Creo que nada pudiera presentar ante nosotros más apropiadamente el tema que nos ocupa esta noche, como los versículos que acabamos de leer. Podemos ver por ellos que la vocación de la Iglesia no solamente se distingue de todo cuanto existía anterior a ella, sino también de todo cuanto había sido revelado a los profetas del Antiguo Testamento con respecto a cuál sería la gloria manifiesta de Cristo en conexión con Israel sobre la tierra, en el reinado milenario. Veamos otra vez lo que dice el apóstol en Efesios 3:4-5: “Leyendo lo cual, podéis entender cuál sea mi inteligencia en el misterio de Cristo, el cual, en los otros siglos no se dio a conocer a los hijos de los hombres como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas en el Espíritu”. Y el apóstol nos dice claramente, cómo es que él vino a conocer este misterio, “que por revelación me fue declarado el misterio, como antes he escrito en breve” (versículo 3). Hubo un misterio revelado a Pablo, conocido de él por revelación de Dios, el cual no fue conocido en otras edades, como ahora en los días de Pablo fue conocido —revelado a los santos apóstoles y profetas de Cristo por el Espíritu—. Ahora bien, a este misterio nuestra atención será dirigida esta noche, la gloria y vocación distintas de la Iglesia, pues en esto hallaremos el misterio descubierto.
Mas al principiar, creo que es de suma importancia definir el principal término empleado al anunciar nuestro tema. Tal vez suponéis que la expresión “la Iglesia” es tan comúnmente usado, que no es necesaria una definición. Pero el hechos es, que casi no hay otra expresión acerca de la cual sean tan vagos e indefinidos los pensamientos de la gente. Algunos aplican este término al edificio en que se congregan los que profesan ser cristianos para dar culto. Y aun aquellos demasiado bien instruidos para aceptar esta idea, están muy lejos de comprenderlo distintamente. Ya lo aplican a cualquier asociación religiosa en que los hombres ingresan por nacimiento o conversión, u otras circunstancias: o ya, en un sentido más amplio, lo consideran como incluyendo los creyentes de todas las edades, desde Abel, hasta la última persona que será salva. Ahora bien, es bueno recordar que solamente en el Nuevo Testamento encontramos esta palabra; y este hecho de por sí puede inducir a buscar si lo que denota no sea peculiar de los tiempos del Nuevo Testamento. En edades pasadas, como todos los cristianos comprendemos, hubo individuos creyentes: tales fueron Abel, Enoch, Abraham, Moisés y todos los otros de que se habla en Hebreos 11, ya se mencionen sus nombres allí, o que estén incluidos entre aquellos de quien dice el apóstol: “el tiempo me faltará para contar de ellos”. Además de esto, hubo una nación a la cual Dios apartó exteriormente para sí como su pueblo. La vasta mayoría de aquella nación, sin embargo, en cada período de su historia, permanecieron inconversos. Hubo también una compañía de santos, individuos, no congregados en un cuerpo y también la nación, cuerpo de individuos, en este sentido, exteriormente reconocidos por Dios como su pueblo; pero la mayor parte de ellos, nunca fueron en verdad pueblo de Dios; sino rebeldes y endurecidos enemigos de Dios. Ahora bien, la Iglesia de Dios es la asamblea de Dios. La palabra vertida “iglesia” se deriva de otra que significa “llamar fuera”, y se usa para denotar una asamblea de personas llamadas fuera o separadas de entre otras, para un objeto cualquiera. Pero el modo como se usa esta palabra en el Nuevo Testamento es lo que debe determinar su significación; y allí se aplica: bien, a la asamblea de todos los creyentes desde el día de Pentecostés hasta la venida de Cristo en el aire para recibir a sus santos y llevarlos consigo a la gloria —ya a la asamblea de todos los creyentes que viven en el mundo en cualquier tiempo entre estos dos períodos—, o bien a la asamblea de todos los creyentes en una localidad dada; como por ejemplo: la Iglesia en Jerusalén, Antioquía, o Éfeso, y aun “la iglesia que está en tu casa”. Solo hay dos casos en el Nuevo Testamento en que la palabra “iglesia” se usa en otro sentido que el antes enunciado. En los Hechos 7:3838This is he, that was in the church in the wilderness with the angel which spake to him in the mount Sina, and with our fathers: who received the lively oracles to give unto us: (Acts 7:38) se aplica a la asamblea de los Israelitas en el desierto; y en los Hechos 19:32,39,32Some therefore cried one thing, and some another: for the assembly was confused; and the more part knew not wherefore they were come together. (Acts 19:32)
39But if ye inquire any thing concerning other matters, it shall be determined in a lawful assembly. (Acts 19:39) la misma palabra del original es traducida “asamblea” y no iglesia. Pero es la misma palabra; pero se aplica allí a la congregación de idólatras Efesios y otros. Con estas excepciones, que no podrán confundirse con nuestro presente tema, se verá que la palabra “iglesia” en el Nuevo Testamento significa: (1) todos los creyentes desde el día de Pentecostés hasta el arrebatamiento de los santos, en la venida de Cristo; (2) o todos los creyentes en un tiempo dado sobre la tierra, entre estos dos períodos; (3) o todos los creyentes en una localidad dada, o que se reúnan como tales en cualquier lugar. No me detengo aquí a probar que este sea el uso de la palabra en el Nuevo Testamento. Mientras escudriñamos las Sagradas Escrituras esta noche sobre este particular, muchas consideraciones se presentarán que serán pruebas en sí mismas de que esto es así; y encarecidamente os suplico, que, después, cuando tengáis oportunidad, hagáis de esto un diligente examen. Pero es muy importante, cuando hablamos de la gloria y vocación distintas de la Iglesia, que sepamos claramente quienes son aquellos que forman la Iglesia, y a quienes pertenece esta distinta gloria y vocación. Es evidente, entonces, que en nuestro presente estudio haremos uso de este término en su más amplia aplicación: es decir, como incluyendo todos los creyentes verdaderos desde el día de Pentecostés hasta el arrebatamiento de los santos. Los otros usos están incluidos en éste.
Cuando hablamos de la distinta gloria y vocación de la Iglesia, claro es que tenemos ante nosotros algún otro cuerpo, o cuerpos, de cuya vocación y gloria, aquella de la Iglesia se distingue. Y ¿qué es lo que ha estado ocupando nuestra atención en las dos noches pasadas? El testimonio profético de Dios acerca de Israel y las otras naciones de la tierra en los tiempos milenarios. Hemos estado estudiando las promesas llenas de gracia de parte de nuestro Dios, respecto de la restauración de la nación de Israel, y la bendición de todas las naciones subordinadas, bajo el reinado de Cristo. Mas cuando hablamos de la distinta gloria y vocación de la Iglesia, queremos decir que “la Iglesia” es llamada a una vocación más elevada que la que pertenecerá a Israel o las naciones. Indudablemente que estas serán felices bajo el reinado de Cristo; y que aquel reinado traerá mayores y más plenas bendiciones a Israel que para las demás naciones, que en realidad serán subordinadas a Israel; pero “la Iglesia” será manifestada como la esposa —la esposa celestial— de Jesús, cuando Él reine; no bendecida bajo su dominio; sino participando de su poder y gloria: y participando, además, con el carácter de Su esposa.
Para que podamos discernir más claramente la diferencia entre la vocación de la Iglesia y la de Israel, veamos poco más lo que la Escritura revela acerca de esta última. Solamente lo haremos para que se deje ver mejor el contraste entre ellas. En Deuteronomio 28, tenemos descritas las bendiciones prometidas a Israel, en caso de que fueran obedientes. Ellos han faltado completamente a la obediencia, como bien sabemos, y perdido así por infracción todas estas bendiciones. Pero, como hemos visto tan abundantemente en las Escrituras, serán vueltos otra vez a ellas. La gracia los reintegrará en todas sus perdidas bendiciones; y serán mantenidos en el goce de estas bendiciones por el justo gobierno del Señor Jesucristo. Y ¿cuáles son estas bendiciones? “Y será que si oyeres diligente la voz de Jehová tu Dios, para guardar, para poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te pondrá alto sobre todas las gentes de la tierra”. Ya veis, pues, que es una nación en contraste con, y exaltada sobre, todas las demás naciones. “Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, cuando oyeres la voz de Jehová tu Dios. Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en el campo; bendito el fruto de tu vientre, y el fruto de tu bestia, la cría de tus vacas, y los rebaños de tus ovejas; bendito tu canastillo y tus sobras ... Pondrá Jehová a tus enemigos, que se levantaren contra ti, de rota batida delante de ti: por un camino saldrán a ti, por siete caminos huirán delante de ti. Enviará Jehová contigo la bendición en tus graneros, y en todo aquello en que pusieres tu mano: y te bendecirá en la tierra que Jehová tu Dios te da”. ¿Qué vemos en todo esto, sino una plenitud de bendiciones terrenales, por las cuales esta nación sería distinguida de y sobre todas las demás? Y se nos dice también el efecto que debía haberse seguido. “Y verán todos los pueblos de la tierra que el nombre de Jehová es llamado sobre ti, y te temerán”. Abundante y continua prosperidad sobre la tierra, en cosas temporales, era lo que las naciones podían comprender: y esto hubieran visto en Israel, si Israel hubiera sido obediente; y por esto hubieran visto también que sobre Israel era llamado el nombre de Jehová. “Y te hará Jehová sobreabundar en bienes, en el fruto de tu vientre, y en el fruto de tu bestia, y en el fruto de tu tierra, en el país que juró Jehová a tus padres que te había de dar. Abrirte ha Jehová su buen depósito, el cielo, para dar lluvia a tu tierra en su tiempo, y para bendecir toda obra de tus manos. Y prestarás a muchas gentes, y tú no tomarás emprestado. Y te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo, cuando obedecieres a los mandamientos de Jehová tu Dios, que yo te ordeno hoy, para que los guardes y cumplas”. Cuán claro es, entonces, que la vocación de Israel era una vocación a preeminencia, y gloria y poder y abundancia y prosperidad y bienaventuranza sobre la tierra. Y aunque por la desobediencia han perdido por completo derecho a las bendiciones prometidas; y aun cuando al ser restaurados, como ciertamente lo serán, será esta la obra de pura gracia; esto no habrá cambiado su vocación, ni el carácter de su bendición. Heredarán bendiciones espirituales, es verdad —tales como perdón, regeneración, el conocimiento de salvación en Cristo—; pero gozarán de estas bendiciones espirituales, no en lugares celestiales, mas en lugares terrenales. Y la plenitud de bendición terrenal será todavía la señal distintiva de su vocación. Todas las profecías de su restauración, y felicidad y prosperidad subsiguientes, prueban esto. Solo una citaré, por añadidura a las que ya hemos presentado en nuestras lecturas pasadas: “He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleva la simiente; y los montes destilarán mosto, y todos los collados se derretirán. Y tornaré el cautiverio de mi pueblo Israel, y edificarán ellos las ciudades asoladas, y las habitarán; y plantarán viñas, y beberán el vino de ellas; y harán huertos, y comerán el fruto de ellos. Pues los plantaré sobre su tierra, y nunca más serán arrancados de su tierra que yo les dí, ha dicho Jehová, Dios tuyo” (Amos 9:13-15). ¡Cuán preciosas son estas palabras! Y no obstante, cuán evidentemente prometen la restauración de Israel al goce de bendiciones temporales en lugares terrenales. Disfrutarán de estas bendiciones, es verdad, como el pueblo de Dios; entonces habrán llegado a ser esto en realidad, y de verdad. Habrán nacido de nuevo: por cuanto no hay entrada en el reino, ni aun en su departamento terrenal, sino por medio de nacer de nuevo. Pero hay un departamento terrenal, como también un departamento celestial; y el lugar principal, y las más ricas bendiciones en el departamento terrenal, son prometidas al arrepentido y restaurado Israel.
Y digo el lugar principal; por cuanto nada puede ser más claro que esto: en el reinado milenario, la distinción entre Israel y las naciones, o gentiles, existirá en toda su fuerza, y el lugar preeminente sobre la tierra pertenece a Israel. ¿Por qué sucedería, “que diez hombres de todas las lenguas de las gentes, trabarán de la falda de un judío, diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros”, si no fuera porque Dios estará con ellos, en un sentido diferente a aquél en que estará con todas las otras naciones de la tierra? (véase Zacarías 8:22-2322Yea, many people and strong nations shall come to seek the Lord of hosts in Jerusalem, and to pray before the Lord. 23Thus saith the Lord of hosts; In those days it shall come to pass, that ten men shall take hold out of all languages of the nations, even shall take hold of the skirt of him that is a Jew, saying, We will go with you: for we have heard that God is with you. (Zechariah 8:22‑23)). Los siguientes preciosos pasajes de Isaías 60 son muy claros sobre este particular: se refieren a Sion, a Jerusalén, y dicen: “Y andarán las gentes a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento”. Ciertamente a mí esperarán las islas, y las naves de Tarsis desde el principio, para traer tus hijos de lejos, su plata y su oro con ellos, al nombre de Jehová tu Dios, y al Santo de Israel que te ha glorificado”. Dios habrá entonces glorificado a Israel y su gloria será reconocida por todos. “Por tanto, tus puertas estarán abiertas de continuo: no se cerrarán de día ni de noche, para que sea traída a ti fortaleza de gentes, y sus reyes conducidos. Porque la gente o el reino que no te sirviere, perecerá; y del todo serán asoladas”. Ciertamente, la mera lectura de estos pasajes es más que suficiente para mostrar que no puede ser la presente dispensación el asunto de que tratan. Una de las ideas más comunes y familiares acerca del cristianismo es, como bien sabemos, que en este toda distinción entre judíos y gentiles ha tocado a su fin y ha dejado de ser; que en Cristo, “no hay Griego, ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni Scythia, siervo ni libre; mas Cristo es el todo y en todos” (Colosenses 3:1111Where there is neither Greek nor Jew, circumcision nor uncircumcision, Barbarian, Scythian, bond nor free: but Christ is all, and in all. (Colossians 3:11)). Pero estas profecías tratan de un período cuando la distinción entre judíos y gentiles, entre Israel y las otras naciones de la tierra, será tan plenamente reconocida como siempre lo ha sido, y en cuyo tiempo Israel ocupará el lugar de plena preeminencia sobre la tierra. “Y edificarán los desiertos antiguos, y levantarán los asolamientos primeros, y restaurarán las ciudades asoladas, los asolamientos de muchas generaciones. Y estarán extranjeros, y apacentarán vuestras ovejas; y los extraños serán vuestros labradores y vuestros viñadores. Pero vosotros (restaurado Israel, ciudadanos de Jerusalén, la ciudad del gran Rey) seréis llamados sacerdotes de Jehová, ministros de Dios nuestro seréis dichos: comeréis las riquezas de las gentes, y con su gloria seréis sublimes” (Isaías 61:4-64And they shall build the old wastes, they shall raise up the former desolations, and they shall repair the waste cities, the desolations of many generations. 5And strangers shall stand and feed your flocks, and the sons of the alien shall be your plowmen and your vinedressers. 6But ye shall be named the Priests of the Lord: men shall call you the Ministers of our God: ye shall eat the riches of the Gentiles, and in their glory shall ye boast yourselves. (Isaiah 61:4‑6)). ¿Puede alguna otra cosa demostrar más claramente la superioridad de los judíos sobre los gentiles, en los tiempos milenarios?
Pero ahora, hermanos míos, me recuerdo de lo que alguien ha dicho justamente, que “Cristo es el gran propósito de Dios”. Esto es lo que Pedro dice en otras palabras: “Escudriñando cuándo y en qué punto de tiempo significaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual prenunciaba las aflicciones que habían de venir a Cristo, y las glorias después de ellas”. Tenemos expresado en estas pocas palabras el todo de la profecía, las aflicciones de Cristo, y las glorias después de ellas. Y solamente que veáis esto, y lo grabéis en vuestra mente, podréis considerar con provecho estos pormenores de investigación profética. Este es el único punto desde el cual pueden apreciarse con exactitud todos los detalles de la verdad profética. No podréis obtener una vista correcta de un paisaje (pero sí contraída), si os halláis ocupando la llanada. Solamente ocupando un sitio elevado podréis reconocer la longitud y anchura de la gloriosa perspectiva: y mientras más os acerquéis al punto de vista moral ocupado por Aquél que bosquejó el cuadro, y cuyo oficio es glorificar a Cristo, más descubriréis que vuestra vista ha sido torcida, y a la vez estrecha, a causa de ocupar una posición muy baja. Su gran objeto es, la propia gloria de Dios en Cristo: y a medida que tengamos esto presente, y consideremos todas las cosas en relación con esto, recibiremos un conocimiento perfecto de los benditos caminos y propósitos de Dios.
Gloria, podemos decir, es la manifestación de la excelencia. El oro es precioso, aun en el mineral. Pero su gloria no se percibe hasta que ha pasado por el crisol, y que ha sido apartado de todos los elementos más bajos con los cuales estaba mezclado. El sol es el manantial de luz y calor para todo nuestro sistema, aun cuando nubes se interpongan, y oscurezcan su claridad; pero cuando las nubes han pasado, y brilla en toda su fuerza y esplendor, entonces podemos contemplar su gloria. Y aquello que, en los tiempos milenarios, constituya las glorias manifiestas de Cristo, se hallará que no es, sino la expresión de lo que Él es ahora, y de lo que ahora, por la fe, sabemos que es. Es solamente por la fe que podemos discernir ahora estas glorias; pero de cierto se hallará que cada gloria que será manifiesta entonces, es tan sólo la expresión de excelencia que está en esta bendita persona, o en uno u otro de los oficios que sustenta. ¡Cuán lejos está nuestro corazón de poder, por medio de la fe, entrar en la contemplación de todas las maravillosas y variadas glorias de Cristo! ¡Ojalá que las conociésemos mejor mediante la enseñanza del Consolador, cuyo oficio es glorificar a Cristo, tomando de lo suyo y enseñándonos a nosotros!
Ya hemos visto, tanto esta noche como en ocasiones pasadas, que Cristo “reinará en el Monte de Sion y ante sus ancianos en gloria”. ¿Bajo qué carácter posee Él esta gloria que será entonces revelada? Bajo el carácter de ser el Hijo de David. Por la fe, sabemos ahora que Él es el Hijo de David; Aquél de quien el ángel dijo a Su virgen madre, “Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y le dará el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por siempre, y de su reino no habrá fin” (Lucas 1:32-3332He shall be great, and shall be called the Son of the Highest: and the Lord God shall give unto him the throne of his father David: 33And he shall reign over the house of Jacob for ever; and of his kingdom there shall be no end. (Luke 1:32‑33)). ¿Qué podemos entender por esto? En cierta ocasión, una persona me dijo seriamente que su idea de nosotros que defendemos las doctrinas premilenarias era: que creíamos que la misma silla de Estado en que se sentó David —su mismo trono— existía todavía en alguna parte, y que en el milenio sería ocupada por Cristo. ¡No debiera haberme aventurado, ni aun en apariencia, a dar lugar a que se crea que tengo en poco este asunto, o vuestros sentimientos, si no fuera que esta observación me la hizo una persona inteligente, un ministro de Cristo! Por supuesto que no necesitamos denegar este pensamiento. Pero si ideas como éstas, acerca de las doctrinas premilenarias, hacen que nuestros hermanos las rechacen; si esto es lo que ellos entienden por el reinado personal, denunciándolo, como lo hacen, como esperanza meramente carnal; ya, entonces, por una parte, no debe sorprendernos su oposición: mientras que por otra, debemos lamentar que muestren tan poco interés en informarse acerca de lo que son las doctrinas premilenarias. Esto tan solo quiero preguntarles: ¿Qué es lo que significan ellos, cuando hablan “del trono de César”? ¿Cómo pudiera alguien comprender la aserción de que Luis Napoleón ocupa ahora “el trono de los Borbones o de Carlo Magno”? ¿Necesitamos explicar a las gentes que esto quiere decir, que él ejerce la autoridad que antes poseyeron los Borbones? O que reina sobre el país que antes gobernara Carlo Magno? y ¿qué significa la Escritura (porque es el lenguaje de las Escrituras y no el nuestro), cuando dice que Cristo se sentará en el trono de David? Ciertamente quiere decir que ejercerá la autoridad antes encargada a David; que deberá reinar sobre las naciones de las cuales David fue rey y señor. Él es de “la simiente de David según la carne”. Él nació “Rey de los judíos”, y donde Pedro, hablando de la resurrección de Cristo, cita las palabras de David en el Salmo 16, las explica así: “Empero siendo profeta, y sabiendo que con juramento le había Dios jurado, que del fruto de su lomo, cuanto a la carne, levantaría al Cristo que se sentaría sobre su trono, viéndolo antes, habló de la resurrección de Cristo”, etc. (Hechos 2:30-3130Therefore being a prophet, and knowing that God had sworn with an oath to him, that of the fruit of his loins, according to the flesh, he would raise up Christ to sit on his throne; 31He seeing this before spake of the resurrection of Christ, that his soul was not left in hell, neither his flesh did see corruption. (Acts 2:30‑31)). La muerte y resurrección de Cristo, lejos de hacer a un lado su título y demandas como el Hijo de David, fue en resurrección que este título debía verificarse, y estas demandas ser consumadas.
Pero Cristo tiene glorias más elevadas que la de ser Heredero real e Hijo de David. Él es la simiente de Abraham; y a Abraham fueron hechas promesas de mayor extensión que las que fueron hechas a David. A Abraham se le prometió “que sería heredero del mundo” (Romanos 4:1313For the promise, that he should be the heir of the world, was not to Abraham, or to his seed, through the law, but through the righteousness of faith. (Romans 4:13)). “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra” (Génesis 22:1818And in thy seed shall all the nations of the earth be blessed; because thou hast obeyed my voice. (Genesis 22:18)). Ciertamente, nosotros sabemos quién sea la simiente de Abraham, “Él no dice, y a las simientes, como de muchos; sino como de uno: y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gálatas 3:1616Now to Abraham and his seed were the promises made. He saith not, And to seeds, as of many; but as of one, And to thy seed, which is Christ. (Galatians 3:16)). Como simiente de David, heredará el gobierno real de David; pero como la simiente de Abraham, todas las naciones, sí, todas las familias de la tierra, serán bendecidas en Él.
Pero Cristo tiene mayores glorias aún. Él es el Hijo del hombre, el último Adam; y como tal, hereda todo el dominio encargado al primer Adam, al cual perdió derecho por su pecado. “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrando sobre la tierra” (Génesis 1:2626And God said, Let us make man in our image, after our likeness: and let them have dominion over the fish of the sea, and over the fowl of the air, and over the cattle, and over all the earth, and over every creeping thing that creepeth upon the earth. (Genesis 1:26)). Tal era el dominio confiado al primer Adam sobre toda la más baja creación. Mas como todos sabemos, por su pecado perdió derecho a todo. ¿Pero fue perdido, para no ser recuperado jamás? No: al hombre fue confiado y por el hombre será aún ejercido en plena bendición y gloria. Uno de los Salmos se ocupa de este punto, como recordaréis, introduciendo el hecho de que hay un “Hijo del hombre” a quien pertenece ocupar este lugar de poder y autoridad universal: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, que lo visites? Pues le has hecho poco menor que los ángeles, y coronástelo de gloria y lustre. Hicístelo enseñorear de las obras de tus manos: todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas, y bueyes, todo ello: y asimismo las bestias del campo; las aves de los cielos, y los peces de la mar: todo cuanto pasa por los senderos de la mar”. Y luego, para designar el período en que esta profecía tendrá su cumplimiento, el Salmo termina como principia, con, “Oh Jehová, Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra” (Salmo 8:4-94What is man, that thou art mindful of him? and the son of man, that thou visitest him? 5For thou hast made him a little lower than the angels, and hast crowned him with glory and honor. 6Thou madest him to have dominion over the works of thy hands; thou hast put all things under his feet: 7All sheep and oxen, yea, and the beasts of the field; 8The fowl of the air, and the fish of the sea, and whatsoever passeth through the paths of the seas. 9O Lord our Lord, how excellent is thy name in all the earth! (Psalm 8:4‑9)). El apóstol cita este mismo pasaje en la Epístola a los Hebreos, y lo aplica a nuestro bendito Señor, “Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, del cual hablamos” (Hebreos 2:55For unto the angels hath he not put in subjection the world to come, whereof we speak. (Hebrews 2:5)). Por la expresión “el mundo venidero” muchos entienden el estado de los espíritus separados del cuerpo, después de la muerte. Pero no se halla tal pensamiento en este pasaje. Literalmente, como todos los eruditos concuerdan, quiere decir: “la tierra habitada por venir”. En la edad o dispensación venidera, la tierra no es puesta bajo sujeción de los ángeles, sino del hombre. “Testificó, empero uno, en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre”, etc. —el pasaje que acabamos de citar del Salmo 8—. “Mas aún no vemos que todas las cosas le sean sujetas”, dice el apóstol (versículo 8). Es el propósito de Dios que todas las cosas lo sean; pero no vemos todavía el cumplimiento de ello. Mas, ¿qué vemos? “Empero vemos coronado de gloria y de honra, por el padecimiento de muerte, a aquel Jesús que es hecho un poco menor que los ángeles, para que por gracia de Dios gustase la muerte por todos” (versículo 9). Parte del propósito divino es así cumplido. Jesús está personalmente coronado de gloria y de honra; pero aguarda a la diestra de Dios la llegada del momento cuando todas las cosas sean puestas bajo su dominio. Aún tiene que heredar, como el último Adam, toda la gloria del dominio confiado al primero, pero que perdió por su caída.
Pero, mientras que es como Hijo del hombre que hereda toda esta gloria; es como el rechazado Hijo del hombre, como habiendo muerto y resucitado otra vez, que actualmente toma posesión de ella. Esto muestra por qué el pasaje que acabamos de citar sobrepuja en tanto al Salmo 8. De verdad leemos allí, “que has puesto tu gloria sobre los cielos”; pero aquí vemos al mismo hijo del hombre en los cielos coronado de gloria y honra.
También tenemos descritas, en conexión con todo esto, aún más profundas maravillas de su bendita persona. Cristo tiene una gloria mayor que todas cuantas hemos estado contemplando. Él es más que el Hijo de David, más que el Hijo de Abraham, más que el Hijo del hombre. Él es el Hijo de Dios —el resplandor de la gloria de su Padre, y la imagen misma de Su sustancia—. Ya veremos ahora mismo que la primera vez que en las Escrituras se hace mención de “la Iglesia”, es juntamente con la confesión de la gloria más elevada, divina, y esencial que reside en la persona del Cristo, como el Hijo de Dios. Pero ciertamente debemos recordar que aquí pisamos en tierra santa. Veamos en Filipenses 2:6-11,6Who, being in the form of God, thought it not robbery to be equal with God: 7But made himself of no reputation, and took upon him the form of a servant, and was made in the likeness of men: 8And being found in fashion as a man, he humbled himself, and became obedient unto death, even the death of the cross. 9Wherefore God also hath highly exalted him, and given him a name which is above every name: 10That at the name of Jesus every knee should bow, of things in heaven, and things in earth, and things under the earth; 11And that every tongue should confess that Jesus Christ is Lord, to the glory of God the Father. (Philippians 2:6‑11) donde leemos de Cristo Jesús, “el cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios”. Y ¿qué sigue? El anuncio de que “se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo aun más, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Primero, como Dios, se anonadó a sí mismo hasta hacerse hombre. Después, hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo aun más, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y ¿qué sigue a esto? “Por lo cual” —a causa de haberse humillado de este modo— “Dios también le ensalzó a lo sumo, y dióle un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y de los que en la tierra, y de los que debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dios Padre”. Ahora, aquí tenemos conferida a Cristo una gloria que sobrepuja todas cuantas hemos estado contemplando. Y es a Él a quien la Iglesia se halla unida, en este lugar de elevada gloria. Espero que no entenderéis mal mis palabras. No estoy afirmando que estamos asociados con Él en Su gloria esencial como Dios. El afirmar esto sería blasfemia. Esta gloria no puede participar a ninguno. En este sentido “Él no dará su gloria a otro”. Ni estoy afirmando que participaremos de la adoración que será rendida por toda rodilla a aquel bendito hombre: “el nombre de Jesús”. No; sin embargo, es a Él, a quien la Iglesia está unida, en este lugar de elevada gloria —la gloria conferida a Él, no como el Hijo de David, ni como el Hijo de Abraham, ni simplemente como el Hijo del hombre; sino como Aquél que, siendo Dios, el Hijo del Padre, se humilló a sí mismo hasta hacerse el Hijo del hombre; y no solamente esto, sino que fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz— a Él, en el lugar de la gloria que le fue conferida por su maravillosa e infinita condescendencia, a Él se halla unida la Iglesia. Está asociada, pues, con Él, como cabeza, soberano, y gobernador de todas las cosas. Veamos el capítulo primero de la Epístola a los Efesios, donde el apóstol ora en favor de los creyentes de Éfeso, al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, “para que sepáis cuál sea la esperanza de su vocación, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál aquella supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, por la operación de la potencia de su fortaleza, la cual obró en Cristo, resucitándole de los muertos, y colocándole a su diestra en los cielos, sobre todo principado y potestad, y potencia, y señorío, y todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, mas aun en el venidero: y sometió todas las cosas debajo de sus pies, y diólo por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquél que hinche todas las cosas en todos”. La Iglesia es el cuerpo, la plenitud de aquél a quien Dios ha levantado de los muertos, y sentado a su diestra allá en los cielos, sobre toda potencia, y todas las cosas puestas bajo sus pies. Y como su cuerpo, la Iglesia está asociada con Él en este lugar de elevada y maravillosa gloria. Dios “lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo”. Aquél que descendió hasta el polvo de la muerte, habiendo primeramente dejado el trono del Eterno para hacerse hombre, para que gustase la muerte, es Aquél a quien Dios ha resucitado de los muertos para someter todas las cosas debajo de sus pies —todas las cosas que están en los cielos, en la tierra, y debajo de la tierra—. Y Dios lo ha dado así para ser cabeza sobre todas las cosas, “a la Iglesia”. No se nos presenta aquí como Cabeza de la Iglesia. ¡Bendito sea Dios, ésta es una preciosa verdad! Mas aquí se nos presenta como siendo “por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo”. Su cuerpo, la Iglesia, está, pues, asociado con Su gloria en su primacía sobre todas las cosas.
Mas volvamos ahora a Juan 17. Observaréis que en este capítulo, nuestro Señor está orando al Padre, como el que había venido del Padre, y por tanto podía hablar de la gloria que tenía con el Padre antes que el mundo fuese. Pero Él había ocultado aquella gloria con carne y sangre; y en la naturaleza humana que hubo así tomado, había glorificado al Padre sobre la tierra. Y contemplando aquí en espíritu más allá de la cruz, por cuanto habla de haber acabado la obra que el Padre le dio que hiciese, ora por sus discípulos, y no solamente por ellos, sino también por todos los que creerían en Él por la palabra de ellos. Así que la oración de Jesús, hermanos míos, nos incluye a nosotros a la par que los discípulos de aquellos días. Ciertamente es por medio de su palabra que nosotros hemos creído en Jesús. Bien, por todos los que hayan creído, ora Jesús, “para que todos sean uno: como tú, oh Padre, eres en mí, y yo en ti; para que el mundo crea que tú me enviaste”. Ahora, notad las palabras que siguen: “Y yo, la gloria que me diste les he dado; para que sean una cosa, como también nosotros somos una cosa. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean consumadamente una cosa; y que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado, como también a mí me has amado”. Hay una gloria que el Padre ha dado a Jesús, y la cual Jesús ha dado a la Iglesia. Por esta gloria, de la cual participa la Iglesia con Jesús, conocerá el mundo en los tiempos milenarios que el Padre ha amado a la Iglesia aun como ama a Su mismo Hijo. Cuando el mundo vea la Iglesia en la misma gloria con Cristo, entonces conocerá que ha sido amada con el mismo amor. Y ¿cuándo nos verá el mundo en la misma gloria con Jesús? “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifestare, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria” (Colosenses 3:44When Christ, who is our life, shall appear, then shall ye also appear with him in glory. (Colossians 3:4)).
Solamente la Iglesia disfruta el privilegio de saber y confesar la humillación del Hijo unigénito de Dios, mientras que su gloria permanece aún encubierta de la vista del mundo. Los santos que vivieron antes de la encarnación de Cristo no pudieron reconocerle así, por cuanto aún no había tomado sobre sí carne humana. Los santos que haya después de la venida de Cristo tampoco podrán reconocerle así; porque entonces su gloria será manifestada: ni estará encubierta como cuando estuvo aquí sobre la tierra, ni ocultada como ahora que se halla a la diestra de Dios. Pero aquellos que durante el período de su humillación y rechazamiento han venido a conocerle y confesarle como el Hijo de Dios, estos forman el cuerpo, la Iglesia; un cuerpo que está asociado con Él tanto en aquel lugar elevadísimo del cielo como también sobre la tierra, que es Su galardón por haberse humillado a sí mismo desde aquella gloria infinita hasta las profundidades de la humillación y aflicción.
He dicho que la primera mención que se hace de la Iglesia en las Sagradas Escrituras es en conexión con la confesión de Cristo como el Hijo de Dios. Se encuentra en Mateo 16. Nuestro Señor pregunta: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y ellos le dijeron: unos, Juan el Bautista; y otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas”. Nadie lo conoció. Por naturaleza nadie lo reconoció ni aun en sus glorias menores, como el Hijo de David o la Simiente de Abraham. “Mas vosotros ¿quién decís que soy?” pregunta el Señor. Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Él no dice meramente, Tú eres el Cristo. ¡Bendita confesión, de parte de un judío, acerca de Aquél que era el Mesías prometido a Israel! Pero continúa: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Su fe comprende toda la extensión y bendita plenitud de la verdad respecto a la persona de Jesús. Evidentemente da énfasis a la palabra “viviente”. ¿Cuál es la respuesta de nuestro Señor? “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te reveló carne ni sangre; mas mi Padre que está en los cielos. Mas yo también te digo, que tú eres Pedro; y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Los Romanistas dicen que Pedro es la roca sobre la cual dijo Cristo que edificaría su Iglesia. Mas el corazón que ha sido enseñado por Dios a unirse a la confesión de Pedro no necesita argumentos para probar que “esta roca” no significa a Pedro, sino la bendita persona de Aquél a quien Pedro acababa de declarar que es “el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Conocido y confesado no meramente como el Hijo de David, o el Hijo de Abraham, o el Hijo del hombre; sino como el Hijo del Dios viviente. Él, en Sí mismo, era la roca sobre la cual sería edificada la Iglesia. Y las puertas del infierno (o hades), no prevalecerán contra ella. Los Romanistas dicen que el error es una de las puertas del infierno; y asumiendo que su iglesia es la única y verdadera, arguyen, que ninguna acusación de fatal error puede presentarse justamente contra ella, a causa de esta seguridad, de que las puertas del infierno (de las cuales el error es una), no prevalecerán contra la Iglesia de Cristo. Este es su gran argumento para sostener la infalibilidad de su iglesia. Pero la palabra vertida aquí “infierno” no es Gehenna, el lugar de tormento para los malvados; sino Hades, el lugar o estado de las almas separadas del cuerpo; y evidentemente se usa aquí como significando el poder de la muerte, en contraste con la confesión de Pedro del Cristo como el Hijo del Dios viviente. La Iglesia está fundada sobre aquello que está fuera del alcance del poder de la muerte, es a saber, el Hijo del Dios viviente. Con fundamento tal, ¿cómo pudieran las puertas del Hades prevalecer contra ella?
Notad también, que dice, “sobre esta roca edificaré mi Iglesia”. No dice, “sobre esta roca he edificado”, ni “sobre esta roca estoy edificando”; sino “sobre esta roca edificaré mi Iglesia”. Cuando nuestro Señor habló, la obra estaba aún por hacerse. Fue presentado a Israel como su Mesías; pero ellos no le conocieron. Hubo algunos cuyos corazones, como el de Pedro, fueron tocados por la gracia; pero ellos pudieron apreciarle en mucha mejor gloria, “gloria, como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. En este carácter, y conocido como tal, Él iba a ser el fundamento de la Iglesia. Mas antes que pudiera edificarla, Él debía sufrir la muerte; y acerca de ésta comienza a hablarles inmediatamente, en el pasaje que estamos considerando. “Desde aquel tiempo comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le convenía ir a Jerusalén, y padecer mucho de los ancianos, y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día”. Habiéndolo confesado Pedro como el Hijo del Dios viviente, Él declara que sobre esta roca edificará Su Iglesia. ¿Cuándo? es la pregunta que parece suplirse aquí; y la respuesta es, “me conviene ir a Jerusalén, y sufrir mucho, y ser muerto, y resucitar al tercer día”. Todo esto debía ser cumplido antes de poder comenzar a edificar la Iglesia. Hay un pasaje de profundo interés respecto a esto en Juan 11. Caifás había dicho, “nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda”. Y se nos dice que “esto no lo dijo de sí mismo; sino que, como era el sumo pontífice de aquel año, profetizó que Jesús había de morir por aquella nación; y no solamente por aquella nación, mas también para que juntase en uno los hijos de Dios que estaban derramados”. Murió por la nación de Israel; y por esto toda la bendición de la tierra, cuando la nación forme el núcleo de bendición y gobierno en el reinado milenario, emanará de la eficacia de su muerte. Pero no murió solamente por aquella nación, sino también para juntar en uno los hijos de Dios que estaban derramados. Juntarlos en uno, era el objeto inmediato de la muerte de Cristo. Y ¿qué era esto de juntar en uno los hijos de Dios? Era la formación de la Iglesia. Era juntar en uno las piedras que hasta entonces habían permanecido separadas, aisladas, y edificarlas sobre el fundamento —el Hijo del Dios viviente—. Pero para hacer esto, Él debía morir. Debía quitar el pecado por el sacrificio de sí mismo antes que pecadores salvos pudieran ser edificados juntamente para ser morada de Dios. El fundamento, en verdad, es el Hijo del Dios viviente; pero no era solamente como encarnado sino como habiendo muerto y resucitado otra vez, que vendría actualmente a ser el fundamento de la Iglesia. Debía ser declarado ser el Hijo de Dios, y esto, por la resurrección. El cual “fue hecho de la simiente de David según la carne, y que fue declarado ser Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos” (Romanos 1:3-43Concerning his Son Jesus Christ our Lord, which was made of the seed of David according to the flesh; 4And declared to be the Son of God with power, according to the spirit of holiness, by the resurrection from the dead: (Romans 1:3‑4)). No es solamente sobre Cristo como el Hijo del Dios viviente que la Iglesia se halla edificada; sino que, antes que Él viniese a ser actualmente el fundamento de la Iglesia, había gustado la muerte en expiación. En su resurrección venció la muerte, y “nulificó” su poder (véase 2 Timoteo 1:1010But is now made manifest by the appearing of our Saviour Jesus Christ, who hath abolished death, and hath brought life and immortality to light through the gospel: (2 Timothy 1:10)); y habiendo ascendido a los cielos, y el Espíritu Santo descendido por virtud de su obra y en respuesta a su oración (Juan 14:1616And I will pray the Father, and he shall give you another Comforter, that he may abide with you for ever; (John 14:16)), la Iglesia fue formada uniendo el Espíritu en un cuerpo, con Cristo glorificado, a todos los que creyeron en su nombre. “Porque por un Espíritu somos todos bautizados en un cuerpo, ora judíos o Griegos, ora siervos o libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:2323And those members of the body, which we think to be less honorable, upon these we bestow more abundant honor; and our uncomely parts have more abundant comeliness. (1 Corinthians 12:23)). Entonces: si somos uno con aquél que es el Hijo del Dios viviente, quien ha gustado la muerte y la ha vencido, ¿cómo podrán las puertas del Hades prevalecer contra la Iglesia?
Volvamos ahora, por unos momentos, a considerar la Epístola a los Efesios. Ya hemos visto que la vocación de Israel es a bendiciones temporales, es a saber, en la tierra prometida a sus padres. Pero ¿cuáles son nuestras bendiciones, conforme se nos muestra en esta epístola? “Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo”. En lugares celestiales, no una mente celestial, como muchos entienden este pasaje. Esto estaría ciertamente incluido en las bendiciones espirituales. Pero aquí se nos enseña que la región donde hemos sido bendecidos con toda bendición espiritual, está en lugares celestiales. Permitidme preguntaros, hermanos míos, ¿dónde está el Señor Jesucristo? ¿Dónde está el resucitado y glorificado Hijo del hombre? ¿No está en el cielo literal y actualmente, en el cielo? Y ¿no se nos habla en este mismísimo capítulo de “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, por la operación de la potencia de su fortaleza, la cual obró en Cristo, resucitándole de los muertos, y colocándole a su diestra en los cielos? Es exactamente la misma expresión que en el versículo 3: “Bendecido con toda bendición espiritual en lugares celestiales”. Nuestro lugar está donde Él se halla, a la diestra de Dios. Nuestra porción, tesoro, herencia; nuestra vida, nuestra paz, nuestro gozo; en una palabra, nuestras bendiciones todas están allá. “Bendecidos con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo”. Somos el cuerpo de Aquél que actualmente se sienta allí; y vitalmente unidos con Él por el Espíritu Santo, estimamos por la fe —como Dios mismo lo estima— que el lugar que Él ocupa es nuestro lugar en Él.
En el principio de Efesios 2, se nos da una idea de lo que somos en nuestra condición natural, “muertos en delitos y pecados”. Luego en el versículo 4, leemos: “Empero Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo” —nos dio una vida con Aquél a quien resucitó de los muertos— “(por gracia sois salvos) y juntamente nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús”. Y ¿para qué fin hizo esto? ¿para que las naciones de la tierra vean cuanta bienaventuranza hay en estar bajo el gobierno del Príncipe de paz? No: aquel es el objeto de la vocación de Israel. Pero ¿por qué nos ha resucitado y hecho sentar en lugares celestiales, en Cristo Jesús? Es “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús”. Y después, en el capítulo 3, vemos que aún ahora hay una manifestación de esto en los cielos: “Dios, que crió todas las cosas por Jesucristo, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora notificada por la Iglesia a los principados y potestades en los cielos, conforme a la determinación eterna que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor”. Es la determinación o propósito de Dios, que aún ahora sea manifestada por medio de la Iglesia, su multiforme sabiduría y abundantes riquezas de su gracia a los principados y potestades en los cielos; y en los siglos por venir, será manifestada a todos. ¡Qué nuestros corazones, por la gracia, entren de lleno en el porqué de esta maravillosa determinación!
El apóstol, en Efesios 2, prosigue a mostrar que la distinción entre judíos y gentiles, lejos de ser mantenida en la Iglesia, es abolida completamente. No es que los gentiles hayan sido traídos a bendición, como lo serán en el milenio, en una posición de subordinación a la de los judíos; sino que tanto los judíos como los gentiles son sacados de su posición y estado natural y traídos juntamente a unión vital con Cristo en gloria. “Por tanto, acordaos que en otro tiempo vosotros los gentiles en la carne, que erais llamados incircuncisión por la que se llama circuncisión, hecha con mano en la carne; que en aquel tiempo estabais sin Cristo” —Cristo vino de Israel según la carne, pero los gentiles no tenían esta relación para con Él— “alejados de la república de Israel, y extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo”. Tal era nuestra condición como gentiles. Dios era el Dios de Israel, y ellos esperaban la venida de su Mesías, para que cumpliese todas las promesas hechas a sus padres. “Mas ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo”. ¿Qué tan cercanos? ¿Tanto, que podamos ser siervos de Israel? ¿Seremos sus labradores y viñadores, como serán los gentiles en los tiempos milenarios? ¿Somos nosotros los labradores y viñadores favoritos de Israel, la nación escogida, y más favorecida de Dios en toda la tierra? Oíd que dice el apóstol: “Porque Él (Cristo), es nuestra paz, que de ambos (de judíos y gentiles que creen) hizo uno, derribando la pared intermedia de separación; dirimiendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos en orden a ritos, para edificar en sí mismo los dos en un nuevo hombre, haciendo la paz, y reconciliar por la cruz con Dios a ambos en un mismo cuerpo, matando en ella las enemistades”. ¿Puede haber algo más claro que lo que se nos enseña aquí? No somos puestos en aquel lugar de subordinación a Israel que pertenece a las naciones perdonadas de la tierra en tiempos milenarios. Ni somos puestos tampoco en la posición que Israel mismo ocupará. No; pero somos traídos a ocupar una posición más elevada y más bendita que ambos. El judío, con todos sus privilegios, por naturaleza está muerto en pecados. El alejado y rechazado gentil se halla tan sólo en la misma condición delante de Dios. Y ¿qué ha hecho Dios en su gracia para ambos? Rico en misericordia, a judíos y a gentiles, nos ha dado vida juntamente con Cristo. Ha sacado al judío fuera de su posición natural como judío, y también al gentil ha sacado de su posición natural como gentil, y ha puesto a ambos en la posición enteramente nueva y maravillosa de ser el cuerpo del hombre celestial glorificado —de Aquél, que, siendo en la forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios, y se humilló a sí mismo, hasta morir en la cruz—. Por esta razón, ahora, como su galardón, tiene un nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús; a cuyo nombre, en verdad, la Iglesia misma dobla en adoración la rodilla; pero Él es también “Cabeza sobre todas las cosas y nosotros somos Su cuerpo”. Él murió, como hemos visto, para hacer de ambos en sí mismo un nuevo hombre. Hay un hombre nuevo, místico; del cual Cristo en la gloria es la Cabeza; y del cual también todos los que creen durante el período de su formación vienen a ser miembros. Y este es el sentido en que se dice que somos “la plenitud de Aquél que hinche todas las cosas en todos”. Todos mis miembros forman la plenitud o complemento, que constituyen mi cuerpo. Si me faltara una de las coyunturas del meñique, no sería un hombre completo. Así también la Iglesia es la plenitud, el complemento de este hombre nuevo, celestial. Cristo glorificado es la Cabeza, y en todas las cosas tiene la preeminencia. Pero el más insignificante de los santos es esencial para el complemento del cuerpo. La cabeza (y nosotros sabemos quién sea) no puede decir a los pies: no tengo necesidad de vosotros (véase 1 Corintios 12:2121And the eye cannot say unto the hand, I have no need of thee: nor again the head to the feet, I have no need of you. (1 Corinthians 12:21)). Por eso, en Efesios 4, se dice que los dones son concedidos “para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo: hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe, y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”. No se dice: “hasta que todos lleguemos a ser hombres perfectos”, no; sino “hasta que todos lleguemos al estado de un varón perfecto”; es decir, hasta que el cuerpo, la Iglesia de Cristo, esté completo. Fue por esta causa que murió Jesús. “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla limpiándola en el lavacro del agua por la palabra, para presentársela gloriosa para sí, una Iglesia que no tuviese mancha ni arruga, ni cosa semejante; sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:25-2725Husbands, love your wives, even as Christ also loved the church, and gave himself for it; 26That he might sanctify and cleanse it with the washing of water by the word, 27That he might present it to himself a glorious church, not having spot, or wrinkle, or any such thing; but that it should be holy and without blemish. (Ephesians 5:25‑27)). ¡Maravillosa verdad! “El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque ninguno aborreció jamás a su propia carne; antes la sustenta y regala, como también Cristo a la Iglesia; porque somos miembros de su cuerpo”. “Este misterio grande es”, dice el apóstol, “mas yo digo esto con respecto a Cristo y a la Iglesia”.
A otro punto más deseo invitar vuestra atención. Pedro exhorta a los santos a quienes escribió, que deseen, como niños recién nacidos, la leche no adulterada de la palabra, “si empero habéis gustado que el Señor es benigno; al cual allegándoos, piedra viva, reprobada cierto de los hombres, empero elegida de Dios, preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (l Pedro 2:3-5). Al cual allegándoos, como a una piedra viva. ¿De quién dice esto Pedro? ¿De sí mismo? ¡Imposible! Es de aquél a quien había confesado ser el Hijo del Dios viviente. Pero, notad las palabras que siguen: “Reprobada de los hombres”, “Al cual allegándoos, piedra viva, reprobada cierto de los hombres”. La Iglesia está fundada sobre Cristo, conocido y confesado como el Hijo del Dios viviente; pero esta piedra es “reprobada cierto de los hombres”. Es un Cristo rechazado por el mundo, sobre el cual está edificada la Iglesia. Aquí tenemos una prueba muy solemne, y de fácil aplicación, por la cual juzgar cualquiera asociación que se diga ser la Iglesia, o parte de la Iglesia. Si es lo que los hombres aprueban, si es una institución que el mundo reconozca y adorne con valiosos presentes, no es la Iglesia rechazada del rechazado Hijo de Dios. Espero no equivocaréis mis palabras. Puede haber miembros de la Iglesia de Dios asociados con aquello que en su carácter corporal está desposado al mundo, e impregnado de su espíritu. Pero, muy claramente, la palabra que estamos considerando no sólo nos autoriza, sino que nos impone la obligación de preguntar, a quienes pretendan ser la Iglesia: ¿es o no, reprobada de los hombres? Aquél que es el verdadero fundamento lo es: y lo que realmente está fundado sobre Él, debe participar de su rechazamiento por el mundo. Aquello que está soportado por la potencia del mundo; adornado con la gloria del mundo; y colmado de los aplausos del mundo nunca podremos contemplarlo como piedras vivas edificadas una casa espiritual, sobre la piedra viva, reprobada de los hombres; empero elegida de Dios, y preciosa. ¡El Señor avive nuestras conciencias, y nos conceda inteligencia en todas las cosas!
El tiempo nos falta para tratar, siquiera a medias, todo lo que comprende este tan interesante asunto. Pero hay dos o tres característicos esenciales que no debemos pasar por alto respecto de la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Primeramente, su santidad. Separada para Dios, en relación tan cercana y comunión tan íntima, cual no pertenece a otra cosa ninguna, ¿cómo no pudiera ser santa? Cuán tiernamente se nos enseña esto en Juan 17, cuando nuestro bendito Señor, orando por aquellos que vendrían a formar su cuerpo, la Iglesia, dice: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos por tu nombre, para que sean una cosa, como también nosotros”. Y otra vez: “Yo les he dado tu palabra, y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo” (pensad en esto, hermanos míos). “No ruego que los quites del mundo, (es decir: que los lleves inmediatamente al cielo) sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo”. ¿Pudiera alguna otra cosa mostrar la santidad de la Iglesia, como una en vida y carácter con su Cabeza glorificada, bajo un punto de vista tan tierno y solemne como ésta? ¿Cuál es la medida de la santidad y separación del mundo que propiamente pertenece a la Iglesia? Es precisamente la misma que corresponde a su Cabeza en la gloria. ¡Ojalá grabemos estas cosas en nuestro corazón!
A esto sigue: la unidad de la Iglesia. A vuestra conciencia dejo esto, hermanos míos: ¿cuántas iglesias tiene Cristo? En verdad, ya sabemos que Roma falsamente se vanagloria de su unidad; y que hay además otras que abrigan las mismas pretensiones. Pero ¿cuál es la unidad de que se jactan? No es la santa unidad por la que ora Jesús en Juan 17; sino una unidad que abraza todo el mundo en cualquier condición dada, y es aquí donde pretenden que existe la unidad. Roma (¡y ojalá que en esto fuera la única!) bautiza naciones enteras, y las llama la Iglesia, y luego se jacta de su unidad y catolicidad. Pero la unidad subversiva o que destruye la santidad, no es la unidad de la esposa de Cristo. Entonces, ¿carece por completo la Iglesia de unidad? ¿Tiene Cristo muchos cuerpos, muchas esposas? Su esposa, inmaculada, es una. Un pensamiento muy solemne para nuestra consideración: “Hay un cuerpo y un Espíritu; como también sois llamados a una misma esperanza de vuestra vocación”.
Además, hay un característico muy esencial de la Iglesia (¿no pudiéramos decir, el característico por excelencia?): la presencia del Espíritu Santo. Tanto la santidad como la unidad de la Iglesia emanan de esto. Antes del descenso del Espíritu Santo, había santos, discípulos de Cristo, hijos de Dios —es decir: personas vivificadas por el Espíritu, nacidas del Espíritu, como lo son aquellos que han sido salvos en todas las dispensaciones— pero no había Iglesia. Fue el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés lo que formó la Iglesia; y aun cuando el misterio de la gloria y vocación distintas de la Iglesia no fue revelado hasta que Pablo recibió gracia y el apostolado del Señor, sin embargo, el cuerpo mismo fue formado el día de Pentecostés, y ha existido desde aquella época. Cuando el Espíritu Santo hubo descendido, enviado por la Cabeza ya glorificada, para morar en los miembros, animarlos, gobernarlos y edificarlos juntamente en uno aquí abajo, entonces, y sólo entonces, pudo haberse dicho: “Hay un cuerpo, y un Espíritu; como también sois llamados a una misma esperanza de vuestra vocación”. ¡Bendita verdad! ¡Que nuestras almas la reciban y retengan!
Finalmente: hay algo en la relación entre Cristo y la Iglesia que es más profundo y más bendito que la gloria más elevada. Gloria, como ya hemos visto, hablando de Cristo personalmente, es la excelencia manifestada. Pero ¿no hay hermosura y goces en Jesús, para el corazón enseñado y hecho apto por el Espíritu Santo de gozarle, que no pueden ser manifestados? ¡Oh, sí! Y si la Iglesia es verdaderamente la prometida, la esposa del Cordero, ¿formará su mayor placer y deleite el hecho de participar de toda la gloria recibida y que manifiesta la excelencia de su Esposo y Señor? Ciertamente existe un afecto recíproco propio de aquella relación que no puede ser manifestado —una comunión de espíritu, corazones unidos, complacencia mutua en el uno para con el otro, perfectamente inefables—. Y en el poder del Espíritu Santo, por la fe, somos llamados a entrar en el goce de esto aun al presente. Pero ya que hablamos de gloria; ¿cuál es la gloria de la Iglesia? Toda la gloria dada a su Cabeza. Asociada de una manera especial con Él en todo aquello que es su mayor gloria dada, ¿qué habrá de lo suyo que pueda ser comunicado a participar en que no le dé parte? ¿Preguntáis acaso cuál es la porción de la esposa? Su mero título declara su participación en todo cuanto constituye la herencia del Esposo. En esto vemos la eminente gloria de la Iglesia. No hay nada como ésta en el cielo ni en la tierra, excepto la gloria de Aquél en unión con quien ella la hereda, y quien en todas las cosas tiene la preeminencia. Es por unirse con Él que viene a recibir esta porción. Y esto nos explica lo que de otra manera viniera a ser incomprensible. Supongamos que un cierto rey, el monarca de vastos dominios, hiciera a un lado los varios rangos de nobleza en su imperio, y escogiera para ser su esposa y compañera de su trono una doncella que, por su nacimiento, parentela y condición fuera infinitamente inferior a todos. Inferior, como en sí misma es, en el momento que por el gusto de su soberano viene a ser la esposa del monarca, toma su lugar a su lado, y entonces, todos los otros vienen a serle inferiores a ella. Y, amados hermanos, ¿qué somos en nosotros mismos? Pobres, miserables pecadores, muertos en delitos y pecados. ¿Dónde nos ha colocado la soberana gracia? En unión vital, como Su cuerpo, Su esposa, con Aquél a quien Dios ha levantado de los muertos, y sentado a su diestra en lugares celestiales, sobre todo principado y potestad, y potencia y señorío, y todo nombre que se nombra, ¡no sólo en este siglo, sino también en el venidero! Sí: Dios ha puesto todas las cosas debajo de sus pies, y le ha dado por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia; la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que hinche todas las cosas en todos. Y ¡pensar que la mayor parte de los que forman este cuerpo, son pobres pecadores de los gentiles! Ciertamente que las migajas que nos han caído, ¡pobres perros de los gentiles! ¡han probado ser una porción más rica, que el mismo pan de los hijos! ¡Oh! ¡si nuestros corazones conocieran mejor estas benditas realidades! ¡Cuán sombría y sin atractivo aparece toda la gloria mundanal a la luz de esta excelente gloria! ¡Bien podemos, con el apóstol, realizar que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de compararse con la gloria que en nosotros ha de ser manifestada! Dios conceda que podamos conocer y estimar así el lugar de gozo y bendición en que nos ha colocado, en unión con Cristo, allá a su diestra.