrar con él según aquella solicitud paternal, yendo a hablarle de su mal, pero esto es distinto del todo de la disciplina de la Iglesia.
Del momento que ejerzo una disciplina paternal, está supuesto que yo mismo me hallo en comunión con Dios, con relación a la cosa que la motiva; que sé discernir la causa del mal que existe en un hermano, que no se sabe juzgar él propio, que no tiene la percepción a que he llegado por mi experiencia espiritual, experiencia que me autoriza y me impele a obrar conforme a un amor fiel en vez de mi hermano, aun cuando no pueda explicar lo que hago a ningún ser humano.
La confusión y mezcla de estas tres cosas: la advertencia individual, la disciplina del Padre en una solicitud paternal, y la disciplina de Cristo “como Hijo sobre su propia Casa” (o la disciplina eclesiástica), han conducido a muchas equivocaciones.
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La disciplina debe de tener esencialmente por objeto el evitar la excomunión o la separación de una persona. En las nueve décimas partes de los casos, es únicamente la disciplina individual que debería tener lugar.
Si se trata de la disciplina “del Hijo sobre su propia Casa”, la Iglesia no debería emprenderla jamás sin un espíritu de identificación con el que ha cometido la falta, confesando el pecado como propio de todos, y humillándose de que el mal haya podido llegar a tal punto. Esta disciplina no presentaría, pues, en nada, el aspecto de una audiencia de justicia, sino el de una aflicción vergonzosa y humillante para el cuerpo. La espiritualidad purificaría la Iglesia de la hipocresía, de la inmundicia, de todas las cosas maleantes, sin tomar jamás el sesgo de un tribunal, juzgar el mal para purificarse de él. Nada debería ser más odioso que el pensamiento de que, en la Casa de Dios, haya podido existir un semejante mal. Supongamos que, en una de nuestras casas, haya pasado algún hecho triste y deshonroso: ¿no estaría comprometida en ello toda la casa? ¿Podría ninguno de los que forman la familia mostrarse indiferente a tal oprobio, y decir que no le atañe? Podría darse el caso de que algún hijo pervertido debiera ser echado fuera por amor a los demás. Todos los esfuerzos para volverle al buen sendero han fracasado; es incorregible; corrompe a la familia. No queda, pues, ningún otro partido que tomar, que un partido extremo. Se halla uno en el caso de decirle: “No puedo tenerte aquí por más tiempo; no debo soportar que ejerzas sobre los demás una influencia perniciosa por tus costumbres y por tus vicios”. ¡Ay! ¿No sería esto un motivo de lágrimas, de luto y de quebranto de corazón, de dolor y de vergüenza para toda la familia? Los otros hijos no desearían hablar de este asunto. Sus amigos se abstendrían de hacerlo también por consideración y por sus penas. El nombre del culpable ni siquiera sería mencionado.
Tal es el cuadro de lo que debe suceder en la Casa del Hijo. Se debe en ella de sentir una grande repugnancia al pensamiento de echar fuera un miembro. ¡Qué vergüenza común, qué angustia, qué tristeza, no debe de producir un pensamiento tal! No existe nada que sea menos según Dios que un proceso judicial era la Iglesia.
Verdad es que la Iglesia se halla sumida en un estado de flaqueza y de corrupción; mas esto en nada debilita lo que dejamos apuntado. Muy al contrario, cuanto mayor mal exista en la Iglesia, tanto mayor será la responsabilidad de los que tengan algún don pastoral, y tanto más también deberá ser el interés a favor de los santos que lo precisen, atendiéndoles con santa diligencia.
No hay nada que tanto interese mi corazón, en mis oraciones, como el pedir a Dios que dé pastores o ancianos a las Asambleas de sus amados hijos. Entiendo por pastor un hombre que pueda sobrellevar en su propio corazón todas las penas, todas las inquietudes, todas las miserias y todos los pecados de su hermano, presentarle a Dios, y obtener de Él todo lo necesario para la restauración y libramiento de aquella alma, sin haber tenido que acudir a la intervención de otro hermano.
Todavía queda una cosa a notar. El resultado del ejercicio de la disciplina puede ser la separación del miembro. Mas cuando se llega a un tal acto colectivo de juicio, la disciplina cesa enteramente desde el instante que el que ha pecado es separado. “¿No juzgáis vosotros á los que están dentro? Porque á los que están fuera, Dios juzgará” (1 Corintios 5:12).
Por otro lado, no debo ni siquiera poner en cuestión si puedo sentarme con tal o cual persona que sea de dentro. Es cosa verdaderamente extraordinaria que un hermano se prive de la comunión a causa de la presencia de tal o cual otro del que no tenga formada buena opinión, o con el cual, como se dice, no me siento en libertad. ¡Esto sería excomulgarse a sí mismo por causa de otro! “Porque un pan, es que muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel un pan” (1 Corintios 10:17). Permanecer apartado de la Cena, es como si dijera que no soy cristiano, porque otro haya comido indignamente. No es de esta manera que precisa obrar. Puede ser que tenga que dar algún paso a este fin; mas no debo de cometer la torpeza de excomulgarme a mí mismo por temor que un pecador se haya deslizado en una asamblea de los hijos de Dios. Si el caso no es considerado así, es una presunción tomar sobre sí la disciplina de toda la Casa, y juzgar no al individuo, sino a toda la asamblea.
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Hasta su último acto, toda disciplina debe de tener por objeto el de restaurar. El acto de separar o el de excomunión, no es, hablando con propiedad, disciplina, sino una manera de decir que ésta ha sido ineficaz y que ha llegado a su fin. El acto de excluir es como decir que la Iglesia no tiene nada más que hacer en esto.
¿Se puede concebir nada más horroroso que el hecho de reclamar el derecho de ejercer la disciplina? Esto sería transformar la familia de Dios en un tribunal de justicia. Supongamos que un padre se halla a punto de echar un hijo malo a la calle, y que los demás hijos dicen: “Nosotros tenemos el derecho de ayudar a nuestro padre a echar nuestro hermano de casa”, ¿no sería esto una cosa espantosa? El Apóstol estaba obligado de constreñir los corintios a ejercer la disciplina, cuando ellos no se hallaban dispuestos a hacerlo. Mas él les dice: “¿Hay entre vosotros pecado y vosotros no tuvisteis duelo, para que fuese quitado de en medio de vosotros?”. Lo primero les constriñe a reconocer que el pecado en cuestión es el de ellos, lo mismo que el de aquel hombre; luego termina diciéndoles: “Quitad pues á ese malo de entre vosotros”. La Iglesia no se halla en estado de ejercer la disciplina convenientemente, en tanto ella no reconozca que el pecado cometido por el individuo viene a ser el de la Iglesia.
He aquí lo que hay que hacer para los que se crean llamados a ello: “A los que pecaren, repréndelos delante de todos, para que los otros también teman” (1 Timoteo 5:20). “Hermanos, si alguno fuere tomado en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad al tal con el espíritu de mansedumbre” (Gálatas 6:1). Pero si el mal fuere de un carácter tal que precise la separación, la iglesia debe de efectuarla, no como quien usa de un derecho, sino como obligada a obrar así. Los santos deben demostrar que son puros en este hecho. Este acto constriñe a los que se hallan en la humillante necesidad de ejercerlo, a reconocer su estado miserable, a confesarlo y a avergonzarse de sí mismos. Se apartan del hombre culpable y obstinado, el cual queda solo en la ignominia de su falta. (Véase 2 Corintios 7).
Tal es la manera por la cual el Apóstol obligaba a los Corintios a ejercer la disciplina. Toda la Iglesia no era sino un solo cuerpo, siendo así culpable en tanto que el pecado cometido permanecía en ella. Precisaba, pues, que toda entera se purificase por medio del ejercicio de la disciplina. ¡Cuán penoso debió de ser para ella el tener que ejecutarla! Es esto, pienso, lo que el Apóstol enseña por estas palabras: “Y al que vosotros perdonareis, yo también: porque también yo lo que he perdonado, si algo he perdonado, por vosotros lo he hecho en persona de Cristo; porque no seamos engañados de Satanás: pues no ignoramos sus maquinaciones” (2 Corintios 2:10-11). El hecho, lo que el Diablo buscaba lograr, era esto. El Apóstol había insistido sobre la separación (1 Corintios 5:3-5), y la Iglesia repugnaba hacerlo. El Apóstol les obliga a ello; luego ellos lo hacen, pero de una manera judicial, no interesándose de restaurar al culpable (2 Corintios 2:6-7). Es por esta causa que Pablo quiere que ellos también anden ahora de acuerdo con él en el acto de la restauración. “Al que vosotros perdonareis”.
El designio de Satán no era otro que el de introducir el mal entre los hermanos, y hacerles indiferentes; luego empujarles a erigirse en tribunal para combatirle, con el fin de producir así una ocasión y un motivo de desavenencias entre Pablo y la asamblea de los santos de Corinto. El Apóstol se identifica con todo el cuerpo, primeramente obligándoles a purificarse; luego quiere que el que fue reprendido sea restaurado por todos, de modo que exista una perfecta unidad entre él y ellos. Él obra con ellos, se los asocia a sí propio en todo esto, y de esta manera, los tiene consigo, sea para reprender, sea para restaurar. Si la conciencia del cuerpo no es conducida a sentir lo que hace purificándose a sí mismo por el acto de la excomunión, no sé para que ésta pueda ser útil. Sin esto, ella haría de los hermanos unos hipócritas.
La Casa debe de ser conservada pura. Los cuidados del Padre para su familia, y los cuidados del Hijo “sobre su propia Casa” son dos cosas diferentes. El Hijo remite los discípulos a la custodia del Padre Santo (Juan 17). No es esto la misma cosa que la de tener la Casa en orden. En Juan 15, Jesús dice: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, mi Padre es el labrador, etc. Estos son los cuidados del Padre. Él limpia los sarmientos, para que produzcan todo el fruto posible. Mas, en el caso del Hijo obrando sobre su Casa, no es cuestión de individuos; es la Casa la que debe de ser guardada pura. “Si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados”.
Hay, pues, estas tres clases de disciplina:
1.- La que es puramente fraternal. Voy a una persona que me ha ofendido, pero precisa que. obre con gracia.
2.- La que es paternal. Ella debe de ser ejercida con ternura y misericordia. Se debe obrar como lo haría un buen padre con un hijo que se extravía.
3.- La del “Hijo sobre su propia Casa”, por la cual tenemos que obrar bajo la responsabilidad de mantener la pureza en la Casa, de tal manera que los que se hallan en la Casa, tengan su conciencia en harmonía con la naturaleza de aquella Casa. En esta disciplina, no es el individuo solo que debe obrar; es la Casa, la asamblea, la conciencia de la asamblea.
El resultado de esto puede ser la restauración del individuo que la motiva; pero, aun cuando sea esto una gracia preciosa, no es éste por tanto el fin esencial de la disciplina. Cuando se llega a eso, existe alguna cosa más que la restauración de un individuo: existe la responsabilidad de mantener la Casa libre de toda corrupción. La conciencia de todos se halla interesada en ello, y esto puede alguna vez dar lugar a muchas penas.
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Cuanto a la naturaleza de todo esto, pienso que es en un espíritu sacerdotal que la disciplina debe realizarse. Los sacerdotes comían en el lugar Santo la ofrenda por el pecado. (Literalmente el pecado. Levítico 10). No opino que un individuo cualquiera, o un cuerpo de cristianos cualquiera, pueda ejercer la disciplina, a menos que tenga él mismo la conciencia pura, y haber sentido delante de Dios toda la gravedad del mal y del pecado, como si lo hubiese cometido él mismo. Luego obra él como si sintiese la necesidad de purificarse él mismo. Claro está, todo eso no puede hacerse sino en casos de pecados positivos.
¿Cuál es el carácter de la posición que ahora ocupa el Señor? Es la del servicio de Sacerdote, y nosotros estamos unidos a Él. Si hubiese en la Iglesia más de esta intercesión sacerdotal, simbolizada por la acción de comer en el lugar Santo la ofrenda por el pecado, no se tendría la idea de una Iglesia erigida en tribunal judicial.
¡Qué angustia y amargura, cuál ansiedad y vivos dolores no produce en todos los miembros de una familia, un acto vergonzoso cometido por uno de los hijos! ¿Y Cristo, no se nutre también de la ofrenda por el pecado? ¿No siente Él la aflicción? ¿No se hace cargo de él? Él es la cabeza de Su cuerpo, la Iglesia; por consiguiente, ¿no se siente lastimado y afligido estándolo uno de sus miembros? ¡Oh, sí! Lo está. Si me hallo en necesidad de hacer a algún hermano en falta una amonestación individual, debo acordarme de que no seré capaz de hacerla en bendición, mas que en tanto que estará mi alma preparada por un servicio sacerdotal a este fin, como si yo mismo me hubiese hallado en este pecado. ¿Qué hace Cristo? Lleva el pecado sobre Su corazón, e intercede en la presencia de Dios para que Su gracia venga a remediarlo. Igualmente el hijo de Dios lleva también el pecado de su hermano sobre su propio corazón delante de Dios. Él pleitea con Dios el Padre, a fin de que la brecha abierta al cuerpo de Cristo, del cual él es miembro, sea reparada.
Tal es, no lo dudo, el espíritu en el cual debe de ejercerse la disciplina. Mas es en esto mismo que fallamos. No tenemos gracia suficiente para comer la ofrenda por el pecado.
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Cuando es la asamblea en pleno que está llamada a funcionar, precisa algo más todavía. Precisaría que la asamblea se humillase ella misma, hasta ser purificada. Tal es, a mi juicio, la fuerza y significado de estas palabras del Apóstol: “Y vosotros no más bien tuvisteis duelo”, etc.
En Corinto no había suficiente espiritualidad para hacerse cargo del pecado, y es como si el Apóstol les hubiese dicho: “Vosotros hubierais debido estar afligidos; vosotros hubierais debido tener el corazón y el espíritu quebrantado y humillado de que una tal cosa no fuese quitada: vosotros hubierais debido tener vivo interés para mantener la pureza de la Casa de Cristo”.
Separar el puro del impuro es otro atributo del servicio sacerdotal. Los sacerdotes no debían de beber vino ni sidra, a fin de mantenerse en un estado espiritual en harmonía con los oficios del santuario, siendo así capaces de distinguir entre el puro y el impuro. Esta necesidad existe también para nosotros. Cuando tenemos que hacer con el mal, debe de haber comunión de pensamientos y de miras entre nosotros y Dios. Nuestro objeto debe de ser el objeto de Dios. Su Casa es el lugar y la escena donde se manifiesta el orden de Dios; se dice a la mujer “de tener señal de autoridad sobre su cabeza, (algo con que cubrirse) por causa de los ángeles” (1 Corintios 11:10), y es porque el orden de Dios debe de manifestarse en la Iglesia. Nada de lo que ofenda los seres acostumbrados a contemplar el orden que tan necesario y conveniente es a la presencia de Dios, no debe de ser tolerado en su Casa. En ella todo se halla en completa ruina. La gloria de la Casa será plenamente manifestada cuando Jesús vendrá en Su gloria, y lo será únicamente entonces. Pero nosotros debemos, por lo menos, desear que haya en ella, en tanto que posible sea, por la energía del Espíritu Santo, una correspondencia entre su carácter actual y su futura condición.
Cuando Israel volvió de la cautividad, después de que fue pronunciado Lo-ammi sobre él, de que la gloria se hubo alejado de la Casa y de que la pública manifestación de la presencia de Dios en medio de él se hubo retirado, Nehemías y Esdras no por ello procuraban obrar menos según los pensamientos de Dios. Nuestra posición actual es la misma que la suya. Y tenemos nosotros algo que no tenían ellos. Nosotros fuimos siempre un remanente. Datamos del final. Y he aquí lo que es por nosotros: “Donde están dos ó tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mateo 18:20). De suerte que luego mismo que todo el sistema es reducido a la nada, podré atenerme a ciertos principios invariables y bendecidos, de donde deriva todo.
Es a la reunión de los “dos ó tres” que Cristo ha concedido no solamente Su nombre, sino también Su disciplina, el poder de atar y desatar. Todo dimana de eso. ¡Cuál incomparable consolación! El grande principio de la unidad permanece verdadero, aun en medio de la ruina.

La disciplina y la unidad de la asamblea: Parte 2

Dos principios, que será útil consignar, parecen estar obrando en el día de hoy. Vivimos en un tiempo en el cual todo se discute y en el que se esparcen principios de toda especie. Si se presentan de aquellos que son de naturaleza propia para arruinar la misma posición de los santos, como testimonio consciente e inteligente en medio de la Cristiandad, no será sin utilidad llamar la atención sobre ellos.
Estos dos principios son:
1.- Se niega que una asamblea cristiana esté obligada a mantener la pureza para ser reconocida como tal, o mejor dicho, se niega que ella sea manchada si admite el mal en su seno.
2.- Se niega la unidad del cuerpo por lo que toca a la Iglesia sobre la tierra.
Habiendo oído afirmar tan a menudo, sea respecto de las costumbres, sea respecto de la doctrina, que una asamblea de cristianos no puede ser manchada por el mal que contenga en su seno, y que ella debe dejar al Señor el cuidado de poner la mano sobre él y el de quitarlo, debo deducir de ello que este principio es generalmente admitido. Lo que hasta el presente no había sido alegado más que bajo forma de argumentos individuales relativamente al segundo principio arriba mencionado, se halla ahora defendido por un tratado que me ha sido espontáneamente enviado (para mi edificación, supongo), y que voy a examinar. Ignoro quien sea el autor de él, y discutiré brevemente los principios, por ser éste un asunto digno de atención.
Otro tratado me ha llegado también sobre el primer asunto; creo conocer a su autor, pero aquí me limitaré a discutir sus principios. Estas son las dos cuestiones:
1.- ¿Puede un cuerpo de cristianos ser manchado por tolerar el mal en hecho de costumbres o en hecho de doctrina?
2.- ¿Existe la unidad de la Iglesia de Dios en la tierra?
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Se ha sostenido públicamente que si la fornicación era tolerada en un cuerpo de cristianos, no sería esto un motivo para separarse de él. Otros han respondido ya a esto. En verdad la mejor respuesta es la de presentarla de nuevo a la luz. Decir que los cristianos deben de apartarse del mundo, que deben desligarse del gran cuerpo de la iglesia profesante por causa de la corrupción eclesiástica; afirmar seguidamente que la comunidad a la que uno pertenece no es manchada por una inmoralidad positiva, y que los santos están igualmente obligados a reconocer una semejante reunión; es esta una proposición tan monstruosa, una tan singular preferencia concedida a las miras eclesiásticas sobre la inalterable moralidad de Dios según el evangelio, que hay motivo de asombrarse al ver que hay cristianos que pueden caer en un parecido estado de tinieblas morales. Es éste un testimonio solemne de los estragos producidos por los falsos principios. Naturalmente nosotros no tenemos nada que hacer con estas personas o con su reunión, sobre lo que exige la caridad de Cristo. Nos ocupamos de los principios: veamos ahora donde éstos nos llevarían.
No será permitido a los que formen parte de una semejante reunión cristiana de romper con ella. Estarían obligados a aceptar la compañía del pecado, obligados a aceptar la desobediencia a esta regla del Apóstol: “quitad pues á ese malo de entre vosotros” (1 Corintios 5:13). Precisará que permanezcan en constante comunión con el mal, y que afirmen constantemente, en el acto más solemne del cristianismo, la comunión entre la luz y las tinieblas. Aun no es esto todo. En esta suerte de reuniones o congregaciones, la asamblea de un lugar recibe, como lo hacían las iglesias de que habla la Escritura, es decir, los que se hallan en comunión en otra, y, cuando se obra regularmente, por cartas de recomendación. Suponed que el fornicario, o algún otro de los que han sostenido su derecho de permanecer en la asamblea (otro modo de tolerar el mal) sea recomendado, o venga de la asamblea en cuestión, como hallándose en comunión. Si se le recibe de propósito deliberado, precisa, naturalmente, que se le dé, en tanto que sea posible, el mismo derecho que en su congregación. Esta persona es, pues, recibida en cualquiera otra parte, y de esta manera la maldad premeditada de la mayoría de la congregación de que forma parte, o de toda la reunión, si se quiere, obliga a cada asamblea cristiana (si la Iglesia de Dios estuviese en orden, diríamos cada asamblea de Dios en el mundo) a dar su aprobación, su visto bueno a la comunión con el pecado y el mal, a declarar que el pecado puede ser admitido libremente a la mesa del Señor, y que Cristo y Belial concuerdan perfectamente. En caso contrario, no queda otro recurso que el de romper con esa reunión o iglesia. Esto sentado: si las asambleas deben obrar de esta suerte, los individuos de la reunión manchada, que tengan alguna conciencia, deben de hacerlo también.
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La iglesia nacional vale incomparablemente más que esto; porque no tiene pretensión a la disciplina; cada uno es piadoso por su propia cuenta y responsabilidad, mientras que aquí, uno sanciona en principio el pecado y la comunión con el pecado a la mesa del Señor. Se admite bien que no debe ser tolerado, pero se declara, por otro lado, que si es tolerado, de propósito deliberado, cada uno debe someterse a ella: la reunión no está manchada, y pecadores desobedientes tienen derecho de forzar toda la Iglesia de Dios a aceptar el pecado, si no en principio, a lo menos en la práctica, y a renegar así sus principios. Es la Iglesia de Dios afirmando como tal, en virtud de su privilegio y de su título especial, los derechos del pecado contra Cristo. En hechos de principios, no podría concebir nada peor. Y no son estas simplemente las costumbres de una clase particular de cristianos, que conducen a ello. El orden bíblico de la Iglesia de Dios, tal cual está presentado en las Escrituras, implicaría la sanción del pecado, de ser verdadera la teoría que se pretende.
Nadie puede negar que los santos pasaban de una asamblea a otra, y que si se pertenecía a una, se era recibido en las otras. Esto no es una organización de iglesias, tales como el presbiterianismo o el episcopalismo (solo las nombro para darme a comprender), mas esto es un pleno reconocimiento de las iglesias como expresión de la unidad del cuerpo de Cristo. Vemos a los santos partiendo de una asamblea, ser recibidos como tales en otra, y esto en virtud de cartas de recomendación. Cada asamblea siendo reconocida como representando, en la localidad, el cuerpo de Cristo, los que de él formaban parte debían de ser recibidos como miembros de este cuerpo por las otras asambleas. Cada asamblea local era responsable de mantener el orden en su seno y la piedad que conviene a la asamblea de Dios, y se debía contar con ella para esto. No es negar la competencia de la asamblea local, sino reconocerla, el recibir una persona por el hecho de formar parte de ella. Si no la recibo, niego en ello que esta asamblea sea un testimonio conveniente de la unidad del cuerpo de Cristo.
Luego, es precisamente esta verdad que el Espíritu de Dios afirma con respecto a la asamblea local de Corinto: muy lejos de negar la unidad en un solo cuerpo de todos los santos que están en la tierra, reconoce la asamblea local como representando el cuerpo, en su medida. “Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros en parte” (1 Corintios 12:27). Por consiguiente, si reconozco que la asamblea local de Corinto, o de cualquier otro lugar, ocupa esta posición, debo recibir, como miembro del cuerpo de Cristo, cualquiera que forme parte de él, y no admitiré que uno pueda ser miembro de otra casa, lo cual la Escritura tampoco admite. Así, cuando el Apóstol dice: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros en parte” (1 Corintios 12:27), y “porque un pan, es que muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel un pan” (1 Corintios 10:17), yo estoy en el deber de reconocer a la asamblea como representando el cuerpo, y a los que participan de este solo pan como miembros del cuerpo. Si no lo hago, caigo en el principio de una asociación voluntaria, que se da ella misma sus reglas y hace lo que ella quiere.
¿Debo, pues, tener como representando la unidad del cuerpo y obrando por el Espíritu con autoridad del Señor, a una asamblea que sanciona el pecado y declara que ella no es manchada por él? Por otra parte, suponed que una asamblea, la de Corinto, por ejemplo, haya separado al malo, y que otra asamblea lo reciba, esta última niega, por esto mismo, que la primera haya obrado con el carácter de una asamblea de Dios, representando el cuerpo de Cristo: ella niega la acción del Espíritu Santo en la asamblea, o que lo que ha sido ligado en la tierra haya sido ligado en el cielo.
Es un puro sofisma el suponer que, porque uno no reconoce los sistemas de iglesias organizadas en un cuerpo, tampoco reconoce la responsabilidad de cada asamblea en vez del Señor, o su capacidad para obrar por el Espíritu Santo en los asuntos de la Iglesia de Dios. Si una persona separada en Corinto fuese admitida a la comunión en Éfeso, o bien la asamblea de Éfeso negaría, por tal acto, la acción del Espíritu Santo en Corinto, o bien rechazaría la acción y negaría la autoridad del Espíritu Santo y de Cristo; es decir, que las asambleas eran reconocidas para que cada una de por sí obrase bajo la dependencia del Señor y por el Espíritu Santo. Sin duda, ellas podían equivocarse; la de Corinto hubiera faltado a no intervenir el Espíritu Santo por medio del Apóstol; mas hablo del principio bíblico y de lo que debemos esperar en una asamblea. La asamblea es reconocida como tal porque obra por el Espíritu Santo bajo la Autoridad del Señor.
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Aclarado este punto (y en la primera epístola a los Corintios, me parece no queda sombra de duda sobre este particular), paso, pues, a otro asunto: la responsabilidad que resulta para los cristianos que componen la asamblea. Se hallan estos en el deber de obrar para Cristo por el Espíritu Santo. “Quitad pues á ese malo de entre vosotros” (1 Corintios 5:13). Es a la asamblea que Pablo encarga esto. Igualmente en los casos de agravio inferido a alguno, es delante de la asamblea que el hecho es llevado finalmente, y es con relación a ella que se habla de “dentro” y de “fuera” (1 Corintios 5:12-13). En otros términos, hallo que el cuerpo es responsable lo mismo que competente. El Señor que conocía toda la historia futura de Su Iglesia, ha transmitido esto, en Su gracia, a una reunión de dos o tres congregados en Su nombre, cuando hablaba del ejercicio de la disciplina y del oír favorablemente las oraciones. Cuando dos o tres están reunidos en Su nombre, Él está allí en medio de ellos.
De esta manera, admitiendo plenamente que son todos los santos de una localidad que constituyen la asamblea de aquella, si no quieren unirse, la responsabilidad se encuentra, lo mismo que la presencia del Señor, con los que la forman. Los actos de ellos tienen Su autoridad, si realmente son ejecutados en Su nombre: quiero decir, que otra asamblea debe de reconocer esta asamblea y sus actos, o negar su conexión con el Señor. No quiero decir que si la asamblea se ha equivocado en algún caso particular, no se la pueda reprender, invitándola a volver sobre su decisión; pero, en el curso regular de las cosas, una asamblea admite la acción de la otra, conforme a la promesa de la presencia del Señor, porque ella reconoce en la otra la acción del Señor, la acción de su propio Señor en ella, y la asamblea del Señor. Esta no es, de ningún modo, una iglesia voluntaria; es una asamblea de Dios según la Escritura. Si la iglesia o asamblea no se halla reunida sobre esta base, y no reconoce la unidad del cuerpo, el poder y la presencia del Espíritu Santo y la presencia de Jesús, en tanto que reunida en Su nombre solamente, no reconozco esta asamblea, aun cuando pueda reconocer a los santos que la componen. En el caso opuesto me hallo en el deber de reconocerla.
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Pero vemos, además, que la asamblea de Corinto no quitaba el malo, y que el Apóstol se halla bien decidido a poner orden en ella. Lo mismo que, mientras permaneciera en aquel estado, no iría allí sino para obrar con severidad y rigor. Lo que él dice en la segunda epístola hace ver que les considera envueltos en el mal por el hecho de tolerarlo. “En todo os habéis mostrado limpios en el negocio” (2 Corintios 7:11). Él les acusaba de pecado y de levadura; no simplemente de un pecador, sino de pecado entre ellos. Tan ignorantes eran de la disciplina, que no se habían afligido de manera a lograr que Dios quitase de entre ellos al que había cometido aquella acción, y les ordena de quitar la vieja levadura (no simplemente de separar la persona, lo cual constituía bien la dirección práctica que él les daba), a fin de que ellos fuesen nueva masa, como eran sin levadura. Por su aquiescencia al pecado, estaban implicados en él. Eran considerados como estando en Cristo, y su verdadera posición como una posición sin levadura; mas debían quitar la vieja levadura a fin de ser una nueva masa, para que su condición presente estuviese en harmonía con su posición en Cristo. De lo contrario, ni ellos, ni la asamblea eran nueva masa.
De aquí viene que, en la segunda epístola, después que la primera hubo producido su efecto, el Apóstol declara que “en todo os habéis mostrado limpios en el negocio” (2 Corintios 7:11); pero si toleraban el mal, no eran limpios. La asamblea no era una nueva masa, y sus miembros no eran limpios, si aceptaban entre ellos el principio de la tolerancia del mal. Hacer servir el privilegio de nuestra posición a la sanción del pecado en la asamblea, diciendo que no podría ser manchada, es una de las más funestas, de las más perniciosas doctrinas. Pretender que los que forman parte de la asamblea, no siendo personalmente culpables del pecado cometido, están limpios aún que participen en ella tolerándolo, es un principio radicalmente malo y formalmente contrario a la Escritura.
Aún hay más: Una asamblea que haya admitido un semejante principio ha perdido el derecho de que se la reconozca el carácter, del cual he hablado más arriba. Un punto que ya hemos examinado es el de que toda asamblea particular, congregada verdaderamente en el nombre del Señor, representa el cuerpo de Cristo, y se debe contar con la presencia de Cristo en medio de ella. Pero no osaría reconocer como representando el cuerpo de Cristo, o reunida en Su nombre, a una asamblea que admita el pecado o lo tolere, teniendo por principio que éste no la mancha. Es esto hacer participar a Cristo del pecado; esto es, hacerle “ministro de pecado” (Gálatas 2:17). ¡Dios nos libre de tal cosa! El cuerpo de Cristo (y por nuestra participación a “un pan” (1 Corintios 10:17) declaramos que somos un solo cuerpo,) es un cuerpo santo: no puedo decir que soy un solo cuerpo con los pecadores. Que un pecador o un hipócrita haya podido deslizarse en la asamblea, todos lo admitimos; mas no toleraré el pecador. Pero si un cuerpo admite los pecadores, o tolera la presencia de ellos, cesa completamente de poseer el carácter de cuerpo de Cristo; si no fuese así, el cuerpo de Cristo sería compatible con el pecado conocido; es decir, que el Espíritu Santo y Cristo, admitido este supuesto, hallándose presentes, admitirían y tolerarían el pecado.
Esta doctrina, que la asamblea no se mancha por la existencia en su seno de un pecado conocido, es una denegación positiva de la presencia del Espíritu Santo que une en un solo cuerpo los que están reunidos, y de la autoridad de un Señor presente. ¿Aceptaría el Señor el pecado en los miembros de Su cuerpo? Si Él no lo acepta, los que lo hacen obran como una reunión voluntaria, según sus propias reglas, y no admiten el poder del Espíritu Santo que anima a la asamblea, pues sería una blasfemia el decir que Él admite el pecado en los que le pertenecen. Una asamblea que tiene esta doctrina no es en ninguna manera una asamblea de Dios. Puede haber abandono en ella; debe de ser reprendida en caso tal; pero cualquiera que, en principio, reconozca la existencia del pecado en la asamblea, y niega que ella sea manchada por él, niega también su unidad y la presencia del Señor. En otros términos, esta no sería por ningún concepto una asamblea congregada en el nombre del Señor. Lo que yo estimo esencial en este asunto, es la presencia del Señor según Su promesa, y la obra del Espíritu de Dios. Si esto es así, y si reconozco el Señor, debo reconocer a la asamblea y sus actos: si ella acepta un principio contrario a la presencia del Señor y a la acción del Espíritu Santo, no me atreveré a reconocerla como siendo de Él.
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La otra cuestión que he señalado al empezar es si existe una unidad del cuerpo de Cristo en la tierra.
Respecto a esto, ya he hecho notar la responsabilidad que cabe a cada asamblea local de ejercer una disciplina fiel y de mantener la unidad, como representando de una manera local todo el cuerpo, porque el Espíritu y el Señor se hallan allí; de tal modo que ella obra en virtud de una autoridad que, si es una asamblea verdadera, obliga a todas las demás asambleas (exceptuando la parte a distinguir de la flaqueza humana). La cuestión es si hay un solo cuerpo en la tierra.
La misión de los apóstoles no contiene una palabra respecto de la iglesia o de las iglesias, de una comunidad o de comunidades. La misión o misiones que les encarga el Salvador resucitado no tiene nada que ver con esto. Se trata de predicar el Evangelio a toda criatura, para salvación o para condenación, o bien de predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados en todas las naciones, o bien todavía, de hacer discípulos a todas ellas.
Se habla de una iglesia; pero es el Señor quien la edifica, o el que añade a ella los creyentes; esto nunca se dice de las iglesias. Igualmente, cuando se habla de la obra de los apóstoles a este punto de vista, es de una manera general; es cuestión de toda la asamblea de Dios, y no de asambleas particulares, aunque sepamos las había, y que, en un sentido práctico, ellas representaban en su esfera propia, la asamblea entera. Pero la negación de una Asamblea como un todo sobre la tierra, constituye un grande y pernicioso error.
La Escritura jamás enseña nada parecido; se era añadido a la Iglesia, y nada existe en la Escritura que sugiera, en lo más mínimo que sea, la idea de que uno se juntaba a una iglesia local. Nadie osaría exigir que se probase una negación, en cambio veremos que la Escritura habla de ello muy distintamente. Los discípulos eran unidos al Señor y formaban de este modo parte de la Asamblea, o Iglesia.
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Tomemos la Escritura y veamos como ella se expresa sobre este asunto. El primer pasaje en donde se menciona la Iglesia se halla en Mateo 16:18: “Sobre esta piedra [roca] edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno [el Hades] no prevalecerán contra ella”. Según esto, edificar la Asamblea no es lo mismo que formar una unión mística de individuos con la cabeza en el cielo. Esto supone un sistema establecido en la tierra, un edificio: la Asamblea. El fin de la declaración del Señor es de ello la prueba más evidente. Se dice que esto es una promesa de que las puertas del infierno —el Hades— no prevalecerán contra la unión mística con Cristo en el cielo y que no se trata de las condiciones de una Iglesia sobre la tierra. Esta interpretación se refuta a sí misma. Las puertas del infierno no tienen nada que ver con la unión mística individual con Cristo en el cielo. En Mateo 18, como lo hemos visto ya, bastan dos o tres, congregados en el nombre de Cristo, para administrar la disciplina con autoridad.
Tomemos los Hechos. En ellos hallamos el cómo fue formada la Asamblea: allí no había aun diferencia entre la Asamblea y las asambleas. El Señor había dicho que Él edificaría Su Iglesia, y lo hacía. No hay ninguna huella de la idea de que fuese un deber para el hombre el juntarse a una comunidad de discípulos. Un judío, o un pagano (lo que tuvo lugar por primera vez en el llamamiento de Cornelio), era convertido para tener parte a las promesas y a la vocación de Dios. Él era introducido (no planteo aquí cuestión alguna particular sobre este asunto) por el bautismo ciertamente, no en una asamblea particular, sino en LA IGLESIA; era públicamente admitido por los cristianos. Notad ahora, como se habla de la obra misma: “Y el Señor añadía cada día á la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47). El Señor añadía. Esta era Su obra, y Él añadía a la Asamblea. Es esto lo que hacía del remanente reservado según la elección por gracia. No restauraba a Israel; los juntaba a la Asamblea. La nación se hallaba a punto de ser desechada. Ellos se hallaban colocados sobre la tierra en esta nueva posición; además es evidente que la Asamblea estaba sobre la tierra. Esto se realizaba con arreglo a esta palabra: “Jesús había de morir ... para que juntase en uno los hijos de Dios que estaban derramados” (Juan 11:51-52). Luego, si se trataba solamente de una unidad mística, no tenían necesidad, si eran creyentes, de ser unidos en uno. Ellos no podían ser dispersos, su unidad era permanente e invariable. Con todo Jesús se dio Él mismo para juntarles en uno. El hecho que el bautismo es el medio por el cual eran admitidos públicamente, hace imposible la idea que debieran unirse a una iglesia. La Iglesia había dado públicamente su sanción sobre ellos; les había recibido; tenían un puesto en ella y debían de tomar posesión de él donde quiera que fuesen, en la Asamblea de Dios.
Examinemos ahora de qué modo la Iglesia obraba con ellos una vez que habían ocupado su puesto en ella: la primera epístola a los Corintios nos traerá sobre este punto una luz divina.
Aquí, es de importancia notar (puesto que es cuestión en esta epístola de una asamblea local, representando prácticamente, bajo ciertos puntos de vista toda la Asamblea de Dios), que la primera epístola a los Corintios es dirigida a todos los creyentes de todo lugar —a todos los que en cualquiera lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo—. La epístola tiene un carácter eclesiástico, pero escribiéndole, el Apóstol tiene cuidado de asociar todos los cristianos a los de Corinto. De ahí que, si alguno era quitado como malo por la asamblea de Corinto, estaba “fuera”; es decir, fuera de toda la Iglesia de Dios; no vitalmente fuera del cuerpo de Cristo, sino fuera de la Asamblea, separado de ella.
Imposible es leer la epístola entera sin ver que lo que fue dicho por el Apóstol, y hecho por la asamblea de Corinto, no fuese un acto valedero para todo el cuerpo de los santos sobre la tierra, y que estos no sean todos considerados como envueltos en este acto, siendo, además, expresamente mencionados en la epístola. Pretender que el individuo separado se hallaba únicamente fuera de la asamblea particular, o local, es una interpretación de carácter tan monstruoso como pernicioso. En vano es que uno explique las palabras del Apóstol: “¿No juzgáis vosotros á los que están dentro? Porque á los que están fuera, Dios juzgará” (1 Corintios 5:12-13) como si no quisiese hablar más que de un cuerpo particular. Evidente es “dentro” o “fuera” en la tierra; no habla, en modo alguno, de una asamblea particular: la diferencia es entre cristianos y hombres del mundo. Las expresiones “dentro” y “fuera” se refieren y aplican, pues, a toda la Iglesia de Cristo sobre la tierra. Se trata de los fornicarios de este mundo, o de alguno que se llama hermano. A Corinto para ser de la asamblea, precisaba serlo de la asamblea local, a menos de hallarse en estado de cisma; mas si uno se llamaba “hermano”, o formaba parte de la asamblea, no por haberse uno asociado a ese cuerpo particular, sino porque era cristiano no excluido por una justa disciplina.
Paso ahora a 1 Corintios 12, el cual hará tan claro el asunto como posible sea; pues, enseñándonos que una asamblea local (considerada en su unión con todos los cristianos, en todo lugar, sobre la tierra), representa prácticamente todos los santos y obra por ellos con la autoridad del Señor si está congregada en Su nombre, ese capítulo nos hace ver que el Apóstol tiene en mente LA IGLESIA y no una asamblea. “Mas todas estas cosas obra uno y el mismo Espíritu, repartiendo particularmente á cada uno como quiere. Porque de la manera que el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, empero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un cuerpo, así también Cristo. Porque por un Espíritu somos todos bautizados en un cuerpo, ora Judíos ó Griegos, ora siervos ó libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:11-13). El capítulo trata de los dones espirituales y la figura del cuerpo no está empleada en vista de nuestra unión personal con Cristo, por más esencial que sea esta doctrina, sino en vista del Espíritu Santo bajado del cielo. La Iglesia universal no es por consiguiente considerada como hallándose en el cielo, con su cabeza, sino como estando sobre la tierra con sus miembros; todos han sido bautizados por este Espíritu, para ser un solo cuerpo. Los miembros son los dones. Todos son miembros y el Espíritu Santo distribuye a cada uno como Él quiere.
¿En dónde se ejercen estos dones, y a quiénes ellos pertenecen? Ellos operan en la tierra, es esto muy evidente; no hay evangelización en el cielo, ni tampoco curaciones de enfermos. Luego, no pertenecen a una asamblea particular, sino a la Asamblea. “Y á unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero doctores; luego facultades; luego dones de sanidades ... ” (1 Corintios 12:28). Nada puede ser más claro, ni más positivo que esto: estos dones obran en la tierra; ellos están colocados en la Asamblea; ellos no eran ni siquiera todos ejercidos en una asamblea, porque sucedía que había apóstoles que predicaban al mundo. Los milagros y las curaciones podían tener lugar en el mundo, pero eran miembros del cuerpo que obraban; mas estaban puestos en la Asamblea. Este capítulo nos hace ver de la manera más clara que, entretanto que la Escritura reconoce positivamente asambleas locales, de las que hemos ya considerado las responsabilidades y los actos, el Espíritu Santo está considerado como formando una Asamblea sobre la tierra, y obrando únicamente sobre la tierra —con exclusión de lo que hará en el cielo— como resulta evidentemente del ejercicio de los dones y de su natura. Si Apolos enseñaba en Éfeso, enseñaba también cuando iba a Corinto. Él era un cristiano, y por esto mismo pertenecía necesariamente a la asamblea de los cristianos de Corinto, porque ella era la asamblea de los cristianos que se hallaban allí. Esto no dificulta la disciplina, mas la hace valedera para toda la Asamblea de Dios.
Hallo la misma verdad en la epístola a los Efesios, más especialmente destinada a instruir los cristianos de los privilegios los más elevados que pertenecen a los santos individualmente, o a la Iglesia. “Vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios en Espíritu” (Efesios 2:22): es decir, que judíos y gentiles eran reconciliados en un solo cuerpo a Dios por la cruz. Este cuerpo crecía hasta su plena estatura, mas había sobre la tierra una habitación de Dios por el Espíritu Santo. Aquí el punto capital es la unidad: un solo cuerpo, un solo Espíritu, una sola esperanza. ¿Pero, en dónde esto se halla? Sobre la tierra. Los dones son dados a cada uno según la medida del don de Cristo. Después de subir a lo alto, Cristo ha dado dones a los hombres: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, hasta que todos lleguemos, etc.
El estado celestial y futuro se halla, pues, todavía excluido. No obstante debemos guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, hay un Cuerpo y un Espíritu. La Cabeza, habiendo subido arriba, ha dado dones, mas no a una iglesia particular. Los Apóstoles y los evangelistas ejercían sus ministerios en el mundo, los primeros en parte, y los últimos exclusivamente, y los apóstoles evidentemente no pertenecían como tales a ninguna asamblea particular. La idea que uno es miembro de una asamblea es enteramente desconocida en la Escritura. Esta palabra, “miembro” es una figura que hace alusión al cuerpo humano. Somos comparados a un cuerpo, pero este cuerpo es el cuerpo de Cristo; una asamblea no es su cuerpo, aun cuando pueda ser la representación local de él. Se dice: “La iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que hinche todas las cosas en todos” (Efesios 1:22-23).
Por cierto, soy el último en negar la existencia de la confusión que había sido predicha. Esta confusión hace sentir doblemente la consolación de la promesa: “Donde están dos ó tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mateo 18:20). Pero todas las veces que la unidad del cuerpo sobre la tierra no es reconocida, es cuestión únicamente de una simple asociación voluntaria, que se rige a sí misma. Estos no pueden tomar las Escrituras por su guía; han empezado por negarlas en el mismo punto que fundan su propia posición. “Vosotros labranza de Dios sois, edificio de Dios sois” (1 Corintios 3:9). ¡Ay! madera, hojarasca, heno han sido edificados sobre el fundamento; se han deslizado hombres perversos, y han entrado lobos; las ordenanzas y el legalismo han corrompido la Cristiandad; mas todo esto no altera en lo más mínimo la verdad de Dios. Dios lo ha previsto todo y ha proveído en Su Palabra, a la conducta a seguir de la obediencia, y de la gracia que le es precisa. Cuando negamos una verdad bíblica, puede que seamos cristianos sinceros y que obremos así por prejuicio y por ignorancia, pero nos privamos de la bendición y del carácter de santificación inherente a la verdad. De igual manera, cuando la unidad de la Asamblea sobre la tierra es negada, las bendiciones que dependen de ella son perdidas, en lo que se refiere a nuestro bien personal. Estos beneficios no son otra cosa que la acción del Espíritu Santo sobre la tierra, uniéndonos a Cristo como miembros Suyos, y obrando como quiere en los miembros aquí abajo. Negar que la asamblea sea manchada cuando tolera el mal en su seno, negar la unidad del cuerpo en la tierra por la presencia del Espíritu Santo, es destruir toda la responsabilidad de la asamblea, y toda la bendición del Espíritu; y es, en todos los puntos indicados, anular la Palabra de Dios.

El deber, y no el poder: El uso de la disciplina en las asambleas cristianas

Bajo pretexto que la disciplina exige el poder apostólico para ser puesta en ejecución, el enemigo, siempre a las acechanzas para desviar los santos de Dios de su integridad respecto de la verdad y de la práctica, ha hecho un esfuerzo para hacer abandonar la disciplina en las asambleas de los cristianos. Todo lo que ésta requiere es la obediencia a un precepto apostólico. Muchos pueden haberla confundido con el acto de “entregar á Satanás” (1 Corintios 5:5), que supone poder. Mas un examen del pasaje donde las dos cosas son mencionadas no deja ningún lugar a duda sobre la diferencia que existe entre ellas, y que, si una exige el poder, la otra implica un deber. En el caso de entregar a Satanás, dice el Apóstol: “Ya como presente he juzgado al que esto así ha cometido ... juntados vosotros y mi espíritu ... el tal sea entregado á Satanás para muerte de la carne, porque el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (1 Corintios 5:3-5). Era éste el acto del Apóstol, aunque realizado cuando estaban reunidos, con el poder del Señor Jesús presente en medio de ellos. Este acto consistía en entregar a Satanás la persona culpable, en imponerle algún castigo penoso para el cuerpo (como en el caso de Job) para el bien de su alma; y, a este fin, Pablo había juzgado de entregar un tal hombre en las manos de Satán. No se dice que los corintios le hayan separado. El hecho tiene lugar en una solemne asamblea, pero éste fue únicamente el acto de Pablo. Esto habría podido hacerse sin ninguna especie de intervención de la asamblea, y sin que ésta hubiese tenido que decir nada de ello; solamente el Apóstol deseaba que se hallasen solemnemente presentes cuando pronuncia este juicio. Pero la acción, el poder de entregar, era exclusivo de él; aquí no se habla de exclusión. En otro caso, Pablo había obrado del mismo modo de su propia autoridad y con su propio poder que tenía (no precisa decirlo que este poder era del Señor): “De los cuales son Himeneo y Alejandro, los cuales entregué á Satanás, para que aprendan á no blasfemar” (1 Timoteo 1:20). Aquí no es cuestión de la actuación de la iglesia. Pablo los entregó.
En 1 Corintios 5:7, les dice lo que tienen que hacer, y toda asamblea cristiana obediente había de seguir sus instrucciones, y esto como siendo “mandamientos del Señor” (1 Corintios 14:37). En 1 Corintios 5:9, establece las reglas cuanto al punto en cuestión, lo que concierne a sus deberes como cristianos, reglas según las cuales estaban en el deber de obrar. Les había escrito que no se mezclasen con los fornicarios, pero añade que no se refiere a los de este mundo, porque en tal caso les precisaría salir del mundo; sino que si alguno llamándose hermano fuese tal, no debían ni tan siquiera comer con él. ¿Qué tiene que ver esto con el poder? Esto es una regla clara, que tiene el peso de un mandato del Señor; viniendo a ser así un deber para los que tienen oído para oír. ¿Por qué juzgar a los de fuera? Estos, una vez fuera, se hallan en las manos de Dios. Mas ellos estaban obligados de juzgar a los que están dentro, luego, así la orden es clara y positiva: “quitad pues á ese malo de entre vosotros” (1 Corintios 5:13). No es esto, “Ya he juzgado”, ni, “sea entregado a Satanás”, o, “los cuales entregué a Satanás”. Nada hay que indique que otro que él deba y pueda hacerlo, mas aquí tenemos un orden positivo del Apóstol respecto de lo que se debe hacer; no para entregar el culpable a alguna cosa o a alguien, sino de librarse ellos mismos del mal, que de ser tolerado, les privaría absolutamente de ser una nueva masa. Ellos debían quitar de entre sí mismos aquel malo. Nada más sencillo; éste es un deber evidente, que nace de un mandato también expreso. El hombre se hallaba entre ellos, y ellos debían quitarlo, sin que se diga de entregarle en parte alguna. Ellos debían de quitar la vieja levadura, a fin de poder ser una nueva masa. Si rehusaban obedecer a este precepto no lo serían y no eran una nueva masa en conformidad a su vocación divina; y obedeciendo con tanto celo, mostraron que eran puros en este asunto.
El apóstol les había escrito, a fin de asegurarse de si eran obedientes en todo. Si no hubiesen quitado al malo, no hubieran sido obedientes; y ahora que el culpable estaba humillado, tenían que perdonarle. Habían infligido el castigo, y ahora debían de perdonar y ratificar el amor para con él (2 Corintios 2:9; 7:11). Es la dirección positiva del Apóstol, y también el mandamiento del Señor (1 Corintios 14:37) que nos ordena quitar de entre nosotros el malo, si somos una asamblea cristiana. Si no lo hacemos, no somos una nueva masa; y eludimos un deber, bajo el falso pretexto que el poder apostólico es requerido para ello; mientras que lo que se exige es la simple obediencia a la regla apostólica.

Mantener la disciplina bíblica no es de ningún modo pretender a la infalibilidad

Se ha acusado a los hermanos con frecuencia de pretender a la infalibilidad, porque creen que una decisión tomada por una asamblea, congregada en el nombre del Señor, es obligatoria para toda la Iglesia de Dios. Esta acusación se apoya sobre el miserable sofisma que confunde la autoridad con la infalibilidad.
En cien ocasiones, en que no es cuestión de infalibilidad, la obediencia puede ser obligatoria. Fácilmente se comprenderá que, si no fuese así, no podría existir ningún orden constituido. No hay infalibilidad en el mundo, pero en cambio, mucha propia voluntad; y si no debiera haber obediencia (aquiescencia a lo que ha sido decidido) más que en el caso de infalibilidad, la propia voluntad, el parecer de cada uno, tendrían libre curso y no existiría ningún orden posible.
En lo que toca a la disciplina, no es cuestión de infalibilidad, sino de competencia. Un padre no es infalible, pero posee una autoridad dada de Dios, que uno tiene el deber de reconocerla. Un magistrado, un juez de paz, no son infalibles, mas tienen una autoridad competente para los casos sometidos a su jurisdicción. Puede haber garantías contra los abusos de autoridad, y hasta, en ciertas ocasiones, una negativa de obediencia cuando se trata de una obligación superior: de los derechos de una conciencia dirigida por la Palabra de Dios. Precisa obedecer a Dios antes que a los hombres; pero la Escritura no deja jamás libertad alguna a la voluntad humana, como tal. Somos santificados por la obediencia de Jesucristo. Este principio de la sencilla obediencia que hace la voluntad de Dios, sin resolver cada cuestión abstracta que puede sugerírsele a uno, este camino de paz, muchos espíritus que se precian de muy sabios no lo advierten, porque es el camino de la sabiduría de Dios.
La acusación que nos ocupa se reduce, pues, a un simple y pobre sofisma que revela de un lado el deseo de ser libre, de hacer lo que le viniere en gana; del otro, la confianza que tienen ellos mismos de las personas que estiman su propio juicio superior a todo lo que ya ha sido juzgado.
Existe una autoridad judicial en la Iglesia de Dios, y si ella no existiera, sería la más horrible iniquidad que se pudiese ver en la tierra; porque sería poner la sanción del nombre de Cristo sobre cada iniquidad. Pues éste es, en efecto, el principio sostenido por los que han suscitado las cuestiones que nos ocupan. Pretenden ellos que, si se tolera la iniquidad o la levadura, cualquiera que sea, esta levadura no puede manchar una asamblea. Tales principios han tenido un resultado feliz, pues han sido menospreciados, repelidos cordialmente por todos los cristianos sinceros y por todo aquel que no busca justificar el mal.
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Sin embargo, la autoridad judicial de la Iglesia de Dios no puede ser separada de la obediencia a la Palabra. “¿No juzgáis vosotros á los que están dentro? Porque á los que están fuera, Dios juzgará: quitad pues á ese malo de entre vosotros” (1 Corintios 5:12-13). Si la cosa no tiene lugar, lo repito, la Iglesia de Dios da su sanción a los pecados, los más abominables. Por otra parte, afirmo y mantengo que si la cosa tiene lugar, los otros cristianos están en el deber de respetarla. Contra la acción carnal en materia de disciplina, hallamos un remedio con la presencia del Espíritu de Dios entre los santos y en la autoridad suprema del Señor Jesucristo. Además, se nos propone otro remedio, totalmente antibíblico y malo. Se pretende que existiera competencia en todo hombre, que tuviese la presunción de juzgar a otro por cuenta propia, independientemente de lo que Dios ha instituido. Considerando la cosa bajo su más favorable aspecto (no bajo su verdadero carácter de pretensión individual), volvemos a hallar aquí el bien conocido principio antibíblico que ha circulado desde el tiempo de Cromwell, es decir, el sistema independiente, según el cual un cuerpo de cristianos, formado por una asociación voluntaria, sería independiente de los demás. Este sistema es la negación pura y simple de la Unidad del Cuerpo, lo mismo que de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en él.
Supongamos que somos un cuerpo de francmasones y que una persona haya sido excluida de una de las logias conforme a las reglas de la orden. Supongamos que esta sentencia habiendo sido hallada injusta, y en lugar de recurrir a la logia que ha pronunciado el veredicto, a fin de que revise su juicio, cada una de las otras logias se ponen a recibir o a no recibir la persona en cuestión, en virtud de la independencia de su propia autoridad. Claro está que la unidad del sistema francmasón queda rota. Cada logia es un cuerpo independiente, obrando por sí mismo. En vano se alegaría que la logia en cuestión ha obrado malamente y que no es infalible, no por ello sería menos verdadero, que la autoridad competente de las logias y la unidad del todo han terminado. El sistema queda disuelto. Puede haber recursos contra tales dificultades y es esto un grande beneficio en la ocasión; pero el medio propuesto es una pura pretensión a la superioridad de la parte de la logia opuesta; y es, además, la disolución de la francmasonería.
Esto supuesto, rechazo abiertamente, y de la manera más absoluta, la pretendida competencia que tendría una asamblea de juzgar a otra; pero, lo aún más importante es, que esta pretensión es la negación antibíblica de la estructura de la Iglesia de Dios. Es esto la independencia (un sistema que conozco desde cuarenta años y al cual nunca he querido unirme). En vano será se me objete que no se trata de eso. La palabra “independencia” significa sencillamente que cada congregación juzga por sí misma, independientemente de las demás; no sostengo nada más que esto. No deseo contender con los que quieren juzgar por ellos mismos, prefiriendo el sistema independiente; únicamente hago constar que estoy perfectamente convencido que, bajo todo concepto, este sistema es enteramente antibíblico. La Iglesia, en manera alguna, es un sistema voluntario. Ella no está formada —sino más bien sería deformada— por un cierto número de cuerpos independientes, que cada uno de ellos se moviese por sí mismo.
Nunca se ha soñado aducir, fuesen las que fueran entonces las dificultades, que mientras Antioquía admitía a los gentiles, Jerusalén los rechazase; puesto que todo pudo continuar su buena marcha según el orden de la Iglesia de Dios. No existe huella alguna de una tal independencia, ni de un desorden tal en la Palabra. De hecho, hallamos en ella toda especie de evidencia, toda insistencia doctrinal, sobre el hecho que existe, en la tierra, un solo cuerpo, en cuya Unidad está basada la bendición, y cada cristiano tiene el deber de mantener esta Unidad. La propia voluntad puede desear que sea de otro modo; pero no la gracia, ni la obediencia a la Palabra. Pueden surgir dificultades. No tenemos, esto es cierto, un centro apostólico, como se tenía en Jerusalén, mas nuestro recurso es la acción del Espíritu en la Unidad del Cuerpo —la acción de la gracia que sana, del don que ayuda; y a más, la fidelidad del Señor, quien, en Su gracia, ha prometido no dejarnos nunca, ni desampararnos.
El caso de Jerusalén en Hechos 15 es una prueba de que la Iglesia bíblica nunca ha soñado ni aceptado jamás la acción independiente en la cual se insiste. La acción del Espíritu Santo se ejercía y se ejerce siempre, en la Unidad del Cuerpo. La disciplina dirigida por el Apóstol a Corinto (y que nos comprende como siendo la palabra de Dios) pertenece, cuanto a su alcance, a la Iglesia de Dios toda entera, como lo demuestra el mismo principio de la epístola.
¿Osará alguien pretender que, si el malo debía de ser judicialmente echado fuera en Corinto, cada congregación tenía que juzgar por sí misma si ella debía recibir aquel hombre? El acto judicial no habría servido de nada, ¡o bien no tenía efecto más que en Corinto, y las iglesias de Éfeso, de Céncreas, etc., podían, después de esto, hacer lo que les diera la gana! ¿Qué se haría del acto solemne o de la dirección del Apóstol? ¡Pues bien! Esta autoridad y esta dirección son ahora para nosotros la Palabra de Dios. Sé muy bien que se dirá: ¡Gracias a Dios! mas puede acontecer que la carne actúe y que no siga convenientemente esta Palabra. Esto es posible, en efecto. Hay posibilidad que la carne pueda obrar. Pero estoy seguro de que todo lo que niega la Unidad de la Iglesia, todo lo que se funda sobre una base voluntaria, todo lo que tiende a organizar cuerpos independientes —que todo esto es la disolución de la Iglesia de Dios, una cosa antibíblica, y no otra cosa que la carne—. Antes de ir más lejos, la cosa está juzgada por mí. Existe un recurso; este recurso precioso de las almas humildes es la ayuda plena de gracia del Espíritu de Dios en la Unidad del Cuerpo, y el amor así como los fieles cuidados del Señor. Mas esto no es, en modo alguno, lo que la voluntad pretenciosa constituye sobre una base independiente, menospreciando y negando la Iglesia de Dios.
Todavía repito que es un miserable sofisma, el acusar de pretensión a la infalibilidad, el hecho de ejercer, en un espíritu de gracia y de humildad, una autoridad divinamente instituida. Repito que el sistema por el cual se quiere sustituir esta autoridad tiene por característica el espíritu pretencioso de la independencia, que rechaza completamente la autoridad de la Escritura en lo que ella enseña respecto de la Iglesia, y que, finalmente, exalta al hombre en el lugar de Dios.
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Una segunda cuestión va unida a la que acabamos de tratar. Se pregunta: ¿En dónde se halla, pues, la Asamblea de Dios? Respondo que es evidente que allí donde estén dos o tres congregados, ellos forman una asamblea; y, si están congregados bíblicamente, una asamblea de Dios. Si son la única asamblea en un lugar dado, formarán la asamblea de Dios en aquel lugar. No obstante, en práctica, rehusaría tomar este último título, porque “la asamblea de Dios de una localidad” comprende propiamente a todos los santos de aquel sitio; y que, tomando ese título, las almas podrían correr el riesgo de perder de vista la ruina de la Iglesia y de volver a empezar a querer ser algo. Añado que, en el caso supuesto más arriba, el título no es falso. Mucho más, si existe una asamblea tal y se establece otra, sobre la base de la propia voluntad, independiente de aquella, la primera será la sola que, moralmente, a los ojos de Dios, será su asamblea, y la segunda no podrá ostentar de manera alguna este título, por estar basada en el principio de independencia de la Unidad del Cuerpo.
Rechazo de la manera más formal y sin vacilación alguna, todo el sistema independiente (la sola cosa que, en realidad, se halla en el fondo de toda esta cuestión,) como antibíblico, como un mal positivo y muy evidente. En la actualidad en que ha sido evidenciada la Unidad del Cuerpo, que ella es aceptada como una verdad bíblica, un sistema semejante es simplemente una obra de Satanás. Ignorar la verdad es una cosa, y esto es, en muchas maneras, nuestra porción común. Oponerse a la verdad es otra cosa muy distinta.
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Todavía se pretende que la Iglesia está ahora de tal modo en ruinas, que el orden bíblico (en relación con la Unidad del Cuerpo) no puede ser mantenido. Los que hacen esta objeción deberían abonar como personas honorables, que pretenden un orden antibíblico, o, más bien, el desorden. Pero, en realidad, si lo que afirman fuese cierto, sería imposible se reuniesen para partir el pan, a no ser que lo hiciesen en contradicción flagrante con la palabra de Dios; puesto que la Escritura dice que todos somos “un cuerpo; pues todos participamos de aquel un pan” (1 Corintios 10:17). Nosotros profesamos ser un solo cuerpo, cada vez que partimos el pan. La Escritura no conoce otra cosa, y opone a los razonamientos humanos un conjunto tan unido, potente y perfecto, que todos sus esfuerzos jamás podrán romperlo.