La Salvación: Su Seguridad, Su Certeza, Su Gozo

Table of Contents

1. La Salvación Y Su Seguridad
2. La Salvación Y Su Certeza
3. La Salvación Y Su Gozo

La Salvación Y Su Seguridad

¿En qué clase viaja usted? He aquí una pregunta que a menudo se hace a los viajeros en las estaciones de ferrocarril. Permíteme que te haga la misma pregunta, porque ciertamente tú también estás viajando de este mundo a la eternidad, y puede ser que muy pronto llegues al final.
Permíteme, repito, que con el mayor interés te pregunte: "En esta vida ¿en qué clase vas viajando?". No hay sino tres clases, y te explicaré cuáles son, para que te pruebes a conciencia, como si estuvieras en la presencia de Aquél "a Quien tenemos que dar cuenta".
Podríamos decir que en:
Primera clase. —Viajan aquellos que son salvos, y que saben que lo están.
Segunda clase. — Los que no tienen la seguridad de su salvación, pero que desean tenerla.
Tercera clase. — Aquellos que no sólo no son salvos, sino que son completamente indiferentes a tal cuestión.
De nuevo te pregunto: "¿En cuál de estas tres clases viajas?". ¡Ah! ¡qué locura es el permanecer indiferente a lo que se refiere a la eternidad! hace poco viajaba en el tren y vi a un hombre que venía a toda prisa y que escasamente tuvo tiempo de sentarse en un vagón, cuando ya el tren se puso en marcha. Uno de los pasajeros le dijo, "¡Cómo tuvo que haber corrido Ud. para coger este tren!" Es verdad, respondió jadeante, pero he ganado cuatro horas, y esto bien vale la pena.
¡Cuatro horas ganadas! Al oír estas palabras, no pude menos que decirme a mí mismo: "Si ganar cuatro horas se considera tan importante, ¡cuánto más debe serlo cuando se trata de ganar la eternidad". Sin embargo, existen millares de hombres inteligentes y previsores en todo cuanto se refiere a sus intereses en este mundo, que cuando se trata de los intereses eternos parece que fueran ciegos. A pesar del infinito amor de Dios por los pecadores, que se manifestó en el Calvario, a pesar de aborrecer el pecado, a pesar de la evidente brevedad de la vida del hombre y de la terrible probabilidad de encontrarse después de la muerte con un remordimiento insoportable en el infierno y al otro lado de aquella sima que separa a los salvados de los perdidos, a pesar, digo, de todo esto, el hombre corre descuidado a su triste fin, como si no existiera Dios, ni muerte, ni juicio, ni cielo, ni infierno. Si tú, lector de estas páginas, eres uno de ésos, ruego a Dios que tenga misericordia de ti, y que en este mismo momento te abra los ojos para reconocer tu peligrosísima situación, al permanecer en la orilla resbalosa de una infelicidad sin fin.
Ya sea que lo creas, o que no, tu situación es sumamente crítica. No dejes para otro día los asuntos de la Eternidad. Dejarlo para otro día es un arma de Satanás para engañarte y perder tu alma. Así se porta él como lo que es un "ladrón", y un "homicida". Qué verdadero es el refrán que dice: "El camino de más tarde conduce a la ciudad de nunca". Te ruego, mi lector, que no sigas tu viaje por ese camino, pues "he aquí ahora el día de salvación".
La Incertidumbre
Alguien acaso dirá: —Yo no soy indiferente a los intereses de mi alma, pero el caso es que la incertidumbre me produce una viva angustia. Siguiendo el ejemplo, podría decir que estoy entre los viajeros de segunda clase.
Pues bien, tanto la indiferencia como la incertidumbre son hijos de una misma madre, ...la incredulidad. La indiferencia viene de la incredulidad en cuanto al pecado y a la ruina en que está el hombre, la incertidumbre viene de la incredulidad tocante al infalible remedio que Dios ofrece. Estas páginas van dirigidas especialmente a aquellos que, como tú, desean tener la completa e inequívoca seguridad de su salvación. Me explico tu ansiedad, y estoy seguro que cuanto más interesado estés en este tema de suma importancia, mayor será tu anhelo, hasta que tengas la seguridad de que, en realidad, estás salvado para siempre. Porque "¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?" (Mateo 16:26).
Supongamos lo siguiente: El único hijo de un padre amoroso está navegando, cuando llegan noticias de que el buque ha naufragado en una costa lejana. ¿Quién será capaz de describir la angustia que la incertidumbre produce en el corazón de aquel padre, hasta que puede asegurarse, por testimonio veraz de que su hijo está sano y salvo!
Supongamos este otro caso: Estás muy lejos de tu casa, en una noche oscura y borrascosa, y no conoces el camino por donde andas. Llegas a un sitio en donde el camino que seguías se divide en dos, y le preguntas a un transeúnte, cuál de los dos caminos es el que lleva al pueblo al cual te diriges, y él contesta: —Supongo que debe ser éste, y si lo sigue, pienso que llegará a la población que usted ha nombrado. ¿Estarías satisfecho con una respuesta tan vaga? Seguro que no, necesitas estar seguro de que aquél, y no otro, es el camino que buscas; de lo contrario, a cada paso que des, aumentarán tus dudas. No debe sorprendernos, pues, que haya hombres que no puedan comer ni dormir tranquilos en tanto que el problema de la salvación de sus almas queda por resolverse.
Perder los bienes es mucho,
Perder la salud es aún más,
Perder el alma es pérdida tal
Que no se recobra jamás.
Ahora bien, querido lector, con la ayuda del Espíritu Santo, deseo explicar claramente tres asuntos que, empleando el lenguaje de las Sagradas Escrituras, los llamaremos así:
1° El camino de la salvación (Hechos 16:17).
2° El conocimiento de la salvación (Lucas 1:77).
3° El gozo de la salvación (Salmo 51:12).
Estas tres cosas, aunque íntimamente relacionadas, tienen cada una de ellas una base propia, de modo que puede darse el caso de una persona que conozca el camino de la Salvación sin tener la seguridad personal de estar salvada, como también se puede dar el caso de que sepa que está salvada, y a pesar de ello no tenga un gozo constante que acompañe este conocimiento.
El Camino De La Salvacion
Trataré, pues, en primer término, del camino de la salvación. En el libro de Éxodo 13:13, leemos de un ejemplo o luna figura de la salvación en las palabras siguientes, salidas de la boca de Dios: "Mas todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos".
Ahora imaginemos una escena que ocurrió hace tres mil años. Vean a dos hombres que están en animada conversación, el uno sacerdote de Dios, y el otro un israelita muy pobre. Acerquémonos y escuchemos lo que dicen. Pronto comprendemos que el asunto que tratan es de importancia, y que se ocupan de un burrito que está junto a ellos.
—He venido a preguntar, dice el israelita, si no se podría hacer una excepción compasiva a mi favor, sólo por esta vez. Esta pequeña bestia es el primogénito de una asna que tengo y aunque sé lo que la ley pide en tales casos, confío que se le perdone la vida. Yo soy muy pobre en Israel, y me vendría muy mal perder este burrito.
Entonces el sacerdote le contesta con firmeza: —Pero la ley de Dios es clara, y no admite dudas: "Mido primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz". Trae, pues, el cordero.
—Pero, señor, ¡no tengo ningún cordero!
—Entonces, ve, compra uno y vuelve, o -de lo contrario, el asno tendrá que morir. O el asno muere, o traes el cordero en su lugar.
—Qué tristeza, contesta el israelita, entonces todas mis esperanzas se desvanecen, porque soy demasiado pobre para comprar un cordero.
Pero durante el curso de esta conversación., una tercera persona se une a ellos y después de conocer el triste relato del pobre hombre se vuelve a él, y bondadosamente le dice: —No te desanimes; yo puedo suplir tu necesidad. Tengo en casa en ese cerro cercano un cordero criado en nuestro mismo hogar, que no tiene mancha ni defecto alguno, nunca se descarrió, y es muy querido de cuantos están en casa. Voy por él. Al poco tiempo regresa trayendo el cordero que momentos después está junto al burrito.
Entonces amarraron al corderito, lo sacrificaron, y derramaron su sangre y, por fin, el fuego lo consumió. El sacerdote justo se vuelve al pobre israelita, y le dice: —Llévate al burrito y puedes estar seguro de que desde ahora ya no hay que quebrar su cerviz.
El corderito ha muerto en lugar del asno. Por lo tanto, éste, en justicia, debe ir libre, gracias a tu amigo generoso.
Ahora bien, ¿no echas de ver en esta figura la enseñanza que el mismo Dios nos da de la salvación de un pecador? Su justicia exige por tus pecados la muerte, es decir, el justo castigo tuyo. La única alternativa es la muerte de un sustituto aprobado por Dios.
El hombre jamás hubiese hallado lo que necesitaba para salir 'de su desesperada situación;’ mas Dios lo encontró en la persona de su Hijo. El mismo proveyó el Cordero. Juan el Bautista les dijo a sus discípulos, mientras fijaba su mirada en Jesús: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1:29).
Y, en efecto, Jesús subió al Calvario, llevado como un cordero al matadero, y allí "padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1a Pedro 3:18). "El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Romanos 4:25). De modo que Dios no quita ni una tilde de sus justas y santas reclamaciones contra el pecado cuando justifica, es decir, cuando absuelve de toda culpa al impío que cree en Jesús (Romanos 3:26). ¡Bendito sea Dios por tal Salvador, y por tal salvación!
Si puedes contestar: —Sí, como pecador digno de ser castigado, he encontrado en Él a Uno en quien puedo confiar con toda seguridad. De veras creo en Él, entonces puedo asegurarte que todo el valor del sacrificio de Cristo en la cruz te sirve delante de Dios en toda la plenitud con que Dios lo aprecia, de modo tan completo como si tú mismo hubieras sufrido la condenación merecida.
Ah, ¡qué Salvación tan admirable y grande! Es digna de Dios mismo. Con ella satisface los deseos del amor de su corazón, da gloria a su amado Hijo, y asegura la salvación a todo pecador que crea en Él. ¡Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quién así ordenó que su propio Hijo llevase a cabo toda esta gran obra, y recibiera por ella toda la alabanza, y para que tú y yo, pobres criaturas culpables, no sólo alcanzásemos toda bendición por creer en Él, sino que además gozásemos eternamente de la bienaventurada compañía de Aquél que nos ha bendecido! "Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre" (Salmo 34:3).
Pero tal vez digas: —¿Cómo es que no tengo completa seguridad de que soy salvo, siendo que ya no confío ni en mí mismo ni en mis obras, sino única y enteramente en Cristo y en su obra? ¿Cómo es que, si bien un día los sentimientos de mi corazón me aseguran que soy salvo, casi siempre al día siguiente me veo lleno de dudas, como un buque atacado por el oleaje y sin anclaje alguno?
¡Ah! voy a explicarte en qué consiste tu equivocación. ¿Has visto alguna vez a algún marino que cuando trata de anclar el buque, mande a que echen el ancla dentro del mismo barco? Nunca, ¿verdad? Siempre has visto arrojar el ancla fuera, y entonces el buque está seguro. Vamos, pues, al caso tuyo. Quizás estés convencido de que lo único que te da la seguridad es la muerte de Cristo, pero te figuras que los sentimientos tuyos interiores son los que te deben dar la certeza de que eres salvo.

La Salvación Y Su Certeza

Coge la Biblia, porque quiero que veas en ella el modo cómo Dios le da al hombre el conocimiento de la salvación.
Pero antes de leer el versículo que enseña cómo el creyente puede saber que tiene la vida eterna, voy a redactarlo del modo torcido y equivocado así como algunos lo entienden en su imaginación. Helo aquí: "Estos gozosos sentimientos os he dado, a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna".
Abramos ahora la Biblia, y mientras vamos a comparar este supuesto texto con el auténtico de la inmutable Palabra de Dios, ojalá que puedas decir de todo corazón como dijo David: "Los pensamientos vanos aborrezco; mas amo tu ley" (Salmo 119:113 A.V.). Pues bien, el versículo que los hombres tuercen en su imaginación no es como lo he dicho; el versículo la Juan 5:13 dice así: "Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna".
La Historia Sagrada da la relación de un acontecimiento que viene muy al caso para explicar cómo podemos 'estar seguros de la salvación’, según el verso anteriormente citado. Ese acontecimiento es la salida del pueblo de Israel de la tierra de Egipto (Éxodo, cap. 12).
¿Cómo podrían saber con certeza los primogénitos de los millares de Israel que estaban seguros durante la terrible noche de la Pascua, y del castigo de Egipto?
Visitemos dos de sus casas, oigamos lo que allí se dice. Entramos a una, y encontramos a los individuos de aquella familia temblando de miedo, y llenos de dudas.
—¿Por qué están Uds. temblando y tan pálidos?, les preguntamos. El primogénito nos dice que es porque el Ángel Heridor va pasando por toda la tierra de Egipto, matando a los primogénitos, y que por lo tanto no sabe qué será de él en tan terrible noche cuando el Heridor haya pasado nuestra casa, dice el primogénito, y la noche del castigo haya pasado, entonces sabré que estoy salvado; pero mientras tanto no puedo ver cómo estar perfectamente seguro. Nuestros vecinos de al lado, continúa él, dicen que están seguros de su salvación, pero yo creo que el que diga eso es muy presumido. Lo mejor que puedo hacer es ver pasar esta larga y triste noche deseando que me vaya bien.
—¿Pero, acaso no le ha provisto el Dios de Israel un medio para dar seguridad a su pueblo?, decimos nosotros.
—Claro que sí, y nosotros ya lo hemos puesto en práctica. Rociamos debidamente, con un manojo de hisopo la sangre de un cordero de un año, sin mancha ni defecto, sobre el dintel y los marcos de la puerta de nuestra casa; pero a pesar de esto, no estamos completamente seguros de salir a salvo.
Dejemos ya a estas gentes atribuladas por la duda y entremos en la casa vecina.
¡Qué contraste tan notable se ofrece en ella! La confianza resplandece en todos los rostros. Los vemos a punto de marchar, ceñidos sus vestidos a la cintura, bastón en mano, comiendo de pie el cordero asado.
—¿Podrían decirnos, les preguntamos, la causa de alegría y tranquilidad en una noche tan sombría como esta? Y nos responden: —Estamos aguardando de parte de Jehová las órdenes de ponernos en marcha, y entonces daremos para siempre el último adiós al látigo del cruel capataz, y a la dura esclavitud de Egipto.
—¿Pero olvidan que esta noche el Ángel de Dios recorre la tierra hiriendo de muerte a los primogénitos?
—No lo olvidamos, pero también sabemos que nuestro primogénito está seguro, porque rociamos la sangre del cordero, según nuestro Dios nos mandó.
—En la casa de al lado también lo hicieron y, sin embargo, en ella todos están tristes, porque dudan de su seguridad.
Pero, además de la sangre rociada, tenemos el testimonio que Dios mismo nos dio de ella con su Palabra inmutable. Dios dijo: "Veré la sangre y pasaré de vosotros". Él está satisfecho con ver la sangre allí fuera, y nosotros descansamos seguros en su Palabra aquí adentro.
La sangre rociada nos da seguridad de salvación. La Palabra hablada nos da la certeza de ella.
¿Qué puede darnos mayor seguridad que la sangre ?, ¿o qué puede darnos mejor certeza que la Palabra escrita de Dios? Nada, Nada.
Ahora bien, amado lector, ¿Cuál de estas dos familias te parece que estaba más salva? Tal vez digas que la segunda cuyos individuos todos gozaban de aquella tranquila confianza.
Pues, si así lo crees, estás en un error. Ambas familias estaban igualmente a salvo; porque en ambas la seguridad de salvación dependía de que Dios viera la sangre afuera, y no en los sentimientos de los de adentro. Y si tú también quieres estar seguro de tu propia salvación, amado lector, no escuches el testimonio fluctuante de tus emociones interiores, sino el testimonio infalible de la Palabra de Dios.
"De cierto, de cierto, os digo: el que cree en Mí, tiene vida eterna" (Juan 6:47).
A fin de aclarar este punto, me serviré de un sencillo ejemplo tomado de la vida diaria. Cierto arrendatario no teniendo suficientes pastos para su ganado, pide en arrendamiento un hermoso pastizal próximo a su casa. Pasa algún tiempo sin recibir contestación del propietario. Entretanto un vecino suyo le visita y procura animarle, diciendo: —Estoy seguro de que te arrendarán el pastizal, ¿no te acuerdas de la Navidad pasada cuando su propietario te regaló algo de su cacería, y que días después, al pasar en su coche por delante de tu casa, te saludó amablemente?
Estas palabras parecen sostener las esperanzas del arrendatario.
Al siguiente día se encuentra con otro de sus vecinos, quien le dice: —¡Me temo que no te arrendarán el Pastizal! El señor B. lo solicitó también, y ya sabes tú cuánta amistad le une con el propietario. Esta noticia desvanece las esperanzas del pobre arrendatario como si fuesen pompas de jabón.
Por fin recibe una carta por correo, y al reconocer la letra del propietario, la abre con viva ansiedad, pero a medida que avanza en la lectura, la ansiedad va convirtiéndose en satisfacción que se retrata en su rostro.
—Es cosa arreglada, le dice a su esposa, ¡acabaron las dudas y temores! El amo me arrienda por todo el tiempo que lo necesite, y en condiciones ventajosas, y esto me basta. ¡Qué me importa lo que digan los demás! La palabra del amo contenida en esta carta me asegura la posesión.
¡A cuántas personas les sucede lo del arrendatario citado, que, al escuchar las opiniones de otros, o los pensamientos del propio corazón engañoso, se dejan llevar de acá para allá, perplejas y afligidas, cuando bastaría recibir la Palabra de Dios, como Palabra de Dios, y la certeza pasaría a ocupar el puesto de las dudas!
La Palabra de Dios dice que el que cree es salvo, y que el que no cree está condenado. En los dos casos hay certeza porque Dios lo dice.
"Para siempre, oh Jehová, permanece tu Palabra en los cielos" (Salmo 119:89); y para el creyente de corazón sencillo, su Palabra lo confirma todo.
"Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?" (Números 23:19).
Más pruebas no hay que exigir
Ni más demostración,
Pues sé que Cristo por morir
Cumplió mi salvación.
Mas acaso diga el lector: —¿Cómo puedo estar seguro de que tengo la verdadera fe?
A esta pregunta sólo cabe contestar con la respuesta siguiente: ¿Tienes confianza en el verdadero Salvador, esto es, en el bendito Hijo de Dios?
No es cuestión de si tu fe es mucha o poca, fuerte o débil, sino del valor de la Persona en quien has confiado. Hay unos que se agarran de Cristo con la fuerza del que está ahogándose; otro se atreve apenas a tocar el borde de su túnica; con todo, los dos están igualmente salvos. Los dos han comprendido que en sí mismos no hay nada en que puedan confiar, y que sólo Cristo es digno de poseer toda su confianza. Por esto confían en Él y en su Palabra, descansando en la obra perfecta y de eterna eficacia que Él hizo en la cruz. Esto es lo que se entiende por creer en Él; y suya es la promesa que dice: "De cierto, de cierto os digo: él que cree en Mí, tiene vida eterna" (Juan 6:47).
Cuídate bien de no confiar, para la salvación de tu alma, en el arrepentimiento, en tus propósitos de enmienda, en tus buenas obras, en tus sentimientos religiosos, o en tu educación moral practicada desde tu más tierna edad. Puedes confiar firmemente en algunas de estas cosas o en todas juntas, y, sin embargo, perderte sin remedio. En cambio, la fe más débil en Cristo te salva por toda la eternidad, mientras que la fe más firme en cualquier otra cosa que no sea El mismo, no es más que el fruto de un corazón engañado; es el ramaje con que el enemigo cubre la trampa de la eterna perdición.
En el Evangelio, Dios coloca sencillamente ante ti al Señor Jesucristo, y te dice: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia" (Mateo 3:17). "Puedes con toda seguridad", dice Dios, "confiar en el Señor Jesús, aunque no puedes confiar sin pérdida en ti mismo".
¡Bendito, mil veces bendito Señor Jesús! ¿quién no confiará en Ti, y ensalzará tu nombre?
—Creo de veras en Él, me dijo un día una joven con cierta tristeza, y, sin embargo, no me atrevo a decir que soy salva por temor a mentir.
Esta joven era hija de un tratante de ganado, y su padre había ido aquel día a la feria.
—•Supongamos, le dije, que cuando tu padre vuelva a casa, le preguntes cuántos carneros compró en la feria, y él te conteste que ha comprado diez. Poco después entra un hombre en la tienda y te pregunta: —¿Cuántos carneros compró tu padre en la feria? ¿Acaso le contestarías diciendo: —No quiero decirlo por temor a mentir? La madre, que escuchaba la conversación, diría con cierta indignación: —Esto sería lo mismo que decir que tu padre es un mentiroso.
¿No ves que esta sencilla joven, aparte de su buena intención hacía de Cristo un mentiroso cuando decía: —Yo creo en el Hijo de Dios, y sin embargo no me atrevo a decir que soy salva, por no ir a decir una mentira? ¡Qué atrevimiento!
"Pero ¿cómo puedo estar seguro de que creo de veras?", dice otro. "Muchas veces me he esforzado por creer, y he buscado en mi interior para ver si tenía fe; pero cuanto más busco menos la hallo en mí".
Amigo mío, la manera en que miras estas cosas no puede darte otro resultado, y el decir que te esfuerzas en creer, demuestra claramente que andas equivocado.
Voy a presentarte otro ejemplo para explicarte mejor esta cuestión. Estando en tu casa, entra un sujeto y te dice que el jefe de la estación cercana acaba de morir arrollado por el tren. Pero es el caso que quien te cuenta esto es un hombre de malos antecedentes, y conocido como el más atrevido embustero en toda la vecindad. ¿Creerías o te esforzarías siquiera en dar crédito a tal persona? Claro está que no, me contestas.
—Y ¿por qué no?
—Porque conozco demasiado ese individuo para creer sus palabras.
—Pero, dime: ¿cómo sabes que no le crees? ¿Miras acaso a los sentimientos interiores o a tu fe?
—No, señor, sólo tengo en cuenta el carácter del hombre para saberlo.
Luego entra un vecino y dice: —Un tren de mercancías arrolló al jefe de la estación esta noche y murió en el acto. Después de salir este último, se oye decir prudentemente: —Casi estoy ya por creerlo, porque lo que recuerdo de este sujeto es que no me ha engañado más que una vez, aun cuando vengo tratándolo desde muchacho.
De nuevo te pregunto: ¿Cómo sabes ahora que casi das crédito a este hombre? ¿Es tal vez porque miras a tu fe?
No, contestas, tengo en cuenta el carácter del que me da aquel informe.
Apenas sale este hombre de tu casa, cuando entra un tercero. Este, que es un amigo, cuya veracidad te inspira la más absoluta confianza, no hace más que confirmar la noticia que dieron los anteriores.
—Fulano ya me lo había anunciado, contestas, pero conociendo su carácter, no quise creerlo; pero diciéndomelo tú, lo creo.
Insisto, pues, en mi pregunta que, como recordarás, no es sino repetición de la tuya: "¿Cómo puedes saber que le crees tan positivamente a tu amigo?”
Contestarás: —Es porque él es una persona de confianza y nunca me ha engañado, ni lo creo capaz de engañarme jamás.
Pues bien; de igual manera sé que creo al Evangelio, porque conozco a la persona que me da las noticias.
"Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque éste es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo... El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo" (1a Juan 5:9, 10). "Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia" (Romanos 4:3).
En cierta ocasión un hombre que no estaba seguro de su salvación le dijo a un siervo de Dios: —¡Ah! señor, yo no puedo creer. A lo que el cristiano contestó con gran acierto: —¿De veras?, ¿y a quién es que no le puedes creer? Esta sencilla pregunta le abrió los ojos. Hasta entonces había pensado que la fe era alguna cosa misteriosa que debía sentir dentro de sí, y que sin sentirla no podía tener la seguridad de su salvación. Pero la fe del creyente pone su mira, no en sí mismo, sino en Cristo y en la obra que acabó, aceptando confiadamente el testimonio que un Dios fiel da de Cristo. y de su obra.
Es por mirar fuera, al Salvador que tenemos la paz del alma o sea la paz dentro de nosotros. Cuando un hombre vuelve su rostro hacia el sol no puede ver la sombra de su cuerpo. De igual modo el pecador tampoco puede mirarse a sí mismo y mirar a la vez a Cristo en su gloria.
Así, pues, vemos que el bendito Hijo de Dios gana mi confianza. Su obra acabada me pone eternamente en seguridad. Y la Palabra que Dios ha dado tocante a los que creen en Él, me da la certeza inalterable de tal seguridad. Encuentro en Cristo y su obra el Camino de la Salvación, y en la Palabra de Dios el conocimiento de esa salvación.
Quizá alguno de mis lectores diga: "Si soy salvo, ¿cómo es que experimento tantas fluctuaciones de ánimo que tan a menudo pierdo la alegría, y que me siento tan abatido como antes de mi conversión?". Esta pregunta nos lleva a tratar el tercer punto que es el gozo de la salvación.

La Salvación Y Su Gozo

Hallarás en las Escrituras que, si estás salvo por la obra de Cristo y estás seguro de esto por la Palabra de Dios, vas a conservar el gozo y la satisfacción espirituales por el Espíritu Santo que habita en el cuerpo de cada creyente.
Conviene tener presente que toda persona salva todavía tiene en sí "la carne", esto es la naturaleza pecaminosa en que ha nacido, y que empezó a manifestarse desde sus más tiernos años. El Espíritu Santo en el creyente resiste "la carne", y se ve entristecido por cualquier manifestación de ella, ya sea de pensamiento, de palabra o de obra.
Cuando el creyente anda como es digno del Señor, el Espíritu Santo produce en el alma su fruto, que es: "Amor, gozo, paz..." (véase Gálatas 5:22). Si anda en camino carnal o mundano, el Espíritu se entristece, y faltan esos frutos en mayor o menor proporción.
Expondré tu situación como creyente en la forma siguiente:
La Obra de Cristo y Tu Salvación permanecen juntos o caen juntos. Tu Modo de Andar y Tu Gozo permanecen juntos o caen juntos.
Si la obra de Cristo se viniera abajo, o cayera en tierra (lo cual es imposible, gracias a Dios), tu salvación caería juntamente con ella. Pero cuando cometes una falta por tu modo de andar (y ve con cuidado, porque esto es muy posible), entonces la alegría te faltará también.
En los Hechos de los Apóstoles se dice que los primeros cristianos andaban "en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidos por el Espíritu Santo" (Hechos 9:31). Y también, "y los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo" (Hechos 13:52).
Mi gozo espiritual estará en proporción con el carácter espiritual de la conducta que observe después de mi salvación.
¿Ves ahora, en qué consiste tu equivocación?
Confundes el gozo de la salvación con la seguridad de la misma, que son dos cosas enteramente diferentes. Cuando, por seguir tu voluntad o por espíritu mundano, o por dejarte llevar de la ira, entristeciste al Espíritu Santo, y por consiguiente perdiste el gozo, creíste haber perdido también tu salvación. Pero no es así. Una vez más te repito:
La seguridad de tu salvación depende de la obra que Cristo hizo PARA ti.
La certeza que puedes tener de tu salvación depende de la Palabra de Dios dicha A ti.
El gozo de la salvación depende de no entristecer al Espíritu Santo que habita EN ti.
Si tú, como hijo de Dios que eres, entristeces al Espíritu Santo, tu comunión con el Padre y el Hijo quedará de hecho interrumpida, a lo menos por algún tiempo, y hasta que reconozcas y confieses tu pecado, aquella comunión y el gozo de que va seguida, no te serán devueltos.
Vaya el ejemplo siguiente: Tu hijo ha cometido un acto de desobediencia. Su semblante manifiesta que ha hecho algo que no debía. Media hora antes disfrutaba paseando contigo por el jardín, admirando lo que tú admirabas, alegrándose con lo que te alegraba. En otras palabras: estaba en comunión contigo; sus sentimientos y gustos eran comunes con los tuyos. Pero al desobedecerte cambió todo, y el niño desobediente tiene que sufrir su castigo, y en su semblante hay la manifestación de la tristeza de su corazón.
Tú le aseguras que le perdonarás al momento de confesar su falta, pero su orgullo y terquedad no le permiten hacerlo.
¿Qué se ha hecho de la alegría que gozaba media hora antes? Ha desaparecido por completo. Y ¿por qué causa? Porque la comunión que existía entre tú y tu hijo se ha interrumpido.
¿Qué se ha hecho del parentesco que existía media hora antes entre tú y tu hijo? ¿Ha desaparecido también? ¿Se ha roto o se ha interrumpido? Claro que no.
Su parentesco contigo depende de su nacimiento. Su comunión contigo depende de su conducta.
El desenlace de esta escena lo prueba. El hijo, con corazón humilde te confiesa toda su culpa sin dejar nada por decir, de tal modo que comprendes que él aborrece la desobediencia y su culpa, como tú mismo, y en vista de ello le tomas en brazos y le cubres de besos.
¡Ves qué cambio se ha verificado en el rostro del niño! Ha recobrado el gozo porque ha recobrado la comunión con su padre.
Cuando David pecó tan gravemente en el caso de la mujer de Urías, no dijo: "Vuélveme tu salvación", sino: "Vuélveme el gozo de tu salvación" (Salmo 51:12).
Continuemos nuestra supuesta historia, y llevemos el caso un poquito más allá. Supongamos que mientras tu hijo está sin dar muestras de querer reanudar la comunión contigo, se oyen alrededor de la vivienda las voces de tus vecinos que gritan: —¡Incendio, incendio!, ¿qué va a ser de tu hijo? ¿Vas a dejarlo en la casa para que sea consumido del fuego y sepultado entre los escombros? ¡Imposible!
Lo más probable es que él fuera la primera persona que sacarías afuera y que pondrías a salvo. ¡Ah! no hay duda, y es que tú sabes perfectamente que el amor del parentesco es una cosa y que el gozo de la comunión es otra muy distinta.
Ahora bien, cuando el creyente cae en el pecado, la comunión con el Padre está temporalmente interrumpida, y falta el gozo hasta que con corazón arrepentido se vuelva al Padre y le confíe sus pecados.
Entonces, fiándose en la Palabra de Dios, sabe que Dios lo perdona de nuevo, porque su Palabra declara, terminantemente que: "si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1a Juan 1:9).
Pues bien, amado hijo de Dios, ten siempre presente estas dos cosas: Que no hay ningún lazo más fuerte que el del parentesco, y que nada hay tan delicado como el lazo de la comunión.
Todo el poder y el consejo de la tierra y del infierno reunidos no pueden anular el primero, mientras que un deseo torpe o una palabra frívola basta para romper el segundo.
Si estás entristecido sin saber la causa, humíllate delante de Dios, y escudriña tus caminos, y cuando hayas descubierto al ladrón que te robaba el gozo, sácalo de una vez a la luz, es decir, confiesa el pecado a Dios, tu Padre, júzgate a ti mismo sin la menor reserva por la escasa vigilancia que habías ejercido sobre tu alma y que ha permitido que el enemigo entre sin resistencia.
Pero no confundas nunca, nunca, nunca, la seguridad de tu salvación con el gozo de la misma.
No imagines, sin embargo, que el juicio de Dios sea un poquito más suave para el pecado del creyente que para el del que no cree. Dios no tiene dos procederes distintos para tratar el pecado. Él no puede pasar por alto los pecados del creyente, como tampoco pasa por alto los pecados de aquellos que rechazan a su Hijo. Pero entre ambos casos hay la gran diferencia de que Dios, conociendo los pecados del creyente, hizo provisión para ellos, y fueron todos cargados sobre el Cordero (que El mismo proveyó) colgado de la cruz en el Calvario. Allí fue vista, discutida y resuelta una vez para siempre la gran cuestión de la penalidad del pecado, cayendo el castigo que merecía el creyente sobre su bendito Sustituto, "Quien llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1a Pedro 2:24).
El que rechaza a Cristo tiene que sufrir el castigo de sus pecados en su cuerpo, en el lago de fuego, para siempre. Mas cuando el que está salvo cae en falta, la cuestión del pecado, en su "aspecto criminal", no puede ser suscitada de nuevo, ya que el mismo Juez la resolvió de una vez y para siempre sobre la cruz. Pero la cuestión de la comunión se levanta dentro del alma por el Espíritu Santo cuantas veces el creyente entristece a ese Espíritu.
Permíteme, para concluir, que me valga de otro ejemplo. Es una hermosa noche de luna llena, y parece brillar con mayor claridad que de costumbre. Dos hombres están mirando atentamente una laguna, en cuyas tranquilas aguas se ve la luna reflejada; y uno de ellos le dice a su amigo que está a su lado: —¡Qué brillante y redonda está la luna esta noche! ¡Qué silenciosa y majestuosamente sigue su curso! Apenas acaba de pronunciar estas palabras, cuando su amigo arroja una piedra a las aguas, y el primero exclama: ¿Qué es esto? ¡la luna se ha hecho pedazos y sus fragmentos chocan unos contra otros en la mayor confusión!
—¡Qué tontería!, le replica el que arrojó la piedra. ¡Mírala allá arriba! la luna no ha sufrido cambio alguno. Sólo son las circunstancias de las aguas que la reflejan, las que han cambiado.
Creyente, aplica a tu caso esta sencilla figura. Tu corazón es como la laguna. Cuando en el corazón no das cabida al mal, el Espíritu de Dios toma las perfecciones y glorias de Cristo y te las revela para tu consuelo y gozo. Pero en el momento que acoges un mal pensamiento, o bien sale de tu boca una palabra ociosa, el Espíritu de Dios empieza a turbar las aguas; tus sentimientos de felicidad caen en pedazos, y estás turbado e intranquilo interiormente, hasta que con ánimo quebrantado delante de Dios le confieses el pecado que ha sido la causa de tu intranquilidad, y así se restaura una vez más la calma de tu corazón, y disfrutas de nuevo del gozo de la comunión.
Pero cuando tu corazón se halla intranquilo, pregunto yo: ¿Ha sufrido algún cambio la obra de Cristo? De ninguna manera. Tu salvación por lo tanto, tampoco ha cambiado.
¿Ha cambiado la Palabra de Dios? De cierto que no. Pues entonces la certeza de su salvación tampoco ha sufrido en lo más mínimo. ¿Qué es, pues, lo que ha cambiado? Pues es la acción del Espíritu Santo en ti la que ha cambiado, en vez de tomar las glorias de Cristo, y llenar tu corazón del sentimiento de Su dignidad, se entristece al tener que abandonar este oficio deleitoso para llenar tu conciencia del sentimiento de tu pecado y de tu indignidad.
Él te priva de Su consuelo y gozo hasta que tú condenes y resistas lo que Él condena y resiste. Cuando esto ha acontecido, la comunión con Dios queda nuevamente restablecida.
¡Quiera el Señor concedernos que seamos más y más celosos de nosotros mismos, a fin de que no demos ocasión de contristar "al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención"! (Efesios 4:30).
Querido lector, por débil que sea tu fe, ten la seguridad de que el bendito Salvador en quien has depositado tu confianza, jamás cambiará. "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos" (Hebreos 13:8).
La obra que Él acabó no cambiará jamás. "Todo lo que Dios hace será perpetuo [para siempre]; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá" (Eclesiastés 3:14).
La Palabra que Él ha pronunciado jamás cambiará. "La hierba se seca, y la flor se cae; mas la Palabra del Señor permanece para siempre" (1a Pedro 1:24, 25).
Así, pues, el objeto de tu fe, el fundamento de tu salvación y la base de tu certeza, son por igual ETERNAMENTE INMUTABLES [no cambian].
Permíteme que te pregunte una vez más: —¿En qué clase vas viajando? Te ruego te vuelvas a Dios en tu corazón, y le respondas a El mismo.
"Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso" (Romanos 3:4).
"El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz [dice la verdad]" (Juan 3:33).
Ojalá que la gozosa certeza de poseer esta "salvación tan grande" llene tu corazón, querido lector, ahora y "hasta que Jesús venga".