La doctrina de Pablo y otros documentos
Frederick George Patterson
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Prólogo
Los siguientes folletos y opúsculos aquí reimpresos han sido escritos por el Sr. F. G. Patterson. Aunque la información sobre él personalmente parece ser limitada nosotros podemos considerar por sus escritos que él era un hermano bien instruido y bastante activo entre los hermanos en aquellos prometedores años entre 1865 y 1880, antes que las devastadoras escisiones entre los santos reunidos los hubieran dejado humillados y quebrantados. Su ministerio escrito se extiende a lo largo de un período de unos veinte años, 1864-1884.
Es el criterio unánime de los responsables de los escritos aquí reproducidos que este hermano F. G. Patterson tenía una línea especial de ministerio muy valiosa y necesaria para el día actual. Prácticamente todos sus libros y folletos están fuera de circulación, pero se espera que a su debido tiempo, si el Señor lo permite, la mayoría de ellos, si no todos, vuelvan a estar disponibles.
La insistencia de F. G. Patterson acerca de la obligación que tiene la iglesia de mantener en la práctica la verdad bíblica de “Hay un solo cuerpo” (Efesios 4:4 – RVA), es muy oportuna en la actualidad. “Procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu” (Efesios 4:3 – RVA) es la exhortación a los Efesios, y que la iglesia de Dios ignore deliberadamente su responsabilidad de oír y obedecer este claro llamamiento es el tipo más flagrante de indiferencia laodicense. Nosotros sentimos claramente que si estos artículos tan hábilmente escritos por F. G. Patterson estaban de acuerdo con el pensamiento del Espíritu en los años setenta y ochenta del siglo 19, ellos son igualmente verdaderos hoy. Los principios de Dios de la verdad y la práctica no varían con las condiciones cambiantes en la gran casa de la cristiandad. No solamente estar en la doctrina sino en la práctica de la verdad de Efesios capítulo cuatro es el gran privilegio de la fe en el momento actual. Si ello conduce a un camino angosto y a un testimonio rechazado no retrocedamos porque “Fiel es el que prometió”; “Él no puede negarse a sí mismo” (Hebreos 10:23; 2 Timoteo 2:13). Que Dios, mediante el Espíritu, bendiga abundantemente el siguiente ministerio competente a Sus queridos santos hoy.
C. H. Brown, septiembre de 1944.
[Nota del Traductor:] Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (“”) y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RV60) excepto en los lugares en que además de las comillas dobles (“”) se indican otras versiones mediante las siguientes abreviaciones:
JND = Una traducción del Antiguo Testamento (1890) y del Nuevo Testamento (1884) por John Nelson Darby, versículos traducidos del Inglés al Español por: B.R.C.O.
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso.
RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano).
VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas—1166 PERROY, Suiza).
Traducido del inglés por: B.R.C.O., 2024
El cuerpo de Cristo
Desde hace algunos años existe un hecho que es corriente entre cristianos juiciosos y consiste en que ellos afirman que de todos los Apóstoles el único que habla de la “Iglesia de Dios” es el Apóstol Pablo. Juan, en su tercera Epístola, habla de una Asamblea, o iglesia local como se lee en la Biblia Reina-Valera 1960 en español, (véase 3 Juan 9), y Santiago (capítulo 5 versículo 14) escribe, “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia”, etc. Estas dos excepciones en el Nuevo Testamento son encontradas en el uso de la palabra “Iglesia”, o más correctamente, “Asamblea”, o “Iglesia de Dios” como si sólo fuera tratada por Pablo. También podemos exceptuar, obviamente, el propio anuncio del Señor durante Su vida acerca de la entonces futura existencia de Su iglesia en las palabras, “Sobre esta Roca edificaré mi Iglesia” (Mateo 16:18).
Cuando el gran Apóstol de los Gentiles fue llamado por primera vez por el Señor durante su viaje perseguidor contra la Iglesia de Dios desde Jerusalén a Damasco; las raíces de sus futuras doctrinas fueron expresadas en las palabras del Señor, “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Vemos que ¡Los santos en la tierra eran Cristo mismo! Leemos, ¡“Yo soy Jesús, a quien tú persigues”! “Pero levántate (dijo el Señor) y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo (1) de las cosas que has visto, y (2) de aquellas en que Me apareceré a ti” (Hechos 26:12-16). Nosotros encontramos aquí una insinuación desde el principio mismo de que no sólo las cosas que él había visto, —este Cristo en gloria, y todo lo que Le pertenecía, iban a ser los temas de su ministerio—; sino que revelaciones adicionales le serían hechas especialmente a este varón por un Señor ascendido y glorificado que se le aparecería una y otra vez para comunicárselas.
En rasgos más amplios yo señalo cuatro distintivas revelaciones comunicadas así después a Pablo, y señaladas como tales en otras tantas palabras: —y estas cuatro revelaciones nos presentan en un breve compendio todo el carácter, ocupación, verdad de su existencia aquí, y la salida de esta escena, de la Iglesia de Dios.
1. El cuerpo místico de Cristo —su Cabeza— formado por el Espíritu Santo enviado desde el cielo en Pentecostés.
2. La expresión de la unidad de ese cuerpo en la tierra en y mediante la cena del Señor.
3. La primera resurrección de los que se han dormido durante su formación y estancia terrenal.
4. El arrebatamiento de los santos vivos y los santos resucitados que la componen —para estar “para siempre con el Señor” cuando Él viene nuevamente.
Se verá a simple vista que estas revelaciones son completas en sí mismas. Pero ahora yo mostraré la manera en que Él llama a prestar atención al hecho de que cada una fue revelada a él especialmente por el Señor.
En cuanto a la primera nosotros leemos: “Por revelación me fue dado a conocer este misterio ... que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio, del cual yo fui hecho ministro”, etc. (Efesios 3:3,5,6,7).
En cuanto a la segunda: Un Señor celestial ascendido, —Cabeza de la Iglesia, Su cuerpo—, presenta una nueva revelación de Su cena a Pablo, añadiéndole ciertos rasgos y características que ella no poseía como había sido presentada por un Cristo encarnado en la tierra a Sus seguidores de aquel entonces. El apóstol señala esto con las palabras “Yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado”, etc.... De allí sigue la cena (1 Corintios 11:23). En 1 Corintios 10:16-17, ella recibe el carácter adicional de ser el símbolo de la unidad del “un solo cuerpo” de Cristo en la tierra (Efesios 4:4 – RVA), expresado en aquel “un solo pan”.
Él destaca la primera resurrección con las palabras: “He aquí, os digo un misterio”, y despliega las verdades de una resurrección de entre los muertos de los cuerpos de los santos que una vez habían sido miembros del cuerpo de Cristo aquí en la tierra y habían pasado a lo alto para estar con Él hasta el día de Su gloria. Véase 1 Corintios 15:51 y todo el capítulo.
Él destaca el arrebatamiento de todos, —vivos y muertos,— a esa escena con las palabras: “Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor”; y de allí sigue en 1 Tesalonicenses 4 el arrebatamiento de los santos, —la Iglesia de Dios,— para estar para siempre con el Señor.
Ahora bien, aunque nosotros sabemos que desde el principio Pablo enseñó estas cosas a la Iglesia de Dios, tal como lo demuestran abundantemente sus primeros escritos y ministraciones, es sorprendente y notable que ello fuese reservado hasta el final de su ministerio, sorprendente y notable que estando él en la cárcel en Roma se nos hubiera enseñado en su carácter más pleno la verdad de la unidad de la Iglesia de Dios tal como es revelada en la Epístola a los Efesios.
En la cárcel en Roma Pablo escribió cuatro epístolas, —el final de todo su ministerio escrito, con la excepción de 2 Timoteo, por lo que sabemos—. Ellas son Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón.
1. Colosenses, escrita a personas que él nunca había visto las cuales son advertidas de descuidar lo que sería caer en Laodicea, despliega el lado positivo del evangelio, el cual pondría el alma en unión consciente con Cristo en gloria, —asiendo la Cabeza, esta Cabeza de Su cuerpo,— y simplemente conduce a los santos hasta la ventaja de este cuerpo, al cual; “fuisteis llamados en un solo cuerpo”, pero no más allá (Colosenses 3:15).
2. Efesios les enseñaría toda la verdad del misterio de Cristo y la Iglesia —Su cuerpo—; cuando todos buscaban “lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús”. Cuando andaban “muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre ... que sólo piensan en lo terrenal” (Filipenses 3).
3. En Filipenses está la consagración individual en aquellos que eran “perfectos”, —es decir, que respondiendo moralmente en espíritu y andar y modos de obrar a la gloria de Cristo en el cielo—; o a aquellos que eran fieles, pero no sentían lo mismo, y a quienes Dios revelaría más, Pablo mismo debía ser imitado en esto (Filipenses 3:15,17).
4. Filemón. Estas verdades no obstaculizaban sino que eran la base de la rectitud de corazón y de los modos de obrar, incluso en un esclavo fugitivo para con su amo terrenal. La justicia práctica en la vida diaria es inculcada así en Filemón; y Onésimo —aunque dotado por Cristo como Su siervo y convertido a Él para Su gloria— debe volver a su ama y su amo, y someterse nuevamente al yugo, y confiar en el Señor de todos los corazones para que le haga apto para servir como esclavo; o ‘habiendo sido libertado’ para usar esto más bien para Cristo.
Tenemos así:
1. El lado positivo del evangelio: Colosenses.
2. La Unidad del cuerpo de Cristo cuando todo estaba arruinado: Efesios.
3. Consagración personal: Filipenses.
4. Justicia práctica, por medio de la gracia, en Filemón.
Todo enviado a través del Apóstol por Jesucristo en la gloria desde los muros de la cárcel en Roma cuando había sobrevenido la ruina total.
Esta Epístola a los Efesios no está dirigida a la “Iglesia de Dios”. Está dirigida a los “Santos y fieles en Cristo Jesús” (Efesios 1:1). Tal vez la misma pluma con la que Pablo escribió Filipenses redactó esta Epístola. “Todos buscan lo suyo propio” (Filipenses 2:21). “Lobos rapaces” se olían desde lejos, mucho antes (Hechos 20:29). ¿Ya habían empezado ellos a dispersar el rebaño? Sea como fuere él no se dirigió a la ‘Asamblea de Dios en Éfeso’, sino a los “Santos y fieles en Cristo Jesús”. Por lo tanto, desde aquel momento hasta el final esta carta no ofrece un terreno divino para la fe, aunque los días nunca fueran tan malos. Ella enseñó la “Iglesia de Dios”, —un propósito de los siglos sacado a relucir en el tiempo—, para residir por un momento en la tierra pero no siendo del mundo, y para tener un lugar en las cosas eternas cuando el mundo haya pasado.
Además, dicha carta fue escrita TENIENDO PRESENTE un día de completa ruina.
Fue proporcionada para consuelo e instrucción de la fe PARA un día de ruina: y eso, “HASTA QUE TODOS lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13).
El cuerpo de Cristo fue exteriormente dispersado en todas direcciones y nunca pudo ser mantenida nuevamente la unidad del cuerpo: pero el Espíritu de Dios lo mantuvo intacto y la ruina nunca sería tal como para que los santos y fieles no pudieran estar con Él, el cual permanece en y con la iglesia para siempre, en poder práctico y comunión. Por lo tanto, nunca puede llegar un momento en que esto no pueda ser observado; ni puede el “Un solo cuerpo” ser inservible como el divino terreno positivo de la acción, por aquellos que sienten que los días son peligrosos y están siendo solícitos en guardar la unidad del Espíritu, en Un solo cuerpo hasta que Cristo venga otra vez.
Examinaré ahora lo que la Escritura enseña acerca de la formación de este Un solo cuerpo de Cristo en la tierra. En este escrito yo no menciono el Cuerpo de Cristo como algo de designio (Efesios 1:11), y como se dice en Efesios 1:23, compuesto de todos los que son Suyos desde la primera formación de este hasta que Él venga otra vez. Sólo abordo el lado práctico del hecho de que “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – RVA).
Será bueno entender la posición distintiva que el judío y el gentil ocupaban delante de Dios en los días del Antiguo Testamento, antes de la formación del Cuerpo de un Cristo resucitado y ascendido. La cita de dos Escrituras comprobará claramente esta distinción.
En cuanto a Israel yo leo: “Que son israelitas; a quienes pertenece la adopción, y la gloria, y los pactos, y la entrega de la ley, y el servicio de Dios, y las promesas: cuyos son los padres, y de quienes, en cuanto a la carne, vino Cristo, que es sobre todos, Dios bendito por los siglos” (Romanos 9:4-5).
En cuanto al gentil, “Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:11-12).
La sencilla lectura de estos pasajes mostrará que todas las bendiciones, y privilegios, y promesas, y esperanzas que Dios dio estaban limitadas a la nación escogida de Israel, y para participar de estas bendiciones un gentil debía venir y participar de ellas de manera subordinada al judío a quien se le habían conferido como vaso de bendición.
En 1 Corintios 12:12-13 leemos: “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”. Ahora bien, antes de que pudiera tener lugar la formación de un Cuerpo tal tanto de judíos como de gentiles, era necesario que Dios mismo, que había rodeado a Israel con una “pared intermedia de separación”, la eliminara (Efesios 2:13-16). No fue suficiente que la pared intermedia de separación que Dios había colocado alrededor del judío hubiera sido casi invalidada por la infidelidad de aquellos que habían sido así cercados. La pared intermedia de separación existía tan plenamente en la mente de Dios, y para la fe, como si nunca hubiera habido un judío infiel en la tierra. Dios la había colocado allí y Dios mismo debía eliminarla antes de formar el cuerpo del cual leemos aquí.
Los profetas habían hablado de un día del cual se dijo: “Alegraos, gentiles, con Su pueblo”, etc. (Romanos 15:10; Deuteronomio 32:43). Pero aun en tal estado de bendición los “gentiles” seguían siendo “gentiles”, y “Su pueblo” seguía siendo “Su pueblo”. Ellos nunca hablaron de este “cuerpo” en el cual judío y gentil por igual han perdido su posición nacional, —donde no hay Judío ni Griego, ni esclavo ni libre—. Hay tres cosas delante de Dios en el mundo. Pablo las enumera en 1 Corintios 10:32. Ellas son: ‘judíos, gentiles, y la Iglesia de Dios’. En la mencionada en último lugar tanto el judío como el gentil han dejado de ser tales delante de Dios habiendo sido incorporados los creyentes de ambos a este Cuerpo del cual hablamos. Los profetas hablaron del tiempo cuando aquello que nosotros conocemos familiarmente como el Milenio, o más correctamente el “Reino”, habrá sido establecido en la tierra; entonces el judío será la nación central, y el gentil se regocijará con el pueblo de Jehová: un estado de cosas que vendrá después que la Iglesia haya sido recogida y esté con Cristo en el cielo.
El presagio de la eliminación de esta “pared intermedia de separación” fue visto con frecuencia en el ministerio del propio Señor Jesús en los Evangelios. Por ejemplo, la mujer de Samaria que no podía entender que el Señor, siendo judío Él mismo, le dijera: “Dame de beber” a una mujer de Samaria porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí. (Véase el evangelio según Juan capítulo 4; véase también el caso de la mujer sirofenicia en el evangelio según Mateo capítulo 15). Antes que esta “pared intermedia de separación” fuera eliminada, era abominable “para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero” (Hechos 10:28).
La pared intermedia de separación eliminada
Este obstáculo para la formación del Cuerpo de un Cristo resucitado y ascendido fue formalmente eliminado por Dios mismo en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, donde Él obró la redención para Su pueblo. Leemos: “Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades” (Efesios 2:14-16).
Entonces, la cruz, además de ser la escena donde el Señor obró la redención fue la eliminación de la dificultad, o pared intermedia de separación que existía en aquel entonces entre judíos y gentiles. Esto fue la base o trabajo preliminar para la formación de este Cuerpo y para reconciliar con Dios a un solo pueblo tanto de judíos como de gentiles, dándoles a ambos acceso al Padre en un solo Espíritu (Efesios 2:18 – RVA), nombre por el cual Dios se ha revelado a Sí mismo a cada miembro del cuerpo, en Su Hijo Jesucristo; como hasta entonces Él se había revelado a Sí mismo bajo el nombre de Jehová a la única nación elegida: los judíos (Éxodo 6:3).
Sin embargo, todo esto no constituye un cuerpo. Ello sólo elimina el obstáculo, y es el terreno o la base de toda la obra, como la de la redención. Por lo tanto, lo siguiente que se necesita es tener la Cabeza del cuerpo en el cielo, levantado de entre los muertos: un Hombre glorificado.
La cabeza del cuerpo, en el cielo
La notable cita que Pablo hace del Salmo 8 en Efesios 1:22, nos será útil para entender esto. Lean ustedes Efesios 1:19-22: “La soberana grandeza de Su poder para con nosotros que creemos, conforme a aquella operación de la potencia de Su fortaleza, que obró en Cristo, cuando le levantó de entre los muertos, y le sentó a Su diestra en las regiones celestiales ... y ha puesto todas las cosas bajo Sus pies (cita del Salmo 8), y le ha constituido cabeza sobre todas las cosas, con respecto a Su Iglesia, la cual es Su cuerpo, el complemento de aquel que lo llena todo en todo” (Efesios 1:19-22 – VM).
El Salmo 8 habla de un “Hijo del Hombre” a quien se le hace señorear sobre toda la creación. Si consultamos Génesis 1:26, encontramos que Dios dio a Adán y a su mujer una primacía conjunta sobre toda la creación; pero esta primacía fue perdida a causa del pecado cuando el hombre cayó. Toda la creación que ahora gime y sufre dolores de parto quedó sometida a vanidad por la caída del hombre. (Véase Romanos 8:19-23).
Esta primacía es dada, como nos dice el Salmo 8, a un “Hijo del Hombre”. Y nosotros descubrimos quién es este Hijo del Hombre en Hebreos 2:8,9, donde el Apóstol citando el Salmo nos dice que todavía no vemos el gran resultado de que todas las cosas estén sujetas a Él. Pablo dice: “Porque al sujetar a Él todas las cosas, nada dejó que no esté sujeto a Él. Pero ahora no vemos aún todas las cosas sujetas a Él. Mas vemos a Jesús, el cual fue hecho un poco inferior a los ángeles a causa del padecimiento de la muerte, coronado de gloria y honra; para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todo” (Hebreos 2:8-9 – JND).
Encontramos así quién es este “Hijo del Hombre”. Es Jesús. Esto nos lleva de regreso a Efesios 1 donde Pablo cita el Salmo. Cristo, entonces, como Hombre glorificado ha sido ‘arrebatado’ por Dios de entre los muertos, “y Le sentó ... en las regiones celestiales” como “Cabeza sobre todas las cosas, con respecto a Su Iglesia, la cual es Su cuerpo” (Efesios 1:20,22 – VM), y está esperando allí la asunción manifiesta de esta Primacía durante lo cual el Cuerpo está aquí.
Nosotros tenemos ahora la Cabeza del cuerpo en el cielo, un Hombre glorificado, así como la pared intermedia de separación eliminada. Pero esto no constituye todavía el Cuerpo; y antes de considerarlo debemos apartarnos por un momento y ver lo que la Escritura dice acerca de la unión con Cristo.
Unión con Cristo
En los tiempos del Antiguo Testamento los santos eran nacidos de nuevo, pero no estaban unidos a Cristo; ellos poseían la vida, aunque la doctrina acerca de esto no se dio a conocer. Los Abrahaams y Daviids, etc., todos tenían vida nueva impartida por el poder del Espíritu Santo a través de la palabra de Dios; fueron salvos por medio de la fe; vivieron y murieron en la fe en las promesas de Dios de un Salvador que vendría. Pero la fe en sí misma no es unión. Nosotros no podríamos hablar de un patriarca unido a un hombre que está la diestra de Dios por el Espíritu Santo enviado; porque en aquel tiempo no había hombre alguno al cual estar unido, —y “el Espíritu Santo no había sido dado todavía, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado”—. (Véase Juan 7:37-39 – VM). Aun cuando Cristo estaba aquí, Hombre entre los hombres, no había unión entre los hombres pecadores y el Señor. Por eso Él dice: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24).
En la cruz Él entra en gracia en el juicio bajo el cual yacía el hombre, soporta la ira y todo lo que la justicia de Dios requería, y en Su muerte establece el terreno para que Dios pueda traer a aquellos a quienes Él salva a un nuevo estado, a través de la redención, hacia Él mismo. Él resucita de entre los muertos; habiendo soportado la ira, asciende al cielo y es glorificado como Hombre a la diestra de Dios. El Espíritu Santo fue enviado y mora en la Iglesia (Hechos 2). Él hace del cuerpo del creyente Su templo (1 Corintios 6:19). Él lo sella, habiendo creído, para el día de la redención (Efesios 1:13, 4:30). Él lo une a Cristo: “El que se une al Señor, un espíritu es con Él” (1 Corintios 6:17), lo unge (2 Corintios 1:21), lo sella, lo bautiza con todos los demás santos en un solo cuerpo (“Porque por un solo Espíritu fuimos bautizados todos en un solo cuerpo”: 1 Corintios 12:13 – RVA). De ahí que la unión con Cristo sea por el Espíritu Santo morando en el cuerpo del creyente, y uniéndolo a Cristo en el cielo desde la consumación de la redención.
Esta unión ni existió, ni siquiera fue contemplada para los santos del Antiguo Testamento en los consejos de Dios. Si leemos Juan 7:37-39, encontramos la línea trazada con gran nitidez entre lo que es ahora y lo que era en aquel entonces. En este capítulo 7 del evangelio según Juan el Señor Jesús no puede mostrarse al mundo porque sus hermanos, los judíos, no creían en él; y por eso no puede celebrar la Fiesta de los Tabernáculos, fiesta que es usada siempre como figura del reino. Entonces el reino es aplazado para otro día, y en vez de eso, subiendo en secreto Él se puso en pie en el último día de la fiesta y alzó la voz, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva. Esto empero lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él habían de recibir; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:37-39 – VM). El don del Espíritu Santo para morar en los creyentes es así introducido, y el reino que había sido rehusado es aplazado para otro día.
Después de resucitar de entre los muertos el Señor dijo a los discípulos que permanecieran en Jerusalén esperando ellos allí la promesa del Padre, que habían oído de Él (véase Hechos 1:4,5). Esta promesa fue hecha detalladamente en Juan 14:16, Juan 14:17-26 y Juan 15:26. El Espíritu Santo, el “otro Consolador”, había de ser dado y para ello era positivamente conveniente que Jesús se marchara (Juan 16:7), pues de lo contrario Él —el Espíritu Santo— no vendría. El Señor les dice en Hechos 1:5: “Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días”. El Señor fue visto por ellos durante cuarenta días después que Él resucitó de entre los muertos (Hechos 1:3), y hubo un intervalo de diez días desde Su ascensión hasta que el día de Pentecostés (o quincuagésimo día) llegó plenamente. Cuando dicho día llegó (Hechos 2), la promesa se cumplió; y Pedro dice a los judíos (Hechos 2:32-33), “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís”.
Un solo Cuerpo, formado por el bautismo del Espíritu Santo
Nos hemos percatado que la promesa del Señor: “Seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días”, se cumplió el día de Pentecostés. El pequeño grupo de discípulos, al principio unos 120 (véase Hechos 1:15), luego unos 3000 (Hechos 2:41), y que aumentaron mucho después (Hechos 4:4), fueron bautizados con el Espíritu Santo, según la promesa del Señor; pero esto fue sólo el aspecto judío de la bendición. En Hechos 10 Pedro abre la puerta a los gentiles llevándolos a la misma posición y a los mismos privilegios, no meramente como individuos, sino como siendo uno con aquellos que habían sido bautizados por el Espíritu Santo. Cuando los de Judea oyeron acerca de esto (Hechos 11), Pedro fue llamado a explicar lo que él había hecho y él les relató el asunto desde el principio.
Nosotros tenemos así de la manera más clara al judío y al gentil formados en un solo Cuerpo por el bautismo del Espíritu Santo.
Ya hemos visto que sólo a Pablo, de entre todos los Apóstoles, le fue encomendada la revelación de este “misterio” (Efesios 3:6, etc.) que hasta entonces había estado “escondido ... en Dios” (versículo 9) —Su propósito eterno— “a saber, que los gentiles hubiesen de ser coherederos, y miembros de un mismo cuerpo con los judíos, y copartícipes de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del evangelio” (Efesios 3:6 – VM). Así debe ser leído el pasaje. Él describe ampliamente este Cuerpo en 1 Corintios 12:12-27 donde dice: “Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, pero todos los miembros de ese cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también el Cristo” (1 Corintios 12:12 – JND). (Este nombre, “el Cristo”, está aplicado aquí a los miembros y a la cabeza, como Adán y su mujer, conjuntamente, en Génesis 5:2). “Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, pero todos los miembros de ese cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también el Cristo”. “Porque por un solo Espíritu fuimos bautizados todos en e un solo cuerpo, tanto judíos como griegos, tanto esclavos como libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu. Pues el cuerpo no consiste de un solo miembro, sino de muchos”, etc. (1 Corintios 12:13-14 – RVA). Aquí tanto el judío como el gentil pierden sus lugares, como tales, y son incorporados en un solo cuerpo, y unidos por el Espíritu Santo el uno al otro y a Cristo, la Cabeza, un Hombre glorificado.
Ahora bien, este cuerpo está en el mundo, así como lo está el Espíritu Santo cuya presencia lo constituye. Este cuerpo no está en el cielo. La Cabeza está en el cielo y los miembros tienen una posición celestial en unión con Él; de hecho, ellos están en el mundo. Este cuerpo ha estado pasando por el mundo; su unidad ha sido mantenida tan perfectamente como el día en que la presencia del Espíritu Santo lo constituyó por primera vez. Nada ha deteriorado jamás su unidad. Es cierto que la manifestación externa de este cuerpo, por la singularidad de los que lo componen, ha desaparecido; es cierto que la “casa de Dios”, tal como apareció por primera vez en el mundo, se ha convertido en lo que se asemeja a una “casa grande” (2 Timoteo 2:19-22), es cierto que todo lo que fue encomendado así a la responsabilidad del hombre ha fracasado, como siempre. Pero el cuerpo de Cristo estaba en el mundo en aquel entonces, estuvo aquí durante la oscura Edad Media, está ahora en el mundo; permaneciendo durante la ruina de la iglesia profesante; pues su unidad es perfectamente mantenida por el Espíritu Santo quien, mediante Su presencia y Su bautismo, lo constituye; ¡porque Él, como siempre, mantiene la unidad del cuerpo de Cristo!
Permitan que yo ponga una figura ante mi lector que comunicará de manera sencilla el hecho de que todo el número de santos que están en el mundo en un momento dado (por ejemplo, justo cuando usted lee estas palabras), habitados por el Espíritu Santo, es lo que es reconocido por Dios como el Cuerpo de Cristo. Supongamos que un regimiento de mil soldados va a la India y sirve allí durante muchos años. Todos los que componen ese regimiento mueren, o son muertos en batalla, y sus lugares son ocupados por otros —la fuerza numérica del regimiento es mantenida— y después de años de servicio llega el momento para que el regimiento regrese a casa; ni un solo hombre que salió está en él ahora, y sin embargo el mismo regimiento regresa sin cambio en el número de los que lo componen, o en sus enseñas, o en su identidad. Así sucede con el Cuerpo de Cristo. Aquellos que lo componían en los días de Pablo, no están aquí, sin embargo, el cuerpo ha pasado a lo largo de los últimos dieciocho siglos, los miembros de él muriendo, y las filas llenadas por otros, y ahora al final del viaje el cuerpo está aquí, estando aquí el Espíritu Santo que es quien constituye su unidad, tan perfecto en su unidad como siempre lo fue.
Ahora bien, es muy cierto que todos los santos entre esos dos grandes acontecimientos son del cuerpo de Cristo, del cuerpo en el pensamiento y en el consejo de Dios. Pero los que han muerto han perdido su real conexión con el cuerpo, habiendo salido de la esfera donde, en cuanto a lugar personal, está el Espíritu Santo. Ellos han dejado de estar en su unidad. Los cuerpos de los santos que han muerto y que una vez fueron templos del Espíritu Santo están ahora en el polvo y sus espíritus están con el Señor. No habiendo sido resucitados aún sus cuerpos ellos no son contados como formando parte ahora del cuerpo tal como dicho cuerpo es reconocido ahora por Dios. Como los que están en la lista de retirados de un ejército ellos han pasado a la reserva o están exentos del servicio, por así decirlo, fuera de la escena ocupada ahora por el Espíritu Santo enviado del cielo. Leemos: “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”, etc. (1 Corintios 12:26), los muertos no padecen. El pasaje trata acerca de los que están vivos aquí, en un lugar donde ellos pueden hacerlo.
Por lo tanto, el cuerpo de Cristo, tal como Dios lo reconoce ahora, incluye a todos los creyentes que están aquí en la tierra en el momento en que yo escribo, así como en cualquier momento dado. Primera Corintios 12 trata acerca de la iglesia de Dios en la tierra; las sanaciones, etc., no están establecidas en el cielo.
La dificultad en el caso de muchos es que ellos no leen la Escritura como siendo ella el pensamiento de Dios en un momento dado, hablando de una cosa ante Sus ojos. Los Apóstoles hablaron de una cosa ante los ojos de ellos; ellos nunca contemplaron una larga continuidad de la Iglesia; ellos contemplaban la venida del Señor. Todo fue visto como contemplando esto, aunque proféticamente la ruina fue predicha, y fue sentida cuando ella llegó.
¡Qué verdad tan asombrosa! Aunque la unicidad por la que oró el Señor Jesús en Juan 17 casi se ha desvanecido; y la infidelidad del hombre, sí, la infidelidad del pueblo de Dios bajo la más elevada bendición que jamás se les haya concedido en este mundo, ha sido mostrada en la casi completa anulación de esa unidad que el Hijo demandó del Padre. Aunque todo lo que los hombres podían hacer para deteriorarla ha sido hecho, aún existe lo que nunca cambia, nunca fracasa, y nunca es estropeado; porque (¡no nos avergüenza decirlo!) no está en nuestro poder hacerlo, pues dicha unidad es mantenida, tal como está constituida, ¡por la presencia y el bautismo de Dios el Espíritu Santo, el cuerpo de Cristo, en el mundo!
¡De qué manera tan bienaventurada nosotros encontramos que la oración de Cristo por su unicidad es respondida en Hechos 2:32. Leemos allí que ellos alzaron sus voces unánimes (Hechos 4:24). Además, “la multitud de los que habían creído era de un solo corazón y una sola alma” (Hechos 4:32 – RVA). Su oración fue contestada para un breve momento, “para que todos sean uno” (Juan 17:21), como en la práctica ellos lo fueron. Pero pronto, de hecho, la práctica de esta unicidad fracasó. Luego encontramos, en Hechos 9, a Saulo de Tarso, más tarde Pablo el Apóstol, llamado a revelarnos algo que nunca podía fracasar: la unidad del Espíritu, el cuerpo de Cristo.
La diferencia entre unicidad y unidad es importante, porque nosotros somos exhortados a procurar “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA). Procurar con diligencia guardar de manera práctica lo que existe de hecho, por la presencia del Espíritu de Dios. No somos exhortados a hacer una unidad sino para guardar, mediante el vínculo de la paz, esa unidad que existe por medio del Espíritu Santo.
La Cena del Señor
El apóstol Pablo recibió, como también hemos visto, una revelación especial con respecto a la Cena del Señor. Él fue el instrumento elegido por Dios para revelarnos el misterio de Cristo y la Iglesia. Sólo él, de entre todos los escritores sagrados, habla del Cuerpo de Cristo. Nosotros leemos: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno solo, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo; pues todos participamos de un solo pan” (1 Corintios 10:16-17 – RVA). Nosotros aprendemos aquí que la cena del Señor es el símbolo o la expresión de la comunión del cuerpo de Cristo. (Obviamente nosotros hablamos ahora de ella como la mesa del Señor en la verdad de la revelación divina, concerniente a ella). Hay una inmensa importancia en esta verdad. Porque aprendemos que aunque la iglesia profesante ha distorsionado la Cena del Señor convirtiéndola en un medio de gracia y un sacramento dador de vida, y un nuevo sacrificio, de hecho casi todo menos lo que ella es, aun así, si la mesa del Señor es dispuesta según el pensamiento de Dios, y como tal, entonces ella expresa la comunión del un solo cuerpo de Cristo, que está aquí en el mundo.
Si sólo dos o tres cristianos en un lugar han sido reunidos por el “un solo Espíritu” al nombre del Señor Jesús como miembros del un solo cuerpo de Cristo para comer la Cena del Señor, ellos son una expresión verdadera, aunque débil, del un solo cuerpo. Es como estando en la comunión del un solo cuerpo que ellos parten el pan, el cual es el símbolo de la comunión de todo el cuerpo en la tierra.
Muchos han pensado que ellos podían reunirse ahora meramente como individuos para partir el pan. Pero un terreno tal es desconocido en la Escritura, desde la revelación de la verdad concerniente a la Iglesia de Dios a través del Apóstol Pablo. El terreno de la unidad del Espíritu de Dios en el cuerpo de Cristo es el único terreno que podemos asumir, excepto en ignorancia o en desobediencia a la voluntad revelada de Dios. O bien yo debo reconocer lo que yo sé que está aquí, que existe en el mundo como un hecho, es decir, el un solo cuerpo de Cristo formado por el un solo Espíritu de Dios; o debo repudiarlo, lo cual es ciertamente un asunto muy solemne.
Reunirse como discípulos ha sido hecho ignorando estos principios divinos; y el Señor es muy paciente con nosotros, esperándonos en nuestra lentitud para aprender Su pensamiento. Pero cuando yo aprendo la verdad y mi entendimiento es abierto para ver lo que yo soy delante de Dios, un miembro del cuerpo, por medio de un solo Espíritu, ello no es asumir un terreno nuevo en nuestro modo de reunirnos; sino es más bien definir en su sentido pleno lo que nosotros realmente somos, y descubrir con esto todas las responsabilidades que están unidas a una verdad tan maravillosa. Yo me entero de mi responsabilidad de admitir y reconocer a todos los demás que de este modo están reconociendo y obrando de acuerdo (aunque sea débilmente) a la gran verdad del un solo cuerpo, por un solo Espíritu. Ello me da un divino lugar de descanso para mis pies en medio de la confusión de la cristiandad; una realidad que mantendrá firme mi alma en medio de toda ruina. Eso es lo único que puede hacerlo.
Reunirse simplemente como cristianos individuales para partir el pan es sencillamente imposible en obediencia al Señor. Si ello es hecho en ignorancia, bien; pero hacerlo con el conocimiento de esta unidad sería repudiar la más elevada verdad de Dios, después de Cristo. Cuán lejos de reconstruir algo está todo esto; pues el cuerpo de Cristo no necesita ser reconstruido con mis manos. El Espíritu de Dios lo constituye, mediante Su presencia y Su bautismo, y Su unidad nunca ha fallado. Por lo tanto, yo me limito a reconocer en la práctica lo que yo sé que de hecho está aquí, pero no puedo hacerlo como individuo donde hay otros miembros del cuerpo de Cristo. Ambos deben estar juntos, si gracia es dada para ello, como el cuerpo, es decir, en el terreno y el principio de éste. Además de todo esto, el hecho de estar nosotros juntos, y el hecho de que reconozcamos esto, no pretende manifestar nada. Esto sería hacia el mundo. Yo no procuro poner de manifiesto, sino expresar lo que soy en común con todos los demás miembros, el cuerpo de Cristo, en el símbolo de su unidad, el partimiento de un solo pan.
“Procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu”
“Por eso yo, prisionero en el Señor, os exhorto a que andéis como es digno del llamamiento con que fuisteis llamados: con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándoos los unos a los otros en amor; procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza de vuestro llamamiento. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, quien es sobre todos, a través de todos y en todos” (Efesios 4:1-6 – RVA).
Hay una expresión que a menudo es usada para comunicar un pensamiento correcto pero que no se encuentra en la Escritura, a saber, «la unidad del cuerpo». “Hay un solo cuerpo”, cuya unidad está constituida por el Espíritu Santo mismo; y nosotros somos exhortados a procurar “con diligencia guardar la unidad del Espíritu (no «la unidad del cuerpo») en el vínculo de la paz”. Si nosotros fuésemos exhortados a procurar con diligencia guardar «la unidad del cuerpo» estaríamos obligados a andar con cada miembro de Cristo, sin importar en qué asociación él se podría encontrar o cuál podría ser su práctica, ningún mal nos daría una justificación para separarnos de él en absoluto. El hecho de procurar con diligencia guardar la unidad del Espíritu mantiene necesariamente la compañía y la asociación con una Persona divina aquí en la tierra.
Si la Iglesia de Dios estuviera en un estado saludable no habría diferencia práctica en las expresiones «unidad del cuerpo» y “unidad del Espíritu”. El propio Espíritu Santo morando en la Iglesia constituye su unidad e incluye de manera práctica a todos los miembros de Cristo. Si la Iglesia estuviera andando en el Espíritu la acción saludable del conjunto no sería perjudicada. Sin embargo, la unidad permanece, porque el Espíritu permanece, incluso cuando la unicidad y la práctica saludable del cuerpo como un todo han desaparecido. La unidad de un cuerpo humano permanece cuando un miembro está paralizado, pero ¿dónde está la unicidad? El miembro no ha dejado de ser del cuerpo pero ha dejado de estar en la sana articulación del cuerpo. Por eso muchos cristianos, si bien son miembros del cuerpo de Cristo, no procuran con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.
Entonces, ¿cómo ha de ser guardada la unidad del Espíritu? ¿Qué es procurar “con diligencia” hacerlo? ¿Qué es la fidelidad a la naturaleza de la Iglesia, cuerpo de Cristo, en un día malo? Es, en primer lugar, mediante Separación del Mal. Mi primer deber debe ser “apartarme de iniquidad” (2 Timoteo 2:19). El mal puede ser moral o doctrinal, el mal que asume muchas formas; yo me separo de él, para Cristo. Así separado yo me encuentro en la comunión del Espíritu de Dios. Asociado con el Espíritu Santo aquí en la tierra. Él glorifica a Cristo y me disocia de todo lo que es contrario a Cristo: asociándome a aquello que es conforme a Cristo. Ello deja de ser así un asunto acerca de los miembros de Cristo por completo, y se convierte enteramente en un asunto acerca de Cristo y del Espíritu de Dios, a quien Él glorifica. La noción de que yo puedo estar asociado voluntariamente con un mal principio, una mala doctrina o una mala práctica, y no estar contaminado, es una noción impía. Yo mismo puedo estar perfectamente libre de estas cosas, por no haberme impregnado de ellas; pero por asociación práctica con ellas he dejado la comunión del Espíritu Santo.
Separados así en la comunión del Espíritu Santo —el Espíritu de santidad y Espíritu de verdad— nosotros encontramos a otros que han hecho lo mismo y así podemos estar felizmente juntos en la unidad del Espíritu de Dios.
El paso primordial debe ser: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (2 Timoteo 2:19 – RVA). Los miembros de Cristo están mezclados con mucho mal por todas partes. Yo debo separarme de ellos para andar en la comunión y en la unidad del Espíritu, el cual me mantiene en compañía con Cristo, la Cabeza.
En un día malo, cuando los fieles procuran con diligencia, por medio de la gracia, guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, la práctica de la comunión y de la unidad del Espíritu es necesariamente una senda angosta, enteramente apartada del mal, y que excluye el mal de en medio de ella, mientras que, en la amplitud de sus principios, dicha senda contempla a toda la Iglesia de Dios. Suficientemente amplia en cuanto a principio como para recibir a cada miembro de Cristo, en todo el mundo; suficientemente angosta como para excluir el mal cuidadosamente de en medio de ella. Todo lo que es menor que esta amplitud es un principio sectario y deja de ser del Espíritu Santo; mientras que la amplitud del principio contempla a todo miembro de Cristo. Los reunidos así en la unidad del Espíritu son necesariamente celosos, con celos piadosos, de que nada sea admitido, ya sea de doctrina o de práctica, o de asociación voluntaria con tales cosas, que ponga fuera de la comunión del Espíritu a aquellos que la admiten de manera práctica.
Ahora bien, este hecho de ‘procurar con diligencia’ no se limita sólo a los que han sido reunidos así en separación del mal y en la comunión del Espíritu Santo. Esto no lo guarda meramente el uno hacia el otro. Su aspecto es hacia, y tiene en perspectiva a cada miembro de Cristo, en cualquier asociación que él pueda estar, incluso a aquellos que no están así reunidos en la comunión del Espíritu. Los que mantienen así la verdad, muestran mediante esto su amor más verdadero y fiel a los que no están con ellos de manera práctica. Permaneciendo en la luz, en inflexible fidelidad a Cristo, y en comunión en el Espíritu de Dios, es el más verdadero amor de ellos para con sus hermanos. Ellos no menoscaban la luz y la verdad de su posición dejándola por las tinieblas; sino que, si tienen gracia, ganan a sus hermanos y los traen a la luz para andar también con ellos en la verdad.
Por la gran misericordia del Señor, este hecho de procurar “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” ha sido concedido a Sus santos, y muchos han tenido fe al ver la senda, para adoptarla. Cuando tal cosa existe, el esfuerzo que muchos han hecho para ocupar un lugar afuera de los que han sido guiados así por el Señor, es meramente la voluntad propia del hombre, y eso debe ser tratado como tal.
Si los santos más sencillos, como ha sido frecuentemente el caso, se han reunido en el nombre del Señor, incluso sin entendimiento alguno de cuál es el terreno del un solo cuerpo, del un solo Espíritu, esto los vincula necesariamente con todos los demás que han estado antes que ellos en el camino, por ser ellos objeto de la misma acción del Espíritu de Dios y porque pueden haber aprendido más plenamente el terreno Divino de reunión. Estos santos pueden deslizarse muy fácilmente de él y unirse al mal, si no están vigilantes; y el enemigo trabaja incesantemente con este fin. Pero es completamente insostenible suponer que ellos puedan mantener inteligentemente un terreno divino de reunión, e ignorar lo que el mismo Espíritu ha obrado entre otros antes que ellos.
La Escritura no admite tal independencia. Mantener una posición independiente es aceptar una posición que los sitúa fuera de la unidad del Espíritu de manera práctica. Muy probablemente tales personas se habían reunido al principio en la energía del Espíritu Santo, con toda sencillez, como una reunión en el nombre del Señor. Al caer en tal curso de acción ellos se escabullen de la compañía y de la comunión del Espíritu de Dios. Habían comenzado en el Espíritu, y han terminado, o están camino de hacerlo, en la carne.
Andar en la comunión y en la unidad del Espíritu implica una clara separación de todos aquellos que no están haciendo lo mismo en la práctica. Esto a veces pone a prueba a los santos. El enemigo lo utiliza para alarmar a los santos más débiles. El clamor de falta de amor se levanta de inmediato. Pero cuando ello se convierte en un asunto acerca de estar en la comunión del Espíritu de Dios, deja de ser un mero asunto acerca de hermanos. Si en caso contrario los que son santos en la práctica no andan en dicha comunión, y otros han tenido luz y gracia para hacerlo, ello debe implicar separación por parte de estos últimos. Para la carne esto es terrible. Pero el amor divino no debe ser confundido con el amor humano; y la comunión en el Espíritu Santo, con la comunión de los cristianos.
El Espíritu Santo no se adaptará a nuestros modos de obrar, ni estará en comunión con nosotros; nosotros debemos adaptar nuestros modos de obrar para estar en comunión práctica con Él. Por lo tanto, Pedro nos pide añadir “al afecto fraternal, amor” (2 Pedro 1:7). El afecto fraternal acabará siendo un mero amor a los hermanos porque nos agrada la sociedad de ellos, si dicho afecto no está protegido por el vínculo divino que lo preserva como siendo de Dios. Dios es amor, y Dios es luz; y “si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros” (1 Juan 1:7). Exigir afecto fraternal de tal manera que excluya los requisitos de lo que Dios es (y Él mora en la iglesia por Su Espíritu), y de Sus reivindicaciones sobre nosotros, es excluir a Dios de la manera más decisiva a fin de gratificar nuestros propios corazones.
Yo imploro a mis hermanos, ya que valoran y aman al Bendito Señor que se entregó por Su Iglesia, que juzguen toda posición en la que ellos puedan estar, posición que los sitúa de manera práctica fuera de la unidad del Espíritu de Dios. El Señor Jesús se entregó a Sí mismo para redimirlos; y no sólo eso sino que Él murió “para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11:52). Debiese estar en nuestros corazones todo el día que está disperso aquello por lo cual Cristo murió para congregar. Ciertamente Él los congregará en el cielo; pero Él murió para congregarlos en uno, ahora. Ello no puede ser excepto guardando la unidad del Espíritu de Dios; y si no es así, eso no es aquello por lo que Él murió. Si no es congregar con Cristo, es dispersar, por muy plausible y bien que ello pueda parecer a los ojos de los hombres. Dios está obrando misericordiosamente en muchos lugares; y el enemigo está obrando también para tratar de mistificar a las almas que están recién saliendo de las tinieblas, y vincularlas con los principios de la neutralidad, la indiferencia y la independencia; con cualquier cosa menos con la verdad.
La Disciplina de la Asamblea
Quisiera referirme por un momento a la idoneidad divina de los santos así reunidos para llevar a cabo la disciplina de la Asamblea; mantener afuera todo lo que no es del Espíritu de Dios.
Leemos: “¿Qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (1 Corintios 5:12-13). Ahora bien, esta idoneidad divina permanece inalterable. Es más, es algo imperativo para los santos. El Señor los hace responsables por esto. A algunos se les ha ocurrido el pensamiento: «¿No es esto poner fuera del cuerpo, si estamos reunidos como tales, es decir, en aquel terreno?». Yo respondo que no lo es. La Escritura no hace que el asunto sea difícil en absoluto, pues ella dice “Quitad ... de entre vosotros”, no dice «Quitad ... del cuerpo», lo cual no podría ser llevado a cabo. De lo contrario, no quedaría ningún medio para excluir el mal de en medio de los dos o tres reunidos en el nombre del Señor Jesús. Pablo podía, por autoridad del Señor, entregar la persona malvada a Satanás, para la destrucción de la carne (1 Corintios 5:4-5); el deber de la Asamblea es quitar de entre ellos, y su deber no va más allá de esto.
El Apóstol dirige a los Corintios a esta responsabilidad, vinculándola a “todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Corintios 1:2); reconociéndolos (1 Corintios 12:27) como reunidos en el terreno y los principios del un solo cuerpo de Cristo; y a menos que nosotros podamos eliminar esa Escritura (1 Corintios 5) de la palabra de Dios, la idoneidad y la autoridad divinas para ello permanecen inalterables.
La recepción de los hermanos
El sencillo y bienaventurado derecho para estar a la mesa del Señor es, Confesar a Cristo y ser miembro de Cristo, junto con santidad en el andar. No hay ningún otro derecho, ningún círculo íntimo, privilegiado. El entendimiento, la comprensión de aquellos que son recibidos, aunque son buenos en su lugar, no tiene absolutamente nada que ver con la recepción de ellos. Aquellos que reciben deben tener entendimiento en lo que ellos están haciendo, y entender que aquellos a quienes ellos están recibiendo son miembros de Cristo. En el momento en que ellos buscan entendimiento en los que buscan la comunión, son ellos los que dejan de tener entendimiento. Pero hay una distinción que, en el celoso cuidado del nombre del Señor, debe ser observada en el trato con los que han tenido que ver con malas asociaciones; a saber, aquellos que están asociados con el mal a sabiendas, y los que están vinculados con él sin saberlo. Leemos: “A algunos que dudan, convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne” (Judas 22-23).
La base y el principio de la unidad del Espíritu así contemplada abarca a toda la Iglesia de Dios. El hecho de que aquellos que han estado mezclados con el mal, o con sistemas mundanos busquen comunión, muestra que ellos se están separando del Señor. Esto debería encontrar una pronta respuesta. Cuanto más profundamente conscientes sean los santos del carácter divino del lugar al que han sido llamados por la gracia del Señor, tanto más pronta será la respuesta del corazón hacia todos los miembros de Cristo. Al mismo tiempo, ellos crecerán en la fortaleza y en la convicción de la santidad que pertenece a la morada de Dios por medio del Espíritu; y mediante Su gracia ellos velarán contra las asechanzas del enemigo en el intento de dejar entrar lo que contristaría al Espíritu de Dios e impediría al Señor manifestar Su presencia en medio de ellos.
El Señor en Su misericordia guarda a Sus santos y fieles y consagrados a Él en estos días malos. Puede ser que ellos sean sólo un remanente; pero hay dos cosas que siempre han caracterizado al remanente fiel en cualquier tiempo: 1º, Consagración al Señor; 2º, La más estricta atención a los principios fundamentales. Nosotros encontramos también que ellos fueron siempre el objeto de Su especial atención y cuidado. La debilidad misma de ellos sacó a relucir esto de manera más sorprendente. Fue con ellos con quienes Él se identificó más especialmente. Ellos tienen sólo «poca fuerza», pero por Su misericordia ellos la han usado, y los ha llevado al lugar donde Él está. Que el Señor les conceda guardar Su palabra y no negar Su nombre, y retener lo que tienen para que nadie tome su corona. Amén (Apocalipsis 3:7-11).
Nota. — En Apocalipsis encontramos que se habla a ciertas Asambleas locales; pero nunca a la “Iglesia o Asamblea de Dios”.
La casa del Dios viviente
El testimonio en el cual los fieles son llamados a andar en los postreros días tiene un doble carácter: en primer lugar, un testimonio de la unidad del cuerpo de Cristo, formado por el Espíritu Santo enviado en Pentecostés. Y en segundo lugar, habiendo fracasado toda la iglesia, el carácter de un remanente manteniendo este testimonio; y esto también en medio de una Bautizada Casa grande, el cuerpo responsable en la tierra, comúnmente llamado ‘Cristiandad’. Este testimonio nunca puede pretender ser más que un testimonio del fracaso de la iglesia de Dios tal como fue establecida por Él. Cuanto más fiel a Cristo sea el remanente de Su pueblo, tanto más ellos serán un testimonio del estado actual de la iglesia de Dios, es decir, de lo que ella es; pero no de lo que ella fue, cuando fue mostrada al principio.
Ahora bien, en la Palabra de Dios es encontrada, para ejemplo y consuelo de ellos, una fe que cuenta con Él y con Su intervención divina cuando el fracaso del hombre está allí: una fe que se encuentra sostenida por Dios según el poder y las bendiciones de esta época de la gracia, lo cual responde conforme a los primeros pensamientos de Su corazón cuando Él había establecido todo en poder primigenio.
Ello conecta aquel poder y la propia presencia del Señor con la fe de los pocos que actúan según la verdad proporcionada para el momento actual, aunque la administración del todo no esté en funcionamiento según el orden que Dios estableció. Por ejemplo: la bendición de Aser termina con esas hermosas palabras: “Como tus días serán tus fuerzas” (Deuteronomio 33:25). Y todo se arruinó tal como lo revela la historia de Israel; sí, en la primera venida de Cristo, cuando el piadoso y santo remanente de Su pueblo estaba esperando “la consolación de Israel”; los Simeones y las Anas de aquel día. Nosotros encontramos una de esa misma tribu. “Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser ... viuda hacía ochenta y cuatro años; ... no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones” (Lucas 2:21-38), en el disfrute y el poder de aquella bendición de Moisés. Como él dice: “como tus días serán tus fuerzas”, y Cristo el Señor mismo se identificó con aquel modesto remanente, del cual ella era una; como aquellos a quienes Su Corazón podía reconocer y que estaban dispuestos a recibirle cuando vino por primera vez.
También el remanente retornado de Judá, en toda la debilidad de quienes no podían pretender nada más que asumir el programa divino del pueblo terrenal de Dios; a ellos encontramos dirigidas esas palabras consoladoras: “Yo estoy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos. Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hageo 2:4-5). La fe de ellos es llevada a recordar aquel imponente día de poder cuando el Señor de los ejércitos “los tomó sobre alas de águila, y los trajo a Él” (Éxodo 19:4), y quitó de sus hombros las cargas de la servidumbre egipcia. Intacto en cuanto a poder Él estuvo con ellos de todos modos para que la fe lo reclamara y lo utilizara. Ellos no tuvieron exhibiciones externas; pero Su Palabra y Su Espíritu, los cuales demostraron Su presencia a la fe, obraron en aquellos pocos débiles; a ellos se les reveló la conmoción de todas las cosas (Hebreos 12:27), y la venida de Aquel que haría que la “gloria postrera” de Su casa sea “mayor que la primera” (Hageo 2:9). Entonces, ellos son el vínculo entre el Templo de los prósperos días de Salomón y el del día de la gloria venidera, cuando Él se sentará y será “sacerdote sobre su trono”, y el consejo de paz estará entre Jehová y Él, y Él llevará la gloria. Leemos, “Y de él hablarás, diciendo: Así dice Jehová de los Ejércitos: ¡Mirad al hombre cuyo nombre es EL VÁSTAGO! y él de su propio tronco brotará; y edificará el Templo de Jehová. Sí, edificará el Templo de Jehová, y llevará sobre sí la gloria; y se sentará y reinará sobre su trono, siendo Sacerdote sobre su trono; y el consejo de la paz estará entre los dos” (Zacarías 5:12-13 – VM; Hageo 1 y 2).
Él trastornará “el trono de los reinos” (Hageo 2:21,23), y hará temblar los cielos y la tierra, identificando así todo Su poder con el más pequeño remanente de Su pueblo que anduviese en compañía con Su pensamiento. Él hará que todos vengan y adoren delante de Sus pies, y hará que sepan que Él los había amado.
Así, también, aquellos que responden al llamamiento que se ajusta a Su pensamiento, tal como está presentado en Filadelfia (Apocalipsis 3:7-13); que son fieles a aquello que, aunque no es un estado perfecto de cosas, se ajusta al estado de fracaso que Él contempla, Él hace de ellos el vínculo, la cadena de plata, entre la iglesia del pasado tal como fue establecida en Pentecostés (Hechos 2) y la iglesia de la gloria (Apocalipsis 21:2 y sucesivos). El vencedor sería hecho “columna en el templo de Su Dios”, en la “nueva Jerusalén” en lo alto.
Permítanme comentar aquí que nunca hubo, y nunca puede haber un momento, cuando lo que responde a este llamado (Filadelfia) puede cesar hasta que el Señor venga. En el retrato moral presentado en estos dos capítulos (Apocalipsis 2 y 3), encontramos todas las siete características juntas, en cualquier momento (como estaban cuando Él envió los mensajes) y permaneciendo así mientras las Escrituras permanezcan allí. En las edades oscuras y en las de más luz en días posteriores; y ahora al final, antes que Él venga, todos los que en todas partes responden con corazón maduro a la medida de la verdad que Él les ha dado, los tales son moralmente Filadelfia. Otros pueden tener más luz; pero el corazón verdadero que anda con Cristo en lo que dicho corazón conoce, es conocido por Él, y es lo que es contemplado en Filadelfia.
Históricamente hay un desarrollo, mientras el Señor tardaba, en el estado de cada una de las siete iglesias, cada característica más grande entrando en prominencia y presentando las características eminentes de la iglesia profesante hasta que la iglesia se convierte en un remanente en el mensaje a Tiatira; lo cual entonces se desarrolla en las que siguen.
Pero moralmente Filadelfia representa a aquellos que responden al corazón de Cristo en todo tiempo y en toda circunstancia desde que el Señor dio esos mensajes hasta que Su amenaza es finalmente ejecutada: “Te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:14-16). En la perspectiva histórica Filadelfia puede venir después de Sardis, y ser exhortada en cuanto a que Él viene pronto, como su recurso, y a no dejar que nadie tome su corona; pero mientras Su voz sea oída por almas fieles ellas forman, ahora, como siempre, y dondequiera que se encuentren, el vínculo entre la iglesia en Pentecostés, y la iglesia, la Esposa del Cordero en los días de gloria (Apocalipsis 3:12).
Al igual que los siete colores prismáticos del arco iris, el rayo único y puro de luz incolora que se descompone en sus partes componentes, estas siete iglesias no consisten meramente de verdaderos discursos a siete asambleas existentes en aquel momento; tampoco son meramente acerca de un desarrollo histórico de todo el período del intervalo cristiano mientras Cristo está oculto en los cielos y el Espíritu Santo está aquí, sino que ellas tienen un significado moral (no siendo ningún punto de vista de mayor importancia que éste), en el que todas las siete características y estados morales son encontrados en cualquier momento dado, desde el día en que estos mensajes fueron pronunciados hasta el día cuando Aquel que los pronunció venga de nuevo. Al igual que en el arco iris, en el cual se ven los siete colores, aunque uno u otro pueda llegar a ser prominente en cualquier momento. Cada estado moral en los siete mensajes permanece desde el principio hasta el final mismo. Hay en este momento, como al principio, los que han dejado su primer amor; y los que padecen por Cristo; y los que son fieles donde está el trono de Satanás, y así hasta la conclusión del todo.
Además de todo esto nosotros nunca deberíamos olvidar que el apóstol Juan está pendiente de la decadencia de aquello que Pablo reveló, y nos dice lo que Cristo hará con aquello que lleva Su nombre. Nosotros no tenemos para nuestra senda más enseñanzas que ‘oír’ —oír “lo que el Espíritu dice a las iglesias”— porque nosotros no encontramos aquí terreno eclesiástico revelado. No es incumbencia de Juan tratar acerca de esto: Juan nunca nos presenta cosas corporativas sino individuales, y nunca habla de la iglesia de Dios. Por lo tanto, cuando nosotros estamos arraigados y asentados en lo que nunca fracasa, —a saber, la unidad del Cuerpo de Cristo mantenida por el Espíritu de Dios en la tierra, tal como el apóstol Pablo lo enseña— nosotros podemos recurrir con profundo provecho a Juan y a estos mensajes, y enterarnos de lo que Cristo hará con todo lo que lleva Su nombre en la tierra. Pero sólo de Pablo puedo aprender lo que yo debo hacer en medio de tal escena; y cómo yo he de ser un “vencedor” conforme al pensamiento del Señor, lo cual nunca puede ser abandonando lo que Su Espíritu mantiene en la tierra.
Cuán importante es, por lo tanto, estar completamente arraigados en las verdades de la iglesia de Dios las cuales permanecen mientras permanezca el Espíritu de Dios y permanezca Su Palabra, “Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, hasta ser un hombre de plena madurez, hasta la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13 – RVA).
Paso ahora a examinar otro aspecto de la verdad de la Iglesia de Dios, tal como está revelada en la doctrina de Pablo: no la verdad del Cuerpo de Cristo, unido a su Cabeza en el cielo y mantenido por el Espíritu Santo en la tierra en unidad, sino el de la “Casa de Dios”, la “Morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22).
En el día de Pentecostés el número total de discípulos que fueron bautizados con el Espíritu Santo y fueron formados así en el Cuerpo unido a Cristo en el cielo estaban también en la tierra, una “Morada de Dios en el Espíritu”. Cada uno era coincidente con el otro. Ambos términos incluían a las mismas personas. Aquellos que componían el Cuerpo componían la Casa, y nadie más.
Pero a cada relación pertenecía un pensamiento diferente. En el Cuerpo existe la unión absoluta entre Cristo y Sus miembros. Él es la Cabeza, ellos son el Cuerpo, del cual, cuando era perseguido, Él podía decir: “¿Por qué Me persigues?” (Hechos 9:1-5). En la Casa no hay ningún pensamiento de unión en absoluto, y entender esto es muy importante.
Uno mora en una Casa; pero las paredes no están en unión con uno; de modo que uno no puede hablar de ‘ellos’ sino de “yo”, y por este motivo no se dice que el Espíritu Santo mora en el Cuerpo, mientras que Él sí mora en la Casa.
Durante la primera parte de los Hechos de los Apóstoles hubo una especie de trato tentativo con Israel una vez más (capítulos 3-7) para ofrecer que Cristo, a quien ellos habían dado muerte, volvería con las “santas y fieles bendiciones prometidas a David”. Al mismo tiempo, Aquel que conocía el fin desde el principio conocía el resultado de esta nueva oferta. Sin embargo, en Sus propósitos fue necesario sacar a relucir plenamente la responsabilidad y la culpa de aquel pueblo arruinado en el rechazo final de Cristo en la gloria. Detrás de todo esto Dios estaba realizando Su “propósito eterno” en la iglesia de Dios.
Cuando Israel rechazó finalmente a su Mesías glorificado la sangre de Esteban martirizado dio testimonio de que todo había terminado; y Saulo de Tarso “estaba presente, y consentía en su muerte, y guardaba las ropas de los que le mataban” (Hechos 22:20). Pero Esteban había orado en el momento de su muerte, oración que fue maravillosamente contestada en este hombre. “Señor”, dijo él, “no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió” (Hechos 7:60). ¡Saulo de Tarso fue la respuesta a esta oración! Pero una vez abiertas en justicia las compuertas divinas de la gracia por medio de la cruz, no podía ser ahora detenida, y la corriente que había fluido hacia “la ciudad del gran Rey”, hasta aquel momento, habiendo sido finalmente rechazada, su curso fue desviado y siguió fluyendo hacia Samaria (Hechos 8:1-8).
El Señor de la mies había dicho en este lugar unos pocos años antes: “Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega” (Juan 4:35). Samaria está ahora conquistada por el Evangelio y la antigua enemistad entre “este monte” y “Jerusalén” ha sido borrada mediante sus pacíficas aguas, al menos en las almas de aquellos que aceptaron el agua de vida que fluía libremente hacia ellos. Pero Felipe debe dejar su próspera labor y seguir la corriente, si es necesario, hasta “lo último de la tierra”.
El arenoso desierto cerca de Gaza se convierte en el canal de la gracia de Jesús. Un hijo de la raza maldita de Cam, padre de Canaán: un chambelán etíope de la reina Candace está sentado en su carro leyendo al profeta Isaías. Él había venido desde el corazón de África para adorar en Jerusalén e iba de regreso a su lugar de origen con un insatisfecho corazón. El día de la visitación de Jerusalén había pasado. Podrían resonar una vez más las palabras de Jesús cuando llorando exclamó: “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos” (Lucas 19:42). Pero Aquel que es “galardonador de los que le buscan” sigue a este ‘árbol seco’, y después de unas breves palabras de Felipe, presentándole las buenas nuevas de Jesús, él recibe el mensaje del Dios y Padre de Jesús, y el etíope “siguió gozoso su camino”, llevando este conocimiento de Jesús a las moradas de la raza de Cus (Hechos 8:26-40).
Toda la Asamblea es disgregada en Jerusalén; y “todos fueron esparcidos ... salvo los Apóstoles” (Hechos 8:1). La oración de Esteban ascendió como incienso ante Dios; y “Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra el Señor”, — es convertido en el punto culminante de su loca carrera mediante las palabras de Cristo en gloria: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Él era un “instrumento escogido” para llevar el nombre de Cristo, a quien él perseguía “en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 9:15).
Pero tal como Pablo el apóstol nos dice, Dios había hecho de él un “perito arquitecto” para desplegar en sus doctrinas el misterio de Cristo y la Iglesia. Él puso el fundamento y otros edificaron encima (1 Corintios 3:19). Al hombre entonces; a Sus siervos fue encomendada la administración de esta Casa de Dios, compuesta de aquellos que fueron recibidos en el lugar donde moraba el Espíritu Santo. Por una parte progresaba la obra divina de Dios al formar y mantener el Cuerpo de Cristo. Dicho cuerpo fue constituido por el bautismo del Espíritu Santo. Por otra parte, nosotros tenemos la administración de la Casa puesta en manos del hombre: y los que entraban, entraban mediante el bautismo de agua.
Al principio, como hemos visto, Dios la constituyó al asumir Su morada en los discípulos en Pentecostés, como Su Casa, o Habitación. Además, todos los que aceptaban el testimonio eran recibidos en el lugar donde moraba el Espíritu. Los Apóstoles y los que fueron así constituidos en la Casa al principio nunca fueron bautizados: no fueron recibidos así en lo que ellos ya eran. Pero todos los que vinieron después fueron recibidos así; profesando mediante el bautismo que fueron “sepultados” en la muerte de Cristo (Romanos 6). Pedro insiste en aquel día en que todos los que vinieran debían entrar por el camino señalado: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38). La nación estaba a punto de caer bajo juicio, culpable ahora, con toda otra culpa, de la sangre de su Mesías. Pero quedaba un lugar santificado al que podía huir el que derramaba la Sangre; a saber, la Casa de Dios (ya no el Templo) estaba preparada para acoger a todos aquellos cuyos corazones estaban compungidos por la culpa de ellos y que ahora eran acogidos en la Casa de Dios, edificada en Su nombre.
La promesa era para ellos y para sus hijos, y para todos los que estaban “lejos”, “para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:39). Cuán bienaventurado para el pobre judío saber que él estaba entrando así en la Casa de Dios, que sus hijos no iban a ser dejados atrás en un mundo del cual Satanás era dios y príncipe. Qué eco del día de Moisés cuando Dios los sacó de Egipto mucho tiempo antes, que sus casas, y todo lo que pertenecía a los que habían sido liberados debían pasar al lugar de privilegio y bendición; ni uno solo iba a quedar que los separara, ni uno solo sería dejado atrás. Faraón pensó, como Satanás siempre lo hace, separarlos con la palabra “id vosotros, los hombres”. Pero Moisés rehusó cambiar la demanda: “Con nuestros jóvenes y con nuestros ancianos iremos; con nuestros hijos y con nuestras hijas ... porque hemos de celebrar una fiesta solemne a Jehová” (Éxodo 10:9-11 – VM). Y leemos cómo “todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar” (1 Corintios 10:2). Como se dijo a otro antes de esto: “Entra tú y toda tu casa en el arca” (Génesis 7:1).
Poco después muchos más fueron añadidos a esta Casa de Dios (Hechos 4:4), pero todos eran judíos: Dios acordó salvar de este modo al remanente de Israel.
Samaria cae bajo el sonido del Evangelio y el enemigo que primero comenzó ‘en el interior’ a través de Ananías y Safira, ahora trata de introducir personas malvadas desde ‘el exterior’: como leemos en otra parte, “cizaña” “entre el trigo fue sembrada mientras los hombres dormían” (Mateo 13:25). “Madera, heno y hojarasca” fueron introducidos en la Casa de Dios y Simón el mago es recibido en el entusiasmo del gozo que llenó muchos corazones en Samaria (Hechos 8). De este modo la casa, coincidente al principio con el Cuerpo, comenzó ya a engrandecerse mientras estaba comprometida a la responsabilidad del hombre, a engrandecerse desproporcionadamente respecto del cuerpo, el cual era mantenido por Dios intacto dentro de ella. Pero el Espíritu de Dios no dejó la Casa ni la ha dejado hasta el día de hoy, aunque ella se ha agrandado llegando a ser lo que vemos a nuestro alrededor, a ser lo que Pablo compara con “una casa grande”, que no sólo contiene “vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro: y algunos son para honra, y otros para deshonra” (2 Timoteo 2:20 – VM).
Como Israel en el desierto estaba en una relación usual con Moisés en esa dispensación; todos fueron bautizados en Moisés en la nube y en el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual. Así que todos los que profesan ahora el nombre de Cristo están de la misma manera en relación de ordenanza o de rito con Él, como en la analogía explicada en 1 Corintios 10:1-11.
En medio de esta escena, disperso exteriormente dentro de ella, se encuentra lo que siempre debería haber sido exteriormente uno, ya que interiormente es mantenido así por el Espíritu Santo, a saber, el Cuerpo de Cristo.
Hace años alguien me dijo, al hablar de la labor ministerial, una frase que nunca olvidé: «Nuestra responsabilidad es llevar a los cristianos a tener conciencia de la posición en que ellos están en medio de una gran casa bautizada»; es decir, hacerles ser conscientes de que hay una iglesia de Dios en la tierra, un cuerpo de Cristo, del que ellos son miembros vivos. Esta frase fue una frase que estaba llena de significado y poder para mi propia alma.
Nos volveremos ahora a la Escritura para examinar más plenamente la revelación de esta verdad de la Casa de Dios, cuya comprensión inteligente es tan necesaria para nuestra senda y nuestro servicio al Señor.
En la primera Epístola a los Corintios nosotros encontramos dos grandes divisiones. La primera desde el capítulo 1 hasta el capítulo 10 versículo 14; y la segunda desde el capítulo 10 versículo15 hasta el final del capítulo 16. En la primera división el apóstol Pablo tiene ante sí la Casa; en la segunda, el Cuerpo (El capítulo 12 Conecta ambas divisiones, aunque diferenciándolos también). Y aquí puede ser útil decir que la palabra “iglesia (asamblea)” es aplicable a ambos, aunque teniendo una aplicación diferente para cada uno. Si miramos a lo alto a Cristo en la gloria, la “Iglesia” es Su “Cuerpo” (Efesios 1:22-23); y si miramos abajo donde mora el Espíritu, la “Iglesia” es Su “Casa” (véase 1 Timoteo 3:15).
En el discurso de Pablo a los corintios encontramos una amplitud de pensamiento muy completa. “A la asamblea de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados santos, con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Corintios 1:2 – JND). En este exhaustivo discurso encontramos al apóstol escribiendo a la Iglesia profesante. Obviamente él asume que todos son verdaderos y reales a menos que se demuestre lo contrario. Pero él se dirige a todos los que profesan el nombre de Cristo; teniendo la expresión ‘invocar el nombre del Señor’ este significado en la Escritura. El simple hecho de invocar Su nombre no es una prueba de su realidad, sino que la realidad tiene que demostrarse a sí misma en aquellos que han invocado. Ahora bien, habiéndose él dirigido así a la iglesia profesante en aquel día, en la presuposición de que esencialmente es real, otra cosa entra cuando la ruina se ha establecido. La iglesia profesante se ha ampliado ahora a lo que llamamos cristiandad, sin embargo, la iglesia profesante está obligada por lo que Pablo escribió. Esto pone todo en claro.
La sabiduría del Espíritu de Dios previó y pronosticó todo esto para nosotros: pues si leemos 2 Timoteo 3 nosotros encontramos lo que fue proféticamente previsto para los “postreros días” que comenzaron inmediatamente después que el don apostólico fue quitado de la iglesia. La epístola se divide en tres partes. La primera parte (capítulo 1:1-14) es un prefacio. La segunda parte (capítulo 1:15 a capítulo 2:26) aborda lo que ya había sobrevenido en vida del Apóstol en las palabras, “Ya sabes esto”, etc. Y la tercera parte (capítulos 3 y 4) comienza con “También debes saber esto”, división en la cual él prevé lo que iba a suceder. Oigamos sus palabras: “También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a éstos evita” (2 Timoteo 3:1-5). Esta es, entonces, su descripción de la profesión de cristianismo: esta es la esfera en la que se encontrarían los fieles; este es el contexto en el que los siervos de Cristo tendrían que trabajar ahora. Y en tal esfera, con tales materiales ante él estaba el siervo Timoteo para hacer “obra de evangelista” (2 Timoteo 4:5).
Entonces, ¡cuán profundamente solemne es esta verdad profética! Descubrir que en lugar de ser la morada de Dios en la tierra, siendo la respuesta a la gloria de Cristo en el cielo producida por el Espíritu de Dios, ella había deshonrado tanto ese bendito nombre como para ser descrita con palabras casi similares a las usadas para describir a los paganos, de los cuales la Iglesia (con los judíos) había sido llamada. La única diferencia sorprendente es que cuando los paganos son descritos (Romanos 1:28-32), no fueron usadas las palabras, “tendrán apariencia de piedad”, sino que ellas son añadidas a palabras similares (2 Timoteo 3) para describir un estado peor, ¡porque existen bajo el nombre de Cristo!
No es necesario que yo examine más. Nosotros podríamos recordar las palabras de Pablo en Filipenses: “Todos buscan lo suyo propio, no las cosas que son de Jesucristo” (Filipenses 2:21 – VM), y, “por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal” (Filipenses 3:18-19). También Colosenses, y Gálatas, e incluso Efesios, se refieren a esos males que habían entrado y contra los cuales los fieles son advertidos. Ellos son advertidos también contra la tendencia en los santos a zozobrar en un estado anormal de alma por debajo del nivel común de todos al principio. Esos diversos estados que nos rodean ahora son el testimonio parlante de que en la Casa de Dios hay un número de aquellos que son realmente de Cristo pero que no tienen conciencia del estado cristiano; no son conscientes de la unión con Cristo en la gloria.
Sin embargo, el Espíritu de Dios permanece. Él todavía habita la casa de Dios en la tierra. Él permanece allí hasta que todos los que son de Cristo son llamados por Su gracia: hasta que el propio Señor venga otra vez. Y con todo, aquel nombre —la Casa de Dios— es aplicable en cuanto a responsabilidad a aquello que es Su morada aquí abajo; aunque también es la morada del mal; tal como Jesús habló de “la Casa de mi Padre”, del Templo de antaño, aunque había sido convertido en “cueva de ladrones” por el hombre (Lucas 19:45-46). Así que la Casa de Dios permanece como tal mientras el Espíritu de Dios permanece en ella. Luego es abandonada, como “guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible” (Apocalipsis 18).
Ahora bien, es evidente que los dos ritos esencialmente cristianos, como podemos llamarlos, Bautismo y Cena del Señor, son aplicables a un estado de cosas muy diferente. El primero es el rito observado en la recepción de aquellos que entraban en la Casa de Dios en la tierra. El segundo es el símbolo de la unidad del Cuerpo de Cristo. Mediante el primero no sólo la persona era recibida sino que desde el punto de vista administrativo sus pecados eran lavados. Indudablemente éste fue en realidad el caso ante Dios con respecto a Pablo en su conversión; pero aun así Ananías le dice: “Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre”, como Pedro dijo a los judíos en Pentecostés: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 22:12-16; Hechos 2:38). Pero una vez recibida la persona, dicha recepción nunca podía repetirse. Ahora bien, supongamos que, como en muchos casos que nos rodean ahora, ello fuese hecho informalmente, aun así ello fue hecho en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y el pensamiento de repetirlo sería en vano: eso no podía ser.
¿Cómo podrían las personas ‘descristianizarse’, por así decirlo, o salirse de la profesión de cristianismo para volver a entrar cuando ellas piensan más correctamente, sino borrando una acción histórica de la vida anterior de ellas, con independencia de cuándo ello hubiese sido llevado a cabo? Ello es sencillamente imposible. La cosa fue hecha y allí permanece; aunque hubiese sido hecha de manera informal. La responsabilidad recae en la persona que lo hizo; no en la persona a la cual eso fue hecho. Porque el bautismo es un acto del bautizador, no del bautizado. Leemos al final de Mateo 28, “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos”, etc. No dice «ve y sé bautizado». Esta comisión fue dada por el Señor en resurrección solamente, no ascendido, desde donde Él envió el Espíritu Santo como la Cabeza glorificada de Su cuerpo. El Espíritu Santo fue dado a Pedro y a los otros en la tierra y la Casa fue formada, y esta obra de recepción siguió a continuación, mucho antes de que Pablo fuera convertido. Cuando él lo fue, él fue recibido como cualquier otro en la Casa del bautismo. Sin embargo, él afirma claramente que ‘él no fue enviado a bautizar’ (1 Corintios 1:17). Él lo encuentra allí, no lo deja a un lado por su posterior y celestial comisión, y él lo utiliza así a veces para recibir alguno (como “Crispo” y “Gayo”, y la casa de Estéfanas”) no haciéndolo él más de lo que era necesario, aunque ello no estuviese incluido en su misión.
Ahora bien, la cena del Señor consiste en que “Todas las veces que comiereis”, “la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga” (1 Corintios 11:26). A diferencia del bautismo esto fue revelado de nuevo por Cristo en la gloria a Pablo, y recibió a través de él nuevas características desconocidas anteriormente, cuando fue instituida por primera vez por el Señor. Ella se convierte, cuando se participa en ella conforme al pensamiento divino, en el símbolo de la unidad de la Iglesia de Dios aquí abajo. Es también el ostensible gran centro de la reunión de la Iglesia de Dios en la tierra. Allí se hace realidad de manera especial la presencia del propio Señor “en medio” (Mateo 18:20).
Se trata de ese centro moral en vista del cual cada miembro de Cristo se juzga a sí mismo para poder comerla dignamente, de una manera adecuada a la santidad y verdad de Aquel a quien él está unido por el Espíritu Santo que le ha sido dado. Es aquello con respecto a lo cual la participación, o lo contrario, muestra que la persona está confesando y profesando la realidad de su porción en Cristo. Es con respecto a ello que, al no juzgarse el creyente a sí mismo y a sus modos de obrar, la responsabilidad de los santos es lidiar con aquel que no se juzga a sí mismo y sacar ese perverso de entre ellos. Es en vista de ello que cuando el individuo no se ha juzgado a sí mismo, y hacerlo ha recaído en la responsabilidad de los santos reunidos; o cuando los santos reunidos han fallado (como en Corinto) en lidiar con lo que no era apropiado para Cristo y para la mesa del Señor; el Señor Mismo había actuado como sobre Su propia Casa, sacando a algunos mediante muerte; y había impuesto Su mano castigadora sobre otros, mediante enfermedad y debilidad corporal: porque muchos de entre ellos estaban “débiles y enfermos”, y muchos dormían” (1 Corintios 11). Es, de hecho, el gran símbolo moral y el centro, externa y expresamente, de la existencia de la Iglesia de Dios aquí abajo.
Es también, de manera aún más bienaventurada y cuando se participa en ella en el poder de un Espíritu no contristado, el más conmovedor de todos los ‘servicios de fe’ del pueblo del Señor. Donde la presencia del Señor se hace realidad más dulcemente en el momento que ni Dios ni Su pueblo olvidarán jamás; cuando Él se entregó a Sí mismo para Su gloria, y para nuestra eterna salvación.
El ministerio del evangelio desde el corazón de Dios al mundo es dulce para el alma. Las almas son bendecidas y el poder del Espíritu es sentido, y Dios es dado a conocer en un mundo que no Le conoce. También el ministerio de Cristo para Sus santos; alimentándolos, y edificándolos, y produciendo adoración en sus corazones por toda Su inefable bondad, es conmovedor para el alma, escudriñando la conciencia; y la frescura de Su amor es así derramada en el corazón. Todas estas cosas y muchas más son buenas y bienaventuradas. Pero en la cena el alma y Dios se encuentran como nunca antes: el corazón del santo y los padecimientos de Cristo mismo están juntos; Su amor es gustado, los participantes se alimentan de Sus perfecciones; en resumen, el propio Señor está allí de una manera que junto al cielo mismo no hay nada igual aquí. El hombre no está ante nosotros en esa hora. Todo esto es dejado de lado en presencia de Uno mayor, el cual dirige las alabanzas de los Suyos.
Por lo tanto, ¿acaso no deberíamos nosotros procurar cerciorarnos del pensamiento de Dios acerca de esta fiesta? ¿No deberíamos procurar despojarla de todo pensamiento y práctica que pudiera alterar la verdadera bienaventuranza que Él, el Señor, ha querido que ella sea para nosotros? En breve nosotros nos sentaremos a la cena de las bodas del Cordero. No tenemos descripción alguna de esta escena. El Espíritu Santo usa solamente una palabra para describirla: “¡Bienaventurados!”. Leemos, “Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero”, y Él añade: “Estas son palabras verdaderas de Dios”.
Pero aquí en la “Cena del Señor”, uno se sienta con otros como uno, todavía en cuerpos de humillación, aunque salvados por gracia y hechos aptos para la gloria para volver a alimentarnos de Cristo en Su muerte. La noche cuando todo el mundo estuvo contra Él, y Dios Le desamparó, así como los Suyos que Le amaban verdaderamente, cuando el poder y el encanto de Satanás estaban sobre las almas de los hombres, y nuestro perfecto y bendito Salvador pasó a través de esa noche, Su última noche con sus discípulos, y comió esa Cena Pascual de la cual Él habla en esas conmovedoras palabras: “¡Cuánto he deseado” (‘deseo fervoroso y anhelante’ como la palabra significa) “comer con vosotros esta pascua antes que padezca!” (Lucas 22:15).
De esa fiesta pascual y la institución de Su Cena Él pasa a Su agonía en el huerto donde recibe de manos de su Padre Su copa de dolor. Llevándola en Sus manos, (por así decirlo), Él es traicionado por su “amigo”: el que había comido pan con Él había levantado su calcañar contra Él. Leemos, “Aun mi amigo familiar, en quien yo confiaba, el que comía de mi pan, ha levantado contra mí el calcañar” (Salmo 41:9 – JND, VM).
Él sigue adelante, y es ‘negado’ con juramento por alguien que pensaba que ningún poder podría hacer fracasar su amor por su Maestro. Después de Su “buena profesión” delante de Poncio Pilato, Él es escarnecido y vestido con el manto de púrpura y le pusieron la corona de espinas sobre Su cabeza. Desde allí Él pasa a otras manos y es azotado y condenado. Finalmente llega la cruz de un malhechor, donde Él es contado con los pecadores, y las cosas acerca de Él de las cuales la gente murmuraba tuvieron su fin.
Desamparado ahora por Dios nosotros Le encontramos en las tinieblas de aquella escena donde ningún rayo de luz penetraba para aliviar Su alma; Él clama a Dios a la hora “de la oración”, —la “hora novena”—, y ‘no es oído’. ¡Qué profundidades del alma fueron expresadas en aquel clamor a gran voz desoído! Pero Él, que en vista de todo esto, al instituir la fiesta pudo ‘dar gracias’ dos veces (Lucas 22:13-20), sabiendo la luz y el amor que había detrás de todo ello; las profundidades de aquel amor de Dios el Padre cuyo amor Él compartía desde la eternidad pasada.
Estos son algunos de los rasgos que se nos presentan al recordarle. Nosotros no podríamos ‘recordar’ a alguien que no conociéramos; nosotros recordamos a Uno a quien conocemos. Le conocemos pero en escasa y pequeña medida: pero es al Señor que nos ama a quien conocemos y recordamos en la hora de Su muerte y vergüenza; el resultado de Su primera venida a este mundo de pecado.
Ahora bien, aunque la sencillez, en cuanto a la actitud en que el Espíritu de Dios guía a los santos reunidos en este ‘servicio de la fe’, es aquello que debería caracterizarlos, es decir, en el recuerdo del Señor en aquella noche cuando fue traicionado, no hay un carácter especial de recordación que deba ser esperado por parte de los santos.
Aun así, nosotros debemos recordar que “En medio de la iglesia (dice el Señor) cantaré tu alabanza” (Hebreos 2:12 – VM). Por lo tanto, nosotros debemos buscar Su presencia muy especialmente en un momento así. Pero cuando Cristo dirige las alabanzas de los Suyos no deberíamos encontrar muchos pensamientos acerca de nuestro estado anterior: acerca de nuestros pecados, de nuestra liberación de ellos. Es a Él a quien nosotros recordamos en Su muerte; y todo eso es lo que este recuerdo incluiría. Por lo tanto, yo temería mucho ver a las almas pensando demasiado en su propia bendición, en su propio aspecto de las cosas. Me parecería que ellos no se han reunido con pensamientos verdaderos acerca de la Cena en sus almas.
Nosotros sabemos de manera bienaventurada que los ‘hijitos conocen al Padre’ (1 Juan 2:13), y es el Espíritu de adopción lo que los caracteriza; ellos se regocijan más en su propia bendición que en Él, el Bendecidor. Los padres en Cristo Le conocen (1 Juan 2:14). Yo también estoy seguro de que en la Cena del Señor nosotros tenemos cada cuerda tocada, por así decirlo, de modo que cada corazón bendecido por medio de Cristo puede sentir y regocijarse. Ninguna cuerda ha sido jamás afinada en algún corazón que no encuentre su respuesta allí, y si bien cada alma que se reúne para comer la cena del Señor está sin duda en un estado espiritual diferente, las cuerdas en cada una están divinamente encordadas, y cuando Cristo está ante el alma ellas deben producir armonía.
Así como en los diversos aspectos de Cristo en Su vida perfecta, en Su muerte, y en el hecho de llevar Él el pecado, y todo, son presentados en las ofrendas (véase Levítico 1-7), muchas ofrendas para hacer al único Cristo bendito. Así ocurre en la cena, allí es encontrado lo que responde al cántico de cada corazón, aunque la nota tocada pueda sonar más de su propio aspecto de las cosas en algunos que rodean a Aquel que dirige sus alabanzas.
Aun así yo creo que la verdadera adoración siempre lo tiene a Él como su alimento y su objeto: “Le adoraron”. Él revela y muestra al Padre; y cuando el Padre es adorado en el Hijo, el Hijo Le revela, y “el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23). Cuando Dios es visto en Cristo el Hijo, y el Padre es conocido en Él, y el Espíritu en nosotros es libre para revelarnos Sus cosas, entonces la adoración tiene su nivel verdadero y apropiado, y Él habita ahora en las alabanzas de Su iglesia; como antes Jehová habitaba en las alabanzas de Israel (Salmo 22:3).
Nosotros encontramos que lo que prefiguraba la comunión de la iglesia de Dios (la ofrenda de paz; Levítico 3:1-17) venía en tercer lugar en el orden de las cinco ofrendas en Levítico para mostrarnos que la adoración de los santos se fundamenta en lo que Cristo fue para Dios como holocausto (Levítico 1:1-17), y su ofrenda vegetal (Levítico 2:1-16), siendo ambas ofrendas de “olor grato”. Ellas señalaban todo lo que Cristo fue para Dios en Su consagración hasta la muerte para la gloria de Dios, dando gloria a Su naturaleza en cuanto al pecado en el lugar donde estaba el pecado, y entregándose Él mismo enteramente a Dios; y esto lo tipificaba el Holocausto. Y esto era acompañado de una oblación llamada su ‘ofrenda vegetal’ (el holocausto y su oblación). Esto era la persona de Cristo en su pureza y gracia, y era incruento y no expiatorio, aunque acompañaba a lo que sí lo era, y el memorial era ofrecido a Dios con todo su incienso. Luego, donde estaban las cenizas de ambos, en el altar del holocausto, allí era quemada la ofrenda de paz (o su memorial) (véase Levítico 3:5). La cuarta y la quinta ofrendas eran lo que Cristo fue hecho por nosotros (2 Corintios 5:21), no lo que Él era en Sí mismo personalmente; y ellas vienen después de la ofrenda de paz o de comunión (Levítico 3).
¿Acaso no tiene esto algo que decirnos? ¿Acaso no podemos ver que Aquel que mejor puede comprender lo que Cristo fue para Dios como Holocausto y su Ofrenda vegetal, en Su olor grato, puede sostener y dirigir mejor la adoración de los santos reunidos, pues Él está en el verdadero terreno del poder del alma para adorar al Padre?
Es causa de profundo gozo, y esto nunca debe ser olvidado, saber que Cristo cargó con nuestros pecados y nos trajo a este lugar de bienaventuranza, pero eso no es el pensamiento prominente en la alabanza. ¿Pensaba mucho el hijo pródigo en la provincia apartada y en sus harapos y miseria, y en el cambio que había sobrevenido, cuando comió el becerro gordo con el Padre? El corazón, la casa y la alegría de su padre lo silenciaron. No habría tenido nada que ver con el alborozo de su padre haberle recordado sus harapos y la deuda que él tenía con su padre. Él debe gozar de la alegría de su padre, sea ello como fuere (Lucas 15:11-32). Estas y otras alabanzas similares son las que Cristo puede cantar y dirigir en medio de Sus santos reunidos.
¿Podría un alma, insegura de su salvación, tener su lugar en un banquete como aquel? No. En conciencia y en fe estamos solos. Pero cuando hemos sido sellados con el Espíritu, Él dirige nuestras almas en comunión con el Padre y con el Hijo y unos con otros en luz.
Pero no todas las almas convertidas están allí. ciertamente no lo están. — Muchas almas son vivificadas pero no están en paz. La vida misma que ellas tienen las hace sentir sus pecados; las hace sentir su miseria; pero cuando ellas han creído, Dios las sella con el Espíritu Santo de la promesa (Efesios 1:13, etc.).
Hasta entonces ellas no son “miembros de Cristo”, no están en unión con Él, con la Cabeza de Su cuerpo en los lugares celestiales. Entonces, cuán necesario es ocuparse de que la persona haya recibido el Espíritu Santo cuando creyó” (Hechos 19).
Por tanto, la Cena es sólo para ellos, para los miembros de Su cuerpo, de Su carne y de Sus huesos.
Ella es celebrada conforme a la Escritura por los tales como la expresión de todo el cuerpo de Cristo en la tierra.
La mesa debe ser puesta como la mesa del Señor, y los que participan de ella deben estar reunidos a Su Nombre, para expresar esto. Las mesas de las diversas sectas y grupos en la iglesia profesante no pueden ser reconocidas como “la mesa del Señor”: ellas no lo son. Una secta con un sistema tiene sus propios dogmas y normas y credos y ministerio, generalmente configurados para el mundo o los inconversos así como para los salvos. Tal vez hay allí un ministerio humano, o alguna persona que absorbe todas las funciones de los miembros del cuerpo de Cristo de manera explícita en él mismo. La libre acción del Espíritu de Dios es impedida en los miembros. Esto y cosas semejantes excluyen a los piadosos de su comunión, y proclaman que esa no es la Mesa del Señor.
Pero cuando la mesa del Señor es puesta conforme a Dios ella debe ser: En primer lugar, la expresión de todo el cuerpo de Cristo en la tierra: en la inclusión de todos.
En segundo lugar, no debe haber nada deliberadamente permitido allí entre los reunidos que impida de manera doctrinal o moral que un solo miembro de Cristo en la tierra esté allí. Si así fuera puesta ella dejaría de ser la “Mesa del Señor” y sólo sería la mesa de una secta o grupo en la cristiandad. No se trata de que cada uno de los que está allí esté obligado a ver y entender todas y cada verdad y doctrina con los demás; de ninguna manera: esto sería hacer que el entendimiento de los miembros de Cristo y su unanimidad en la doctrina sea un término de comunión en lugar de esto, a saber, que ellos son miembros de aquel un solo cuerpo, y sanos en la fe y en la moral. No, es más, las grandes verdades fundamentales de la santa Palabra de Dios deben ser mantenidas acertadamente.
Estas verdades fundamentales serían doctrinas tales como la pura y santa Persona de Cristo, el Hijo de Dios, Su encarnación, Su obra expiatoria, Su resurrección y ascensión, Su filiación eterna, Su venida en carne. También, las doctrinas del castigo eterno, de la presencia del Espíritu Santo en la iglesia, de la Trinidad de las Personas en la Divinidad, todas ellas estarían claramente definidas en el alma. Los hijitos en Cristo conocen todas estas cosas, y cuando el Espíritu Santo mora en un santo, éste ha recibido la unción que le enseña todas estas cosas (1 Juan 2:18-27). Él también es sensible a estas cosas: toque usted a Cristo de alguna manera y usted toca la niña de sus ojos. Que él es fiel en la fe de la persona de Cristo, y usted puede contar con que en general está en lo correcto en todo lo demás. Que él es falso en sus pensamientos acerca de Jesús, y toda su alma estará más o menos llena de error. Él es la verdadera prueba, el criterio de la fe verdadera. Todo esto supone que él está en paz con Dios y posee Su Espíritu morando en él.
En tercer lugar, el “primer día de la semana” es el día de su celebración; como el de todas las grandes reuniones de los miembros de la Cabeza resucitada de la iglesia. Cuando ella fue formada por primera vez en Pentecostés, Sus miembros perseveraban unánimes cada día en el templo y partían el pan en las casas alabando a Dios, etc. (Hechos 2:46-47). Pero cuando la asamblea fue disgregada en Jerusalén (Hechos 8) y ya no se encontró más relacionada con el centro judío de las cosas, el Espíritu de Dios los condujo a reunirse habitualmente el primer día de la semana para este claro propósito. Leemos, “El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan” (Hechos 20:7). Y esto fue ratificado por el Apóstol permaneciendo él allí para estar con ellos en esta fiesta.
¡Cuán sensible es el santo de mente espiritual en este maravilloso centro de reunión de la iglesia! Cuán espiritual debe ser uno para atreverse a dirigir en la adoración a Dios en la bendita presencia del Señor. Cuanto más el creyente piensa en la presencia de su Señor y Amo, más cuidadoso es él para que ni una sola palabra, ni una sola nota que él toque no esté en consonancia con el propio corazón del Señor, en comunión con el cual el Espíritu presente dirige los cánticos de Su pueblo. De qué manera el corazón siente una nota discordante en un momento tal; cuando el oído del alma está atento a que la nota suene verdaderamente en los corazones de los santos con el del Señor. Un himno mal elegido es la música inadecuada a las palabras del canto espiritual. La prisa de uno, la tardanza de otro: la extensión de algunos. Qué ejercicio de alma producen estas cosas y de qué manera ellas estropean la reunión que debería refrescar y alimentar el alma. Asimismo, ¡cuán frecuentemente el juicio del yo es descuidado hasta el momento en que la presencia del Señor es sentida; y entonces, por primera vez, el alma siente que ella no está en poder espiritual, y debe pensar en sí misma en lugar de pensar en Cristo!
Que mis hermanos reflexionen acerca de estas cosas y aunque somos pobres y débiles crezcamos en la conciencia de lo que es reunirse alrededor de nuestro bendito Señor; en darnos cuenta de Su presencia; olvidarnos de nosotros mismos; esperar en Él; renovar nuestra fuerza; llevar vasos limpios aunque estén vacíos a Su presencia; encontrar que son llenados y hechos rebosar por Aquel cuya plenitud es inagotable: tan llenos que el vaso rebosante vuelve a Él, cuando las aguas vivas refrescan el alma cansada, y encuentran de nuevo su nivel en Su presencia, y en la presencia del Padre.
También estoy seguro de que algunas veces hay muchos allí cuyos corazones refrescarían a su Señor y a sus hermanos con “cinco palabras” de alabanza pero se contienen y ‘apagan el Espíritu’, obligando a algún otro a hablar fuera del verdadero orden del Espíritu de Dios, (porque se lo obliga) y pierden mucho para sus propias almas así como para las almas de sus hermanos.
El corazón anhela ver a los santos de las Asambleas de Dios llenos del Espíritu y en una frescura tal de poder y adoración que prescinda del hombre y dé lugar sólo a Cristo, o a lo que es del Espíritu de nuestro Dios.
Qué consuelo brinda el saber que cada “primer día de la semana” nos lleva a estar otros siete días más cerca de aquel día glorioso, en la perspectiva del cual la muerte del Señor anunciamos hasta que Él venga. Cuán dulcemente la primera venida del Señor está ante el alma en esta fiesta, así como la segunda. Cuando llegue aquel día y Le veamos, Él “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53), y cada deseo y anhelo espiritual encontrará su respuesta en nosotros, así como en Él, y entraremos en esa escena de la cual se dice: “No cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir”. Es Su santo ser el que conmueve el corazón aun en esa escena, y lleva a los que rodean Su trono a olvidar sus propias bendiciones y su propia gloria; a dejar lo uno, y a despojarse de lo otro, en la más dulce ocupación de disfrutar de lo de Él; y a decir: “Señor, digno eres” (Apocalipsis 4). “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán” (Salmo 84:4).
Los últimos días
“Y de la manera que Janes y Jambres resistieron a Moisés, así también éstos resisten a la verdad” (2 Timoteo 3:8).
Las últimas palabras de cualquier siervo de Dios deben llevar consigo un sentimiento de profunda solemnidad; y especialmente es así cuando pensamos en ellas como escritas o pronunciadas al final de su servicio terrenal, el fruto de su variada y prolongada experiencia, y con el juicio solemne acerca de todo que la relación con Dios durante años había dado. Con cuanto mayor poder ellas deben llegar a nosotros como palabras de inspiración dadas por el Espíritu de Dios, como estas últimas palabras de Pablo a Timoteo, su hijo en la fe.
Generalmente hablando, las Escrituras de Dios contienen la Verdad revelada para la Eternidad: pero ellas contienen también la Verdad para la Época, Verdad que no tendrá aplicación alguna cuando la Época haya pasado; sin embargo, los asuntos acerca de los cuales ellas enseñan, aunque no sean para la época, tendrán su influencia sobre la historia eterna de todos a quienes ellas fueron dirigidas, o a quienes ellas fueron expresadas. Tal es la Segunda Epístola de Pablo a Timoteo. Tales son las últimas palabras de este hombre de Dios. Eternas en los asuntos revelados, ellas fueron escritas para aquel momento, y tienen su aplicación especial ahora, antes que la Época haya pasado.
Cuán solemne es también el pensamiento de que en cada caso cuando las últimas palabras de los grandes líderes del pueblo de Dios han sido oídas en la Escritura, nosotros encontramos invariablemente la decadencia total y la ruina absoluta de todo lo que los rodeaba: pues aquello por lo cual el corazón trabajó y amó, había caído —había caído para nunca más levantarse de nuevo— y si bien es algo seguro que una senda para la fe va a ser hallada, señalada por Dios en medio de ello, nunca hay una esperanza de restauración. La mirada se vuelve hacia el Señor —la mirada insatisfecha con las cosas aquí— y espera Su intervención, Su regreso, como el único gozo y recurso y esperanza, que quedan.
Vea usted el final de la carrera de Moisés, y lea la conmovedora narración al final de su senda, —narración que concluye con su cántico profético— y aprenda usted algo acerca del corazón y los sentimientos de este hombre de Dios antes que él desapareciera para nunca más ser visto (Deuteronomio 31-32).
Así también en el caso de las últimas palabras de David y sus cánticos ya que cuando los restos de las esperanzas yacían esparcidos a su alrededor su corazón se vuelve hacia esa mañana sin nubes, hacia ese Justo Gobernante sobre los hombres a quien él vio por medio del Espíritu, a saber, el Cristo ideal de Dios, hasta donde podía ser conocido en aquel entonces.
Asimismo, cuáles deben haber sido los sentimientos de Pablo en medio de la corrupción de aquello que era lo mejor —lo mejor que jamás había sido visto en la tierra junto a aquel único Perfecto—. Ojalá que el corazón de uno, enseñado por el Espíritu de Dios, pudiera acercarse a estas últimas palabras de Pablo (2 Timoteo), con algo de esos sentimientos que llenaban su alma mientras escribía a su amado hijo en la fe: aquel de quien él podía decir, “a ninguno tengo del mismo ánimo” (Filipenses 2:19-20). Cuando nosotros consideramos a nuestro alrededor a los carnales, a los mundanos, que encontramos día tras día en Su iglesia, carnales y mundanos aunque Suyos, poco nos extraña la angustia de alma del apóstol y la preciosidad cada vez mayor y más profunda de Cristo, a quien él había creído (2 Timoteo 1:12). Al apartarse de todo lo terrenal en lo que vivía su corazón y por lo que trabajó y se esforzó durante tantos largos años; trabajó y se esforzó con padecimientos sin parangón en la historia de un hombre; y se vuelve hacia Aquel que era el único digno de toda la consagración de su corazón, para decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:7-8).
Oiga usted también el clamor que salió de lo más íntimo del alma del Legislador cuando Dios le dijo: “Sube a este monte Abarim, y verás la tierra que he dado a los hijos de Israel. Y después que la hayas visto, tú también serás reunido a tu pueblo, como fue reunido tu hermano Aarón” (Números 27:12-13). “Ponga Jehová”, dijo él, “Dios de los espíritus de toda carne, un varón sobre la congregación, que salga delante de ellos y que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Jehová no sea como ovejas sin pastor” (Números 27:16-17).
¡De qué manera hace reverberar el corazón el espíritu de un clamor tal! Cómo se vuelve más claramente al Señor para que Él, el Pastor de Sus ovejas, actúe de acuerdo con Su naturaleza, Su carácter y Sus modos de obrar. De qué manera el corazón de Pablo se vuelve al Señor que estuvo a su lado y lo fortaleció, que lo libró y lo libraría; y el corazón del anciano siervo está con Timoteo en una hora como la que tenemos ante nosotros en su Segunda Epístola a su amado hijo; antes que él fuera “sacrificado” (2 Timoteo 4:6), ya que el momento de su “partida” estaba cerca.
Hay algo sorprendente en las palabras iniciales de esta Epístola; y es aquello que no es el testimonio general en sus otros escritos, a saber, él habla de sí mismo como un “Apóstol ... según la promesa de la vida que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 1:1). Él se refiere más ampliamente a esta vida, —la vida Eterna, prometida “desde antes del principio de los siglos”, en su anterior carta a Tito (Tito 1:2)—. Pero también aquí él es un Apóstol según esta “promesa de la vida que es en Cristo Jesús”. Esto tiene un significado relevante en la epístola, a lo largo de toda ella. Asimismo, las exhortaciones se vuelven aquí más deliberadamente individuales cuando las cosas habían llegado a la ruina que ahora está ante nosotros; y cuando se insiste de modo tan prominente en esta llamativa mención de la vida.
Ahora bien, la tendencia del alma del hombre —de los santos— es ir siempre de un extremo a otro, casi en todo; y en casi en nada más que en las cosas espirituales. Muchos que anhelaban las verdades; habiendo encontrado lo que los había librado de los sistemas de los hombres en la iglesia profesante, se han sentido afligidos y desilusionados ante el fracaso y la debilidad de aquellos que con ellos mismos lo habían buscado y encontrado, y habían caminado en las verdades divinas de la Iglesia de Dios, invocando al Señor con un corazón puro; se han descorazonado ante toda esperanza adicional de que la perfección corporativa es posible, y han pasado al otro extremo, que estando todo tan quebrantado y arruinado, no queda nada más que la piedad individual, y una senda de unidades reunidas por su necesidad espiritual común.
¿Acaso no hemos oído decir a veces, «Bueno, el testimonio corporativo ha terminado, pero tenemos la Palabra, Mateo 18:20, a la cual recurrir», —el mal uso del pasaje, “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Todos esos pensamientos son el clamor de la incredulidad. De modo que cuando nos desanimamos acerca de las cosas en la iglesia de Dios, nosotros demostramos que no estamos, o nunca estuvimos, en el terreno correcto en nuestras almas.
La tendencia constante del alma es ocuparse del mal y zozobrar bajo el pensamiento de que el mal es mayor que el bien. Hacer esto es suponer ¡que el mal es más grande que Dios! Es una gran cosa contar con Él: sentir que Él está por encima de todo, y que Él llena nuestros corazones con la fortaleza de Su gracia que es en Cristo Jesús. En ninguna epístola encontramos tan variado poder del mal reconocido como en la Segunda epístola a Timoteo, y sin embargo, en ninguna epístola se insiste más en la confianza y el valor para el siervo en medio de todo ello, que en ella. “Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1). “No te avergüences pues del testimonio de nuestro Señor” (2 Timoteo 1:8 – VM). “Participa de las aflicciones por el evangelio” (2 Timoteo 1:8). “Retén la forma de las sanas palabras” (2 Timoteo 1:13). “Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo” (2 Timoteo 2:3). “Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones”. “Cumple tu ministerio”, etc., etc. (2 Timoteo 4:5).
Pero yo quisiera examinar ahora, en primer lugar, este pensamiento acerca de la “vida” que está tan presente en la mente del apóstol. Él habla de sí mismo como apóstol según la promesa de la vida que es en Cristo Jesús. Nosotros volvemos aquí a lo que existía desde antes del principio de los siglos, leemos, “La vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos” (Tito 1:2), pero que el Evangelio manifestó a su debido tiempo y cuando el hombre había sido plenamente probado y hallado falto. Dios “nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras”, — es decir, a nuestra responsabilidad, según la cual se obtenía juicio; “sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:9-10).
Nosotros tenemos aquí los “tiempos de los siglos” y, pasada por alto en silencio durante la historia del primer hombre; tenemos la vida dada antes que los siglos comenzaran y sacada a la luz cuando la historia del hombre hubo pasado, aunque mostrada y revelada en la Persona, y senda, y aparición de Jesucristo en esta escena. La vida eterna que estaba con el Padre fue manifestada en el Hijo, —un Hombre en la tierra—. Una vida de la cual cada movimiento y expresión era una vida de comunión entre Su Padre y Él.
Una sola voluntad, la voluntad del Padre, fue hecha por Aquel único que no hizo Su voluntad, sin embargo Él era Uno cuya voluntad siempre perfecta fue entregada a Dios y nunca fue hecha: leemos, “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38), esta fue Su vida. Hermosa senda de luz y bendición en un mundo alejado de Dios por la voluntad del hombre instigada por el enemigo. En la muerte y por medio de la muerte tenemos la perfección de la obediencia, sin la cual, todo lo demás era imperfecto.
Él quitó (anuló) la muerte; Aquel en quien no había necesidad alguna de morir descendió a la muerte: y pudo hacerlo porque Él en gracia se hizo Hombre, entrega esa vida perfecta en obediencia al mandamiento de Su Padre, tomando sobre Sí en pureza de persona sin mácula los pecados de Su pueblo: la paga de lo cual es la muerte. Pero más que esto; cargando con todas las demandas que el Santo Ser de Dios requería para la vindicación contra el pecado y a causa de él; Él cambió la muerte de ser su paga en una senda hacia la vida; anulando su oficio como precursora del juicio venidero.
Cuerpo y alma estaban bajo el poder de la muerte; y en lugar de la muerte del alma y la corrupción del cuerpo, ¡Él sacó la vida de lo uno y la inmortalidad de lo otro a la luz por medio de las buenas nuevas de Su victoria! (2 Timoteo 1:10). Esta vida fue prometida antes del principio de los siglos (Tito 1:2); fue manifestada en Él como Hombre en la tierra, y ha resplandecido ahora en el Evangelio.
“Palabra fiel es esta” a los Suyos: “si somos muertos con él, también viviremos con él; Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:11).
Y por otra parte, “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). En la vida de Pablo vemos un patrón de esto de una manera sorprendente. Y ahora, al final de un curso tal de vida él puede volverse a Timoteo y recordarlo en las palabras, “Tú empero has conocido perfectamente mi enseñanza, mi conducta, mi propósito, mi fe, mi longanimidad, mi amor, mi paciencia, mis persecuciones, mis padecimientos: sabes cuales cosas me sucedieron en Antioquía, en Iconio, en Listra; qué persecuciones sufrí; y de todas ellas me libró el Señor” (2 Timoteo 3:10-11 – VM).
Yo quisiera comentar aquí que estas Escrituras (2 Timoteo 3-4), son las predicciones del Espíritu de Dios en cuanto al estado de cosas que sobrevendría de inmediato cuando el servicio apostólico en la iglesia finalizara.
Los “postreros días” comenzaron de inmediato cuando Pablo ya no estuvo allí. Juan, que le sobrevivió, pudo decirnos: “Hijitos, es ya la hora postrera” (1 Juan 2:18 – VM). Así lo hizo Santiago, “Habéis acumulado tesoros para los días postreros” (Santiago 5:3). “El juez está delante de la puerta” (Santiago 5:9). También Pedro dice, “Preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:5). “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). “En los postreros días vendrán burladores” (2 Pedro 3:3). “Los postreros días” no es meramente la época en que nosotros vivimos en las postrimerías de diecinueve siglos. Se trata de una expresión utilizada por todos los Apóstoles de manera experta, descriptiva del estado moral de aquel entonces que había llegado o que estaba recién entrando.
Pero ahora preste usted atención a lo que viene a continuación. Esta vida en Cristo, poseída por los Suyos, a ‘Cristo que es nuestra vida’ (Colosenses 3:4), se le opondría la “apariencia de piedad”, en el cuerpo profesante arruinado (2 Timoteo 3:5). Nosotros ya hemos citado sus palabras (2 Timoteo 3) en cuanto a lo que los hombres llegarían a ser bajo Su nombre; la “apariencia de piedad” poseída, la “eficacia” negada: por parte de aquellos a los cuales los de corazón fiel ‘evitarían’. Un claro alejamiento positivo de todo lo que no llevaba la impronta en eficacia práctica de esta vida en Cristo, vivida y expresada.
Esta resistencia a la verdad se vería de una manera notable por una imitación, una falsificación que llegaría lejos para engañar. El anciano Apóstol vuelve a los primeros momentos de la historia de Israel, cuando ellos estaban en Egipto antes de la liberación. Cuando ellos estaban todavía cautivos bajo el poder de Satanás.
Dios había enviado a Moisés para liberarlos y Aarón iba a ser su portavoz y profeta. Ellos fueron a hablar con Faraón tal como Jehová había ordenado y Aarón arrojó su vara ante la exigencia de Faraón de mostrar una prueba de la misión divina de ellos; y la vara de Aarón se hizo culebra (Éxodo 7:8-13). La vara (el signo de poder) se había vuelto satánica, y bajo esto el pueblo era mantenido cautivo. Así como en la profesión del cristianismo la forma de piedad tenía toda su eficacia de parte del enemigo, y estaba sin la eficacia de la vida por medio de la verdad. Moisés huía ante ella, cuando Dios se la mostró por primera vez en el desierto; y ahora los fieles también huirían, o se apartarían (Éxodo 4:1-5).
Faraón llama ahora a sabios y hechiceros; a los Janes y Jambres de aquel día, los cuales resistieron a la verdad; y arrojaron sus varas, que también se volvieron culebras. El Testimonio de Jehová fue frustrado por el poder de Satanás. “Y el corazón de Faraón se endureció” (Éxodo 7:11-13).
Jehová presenta nuevamente más señales de poder. Aarón, por orden Suya, toma su vara y la extiende sobre las aguas de Egipto; y las aguas se convirtieron en sangre (Éxodo 7:19-25).
Lo que era la representación de refrigerio para el hombre se convirtió en signo de juicio y muerte. Todo esto apunta a esa terrible segunda representación de estas cosas, cuando el “Segundo ángel derramó su copa sobre el mar, y éste se convirtió en sangre como de muerto; y murió todo ser vivo que había en el mar. El tercer ángel derramó su copa sobre los ríos, y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre” (Apocalipsis 16:3-4). Todo se volvió mortífero, no sólo las masas de naciones y de hombres; sino las corrientes y manantiales de todas las cosas humanas en aquel día. Cuán solemnemente corren todos en el momento actual hacia el fin, —hacia el océano de juicio que viene sobre la tierra.
Otra señal es presentada en la plaga de ranas. “Y Jehová dijo a Moisés: Dí a Aarón: Extiende tu mano con tu vara sobre los ríos, arroyos y estanques, para que haga subir ranas sobre la tierra de Egipto. Entonces Aarón extendió su mano sobre las aguas de Egipto, y subieron ranas que cubrieron la tierra de Egipto”. Nuevamente se manifiesta el poder de Satanás; y leemos, “Y los hechiceros hicieron lo mismo con sus encantamientos, e hicieron venir ranas sobre la tierra de Egipto” (Éxodo 8:5-7). Entonces vino el reposo; y por la intercesión de Moisés la plaga fue quitada, y “viendo Faraón que le habían dado reposo, endureció su corazón” aún más (Éxodo 8:8-15). Cuán sorprendente es que la única posibilidad de que la plaga desapareciera recayera en Moisés ante el Señor: los que ejercían el poder de Satanás estaban indefensos ante él y bajo su poder.
Ahora bien, nosotros tenemos aquí esta persistente y terrible resistencia a la verdad; pero no la tenemos con persecución abierta o poder; sino de una manera que hace más para destruirla que cualquier otra. Ello fue por medio de la imitación, por medio de presentar una falsificación de la verdad. Los siervos de Dios proporcionan una demostración de su misión divina; pero esto es contrarrestado inmediatamente por el enemigo. Janes y Jambres imitan el milagro y el observador queda confundido. Al parecer, Satanás y Dios estaban de acuerdo y a Israel no se le permitiría apartarse de Egipto. Así sucede en la hora actual. ¿Qué es lo que nosotros oímos por todas partes? «Oh», dicen en las iglesias mundiales que nos rodean, «nosotros tenemos un evangelio tan bueno como el de tal otra iglesia; no hay necesidad de separarse como separatistas para oírlo», y así el enemigo tiene éxito. «Nosotros encontramos que se habla de la verdad de la presencia del Espíritu en la tierra, en tal o cual iglesia. Entonces, no hay necesidad de mudarse de una sección de la iglesia profesante para oír eso». Así ocurre también con las doctrinas de la iglesia de Dios; de la venida del Señor; cada cosa distintiva es aceptada, revelada la primera vez para formar a Su pueblo, por el Señor, luego las iglesias mundiales las ocupan, y el oyente, el observador, es engañado mediante la falsificación del enemigo; su conciencia es adormecida, y la apariencia sin la eficacia es el soporífero usado.
Por fin llegó otra señal. “Di a Aarón”, dice Jehová: “Extiende tu vara y golpea el polvo de la tierra, para que se vuelva piojos por todo el país de Egipto. Y ellos lo hicieron así; y Aarón extendió su mano con su vara, y golpeó el polvo de la tierra, el cual se volvió piojos, así en los hombres como en las bestias; todo el polvo de la tierra se volvió piojos en todo el país de Egipto. Y los hechiceros hicieron así también, para sacar piojos con sus encantamientos; pero no pudieron” (Éxodo 8:16-18).
Sí, lector mío, preste usted bien su atención a ese último triunfo de Dios; evocando la palabra pronunciada por las bocas de los instrumentos de Satanás: “Dedo de Dios es éste” (Éxodo 8:19). La locura de ellos es hecha manifiesta a todos. El poder del engaño de Satanás; sus engañosas falsificaciones, carecen de valor en presencia de la vida, —las realidades vivientes hablan por Dios más que todo—. Ellos no pudieron ir más lejos que esto. La imitación podría ser inimitable: la falsificación podría estar tan cerca de la verdad, tan parecida que todos fueran engañados. Pero que la vida de Cristo sea vivida en la tierra, a saber, Cristo viviendo en los Suyos y produciendo la profunda realidad de lo que ninguna imitación puede jamás alcanzar, y la locura de todos es puesta de manifiesto como lo fue también la de ellos.
Esta “conducta” fue vista en Pablo, un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras. Él era el exponente de su doctrina. Sus “propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia, persecuciones, padecimientos, como los que me sobrevinieron en Antioquía, en Iconio, en Listra; persecuciones que he sufrido, y de todas me ha librado el Señor” (2 Timoteo 3:10-11). Tal fue el curso de vida de este hombre. Tal fue el curso de vida que silenciaría la imitación espuria que estaba resistiendo la verdad: siempre aprendiendo pero nunca capaz de llegar al conocimiento de ella.
Si alguna vez hubo un momento en que los piadosos deben vivir para Cristo, dicho momento es ahora. Esta es la única manera en que ellos avergonzarán las falsificaciones del enemigo en las cuales incluso los Suyos están atrapados; y obligarán al enemigo y al mundo que él dirige y gobierna a decir: “Dedo de Dios es este”. Sólo Dios puede producir vida y dar el poder y la gracia para vivirla aquí abajo. Sólo ella es fragante ante Sus ojos. Que “la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10). Que seamos conmovidos hasta lo más profundo de nuestras almas con el pensamiento de esta victoria que en verdad podemos darle a Él sobre el enemigo, a saber, nuestra fe; venciendo al mundo a través del cual Él ha pasado en Su propia perfección. “Yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Es un enemigo vencido. Nuestra fe en Él nos mantiene dependientes y “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4).
Por lo tanto, el tema iniciático en la enseñanza del apóstol es aquí la “vida” que anda con Dios y espera a Cristo, y Le sirve mientras espera (2 Timoteo 1:1). Esta vida fue prometida en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos: exhibida en Él en la tierra; (2 Timoteo 1:10), sacada a la luz por medio de las buenas nuevas de Su obra y victoria (2 Timoteo 1:10). Los que han muerto con Él también vivirán con Él, si miramos hacia el futuro (2 Timoteo 2:11). Dicha vida fue vista en Pablo como algo que estaba presente, ya que él andaba y servía continuamente (2 Timoteo 3:10). El enemigo lo frustraría mediante sus falsificaciones pero sería avergonzado por un andar con Dios humilde, no mundano, consagrado y separado (2 Timoteo 3:8-9). Y todos los que así vivirían piadosamente en Cristo Jesús padecerían (2 Timoteo 3:12).
Sin embargo, el siervo debía persistir “en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido” (2 Timoteo 3:14). Nunca llegaría el momento en que eso debía ser abandonado; la ‘doctrina de Pablo’ era la última revelación jamás dada; era el secreto de Dios para los que le temen y que tenían oído para oír. Dicha doctrina permanecería hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe, porque el Espíritu Santo permanecía en la tierra. Ha sido la última verdad restaurada a la iglesia de Dios, así como fue la última presentada; y cuando se perdió al principio sobrevino la ruina completa; y ahora cuando es rechazada o se abusa de ella adoptándola en apariencia sin la eficacia, ella suena como voz de alarma para todo progreso adicional en aquellos que están así engañados por el enemigo.
Las Escrituras de Dios se completan con la doctrina de la iglesia por medio de Pablo. Él dice, “Me regocijo en mis padecimientos por vosotros, y completo lo que falta aún de los padecimientos de Cristo en mi carne, por su cuerpo, el cual es la asamblea; de la cual llegué a ser ministro, conforme a la administración de Dios que me es dada para con vosotros para completar la palabra de Dios” (Colosenses 1:24-25 – JND). Faltaba un segmento del círculo completo de la revelación cuando Pablo fue llamado y por medio de su doctrina se dice todo; no hay avance más allá de esto. Juan puede desplegar aquello de lo cual ya se había hablado, pero ninguna verdad adicional es revelada. Ir más allá, y de las Escrituras completadas por el apóstol Pablo, es el espíritu de error; del anticristo. Juan puede decirle a la señora elegida y a sus hijos que “muchos engañadores han salido por el mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Quien esto hace es el engañador y el anticristo”; (y que) “Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios” (2 Juan 1:7,9).
Cuán completamente el Espíritu de Dios se declara contra todo avance, toda novedad; y todo lo que no permanezca en lo que era “desde el principio”, es decir, de la completa revelación de la verdad en Cristo, revelada por medio de Sus Apóstoles por el Espíritu Santo. Juan pudo decir además: “El que conoce a Dios, nos oye; el que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu de error” (1 Juan 4:6).
En los postreros días Dios ha encomendado Su pueblo a las Escrituras. Leemos, “Os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hechos 20:32), dijo el Apóstol a los ancianos en Éfeso, donde entrarían en medio de ellos “lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño” (Hechos 20:28-29). “Persiste tú”, él dice a Timoteo, así como a todos nosotros, “en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras”. “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:14-17).
¿Carece alguna vez de valor práctico la doctrina de Pablo?
Las verdades reveladas y las advertencias presentadas en las Epístolas de Pablo, de valor incalculable en todos los tiempos, tienen un valor incalculable en un día como el día actual. Las semillas y los primeros síntomas de todo lo que ahora es visto en un carácter bien desarrollado a nuestro alrededor tuvieron de este modo su existencia temprano en la historia de la Iglesia; y previendo la sabiduría divina los resultados de todos ellos, no sólo ha previsto sino que ha provisto para las dificultades y exigencias de un día tan malo. Este es uno de los bienaventurados caracteres de la Palabra siempre viva de Dios. A medida que surgen y se complican las dificultades ella demuestra cuán incomparablemente está llena de sabiduría divina e inerrante. Uno no se sorprende de nada de lo que ha surgido. La Escritura nos ha preparado para esperar que los males surgiesen y la verdad fuese abandonada, y la falsedad fuese atenuada con una apariencia de verdad, como dolorosamente nosotros descubrimos a nuestro alrededor. Sin embargo, la inerrante e infalible manera en que ella satisface, guía y dirige al cristiano que está sujeto a ella en cada dificultad de su senda, en un laberinto de maldad y despliega su variada y maravillosa hermosura y sus maravillosos recursos para la necesidad de la Iglesia, provoca una nota de alabanza, a menudo silenciosa, pero profunda, ¡a Aquel que es su autor y cuya perfecta sabiduría resplandece en aquello que es tan digno de Él!
Uno se sorprende ante la sabiduría y la hermosura del estilo con que Pablo, cuando escribe a los Colosenses, despliega ante sus ojos las glorias y la magnificencia de Cristo, en quien “toda la plenitud de la Deidad se complació en morar” (Colosenses 1:19 – JND). La obra del Padre por ellos y en ellos, haciéndolos aptos para la herencia de los santos en luz; trasladándolos al reino del Hijo de Su amor, siendo Él centro de todos Sus consejos (Colosenses 1). El peligro al que ellos estaban expuestos residía en no asirse “de la Cabeza”; y dejarse engañar así por la astucia de Satanás, bajo el pretexto de humildad y mansedumbre, y convertían las ordenanzas en un medio de obtener una posición delante de Dios, en vez de usarlas como un memorial de que ellos habían sido introducidos en una posición, conocida y disfrutada, y poseída delante de Él.
Antes que una palabra de advertencia o reprensión saliera de su pluma él revela las glorias del Hijo, el centro de los consejos del Padre; mediante el cual, por cargar sobre Sí el pecado, la muerte y el juicio, la plenitud de la Deidad había despejado el terreno para la reconciliación de “todas las cosas” en la nueva creación, de la cual Él era el centro, y por medio del cual los creyentes habían sido reconciliados con Dios (Colosenses 1:20-21).
¡Qué reprensión al estado de cosas que encontramos tratado en el segundo capítulo de la Epístola!: “filosofías”, “huecas sutilezas”, “tradiciones de los hombres”, “rudimentos del mundo”, “comida”, “bebida”, guardar “días de fiesta”, “luna nueva”, “días de reposo” (que eran sombras que se habían desvanecido en la nada cuando la sustancia, a saber, Cristo, había venido), “humildad” afectada, y cosas por el estilo. Cosas con las cuales una mente natural podía ocuparse, y que tenían una “reputación de sabiduría “y adoración inventada por la voluntad humana, tan gratificante para la carne.
El Apóstol recorre, por así decirlo, la región de la creación, la providencia, la redención y la gloria (Colosenses 1:15-22); como si él dijera: «No existe un solo lugar en el amplio universo de estas cosas que yo no llenaré con Cristo. Le revelaré y Le expandiré de tal manera ante vuestros ojos que sólo tendré que mencionar los despropósitos mencionados en el capítulo 2 que han ocupado vuestras mentes para que os sonrojéis por ellas; y éste es Aquel mismo en quien toda la plenitud de la Deidad se complació en morar y el que mora en vosotros (Colosenses 1:27) y vosotros estáis “completos” (o “llenos hasta la saciedad”) en Él (Colosenses 2:10). Gente insensata, ved lo que habéis estado haciendo. ¿No es esto una reprensión más conmovedora para vosotros que si yo os hubiera acusado de los despropósitos infantiles de los cuales yo he oído hablar?»
Yo deseo presentar a mis lectores una línea de verdad que me ha impresionado mucho últimamente en el capítulo 1 de esta Epístola, junto con 2 Timoteo 3; y traer a sus mentes ciertas verdades de gran importancia acerca de las cuales el Apóstol insiste cuando las semillas del mal habían comenzado a mostrarse, y que en este día han crecido y madurado hasta llegar una cosecha tal. Me parece que él las tiene especialmente en su mente como los grandes preservadores que protegerían a los fieles contra todo lo que estaba por suceder. Esto es aún más notable cuando encontramos que él insiste en las mismas cosas sobre las conciencias de los fieles en los tiempos peligrosos de los postreros días. De modo que ya sea al principio o al final de la estadía de la iglesia aquí, las verdades que preservarían y ceñirían los lomos del pueblo de Dios serían las mismas.
Yo deduzco de la enseñanza general de la epístola que el Apóstol, el cual nunca había visto a los Colosenses (Colosenses 2:1), había oído acerca de ellos a través de Epafras cuyo ministerio del Evangelio había sido evidentemente bendecido para ellos. Él había dado noticias de ellos al Apóstol (Colosenses 1:8), acerca de la fructífera recepción del Evangelio por parte de ellos. El Apóstol contempla una doble condición de alma: en primer lugar, la del conocimiento de las buenas nuevas; y en segundo lugar, una condición producida por estar llenos del conocimiento de la voluntad de Dios, por lo cual él oraba (Colosenses 1:9-10); a fin de que, por medio de ella pudieran andar como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios. En una palabra, ello es el conocimiento del misterio de Cristo y la Iglesia.
Consecuentemente, él contempla su propio ministerio bajo estas dos directrices: en primer lugar, la del Evangelio a toda la creación que está debajo del cielo (versículo 23); y en segundo lugar, la de la Iglesia, que completaba todos los consejos de Dios (Colosenses 1:22-26). La revelación hasta el momento del ministerio de Pablo había abarcado la creación, la ley, la redención, la Persona de Cristo, los modos de obrar de Dios, Su gobierno, etc. Ahora sólo había una cosa por ser revelada y era la revelación del misterio de la Iglesia, que una vez dada completaba (o llenaba) la Palabra de Dios. Leemos, “Me regocijo en mis padecimientos por vosotros, y completo lo que falta aún de los padecimientos de Cristo en mi carne, por su cuerpo, el cual es la asamblea; de la cual llegué a ser ministro, conforme a la administración de Dios que me es dada para con vosotros para completar la palabra de Dios” (Colosenses 1:24-25 – JND).
Cristo, el Hijo de David y heredero de su trono, rechazado por los judíos y por el mundo; crucificado y muerto; resucitado por el poder de Dios y por la gloria del Padre; sentado en los cielos en la justicia de Dios, habiendo respondido al justo juicio de Dios contra el pecado, la muerte, el juicio, la ira, la maldición de una ley quebrantada, todo ello soportado y padecido para gloria de Dios; el pecado quitado, los pecados llevados; el “viejo hombre” tratado judicialmente y desechado para siempre; un Hombre, el Segundo Hombre, el postrer Adán, ¡en el cielo en justicia divina!
El Espíritu Santo, personalmente en la tierra, da testimonio de la justicia de Dios, y de la justificación del creyente conforme a su plena manifestación. La vida eterna por y en el Espíritu, y su posesión consciente es comunicada al creyente por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo actúa como el poder de esta vida en su andar, guiándolo, dirigiéndolo, controlándolo y reprendiéndolo. El creyente es sellado con el Espíritu, uniéndolo a Cristo, un Hombre en la gloria, siendo su cuerpo un templo para Su morada; y siendo así el vínculo de unión entre todos los que son Suyos, unos con otros, y con Cristo. Su presencia y bautismo constituyen “un solo Cuerpo”, compuesto de ellos, aquí en este mundo. Dios mora entre Sus santos aquí, como una habitación, en Espíritu, no en carne.
El Espíritu Santo es el poder para el ejercicio de los dones que cuando Cristo se levantó y ascendió a lo alto recibió como hombre y concedió a los hombres, miembros de Su cuerpo, “repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Corintios 12:11); reproduciendo también a “Cristo”, la “vida de Jesús”, en los cuerpos mortales de los santos (Gálatas 4:19; 2 Corintios 4:10). Él es también el poder de la adoración y de la comunión, el gozo, el amor, el regocijo y la oración. Él les enseña a esperar por la fe la esperanza de la justicia, la gloria misma. Él conduce a los santos a esperar a Cristo y produce el anhelante “Ven” en la “Esposa” (e invita “al que oye” a decirlo también), mientras su Señor, el objeto de su esperanza, aún continúa como “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:16-17). Él los transforma mientras tanto en la imagen de Cristo desplegando, en la libertad de la gracia, ¡las glorias de Aquel en cuya faz resplandece toda la gloria de Dios! (2 Corintios 3:18; 2 Corintios 4:6).
Tales son algunas de las características de la “doctrina” de Pablo.
Entonces, nosotros encontramos una condición de alma en los Colosenses por la cual el Apóstol puede dar gracias (Colosenses 1:3-6). Ellos habían recibido el Evangelio y ello producía fruto en ellos desde el día en que conocieron la gracia de Dios en verdad. Pero él bien sabía que el mero conocimiento del evangelio, aun siendo bienaventurado como es, no los capacitaría para “andar como es digno del Señor, agradándole en todo”. Se necesitaba algo más que la mera aceptación de las buenas nuevas para guiar los pasos del pueblo del Señor en un andar digno de Él; y por eso, si bien puede dar gracias por la primera condición del alma producida por las buenas nuevas, él no dejaba de orar por ellos para que tuvieran la segunda.
Cuántos del pueblo del Señor se encuentran en el primer estado en el día actual, los cuales se regocijan en la gracia del Evangelio y sin embargo nunca han alcanzado el segundo; es más, cuántos hay ¡que incluso piensan que todo lo que va más allá del mero conocimiento del Evangelio no es más que especulación u opiniones de hombres, sin poder ni valor para el andar práctico de los santos! Yo pienso que estoy justificado al decir que después que Epafras vio a Pablo, y se enteró de la profunda y primordial importancia de ese conocimiento por el cual Pablo oraba que ellos pudieran conocer, Epafras estuvo plenamente convencido del valor y la importancia de que ellos se enterasen del segundo carácter del ministerio del apóstol, que él, igualmente, trabajó fervientemente en oración por ellos para que pudiesen estar “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Compárese la oración de Pablo en Colosenses 1:9-10, con la oración de Epafras en Colosenses 4:12).
Vemos, por lo tanto, tres asuntos prominentes e importantes en los que el Apóstol insiste en el capítulo 1.
En primer lugar, la importancia de que los santos sean enseñados en el segundo carácter del ministerio, el carácter de Iglesia, el Cuerpo de Cristo, su Cabeza. A fin de que comprendiendo la profunda responsabilidad que emanaba de ser miembros de dicho cuerpo ellos pudiesen asirse de la Cabeza y anduviesen como es digno del Señor, agradándole en todo.
En segundo lugar, que las Escrituras estaban ahora completas por la revelación de este misterio. Por consiguiente, no quedaba espacio para tradición o novedad de ningún tipo. Ello era el gran resumen de todos los consejos y propósitos revelados de Dios Padre para gloria del Hijo. Hasta aquí ellos habían abarcado y tratado de la creación, de la ley, el gobierno, el reino, la Persona de Cristo: el Hijo, la redención, etc. Podría haber, y sin duda lo hubo, un mayor desarrollo de los detalles de estos temas, como por Juan en Apocalipsis, etc., pero aun así ello sería sólo el despliegue y el resumen de los detalles de lo que había sido el tema de la inspiración. Entonces, el ministerio de Pablo fue revelar el misterio con respecto a Cristo y la Iglesia, misterio que completó la Palabra de Dios. Leemos, “ ... de la cual llegué a ser ministro, conforme a la administración de Dios que me es dada para con vosotros para completar la palabra de Dios” (Colosenses 1:25 – JND).
En tercer lugar. La gloria de la Persona del Hijo, el cual es la imagen del Dios invisible (Colosenses 1:15). “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Él había creado todas las cosas. En Él todas las cosas subsistían. Leemos, “porque por él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, visibles e invisibles, ora sean tronos, o dominios, o principados, o poderes; todas las cosas por medio de él y para él fueron creadas; y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en él” (Colosenses 1:16-17 – VM). Él era el primogénito de entre los muertos y como tal, la Cabeza de Su Cuerpo, la Iglesia (Colosenses 1:18).
Toda la plenitud se complació en habitar en Él (Colosenses 1:19 – JND), y reconciliar consigo todas las cosas; y Él había reconciliado a los santos que antes habían sido extraños y enemigos en sus mentes haciendo malas obras en Su cuerpo de carne por medio de la muerte (Colosenses 1:21,22). De este modo, el Apóstol recorre las regiones de la creación, la providencia, la redención y la gloria, y Cristo es revelado como llenando todas las cosas. ¡Se trata de la gloria de la Persona del Hijo.
Para repetir los asuntos a fin de que la mente pueda recordarlos con sencillez, ellos son tres, a saber, primero, la doctrina de Pablo; segundo, las Escrituras, que ahora habían sido completadas por su ministerio; y tercero, la Persona de Cristo.
Éstas eran las verdades de las que dependían y de las que emanaban tantas cosas que serían las salvaguardas de los fieles en un día malo.
Yo no entro aquí en más detalles, pero téngalas usted en cuenta como aquellas verdades a las cuales él lleva a prestar especial atención para hacer frente a los peligros que él previó en el comienzo de la historia de la Iglesia.
Paso ahora a la enseñanza que él presenta en la Segunda Epístola a Timoteo, enseñanza que proporcionaría una inerrante guía a los fieles al final de la historia de la Iglesia en los postreros días. El afligido corazón del Apóstol se desahoga con aquel a quien él amaba y a quien podía comunicar libremente sus pensamientos; él le revela la ruina irreparable en la que la Iglesia se estaba desplazando rápidamente en su condición responsable externa. Él no espera ninguna restauración, ni siquiera la capacidad por parte de los fieles de abandonar la masa que profesa exteriormente. En las Epístolas a Timoteo él no habla de las gracias interiores y de los afectos cristianos, los cuales han de ser más cultivados que nunca en tal estado de cosas como lo hace en la Epístola a los Filipenses. Él no habla en dichas epístolas de la Iglesia como Cuerpo de Cristo o Esposa, ni de las relaciones de Padre e hijos, como en otras partes. De lo que él trata es de la cosa exterior ante el mundo, en el carácter (como en 1 Timoteo 3:14-16) de lo que había sido establecido en el mundo para ser para Dios.
Se trataba de Su casa, la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15), el vaso en el cual la Verdad debía ser exhibida; y el misterio de la Piedad, la manifestación de Dios en Cristo y las verdades circundantes, ello debía ser el testimonio de ella en el mundo. Ella era una portadora de luz para reflejarle a Él como Su epístola y responder al propósito de Dios en este lugar. En la segunda epístola a Timoteo el Apóstol ve que todo ya había desaparecido irremediable e irrevocablemente. La casa de Dios se había convertido en una casa grande en la que la iniquidad era abundante y los vasos “para deshonra” habían encontrado alojamiento y estaban cómodos en ella (2 Timoteo 2:20 – JND). Pablo había sido abandonado por todos en Asia (2 Timoteo 1:15). Yo no tengo duda alguna acerca de que Él es aquí un hombre representativo, uno a través del cual el Espíritu Santo puede decir: “Sed imitadores de mí” (Filipenses 3); y uno que anduvo en el poder de su propia doctrina.
Él señala con una clara línea la senda de los fieles en un estado tal de cosas: ellos debían apartarse de iniquidad: leemos, “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (κύριος, kúrios) (2 Timoteo 2:19 – JND, LBLA, RVA). Todo aquel que Le reconociera como Señor, con independencia de la forma que ello asumiera, el paso sencillo y primordial debía ser apartarse de iniquidad. Uno debía limpiarse de los vasos que no honraban a Cristo en su andar, y así llegar a ser un vaso para honra, útil y preparado para el uso del amo. Leemos, “Empero en una casa grande, hay no solamente vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro: y algunos son para honra, y otros para deshonra. Si pues alguno se limpiare de éstos, separándose de ellos, será un vaso para honra, santificado, útil al amo, y preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 2:20-21 – JND). Huir de las pasiones juveniles (es decir, tener santidad personal interna) debía ser el carácter de nuestro andar. Y luego (siendo todo lo anterior negativo) el seguimiento positivo de la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que invocan al Señor con corazón puro (2 Timoteo 2:22 – VM).
Pero ahora, cuando los santos han hecho esto, cuando se han apartado de iniquidad, se han limpiado de los vasos para deshonra, estaban andando en santidad y siguiendo estas cosas juntos, viene la pregunta, ¿hay algo provisto para ellos, cuando la corrupción los rodea por todos lados, que los mantenga juntos de una manera divina en medio de todo esto? ¿Acaso no estarían ellos expuestos a admitir que el mal se introdujera de nuevo entre ellos, y descubrirían así que separarse de él no sirve de nada? En la Epístola a los Colosenses Pablo había mostrado en Epafras la necesidad de que los santos estén enseñados en la segunda parte de su ministerio, una vez que se hubiesen establecido en la primera, es decir, cuando hubiesen recibido la gracia del Evangelio, para que pudiesen conocer todos los consejos de Dios en la doctrina de Pablo, a fin de andar como es digno del Señor. Sí, efectivamente, que él no cesaba de orar encarecidamente y en el Espíritu Santo, para que ellos fuesen así instruidos (Colosenses 1:7-14; 4:12).
¿Sería ahora esto aquello a lo cual él les haría prestar atención de nuevo? Entonces, aquí viene la sublime verdad, él recuerda las mismas tres cosas en las que él había insistido al principio a los colosenses como salvaguardias para los fieles en los tiempos peligrosos, tiempos en los que la profesión del cristianismo es descrita en palabras tan parecidas a aquellas con las que él había descrito las corrupciones del mundo pagano, cuando dicho mundo estaba hundido en el más bajo nivel de degradación y alejamiento de Dios.
Si los versículos finales de Romanos 1 Son comparados con los cuatro primeros versículos de 2 Timoteo 3, esto será visto inmediatamente. Al describir las diversas manifestaciones del mal en estos versículos, tres características prominentes serán encontradas en ellos, a saber: 1º, el predominio del yo (mientras el cristianismo es la negación del yo); 2º, una apariencia de piedad mientras la eficacia de ella es negada; y 3º, la oposición activa a la verdad mediante la maquinación más sutil del enemigo, la de la imitación, la maquinación de Satanás en Egipto mediante los hechiceros, copiando los milagros de Moisés realizados por el poder de Dios, y el poder de Satanás prácticamente anulando así el de Dios. Para contrarrestar esos rasgos característicos y mantener a los fieles según la condición divina el Apóstol nombra a los Colosenses las mismas cosas que antes mencionamos: 1ª, “Mi doctrina”; 2ª, Las “Escrituras”; y 3ª, La Persona de Cristo como objeto de fe. Él desvela estas cosas en la parte restante del capítulo (2 Timoteo 3:10-17).
La doctrina de Pablo (véase también el modo de vida que se desprendía de ella) es la que ha de mantener divinamente juntos a quienes invocan al Señor con corazón puro. Ella incluye todos los principios y verdades relacionados con ello como cuando fue revelada por primera vez. La ruina y el fracaso no podrían afectarla ni obstaculizar la práctica que emana de ella. Tampoco sería alguna vez impracticable para los pocos fieles ejercer la disciplina piadosa y la exclusión del mal de en medio de ellos inculcadas por él (Véase 1 Corintios). La unidad exterior vista en un grado tan hermoso al principio (Hechos 2 y 4), podría desaparecer para siempre. La unidad del Espíritu en el Cuerpo de Cristo nunca fallaría, y los cristianos eran exhortados a procurar con diligencia mantenerla (Efesios 4:3 – RVA). Independientemente de lo que sucediera nunca habría un tiempo, mientras la Iglesia residiera aquí, en el cual la doctrina de Pablo sería nula o impracticable para el más genuino puñado de fieles que procurasen invocar al Señor con un corazón puro y vivir piadosamente en Cristo Jesús.
Tal es, entonces, el asunto prominente y nombrado en primer lugar en el capítulo. “Pero tú has seguido mi doctrina”, etc. (2 Timoteo 3:10). El recurso, la salvaguardia, el terreno o principio de acción de los santos en un día malo. Sin la doctrina de Pablo ellos no tenían nada estable que los preservara y los mantuviera juntos en terreno divino en medio de la corrupción; pues con ella ellos encontrarían aquello bajo sus pies que nunca fallaría.
Entonces, ¿tenemos nosotros la doctrina de Pablo? Podemos jactarnos, como todos lo hacen, de que tenemos las Escrituras, y ciertamente ello está bien. Podemos tener confianza en que un Señor siempre fiel nunca dejará ni abandonará a Su pueblo, y que Él conoce a los que son Suyos y los guardará hasta el fin. Pero ¿podemos nosotros decir que tenemos la doctrina de Pablo acerca de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo en la tierra formado por la presencia y el bautismo del Espíritu Santo? Y teniéndola, ¿podemos decir que somos como miembros vivos, actuando conforme a la verdad de ella mediante el infalible suministro de gracia que Él da? ¿O acaso caemos bajo el carácter de aquellos que son descritos como que “siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad”, aquellos cuya mente e intelecto la verdad ha alcanzado, pero sin fe, y por lo tanto sin valor práctico en nuestras vidas? De la verdad podemos decir como de la fe: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene” la verdad, si él no ha mostrado que tiene fe en ella y por lo tanto ha aprendido a actuar de acuerdo con ella como algo en lo cual él cree?
Siempre es una señal de que un hombre tiene fe en la verdad que conoce cuando ella ha tenido el efecto correspondiente en su vida, cuando se ha actuado conforme a ella en la práctica. Ningún hombre ha tenido jamás el gozo y el poder de una verdad divina hasta que la ha aceptado y ha andado en ella. De este modo, muchos están siempre aprendiendo y nunca pueden llegar a un conocimiento divinamente confirmado de ella porque falta la práctica. La verdad es aprendida en el intelecto; tal vez la mente natural es tocada con la hermosura y la excelencia divina de ella; ella no puede ser negada pero no hay fe en ella. Ella no ha sido aprendida en la conciencia y en el alma; y cuando surge la tribulación o la persecución a causa de ella, el hombre tropieza, tal vez no la considera esencial, y él renuncia a aquello a lo cual él nunca ha llegado, a saber, a un conocimiento divinamente dado.
Si alguna vez hubo un día en que hubo una cosa tal como “si la sal hubiere perdido su sabor”, ese día es el día actual. Lo más conmovedor, las verdades mismas más elevadas de Dios, se han convertido en el tema de conversación del mundo. Ellas son manifestadas por muchos santos de una manera en la que se pierden el filo y el poder de ellas. Una charla y una conversación mundanas se combinan con el conocimiento intelectual de las verdades más elevadas de Dios; y como la sal que ha perdido su salinidad, uno no puede menos que preguntar con respecto a ella, “¿con qué será ella misma sazonada? Ni para la tierra, ni siquiera para el muladar sirve ya; sino que (incluso) la echan fuera” (Lucas 14:34-35 – VM).
“Pero tú has seguido (o, conocido perfectamente) mi doctrina, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia, persecuciones, padecimientos, como los que me sobrevinieron en Antioquía, en Iconio, en Listra; persecuciones que he sufrido, y de todas me ha librado el Señor. Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución; mas los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados. Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido” (2 Timoteo 3:10-14).
Que el Señor abra el entendimiento de Su amado pueblo, y en medio de la confusión y la corrupción de un día tan malo, cuando los hombres dicen: “¿Qué es la verdad?”, aun así, sin importarles la respuesta, descubran que hay principios en la Palabra de Dios que ninguna cantidad de fracaso humano puede tocar, y que son siempre practicables para aquellos que desean humildemente andar con Dios y guardar la palabra de la paciencia de Jesús hasta que Él venga. Que ellos aprendan a andar juntos en unidad, paz y amor en la verdad, a causa de Su nombre. Amén.
«De manera cierta, nosotros sólo podemos ser un testimonio del completo fracaso de la Iglesia de Dios. Pero, para serlo, debemos ser tan verdaderos en cuanto a principio como aquello que ha fracasado. Y mientras nosotros seamos un testimonio del fracaso, nunca fracasaremos». (De la revista ‘Words of Truth’, Nueva Serie, Editor: F. G. Patterson).
El testimonio remanente
“¿Quién es aquel que desprecia el día de las cosas pequeñas?” (Zacarías 4:10 – VM).
El testimonio que los del pueblo del Señor están llamados a mantener en estos postreros días tiene un carácter doble.
En primer lugar, la unidad de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, constituida por la presencia personal del Espíritu Santo enviado desde el cielo en Pentecostés; y, en segundo lugar, el carácter de un Remanente que ha surgido de la ruina y devastación en la que ha caído la Iglesia, que mantienen este testimonio con un intransigente propósito y con consagración de corazón.
A este carácter de Remanente deseo atraer la atención de mis lectores, y trazar, desde la Escritura, algunas de las características que distinguieron de vez en cuando a los fieles, en períodos de decadencia del primer llamamiento de Dios; o caracterizaron las sendas de individuos que tipifican o personifican un remanente en días de fracaso y ruina. Dichas características proporcionan mucha enseñanza y mucho ejemplo, así como advertencia a aquellos que ahora, por misericordia, ocupan este serio, y no obstante, profundamente bienaventurado lugar.
Nosotros encontraremos, también, otro rasgo de notable y doloroso interés; es decir, el hecho de cuán pronto entró el fracaso y la energía flaqueó, después de los primeros positivos esfuerzos de la fe que se había liberado de la corrupción y había regresado a una posición divina. Lamentablemente, el hombre fracasa; los santos fracasan en las cosas de Dios en todos los aspectos. Aun así, no hay fracaso que pueda romper el vínculo de la fe con el poder de Dios; y las más resplandecientes muestras de fe siempre son encontradas donde todo alrededor es más oscuro. No se trata de servir o amar a los santos de Dios, de hundirse a su nivel y sumergirse en la confusión. Nunca podemos lidiar con el mal que ha surgido abandonando los primeros principios. En ningún lugar encontramos mandatos tan fuertes para retenerlos como cuando todo era más oscuro, y el fracaso más evidente.
Vea usted las enseñanzas de Pablo en 2 Timoteo: “Retén la forma de las sanas palabras” (2 Timoteo 1:3). “Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1). “Persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido”, etc. Sirve mejor al pueblo del Señor aquel que, mientras haya un oído que oiga, nunca pierde su libertad, o debilita la verdad, identificándose con lo que no está de acuerdo con Dios. Un Gedeón debió derribar primero el altar de Baal antes que Abiezer se juntara para seguirle (Jueces 6:34). Un Lot puede predicar cosas verdaderas a su círculo, pero era la verdad sin el poder de Dios, porque no se había desvinculado primero de Sodoma: “Pareció a sus yernos como que se burlaba” (Génesis 19).
Es evidente que primero debía haber existido el anunciado y aceptado llamamiento de Dios; algo establecido por Dios de lo cual la masa general se había alejado, para que hubiera una retención del llamamiento fundamental por parte de un remanente; o un retorno a los principios originales, cuando todos hubiesen perdido el lugar divino del testimonio.
Creo que el primer remanente que tiene este carácter es Caleb y Josué.
Cuando Dios descendió a libertar a Israel de Egipto, Él anunció Su propósito a Moisés en Éxodo 3:8: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel”. El propósito de Dios fue anunciado aquí claramente. Ni una sola palabra acerca de “aquel grande y terrible desierto” intermedio. Yo paso por alto la liberación de ellos y la historia posterior hasta que llegamos al momento cuando Israel, unos dos años después, debía subir al monte de los Amorreos y tomar posesión de la tierra de Canaán. La fe de ellos no estuvo a la altura del llamamiento de Jehová, y rogaron que algunos fuesen enviados a espiar la tierra. Jehová asintió a esto, ordenando que doce varones —de cada tribu un varón— (véase Números 13; Deuteronomio 1) subieran. Entre ellos estuvieron “Caleb hijo de Jefone y Josué hijo de Nun”. Los espías volvieron con un buen informe de la tierra; pero diez de ellos hicieron que la incredulidad de corazón de Israel se manifestara por medio de sus propios temores.
En este momento crucial, nosotros encontramos a Israel escabulléndose del llamamiento de Jehová, y entonces, las palabras solemnes fueron pronunciadas, “Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto”. Ellos, ¡“aborrecieron la tierra deseable”! (Salmo 106:24). Aquí, uno de estos fieles varones, varones de “otro espíritu”, los cuales habían “seguido cumplidamente a Jehová Dios de Israel”, hizo callar al pueblo con sus palabras, “Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel” (Números 14:8). Él retuvo el llamamiento y el propósito de Jehová en este momento crucial. Israel tuvo que volver y vagar por el resto de los cuarenta años en el desierto hasta que murieron todos los hombres de guerra que salieron de Egipto. Ellos, también, tuvieron que acompañarlos en el dolor y el trabajo de ellos, pero no en el pecado de ellos. Pero no hubo nadie en esa gran compañía que con paso más firme y resuelto, y un corazón más gozoso, vagara durante esos cuarenta años. Fieles al propósito y al llamamiento de Dios, ellos esperaron lo que no vieron, y con paciencia lo esperaron. Consiguieron su porción en la tierra que buscaban cuando llegó el momento; y el testimonio de Moisés fue que él “había seguido cumplidamente a Jehová” (Josué 14:8-14).
En Rut tenemos un conmovedor retrato de lo que un remanente debería ser. Su historia se halla en el día oscuro de la ruina de Israel, en la época cuando gobernaban los Jueces. Israel había demostrado ser totalmente infiel a su llamamiento; y los Filisteos devastaban la tierra de Jehová; y, “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25). Las primeras asociaciones de la pobre Moabita con Noemí fueron en el día de su prosperidad y gozo de corazón. Pero el día oscuro de Noemí llegó; la viuda de Israel, —una viuda de corazón y de hecho—. Noemí (convertida ahora en “Mara” o “Amarga”) se propuso regresar a la tierra de Israel. Alegrías y relaciones que ella una vez conoció habían desaparecido para siempre. Rut, también una viuda de corazón, como estando en las circunstancias, siguió fiel a Noemí. Ella la conoció en su día de prosperidad, y en el día de su tristeza hizo de la viuda de Israel el objeto de todos sus cuidados. No podía devolverle el pasado que había desaparecido para siempre. Pero ella se dedica, en aquel momento, a este corazón enviudado y la sigue, sin pensar en sí misma, a la tierra de Israel.
Leemos, ¡“A dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultada”! (Rut 1:16-17). Pero el día de la recompensa y del reconocimiento llegó. A la pregunta de ella a Booz, “¿Por qué he hallado gracia en tus ojos para que me reconozcas, siendo yo extranjera?” La respuesta fue, “Todo lo que has hecho por tu suegra después de la muerte de tu esposo me ha sido informado en detalle” (Rut 2:11 – LBLA). Este fue el terreno de la recompensa de ella. Si nosotros hemos vislumbrado lo que la iglesia fue en el día de su bienaventuranza Pentecostal, y hemos descubierto que los principios divinos enunciados en aquel entonces nunca cambiaron, ¿no será nuestro lenguaje, en el día oscuro de su vergüenza y ruina, “A dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, etc.”? Si la pobreza de nuestros servicios no es digna de reconocimiento cuando llegue el día de la recompensa, nosotros tendremos la satisfacción y el gozo de saber que dimos todo (¿digamos?), nuestra atención y nuestro cuidado, a aquella por la que Cristo se entregó a Sí mismo para santificarla, y purificarla y presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante (Efesios 5:25-27).
Paso ahora a un día más oscuro en la historia de Israel. Hacía mucho tiempo que las diez tribus habían sido llevadas cautivas a Asiria. Judá había colmado la medida de la paciencia de Jehová y había ido cautiva a Babilonia. Jerusalén estaba solitaria, devastada, y en ruinas, y la tierra estaba asolada y sin morador. Apenas quedaba un rastro de que ella era de Jehová; excepto que ella estaba guardando los días de reposo, no por la fe del pueblo, sino porque sobre el pueblo se había escrito “Lo-ammi (No es Mi pueblo)” (Oseas 1). Lejos, en la tierra del caldeo, un corazón fiel podía suspirar, y abrir su ventana y orar, volviendo sus ojos hacia la ciudad largamente amada; y confiesa, como siendo propios, los pecados de su pueblo (Daniel 6 y 9).
Asimismo, junto a los ríos de Babilonia, los que podían suspirar y llorar por las abominaciones que fueron hechas en la casa de Dios en Jerusalén, podían colgar sus arpas en los sauces y rehusar cantar los cánticos de Sión en tierra extraña. ¿Cómo podría Él ser adorado si no es en el lugar que Él ha escogido? ¡Sólo había un lugar donde podían tocar sus arpas para alabarle! Leemos, “Junto a los ríos de Babilonia, Allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sión. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas. Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos, y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sión. ¿Cómo cantaremos cántico de Jehová En tierra de extraños?” (Salmo 137).
En el libro de Esdras encontramos un remanente del pueblo que se desvinculó de Babilonia y regresó a una posición divina delante del Señor. El cuidado con respecto a que nadie, excepto aquellos cuyo título era claramente de Israel se mezclara con la obra de Jehová, marcó a estos hombres fieles. No los desconocieron como no siendo de Israel, pero ellos no pudieron reconocer su reclamación. Dios podía discernirlos como Suyos; ellos no podían pretender tener el discernimiento divino cuando no tenían el Urim y el Tumim (véase Esdras 2:59-63). En esto nosotros tenemos una lección aleccionadora para nuestros propios días.
Cuando la iglesia estuvo en el orden divino, cada uno asumió su lugar, como el sacerdocio de Israel, sin cuestionar el derecho para estar allí. Pero mientras tanto, Israel había llegado a mezclarse en las corrupciones de Babilonia, y el desorden reinaba de manera suprema. Cuando Pablo contempla el desorden total de cosas en la iglesia que nunca podría ser remediado (2 Timoteo), él instruye al remanente que se había apartado de la iniquidad, y se habían limpiado ellos mismos de los vasos para deshonra en la Babilonia de la Iglesia profesante, a seguir “tras la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que invocan al Señor con corazón puro” (2 Timoteo 2:22 – VM). Leemos, “Pero en una casa grande no solamente hay vasos de oro y plata, sino también de madera y de barro; y algunos para honra y algunos para deshonra. Por lo tanto, si alguno se habrá limpiado de estos, separándose él mismo de ellos, él será un vaso para honra, santificado, útil para el Dueño” (2 Timoteo 2:19-21 – JND). Ellos no negaban que los que estaban aún en la corrupción eran hijos de Dios, pero no se habían desvinculado de los males que había allí; y, si conociendo la corrupción ellos no se habían apartado de ella, la conciencia estaba contaminada y el corazón impuro. Entonces, los que son del remanente tienen el cuidado de andar sólo con los que invocan al Señor “con corazón puro”.
Pero llegó el mes séptimo (Esdras 3), el momento para la reunión de las personas (La Fiesta de las Trompetas). El remanente se reunió “como un solo hombre” en la única ciudad divina en el mundo, el único escenario donde ellos pudieron descolgar, por así decirlo, de los sauces, sus largamente silenciosas y desencordadas arpas, y ¡adorar al Dios de Israel! Ellos pudieron orar con la ventana abierta en dirección a Jerusalén, y pudieron confesar sus pecados estando en Babilonia, pero no pudieron adorarle allí. Fue imposible reconstruir el orden de cosas como ellas habían sido en el día de Salomón; ¡aquel día había fenecido para siempre! El arca ya no estaba, y nadie pudo decir dónde estaba. La gloria había salido de Israel, y la espada estaba en mano Gentil. El Urim y el Tumim estaban entre las cosas del pasado. No obstante, fuera de todas estas cosas que pertenecieron a un día de orden, Jehová no había olvidado a esos hombres fieles, y Su palabra y Su Espíritu permanecían. “Edificaron el altar del Dios de Israel”, aunque no estaba todo Israel. Ellos no pretendieron ser todo “Israel”, aunque pudieron contemplar a todo Israel, y en la ciudad de Israel adorar al Dios de Israel, de la manera que el Dios de Israel había escrito.
Como un remanente que había escapado ellos ocuparon este escenario divino, y cantaron la alabanza de Jehová, “Aclamad a Jehová, porque él es bueno; porque su misericordia es eterna” (1 Crónicas 16:34). Ese coro había sido cantado en el brillante día del éxito de David, cuando trajo el Arca de Dios desde la casa de Obed-edom geteo a Jerusalén (1 Crónicas 16:41). Dicho coro había resonado nuevamente cuando la casa de Jehová se llenó de una nube y de la gloria de Su manifiesta presencia en los días de Salomón (2 Crónicas 5:13). Cuando la gloria y el resplandor y los éxitos de aquellos días fueron cosas del pasado, y el fracaso y la ruina de Israel fue completa, el remanente retornado pudo elevar la misma antigua nota de alabanza, leemos que ellos, “cantaban, alabando y dando gracias a Jehová, y diciendo: Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia” (Esdras 3:11). Ellos habían sido infieles, pero Él era fiel. Los ancianos de Israel que habían visto la casa de Jehová antes de la cautividad pudieron llorar cuando pensaron en la infidelidad del pueblo. Los más jóvenes pudieron cantar con gozo cuando celebraron la fidelidad de Jehová. Tanto el lloro como el regocijo fueron buenos; llorar fue lo correcto cuando pensaron en el fracaso del pueblo para con Jehová; pero ¡regocijarse fue lo correcto cuando pensaron en la fidelidad de Dios!
Otros, que también invocaban al mismo Jehová, como dijeron, reivindicaron el derecho de estar con ellos en la obra (Esdras 4). Pero esto no pudo ser así. Los que tuvieron el cuidado de que incluso un sacerdote de Israel que no pudiera mostrar su genealogía no comiera de las cosas sagradas en el día cuando se libraron de Babilonia, se preocuparon también de que los que habían mezclado el temor de Jehová con el servicio a los ídolos no tuvieran nada que ver con ellos en Su obra. Con respecto a ellos, no se trató de que la gente se reuniera; sino de que, con corazones huérfanos en cuanto al pasado, el propósito fijo de ellos siguió siendo fortalecer las cosas que quedaban, pero fortalecerlas según Dios, es decir, rechazando toda cooperación con aquellos que no pudieron tener a la vista el mismo objetivo en el testimonio de Jehová. Por tanto, dicho testimonio fue puro y sin mezcla; en primer lugar, para Israel como ellos habían sido, el separado pueblo de Dios en la tierra; y, en segundo lugar, este testimonio fue mantenido por un remanente cuya única confianza estuvo en Dios y cuya guía fue Su palabra.
Todo esto tiene su aleccionadora lección para nosotros. La unidad de la iglesia permanece. Ella es mantenida por el Espíritu de Dios. Las lenguas han desaparecido, el poder apostólico ya no está, las señales han pasado; y también las sanaciones y los dones de realce para llamar la atención del mundo. Sin embargo, la palabra de Dios permanece. Dios nos ha dirigido a ella en los postreros días. Si las lenguas, etc., estuvieran aquí ahora, la palabra sería aplicable, pues, “la palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:25). Pero todo ello ha desaparecido. No obstante, el fiel puede tomar esa Palabra y andar en obediencia a ella, cuando todas las cosas de la gloria primera de la iglesia han pasado para siempre.
El remanente sacado de Babilonia, por así decirlo, y que es reunido al nombre del Señor (Mateo 18:20), en el terreno divina y en el infalible principio divino de la existencia de la Iglesia, a saber, “un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – LBLA), no pretende por esto ser “la iglesia de Dios”; eso sería olvidar que aún hay hijos de Dios dispersos en la Babilonia circundante. Ellos no pueden levantar nada, no pueden reconstruir nada. Pero pueden recordar que, “el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre”, está con ellos. Siempre se ha de confiar en Él y contar con Él. Si Él envía un profeta o una ayuda entre ellos, ellos pueden dar gracias a Dios y aceptarlo como una muestra de Su favor y Su gracia, ellos no pueden designar a nadie. Hacer eso sería olvidar la ruina total que nunca puede ser restaurada, y presumir de hacer aquello para lo que ellos no tendrían ninguna autorización en la Palabra de Dios.
Si una nueva acción del Espíritu de Dios causa que una compañía parecida a la de Nehemías salga de Babilonia, ellos se alegrarán de recibirlos en el terreno divino que ellos mismos ocupan. Si la compañía parecida a la de Nehemías viene, encuentra ante ellos un remanente que había ocupado previamente, por gracia, la posición divina. Ellos deben incorporarse gozosa y dichosamente en lo que Dios ha obrado —antaño no hubo un terreno neutral— hoy no hay un segundo lugar. Ellos no se atreven a establecer otro lugar, ¡ello no sería más que un cisma! Fue el mismo Espíritu que había obrado, y que, si se Le seguía, no podía dejar de guiarlos a la misma posición divina a la que había guiado a otros. Cuán completamente esto deja de lado la voluntad del hombre y la independencia de los movimientos del día actual, que no llegan a aquello que es a lo que Dios ha llamado a Su pueblo, a saber, esforzarse “por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – LBLA), porque “hay un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – LBLA), ¡y sólo uno!
Yo paso a otra interesante escena cuando un fiel está solo, sin el apoyo de la comunión de sus hermanos, donde su testimonio es más bien el rechazo a actuar para negar la verdad fundamental que involucrarse activamente con otros para librarse de la iniquidad. Me refiero al caso de Mardoqueo el judío (Libro de Ester).
Muy lejos de la tierra de Israel, el pueblo estaba sometido a los poderes del mundo. Un Amalecita de nombre Amán ejercía el poder junto al del rey. Un pobre judío, “un forastero ... en tierra ajena”, rechazó inclinar su cabeza ante el Agagueo. Ser fiel cuando todos son infieles es algo grande a los ojos de Dios. “No has negado mi nombre” (Apocalipsis 3:8), es un gran elogio cuando todos lo estuviesen haciendo. Mantener el Nazareato de uno en secreto con Dios cuando ningún ojo mira excepto el de Él, nunca es olvidado. Estar firmes por Él en un día malo de tentación es ¡hacer cosas grandes! Leemos, “Yo he hecho que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal” (1 Reyes 19:18 – RVA), y ello muestra que los ojos de Dios vieron y valoraron la fe de ellos, donde incluso Elías no los había discernido. Ellos habían rechazado hacer aquello que todos los demás habían hecho en aquel oscuro día.
Mardoqueo estuvo dispuesto a dar razón de la esperanza que había en él; y su sencilla respuesta fue, ¡soy un judío! Dios no había olvidado Su juramento de antaño (Éxodo 17), aunque Israel estaba cosechando el fruto de sus pecados bajo los Reyes Orientales. Él había dicho, “Acuérdate de lo que te hizo Amalec en el camino cuando saliste de Egipto, cómo te salió al encuentro en el camino, y atacó entre los tuyos a todos los agotados en tu retaguardia cuando tú estabas fatigado y cansado; y él no temió a Dios ... no lo olvides” (Deuteronomio 25:17-19 – LBLA). Por consiguiente, Jehová había jurado que Él tendría guerra con Amalec de generación en generación (Éxodo 17:16). Mardoqueo rechaza renunciar a esta verdad fundamental en el llamamiento de Israel.
Usted puede decir, «Él es un hombre terco y está poniendo en peligro las vidas de su nación». Yo lo admito, pero ¡su confianza está en Dios! Este hombre, confiando en Dios y negándose a renunciar a la verdad fundamental, se mantuvo firme contra toda la maldad del enemigo. Correos tras correos fueron enviados con la orden de matar a todos los judíos. Sin embargo, él no vaciló en su fe; ¡no inclinó la cabeza cuando el hijo de Amalec pasaba! Él había contado con Dios, cuya palabra nunca cambia; y Dios había probado su fe, pero ésta resistió la prueba; y, cuando llegue el día en que la fidelidad sea reconocida, se encontrará que Mardoqueo había tenido, por gracia, una oportunidad para ser fiel a Jehová —que él se había mantenido firme, y que Dios no lo ha olvidado.
Qué dicha de corazón su historia debe proporcionar a aquellos cuya senda es una senda aislada; cuando no tienen ni siquiera un compañero fiel, y sin embargo son capaces de estar firmes en un día malo y ser fieles en su senda solitaria, sostenidos y reconocidos por Dios.
En Daniel, Ananías, Misael y Azarías, nosotros encontramos otro ejemplo sorprendente. La fidelidad y mantenerse firmes en la prueba y en la tentación muestran tanto el poder del Espíritu como la energía en acción. En este momento ellos estaban cautivos en Babilonia; la necesidad de fidelidad parecía haber desaparecido. ¿Dónde estaba el beneficio de mantenerse firme cuando todas sus esperanzas habían desaparecido? Pero Daniel se propuso en su corazón no contaminarse con la comida o el vino del rey. Él bebería agua, comería legumbres y nada más. Mantuvo su nazareato en la tierra del cautiverio; y lo mantuvo según los pensamientos de Dios (compárese con Ezequiel 4:9-13), y llegó el momento en que Dios estuvo a su lado, e hizo que él fuera el instrumento de Su pensamiento y Su voluntad, revelándole la historia de los tiempos y el fin del gentil bajo cuyo control él estaba por causa del pecado de su nación.
Yo podría continuar con muchos otros ejemplos, tales como: Jeremías, las cinco Vírgenes Sensatas, etcétera, etcétera; pero paso a mencionar otra solemne lección. Cuán pronto la cosa fracasó y la energía decayó, energía que apoyó al remanente emergente a desembarazarse del mal y a recuperar una posición divina. Así, el fracaso y la debilidad sobrevinieron una vez más. Se trata de un caso triste pero común. Usted verá a menudo los amorosos esfuerzos de la fe luchando por conseguir una posición divina a través de dificultades y peligros y pruebas sin fin. Sin embargo, cuando la meta es conseguida, el celo se enfría, el yo es recordado, Dios es olvidado, y la bendición desaparece. ¡Cuán lamentable! Uno tiembla cuando uno ve estos primeros esfuerzos amorosos de la fe por el temor de que llegue el día en que no sean vistos nunca más. Es mucho más difícil mantener lo que hemos conseguido en las cosas divinas que conseguirlo, porque ello debe ser hecho por aquel que lo consiguió permaneciendo en la energía mediante la cual él lo consiguió. El temor del hombre viene. Entran, el interés propio, el perdonarse a uno mismo, y la autocomplacencia. Dios, en misericordia, se interpone a veces y despierta la energía dormida y está siempre dispuesto a bendecir; pero aun así es doloroso y humillante pensar en ello. Vemos un triste ejemplo de esto en Israel cuando obtuvo la tierra bajo Josué, y luego se sumergió en una prematura decadencia.
Ello sale a relucir de manera sorprendente en la historia posterior de este remanente retornado en Esdras, etc., al cual me he referido. El temor del hombre detuvo la obra de Jehová (Esdras 4:4-5,24). La energía y la hermosura de sus primeros esfuerzos de fe habían desaparecido. Dios envía a los profetas Hageo y Zacarías para motivar al pueblo para la obra de Jehová. Ellos habían comenzado a establecer en sus corazones que el tiempo de reedificar la casa de Jehová no había llegado (Hageo 1:2); ellos habían artesonado sus propias casas. Así motivados, encontramos que ellos obedecieron la voz de Jehová e hicieron la obra de Jehová. El temor del hombre dio lugar al temor de Jehová; y Dios estuvo allí para reconocer y bendecir los renovados esfuerzos de la fe.
Si seguimos la historia de ellos encontramos que su fe se oscureció nuevamente. En Malaquías el estado de las cosas es doloroso y deprimente. Lo ciego del rebaño, el enfermo y el cojo eran ofrecidos en sacrificio a Jehová. Lo que el hombre rechazaba, lo que no valía nada para él, ¡era suficiente para Dios! (Incluso Saúl, en su peor día, reservó lo mejor de las ovejas y de los bueyes para hacer un sacrificio para Jehová). Nadie abriría las puertas de la casa de Jehová de balde, ni encendería un fuego en su altar sin coste alguno (Malaquías 1:7-10). Ellos robaban a Dios en diezmos y ofrendas (Malaquías 3:8); llamaban felices a los soberbios y decían: “¡Cosa vana es servir a Dios! ¿y qué provecho es para nosotros el haber guardado sus preceptos, y haber andado afligidos delante de Jehová de los Ejércitos?” (Malaquías 3:14 – VM). Y ellos hacían esto, también, es triste decirlo, cuando estaban en una posición divina. No fue cuando estuvieron lejos en la tierra de los caldeos, ¡sino cuando estaban en la ciudad del gran Rey! Aun así, nosotros encontramos un remanente dentro de un remanente, si se me permite decirlo, fiel al Señor.
Leemos, “los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre” (Malaquías 3:16).
La fidelidad de los pocos fue el canal de sustentación para los demás por parte de un Dios fiel. Nosotros les seguimos el rastro más adelante, hasta que los hallamos en Lucas 2 Representados por los ancianos Simeón y Ana, la cual conocía “a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”. La misma fe que pudo mantenerlos esperando al Cristo del Señor pudo mantenerlos vivos hasta que Él vino. La anciana profetisa, también, que pudo ayunar y orar, y vivir, y en ese lugar que aún pertenecía a Dios, encontró que sus ayunos y oraciones terminaron en alabanza, cuando vino el Señor que ella había esperado.
El último eslabón en la historia de este remanente retornado que encontramos en los Evangelios lo tenemos en la viuda solitaria de Lucas 21. Unos pocos versículos más adelante en este capítulo el Señor declara el juicio final sobre aquel templo en Jerusalén. No obstante, este templo aún era, en un cierto sentido, reconocido por Dios. Este enviudado corazón no tenía más que un solo objeto en la tierra; poco era lo que ella podía hacer pues todo lo que ella poseía era, ¡dos blancas, o sea, dos pequeñas monedas de cobre!, tal como el Espíritu nos lo deja saber. La devoción, en la estimación del hombre, habría sido grande si ella hubiera destinado la mitad de lo que poseía para los intereses de Dios que la absorbían. Pero el yo estaba olvidado en este enviudado corazón y ella echó en el arca de la ofrenda del Señor sus dos blancas. Los ojos del Señor vieron el motivo desde el cual surgió esta ofrenda, leyeron la acción como sólo Él podía leerla y Él dijo, “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía”. Él juzgó correctamente, pero no juzgó por lo que ella dio, sino por lo que ella guardó, ¡y ella no guardó nada!
Es humillante seguir el rastro de esta decadencia de la mayoría, pero, sin embargo, es conmovedor contemplar la creciente consagración y el creciente propósito que van en aumento de esos corazones fieles; pero ello es útil para afrontar los peligros de los que nunca estamos libres. La mundanalidad, el egoísmo y el olvido de las cosas del Señor, todos ellos están entre nosotros y son señales y fuentes de debilidad. Que el Señor nos conceda estar alerta y desconfiar de nosotros mismos aún más. Que el Señor anime los corazones de aquellos que aman Su nombre y Su testimonio a ser cada vez más fieles. Mantener los ojos llenos de Cristo, y así ser aún más el canal de la gracia sustentadora del Señor para los demás, hasta que llegue ese día resplandeciente y anhelado en que ¡Él vendrá y alegrará nuestros corazones para siempre!
Es fácil comentar de qué manera en todas esas épocas de fracaso y ruina los corazones de otros fueron motivados por algunos otros fieles que en abnegada energía pudieron orar y trabajar —y suspirar y llorar— pudieron estar activos y pudieron desgastarse en los intereses del Señor en su momento. Por medio de los tales el Señor obró y libertó, y condujo y bendijo a Su pueblo. Ello pudo ser por medio de alguna viuda solitaria que podía agonizar en oraciones y ayunos noche y día. La respuesta llegaba, y la bendición era derramada, y nadie sabía cuál era la ocasión por medio de la cual la bendición llegaba. Pero en el día en que “cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5), ello se sabrá; porque Su ojo lo notó y lo respondió, y ese corazón estuvo, quizás inconscientemente, en comunión con el Suyo, ¡el instrumento para la intercesión del Espíritu por los santos según la voluntad de Dios!
La Iglesia, la cual es Su Cuerpo
Prefacio
Se ha sentido mucha necesidad de una declaración concisa y sencilla de los principios que deben guiar al pueblo del Señor a los cuales se les ha dado gracia y la fidelidad para ‘apartarse de iniquidad’ en la iglesia profesante (a la que Pablo compara con “una casa grande”) en los últimos años. Una cantidad tan grande de asechanzas y maquinaciones del enemigo han sido puestas en acción para impedirles andar en la verdad, que muchos se han hallado en una extrema dificultad para encontrar la senda de Dios en un laberinto de mal y corrupción tal como el que hay alrededor. Es de temer que las dificultades casi hayan disuadido a muchos de seguir buscando, si es que no los ha llevado a abandonar en desesperación los esfuerzos por descubrir la senda de Dios.
Siendo este el caso, los pocos comentarios que siguen a continuación (los cuales no contienen más que un compendio de los inmensos principios tratados) son presentados con la sincera y humilde esperanza de que el Señor los use para Su propia gloria, y las haga útiles para los hijos de Dios al tratar de discernir la senda de ellos en medio de las corrupciones de la cristiandad en estos postreros días. Una senda que es tan sencilla y clara para el creyente, una senda donde hay un ojo sencillo; y cuya verdad ha convencido más profundamente a medida que la han seguido, a las almas de aquellos a quienes un Dios de verdad ha guiado en ella por gracia.
Estos comentarios son encomendados en toda humildad a Aquel que es el único que puede hacer que ellos sean de algún valor usándolos en el poder de Su misericordioso Espíritu, encomendados a Aquel cuyo derecho es, junto con lo débil del mundo, confundir lo fuerte de él, a fin de que nadie se jacte en Su presencia (1 Corintios 1:25-29).
Con la esperanza de que Él los use y los bendiga, estos comentarios son manifestados a Su Iglesia.
La Iglesia, la cual es Su cuerpo
En Efesios 1:22-23, la Iglesia de Dios es denominada “su cuerpo”, el “cuerpo de Cristo”. Cuando Cristo fue exaltado al cielo como Hombre nosotros nos enteramos de que Dios “le ha constituido cabeza sobre todas las cosas, con respecto a su Iglesia, la cual es su cuerpo, el complemento de aquel que lo llena todo en todo” (Efesios 1:22-23 – VM). Véase también 1 Corintios 12:12, etc. “Porque de la manera que el cuerpo es uno mismo, mas tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un mismo cuerpo, así también es Cristo. Porque por un mismo Espíritu todos nosotros fuimos bautizados, para ser constituidos en un solo cuerpo, ora seamos judíos o griegos, ora seamos siervos o libres; y a todos se nos hizo beber de un mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos”, etc. (1 Corintios 12:12-14 – VM). Por otra parte, en Colosenses 1:18, Cristo resucitado de entre los muertos “es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia; de la cual él es el principio, el primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1:18 – VM). Cristo ha sido exaltado como Hombre al cielo después de consumar la obra de la redención en Su cruz.
Él estaba “con Dios” y “era Dios”, el Hijo eterno, antes de que todo lo que pudiéramos concebir tuviera un principio. Él fue glorificado como Hombre cuando ascendió a la diestra de Dios. Dios fue glorificado en cuanto al pecado por Él en la obra de Su cruz. Todo carácter moral de Dios —juez supremo, verdad, majestad, amor, justicia— todos glorificados y establecidos en esa obra de Jesús. “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida (es decir, sin esperar el día del reino sino en seguida) le glorificará” (Juan 13:31-32). Y así Dios “le levantó de entre los muertos, y le sentó a su diestra en las regiones celestiales, ... y le ha constituido cabeza sobre todas las cosas, con respecto a su Iglesia, la cual es su cuerpo” (Efesios 1:20-22 – VM).
Cuando Jesús fue glorificado el Espíritu Santo descendió del cielo en el día de Pentecostés conforme a la palabra del Señor: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre ... el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre” (Juan 14:16-26). “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga”, etc. (Juan 16:7-8). Además, cuando Él resucitó de entre los muertos mandó a Sus discípulos que “no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hechos 1:4-5).
Por otra parte: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados ... Y fueron todos llenos del Espíritu Santo”. Leemos, “Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él ... a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó ... Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:1-2,4,22-24,33).
El Espíritu Santo descendido del cielo en aquel entonces cuando el Señor Jesús fue glorificado está con la Iglesia para siempre, leemos “ ... para que esté con vosotros para siempre” (Juan 14:16); y, “Por un mismo Espíritu todos nosotros fuimos bautizados, para ser constituidos en un solo cuerpo, ... y a todos se nos hizo beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13 – VM). Desde Su descenso Él une a todos los creyentes como un solo cuerpo, a su Cabeza exaltada al cielo. “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17). Todos aquellos que, no importa dónde, están unidos a Cristo por el Espíritu Santo, componen la “Iglesia, la cual es su cuerpo”, el complemento o plenitud de Aquel que lo llena todo en todo. De ellos se dice que se les ha dado vida juntamente con Él, resucitados juntamente con Él y hechos sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús (Efesios 1:19; 2:5-6). Ellos no están aún en presencia corporal real allí pero esperan que Él venga y los lleve consigo: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo” (Juan 14:2-3).
Por lo tanto, la formación y el llamamiento de la Iglesia de Dios, o cuerpo de Cristo, comienza al descender el Espíritu Santo en Pentecostés y termina cuando el Señor Jesús viene a arrebatarla para salir al encuentro con Él en el aire (1 Tesalonicenses 4:17). A los Corintios nada les faltaba en ningún don “esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:7). En Filipenses leemos, “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). Y en Colosenses está escrito, “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4).
Los tesalonicenses se volvieron “de los ídolos a Dios ... para esperar a su Hijo, cuando venga de los cielos” (1 Tesalonicenses 1:9-10 – VM). Al escribirles, el Apóstol les presenta los detalles: “Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, de ninguna manera precederemos a los que ya durmieron ... (porque) los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos y habremos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes, para el encuentro con el Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:15-17 – RVA). “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios 15: 51-52). Este capítulo trata la resurrección de los santos: “Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (versículo 23), y nadie más.
Entonces, estos dos acontecimientos son el principio y el fin del llamamiento de la Iglesia de Dios, o cuerpo de Cristo, a saber, el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, y la venida del Señor para llevar a los santos al cielo. El Espíritu Santo une a los creyentes en un solo cuerpo, y los une a Cristo como cabeza de Su cuerpo. No hubo, ni podía haber habido alguna unión de este tipo en los tiempos del Antiguo Testamento. La salvación pertenecía a todos los santos en virtud de la obra de Cristo, los que habían existido antes que la Iglesia comenzó a ser formada, o los que existirán después que ella haya sido arrebatada; pero no hubo ninguna unión con Cristo, o posición en el cuerpo. La unión con Cristo es por la habitación del Espíritu Santo. Busque usted en vano en la Escritura el pensamiento común que reza, «unido a Cristo por la fe»: pues en la Escritura no existe un pensamiento tal. “El que se une al Señor, un espíritu es con él” y, “vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios” (1 Corintios 6:17-19).
En tiempos del Antiguo Testamento la Cabeza no estaba en el cielo como Hombre; y el Espíritu Santo no había sido dado. Leemos, “Jesús se puso en pie, y clamó, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva. Esto empero lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él habían de recibir; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:37-39 – VM). Toda cosa buena de antaño, desde la Creación, fue hecha por el poder del Espíritu Santo; pero Él no fue dado en aquel entonces para habitar en el cuerpo de los creyentes, y unirlos así unos a otros, y a Cristo como en un solo cuerpo.
Entonces, la Iglesia de Dios es el “cuerpo de Cristo”, y nada más. En el propósito eterno de Dios ella existía antes que el mundo existiera. Ahora ella no es del mundo, pero sus miembros son aquí extranjeros y peregrinos. Ella no será del mundo en los días de la era milenial aunque estará reinando sobre el mundo con Cristo. Y en el estado eterno ella conserva su propio carácter eterno cuando todas las diferencias del tiempo — judíos, gentiles, etc.— hayan fenecido. A Dios “sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios 3:21).
Esto es, entonces, la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, a los ojos de Dios, y la posición normal de todos los creyentes que son miembros de dicho cuerpo. Los miembros más débiles, como los más fuertes, tienen su posición en él. Otra cosa es que ellos se den cuenta de su posición. Nosotros leemos en Efesios 5:30: “Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos”. Tal es la unión con Cristo de todos los que creen. Y recuerde usted que esto pudo ser dicho cuando Cristo hubo consumado la redención, resucitado de entre los muertos y ascendido al cielo, y no antes.
Valor práctico de la doctrina
Pero siendo esto así, nosotros podríamos pensar que la doctrina de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, no tuviese ningún valor práctico para sus miembros. Yo deseo mencionar el inmenso valor práctico que ella contiene. Creo que nada puede ser más importante en el día actual. Con la doctrina vienen muchas verdades colaterales el poder de las cuales muchos del pueblo del Señor se han estado apropiando en estos días; tal es el verdadero carácter del ministerio cristiano, es decir, los dones de Cristo conferidos en Su cuerpo, evangelista, pastor y maestro, etc. (Efesios 4:7-12), la amplia libertad del ministerio cristiano usado por el Espíritu Santo que distribuye individualmente a cada uno según la voluntad de Él (1 Corintios 12), etc., etc. Pero yo paso estos por alto por la importancia actual del tema que está ante mis lectores.
Casi no necesito decir ahora que el cuerpo en su integridad es el número total de creyentes reunidos por el Espíritu Santo entre Pentecostés y la venida del Señor, y unidos en un solo cuerpo a Él como Cabeza. Pero, en la medida en que el cuerpo nunca está reunido en su integridad en el mundo, en un momento dado entre estos dos acontecimientos, hay otro aspecto del uso de la palabra “cuerpo”. Nosotros encontramos que los miembros de Cristo que están en la tierra en cualquier momento dado entre los dos acontecimientos son siempre tratados en las Escrituras como el “cuerpo de Cristo”. “Vosotros pues sois el cuerpo de Cristo, e individualmente sois miembros de él”, escribe el Apóstol a la Asamblea de Dios en Corinto (1 Corintios 12:27 – VM). “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – RVA). Esto es muy importante ya que nos presenta el uso práctico de la doctrina; de otra manera podríamos propender a tratarlo como si perteneciera sólo al cuerpo en su integridad y aspecto celestial, y por lo tanto no tendría valor práctico alguno. Incluso la Asamblea de Dios en Corinto era en principio el “cuerpo de Cristo”. Se reunía en el terreno y el principio del cuerpo, aparte del mundo.
La Cena del Señor
El apóstol Pablo, el cual revela la verdad de la Iglesia y a cuyo ministerio le fue dado hacerlo, recibió una revelación especial acerca de la Cena del Señor (1 Corintios 11:23-25), y esto en relación con el misterio de “Cristo y la Iglesia”, Su cuerpo, misterio que le fue confiado (Efesios 3:2-9; Colosenses 1:24-25). La Cena del Señor conforme a Dios une dos cosas, a saber, la muerte del Señor y Su regreso. Al participar de la Cena, anunciamos Su muerte, por la cual tenemos vida y redención, hasta que Él venga. “Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). Pero la Cena del Señor es más que esto; ella es también el símbolo de la unidad del cuerpo de Cristo. Nosotros no podemos participar de ella, conforme a Dios, sin reconocer esto. Si sólo dos o tres miembros de Cristo se reunieran ahora —cuando la manifestación externa de la unidad del cuerpo de Cristo está destruida— para partir el pan (como tales ellos tienen el privilegio de hacerlo, véase Hechos 20:7; 1 Corintios 11:20), ellos expresan en el acto la unidad del “cuerpo de Cristo”. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque habiendo un solo pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo” (1 Corintios 10:16-17 – VM).
De modo que es imposible participar de la Cena del Señor en su verdadero sentido, conforme a la Escritura, sin expresar en el acto la unidad del cuerpo de Cristo. Y de ahí el hecho no Escriturario de intentar asumir el terreno de la independencia, o aquel que es asumido por las diferentes sectas o iglesias humanas, así llamadas.
Es con referencia a la Cena que una disciplina es ejercida, ya sea el juicio propio, o la disciplina de la Asamblea, o la del propio Señor. Ella se convierte así en un centro moral —no, obviamente, el centro, sino un centro moral— y una prueba para la conciencia del cristiano individual o de la Asamblea. Es con referencia a la Cena que el creyente individual examina su conducta y andar; no dejándolo susceptible a otras disciplinas. “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados” (1 Corintios 11:31). Al faltar este escrutinio personal de nosotros mismos la Asamblea, que era reunida por el Espíritu en el terreno y el principio del cuerpo, tuvo la responsabilidad de quitar de entre ellos a ese perverso (véase 1 Corintios 5:13, y todo el capítulo); y si ellos fracasaban en esto el Señor ejercía la necesaria y descuidada disciplina; y leemos, “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen” (1 Corintios 11:30). Incluso ellos habían sido quitados por medio de la muerte. De modo que nosotros vemos que el escrutinio personal de nosotros mismos, la disciplina de la Asamblea, y la del Señor cuando las otras dos eran descuidadas, todas ellas eran ejercidas con referencia a la Cena, la cual es el símbolo de la unidad del cuerpo de Cristo.
Este es un principio inconmensurable, especialmente en estos días de ruina en la iglesia profesante. En estos días cuando incluso dos o tres que han sido reunidos de esta manera, separados del mal, son responsables de todo esto. “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro?” (1 Corintios 5:12). Y además, es el único modo de obrar que la Escritura conoce o reconoce; y es la única manera en que podemos reunirnos conforme a Dios; a saber, en los principios del cuerpo de Cristo en el nombre del Señor. Incluso dos o tres son plenamente competentes y responsables, aunque no sean todo el cuerpo, para todo esto, incluso tal como son vistos en la tierra en un momento dado, o en un lugar determinado, y no pretenden serlo; y, además, ni por un momento pretender establecer o reconstruir nada, ni manifestar alguna unidad —aunque ellos lo expresen en la Cena, lo cual es otra cosa muy distinta— en la ruina de la Iglesia profesante de la cristiandad. Si ellos intentaran hacer esto, solo sería un fracaso y pronto descubrirían su error.
Por otra parte, ellos están necesariamente en comunión con todos los que hubiesen sido así reunidos, en el nombre del Señor, en el terreno y los principios de un solo cuerpo y un solo Espíritu, que actúa en el un solo cuerpo, sin importar dónde se encuentren ellos, sin que el espacio y la localidad hagan alguna diferencia. Por lo tanto, es inevitable que ellos deban estar en comunión con todos los que están así reunidos, mientras que, al mismo tiempo, no pretendiendo ser el cuerpo completo tal como es visto en la tierra en cualquier momento dado, ni hacerlo de tal manera que excluyan a otros miembros del cuerpo que no están así reunidos ante Dios, pues el derecho de todos a estar con ellos es la membresía de Cristo, y la correspondiente santidad de andar y de manera de vivir.
La Casa de Dios
La Iglesia tiene otro aspecto y nosotros lo encontramos en Efesios 2:20-22: ella es la casa de Dios aquí abajo, la morada de Dios por el Espíritu. Los santos son edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, (Efesios 3:5 demuestra que los profetas mencionados son los profetas del Nuevo Testamento), siendo Jesucristo mismo la principal piedra del ángulo. Este edificio es la cosa verdadera que Dios edifica. Pero cuando vamos a 1 Corintios 3 encontramos lo que el hombre edifica. Los corintios eran, como responsables ante el mundo, “edificio de Dios” (versículo 9) y “templo de Dios” (versículos 16-17). Pablo, como perito arquitecto, puso el fundamento en sus doctrinas, y ningún otro puede ser puesto; este fundamento estaría firme (2 Timoteo 2:19).
Luego el hombre comenzó a edificar e introdujo sobre el fundamento “madera, heno, hojarasca”, así como “oro, plata, piedras preciosas”, doctrinas nocivas e inútiles, personas, etc., con las cuales la casa está ahora llena, y mediante las cuales ella ha sido edificada por el hombre. Pero el Espíritu Santo no abandonó la casa. La casa comenzó a extender sus proporciones, desproporcionadamente con respecto al cuerpo, con el que había sido coincidente al principio. El cuerpo siguió siendo la cosa verdadera que Dios había formado.
De este modo la casa, en lugar de mantener su estado primigenio, es decir, la “casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte (o base) de la verdad” (1 Timoteo 3:15) se convirtió en una “casa grande”, con vasos para honra y vasos para deshonra en ella (2 Timoteo 2:20 – JND). Aun así, el Espíritu Santo estaba allí; y en cuanto a la responsabilidad ella permaneció como la casa de Dios en el mundo. Por eso Pedro nos dice que “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios”, (un principio invariable en las Escrituras, véase 1 Pedro 4:17. El cuerpo está infaliblemente seguro: y el Señor lo saca, saca lo verdadero, de la casa; y el juicio es ejercido sobre aquello que es responsable aquí abajo, y que así es tratado y juzgado conforme a la responsabilidad que había asumido. Yo no necesito añadir que la casa es toda la Iglesia profesante, compuesta de todas las sectas y sistemas, sin excluir a ninguno de los que están en ella.
Yo añadiría aquí una palabra acerca de la responsabilidad de los que son de Cristo. Al principio, en Hechos 2:47, “El Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”. La iglesia (o Asamblea, que es la palabra correcta) era en aquel entonces una cosa a la que personas podían ser añadidas. Pero cuando llegamos al estado de cosas en 2 Timoteo, encontramos que en lugar de haber algo a lo que añadir una persona, nosotros leemos que “el Señor conoce a los que son suyos”, en lo que Él compara con una “casa grande”. La responsabilidad de cada uno es entonces, “Apártese de iniquidad”. Él no puede abandonar la casa de Dios, ni puede enmendar los asuntos ahora; por otra parte, tampoco ha de quedar satisfecho con las corrupciones de la casa; pero debe apartarse de iniquidad, — separarse de todo lo que deshonra al Señor en ella; y que él mismo se limpie de los vasos para deshonra a fin de que sea un vaso para honra, santificado y útil para el uso del Amo: que sea personalmente puro, y que se identifique con los que han hecho lo mismo y que de corazón puro invocan al Señor. Leemos, “Sin embargo, el firme fundamento de Dios permanece, teniendo este sello: El Señor conoce a los que son suyos; y, que todo aquel que invoca el nombre del Señor se aparte de la iniquidad. Empero en una casa grande, hay no solamente vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro: y algunos son para honra, y otros para deshonra. Si pues alguno se limpiare de éstos, separándose él mismo de ellos, será un vaso para honra, santificado, útil al amo, y preparado para toda buena obra. Mas huye de las pasiones juveniles, y sigue tras la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que de corazón puro invocan al Señor (2 Timoteo 2:19-22 – JND).
La Asamblea de Dios
La palabra ‘asamblea’ o ‘iglesia’ es usada de dos maneras en las Escrituras. Si nosotros consideramos a Cristo en lo alto ella es Su cuerpo en la tierra; Si miramos hacia abajo ella es el cuerpo profesante. Obviamente, a nivel local se podía dirigir la palabra a la asamblea o iglesia de Dios en tal o cual lugar en aquel entonces, porque ella existía allí. Ahora bien, si Dios tuviera que escribir ahora una epístola a través de un Apóstol a ‘la asamblea o iglesia de Dios’ en un lugar tal, nadie podría reclamar la carta. Porque ninguna secta o sistema es “la Asamblea o iglesia de Dios”, ni nadie puede reivindicar serlo. Si es que lo hiciera ello sería para excluir a los otros miembros de Cristo en las sectas circundantes. Los santos pueden, y deben, andar en la verdad de ella y obedeciendo la palabra de Dios. Pero en el mejor de los casos ellos son un remanente: y un testimonio (si realmente andan en la verdad) del fracaso de la iglesia de Dios. Su testimonio debe ser: 1º, Un testimonio de la verdad de la iglesia tal como ella era, en el principio perdurable de “un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – RVA), y 2º, un testimonio del estado de la iglesia tal como es.
Cuando los cristianos han salido de los sistemas y sectas encuentran tal ruina alrededor que ellos apenas saben qué hacer; y encontrando las cosas en tal confusión recurren al principio de Mateo 18:20, “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”; y muchas dificultades han surgido cuando ellos no se han apropiado igualmente de los principios eternos de la iglesia de Dios, a saber, “un solo cuerpo y un solo Espíritu”. La promesa en Mateo 18:20 es verdaderamente bienaventurada, pero ella debe ser usada en referencia a la posterior revelación de la iglesia presentada por el apóstol Pablo. Lo primero que hay que constatar es: ¿qué es la iglesia (el cuerpo)? Y luego, de qué manera incluso dos o tres pueden congregarse, separados del mal, y ser considerados competentes por el Señor para ejercer toda la disciplina necesaria cuando ellos están así congregados.
Nosotros no tenemos necesidad alguna de dejar las epístolas de Pablo para apropiarnos de los principios. Y luego, cuando nos apropiamos así de principios que nunca sufren alteración, y de cuya observancia nosotros somos siempre responsables ante el Señor, se debe esperar en la promesa de Mateo 18:20 y ello es muy bienaventurado. Cuando ellos están así congregados, son moralmente una “asamblea o iglesia de Dios”, y la única cosa que el Señor reconoce como tal. Si no, ¿qué más? Al mismo tiempo, yo evitaría el abuso de la palabra “asamblea o iglesia”. Si ellos afirmaran ser “la asamblea o iglesia de Dios” en cualquier lugar, excluyendo a otros miembros del cuerpo que pudiesen estar en las sectas, ellos estarían equivocados, y estarían fuera del terreno que Dios puede reconocer y ha reconocido y bendecido. De lo contrario, no hay peligro alguno en el uso de la palabra. Ellos son una asamblea de Dios congregada en el nombre del Señor. Y además, al hacer esto, ellos nunca contemplan la reconstrucción de nada. Ellos están juntos en el único terreno que la Escritura conoce.
“La unidad del Espíritu”
Es el privilegio de todos aquellos que aman al Señor Jesucristo, y no sólo su privilegio sino también su responsabilidad, procurar “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA). La unidad del Espíritu no es unanimidad de sentimientos u opiniones, aunque cuanta más espiritualidad exista más se encontrará esto. Es la unidad del un solo cuerpo de Cristo por medio del Espíritu Santo. El Apóstol había explicado en Efesios 2 la obra de Cristo en la cruz poniendo el fundamento de esta unidad, al hacer la paz, derribando la pared Intermedia de separación entre judíos y gentiles, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo por medio de la cruz, dando entrada a ambos por un solo Espíritu, por medio de Él, al Padre.
Aquellos que así son juntados de judíos y gentiles son bautizados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo desde Su descenso en Pentecostés (véase Hechos 1:5; 1 Corintios 12:12-13, etc.), y son unidos a Cristo como Cabeza del cuerpo (Efesios 2:20-21; Colosenses 1:18), llegando a ser en la tierra morada de Dios en el Espíritu (Efesios 2:20-22). Habiendo sido formada esta unidad por el Espíritu Santo, ella está bajo Su custodia; pero el Apóstol, después de desvelar el misterio (Efesios 2 y 3) exhorta a los miembros del cuerpo, es decir, a todos los creyentes, que procuren con diligencia guardar la unidad que el Espíritu Santo así constituye, añadiendo él que: “hay un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:3-4 – RVA). Todo creyente pertenece a este cuerpo. Lo que uno sostiene no son opiniones sino que de lo que estamos hablando es de la membresía de Cristo, el hecho de ser miembros de Cristo. Esto es lo que da derecho a cada uno a unirse con los demás, quienes lo están haciendo en debilidad por medio de la gracia para hacer avanzar así el designio de Dios, con la energía de un corazón obediente, y con esa humildad, mansedumbre y paciencia, y soportándose unos a otros en amor, lo cual es mucho más necesario en días de decadencia y ruina.
Por lo tanto, la unidad del Espíritu no depende de la unanimidad de opiniones o de la claridad de propósitos, o de lo que todos los miembros del cuerpo de Cristo comprenden, sino del hecho de que ellos pertenecen a ese cuerpo. La Cena del Señor expresa su unidad, como hemos visto, y todos los miembros tienen derecho en el acto de “partir el pan”, a recordar la muerte del Señor, y esperar Su venida, y a reconocer que son un solo cuerpo. Nadie debe ser excluido excepto aquellos que no están andando en santidad, o están a sabiendas en malas asociaciones, o que están afuera en disciplina, Yo no tengo duda alguna de que el Señor reconocerá, en Su propio tiempo, la fidelidad de aquellos que en sinceridad de corazón para con Cristo se les ha concedido la gracia para hacerlo en estos días de superabundante maldad.
Las acciones colectivas del Espíritu Santo
(De la revista “Words of Faith”, Vol. 2, 1883).
“Cuando llegó el día de Pentecostés” plenamente, el bautismo del Espíritu tuvo lugar (Hechos 2). Y será oportuno comentar aquí que este bautismo nunca tiene que ver con un santo individual sino con un número de personas, como una acción colectiva; y también comentar que una vez que ello tuvo lugar, ello nunca se repitió. Se encontrará que estas observaciones tienen una gran importancia en nuestro verdadero entendimiento de la iglesia de Dios, o cuerpo de Cristo.
Así se actuó sobre el número de discípulos que estaban juntos orando en el día de Pentecostés: ellos fueron bautizados en un solo cuerpo en aquel momento. Habiéndoseles previamente dado vida y atraídos en pos de Cristo, esta nueva acción cambia el estado de ellos de ser meros creyentes individuales al de ser ellos un cuerpo unido a su Cabeza en el cielo. Cristo había subido allí después que la redención fue consumada, y Él ha entrado en un nuevo estado para el hombre por medio de la resurrección, y en un nuevo lugar para el hombre, como ascendido y sentado en los lugares celestiales. Y, en conexión con este nuevo estado y ese nuevo lugar el Espíritu actúa como tal descendiendo del cielo y formando este “un solo cuerpo” en unión con Cristo y de unos con otros como “miembros de Cristo”. Esta es la única ‘membresía’ conocida en la palabra de Dios.
Ahora bien, yo quisiera comentar aquí que cuando este cuerpo fue formado en Pentecostés nadie sabía nada acerca de él; porque fue necesario que una nueva oferta fuese hecha, a saber, que Cristo regresaría a Israel como nación, y traería los tiempos de la restauración de todas las cosas de la que hablaron los profetas, y bendeciría a Su pueblo en la tierra (Hechos 3:17-21). Los primeros capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles (capítulos 2-7) abordan esta acción tentativa hacia aquel pueblo; y ella finalizó con el martirio de Esteban, y a la postre el mensaje enviado a Cristo fue, “No queremos que éste reine sobre nosotros”. El terreno estuvo ahora despejado para sacar a relucir plenamente el “propósito eterno” de Dios; y Saulo de Tarso fue convertido por un Cristo celestial y fue separado del pueblo [Israel] “y de los gentiles, a quienes [dijo el Señor] ahora te envío” (Hechos 26:14-18).
Él fue celestial en su origen y destino y ministerio, para sacar a la luz aquel cuerpo formado por el bautismo del Espíritu en la tierra. Y eso mientras Cristo ocultaba Su rostro de la casa de Israel; es decir, ocultaba esas “inescrutables riquezas” nunca antes dadas a conocer a los hijos de los hombres; aquel valle entre las cimas de la montaña hasta entonces no descubierto y no revelado. Saulo de Tarso oye del propio Señor Jesús que los santos en la tierra a los cuales él perseguía eran Él mismo. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto (es decir, a Cristo en gloria), y de aquellas en que me apareceré a ti” (Hechos 26:15-16). Él recibe aquí una insinuación de que revelaciones adicionales serían presentadas en algún momento conveniente que en aquel entonces no había llegado.
Ahora bien, todo esto sucedió después que toda la asamblea fue dispersada en la persecución que surgió alrededor de la muerte de Esteban, en Jerusalén. Exteriormente, aquello que había sido reunido y formado en Jerusalén fue destruido; pero Pablo recibe (de todos los apóstoles solamente él habla siempre de la iglesia de Dios) la revelación de aquello que había sido formado en Pentecostés en una unidad divina, como un solo cuerpo, que nunca podría ser destruido; ni tampoco su unidad podría ser quebrantada; Dios retiene la unidad del cuerpo en Sus propias manos.
Las revelaciones especiales dadas a Pablo (con la de su ministerio, de manera general), son comprobadas al atraer él especial atención a ellas en conexión con este gran asunto. Ellas son cuatro, a saber, 1º. La unidad del cuerpo. Leemos, “Por revelación me fue declarado el misterio, como antes lo he escrito brevemente, ... misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres” (Efesios 3:3-5). Luego el procede a desvelar este cuerpo, compuesto de judíos y gentiles, y aun así, no siendo eso ninguno de los dos cuando ellos son unidos en uno.
2º. Pablo recibió una revelación de la Cena del Señor en conexión con estas verdades encomendadas a él. “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado”, etc., y él presenta los detalles de la cena (1 Corintios 11:23 y sucesivos), añadiendo a ella varios rasgos no presentados anteriormente por el Señor cuando Él la instituyó en la tierra; pero como siendo ahora instituida nuevamente desde el cielo, como Cabeza de Su cuerpo, lo cual Él no lo fue sino hasta que Él fue allí. Un rasgo prominente es el de que ella llega a ser, cuando es observada en su verdad, el símbolo de la unidad del cuerpo de Cristo en la tierra. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque habiendo un solo pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo” (1 Corintios 10:16-17 – VM).
En tercer lugar, una tercera prominente revelación la encontramos en 1 Corintios 15:51-52, en conexión con la resurrección de los santos que han dormido, y la transformación de los que no se duermen antes que Cristo viene. “He aquí”, dice él, “os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados”.
En cuarto lugar, nosotros encontramos la cuarta revelación en 1 Tesalonicenses 4:15-17 donde leemos, “Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”.
Tenemos así, en estas cuatro revelaciones: la unidad del cuerpo de Cristo; el símbolo de su unidad en la tierra en la Cena; la primera resurrección de los santos que duermen y la transformación de los que están vivos; y luego, el arrebatamiento de todos a la gloria de Dios. Estas revelaciones abarcan la constitución, el disfrute, la resurrección, y la recogida o arrebatamiento desde esta escena de la iglesia de Dios o cuerpo de Cristo; y ellas forman un resumen completo y acabado de toda su verdad.
Ahora bien, yo aún debo procurar presentar más claramente la realidad actual de este cuerpo como estando aquí en la tierra donde, en cuanto a lugar personal, el Espíritu Santo está. Es aquí donde todos sus miembros son vistos en un momento dado, — como por ejemplo, mientras yo hablo estas palabras. Es cierto que cuando hay una declaración general abstracta de este cuerpo como la plenitud de Cristo, a saber, “la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud [o, el complemento] de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:22-23), en ello no está contemplado ningún tiempo; y entonces, el cuerpo es visto en unión con Cristo en los lugares celestiales, como un asunto de consejo, en conexión con Su exaltación como Hombre. Pero en todos los demás lugares en la Escritura cuando este cuerpo es mencionado, éste incluye solamente a los miembros de Cristo que están vivos en la tierra en cualquier momento dado de su existencia, ¡mientras ustedes oyen estas palabras! Porque, en cuanto a lugar personal, allí está el Espíritu Santo, el cual constituye su unidad, morando en cada miembro, y bautizándolos a todos en un solo cuerpo.
Hagamos una ilustración en cuanto a esto. El regimiento número X del ejército británico luchó en la batalla de Waterloo. Dicho regimiento está ahora en la nómina del ejército de Inglaterra, teniendo su identidad, y el mismo número que tuvo en aquel entonces. Sin embargo, todos sus miembros han fallecido, ningún hombre que está en él ahora estuvo en aquel entonces cuando estuvo en activo. Otros han ingresado y han llenado las filas, y aunque los miembros han cambiado, el regimiento es el mismo. Así es con respecto al cuerpo de Cristo; a saber, los que lo compusieron en el día de Pablo han muerto, y otros han entrado, y han llenado las filas. Los que duermen, sus cuerpos están en el polvo, y sus espíritus están con el Señor. En cuanto a lugar personal, ellos han perdido su conexión con el cuerpo por el momento presente. Ellos son de él, aunque no están en él ahora. Ellos asumirán su lugar en él cuando el cuerpo de Cristo sea sacado de la escena. Aquí, “si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”, etc. (1 Corintios 12:26). El padecimiento no es la parte de los que han dejado de existir para la actual conexión con él.
Formado mediante el bautismo del Espíritu Santo en Pentecostés, este cuerpo ha sido llevado en una unidad intacta lo largo de esos dieciocho siglos que han transcurrido, con almas que fallecen, y otras que ingresan; y éste cuerpo está hoy aquí en la tierra para Dios y para la fe, tan verdaderamente como cuando Pablo escribió, “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – RVA). El bautismo del Espíritu nunca se repitió, pero a almas individuales se les ha dado vida y han sido selladas y unidas así individualmente a aquello que el Espíritu Santo formó mediante Su bautismo en Pentecostés; y por lo tanto, todos sus miembros pueden decir ahora, “por un solo Espíritu fuimos bautizados todos en un solo cuerpo” (1 Corintios 12:13 – RVA), porque nosotros pertenecemos a aquello que en aquel entonces fue definitiva y permanentemente formado por el bautismo del Espíritu Santo.
Hay una importante verdad adicional en conexión con esta doctrina, o con el cuerpo, a la cual me referiré ahora antes de finalizar este escrito. Se trata de esto: dondequiera que los miembros de este cuerpo eran vistos juntos “en asamblea” (1 Corintios 11:18 – VM), ellos eran siempre tratados como el cuerpo; esto, obviamente, no separándolos de todo el cuerpo en la tierra, sino tratados por Dios como actuando en el terreno y en el principio del cuerpo y en unidad con todo el cuerpo en la tierra. Esto es encontrado en 1 Corintios 12:27 (LBLA) donde leemos, “Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno individualmente un miembro de él”. Aquí el principio es aplicado. El apóstol había estado enseñando la gran doctrina del cuerpo (1 Corintios 12:12-26), en primer lugar, su unidad, y luego la diversidad de sus miembros, cada uno de ellos teniendo individualmente (fuesen ellos miembros decorosos o indecorosos) su lugar en el conjunto; y él aplica esto de manera práctica a la asamblea local en Corinto en el versículo 27 arriba citado.
Esto es, entonces, el cuerpo de Cristo; este es el lugar colectivo de todo miembro de Cristo en la tierra; esta es la única membresía conocida en la Escritura. El hecho divino, positivo, y la verdad de aquello que ninguna ruina de su unidad exterior, ninguna corrupción de la Cristiandad, puede jamás estropear o destruir. Captando esto en la conciencia de nuestra alma y por medio de la fe, nosotros tenemos algo estable en medio de las ruinas de la iglesia profesante sobre lo cual actuar; sobre lo cual descansar en los días postreros. Nosotros esperamos tratar acerca del uso práctico de la verdad en el escrito final.
El andar de los santos según el Espíritu
“Procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA).
“Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (2 Timoteo 2:19 – RVA).
Nuestro tema actual es examinar y determinar en alguna medida y desde la Escritura cuál es nuestra senda en el momento actual y nuestra responsabilidad en conexión con la presencia del Espíritu Santo en la tierra, como miembros del cuerpo de Cristo formado por Su presencia y por Su bautismo. Que el bendito Señor nos guíe como aquellos que dirían, «Muéstrame ahora Tu senda», y, «Dame gracia para andar en ella».
En primer lugar, entonces, nosotros debemos examinar los testimonios de la Escritura en cuanto al estado de ruina en que la iglesia profesante ha caído y en el cual nosotros mismos estamos involucrados. Dios permitió que las raíces y los primeros gérmenes de todo este estado salieran a la luz en los días apostólicos para poder Él presentarnos el testimonio de Su palabra en cuanto a todo ello, y señalar una senda para los Suyos en la escena de confusión que existe a nuestro alrededor. Nosotros no podemos escapar de ella para salir al exterior; y al mismo tiempo, Dios tampoco nos obliga a permanecer en una senda donde la conciencia es ultrajada, y la palabra de Dios es descartada, y son encontradas prácticas que no tienen autorización alguna por parte de Él. Él nos presenta una senda clara donde podemos obedecer Su voz y tener el gozo de Su presencia con nosotros en el curso de nuestra vida mientras estamos aquí.
Es sorprendente e instructivo ver que la Epístola de la cual hemos citado nuestro texto para la conferencia de esta tarde no fue escrita en un día en que todo estaba en orden, cuando la iglesia de Dios andaba en la primera frescura de poder y bendición con Cristo. Si éste era el caso cuando fue escrita nosotros podríamos haberla admirado y pensado en su perfección y hermosura en días pasados; pero no habríamos encontrado ningún valor práctico en ella para nuestra propia senda en días de debilidad, fracaso y ruina.
Nosotros vemos la sabiduría de Dios al presentarnos la enseñanza de ella justo cuando los días eran más oscuros en los tiempos apostólicos; cuando, como leemos en la epístola a los Filipenses (escrita en el mismo momento), todos buscaban “lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21); cuando muchos andaban, de los cuales el apóstol les había dicho antes y tenía que decirles ahora llorando, que eran, “enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal” (Filipenses 3:18-19). Tales eran los días cuando la epístola a los Efesios fue escrita; el propio anciano apóstol estaba en prisión y aislado de la obra que él amaba; y todo se estaba precipitando a la ruina. Fue entonces el momento en que Dios presentó por medio de él la revelación más plena y bienaventurada jamás presentada de la iglesia de Dios. Esta epístola fue escrita en un día de ruina como provisión de la fe para un día de ruina hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños”, etc. (Efesios 4:13-14).
La decadencia gradual pero segura había comenzado de inmediato en la iglesia temprana. La cizaña fue sembrada entre el trigo y personas falsas fueron introducidas desde afuera, como Simón el mago (Hechos 8); y el enemigo, asimismo, había comenzado a sembrar el mal y la discordia en el interior (Véase Hechos 5). Este estado de cosas es ampliamente reconocido en las diversas epístolas. En los Corintios la sabiduría de los hombres y el sectarismo estaban brotando y el mal moral había sido permitido (1 Corintios 5), y el mal doctrinal se estaba extendiendo rápidamente (1 Corintios 15).
En Galacia la ley había sido introducida; ascetismo y filosofía habían sido añadidos a la ley en Colosas. Hubo un retorno al judaísmo y a las ceremonias en todas partes (epístola a los Hebreos), y la presencia del Espíritu fue olvidada. Todo esto puede ser visto en gran parte en las epístolas. Pero cuando llegamos a la Segunda Epístola de Pablo a Timoteo estas cosas estaban allí y eran reconocidas como vigentes y todos los que estaban en Asia habían abandonado a Pablo, aunque tal vez no todavía a Cristo. Es entonces cuando el Espíritu Santo pronostica en el apóstol el estado de los “postreros días”, que estaban viniendo en aquel entonces. “En los postreros días vendrán tiempos peligrosos”, y el estado de los cristianos nominales llegaría a ser como el estado de los paganos tal como está descrito en Romanos 1:29-31, comparados con 2 Timoteo 3:2-5, con la diferencia de una “apariencia de piedad”, mientras ellos negaban “el poder (o eficacia) de ella”. De los tales el siervo de Dios debe apartarse. Leemos, “teniendo la forma de la piedad, mas negando el poder de ella: apártate también de los tales” (2 Timoteo 3:5 – VM).
Este era, entonces, el estado de la iglesia profesante que había sido establecida en la tierra como “columna y apoyo (base) de la verdad” (1 Timoteo 3:15 – VM). Ella era ahora la esfera donde el error y el mal existían sin oposición.
Debemos preguntar ahora, ¿cuáles son los principios de Dios cuando la esfera establecida por Él llega a corromperse en cualquier momento en la tierra como este ante nosotros? Incluso podemos ver que estos principios eran Suyos antes que el mal entrara en la escena y que ellos son los principios verdaderos, inalterados por cualquier circunstancia que sobrevenga. Estos principios eran separación y anchura; ¡separación para Dios porque Él es santo; y anchura de corazón porque Él es misericordioso! Nosotros vemos esto en el paraíso antes que el hombre cayera. Él plantó un huerto en Edén y lo separó del resto de la escena para que el hombre habitara en él y lo guardase; sin embargo, de él fluían cuatro ríos para llevar sus bendiciones a los cuatro puntos cardinales de la tierra.
Cuando el mundo fue juzgado (el diluvio en tiempos de Noé), y poblado de nuevo, y fue dividido en naciones en Babel, Dios llamó a un hombre, Abram, a salir de él separándolo para Sí mismo porque Él era santo; y aun así, debido a que Él era misericordioso prometió que, “serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:3). Así también fue en el caso de Israel; Él los sacó de Egipto para poder morar Él entre ellos, y Su palabra fue, “Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios” (Levítico 19:2). Aun así ellos iban a ser el centro desde el cual la bendición emanaría hacia las naciones, las cuales podrían enterarse allí de que Él era Dios. “Dios es conocido en Judá; En Israel es grande su nombre” (Salmo 76:1). En la iglesia de Dios, asimismo, los santos no eran del mundo, así como Él no era del mundo; sin embargo, el deseo que Él expresó fue que, “todos sean uno ... para que el mundo crea” (Juan 17). Estos ejemplos nos muestran los principios que deben guiar a los Suyos.
Nosotros vemos esto ilustrado en el día cuando Israel se corrompió y bajo Aarón hicieron el becerro de oro. Moisés había subido a la cima del Monte Sinaí para recibir la ley cuando el pueblo se rebeló contra Dios y regresó a la idolatría de la cual ellos habían sido redimidos. Moisés descendió con las tablas de la ley en sus manos y vio el becerro y las danzas; pero con la bienaventurada inteligencia de uno que estaba en espíritu con Dios él actúa de inmediato de una manera que salva la honra de Jehová y libra al pueblo (Éxodo 32; Deuteronomio 9). Si él hubiese mantenido las tablas de la ley fuera del campamento intactas él habría comprometido la autoridad de Jehová. Y si él hubiese entrado en el campamento con ellas el pueblo habría tenido que ser eliminado. De modo que él ¡rompió las tablas al pie del monte!
Entonces él regresa a Dios, después que la tribu de Leví hubo ejecutado la disciplina de Dios sobre sus hermanos obteniendo para ellos el lugar de tribu sacerdotal (Éxodo 32). Luego Moisés oró a Jehová para que perdonase al pueblo o le borrara a él del libro que Él había escrito. No, dijo Jehová, “Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro”. Moisés regresa entonces al desierto y mientras esperaba ver lo que Jehová haría y el pueblo se despojaba de sus atavíos delante del monte, Moisés tomó la tienda y la levantó lejos, fuera del campamento, y la llamó Tabernáculo de Reunión. “Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento” (Éxodo 33).
Aquí estuvo el momento más glorioso de toda su historia. El momento cuando él comprendió de tal manera a Dios y Su naturaleza santa que sin siquiera un mandamiento Suyo él hace lo que era apropiado para Él; y la columna de nube, emblema de Su presencia, descendía y Él hablaba a Moisés ¡como habla cualquiera a su compañero! Hubo aquí separación para Dios y sin embargo anchura de corazón para con Su pueblo y para la verdadera bendición de ellos.
Nosotros podríamos seguir el rastro a través de la Escritura de muchos ejemplos de este tipo que nos muestran que la separación para Él es la senda verdadera para los Suyos cuando aquello que Él había establecido en bendición había corrompido su camino en la tierra. Vemos eso en Israel separado de Egipto: Moisés separándose de Israel en el momento citado. El Nazareo Sansón separado de Israel cuando ellos estaban bajo el dominio de los Filisteos. Los hombres de David separados para él en su día de rechazo. Las instrucciones dadas a Jeremías para que se separase del pueblo para Jehová (Jeremías 15), para que él pudiese hablar por Jehová para separar lo precioso de lo vil. Así también la “señal” que debía ser puesta sobre los que gemían y clamaban a causa de las abominaciones en Jerusalén (Ezequiel 9).
El Bautista separando para Cristo el remanente arrepentido. La iglesia separada de las naciones en Pentecostés. Pablo separando a los discípulos de los demás (Hechos 19). Las instrucciones, “Salid de en medio de ellos y separaos, dice el Señor”, etc. (2 Corintios 6 – VM). Pero cuando pasamos a la Segunda Epístola a Timoteo, encontramos este principio aplicado a nuestra senda de la manera más sencilla y más sorprendente. El anciano apóstol se dirige a su propio hijo en la fe, con su corazón abrumado con el pecado en el cual el pueblo de Dios estaba ahora implicado; y aun así, animado en la frescura del coraje necesario para elevarlo a uno sobre todo ello, y dar el sentido de que Dios estaba por encima de todo el mal de alrededor.
A menudo se da el caso de que el alma se somete a tal grado bajo el poder y el sentido del mal que ella llega a ocuparse de él perdiendo así de vista a Dios. Este es un estado erróneo y dejarse llevar a él nunca dará el poder para superar el mal de ninguna manera. Forcejear con los males que hay en el mundo, o en el así llamado «mundo Cristiano», no es nuestra senda. Pero si bien estamos persuadidos acerca de la existencia y el poder de ellos, el corazón se puede volver a Dios y encontrar que Él y Sus modos de obrar son superiores al mal; y nosotros somos llamados a separarnos para Él.
Este carácter de cosas ocupa la mayor parte de la segunda epístola a Timoteo. El Espíritu de Dios reconoce que no hay que esperar ninguna recuperación eclesial para la iglesia de Dios como un todo; si bien siempre hay una recuperación individual por medio de la verdad. El apóstol había estado tratando la falsa enseñanza de Himeneo y Fileto y cosas por el estilo cuando él añade, “A pesar de todo, el sólido fundamento de Dios queda firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos y Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (2 Timoteo 2:19 – RVA). ¡Qué reconfortante es pensar que ninguna cantidad de corrupción ha destruido aquel sólido fundamento de Dios! Allí estaban las verdades eternas que nunca fueron alteradas aunque la casa de Dios se había agrandado a lo que él asemeja a una “casa grande”, con vasos de oro y de plata, de madera y de barro: algunos para honra, y otros para deshonra (2 Timoteo 2:20 – JND), no obstante lo dispersos que ellos están por los artilugios de los hombres y por las malas artes del enemigo dentro de esa esfera en que estaban los que eran de Cristo.
“Conoce el Señor a los que son suyos”, ¡decía una inscripción ¡del sello de Dios! El ojo del hombre no podría distinguir a los que son de Él, ni siquiera el ojo de la fe podría discernirlos. Ellos pueden ser como los siete mil cuyas rodillas no se habían doblado ante la imagen de Baal en el día de Elías a quienes el profeta nunca había descubierto. Sin embargo, Dios los conocía; ellos pudieron ser como los piadosos en el día cuando el corazón de Israel era tan duro como diamante, cuando Ezequiel profetizaba en vano; ellos eran conocidos por Aquel que conoce todos los corazones, y Él llama a los ejecutores del juicio en Jerusalén. — “Pasa por en medio de la ciudad, por en medio de Jerusalén, y ponles una señal en la frente a los hombres que gimen y que claman a causa de todas las abominaciones que se hacen en medio de ella”, antes que el juicio que no permitía la piedad cayera sobre los demás (Ezequiel 9:4). Dios conocía en aquel día a los que eran Suyos; y Él los conoce ahora, tal como nuestro pasaje en 2 Timoteo 2:19 testifica. Este es el privilegio de todos los que pertenecen a Él.
Pero el apóstol se vuelve ahora al reverso del sello y lee la segunda inscripción, “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (2 Timoteo 2:19 – RVA). Aquí está, entonces, la forma en que yo puedo ver a aquellos ocultos que son del Señor; ellos deben estar separados del mal para Él. ¡Un paso sencillo pero exhaustivo! Que el mal sea moral, doctrinal, intelectual, o religioso, la senda es la misma —a saber, apartarse de iniquidad es la responsabilidad del santo que menciona en nombre del Señor—. Puede haber allí vasos para honra y vasos para deshonra —preciosos y viles—. Puede ser que los Himeneos y Filetos tengan que ser condenados, pero el alma fiel debe ‘limpiarse’ ella misma de ellos, para poder ser “un vaso para honra, santificado [o. separado], útil al Amo, y preparado para toda obra buena”. Leemos, “Pero en una casa grande, hay no solamente vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro: y algunos son para honra, y otros para deshonra. Si pues alguno se habrá limpiado de éstos, separándose él mismo de ellos, será un vaso para honra, santificado, útil al Amo, y preparado para toda obra buena” (2 Timoteo 2:20-21 – JND).
Permitan ustedes que yo comente en cuanto al verbo ‘limpiar’. Este verbo es encontrado sólo dos veces en el idioma original de las Escrituras del Nuevo Testamento. El primer lugar que encontramos es 1 Corintios 5:7 donde leemos, “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”. Esto señalaba la responsabilidad de toda la iglesia de Dios, establecida en la tierra como una “masa, sin levadura”. Ella debía mantener su lugar en esto, y ‘limpiarse’ de todo lo que tuviese el sabor de la vieja levadura, es decir, el mal que se estaba infiltrando en Corinto en aquel momento, tal como nos muestra este capítulo. Pero ella, como un todo, no hizo esto. La iglesia pronto se volvió indiferente al mal el cual pronto ¡lamentablemente! llegó a ser la característica de ella, y no la debida santidad para con Cristo. Ahora viene el segundo uso del verbo ‘limpiar’. El individuo, encontrándose él mismo en medio de una “casa grande” llena de vasos para honra y vasos para deshonra debía limpiarse él mismo de estos vasos para deshonra, separándose de ellos, así como de todo esto que deshonraba al Señor, para ser un vaso para honra para uso del Amo.
Pero cuando un alma ha dado este paso ello podría engendrar un espíritu Farisaico en él al estar así apartado a causa del Señor y por tanto tenemos a continuación, “sigue tras la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que de corazón puro invocan al Señor” (2 Timoteo 2:22 – JND). Él encontraría a otros que les había sido dado gracia, al igual que él, para estar separados para el Señor, y él debía andar con los tales en santidad de conducta y con corazón puro igualmente.
Pero esta separación para el Señor tiene, hasta ahora, solamente un carácter negativo. Pero esta es la responsabilidad de la “casa de Dios”, que ha llegado a ser ahora como una “casa grande” alrededor de él. Por consiguiente, nosotros queremos algo más; necesitamos un terreno de acción positivo para nuestras almas en medio de la escena. Entra aquí, entonces, la verdad inmutable de la unidad del cuerpo de Cristo, del cual el santo es un miembro. Este cuerpo permanece en la tierra en medio de la Cristiandad. Es dentro de esta esfera que el Espíritu Santo mantiene el cuerpo de Cristo en inquebrantable unidad.
Es verdad que exteriormente este cuerpo está quebrantado en fragmentos para nuestra vista y que los miembros de ese cuerpo están dispersos en cada sección (o denominación) de la iglesia profesante; y es también verdad que es completamente imposible restaurarlo a su estado original, que ninguna habilidad o poder puede jamás rectificarlo (todo esto es muy cierto); pero, por otra parte, yo soy siempre responsable de rectificar mi senda y volver a estar en la posición u orden apropiados, ante todo para con Dios. Yo soy un miembro de Cristo y he sido separado del mal; pues bien, yo no soy el único a quien Dios ha llamado a actuar así para Él porque Él es santo. Yo también encuentro a otros, nos reunimos como Sus miembros para adorar al Padre, para recordar a nuestro Señor; pero es como miembros de Cristo y actuando en la verdad de aquel cuerpo del cual somos miembros —podemos estar juntos— ¡y en ningún otro terreno! (Quiero decir, ningún otro terreno conforme a Dios). Nosotros estamos así en una amplitud de verdad que abarca a ¡cada miembro de Cristo que está sobre la faz de la tierra!
Esto es procurar “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA). Nosotros no podemos guardar ni romper la unidad del cuerpo —eso es guardado intacto por el Espíritu a pesar de cada fracaso del hombre—. Pero nosotros somos llamados a procurar “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”.
Entonces, ¿qué es esta unidad? Es el poder y el principio mediante el cual los santos pueden andar juntos en sus apropiadas relaciones en el cuerpo y como miembros de Cristo. Ello puede implicar mi separación de un miembro debido a que él está unido en la práctica o religiosamente a aquello que no resistirá la prueba de la palabra de Dios. Ello puede llamarme a andar con otro que está andando en piedad y en su verdad. Yo puedo encontrar un alma fiel que ve la verdad hasta cierto punto, pero no más allá; yo puedo disfrutar con él de todo lo que él disfruta en la unidad del Espíritu. Suponga usted que una nueva luz llega a su alma y que él la rechaza, ¡entonces nos separamos! Yo nunca debo debilitar la senda en la que he sido llamado a andar transigiendo con él acerca de la verdad. Todo esto involucra al cuerpo de Cristo; es el terreno de acción porque el Espíritu de Dios lo mantiene.
Asimismo, esta unidad excluye por completo la individualidad. Nadie puede asumir un lugar aislado. Si el santo es llamado a estar solo en alguna localidad debido a la palabra de Dios, ello lo coloca en comunión y en terreno común, en todo el mundo, en otras localidades, con todos los que están andando en una verdad tal. Excluye también la individualidad cuando estando junto con otros uno podría ser tentado a actuar en independencia de los demás miembros de Cristo para actuar por sí mismo, no en comunión con el resto. Ello nos arranca, también, de todo sistema del hombre. Pero nos mantiene en esa unidad que es ¡conforme a Dios!
Ahora bien, aquí está el fundamento divino y positivo bajo nuestros pies en este día de ruina. Esta no es meramente una senda negativa. Ella es bastante amplia para todos porque abarca a todos en su amplitud, ya sea que ellos estén allí, o no. Ella excluye el mal de en medio de ella, como es conocido y aceptado; admitir el mal causaría que ello deje de ser la unidad del Espíritu. Ella no es meramente la unidad (o, unión) de Cristianos —lo cual es el esfuerzo de muchos por lograr a menudo el rechazo de la verdad del cuerpo de Cristo—. Cuán a menudo nosotros vemos el esfuerzo para estar juntos aparte de su verdad, meramente como creyentes en el Señor. Los hombres pueden hacer muchas unidades y unir el nombre de Cristo a ellas, y llamar a eso la iglesia. Dios une la unidad a Cristo, ¡no Cristo a la unidad! Por tanto, ella debe ser verdadera en naturaleza a Él cuyo cuerpo ella es; ella debe ser, de manera práctica, santa y verdadera (Apocalipsis 3:7).
Puede sobrevenir la prueba y el enemigo puede procurar estropear este esfuerzo de los fieles para actuar para Dios. Puede ser que también se deba recurrir a la disciplina para mantener fieles y correctamente a los que han sido así reunidos. Cuando esto es así la acción tomada en un lugar en el Espíritu y en obediencia a la Palabra gobierna todas las demás, donde el pueblo de Dios en otra parte está actuando así en la verdad. Estando la mesa del Señor puesta como aquello en lo cual nosotros reconocemos la unidad del cuerpo de Cristo (1 Corintios 10:16-17), ella está en medio de aquellos que han sido reunidos al nombre de Cristo (Mateo 18:20). Uno que está a esa mesa en comunión en una parte del mundo, como con los que están procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu, está en comunión con todos, dondequiera que ellos se puedan encontrar. Uno que deja de estar en comunión en un lugar, deja de estar en comunión en todos los lugares. Por lo tanto, la individualidad es imposible aparte de la unidad; o la unidad a partir de la individualidad.
Es solamente en la iglesia de Dios, o en su principio, que hemos mantenido ambas cosas. En el catolicismo romano nosotros vemos unidad, pero no individualidad; en otras sectas vemos individualidad, pero no unidad. En la unidad del Espíritu tenemos ambas cosas, y sólo allí.
Entonces el clamor de los demás es, «Ustedes quieren que nosotros vayamos a ustedes y oigamos la verdad; ¿por qué no vienen ustedes a nosotros?». La pregunta es muy natural pero la respuesta es evidente: a saber, «nosotros nunca podemos corregir el mal mezclándonos con él; nosotros deseamos la bendición de ustedes; deseamos que ustedes que no están con nosotros puedan actuar de acuerdo con lo que ustedes son, como miembros de Cristo por medio de un solo Espíritu, y con nosotros en ¡la única posición divina en la tierra! Si la conciencia de ustedes se sometiera a la verdad ustedes serían los primeros en culparnos por haberla debilitado o falsificado mezclándola con el error para ganar a otros para que estén con nosotros». Si usted es un miembro de Cristo (nosotros asumimos que usted anda en rectitud de alma delante de Dios), su derecho es evidente para estar a la mesa del Señor con nosotros. No osamos pedir otros términos para que usted esté en su lugar verdadero. Yo He oído que otros han dicho que nosotros esperamos más, como promesas rigurosas, que usted no irá a ninguna otra reunión de cristianos, y cosas por el estilo. Esto sería poco inteligente en nosotros de la manera más categórica; nosotros estaríamos haciendo que la membresía de Cristo y la santidad al caminar sean más que su derecho al lugar que es suyo.
El hecho de que ustedes vengan para ayudarnos a ser fieles al Señor debería recibir una calurosa bienvenida de parte de nosotros en Su nombre. No sospechemos de ningún otro motivo en los que vienen más que nuestro propio deseo, por medio de la gracia, de hacer lo mismo. A menudo yo he visto venir almas con toda sencillez las cuales se espantarían si se las colocara bajo una condición; pues cuando ellas vinieron encontraron allí Su presencia, ¡y nunca más se marcharon! Un alma que se encuentra con Cristo probablemente no procuraría deambular de nuevo por otras sendas, aunque esta pueda ser una senda de vituperio “fuera del campamento” con Él.
Para concluir, una palabra ahora en cuanto al lugar de aquellos que están juntos en la verdad en estos postreros días. Algunas veces nosotros oímos que ellos son “un testimonio”. Yo pregunto, ¿un testimonio de qué? Y yo respondo por todos, Nosotros somos un testimonio del estado actual de la iglesia de Dios, no de lo que ella fue una vez, sino de lo que ella es ahora. Pero suponga usted que nosotros somos así realmente un testimonio de su fracaso, esto implica mucho más de lo que pensaríamos a primera vista. En un caso tal nosotros debemos ser tan verdaderos en cuanto a principio y en cuanto a práctica ¡como aquello que ha fracasado! Aunque es sólo un fragmento del todo, este debe ser un fragmento verdadero. Esto nos mantendrá siempre humildes a nuestros propios ojos y como siendo nada a la vista de los demás. Por tanto, mientras nosotros seamos un testimonio de este carácter, ¡por gracia nunca fracasaremos! Sólo el Señor será nuestra fortaleza y nuestro sostén en días de ruina y de los tiempos peligrosos de los postreros días.
En la gran esfera de la profesión de cristianismo en la tierra —es decir, la iglesia responsable, o “casa de Dios”, donde este mismo y solo Espíritu mora y opera— existe una corriente divina en la cual los creyentes se encontrarán. En uno de los grandes lagos, o mares interiores de Suiza, nosotros encontramos lo que ilustrará lo que deseo dar a entender. Uno de los grandes ríos europeos desemboca en este mar interior en uno de sus extremos y sale por el otro; pero se da el caso de que es fácil seguir la corriente del río a través del vasto cuerpo de agua. Están, también, como algo natural, los remolinos, y el agua remansada donde la corriente es lenta o nula, la cual está cerca de la corriente, y el agua muerta (el fenómeno que hace que los barcos pierdan velocidad), afuera de su influencia. Así es en la casa profesante. Están aquellos que se encuentran en la corriente del Espíritu dentro del gran cuerpo profesante; hay otros cuya posición estaría cerca de ella aunque no en el caudal; sino, por así decirlo, en los remolinos que están cerca. Hay otros que se han desviado y han sido arrastrados al agua remansada y parecen no recuperarse nunca. Hay también otros, que se encuentran en el agua muerta, fuera del alcance del caudal, o incluso de su influencia.
Por lo tanto, es conveniente que cada uno se pregunte realmente: «¿Dónde estoy yo?» «¿Soy yo como una astilla, o una hoja marchita, estoy en los remolinos, o en el agua remansada, o en la corriente?». Si estamos en lo último somos llevados en esa única senda en la frescura y en la energía de un solo Espíritu de Dios, en la verdad de aquel un solo cuerpo de Cristo del cual somos miembros vivos; fieles a Aquel que nos ama, pero sin voluntad propia y obedientes en Sus manos, el cual puede usar para Su propia gloria y para bendición de los demás al más débil de los vasos, si él está en la corriente de Su Espíritu, en la verdad.
La unidad del Espíritu y procurar guardarla
“La unidad del Espíritu” es ese poder o principio que mantiene a los santos andando juntos en sus relaciones apropiadas en la unidad del cuerpo de Cristo. Es la realización moral de su unidad: y el hecho de procurar guardarla con diligencia mantiene nuestras relaciones con todos los santos conforme al Espíritu de Dios, y en la verdad.
Nosotros nos reunimos con otros al nombre del Señor en el principio de “Un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – RVA). De este modo nosotros procuramos “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA), y procuramos estar en la “comunión del Espíritu Santo”, que es Aquel que mantiene la unidad del cuerpo de Cristo. Consecuentemente, nosotros nos encontramos separados de aquellos que no están en esta senda bienaventurada aunque ellos sean perfectamente sanos en doctrina y piadosos en vida, o que tal vez están inconscientemente asociados con aquellos que son neutrales e indiferentes a la gloria de Cristo y a esta verdad.
Por tanto, nosotros nos reunimos en un terreno lo suficientemente amplio como para incluir a todos los miembros de Su cuerpo, sin excluir a ninguno. Si los que vienen están a sabiendas en conexión o asociación con aquello que no tiene en cuenta Su verdad y Su gloria, eso los excluiría de la comunión a la mesa del Señor. Si ellos están involuntariamente mezclados con eso nosotros deberíamos alegrarnos de reunirnos con ellos, pero nos sentiríamos obligados a decirles cuál es el terreno que nosotros asumimos con respecto a Cristo y cuál es la posición que ellos ocupan con referencia a Cristo. Esto dejaría bajo la responsabilidad de ellos el hecho de estar con nosotros o contra nosotros. Nosotros no podríamos convertirnos “a ellos”, mientras se nos dice: “Conviértanse ellos a ti” (Jeremías 15).
Consecuentemente, nosotros no podríamos unirnos con ellos en la obra del evangelio porque ellos no tienen en cuenta el propósito de Dios. El propósito de Dios no es meramente la salvación sino que Su pueblo sea en la tierra un testimonio viviente para Cristo y Su cuerpo durante Su rechazo y ausencia, y con otros miembros de Su cuerpo, andando en unidad y paz. La iglesia de Dios es el testimonio en la tierra de que “Dios es luz”, “Dios es amor” y “Dios es Uno”. El Espíritu Santo en la tierra responde y revela a Cristo que está en lo alto. Él es el “Santo y Verdadero”; el Espíritu Santo en la tierra es el “Espíritu de Santidad” y el “Espíritu de Verdad”.
No se puede decir acerca de un miembro que él representa el cuerpo, o que él es el cuerpo porque come del un solo pan. Si él se reúne en cualquier lugar, conforme al pensamiento de Dios, para comer la Cena del Señor con otros miembros del cuerpo de Cristo, ellos serían colectivamente una expresión verdadera del cuerpo de Cristo en la tierra en aquel lugar. Un número de miembros de Cristo pueden estar juntos y no en la unidad del Espíritu en absoluto (como yo no dudo que es a menudo el caso). No es que Cristo no los sostenga como miembros de Su cuerpo, pero ellos pueden estar juntos en terreno independiente o vinculados con el extendido (y cada vez más amplio) principio de neutralidad para con Cristo. Por consiguiente, el Espíritu Santo sería obstaculizado; y aunque mucho de lo que es verdad, tal como el ministerio abierto y cosas por el estilo sería aceptado en cuanto a principio, eso no podría ser reconocido como una asamblea de Dios porque la Escritura no lo reconocería como tal. No hay más que “Un solo Espíritu”, y si nosotros procuramos guardar la unidad del Espíritu con otros, no puede haber ningún principio antagónico que podamos reconocer.
El Espíritu Santo no ha abandonado la casa de Dios (siendo ella ahora como “una casa grande”, o cristiandad), aunque muchas corrupciones están allí; mientras que al mismo tiempo la Escritura no reconoce las pretensiones que muchos aducen en ella de ser ellos ‘una asamblea de Dios’.
El Libro de Esdras presenta el relato del regreso de un remanente desde Babilonia a una posición y una ciudad divinas. Ellos no pretendieron la grandeza anterior sin aquello que respondería a estas pretensiones sino que procuraron andar en fidelidad delante de Dios, con un templo vacío —sin Urim y Tumim, sin Arca del Pacto, sin la Gloria—; pero el Espíritu de Dios estuvo con ellos (Hageo 2:5), y la separación de todo lo que era contrario a Él caracterizó la conducta de ellos (Véase Esdras 2:59-63; 4:1; 10:1-9).
De manera similar, existe ahora un remanente separado para Dios de las corrupciones que lo rodean, que reconoce el terreno divino de la iglesia de Dios ante Él sin pretender nada sino procurando estar juntos en la comunión de Su Espíritu en la tierra, y esperando el regreso de Cristo. Ellos Se alegran de dar la diestra en señal de compañerismo (comunión) a todo miembro de Su cuerpo que desea andar en la verdad con ellos en igual separación de todo lo que alrededor es malo.
Yo creo que este es un día en el que debemos ceñir nuestros lomos mediante Su gracia y fijar nuestra mirada únicamente en Cristo; pues sólo entonces seremos capaces de juzgar lo que se le debe a Él, y no a partir de nuestro criterio al considerar a nuestros hermanos. Entonces nosotros podemos, mediante Su gracia, escapar de las principales corrupciones del momento —falsas doctrinas— y de la imitación que el enemigo hace de lo verdadero (el principio de Janes y Jambres resistiendo a Moisés mediante una falsificación).
La expresión “Un solo cuerpo” es usada en 1 Corintios 12 Con referencia a todos los santos que están en la tierra en cualquier momento dado. Pero la expresión “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo”, aparece también en 1 Corintios 12 Como refiriéndose a la asamblea en aquel lugar; es decir, que en el terreno y el principio de su reunión ellos eran “el cuerpo” (un pasaje sumamente importante). Este pasaje muestra que una asamblea de Dios, para ser realmente eso, está siempre en el terreno y el principio del cuerpo (1 Corintios 12:27). Los que ahora se reúnen en un lugar y participan del “un solo pan” conforme a este principio no son más el cuerpo de Cristo en aquel momento que en cualquier otro. Pero ellos tienen fe en la verdad de ello, tal como se ve en la práctica de ellos, mientras que otros que hablan de ello sin la práctica no parecen tenerla. Los primeros pueden mostrar su fe mediante sus obras: la única manera de hacerlo.
La palabra “cuerpo” no es utilizada para expresar unión con Cristo. El cuerpo está unido a Cristo por el Espíritu Santo. Los que están juntos en la práctica de esta verdad están procurando “con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA). El Espíritu Santo constituye la unidad del cuerpo. Ellos están procurando andar en la comunión del Espíritu Santo, una Persona divina que no adaptará Sus modos de obrar a nosotros; nosotros debemos adaptar nuestros modos de obrar, en la verdad, a Él. Las personas suponen que porque son miembros de Cristo por consiguiente ellos deben estar practicando tal verdad. Nadie puede practicarla (aunque realmente sean miembros de Él) a menos que ello sea en la unidad del Espíritu y con aquellos que han estado allí antes que ellos; pues es imposible tenerla públicamente al margen de los tales. La práctica común del momento actual es aceptar los principios y términos divinos aparte de su práctica. La Escritura es muy perentoria para esto.
Que nuestros corazones sean conducidos a ese amor a la verdad, y al amor en la verdad, y por la verdad, ¡para que podamos escapar de la vorágine en la que tantos están cayendo!
Extracto de "Notas y consultas escriturales"
“Procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – RVA).
PREGUNTA: ¿«Cómo he de procurar con diligencia guardar “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”? ¿Qué significa?»
RESPUESTA: El Espíritu Santo descendió del cielo personalmente el día de Pentecostés y mora en cada miembro de Cristo individualmente (1 Corintios 6:19; Efesios 1:13-14, etc.); y los santos así habitados en la tierra forman la morada de Dios en el Espíritu. Él mora colectivamente en toda la Iglesia (Efesios 2:22, etc.). Él une cada miembro a Cristo (1 Corintios 6:17). Une cada miembro a los demás miembros (1 Corintios 12:13), y todos los miembros a la Cabeza. Esta es la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo.
Esta unidad ha permanecido intacta a través de todos los fracasos de la Iglesia. Es una unidad que no puede ser destruida porque es mantenida por el propio Espíritu Santo. Él constituye la unidad del cuerpo de Cristo.
La Iglesia de Dios era responsable de haber mantenido esta unidad del Espíritu en unicidad práctica externa y visible. En esto ella ha fracasado. Esta unidad no ha fracasado. Ella permanece porque el Espíritu de Dios permanece. Ella permanece incluso cuando la unicidad de acción casi ha desaparecido. La unidad de un cuerpo humano permanece cuando un miembro está paralizado; pero ¿dónde está su unicidad? El miembro paralizado no ha dejado de pertenecer al cuerpo pero ha perdido la saludable articulación del cuerpo.
Aun así, con independencia de cuál es la ruina, con independencia de cuán terrible es el estado confuso y malsano en que se encuentran las cosas, la Escritura nunca admite que es impracticable que los santos anden en la comunión del Espíritu de Dios e impracticable la mantención de la verdad; eso es siempre practicable. El Espíritu de Dios presupone días malos y peligrosos; sin embargo Dios nos ordena procurar con diligencia “guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”; y Él no nos ordena nada que sea impracticable. Nosotros nunca podremos restaurar nada a su estado anterior; pero podemos andar en obediencia a la Palabra y en compañía del Espíritu de Dios, el cual nos capacita para adherirnos a la Cabeza. Él nunca sacrificará a Cristo y Su honra y gloria, por Sus miembros. De ahí que somos exhortados a procurar con diligencia guardar la “unidad del Espíritu” (no la ‘unidad del cuerpo’, lo cual nos impediría separarnos de cualquier miembro del cuerpo de Cristo, sea cual fuere su práctica). El Espíritu Santo glorifica a Cristo, y andando en comunión con Él somos mantenidos especialmente identificados con Cristo.
En este hecho de procurar yo debo comenzar conmigo mismo. Mi primer deber es separarme para Cristo de todo lo que es contrario a Él, leemos, “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (2 Timoteo 2:19 – RVA). Este mal puede ser moral, práctico o doctrinal; no importa lo que sea, yo debo apartarme de él; y cuando lo he hecho me encuentro en la comunión del Espíritu Santo de manera práctica y sobre una base divina donde todos los que son de corazón sincero pueden estar igualmente. Si yo puedo encontrar a quienes han hecho lo mismo, debo seguir con ellos “tras la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que de corazón puro invocan al Señor” (2 Timoteo 2:22 – JND). Si no encuentro a ninguno en el lugar donde estoy yo debo estar solo con el Espíritu Santo para mi Señor. Sin embargo existen, alabado sea el Señor, muchos que han hecho lo mismo y están en la línea de acción del Espíritu de Dios en la Iglesia. Ellos tienen como recurso la promesa bienaventurada: “Donde dos o tres son congregados a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20 – JND). Ellos son uno de manera práctica, como siendo guiados por el mismo Espíritu, con cada miembro de Cristo en el mundo que ha hecho lo mismo. Yo no me refiero ahora a su unión absoluta con todo el cuerpo de Cristo, sino a la práctica.
La base sobre la que ellos son congregados (es decir, el Espíritu de Dios, en el cuerpo de Cristo) es lo suficientemente amplia en su principio como para incluir a toda la Iglesia de Dios; y es el único contexto divinamente amplio sobre la tierra. Lo suficientemente angosto como para excluir de su seno todo lo que no es del Espíritu de Dios: admitir a los tales los pondría fuera de la comunión del Espíritu Santo de manera práctica.
Este hecho de procurar con diligencia no se limita a los que son congregados así uno con otro. Ello tiene en perspectiva a cada miembro de Cristo en la tierra. El andar de los así reunidos, en separación para Cristo, y la comunión práctica del Espíritu y el mantenimiento de la verdad, es el amor más verdadero que ellos pueden mostrar hacia sus hermanos que no están con ellos de manera práctica. Andando en la verdad y en unidad, ellos desean que sus hermanos sean ganados para la verdad y para la comunión del Espíritu Santo. Puede ser que ellos no sean más que un débil remanente; pero a los verdaderos remanentes siempre se los distinguió por la consagración personal de ellos al Señor, ¡el cual los cuidó siempre especialmente con la más tierna solicitud, y se asoció de manera especial con ellos!