Los Enemigos Del Medico de la Jungla
Paul Hamilton Hume White
Table of Contents
Serie: El Médico de la Jungla
I. EL MÉDICO DE LA JUNGLA SE ENCUENTRA CON UN LEÓN. Simba, el cazador de leones, es salvado por el Dr. White y la ayuda de una enfermera, de donde surge una emotiva historia de romance y fe.
II. EL MÉDICO DE LA JUNGLA ATACA LAS HECHICERÍAS. Con la ayuda de un niño, el Dr. White llega a una aldea donde dominan las malas artes de la hechicería. La fe en Dios y los resultados de la medicina muestran el camino de la verdad.
III. ¡EL MÉDICO DE LA JUNGLA AL RESCATE! Los personajes de los primeros dos tomos reaparecen con una vida de servicio cristiano, en medio de feroces persecuciones. La victoria sobre el dolor y la muerte en la lucha por salvar a los recién nacidos es un mensaje para todos.
IV. LOS ENEMIGOS DEL MÉDICO DE LA JUNGLA. El médico y sus colaboradores entablan una lucha feroz contra una epidemia de sarampión entre los niños africanos. La historia de un chico ciego debido a las prácticas nefastas de la hechicería, conmueve el corazón.
Los enemigos del médico de la jungla
No. 4
Trad. Arnoldo Canclini
Rev. Josie de Smith
Título del original en inglés:
“Jungle Doctor’s Enemies”
Capítulo 1: Un Rumor Y Un Chico Ciego
El muchacho africano tambaleó y estuvo a punto de caer, al tiempo que se aferraba a los maizales que crecían a ambos lados del zigzagueante sendero. Se afirmó por un momento y luego prosiguió su camino con inseguridad. Salí por la puerta de seguridad contra hienas, a la entrada del hospital, y me acerqué a él.
—¿Nhawule wayiko? (¿Qué pasa, amigo?)
Por un instante se quedó silencioso y luego, en una voz apagada por el llanto, dijo:
—Bwana, mis compañeros no me dejan ayudar a empujar el auto, porque soy Mubofu, el ciego, y ...
La voz se le quebró. Se dio vuelta y rehízo su camino. Sus hombros y manos, pesadamente sostenidos delante de él, tenían algo de patético. Pude ver su cara y descubierto en ella la marca de la tragedia: dos cuencas vacías, sin ojos, que hablaban de la falta de esperanza de la medicina nativa. Cuando me puse a la par con él, el cieguito me dijo:
—Bwana, yo puedo empujar, aunque viva en Utitu (la tierra de las tinieblas).
—Pero imaginemos que te resbalas cuando el auto toma velocidad ... —inquirí.
—Kah, Bwana, estoy acostumbrado a caerme. No tengo miedo de un golpe o dos. ¿No me dejarás que ayude?
El sendero por el que íbamos hacía una gran curva para sortear el tronco de un gran baobab. Me fijé con asombro cómo el muchacho siguió, sin vacilar, el centro de la senda.
Ante mis ojos apareció una vívida escena. Sansón, el enfermero del hospital, estaba haciendo girar con gran vigor la manija de mi auto, de ya veinte años. Sus esfuerzos eran alentados por un grupo de chiquillos, vestidos al mínimo. Sacudían en el aire sus nudosos palos y danzaban de aquí para allá, mientras cantaban.
—Na vilungo gwe, na vilungo (Dale fuerte).
Al verme, Sansón se enderezó y se secó el sudor.
—Hongo, Bwana, la batería está dormida.
—El escándalo que hacen estos wadodo (chiquillos) sin duda bastará para despertarla.
—Bwana, no es sin razón que a nuestro auto le llaman Sukuma (empujen).
—Bwana, nosotros empujaremos —dijeron los niños—, corriendo hacia mí.
—Viswanu (bueno) —dije riendo—, pero deben esperar un momento hasta que yo me aliste.
Dejando el chigogo, el idioma de las llanuras centrales de Tanganica, y hablando en inglés, dije:
—Sansón, tengo el propósito de llevar a este cieguito con nosotros a Dodoma. Me imagino que será para él un día de fiesta eso de ir de safari con nosotros. Tú le podrás traer de regreso cuando yo haya tomado el tren.
—Podemos ser sus ojos durante el día —asintió el enfermero— y contarle lo que vemos en el camino y en el pueblo.
Mubofu estaba en cuclillas a la sombra de un cobertizo de ladrillos que era el hogar de Sukuma. En la pared, encima de él, había tres coloridos lagartos muy ocupados cazando moscas. Cuando caminé hacia el muchacho, se puso de pie.
—Bwana, ¿me dejarás empujar?
—Kah, ¿cómo sabías que venía?
—Hongo —contestó el chico, con toda su cara brillante, lo que acentuaba de alguna manera la tragedia de aquellos huecos fantasmales donde debieron estar los ojos—. Kah, Bwana, oí tus zapatos en la arena, y no sé de ningún africano que camine como tú.
—¡Qué oídos tienes! —dije con un silbido.
—Bwana, mis oídos tienen que servirme también de ojos. Bwana, Bwana, ¿me dejarás empujar? —dijo tomándome de la manga.
—No, Mubofu, no te dejaré empujar —repuse.
Toda la alegría desapareció de su rostro. Antes de que pudiera hablar, dije:
—Pero me pregunto si te interesaría ir hoy de safari con Sansón y conmigo. Vamos a Dodoma.
—Kah, ¿en el auto, en Sukuma?
—Heya (sí).
—Yoh, Bwana, por mucho tiempo mi mayor deseo ha sido el de viajar en auto, ¡Kah!
Procedió a realizar una pequeña danza, que hizo salir corriendo a los lagartos por el tronco del baobab. Recogí mi equipaje y dije adiós. Al reanudar el camino, pregunté a Sansón:
—¿Quién es este muchachito ciego y cuál es su historia?
—Su gente ha muerto, Bwana. Duerme en la casa tribal de sus familiares en una aldea que es de las washenzishenzi (la más pagana de las paganas). He oído decir que le dan de comer porque piensan que no tardará mucho en morir y no vale la pena irritar innecesariamente al espíritu de los antepasados.
Unos veinte metros delante de nosotros se encontraba el muchacho, objeto de nuestra conversación, ansiosamente de pie junto al auto.
Lo coloqué en el asiento delantero entre Sansón y yo. Tomando el freno de mano, exclamé:
—Haya wadodo sukuma (vamos, chicos, empujen).
Lentamente nos movimos hacia adelante con una potencia de veinticuatro chiquillos. El viejo motor tomó velocidad lentamente mientras rodamos cuesta abajo por el sendero de piedras del hospital. Apreté el acelerador. Sukuma roncó ruidosamente. Gritando, los muchachitos se dispersaron. Entonces arrancó el motor y me encontré en el primer paso de unas vacaciones que me llevarían al otro lado del lago Victoria Nyanza, en el centro mismo del África.
Conduje cuidadosamente por un sendero que atravesaba curiosamente por el lecho seco de un río.
—Bwana, yo vivo en la colina después del cuarto río —dije el cieguito—. Conozco bien esta parte del camino.
—Por cierto, hace el viaje tan bien como cualquiera —dijo Sansón—. Bwana, parece que conoce cada piedra y raíz.
—Fue aquí, en Chibaya, que nací. Bwana, fue aquí donde perdí los ojos.
—Oh, ¿cómo ocurrió? —le pregunté.
El cieguito levantó cuatro dedos.
—Fue hace cuatro años, Bwana, cuando serenyenyi llegó a nuestra aldea.
Miré a Sansón con aire de interrogación. Movió los labios como para decir “sarampión” y yo asentí en silencio.
—Hongo, aquellos eran días de pena, Bwana —continuó el chico—; primero fue con mi nariz y luego con mis ojos, eh, y ¡cómo tosía! Mis wandugu (parientes) no me dejaban dormir. Golpeaban en tachos y gritaban y me sacudían. “No debes dormirte”, decían. Entonces, Bwana, me vino un gran dolor en los ojos, por el resplandor y las moscas y entonces me llevaron dentro de la casa, pero el humo de los fogones me empeoró los ojos.
Se levantó repentinamente y señaló con su mentón a un grupo de chozas.
—Allí, Bwana, está mi casa. Allí, Bwana, es donde ocurrió todo.
—Kah, ¿cómo sabes que hemos llegado a tu casa? —dijo Sansón.
—Kumbe —explicó el chico— ¿no tengo despierta la nariz? ¿No he de conocer el olor de mi propia aldea?
Hubo un momento de silencio y entonces dijo:
—Bwana, tuve dolor, mucho dolor en los ojos, porque tuve maciligala (úlceras oculares), pero, Bwana, no había entonces nadie para llevarme a un hospital. No había hospital misionero ni tú habías venido de tu propio país.
Algo se movía en la selva al lado del camino. De repente, Sansón gritó:
—Mira, Bwana, mpala ... ...
Un antílope del tamaño de un poni saltó de un matorral, y se alejó a grandes brincos.
—¿Qué fue eso, Bwana? — preguntó Mubofu, poniéndome la mano en el hombro.
—Un hermoso antílope —contesté—. Mira, viene otro detrás.
Al salir las palabras de mis labios, traté de detenerlas, pero se deslizaron y sin embargo, la faz del muchacho seguía brillante.
—Puedo verlo, Bwana, en mi mente. Yoh, ¡cómo saltan!
El camino se curvaba hacia un lado y otro por entre matorrales de espinas. Mientras conducía, pensaba en el sarampión y en cómo las epidemias mundiales suelen ocurrir cada cinco años y que, si la desdichada enfermedad cumplía su ritmo, ya pronto debería ocurrir otra. Al cruzar el lecho seco de un río, que debía ser un torrente en la época de las lluvias, dije:
—Sansón, debemos estar preparados para otra epidemia de sarampión para impedir que, ahora que tenemos el hospital, vuelvan a ocurrir estas cosas.
—Kah, Bwana —dijo Sansón—, no sólo se quedan ciegos cuando llega el sarampión. Miles de niños mueren. Vaya, en nuestro país por cierto es la enfermedad del dolor, la tribulación y la muerte, especialmente para los niños.
Miré la lastimosa cara que tenía a mi lado y pensé en el tormento por el que debían pasar aquellos chicos. Por su parte, el chico no pensaba en el sarampión y estaba tenso de emoción. Cada kilómetro de aquel viaje le era de particular interés. Me maravillaba cuando vez tras vez describía lo que íbamos pasando. Sus sentidos parecían tener una rapidez poco usual. Se mantenía alerta como un perro, mientras Sukuma rodaba por el camino.
Íbamos ahora colina arriba, en medio de cactus florecidos. Inmediatamente ante nuestra vista había un plantío de árboles de mango, de color verde oscuro, creciendo rodeado del arenoso lecho de río y por entre ellos pudimos ver la Escuela para Muchachos de la misión. Salimos del camino y conduje a través de un plantío de maní (cacahuate), dejando de lado un taller de carpintería donde algunos muchachos africanos estaban muy ocupados fabricando mesas. Detuve el auto debajo de un gran árbol kikuyu, coloqué a Mubofu en el suelo y tomando un chelín de mi bolsillo, lo entregué a Sansón, diciéndole:
—Compra posho (comida) para ti y para el joven Mubofu. Dentro de una hora iremos hasta el ferrocarril.
—Ndio, Bwana (sí, señor) — dijo Sansón, que inconscientemente habló en swahili, el idioma usado en las ciudades.
Había oído, de parte de mi amigo, el director de aquel gran colegio, que ya había comenzado una epidemia de sarampión, pero que aun estaba en el norte, en Sudán y Etiopía. No había noticias de que hubiera llegado a Tanganica.
El jefe de la estación, un hindú alto, me informó que el tren tenía diez horas de atraso y, sabiendo cuál era mi profesión, me contó de una grave epidemia en su ciudad natal, Karachi. Me sonaba sospechosamente como sarampión.
Sansón estaba inflando los neumáticos de Sukuma. Cuando me acerqué a la puerta de la estación, me miró inquisitivamente.
—El tren viene con diez horas de atraso, —les expliqué.
Mubofu se rió.
—Hongo, Bwana, eso es muy bueno, porque así tendrás tiempo de contarme muchas cosas de Dodoma y describirme lo que ves con tus ojos para que yo pueda verlo con mi mente.
Capítulo 2: Mubofu
—Sansón, ve al negocio de Ahmed Rhemtulla y carga el arroz, el jabón y todo el cemento que necesitemos para el pozo nuevo. Lleva contigo a Mubofu y cuando yo haya terminado mis arreglos aquí en la estación de tren, iré hasta allá, los recogeré y les mostraré algo del pueblo.
El enfermero escuchó atentamente y contestó:
—Ndio, Bwana.
Se colocó entonces detrás del volante y salió. Observé a Sukuma por la calle, mientras la cabeza de Mubofu seguía erguida, con sus oídos sintonizados a cualquier sonido de la ciudad. Podía adivinar a Sansón explicándole sobre la oficina de correos y el gran fuerte de granito que había sido construido en los días en que Tanganica era el África Oriental Alemana. Me llevó un cuarto de hora hacer varios y diversos arreglos con el jefe de la estación. Crucé entonces la vía férrea, caminando por sobre los rieles y pasé al lado del pozo público que estaba lleno de aguateros que pagaban un centavo por cada lata de queroseno llena de agua que recibían.
Llegando al negocio del hindú, encontré a Mubofu sentado sobre un cajón en un rincón, mientras Sansón ayudaba a cargar una tras otra las bolsas de arroz.
—Kah, Bwana, —dijo el chiquillo cuando me acerqué a él y le puse la mano en el hombro—. Kah, ¡qué lindo aroma tiene este lugar.
Frunció expresivamente su nariz.
Una anciana hindú estaba masticando un gran trozo de azúcar negra.
—¿Ukusaka kujeza sukari? (¿Te gustaría probar algo de azúcar?) — le pregunté a Mubofu.
Movió vigorosamente su cabeza asintiendo, de modo que cambié una moneda de cinco centavos por un trozo de azúcar grande como un puño. Para mi disgusto, tenía una gran cucaracha embalsamada adentro.
—Kah, Mubofu, heh hay un dudu dentro.
El chico no estaba perturbado por ello y dijo:
—Bwana, ¿te sería molesto sacarlo?
Mientras caminábamos por el pueblo, cada vez estaba más erguido y apenas si movía la cabeza en lugar de hacer su acostumbrada retahíla de preguntas. Traté de describir al hojalatero esforzándose por transformar latas de queroseno en toda suerte de enseres. Luego le hablé del zapatero hindú, cuyos dedos del pie le eran casi tan útiles como los de la mano. Viniendo hacia nosotros por el centro de la calzada, vestidos con los colores más alegres, había un grupo de somalíes. A su paso iban escapando varios perros famélicos y atléticos pollos. Detrás de nosotros, sonó una bocina. Di un tirón a Mubofu y apenas tuve tiempo de sacarlo del paso de una destartalada camioneta, conducida por un árabe. Estaba sobrecargada de africanos y de una variada carga, que incluía una cabra de aspecto deprimente. Mubofu se estaba chupando los dedos. El azúcar había desaparecido con una velocidad sorprendente.
—Kah, Bwana, ahora sé dónde estamos. ¿No estamos cerca del mercado? Fíjate, siento el olor de pieles de vaca. Yah, y hay olor a manteca.
—Amigo mío —le dije—, debes saber que no es la costumbre de los europeos comer manteca como esa.
Miré con disgusto una calabaza llena de una sustancia brillante, semifluida, que mi nariz clasificaba como pariente cercano de alguna variedad rancia de queso.
—Heh, Bwana, hace mucho calor —dijo el muchachito.
—Bueno, ven y siéntate a la sombra —dije—. Pues bien, delante de nosotros está la gran Kamisa (Catedral anglicana).
Mubofu se sentó en el último escalón dando la espalda a la puerta abierta de par en par detrás de nosotros. Se restregó cuidadosamente las manos en el viejísimo harapo que era su única vestidura. Por un instante, se quedó escuchando y frunciendo la nariz, tratando de atesorar todas las impresiones que pudiera y luego, con voz algo tímida, dijo:
—Bwana, explícame qué aspecto tiene esta gran Kamisa.
Nos dimos vuelta y miramos hacia adentro. Estaba muy tranquilo y nuestras voces resonaban dentro del edificio.
—Bueno, no tiene un techo plano como las casas comunes de la gente, sino que tiene una cúpula, con una forma parecida a tu cabeza y las paredes son muy altas. Sí, aunque seis hombres se pararan uno sobre los hombros del otro, apenas si alcanzarían a tocar el techo.
—Heh, debe llegar casi a las nubes, Bwana.
—En medio del edificio, Mubofu, hay muchos asientos como para seiscientas personas y más allá está el lugar donde cantan y predican.
Mubofu asentía con la cabeza a medida que cada parte era descrita. Yo miré por la gran puerta abierta. Le moví suavemente el mentón hasta ponerlo en dirección a un cercado de espinos, del otro lado de la vía, y le dije:
—Más allá, Mubofu, hay un lugar donde están enterrados muchos soldados que lucharon para liberar a Tanganica de los alemanes. Un poco más al norte está el sendero que usaban los árabes cuando llevaban esclavos a la costa para venderlos.
El cieguito escuchaba muy seriamente aquella parte de la historia. Yo observaba cómo tres lagartos corrían pared arriba, cuando mi pequeño compañero preguntó súbitamente:
—Bwana, ¿la gente puede ver en el cielo?
Por un instante, la pregunta me tomó desprevenido.
—¿Pueden, Bwana?
—Claro que sí, Mubofu. ¿Acaso no dice la Palabra de Dios que “verán su rostro”?
—Léeme eso, Bwana.
Extendió su mano y yo lo guié a través de la catedral hasta el púlpito donde había un Nuevo Testamento en chigogo. Di vuelta a las páginas.
—Bwana, ¿puedes sentir que Dios está aquí?
Moví la cabeza asintiendo, sin recordar que no podía verme.
—Seguro que sí, y Dios siempre está cerca de los que pertenecen a su familia. Pueden hablarle en cualquier momento, y él les habla por medio de las palabras del Libro de Dios acerca del cielo. Fueron escritas por un hombre llamado Juan, que era uno de los amigos de Jesús cuando él anduvo sanando a la gente ciega y enferma. Aquí está la página, aquí están las palabras, Mubofu. “Y Dios enjugará todo lágrima de los ojos de ellos; y no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”. Eso es lo que dice sobre el cielo.
—Bwana, léemelo de nuevo.
Lo hice y en voz muy apagada, dijo:
—Jiih, Bwana, ¡si al menos pudiera ir al cielo! Porque soy muy pequeño y ciego e inútil, ¡puedo hacer tan poco!
—Escucha, Mubofu. Lo que importa no es lo que tú hagas. Es lo que hizo Jesús el Señor. Él murió para que tú pudieras ir al cielo, para hacer lo que tú no hubieras podido, por mucho que lo intentaras. Él pagó el precio de tu libertad.
Canté suavemente:
Otro precio imposible fue
Por salvar al pecador;
Sólo él pudo la puerta abrir
Y hacernos al cielo entrar.
—Ya lo veo, Bwana. El pagó el wulipicizo (precio de libertad).
—Sí, es exactamente eso, Mubofu. Sí, aquí, en este mismo lugar, años atrás había esclavos, pero ninguno podía comprar su libertad. Para nosotros hay una esperanza, porque Jesús, el único Hijo de Dios, murió para sacarnos de otra clase de esclavitud.
Mubofu volvió a asentir con la cabeza.
—Bwana, ¿estás seguro que eso también es para mí?
—Así debe ser porque Jesús dijo: “El que a mí viene, no le echo fuera”, por ninguna razón.
—Pero Bwana, ¿qué debo hacer yo? ¿Cómo puedo decirle que quiero mucho llegar a ser de la tribu de él?
—Todo lo que debes hacer para comenzar a andar en el camino al cielo es pedir a Jesús que sea tu Bwana, tu Señor. Entonces él entrará a tu vida y con él viene la vida eterna, y el pecado y sus frutos se van. Esos no tienen lugar en la casa de tu vida cuando el Hijo de Dios está allí. Él te ofrece el don de la vida para siempre y la luz, no para tus ojos ahora, sino para tu alma.
El muchachito negro extendió ambas manos en la forma en que en su tribu reciben un huésped bienvenido. Dijo:
—Mulungu umulungulungu mbochere (Dios Todopoderoso, recíbeme).
El sol ya se iba poniendo en el horizonte y la luz del atardecer se deslizaba por una angosta ventana. Desde mi lugar podía ver al muchachito con su rostro iluminado. No podía ver el horror de sus ojos vacíos, pero podía ver toda la hermosura de su sonrisa. Me pareció que aquel negrito había tenido mucha razón cuando dijo que allí Dios estaba muy cerca. Permanecimos en silencio por un instante y entonces él dijo:
—Bwana, ¿no quieres hablar a Dios?
Así fue como, en el idioma del África hablamos juntos al Todopoderoso y entonces, silenciosamente, nos dimos vuelta e hicimos el camino por el pasillo entre banquillos de tres patas hasta la puerta de la gran catedral. Yo estaba a punto de pisar el primer escalón cuando miré hacia abajo. Mi pie se detuvo en el aire. Apreté a Mubofu por el hombro.
—Quédate completamente quieto —le ordené—, quédate exactamente donde estás, no muevas la cabeza.
Sin decir una palabra, el chico obedeció. Tomé uno de los banquillos, lo levanté y lo arrojé con todas mis fuerzas. ¡Crash! Golpeó en los escalones. Metí al muchacho nuevamente dentro de la catedral y miré por la puerta. Allí, retorciéndose pero con su espalda quebrada, yacía el cuerpo de una cobra.
—¿Qué era, Bwana? — preguntó Mubofu.
—Nzoka (una víbora) —contesté—. Si hubieras dado un paso más, Mubofu, quizás ya estarías en el cielo.
—Kah —dijo el chiquillo—, Bwana, quizás el Señor Jesús tiene algo para que yo haga, así ciego como soy.
Capítulo 3: Telegramas Y Tragedias
El navío de mil toneladas navegaba haciéndonos sentir molestos y todos a bordo se sintieron más que agradecidos cuando desapareció la línea azul de la costa de Tanganica. Era muy difícil entender que estábamos en pleno centro del África y que, sin embargo, estábamos totalmente rodeados de agua. Era la última etapa de mi viaje alrededor del lago Victoria Nyanza.
Se me acercó uno de los oficiales de la nave.
—Doctor, me parece que vamos a llegar con unas tres horas de atraso. Eso significa que usted perderá el tren y que no habrá otro por varios días, de modo que usted tendrá algunos días de vacaciones adicionales y una buena oportunidad de conocer la vieja ciudad de esclavos de Mwanza. Trate de conocer la bahía donde el gran misionero Alejandro Mackay construyó el navío en que viajó por Uganda.
Llegamos muy pronto a donde veíamos el colmado muelle, con la hilera de palmeras a lo largo de la costa y los blancos edificios de la población en el fondo. Estaba recogiendo mi equipaje cuando vino un africano y me alcanzó un telegrama. Pues bien, los telegramas me hacen sentir incómodo. Al abrirlo, leí:
“Epidemia de sarampión en progreso. Treinta muertos en aldeas cercanas. Regreso suyo urgente”.
Contratando con rapidez tres wapagazi (changadores), me dirigí a la estación ferroviaria a una velocidad que ellos consideraban ridícula. Llegué para encontrar que no había actividad alguna en la estación. Me encontraba a quinientos kilómetros del lugar donde me necesitaban con urgencia. El tren de pasajeros había salido dos horas antes y no había otro hasta dentro de tres días. Miré hacia el este. Más allá, en las llanuras centrales, una epidemia hacía estragos y los niños morían, mientras parecía que yo no podía moverme de allí. Había una sola cosa para hacer: explorar toda posibilidad de viajar aquellos quinientos kilómetros.
Fui a ver al jefe de la estación, un hindú alto, de turbante, con barba oscura. Parecía profundamente interesado en la vista del agua azul y las islas verdes, que estaban enmarcadas en las pintorescas ramas de un gran árbol.
—Jefe, ¿no es posible encontrar otra forma de transporte hasta Dodoma?
Con un típico gesto hindú, sacudió sus manos desesperanzadamente.
—No hay tren de pasajeros; el transporte en servicio de camioneta es imposible.
—¿Y tren de carga? —pregunté—. ¿No puedo ir junto al conductor?
Sacudió su cabeza dubitativamente.
—Doctor, voy a averiguar sobre los trenes de carga.
Me quedé admirando el espléndido edificio de dos pisos que señalaba la estación terminal de la línea desde el océano Índico a más de mil kilómetros. El jefe salió de su oficina e inclinándose dijo:
—Doctor, debo informarle que hay un tren de carga, pero que es muy incómodo para viajar, con muy mala suspensión y escasa velocidad. Sin embargo, si usted está dispuesto a sufrir esos inconvenientes, puedo hacer arreglos para su viaje.
Así fue como aquella tarde, provisto de un farol, una cesta con mangos y medio kilo de bizcochos, me acomodé como pude en aquel tren de carga.
Con un sacudón el tren avanzó pesadamente por su vía de trocha angosta, marcada por durmientes de acero, tan necesarios para quitar el almuerzo a las hormigas blancas, coleteando ruidosamente detrás de nosotros. Miré hacia atrás, en las tinieblas; zigzagueando por centenares de metros se veía un surco brillante de chispas que salían del motor alimentando a leña. Era inútil tratar de leer. El farol se sacudía violentamente. Me recosté en mi asiento sólo para despertarme con un golpe cuando la lona del asiento, que aparentemente no era de los más nuevos, cedió repentinamente bajo mi peso. Tambaleando, me puse de pie y en ese momento, con un desparramo de brasas, el tren se detenía en una estación. Vi faroles que eran sacudidos y el parloteo de voces.
Caminé a lo largo del tren en el fresco de la noche, estirando las piernas y gozándome con la quietud. En otra parte del tren estaban descargando mercadería a la luz de faroles. Luego oí una voz detrás de mí.
—Perdón, Bwana doctor.
Miré y vi un alto askari africano y al conductor del tren.
—Bwana, ¿no querrá usted ir hasta la estación? —preguntó el policía en swahili—. Hay un muchacho abandonado, echado en el suelo y no está respirando muy bien.
Sospeché que aquella era una manera amable de informarme que esa persona, quienquiera que fuese, estaba muerta. Fui a verla y encontré a su lado a un viejo amigo, un tal Lubeni, que provenía de una región a centenares de kilómetros.
—Bwana, vive muy lejos de aquí —dijo, usando el idioma a que estaba más acostumbrado—. Primero tuvo sarampión y luego fue mordido por una hiena. El brujo lo trató por muchos días y luego fue enviado por nuestro jefe a uno de nuestros hospitales misioneros, pero se desmayó por el camino y lo encontramos abandonado en el matorral. Estaba exhausto y, yah, ¡qué olor tiene su brazo! Por eso lo traje sobre mis espaldas, confiando poder colocarlo en el tren. Y, bueno, se ha desvanecido y ahora me dicen que tú estabas en el tren.
Me incliné sobre el muchacho y sentí su pulso muy débil; apenas si estaba vivo. El brazo estaba en terrible condición. Lo colocamos sobre una estera nativa y, con la ayuda del policía y otros, lo llevamos hasta el tren. Tuvimos una pequeña discusión, que no fue del todo amable, con el conductor. No estaba dispuesto a llevar a otros pasajeros, especialmente enfermos, en su coche. Sin embargo, pasamos el trance y cuando el tren siguió su viaje serpenteando por el camino, no sólo iba a bordo nuestro paciente, sino también Lubeni.
—Bwana, ahora puede tragar —dijo éste.
Llenamos un tazón con leche y glucosa. El maestro africano lo colocó en los labios del muchacho. Trago a trago lo fue tomando a pesar de los saltos y el traqueteo del tren. Si el ruido había sido molesto antes, ahora parecía intolerable. Suspiraba por tener la quietud y, aunque más no fuera, lo más elemental de un hospital. Del lado de afuera, las tinieblas nocturnas parecían hablar de la esperanza del sufrimiento africano. Pensando en los días y noches que él había estado en aquel viaje, en su agonía y desesperación, cargué la jeringa con una droga que aliviaría su dolor y se la inyecté. Diez minutos después, un suspiro salió de sus labios.
—Bwana, se me ha ido el dolor —me dijo.
Pocos momentos después, dijo en voz muy débil unas pocas palabras que no pude entender, pero que Lubeni me explicó:
—Dice que es suficiente, que aun tiene sed.
Me alentó mucho aquella mejoría y le di otra copa. Al llegar la aurora, parecía haber un verdadero progreso. El muchacho se sentó y me agradeció por lo que había hecho, pero yo podía ver que estaba completamente exhausto. Cuando el tren alcanzó otra estación, conseguí agua caliente del motor y vendé su brazo. No era un trabajo atractivo. Nos ingeniamos para conseguir un par de esteras y una sábana de algodón por las que pagamos tres chelines.
Durante todo el día, el tren siguió su camino, deteniéndose en cada estación, al parecer por horas. Hacía un calor insoportable. Las paredes de hierro del coche lo transformaban en un infierno. Tomamos té y dimos un poco al muchacho. Todos estábamos tan cansados que era imposible mantenernos despiertos. Sin embargo, era imposible dormir por el calor y las moscas. El conductor era cada vez más hostil, y me temía que íbamos a tener problemas con él. Llegó el atardecer al que pronto siguió la oscuridad. Tomé el pulso del muchacho y levanté las cejas. Lubeni se me acercó. Con la mano tapándome a medias la boca le hablé en el oído lo más fuerte que me atreví.
—Es apenas un golpecito; apenas si podremos salvarlo. ¿Lo vigilarás y me llamarás si hay algún cambio?
El africano asintió.
Me senté en el piso contra la ondulante pared del compartimiento y me hundí en un profundo sueño lleno de pesadillas. Mis sueños tenían algo del horror de las actividades de los hechiceros. Me desperté súbitamente temblando de pies a cabeza. Lubeni tenía su mano sobre mi hombro.
—Bwana, creo que por fin está descansando.
Entre los dos, lo acomodamos lo mejor posible.
—Lubeni, ¿sabe el muchacho algo de Dios y del Camino de Vida? —pregunté en un susurro.
El africano sacudió la cabeza.
—No creo que comprenda, Bwana. Aún está demasiado enfermo para escuchar. Además, viene de un país donde adoran a sus antepasados y saben poco de Jesús y del Camino de Vida. Fue por eso que dejé mi casa y mis parientes en las montañas Uluguru y me vine aquí, al oeste, para poder contar a esta gente acerca de Jesús—que ha hecho de la vida algo que vale la pena.
Estuvimos en silencio un rato hasta que el tren se detuvo. De la parte del motor se oía un flop, flop, flop de leña que era cargada en el ténder. Más allá, entre el matorral, se oía el ruido de los palos y del golpear rítmico de un tambor en una aldea africana y luego el aullido agudo de un chacal.
A la luz del farol, vi que habíamos llegado a una estación a unos cien kilómetros de donde podíamos bajar para ir al hospital, pero apenas el tren se puso en movimiento sentí que el pulso del muchacho se apagaba y se detenía. Habíamos llegado tarde. Miré a Lubeni.
—Ya es demasiado tarde. Si por lo menos hubiéramos llegado a tiempo...
Cuando el tren llegó a la próxima estación, dejamos todo lo que quedaba de aquella tragedia de la vida africana, envuelta en una sábana barata. Pero yo sabía que delante de mí había semanas de frenética actividad que podían significar la salvación de decenas de otros enfermos con los medios más simples y muy baratos.
Capítulo 4: El Primer Cuadro
El expreso de Tanganica avanzó en la noche. La aridez del matorral y los macizos de granito eran suavizados por las estrellas. La única luz era el amplio camino abierto por el foco de la máquina. Me puse de pie mirando hacia afuera. Brillante bajo la protección de un espino había una hiena que mordisqueaba los huesos de una gacela, probablemente el producto de caza de un león. Más tarde, el farol iluminó un claro de la selva. Había tres jirafas. Fácilmente podrían haber sido el equivalente africano de la historia de los tres osos. Había una grande, una mediana y una jirafa bebé. Tan pronto como aparecieron, se fueron y el tren prosiguió su camino hacia Dodoma, capital de las provincias centrales.
Vi algunas luces que aparecían a un kilómetro y medio o dos. Era el pueblo. Esta vez el farol, con su dedo blanco, se posó sobre un macizo de árboles de mango que crecían junto al lecho seco de un río. Por un momento, tuve la visión de la cúpula de la catedral y pensé en mi aventura allí con Mubofu. A la hora, el tren había reducido la velocidad y casi se arrastraba por Dodoma. A la luz de la estación, veía a mis ayudantes, Daudi y Sansón.
—Mbukwenyi (buenos días) —los saludé dándoles la mano a la manera africana.
—¡Kah! Bwana, wajina (has engordado, señor) —dijeron contentos.
La costumbre indica que eso es lo más amable para decir a una persona que ha estado de vacaciones.
Cuando íbamos al auto, oí las noticias del hospital.
—Yah, Bwana —dijo Daudi—. Es un asunto feo, muy feo realmente. Hay chicos muriéndose por todo el país. Es muy poco lo que podemos hacer. Realmente necesitamos tu ayuda.
—De inmediato haremos un plan de campaña —respondí.
Sansón hizo sonar la bocina del auto, que pareció cobrar vida y hacer ruido como un aeroplano.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, ahuecando las manos y gritando.
—Se ha caído el caño de escape, Bwana —chilló Sansón—. Confiamos encontrarlo en el camino de regreso.
Hice una mueca, mientras nos alejábamos de la ciudad con sus idas y vueltas. Mis ayudantes africanos charlaban. Me contaron cómo crecía la cosecha de maní, de las vigas del techo del laboratorio que habían sido comidas por las hormigas blancas y de la enfermera del hospital que había huido para casarse.
Eran las tres de la mañana y su entusiasmo se apagó cuando el viejo coche abrió su paso en el sendero del matorral. La aparición de ojos de toda clase de habitantes de la selva era suficiente para mantenerlos despiertos. Sus cabezas comenzaron a moverse. Estábamos subiendo una colina. Bajo las ramas de un gran baobab, que se extendían como un esqueleto, se distinguía una típica casa africana. Parecía una página cortada del libro de Stanley “Cómo encontré a Livingstone”. Cuando llegamos a ese lugar, vi una figura que se destacaba en las sombras y corría sacudiendo los brazos hacia el camino. Detuve el auto.
—Bwana, ¿no pueden entrar y ver a mi hijo? —oí que decía una voz—. Tiene ihoma (enfermedad que apuñala).
Es la forma pintoresca que usan en África para describir el dolor de la pleuresía. Fui a ver al muchacho con la luz de un farol. Medio dormido, Daudi fue conmigo.
—¿Qué lugar es éste, Daudi?
—Es una aldea llamada Manhumbulu, Bwana.
Reconocí el nombre, mencionado con frecuencia por Stanley, cuando debió enfrentar a jefes que le exigían piezas de tela, antes de permitirle seguir su viaje. De entre las tinieblas se oyó la voz de Daudi.
—Este hombre es el jefe. Bwana, un hombre de mucha influencia.
Habíamos llegado a la casa. Nuestro guía iba adelante.
—¿Hodi? (¿Se puede?) —llamé de fuera de la casa nativa.
—Karibu (Adelante), Bwana —respondió un coro de voces.
Con la luz de mi farol vi un piso de barro rojo con paredes y techo del mismo color. Echado sobre un cuero de vaca y cubierto con una manta de algodón, estaba un muchacho. Tenía los ojos muy inflamados. Sus fosas nasales se movían y gruñía dolorosamente con cada aliento. Daudi le ayudó a sentarse. Golpeé su espalda con el dedo como lo hacemos los médicos. Se oía un ruido seco, de mal presagio, característico de la neumonía. Golpeé del otro lado: neumonía doble. Escuché con el estetoscopio. No había sombra de duda en cuanto al diagnóstico, ni del tratamiento que había recibido. En el pecho tenía una serie de cortes profundos. En cada uno de ellos había una masa que le había irritado e hinchado el pecho. No había duda alguna de que estaba sufriendo de neumonía, después de haber pasado por nuestro viejo enemigo, el sarampión.
—Es ihoma realmente y está muy mal. –le confirmé al jefe—. Lo llevaremos al hospital en el auto. Con la ayuda de Dios, lograremos que se mejore.
Sansón y Daudi entrelazaron sus manos, armando una silla portátil de emergencia para el paciente. Con cuidado lo llevaron al auto, cubierto con mantas que pudimos conseguir y con Daudi sosteniéndole la espalda. Sacando agua del radiador, disolví una píldora de morfina y se la inyecté. Decidí esperar diez minutos para que hiciera efecto antes de seguir camino.
—Muhawa (Grande) —dije al jefe—, ¿hay serenyeni en tu país?
—¡Kah! Bwana, muchos están enfermos y muchos han muerto.
—¿Podemos enviar ayuda y medicina del hospital?
—¡Heh! Mandaré a mis hombres para que ayuden a traerlas y obedecer tus instrucciones.
Mi paciente estaba adormecido cuando me deslicé en el auto y dije adiós. Delante de nosotros había un angosto lecho de río pavimentado, pero hecho de tal forma que si no se conocía el camino como la palma de la mano, uno se podía encontrar en él antes de notarlo y con un no pequeño golpe en la cabeza. Puse el coche en marcha y, lentamente y con cuidado enfilé hacia el camino. Aun así sentimos un salto y el camino desapareció repentinamente y nos encontramos envueltos en las tinieblas.
—Juh —gruñó Sansón— un fusible.
La oscuridad era oprimente. Parecía estrecharse sobre nosotros. La noche era silenciosa y quieta y se podían oír los quejidos del enfermo detrás de nosotros. Sansón había dejado el asiento delantero y estaba hurgueteando en la caja de herramientas.
—¡¡Yah!! —decía—. ¡Yoh!
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Heh, se me cayó el gato en el dedo.
Podía oír a Daudi conteniendo la risa en la oscuridad.
—Creo que fue en la caja de herramientas —dijo— que vi un escorpión.
—Yoh —dijo Sansón— es una lástima que no lo encontré antes de encontrar este fusible.
Cuando mis ojos se acostumbraron más a la oscuridad, pude ver una vaga silueta que se escurría bajo el tablero. De repente, se encendieron las luces para mostrar a una hiena a unos quince metros delante de nosotros. Respingó, saliendo del brillo de la luz. Volvimos a nuestros asientos.
—Yah, ¿no es cierto que es bueno tener luz de nuevo? —dijo Daudi.
—Si hay una cosa que he aprendido en mis vacaciones, es la necesidad de la luz. La luz proviene de las lámparas y, por encima de todo, del libro de Dios; la Biblia es llamada una lámpara. Dice: “Lámpara es a mis pies tu Palabra y lumbrera a mi camino”.
Al tomar una curva vimos en el medio del camino a un leopardo con dos cachorros. Desaparecieron rápidamente en el matorral. Apenas los habíamos perdido de vista cuando, cruzando el lecho de otro río seco, los focos mostraron a un león de melena oscura cruzando tranquilamente el camino.
—¡Yah!, esta noche todo el mundo ha salido a caminar —dijo Daudi.—
Sansón encendió una luz y se sacó un zapato. Con un ojo en el camino y otro en él, observé lo que hacía. Sacudió de su mano un insecto de feo aspecto, aplastado entre su índice y su pulgar.
—Yah, dudus —dijo.
En Tanganica, todo lo que se arrastra es un dudu.
—Ya ves lo que quiero decir —continué—. Sin la luz Sansón no hubiera capturado ese dudu; sin la luz hubiéramos atropellado a la hiena, los leopardos y el león, pero con la luz, no sólo vemos adónde vamos sino que también podemos distinguir y evitar a esos animales. Bien dijo Jesús “Yo soy la luz del mundo” y estamos del lado bueno cuando tenemos la Luz con nosotros y usamos su Libro, no sólo alguna que otra vez, sino como nuestra lámpara a través de la vida.
—Sí, Bwana —dijo Daudi y entonces volvió a oírse su voz: —¡Miren allí!
Hablaba en voz alta, señalando un punto luminoso en lo alto de una colina. Estábamos a la vista de nuestra casa.
Anduvimos hasta un grupo de baobabs y el punto luminoso desapareció. Escondido en el verde del follaje, el camino estaba lleno de curvas cerradas y pasaba por entre una aldea de chozas de barro. Delante una de ellas había un grupo de hombres danzando en línea frente a una fogata. Los grandes tambores golpeaban con un extraño y frenético ritmo. En la sombra, un grupo de hombres cantaba una monótona música fúnebre, y acompañaban su canto con el sonar de cascabeles. Daudi se inclinó hacia mí.
—Kah, Bwana —dijo con voz apagada—, kah, éste es un lugar de maldad. Ciertamente que es llamado Chibaya (lugar de perversión). ¿Acaso Chikoti, el jefe, no es el hombre más malo del lugar? Y está lleno de orgullo. Anda en un asno blanco y usa un chaleco adornado con plata. Solo piensa en robar y aun en matar.
—¿Y no es en esta aldea que vive Mubofu?
—Sí, Bwana, allí vive—. Señaló con su mentón hacia una choza arruinada al fin de la aldea—. Me temo que le haya pasado algo malo a ese chico.
El camino se curvaba alrededor de un matorral.
—Kah, Bwana —dijo Sansón—, éste es un lugar malo, un lugar donde uno se pierde muy fácilmente en la oscuridad. Vaya, desde aquí no se puede ver la luz del hospital en la colina.
Al rato, nos sentimos agradecidos cuando la parpadeante luz volvió a aparecer. Pasamos a través de campos de mijo y maíz y subimos la larga colina hasta el hospital.
Pronto nuestro paciente fue puesto en cama y yo me deslicé bajo un mosquitero para gozar de dos horas de sueño antes de comenzar un plan de contraataque contra aquella amenaza a la vida infantil de Tanganica: una epidemia de sarampión.
Capítulo 5: Planes Y Demostraciones
Me encontraba en la maternidad del hospital, mirando por la ventana que daba a las planicies que se extienden hacia el norte por centenares de kilómetros.
—Hermana (así llamábamos a las enfermeras blancas)— dije. Ella levantó los ojos del bebé recién nacido que estaba bañando—. ¿Qué ideas tiene para afrontar esta epidemia de sarampión?
—Parece que hubiera una sola cosa que hacer —contestó, con el alfiler de gancho en la mano—, porque todo es asunto de vida o muerte para centenares de niños. Usted hará lo que pueda en las aldeas, organizando el ataque a la epidemia y yo haré lo que pueda para llevar adelante la sección maternidad del hospital.
Y quedamos de acuerdo de hacer lo que ella propuso. Volví a mi escritorio y preparé los planes para el ataque. Casi los había terminado cuando oí la voz de Daudi diciendo “Hodi” a la puerta. Le abrí. Se sentó en un banquillo de tres patas y yo tomé un trozo de papel.
—Este es el diagrama en borrador, Daudi. Primero, debemos preparar espacio en el hospital para los niños, para una cantidad grande.
—Y también, Bwana, preparar lugar para las madres, las abuelas y los parientes. No olvides que mucha de esta gente ha oído historias terribles de lo que tú haces a los pacientes en el hospital. De cómo los abres con tu cuchillo, mientras están dormidos y les sacas pedazos del cuerpo para transformarlos en medicina y vuelves a coserles el cuerpo para que no se sepa lo que has hecho. Puedes estar seguro, Bwana, que las madres no permitirán que sus hijos se queden en el hospital a menos que puedan vigilar cuanto ocurre.
—Bwana, si tú tratas de impedírselo, se negarán a venir y los chicos se morirán.
—Pero, Daudi, si las dejamos entrar, van a alimentar a los niños con comida indebida. Los sacarán de la cama con temperatura alta y quizá pondrán a los chicos en el suelo y ellas mismas se acostarán en las camas. Ya hemos visto que eso ha ocurrido varias veces.
—Bwana, nuestros ojos estarán pendientes para vigilar que esas cosas no ocurran. Por cierto será mejor tener algunos problemas que dejar que se mueran muchos chicos.
—Está bien, pero ya veo que tendremos muchos problemas.
—Jiih, pidamos a la madre Sechelela que nos ayude. Tiene una lengua fuerte y una gran habilidad para tratar con las mujeres. A la vez, tiene un corazón muy tierno y les habla de la Palabra de Dios de la manera correcta.
—Está bien, todo arreglado. Ahora bien, mientras seguimos planeando el trabajo del hospital, debemos dar al personal instrucción especial sobre el sarampión, cómo la gente lo esparce y cómo se debe tratar adecuadamente. Sin olvidarnos de los diversos problemas que el sarampión deja detrás.
—Así es, Bwana, debemos enseñarles qué decir a la gente de las aldeas, para que puedan enseñarle cómo actúan las medicinas.
—Muy bien, Daudi, te dejaré ese trabajito y yo me pondré a preparar unas conferencias para enseñar al personal sobre el sarampión, lecciones que no creo que olviden fácilmente. Avísales que estén todos al sonar el tambor a las saa nane (dos de la tarde).
Daudi asintió.
—Luego, después de esa enseñanza, tú y yo y algún otro de los enfermeros debemos ponernos a preparar medicinas por litros y tener todo nuestro equipo listo de modo que mañana podamos salir a comenzar la batalla contra el sarampión en las aldeas.
—Bwana, sería mejor que fuéramos esta noche.
—Pero, Daudi, ¿por qué de noche? ¿Por qué no podemos ir a las aldeas de día?
—No es bueno, Bwana. Si vas de día encontrarás a la gente echando a los pájaros de sus sembrados. Habrá unas pocas mujeres, pero no te dejarán ver a los chicos enfermos. Los meterán dentro de las casas y te dirán que todo anda bien. Pero si vamos de noche...
—Pero, Daudi, yo no quiero ir de noche. No me gusta andar a través de esa selva con un farol en una mano y un bastón en la otra. Las hienas me desagradan profundamente. Y además, estoy cansado.
—Bwana, debes ir. Tú no sabes lo que hace el sarampión, pero, lo verás esta noche y al mismo tiempo, si los chicos tienen neumonía, no impedirán que sean trasladados, porque sienten que de noche hay menos posibilidad de que sean hechizados.
—Está bien, entonces, iremos esta noche, pero llevemos al maestro Mika con nosotros. Es un hombre sabio. Ahora, no te olvides: todo el mundo a la sala de conferencias cuando se oiga el gran tambor.
***********
—Nihanya (Buenas tardes), Bwana —dijo un muchachito sentado a la sombra de una choza de pasto, con forma de panal, que era la sede de nuestro tambor.
—Misaa —respondí—, ¿sabes tocar el tambor?
—Yah, ¡si sé tocar el tambor! Bwana, por muchos días he esperado la oportunidad de tocar ese gran tambor.
—Ahora te ha llegado —le dije—, tócalo.
Lo seguí dentro de la choza de forma de panal, que era tanto nuestro campanario como nuestra emisora.
—Tócalo de modo que la gente del hospital venga.
Asintió y entonces, con las palmas de las manos, le sacó una nota profunda al tambor que era más grande que él. Por experiencia, yo sabía que el tambor podía oírse a cinco kilómetros. El sol estaba muy caliente, y todos estaban descansando durante la pausa del mediodía. En busca de fresco, Daudi se había echado sobre el piso de concreto en la galería del consultorio externo. Se sentó. Sansón apareció bostezando, del dispensario, mientras que Kefa surgió del lado sombreado del gran baobab. Fuimos juntos a la sala de conferencias y pronto estaban sentadas allí la docena de personas a quienes había convocado. Sin embargo, el tambor seguía sonando. Miré a Daudi, éste hizo un gesto y salió. Un minuto después el tambor quedó en silencio y Daudi volvía jadeando.
—Yah, Bwana, si no le hubiera dicho que se detenga, hubiera seguido golpeando el tambor por una hora.
Todos sonrieron ante este comentario.
Los jóvenes varones se sentaron en fila en un lado, y detrás de ellos, las enfermeras africanas. Hilda, la esposa de Daudi, tenía a su bebé en la espalda. Las enfermeras estudiantes estaban aprendiendo a tejer y hacían varias y diversas vestimentas con agujas que ellas mismas fabricaban. Una de ellas, más experta que las otras, estaba levantando cuidadosamente un punto que se había escapado, con una aguja de inyecciones ya en desuso. Comencé mi discurso.
Delante de mí había una calabaza africana con tabaco y un gran bizcocho seco.
—Kefa, quiero que te comas ese bizcocho.
—Yah, ¿tiene algo de malo, Bwana?
—No, es un bizcocho bueno, pero te he elegido porque estornudas muy bien.
Todos se echaron a reír. Bastaba con que Kefa oliera una pizca de tabaco para que se lanzara en una serie de violentos estornudos. Según era la costumbre, se metió todo el bizcocho en la boca y lo masticó.
—¿Te agrada el sabor? —pregunté.
Murmuró algo completamente imposible de oír, pues su boca estaba muy llena. Tomé el recipiente de rapé, me coloqué un poco en la uña del dedo y lo pasé por delante de la cara de Kefa. Una mirada de agonía apareció en su rostro, sus mejillas se hincharon, sus ojos brillaron por un momento, su cabeza se movió para atrás una a dos veces, apretó violentamente su labio superior, pero nada podía detener aquel estornudo. Involuntariamente, todos los presentes quedaron rociados de bizcocho. La sala quedó llena de finas partículas de bizcocho seco.
—Bwana, lo siento, yo ... —dijo Kefa. Volvió a estornudar. —No pude evitarlo—. Nuevo estornudó. —Es culpa tuya, es el ...
Una nueva explosión de risa interrumpió su frase.
—Gracias, Kefa —respondí— has hecho todo lo que quería de ti.
Y mirando al personal, dije:
—Ustedes han visto la demostración.
—Yah —dijo Daudi— ¿por qué lo has hecho, Bwana? Es cosa desagradable eso de estornudar comida por toda una habitación.
Daudi se mostraba muy molesto. Sansón se limpiaba el uniforme blanco con un pañuelo.
—Quería mostrarles —expliqué— el peligro de un estornudo. Ustedes se sienten molestos y con razón, cuando hay partículas de comida desparramadas encima de ustedes.
—Yah —dijo Daudi.
—Pero recuerden que cada vez que uno estornuda, desparrama miles y miles de gérmenes de toda clase hasta cinco metros de distancia.
—Kah, no lo sabía —dijo Kefa.
—No, pero ahora nunca lo olvidarás —respondí— y una tos es igual de peligrosa, salvo que el que tosa se cubra la boca.
—Jiih —dijo Kefa—, si me hubiera cubierto la boca, las migas me hubieran salido por las orejas.
—Yah —se rió Sansón— Kefa se veía muy divertido, Bwana, con su boca muy llena de bizcocho, los ojos desorbitados y un estornudo que no podía detener.
El buen humor se había restablecido y todos se reían.
—Escuchen, amigos —dije— no es para entretenerlos y gastar bromas a Kefa que los he reunido, sino para explicarles la razón por la que se esparce el sarampión. Pues bien, el sarampión no es un germen, sino algo más chico; es un virus, algo que ni un microscopio puede ver. Un niño lo tiene en la garganta, estornuda, tose y, ya está, otros niños pueden caer con la misma enfermedad. Por lo tanto, enseñemos a la gente a aislar a los niños enfermos para que no desparramen el mal a toda la familia como un fuego en un maizal seco.
Fui hasta una caja en el rincón de la habitación y saqué una botella de medicina amarilla, una botellita de gotas para ojos y una botella de vinagre con un rótulo de una calavera y dos tibias, con inscripción en tres idiomas.
—Estas son nuestras principales medicinas para atacar el sarampión. La mezcla amarilla es para la tos, para suavizarla y hacer bajar la temperatura. Las gotas para los ojos, naturalmente, son para poner en los ojos de los niños; les sacarán el enrojecimiento y salvarán la vista de muchos. Y la medicina de la botella más grande es especial. Es dos cosas a la vez, un linimento para frotar el pecho y dentro tiene una sustancia llamada mentol, que refresca la piel y al mismo tiempo, su aroma alcanza la nariz del niño y ayuda allí.
—Entendemos, Bwana.
—Habrá cuatro equipos, de tres personas cada uno. Daudi dirigirá uno y tendrá un termómetro.
Me dirigí a mi principal ayudante y le dije en inglés:
—Y si rompes este termómetro, joven, nos veremos en problemas. Nos quedan sólo siete en el hospital.
—Yah, —dijo Daudi—, lo voy a cuidar mucho, Bwana.
Volviendo al idioma del lugar, continué:
—El líder anotará en un cuaderno todo lo que hagan, inclusive el pulso y la respiración de cada paciente.
Una de las muchachas me miró sorprendida.
—Yah, ¿qué es eso? —preguntó.
—Palpa tu muñeca —le indiqué— del lado del pulgar, no muy fuerte. ¿Qué es lo que sientes?
—Yah, hay algo que se mueve para arriba y abajo.
—Ese es tu pulso —le dije.
Rápidamente me dirigí a otra muchacha.
—El ritmo de respiración es la cantidad de veces que respiras por minuto ¿cuántas veces lo haces?
—Sesenta, Bwana, yah — contestó.
—Yah, —dijo Daudi— es la velocidad de un perro que ha corrido mucho sin beber.
—Vamos a probar, cada uno cuente su respiración — ordené, mirando mi reloj.
Hubo un profundo menear de cabezas y cuando yo dije: “Pare”, hubo varios resultados, entre catorce y veinte.
—Ahora a los que son líderes —ordené— si alguno respira más de treinta veces por minuto, pongan una cruz roja detrás de su nombre en el libro. Deben anotar el nombre de cada enfermo de sarampión. Escriban también la fecha, cuánta medicina se le dieron, si le ponen gotas en los ojos y si le frotan el pecho. Anoten su pulso, su temperatura, su respiración.
Daudi me miró con preocupación.
—Yah, Bwana, eso es mucho trabajo.
—Trabajo para salvar vidas —respondí—. Junto al líder habrá una enfermera para mezclar las medicinas. Llevará una botellita de medicina sobre su cabeza. El tercer miembro del equipo será el que se ocupe de los ojos y el pecho. Primero lava los ojos y luego le pone las gotas. Después frota el pecho y ...
Miré con aire interrogativo al personal. Respondieron al unísono.
—Se lava las manos, Bwana.
Asentí.
—Y Daudi, todos los líderes deben ver que los niños sean mantenidos en una parte limpia de la casa, lejos de los demás niños, que tengan mucha agua para beber y que ninguno de sus parientes golpee tambores, grite o haga cualquier cosa para mantenerlos despiertos.
Daudi asintió.
—Bwana, no sólo haremos todo eso, sino que les hablaremos las palabras de salud y verán que nosotros hacemos todo lo que podemos para salvar vidas, salvar ojos y traer alegría a los corazones tristes.
—Una cosa más —agregué—, antes de que se vayan, recuerden que no sólo debemos mejorar a la gente enferma, sino también llevar la buena noticia de un camino que hace salir de una enfermedad peor que el sarampión, una enfermedad que siempre mata, no a los cuerpos sino a las almas. Aprovechemos todas las oportunidades posibles para hablar de Jesús a la gente.
—Bwana —dijo Daudi—. Esta mañana he leído que Jesús dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he escogido para que llevéis mucho fruto”. ¿Y no somos como árboles Bwana?
—Lo somos, Daudi. Pero ¿qué utilidad tiene un árbol de mango si sólo tiene hojas?
—Yah, no se pueden comer las hojas —dijo Daudi.
—Daudi, ¿cuál es el valor de la palma bananera?
—Se puede usar para envolver paquetes, Bwana, y las hojas sirven como sombrillas de emergencia, pero yah, lo que trae alegría a nuestros estómagos es el fruto.
—Recuerda —dije—, que Dios espera que todos ustedes aprovechen las oportunidades no sólo para ayudar a la gente que tiene sarampión, sino también para mostrar por lo que hacen y por la manera en que lo hacen que ustedes pertenecen al Hijo de Dios.
Capítulo 6: Reconocimiento
—Aquí estamos, Daudi. Tenemos seis termómetros y seis cuadernos adecuadamente preparados. Hay bastante preparado para la tos, como para atender a cientos de niños y gotas para ojos y goteros como para millones de ojos. Ahora bien, pon cuidado especial en esos “relojes de pulso”.
Estos eran versiones en miniatura de los antiguos relojes de arena, preparados de tal manera que ésta se escurriría de una parte a otra en exactamente medio minuto. Con ellos, nuestros equipos contra el sarampión podrían señalar cuál era el ritmo respiratorio o del pulso de sus pacientes, sin usar reloj pulsera o, como ellos preferían, despertadores. La principal ventaja de estos aparatitos sobre los relojes comunes era que no se les podía hurgar con un alfiler.
—Daudi, ¿tienes una idea general de nuestro plan de campaña? Quiero tener en total seis equipos para salir. Tú estarás a cargo de uno de ellos. Esto es lo que debes hacer. Irás a una aldea y si todo va bien, si el jefe y la gente están dispuestos a aceptar tu ayuda, escribirás en tu libro el nombre de cada uno que tiene sarampión. Tu trabajo será el de registrar todo. Tu segundo asistente tomará la temperatura y contará cuántas veces respira por minuto. Tu tercer asistente administrará la medicina como se lo ordenes y hará los tratamientos que le indiques. Tú también te ocuparás de ver que los pacientes sean bien atendidos. Probablemente tendrás que cambiar las cosas cuando veas cómo van yendo. Pero ése es el plan general, tal como está la situación por el momento.
De repente, pareció oscurecerse en el dispensario. Miré a través de la tela metálica de la ventana y vi una gran nube negra que surgía desde el horizonte. Súbitamente pareció partirse por un relámpago que fue seguido casi de inmediato por un trueno y luego una lluvia a torrentes.
Era imposible ver a través del campo. El agua se derramaba por el baobab de grandes hojas y grandes gotas caían de cada arista de los espinos con sus puntas de tres centímetros de largo. Apresuradamente, movimos las camas en el hospital para evitar las goteras del techo. Enseguida, todo el mundo corrió afuera para colocar fuentes, vasijas, jarras, cualquier cosa que pudiera contener agua de las cascadas que caían del techo. El trabajo de un minuto evitaba un kilómetro de caminata al pozo.
La lluvia terminó tan rápido como comenzó.
—Yah, cuando salgamos esta noche, Bwana –dijo Daudi, tendremos que caminar cinco kilómetros en el barro negro y luego otros cinco para regresar. ¡Kah!
El disgusto que puso en aquella última y típica expresión africana fue muy patente. Salimos aquella noche, con Daudi al frente. Yo lo seguía y detrás de mí el viejo y sabio maestro Mika. Mientras caminábamos cuidadosamente por las resbaladizas barrancas de un río seco, el anciano dijo:
—Bwana, en el tiempo de los alemanes, en la aldea donde ahora está nuestro hospital, en un mes murieron más de la mitad de los niños. No podíamos hacer nada.
—Yah, —dijo Daudi—, yo era un niño entonces y bien que lo recuerdo. Murieron mi hermano mayor y mi hermana, pero a mí me fue mejor.
—Sí, te fue mejor —repuso Mika– pero sólo porque tu madre era una mujer que creía en Dios. Se negó a que recibieras el tratamiento nativo y, bueno, aquí estás vivo.
—Jiih —dijo Daudi— tenía sólo tres años, pero aun puedo recordar el golpear de tachos y tambores, porque había ruido por todo la aldea, gente gritando, algunos para mantener a los chicos despiertos, otros porque sus hijos ya no despertarían más. Bwana, todavía puedo sentir aquellos tambores y tachos retumbando en mi cabeza.
—Entonces, escúchalos —dijo—, levantando el dedo.
Desde lejos, por sobre las llanuras, se oía un débil sonido. Para mí no significaba nada, pero para Daudi era el despertar de recuerdos que nunca podría quitarse.
—Yah, voy a vengar a mi hermano y a mi hermana, voy a vengarlos cien veces en esta epidemia.
—¿Qué quieres decir, Daudi?
—Bwana, voy a caminar hasta que mis pies no den más, voy a hablar hasta que se me hinche la lengua y, con la ayuda de Dios, salvaré muchas vidas.
El anciano que iba detrás de mí, dijo:
—Ten cuidado, Daudi, que eres joven y aunque has aprendido mucho, no debes olvidar que la gente escucha las palabras de los hechiceros y cree en ellas antes que en las del Bwana.
—Kumbe —dijo Daudi—, debemos usar toda la sabiduría que tenemos.
—Pero, ¿acaso no dice en el libro de Dios: “El que no tiene sabiduría, demándela a Dios”? —dijo el anciano.
—Esa es la idea —contesté—; nosotros no podemos afrontar los problemas solos. Podemos conocer una cura para el sarampión, podemos limpiarles la nariz a los enfermos, por lo menos, y evitar que los alcance la neumonía, pero necesitamos la ayuda de Dios para que nuestros planes sean sabios, para que nuestra forma de acercarnos a esta gente pueda ser amigable, sin enojo alguno.
Nos detuvimos, y en la tibia oscuridad de la noche tropical, breve y definidamente, pedimos al Dios Todopoderoso que nuestros humildes esfuerzos para entendernos con aquella plaga en el mundo infantil de la gran tribu de Tanganica central, no pudieran ser bloqueados por algún error de nuestra parte. Caminamos por quizá diez minutos, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Daudi, que iba al frente con un farol, escogía cuidadosamente el camino entre un macizo de arbustos aplastados. El espeso barro negro nos cubría hasta los tobillos y yo podía sentirlo metiéndose dentro de los zapatos y escurriéndose hasta los dedos. De repente, desapareció la luz delante de mí. Sonó un crujido y un sonido quejumbroso. Me detuve, encendí mi linterna y allí delante estaba Daudi, entre las ruinas de su farol. La débil luz de la linterna atravesó las tinieblas y lo que vimos en el suelo era cómico en extremo. La tormenta había excavado un pequeño canal hecho por la erosión, que ahora era de unos tres metros de ancho y tres de profundidad, y Daudi había pisado exactamente allí. Se quedó sentado, mirándome tontamente, aferrado aun al alambre del farol, que se había arruinado completamente. Detrás de mí, una voz dijo:
—¡Yah! ¡Yagwa! (Se ha caído).
Daudi levantó su vista hacia mí y se echó a reír.
—Yah, Bwana, estaba sumergido en mis pensamientos y mirando las estrellas y, Kah, me di un buen golpe.
Se levantó cubierto de barro negro y pegajoso, que le daba un aroma peculiar y no muy atractivo. Con dificultad, lo sacamos de allí e hicimos un rodeo.
—Bueno, Bwana —dijo Daudi— tú te enojaste mucho con el joven Kefa cuando rompió un farol, pero espero que no te enojarás conmigo. Porque, bueno, ese farol ya no sirve más.
—Estás perdonado, Daudi —repuse—, pero eso significa otros cinco chelines que saldrán de la cuenta del hospital, aunque en verdad creo que a ese farol ya había que darlo de baja.
Caminamos cuidadosamente cerca de un kilómetro más. Brillando delante de nosotros había una fogata y cuando nos acercamos pudimos ver las caras negras recortadas ante la luz parpadeante. Sentí helados escalofríos que me corrían por la columna. Como fondo, sonaba un horrible estrépito, el retumbar de tachos y el golpear de tambores sin más motivo que el de hacer ruido. Cuando nos acercamos a la fogata, los hombres se pusieron de pie. Mika era nuestro orador.
—Zosweru wenyu (Buenas noches) —dijo.
—Ale zosweru nyenye (Buenas noches a ustedes) —respondieron.
—Ha venido el Bwana —dijo Mika— para ayudar a los niños enfermos; trae medicinas.
Súbitamente una mujer pasó, como un relámpago, gritando, en un grito que acabó en una aguda nota histérica. Todo el mundo quedó quieto, mirándola mientras corría a ciegas en las tinieblas.
—Qué le pasa, Daudi? —pregunté en voz baja.
Se dirigió a uno de los hombres, habló unas pocas palabras y dijo:
—Bwana, han muerto tres de sus hijos en dos días.
El jefe se había puesto de pie.
—Si el Bwana puede ayudar a nuestros niños, recibiremos su ayuda.
Sonaba como un discurso seco y corto, pero yo sabía que ello significaba que nuestra primera barrera había sido superada.
Con una antorcha encendida recorrí la aldea. Las chozas de techo bajo y paredes de barro encerraban cada una, una tragedia. Fuera de una casa había una señora gimiendo. Me incliné a ella.
—¿Qué pasa, abuela?
—Yah, mis nietos ya no existen, todos ellos, todos ellos ...
Alrededor, podía ver sombras vagas que se movían.
—¿Qué están haciendo, Daudi? —murmuré.
—Bwana, no entierran a sus hijos; simplemente los llevan a la selva y los abandonan.
El terrorífico aullido de una hiena contestó mi pregunta aun no expresada y entonces vi mi primer caso de sarampión tratado a la forma africana. En la humeante atmósfera de una pequeña choza, seis pequeños se amontonaban en una estera, sus ojos llenos de derrames, sus narices congestionadas y uno de ellos respirando a una velocidad que mostraba claramente que estaba al borde de la neumonía. Además de ellos, había otros tres chiquillos, incluyendo al bebé, que aun no habían contraído la enfermedad.
—Rápido, Daudi, a trabajar.
Hicimos por ellos lo que pudimos. Se les dio el preparado para la tos, mezclado con un sedante tan fuerte como para que pudieran dormir a pesar del estruendo.
—Bwana —dijo Daudi en voz baja—, salgamos y simulemos alejarnos para ver qué ocurre.
Cinco minutos después de salir, espiamos por una rendija de la pared de barro. Dos de los chicos ya se habían quedado dormidos, con el sueño del que está exhausto. Una vieja estaba sacudiendo a uno. Se despertó con un salto. Al segundo, no lo pudo despertar, de modo que derramó agua fría sobre él y entonces lo arrastró afuera, a la brisa nocturna. Daudi emitió un estallido de palabras tan fuertes que la mujer desapareció y los chicos pronto estuvieron otra vez cómodos y durmiendo. Mika llegó con el jefe y le dimos instrucciones, prometiendo que al día siguiente, un equipo móvil llegaría para tratar a los chicos. Insistimos en que dejaran dormir a los chicos aquella noche y el jefe prometió que nuestras órdenes serían obedecidas.
Mis visitas a las varias casas significaron que siete pequeños en las primeras etapas de la neumonía fueran trasladados al hospital la mañana siguiente, como primera medida. Cuando me despedí del jefe, éste dijo:
—Bwana, damos una gran bienvenida a tu ayuda, pero en Chibaya, la próxima aldea, no querrán saber nada de ti ni de tus medicinas.
Nos acompañó unos cuantos metros y diciéndonos walamuse (adiós), volvió a su casa.
Capítulo 7: Derrota De Un Aliado
Inmediatamente delante de nosotros había un sendero muy bien marcado que llevaba directamente a la derecha.
—¿Adónde va ese camino? —pregunté.
—Bwana, ése lleva a Chibaya. Sólo se puede recorrer a pie porque pasa por algunos makolongo (arroyos) muy profundos.
—Vamos —dije—, ahora que estamos explorando la zona, vayamos a los peores lugares y veamos cómo es realmente Chibaya.
—Bwana —dijo Mika—, si yo estuviera en tu lugar, no iría. Allí hay gente mala. Han jurado que no tendrán nada que ver con tus medicinas.
—Razón de más para que vayamos –dije.
Sacudiendo la cabeza, el viejo africano, dijo:
—Bwana, eso abrirá la puerta a los problemas.
A la luz del único farol que nos quedaba, fuimos hacia la aldea hostil. Escuchamos un ruido en el matorral al lado del camino. Encendí mi linterna apuntándola hacia allí y vi a una hiena enorme que desaparecía de la vista. Cuando dirigí la luz hacia el lugar, noté que la batería estaba muy débil; después de moverla de acá para allá una o dos veces, disminuyó hasta un débil resplandor.
—Yah —dijo el viejo africano—, volvamos mientras haya luz. Por cierto que ya es tarde en la noche y tenemos un solo farol.
Pero habiendo ido tan lejos, no quería volverme atrás. Podíamos ver los fuegos de Chibaya y oír el retumbar de sus tambores.
—Yah, esa no es una danza buena, Bwana —dijo Daudi.
En el viento de la noche llegaba el olor de la cerveza africana. De un extremo de la aldea, llegaba el agudo grito de una mujer. El sonido era casi ahogado por el frenético retumbar de los tambores.
—Yah —dijo Daudi— éste es un lugar malo.
Al llegar hasta la fogata, saludé a los hombres que se habían ataviado cuidadosamente para la danza: barro en sus cabellos y diversas decoraciones en rojo y azul. El jefe, que estaba vestido con un largo ropaje flotante, que llaman kanzu, tenía puesto encima su famoso chaleco decorado que le había dado el nombre.
Estaba un poco borracho y parecía dispuesto a darnos problemas. Varios de los guerreros tomaron sus lanzas y palos y se pararon alrededor.
—Jefe, he venido para ofrecer mi ayuda si hay algunos chicos de la aldea que sufren del serenyenyi —dije.
—No hay enfermos en mi aldea —dijo Chikoti, con voz espesa— y además, no queremos tu medicina.
—¿Hay alguna ventaja en que la vida de los más jóvenes de tu aldea se pierdan? —pregunté.
—Koh —dijo el jefe—, no queremos la medicina del wazungu (hombre blanco). ¿No tenemos nuestros propios waganga (hechiceros)?
—Pero ¿qué de las mujeres? —dije—. ¿Acaso se gozan viendo morir a sus hijos? ¿Tienen que sufrir sin razón?
—Kah —dijo Chikoti violentamente—, ¿acaso las mujeres gobiernan la aldea?
Las cosas iban poniéndose definitivamente mal. Daudi me dijo en inglés:
—Bwana, es mejor que nos vayamos. Cuando hay mucha wujimbi (cerveza), hay poco sabiduría. Probemos otro camino. Esta sharu (discusión) sólo resultará en grandes problemas, Bwana.
—Tenemos medicinas poderosas para la tos, que pueden calmar el peor dolor —dije a Chikoti, asintiendo con la cabeza.
—Huh —dijo uno de los jóvenes que estaba cerca al fuego–no queremos las hierbas que tú cocinas.
Esta salida produjo un estallido de agudas carcajadas. Fui al extremo de la fogata y al hacerlo, noté las extrañas sombras que aquélla lanzaba sobre las paredes de barro de las chozas y pensé que tenían algo de fantástico y diabólico. Fui a recoger mi farol, pero antes de que pudiera llegar, un bailarín ebrio lo golpeó y el farol quedó estropeado.
Una vez más resonó la aguda carcajada de burla.
—Bwana —dijo el viejo maestro africano con ansiedad—, es mejor que encontremos nuestro camino a casa en la oscuridad que quedarnos en este lugar perverso. Están esperando una excusa para hacernos mal.
Trajeron un gran barril de cerveza y los bailarines lo bebían ruidosamente alrededor del fuego. Los tambores volvieron a retumbar, con algo de obsceno en el ritmo. Caminamos hacia las tinieblas, seguimos andando en la oscuridad, adivinando nuestro rumbo por medio de la Cruz del Sur, que estaba baja en el horizonte. Había nubes en el cielo y de repente pareció que las estrellas se iban y una oscuridad intensa y que nada bueno presagiaba nos rodeó. Luego la negrura cedió a súbitos relámpagos, mostrándonos a su blanca y fría luz los peligros del sendero que recorríamos. Parecía como si toda suerte de extrañas y peligrosas formas se agazaparan todo alrededor. Detrás de nosotros, en Chibaya, se oía el ruido de la risa rebelde y borracha.
—Yoh —dijo Mika—, vaya ¿no se estarán riendo de nosotros y de nuestra forma de orar y no se estarán riendo de Dios? Porque ¿acaso no siguen el camino de chaitani (el demonio)?
Por cinco minutos, caminamos por un sendero que cada vez era más rudo y luego Daudi dijo:
—Bwana, nos hemos perdido. Estamos fuera del camino y al parecer vamos de un arroyo a otro. Bwana, delante de nosotros sólo hay matorral espinoso y el pantano llamado Chipoko.
En la caja nos quedaban diez fósforos (cerillos). Encendí uno tras otro, pero el fuerte viento los apagó a todos. Delante de nosotros, aulló una hiena. Había un tono de expectativa en su voz, que a mí no me agradó para nada. Luego estalló el trueno y después hubo un silencio de muerte. En el silencio surgió una voz.
—Bwana, bwana.
—¿Quién es? —pregunté—. ¿Quién llama?
—Bwana, soy yo, Mubofu.
—¿Dónde estás?
Daudi extendió la mano.
—Bwana, toma mi mano; caminaremos hasta su voz.
En un momento, llegamos adonde el cieguito estaba en medio del sendero.
—Bwana —dijo—, oí todo lo que ocurrió y me escabullí de mi cama en la oscuridad. Mira, Bwana, si vivieras como yo en la oscuridad, día y noche te resultarían iguales, por eso, el camino para el hospital me es conocido, brille o no el sol. Fíjate ahora en la oscuridad. Tú sabrás por un momento lo que yo siento siempre. Sientes algo de los terrores de las tinieblas y, Bwana, es entonces que yo puedo ser útil. Muchas veces la gente me ha guiado por la mano, pero esta noche yo te guiaré a ti.
Puse mi mano en la del muchacho y con la de Daudi en mi hombro y la de Mika en el suyo, emprendimos la caminata de seis kilómetros de vuelta al hospital en la colina.
Capítulo 8: Cicatrices
Habíamos recorrido, bajo fuerte lluvia, nuestro último kilómetro y medio. Habíamos tenido que vadear tres torrentes de roja agua barrosa que bajaba de las colinas. Al último yo me había resbalado y estaba completamente embarrado. Mientras ya en la orilla hice una pausa para recuperar el aliento, Daudi repentinamente dijo:
—Ulange Wuzeru, Bwana (veo una luz, señor).
—Debe ser el hospital –dijo Mika—. ¿Dónde sino allí habría luz a esta hora de la noche?
A mi lado, sentí a Mubofu que se ponía firme.
—Si ahora puedes ver, ya no necesitas más que te guíe —dijo.
—Todavía te necesitamos mucho, wayiko (viejo), porque la luz es como una estrellita —le respondí.
Nos pusimos otra vez en camino y la luz fue aumentando, a la par que Mubofu guiaba sin titubeos por el sendero, advirtiéndonos de vez en cuando sobre alguna raíz o piedra. La luz de la colina resultó ser, no la del hospital, sino la de mi propia casa. Me encontré con la puerta de la cocina abierta y una tetera hirviendo alegremente en el fuego. Mubofu estaba temblando y se puso lo más cerca posible del fuego. El agua se escurría por su empapado taparrabos. Hice té y serví una taza a cada uno de mis compañeros. Daudi le echó cuatro cucharadas de azúcar. Puse una cantidad similar en la taza de Mubofu. El calorcito de la bebida fue muy confortante. Me dirigí a Mubofu:
—Imagino que querrás quedarte en el hospital esta noche, amigo. Te daremos una manta y una estera y podrás dormir en la sala donde Daudi prepara las medicinas.
El africanito sacudió vigorosamente su cabeza.
—N’go, n’go (no, no), Bwana. Debo volver a mi aldea. Es que allí tengo trabajo. Mi tarea la de traer al hospital a la gente enferma. ¡Tengo que hacer mi trabajo de noche!
—Pero estás con frío y es una noche muy mala para andar afuera. ¿No sería mejor para ti que hoy descansaras un poco aquí y ... ?
—No, Bwana —me interrumpió el muchacho—, debo hacer esa obra. ¿Quién hay fuera de mí en Chibaya que piense en Dios? ¿No viste esta noche? Vaya, ¿no estarán dormidos de borrachos antes de mucho? Y entonces quizá, mientras duermen, quizá yo pueda encontrar a aquellos que necesitan ayuda del hospital y que vendrían durante la noche. Mira, los llevaremos al hospital, Bwana, y quizá tú puedas ayudarles.
—Linji (quizá) —dije— pero hemos visto a Chikoti y es un hombre malo. Si haces eso en silencio, ¿no se enojará mucho y vendrá al hospital con mucho ruido?
—No, Bwana —Mubofu sacudió la cabeza—. No creo que haga mucho ruido, pero sí que traerá muchos problemas.
—Kah, me temo que saldrán muchos matata (problemas) de esto.
—Bwana —dijo el cieguito, poniéndome la mano en el hombro—, ¿tienes temor de los problemas cuando eso significa que mi gente será salvada de muchas enfermedades y que tendrás la oportunidad de hablar de Dios a la gente de mi aldea?
—No, mi amigo —respondí—, no tengo temor de matata ni de sus consecuencias para mí, pero ¿qué de ti?
—Kah, Bwana, ¿es que sólo debo mostrar mi gratitud a Jesús por caminos seguros? Si hay dolor en el camino, ¿no hubo dolor cuando mataron a mi Maestro?
Hubo silencio en la cocina. Unas pocas polillas golpearon sus alas contra el vidrio del farol; grandes gotas de lluvia caían desde el baobab al techo de zinc.
Mubofu fue el primero en hablar.
—Bwana, hace un momento, cuando puse la mano en tu hombro, sentí cicatrices.
Al mirarme el brazo, vi allí las marcas de la vacuna.
—Sí, son las marcas de las vacunas que me muestran que no tengo por qué temer una enfermedad llamada viruela que es mucho peor de lo que pudiera ser el sarampión.
—Hongo, Bwana, ¿cómo puedes estar seguro de eso?
—Bueno, cientos y miles de personas que han sido tratadas con esa vacuna. Se ha comprobado que da resultado por lo que ha ocurrido con ellas. Han andado por zonas donde corrían mucho peligro de contagiarse, pero no se contagiaron.
Mubofu sacudió la cabeza.
—Pero, kah, Bwana, esto es cosa maravillosa. Dime, ¿cómo actúa?
Así fue que nos sentamos frente al fuego y le conté la historia del Dr. Janner y de cómo descubrió la vacuna. El cieguito estaba muy interesado y quería saber detalles.
—Pero, Bwana, ¿cómo actúa? ¿Cómo hacen esas cosas?
—Toman un ternero —expliqué— y le dan ese preparado. Luego le sacan lo que se llama linfa, pinchan tu brazo con una aguja y ponen un poquito de esa linfa en tus venas. Bueno, luego tienes un poco de molestia y después ya estás libre de esa enfermedad, la viruela.
—Kumbe, Bwana, pero ¿qué pasa con el ternero?
—Ah, cuidan muy bien al ternero y se aseguran que no sufra innecesariamente.
—Pero, Bwana ¿el ternero no debe morir por la enfermedad?
—Sí, quizá sí, pero no es probable.
—Pero, Bwana, si eso la pasara y pudiera saberlo, ¿no te parece que sería muy feliz por haber salvado a la gente de una enfermedad tan mala?
—Mubofu, ¿te das cuenta que eso es exactamente lo que hizo Jesús? Los terneros no pueden entender, pero Jesús sabía antes de venir a este mundo que él moriría para curarnos de la peor enfermedad, la enfermedad del pecado que nos aparta de la vida eterna.
—Entiendo —asintió Mubofu— y es porque entiendo que vuelvo esta noche a mi aldea.
Su dedo se movió lentamente por mi brazo.
—Bwana, me gustaría tener en el brazo cicatrices como las tuyas. Me darían tranquilidad y no me dejarían tenerle miedo a la viruela.
Le serví otra taza de té.
—Escúchame, amigo mío, y te contaré la historia de un hombre que vivió mientras Jesús estaba en la tierra. Él decía que, a menos que tocase las cicatrices de las manos de Jesús y la herida de la lanza en su costado, no creería que él había resucitado.
—Kah, Bwana, —dijo Mubofu— pero Jesús murió y fue enterrado. ¿O no murió? ¡No está vivo!
—Allí está la cuestión— respondí—. ¿No es verdad que muchos de los wadindi (árabes) siguen a un profeta llamado Mahoma? Era un hombre y murió. Pero Jesús declaró ser el Hijo de Dios; mientras estaba en la tierra, dijo que se levantaría de los muertos tres días después de ser sepultado. Y lo hizo. ¿Sabes que fue visto por cientos de personas?
—Kah, eso es maravilloso. ¿Está vivo?
—Seguro que sí. Servimos a un Maestro que vive, no a un recuerdo muerto. ¿Sabes que uno de sus seguidores que se llamaba Tomás que no quería creer ni siquiera cuando oyó las palabras de aquellos que habían visto vivo a Jesús? No creía y dijo: “Si no pusiere mis dedos en las cicatrices de sus manos y en las cicatrices de su costado, no creeré”.
Seguí diciendo:
—Una noche, muchos de los seguidores de Jesús estaban juntos en una pieza. Entre ellos se encontraba Tomás, el incrédulo. Las puertas estaban cerradas, pero de repente Jesús apareció entre ellos. Los saludó y luego se volvió a Tomás directamente y le dijo: “Toca las cicatrices de mis manos y las cicatrices de mis pies y la cicatriz de mi costado”, en un segundo desaparecieron las dudas de Tomás y exclamó: “Mi Señor y mi Dios”.
El muchacho quedó en silencio. Luego vi que su mano se movía lentamente hacia su rostro y tocaba sus ojos, palpaba la huella de la enfermedad y la desesperanzada futilidad de la medicina y el tratamiento nativo. Daudi puso su mano en el hombro del muchacho.
—Mubofu, no hay ninguna vergüenza en una cicatriz. Quizá tu cicatriz sea el camino de salud para aquellos que están enfermos y que en este momento están sufriendo.
Mubofu buscó el palo que estaba a su lado, lo levantó y dijo:
—Bueno, Bwana, debo volver a mi aldea. Porque tengo trabajo que hacer.
—Antes de que te vayas —dije—, hablemos todos a nuestro Maestro viviente y contémosle de nuestros trabajos y dificultades.
Unos minutos después lo observé caminando con confianza en las tinieblas. Había andado sólo unos pasos cuando se perdió en la oscuridad de la noche. Nos quedamos mirando por la puerta, y de repente todo el lugar se iluminó con un relámpago. Ya bien en su camino, en el centro del sendero, iba Mubofu, caminando confiadamente hacia una de las más siniestras aldeas de toda la llanura central de Tanganica.
Capítulo 9: Chibaya
Daudi y yo nos quedamos unos pocos momentos más en la puerta de la cocina, mirando camino abajo, confiando en ver a Mubofu una vez más cuando cruzara los plantíos de mijo y el matorral, pero parecía que las tinieblas lo habían tragado.
—Bwana, es bueno por muchas razones que esta noche sea húmeda —dijo Daudi—. No hay muchos animales rondando en una noche como ésta y el camino es mucho más seguro. Tampoco hay serpientes. ¡Kumbe! Ese puede ser su mayor peligro, porque no puede verlas y a menudo salen directamente al sendero en la noche.
Escuché el sonido musical del agua de lluvia que corría dentro de nuestro tanque depósito.
—Daudi, además de Mubofu, ¿hay alguien en Chibaya que pueda ayudarnos, aunque sea una ayuda muy pequeña?
El enfermero pensó un momento.
—Sí, Bwana, pienso que hay un hombre que nos ayudará. Su nombre es Ndogowe (Asno). Es el que cuida del asno blanco de Chikoti. Cuando se metió en un gran problema, fue salvado por Bibi Dobson, que era enfermera aquí antes de que tú llegaras. Pero, Bwana, esa es una larga historia. Mira, te la contaré algún día que salgamos de safari.
—Cierto, hoy necesito dormir porque tenemos mucho trabajo por delante.
Daudi se fue chapaleando hasta su casa en el hospital, después de darme su kwa heri (adiós).
Me acosté enseguida. La lluvia había terminado, pero el viento soplaba con fuerza y las persianas —hechas con latas de keroseno— golpeaban ruidosamente. Cuando me asomé afuera antes de ir a la cama, este ruido pareció entremezclarse con el alarido de una madre de corazón quebrantado, tal como había oído aquella noche en la aldea de Chibaya. Me parecía que había dormido sólo unos pocos minutos cuando fui despertado por una voz que llamaba fuera de la tela metálica de mi ventana, diciendo:
—Bwana, ¿hodi? (¿Se puede?) Bwana.
—¿Nhawule? (¿Qué pasa?) —pregunté.
—Bwana —había urgencia en el tono— soy yo, Mubofu. Estoy aquí con muchos enfermos.
Miré mi reloj. Eran las cinco de la mañana. Dirigiendo mi linterna a la ventana, vi a Mubofu de pie con un chico de unos siete años en la espalda, tan enfermo que por un momento dudé que estuviera vivo. Podía ver vagamente a otras tres o cuatro personas de pie contra la pared blanqueada de la casa. Me puse algo de ropa y mis botas y salí.
—Ven, vamos enseguida al hospital —dije.
Habían desaparecido todos los rastros de la tormenta de horas antes. A través del maizal se oyó el lúgubre aullido de una hiena. La pequeña procesión pareció no oírla. Los llevé al consultorio, llamando a la enfermera africana del turno nocturno. Tomé al niño de la espalda de Mubofu. Aunque la noche era fría y estaba vestido sólo con un taparrabos, su piel parecía quemar. Cuando lo acosté en la camilla, tosió. Aquel esfuerzo pareció demasiado para él. Su pecho subía y bajaba espasmódicamente por un momento antes de que pudiera recuperar la respiración. Observé que respiraba tres veces más rápidamente que Mubofu que estaba a su lado. Quizá era uno de los centenares que hubiera desarrollado neumonía si la epidemia era dejada libre para seguir su curso.
—¿Quién es, Mubofu?
—Se llama Mazengo, Bwana, y es el nieto de Chikoti. Viene conmigo chinyele (secretamente) los domingos a oír las palabras de Dios.
Silbé y encendí un mechero, calenté un tubo de ensayo y preparé una inyección que le puse al chico. El cieguito se me acercó.
—¿Qué haces, Bwana?
—En este instrumento que tiene una aguja aguda —le expliqué— tengo medicina que produce sueño y quietud. Porque ¿acaso no está tu amigo muy cansado del viaje?
—Yoh, Bwana, yo también estoy muy cansado. Lo he llevado sobre mi espalda todo el camino.
Se echó pesadamente sobre un cajón. Di la inyección a Mazengo y unos momentos después vi cómo uno de los enfermeros lo llevaba a la sala. Perisi, la enfermera, se me acercó, diciendo:
—Bwana, hay aquí dos mujeres con criaturas. Ambas tienen sarampión. Los dos chicos están muy enfermos, pero, vaya, las dos dicen que dos de sus hijos han muerto y que han venido hasta el hospital buscando ayuda. No ven esperanza en la medicina gogo.
—Está bien, preparen camas para ellas en la sala pequeña que usamos para guardar el keroseno, el jabón y las mantas. Vaya, es cosa buena que nuestro stock esté tan pobre. Dales medicinas y fíjate que estén lo más cómodas que sea posible.
Perisi asintió.
—Mubofu, has estado levantado toda la noche —dije—. Has trabajado mucho. Pues bien, ahora debes descansar.
—Bwana —dijo el cieguito, sacudiendo su cabeza—, debo dejar el hospital, antes que haya luz. No quiero que la gente de mi aldea sepa quién es el que ha hecho este trabajo. Si lo saben, me pueden ocurrir muchas cosas y quizá no pueda ayudar a otros.
Viendo que era imposible detenerlo, abrí la puerta del depósito y corté un gran trozo de azúcar.
—Ve a tu casa, duerme durante el día y come esto por el camino.
Al tomar el azúcar le dije:
—Mubofu, permíteme que no sólo te dé alimento para tu cuerpo sino también un mensaje del Libro de Dios en el cual podrás pensar hoy y los días que han de venir, mientras luchamos por las almas y los cuerpos de la gente. Había una vez un hombre llamado Josué a quien Dios escogió como a uno de aquellos que habría de trabajar para él. Cuando Dios le dio sus órdenes, dijo: “Estaré contigo, no te dejaré ni te desampararé; esfuérzate y sé valiente”.
—Kah, Bwana —dijo el africanito—, esas son palabras grandes. Porque desde que me dijiste que él es un Salvador vivo, he tenido una gran alegría en mi corazón y ahora tú me dices que él está conmigo, bueno, entonces, Bwana, haré todo lo que pueda para servirle.
—Acuérdate también, amigo, que debes dormir si has de continuar esta obra.
—Por cierto, Bwana, pero el trabajo debe hacerse secretamente, porque si no, el jefe impedirá que la gente venga al hospital si descubre lo que está ocurriendo.
A media mañana vino Daudi a verme.
—Bwana, he encontrado a ese hombre Ndogowe, que fue mordido por el asno. Bwana, dice que no tenemos que temer nada de parte de la aldea, porque el jefe ha estado bebiendo mucha cerveza y también nhangala (ron africano).
Sabía que esa era una bebida muy fuerte hecha con miel silvestre y pensé que aun un bebedor habitual como Chikoti estaría fuera de circulación por lo menos dos días.
—Daudi, el otro día prometiste contarme de este Ndogowe.
El enfermero africano sonrió.
—Kah, Bwana, vaya una historia. ¿Conoces el asno blanco de Chikoti?
Asentí.
Pues bien, es un asno muy valioso y además muy mal criado y testarudo. El jefe lo ha alimentado con cereales como a un niño. Bueno, un día Ndogowe trajo la comida del asno en un plato, pero el animal estaba de mal humor, lo mordió y le sacó la punta de la nariz.
Daudi puso el pulgar en sus dedos para mostrar cómo había sido sacada.
—Jiih, Daudi, y ¿entonces, qué?
—Es difícil creerlo, Bwana. Tomó su nariz, o por lo menos el trozo que le había arrancado el asno, saltó sobre la bicicleta del jefe y vino a toda velocidad al hospital. Yah, Bwana, ¡qué lío! Jiih, todavía me hace revolver el estómago. Pero Bibi Dobson no se perturbó. Le lavó nariz, hirvió una aguja y algunas crines y le volvió a coser la nariz. Luego le puso un vendaje y colocó todo en su lugar con algodón y tela adhesiva.
—Hongo, Daudi, ¿pero qué pasó? ¿Se curó realmente?
—Sí, Bwana, eso es lo notable, que se curó sin ningún problema. Lo único que le afligía era que la punta de la nariz no estaba exactamente en el mismo lugar que antes de que el asno lo mordiera.
—¿Y estaba contento por todo eso?
—Lih, Bwana, ¿si estaba contento? Hablaba y hablaba y nos traía frutas y batatas y para Navidad trajo una cabrita que matamos y cocinamos. Bibi dijo que nunca había comido nada igual.
—Pero dime, Daudi —dije riendo— ¿qué ayuda vamos a tener de ese hombre?
—Bueno, Bwana, todo lo que podemos esperar de él es que nos diga qué es lo que está ocurriendo en la aldea. No lo hará todo, pero nos servirá de ojos y oídos en un lugar donde tenemos muy pocos que nos ayuden.
—¡Vaya el equipo que tenemos en Chibaya para luchar contra esta epidemia, Daudi! Un chico ciego y un hombre cuya nariz fue mordida por un asno.
Capítulo 10: Informes
Me senté con cuatro hojas de papel delante de mí. El calor era terrible. Por la ventana podía verse la llanura y en medio de ella una hermosa franja de agua azul. Uno se sentía irresistiblemente atraído por su celeste frescura, pero yo sabía que exactamente donde parecía estar el lago no había sino tierra sin cultivar, destruida por la erosión. Era un espejismo.
Entró Daudi.
—¿Qué ves por la puerta, Daudi?
Mi amigo africano se rió.
—Veo mucha agua que nadie puede beber.
Se sentó cansadamente en un banquillo frente a mí.
—Yah, Bwana, y es como mucha de la gente difícil que he estado tratando de ayudar en esta batalla contra el sarampión.
Tomó uno de los informes. Con una sonrisa en su rostro dijo:
—Bwana, tú ves que yo tomo todos los lugares difíciles. A aquellos puntos muy fáciles donde requieren nuestra ayuda, mando a Kefa y con él a Hilda. Kefa es un hombre manso, pero Hilda, aunque sea pequeña, jiiiih, ciertamente tiene lengua y bueno, ella puede, puede...
—Mandar a trabajar —respondí.
—Ndio —dijo Daudi— ella puede mandar trabajar a la gente que es difícil y no quiere obedecer. Yah, ¡de veras que ella los puede hacer trabajar!
—Me reí y leí la parte superior de los informes de Kefa.
—Ciento siete niños tratados en tres aldeas, tres familias difíciles atendidas por Hilda, mientras yo iba a la puerta siguiente y tomaba la temperatura.
Leí eso a Daudi, quien se rió.
—Me hubiera gustado estar allí, Bwana.
—Ya está bien así —respondí—; tú no eres tan malo para hacer trabajar a la gente.
—Ah, Bwana, pero yo lo hago muy amablemente, muy amablemente. Mira, allí está el caso del jefe de Makangwa. Se negaba a permitirme que llevara medicinas para los niños de su poblado y luego me pidió que le diera píldoras para su dolor de cabeza. Entonces yo le expliqué que los dolores de cabeza podían deberse a muchas cosas. Muchas veces se deben a picaduras de mosquito, que producen paludismo, y le conté del jefe que había muerto de un paludismo muy malo. No le produjo mucha alegría oír eso.
Me senté en mi silla y mi reí.
—Y supongo que luego le contaste de la meningitis y la insolación.
—Sí, Bwana, eso es lo que hice, y de los males en los ojos y de esos muy malos que lo dejan ciego a uno. En verdad que le conté de todas las enfermedades que pude y cuando estuvo debidamente asustado le dije que no habría píldoras para él si no se trataba también a los niños con sarampión. Estuvo de acuerdo, de modo que le prometí medicinas después de que los niños hubieran sido tratados. Jeh, Bwana, había sesenta y tres niños en aquella aldea solamente y ya habían muerto cuarenta o más. Ahora habrá una gran oportunidad —bostezó—. Hemos estado en ello desde el alba, Bwana, diciéndoles que limpien las casas. ¡Qué mugre, qué cucarachas, ugh!
Frunció graciosamente la nariz y siguió:
—Pero ahora tengo a los niños en orden. Les he estado poniendo gotas en los oídos, diciéndoles qué deben hacer, yah, y me duelen los brazos. He contado el pulso y la respiración y vigilado el pecho de los que recibían una friega, he salido de mi aldea y he vuelto caminando para asegurarme que no están siguiendo los caminos del hechicero.
Sacó su cuaderno de notas y agregó:
—Vienen diecisiete niños nuevos. Probablemente con neumonía. Yah, Bwana.
Volvió a desperezarse y bostezar.
—¿Estás cansado, Daudi?
—No, Bwana, yo no bostezo cuando estoy cansado, bostezo cuando tengo hambre.
—Jeh —dijo una voz afuera y apareció el rostro sonriente de Sansón.
—Vaya, debes tener el hambre de todo el pueblo dentro de ti si estás como yo —dijo—. Daudi me dio lo que pensé que era la aldea más dura.
—Yah, no, esa la dejé para mí.
—Bueno, si las mías eran fáciles, tu trabajo debe haber sido muy bravo. Bwana, había un jefe que no estaba dispuesto a ayudar y ni me dejaba entrar en su aldea. De paso sea dicho que es un amigo de Chikoti. Prohibió a su gente que siguiera nuestros caminos; dijo que si alguno lo hacía, moriría y yo empecé a desesperar pero muy tranquilamente, con mis ojos abiertos, oré a Dios y le pedí que ayudara, y entonces salió un viejo de una casa. Era un pariente del jefe, un visitante. Caminó hasta mí, me saludó y le dijo al jefe: “En ese hospital del Bwana tienen las medicinas que sirven y, aunque es un hombre blanco, puede hacer cosas que no podemos hacer con nuestra medicina de hechiceros. Porque, ¿te acuerdas que yo estaba ciego? ¿Acaso no pagué con cabras y vacas a los waganga y sin embargo no pasó nada?” y agregó disgustado “keh, probé muchas medicinas, muchos encantamientos, pero seguía en tinieblas, hasta que el Bwana trabajó con un cuchillito y ahora puedo ver...”.
—¿Quién era, Sansón? —pregunté.
—Jiih —dijo Sansón—, allí está lo gracioso. Es aquel viejo que se negó a pagar sus “gracias” cuando le hiciste la operación de cataratas porque dijo que no había mejorado. Te hizo un escándalo. Dijo que el hospital no era bueno y que el hechicero tenía medicinas mejores.
—Yah —dijo Daudi—, dijo cosas que el Bwana no podía entender pero tú y yo sí. Me acuerdo que me sentí arder bajo la piel de furia.
—Bueno, ¿te acuerdas que en vez de decir palabras enojadas el Bwana le dijo que pidiera a Dios que sus ojos se sanaran completamente y entonces el Bwana nos enseñó las palabras de Salomón de que “la blanda respuesta quita la ira?”
—Me acuerdo y entonces pensé que el Bwana estaba errado.
—Bueno, no lo estaba, porque este viejo sólo tenía cosas buenas que decir sobre nuestro trabajo y, vaya, por sus palabras yo traté a treinta chicos de esa aldea. El jefe me acompañó y cuando el hombre rechazó el tratamiento, el jefe lo amenazó con una multa. Cuando puse las gotas en los ojos de los chicos y la gente que golpeaba los tachos de keroseno para mantener despiertos a los chicos fueron llamados a silencio, Bwana, yo tuve un nuevo método para tener quietos a los chicos.
—¿Qué era eso, Sansón?
—Bueno, Bwana —sonrió el africano —, mucha gente vino a pedir remedios para el dolor de cabeza, dolor de articulaciones y no sólo les di las píldoras de aspirina, sino también las de bromuro. Bueno, ya están bastante cansados, de modo que cuando toman el bromuro se duermen varias horas muy tranquilos.
—Ese es un viejo truco, Bwana —dijo riendo Daudi.
—Yah, pero es un truco bueno —dijo Sansón.
Tomé los papeles. Mis equipos de lucha contra el sarampión habían tratado quinientos casos en un día. Habían encontrado doce casos de neumonía y dos de graves afecciones oculares. Estos chiquillos ya estaban en el hospital bajo tratamiento y su recuperación era segura. Sólo era cuestión de tiempo, y todo andaría bien. Tomé mi lápiz y escribí mis instrucciones para el día siguiente. Cuando salí de detrás de la mesa, apareció Kefa en la puerta.
—Bwana, ya son las saa humi (cuatro) —dijo—; no he comido todavía, pero yah, he tenido un día bueno.
La simple mención de la palabra “comida” hizo bostezar de nuevo a Daudi. Kefa continuó.
—Bwana, he visto a niños que hubieran muerto o quedado ciegos toda su vida, que mejoraban de inmediato al recibir nuestro tratamiento.
—Espera un minuto, Kefa —contesté— los hemos hecho mejorar, pero todavía enfrentamos una semana de trabajo duro.
—Por cierto, Bwana —asintió Daudi— no debemos descansar hasta acabar, porque los hechiceros estarán muy atareados.
Danyeli entró con un aspecto muy exhausto.
—Kah, Bwana, hoy ha sido un día sin provecho. Es que he ido a la parte oriental del país donde Chikoti tiene mucha influencia. Fue un día de hablar y hablar, pero no he dado ni una gota para ojos ni una dosis de medicina. Han abusado de nosotros y he oído rumores de que se están preparando dificultades para el hospital.
Di instrucciones respecto al tratamiento del día siguiente y luego hice una recorrida por el hospital, viendo quién podía ser dado de alta para hacer lugar para los pequeños con neumonía que estaban en camino. En la sala de enfermeras oí una voz bastante aguda, la de Hilda.
—Yah, ¿conocen a esa mujer que araña las gargantas de los niños con sus uñas? —decía.
Un coro de gruñidos pareció indicar que las enfermeras que no estaban de turno conocían bien a aquella temible vieja africana, que hasta donde yo sabía, había sido responsable de unas siete muertes.
—Bueno, me atacó —continuó Hilda—. Le dije a Kefa que se fuera a otra parte (es sólo un hombre y no tiene energía en sus argumentos) y ¡la puse en su lugar! ¡Vaya si no la puse! Le dije: “¿Acaso tú no vienes a nuestro hospital cuando te duelen los huesos? ¿No te llevas y te tomas nuestras medicinas? ¿No te frotas con nuestros linimentos? ¿No usas una voz melosa y pides píldoras blancas para llevarte a casa? Y ahora, cuando venimos con remedios para salvar la vida de los niños, pones objeciones”. Yoh, le hablé de tal forma que las mujeres se echaron a reír de ella.
Una vieja matrona africana que, de paso, era la abuela de Hilda, se rió y dijo:
—Eso de que la gente se ría de ella es mejor que cualquier otro método. Si eres ruda, dicen que son palabras de una muchacha y si te enojas, la gente no te escucha. Realmente has seguido el buen camino.
Fui a la sala. Había chicos en los colchones y en el suelo, todos ellos bien dormidos, terriblemente agotados después de días en que se les tuvo despiertos por la fuerza. Había una cantidad de vasos con remedios en la mesa y debajo de cada uno, un trocito de papel con el nombre del paciente que debía recibirlo. La enfermera africana de turno en la sala me murmuró al oído.
—Les daré el remedio cuando se despierten, Bwana. Tú nos dijiste que el sueño es importante en la neumonía, porque si no duermen se morirán.
Subiendo la colina hacia el hospital, vi tres pequeñas procesiones. En cada caso era la misma historia: sarampión, luego tos, luego neumonía. A cada niño se le daba una inyección y era mandado a la sala. La enfermera señaló con el mentón hacia tres colchones:
—A esos los trajo Mubofu, Bwana. Kah ¡vaya manera de trabajar, yendo y viniendo como una sombra!
Ya estaba saliendo del hospital cuando apareció Daudi.
—Yah —dijo—, estos días estamos haciendo un trabajo que pondrá a funcionar la lengua de la gente en todo el país.
—Por cierto, Daudi, lo que me alegra es pensar que el trabajo que hicimos antes y considerábamos un fracaso, es lo que ha hecho posible lo que estamos haciendo ahora.
—Mira, Bwana, ¿no dice Dios en su libro: “Echa tu pan sobre las aguas y después de muchos días lo recogerás?”
Capítulo 11: Espía Enemigo
La palabra “congestión” apenas describía la condición del hospital. Estaba lleno hasta el tope. Había niños con sarampión en una habitación, transformada en sala de recuperación, que usábamos para almacenar nuestra mercancía. Sobre la puerta decía “Wachiba ha dodo” (que en alguna forma están mejor). No estaban en camas, sino echados en el suelo, cada uno con una manta y una estera de hojas de palma. Había veinte niños, todos muy enfermos de sarampión, echados en camas y colchones improvisados en lo que usualmente era nuestra galería, pero que ahora estaba cerrada con grandes trozos de lona, que originalmente había sido parte de una vieja carpa de safari y que había sido del gusto de las hormigas blancas. Para solucionar la escasez de espacio, las camas estaban apretadas una contra la otra, con sus ocupantes mirando alternativamente hacía el norte y hacia el sur, de modo que mirando en línea se veía primero una cabeza, luego unos pies, luego cabeza, luego pies y así sucesivamente. Apenas había lugar para que la enfermera caminara entre las filas de camas y colchones cuando iba a dar el preparado para la tos, que era grandemente alabado como remedio por los parientes, entre los que predominaban las abuelas.
En la sala habitual para niños, con sus nueve camas, ahora teníamos dieciocho pequeños, cuatro de ellos muy graves con neumonía. Teníamos que recurrir al sistema anti-hospitalario de poner dos chicos en una cama. Erguidos sobre las almohadas se miraban el uno al otro por encima de las sábanas. En el cuarto que usábamos como depósito de drogas, estaban los casos seriamente afectados de neumonía mientras que en la que usábamos para orar y los momentos devocionales, una vieja manta guardaba del resplandor a dieciocho chicos que sufrían de úlceras en los ojos u otras complicaciones oculares, relacionadas con el sarampión o la neumonía.
Al repasar la lista de pacientes, me di cuenta que muchos venían de muy lejos, la vasta mayoría, de un grupo de aldeas donde teníamos iglesias y escuelas misioneras. Había algunos del lejano distrito de Manhumbulu, donde el hijo del jefe había tenido neumonía. No había padecido malos efectos de su viaje a medianoche una quincena antes y ahora estaba sano y de regreso. Para la gente de esa aldea, eso era poco menos que maravilloso y, en consecuencia, una cantidad de gente había venido antes de que se desatara la temida neumonía. Ahora no era cosa fácil. Un hecho sorprendente era que teníamos no menos de quince pacientes de la aldea de Chibaya. Sin excepción, todos estaban allí como resultado de los esfuerzos de nuestro pequeño amigo ciego, Mubofu, cuyas actividades habían sido ayudadas por el hecho de que los hombres de su aldea se habían dedicado a la cerveza, con resultados imaginables. Bajo el manto de la oscuridad, Mubofu había llevado a muchos niños sobre sus espaldas, en un viaje de seis kilómetros. Había dicho a varias de las mujeres más atrevidas que vinieran ellas mismas y llevaran a sus hijos. A las madres que tenían miedo les llevaba de contrabando gotas para los ojos y preparado para la tos y les contaba la historia de cómo los niños en el hospital se recobraban y por qué. Les urgía para que dejaran dormir a los niños y que les dieran mucha bebida y almíbar, todo lo cual era contrario a la costumbre. Estaba bien cerca de lo heroico.
Vi a Daudi que venía hacia la puerta. Parecía completamente exhausto.
—Entra, Daudi, y siéntate. ¿Has tenido un día pesado?
—Bwana, la epidemia no es tan fuerte como antes en muchas partes, pero en otras es mucho peor. Yoh —se echó en una silla—, Bwana, da gusto descansar.
—El joven Mubofu no descansa mucho. Es notable lo que está haciendo ese chico.
Daudi asintió.
—Bwana, era de él que venía a hablarte. Tengo miedo por él. Piensa que la aldea de Chibaya va a devolver el golpe. Las cosas han ido a favor por un tiempo demasiado largo. Cuando Mubofu venga esta noche, Bwana, con los chicos que ha recogido durante el día, sugiero que lo mantengamos aquí. He recibido advertencias de parte de Ndogowe, el hombre del asno, de que Chikoti sabe quién está trayendo a los chicos aquí y que ha planeado algo perverso. Bueno, ese jefe es sutil como una serpiente. Quizá no ataque ahora, pero tiene planes malignos para nuestro amiguito y eso me da miedo.
Era casi medianoche cuando oí un “Hodi” en mi ventana. Reconocí la voz de mi amiguito ciego y corrí afuera.
—Dos esta noche, Bwana —dijo—; una tiene sarampión solamente, de modo que puede caminar sola. Pero el otro, Bwana, lo tuve que traer. Lo he oído lanzar quejidos al respirar. ¿No dijiste el otro día que la gente hace eso cuando está contrayendo neumonía?
—Bueno —dije—, te estás volviendo médico.
Se río con sincera alegría.
—Bwana, nunca he sido tan feliz en mi vida.
Miré al niño que llevaba en la espalda y juntos caminamos al hospital. Durante la última quincena, había hecho ese viaje casi diariamente. Más de la mitad de los niños que habían llegado como consecuencias de aquellos safaris secretos hubieran muerto o quedado ciegos si hubieran sido dejados sin atención médica. Mubofu caminaba delante de mí, absolutamente seguro de cada paso que debía tomar. Era misteriosa la forma como conocía cada vuelta y curva del sendero. Mantenía su cabeza en alto. Nos arreglamos para acomodar nuestros dos casos nuevos y llevé al cieguito de vuelta a la cocina y le di una taza de té y un gran trozo de pastel helado. Dijo:
—Bwana, vaya que es una comida maravillosa. Los ángeles deben vivir con cosas así.
Parecía que de alguna manera el muchacho hubiera crecido en aquel último mes. Me reí y puse mi mano sobre su hombro.
—Mubofu, ¿te acuerdas del día en que estuvimos en la catedral de Dodoma, donde me preguntaste por el cielo?
—Kah, Bwana —asintió—, ¿sabes que estos días pienso mucho en el cielo y en Dios?
—Yo también pienso mucho en ello, Mubofu. Mucha gente se llevará un gran choque cuando llegue al cielo. Han pedido a Jesús que les salve del dolor y el castigo del pecado, pero no han hecho nada para mostrarle su gratitud en la forma que él indica en su Libro.
—Kah, vaya, gente como ésa no tiene gratitud, Bwana. No merecen un Salvador.
—Es cierto, pero piensa en la gente que, para mostrar su gratitud a Dios por todo lo que ha hecho por ellos, se pone a trabajar y sigue sus instrucciones. Estas son palabras del Libro de Dios. Él dice a esa gente: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recibisteis, estaba desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis”. “Pero, Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, extranjero, desnudo o enfermo?” Y entonces Jesús les responderá: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”.
—Bwana, ahora entiendes por qué debo volver a mi aldea para agradarle.
Aun estaba hablando, cuando me puso la mano sobre mi hombro y levantó un dedo.
—Quieto, Bwana, hay alguien que se mueve afuera. Es el movimiento de un hombre que no quiere ser detectado.
Escuché y no oí absolutamente nada.
—Allí está —susurró Mubofu—, lo he oído de nuevo. Va justo por detrás del tanque, Bwana; ha estado escuchando bajo la ventana y ahora se va.
Abollé un diario viejo que estaba en la mesa y lo encendí en el fuego. Cuando estuvo en llamas, abrí de repente la puerta y lo lancé a las tinieblas. Apenas tuve tiempo para ver una figura oscura acurrucada en las sombras de los espinos, no lejos de la casa. Mi tea se consumió y quedamos otra vez a oscuras. Pero la noche parecía estar en calma total. Encontré a Mubofu a mi lado.
—Bwana, hay quienes no están contentos por el trabajo del hospital. —Su tono era muy serio—. Bwana, debes tener mucho cuidado de que no te ocurra nada malo. Mira, quizá esa gente tiene mala voluntad hacia ti. Pueden tratar de dañarte.
Yo no tenía miedo por mí mismo, pero sí por mi amigo africano. Bien sabía lo que podían hacer los hechiceros. Sin embargo, no le conté mis pensamientos a Mubofu. Cortándole otro trozo de pastel, le deseé buenas noches y le vi salir a las tinieblas.
Capítulo 12: Ataque Enemigo
Volví a mi casa para seguir con mi libro de registro diario. En un cuarto de hora, sólo había escrito tres o cuatro líneas. Algo pasaba que no me dejaba concentrar. Tambores, tambores, tambores. Resonaban desde la aldea de Chikoti. Golpeaban como el pulso en una cabeza enferma. Arranqué una hoja de papel del block y la tiré al canasto y volví a probar. Pero no mejoraron las cosas. Hice lo mejor que pude para describir la situación. Traté de trazar un cuadro de la sala, llena hasta su capacidad de niños amontonados en cada rincón del hospital, muchos de ellos en el piso, con parientes que no estaban dispuestos a hacer lo que se les indicaba... pero no venían las palabras necesarias y todos mis esfuerzos terminaban en un desmañado montón de frases. Aun cuando intenté contar la historia de los chicos de la escuela, esforzándose por construir la sala nueva, todo salió sin sentido. No podía sacarme de la cabeza los tambores: retumbaban y retumbaban. Hice a un lado mi lapicera y me dije: “Vaya, éste es un pobre espectáculo. Prepárate una taza de té y ponte a escribir”.
Me hice la taza de té y me puse a escribir, pero sin resultado. No estaba como para escribir, ni como para dormir. Continuamente me llegaba el trasfondo de los ruidosos tambores. También podía oír las voces de la gente allá en el matorral. El sonido de los tambores subía y bajaba con las oleadas del viento nocturno. El trabajo era la única respuesta a ese tipo de irritación nocturna. Así fue como encendí mi farol y me preparé para ir al hospital. Era la una de la mañana. Tomando un palo para el caso de que aparecieran víboras en el camino, camine aquellos doscientos metros hasta el hospital. Estaba cerrando la puerta detrás de mí, cuando se oyó un ruido de algo que se quebraba y una explosión de voces enojadas y luego, de repente, la oscuridad de la sala fue iluminada por el resplandor. Surgió entonces un coro de alaridos. Atravesé rápidamente la puerta y allí me topé con una estera de palma ardiendo como una gigantesca antorcha y enviando nubes de humo negro. Tomando el extremo de la estera que no se había encendido, la arrastré a través de la sala. Iluminó agudamente la sala y vi varias caritas negras espiando con terror por encima de las sábanas. No hice ningún intento por salvar la estera, ya que estaba arruinada y aunque hubiera sido nueva, las esteras no costaban más de cuatro peniques cada una. Cuando las llamas quedaron reducidas a un apagado resplandor, tomé mi farol y comencé las investigaciones sobre la causa de lo ocurrido. Descubrí que había empezado cuando una vieja africana había entrado a la sala de niños a esa hora de la madrugada. Cómo había llegado, era un misterio. Al ver a su nieta echada en la cama, a pesar de su temperatura más de 40º y seriamente enferma de neumonía, la anciana la había levantado, colocado en el suelo y tranquilamente había comenzado a dormir en la cama de la niña. El hecho de que la niña estaba inconsciente era la causa de que no hubiera habido llanto. La enfermera nocturna había estado en otra sala, administrando el tratamiento a los enfermos de los ojos y cuando volvió para comprobar si todo andaba bien, descubrió a la abuela y se llenó de justa indignación.
Había procedido a arrancar de la cama a la vieja africana. En defensa propia, la abuela se había aferrado a una lata de keroseno que servía de mesa de luz, al lado de la cama. Así se cayó el farol, rompiéndose y derramando el keroseno sobre la estera y de allí el fuego y todo lo demás. Con amabilidad, pero con firmeza, saqué a la anciana y le mostré dónde podía dormir. Luego hice una recorrida por las salas. Algunos de los chicos estaban aterrorizados, otros habían seguido durmiendo durante todo el episodio. Pronto todo volvió a estar quieto. En un rincón de la sala estaba Mazengo, el chiquillo que Mubofu había traído. Estaba muy grave. Decidí correr el riesgo y darle una inyección en la vena. Parecía el único camino de salvar su vida.
Me pareció sabio estar cerca para el caso de cualquier reacción, de modo que, cerrando suavemente la puerta, me fui a mi escritorio. Entonces descubrí que no me era difícil escribir. Las palabras fluían de mi pluma y página tras página las fui agregando a un gran sobre color café, el que tenía escrito afuera: “El médico y el ciego”. Cerrando el block, bostecé. A las tres sonó el viejo despertador de la sala. Necesitaba irme a la cama pero cuando levanté el farol, la enfermera nocturna entró como una exhalación.
—Bwana, tres hombres entraron a la sala, se apoderaron de Mazengo y desaparecieron. No pude hacer nada —dijo jadeando.
Levanté el farol e hice un cuidadoso registro del terreno del hospital, pero todo lo que encontré fue un agujero en el cerco. Me detuve escuchando y percibí un crescendo de tambores por encima de la llanura.
Era como si Chibaya celebrara una victoria.
El día siguiente era terriblemente tranquilo, pero con la calma que parece preceder a las tormentas.
Por primera vez en una quincena no había oído el “Hodi” de Mubofu antes el amanecer, y lo que era más notable, no había visto a ninguna de aquellas dolientes procesiones de enfermos que venían al hospital cruzando la planicie. Habían sido muy evidentes durante la última frenética quincena.
En el hospital no había las carreras y actividad que eran habituales. Daudi se me acercó:
—Bwana, ya ha ocurrido —dijo—. Ven a ver.
Del lado de afuera de la puerta principal del hospital, en el polvo del sendero había dibujado un círculo y dentro del círculo la cabeza de un gallo, dos palitos cruzados, el fruto seco de un baobab y el cráneo de un mono. Miré con asombro.
—¿Qué quiere decir eso, Daudi?
—Significa, Bwana, que el hechicero de la aldea de Mubofu ha lanzado un encantamiento contra el hospital. Y el encantamiento ha tenido éxito. La gente estará muy intranquila y difícil, porque los corazones de pacientes y muchos niños han sido llevados en brazos de sus parientes. ¿Viste el gran agujero abierto en los alambres del cerco? El día de hoy será muy intranquilo y difícil, porque el corazón de la gente está llenos de temor. Y, Bwana, tienen más temor a los encantamientos que a la enfermedad.
Ocupamos un tiempo muy dificultoso en la sala explicando a todos los familiares que no tenían nada que temer del encantamiento. Me miraban como si yo fuera un chiquito de quien no se espera que comprenda el peligro cuando lo ve. Sólo dos o tres personas vinieron pidiendo remedios, y no el centenar que era común. Toda la región hacía eco a una campaña de rumores. “Ve al hospital y morirás”, era el patético slogan que pasaba de boca en boca.
Reuní al personal. Los enfermeros se sentaron en el suelo con sus blancos uniformes, mientras que las enfermeras, con sus gorritos, ocuparon un banco. Todos me miraban con atención.
—Escuchen. Una vez vivían en un país tres hombres, donde el rey no seguía los caminos de Dios. Era muy orgulloso y mandó hacer una gran imagen de oro. Ordenó que todos, en el reino entero, se inclinaran delante de la imagen de oro cuando sonara mucha música de diversos instrumentos. Los jóvenes hablaron entre sí y decidieron que no se inclinarían delante de la estatua de oro del rey, aun cuando él había dicho que todos los que no la adoraran, serían arrojados a un gran fuego. El gran día llegó. El enorme fuego fue preparado, la música sonó y todo el mundo en el reino se inclinó delante de la estatua de oro, excepto los tres jóvenes. Bueno, el rey estaba realmente lleno de rabia. Ordenó que los tres jóvenes fueran llevados delante de él y les dijo: “Inclínense ante la imagen” y ellos dijeron: “No, nuestro Dios es el único Dios verdadero”. “Si no se inclinan delante de la imagen”, dijo el rey, “los haré echar en el gran fuego”. “Oh rey”, dijeron, “no podemos adorar tu imagen, y queremos que sepas clara y definitivamente que nuestro Dios, a quien servimos, es capaz de librarnos y él nos librará y, aunque no lo hiciera, queremos que sepas claramente, oh rey, que no nos inclinaremos ante la estatua de oro”. Pues bien, el rey estaba furioso. Ordenó que el fuego fuera encendido siete veces más fuerte. Ordenó que se atara de pies y manos a los muchachos y se los arrojara al gran fuego. Todo el mundo vio cómo los echaban y dijeron: “Miren, éste es el fin de aquellos que no obedecen al rey”. Pero entonces miraron y justo en el centro del fuego vieron, no a tres hombres, sino a cuatro. El rey mismo miró y dijo: “Vaya, el cuarto es como el hijo dios”. Así fue como llamó en alta voz y los tres jóvenes salieron del fuego y no tenían ni siquiera una quemadura, aunque los hombres que los habían arrojado se quemaron mucho.
—Pues bien, hoy en nuestro hospital enfrentamos una prueba. ¿Creemos en Dios y le servimos como los tres jóvenes? ¿Creemos que ese Dios a quien servimos puede librarnos y que lo hará?
Daudi asintió.
—Bwana, yo lo creo.
—Yo también —dijo la vieja Sechelela—, lo creo con todo mi corazón.
—Cuando hay que luchar —dije— es bueno tener armas. ¿Se acuerdan cuando Jesús fue tentado por el diablo, que él lo venció en todos los casos con el Libro de Dios? Escuchen, éste es un versículo que usaremos en esta lucha. Está en el libro de Isaías y dice: “No temas, porque yo soy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios. Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”. ¿Saldremos al ataque, mis amigos?
Todas las cabezas se movieron asintiendo. Fui a la puerta del hospital y allí, delante de mí, estaba el círculo con los encantamientos del hechicero. Con mi pie los lancé al polvo, los aplasté con los pies y borré el círculo. El personal estaba alrededor, mirando con reverente temor. Comencé el himno: “¡Estad por Cristo firmes, soldados de la cruz! ¡Alzad hoy la bandera en nombre de Jesús!”.
Se unieron al canto con placer.
—Vamos —dije—, no estamos defendiendo el hospital; estamos al ataque. Pues bien, tengo muchas ideas que exponerles. Reúnanse en la galería cuando oigan el sonido del gran tambor.
Capítulo 13: Maniobrando
Llamé a Daudi a un lado.
—Manda a alguno para que busque a Ndogowe y vea si puede averiguar qué le ha pasado a Mubofu. Creo que es de lo más extraño que estos encantamientos hayan sido puestos aquí el día que él no aparece.
Daudi asintió y se apuró a cumplirlo. Caminé hasta el internado de niñas. Había una cantidad de casos de sarampión, todos los cuales iban en tren de mejoría, pero era de presumir que habría una nueva serie cuando unas treinta niñas volvieran de vacaciones de aldeas distantes. Todas las alumnas fueron reunidas.
—Escuchen, quiero la ayuda de ustedes —dije—. Estamos peleando una batalla en el hospital y quiero hacer muchas cosas. No hay lugar en el hospital para toda la gente enferma y quiero tener una sala especial para todos los que tienen lo que llamamos enfermedades infecciosas como el sarampión y la varicela o la tos convulsa. Pues bien, ya tengo el cemento para el piso y Sulimani, el hindú, ha prometido traerme mucho pasto seco para el techo, de modo que ustedes ven que ya tengo el piso y el techo, pero necesito el material para las paredes.
Las chiquillas se rieron.
—Bwana, te ayudaremos a hacer algunos ladrillos —dijeron.
—¿Se secarán los ladrillos en la estación húmeda? —pregunté—. Por otro lado, requieren mucho tiempo para ser hechos. No tenemos dónde cocerlos. Lo que quiero son piedras y no ladrillos. ¿Estará dispuesta, cada una de ustedes, a transportar una piedra por día desde el lecho del río, para que podamos construir la sala para ayudar a los niños enfermos?
Hubo señales de asentimiento por todas partes.
—Sí, Bwana, por supuesto que vamos a ayudar, y llevaremos más de una piedra por día.
Y en menos de una hora, una larga fila de chicos iba costa arriba desde el río, llevando los varones las piedras en sus hombros, como es la costumbre masculina en Tanganica, y las muchachitas llevando piedras considerablemente mayores en sus cabezas, tal como es la costumbre femenina. En un tiempo notablemente breve, ya teníamos un montón de piedras en los terrenos del hospital. Se mandó un mensaje a nuestro amigo hindú y al día siguiente nos mandó el pasto. Ocupamos bien la tarde con planes y antes del anochecer ya habían sido puestas las primeras piedras sobre sólido fundamento de roca. Pronto vi pequeños grupos de gente que hacía furtivamente su camino al hospital. Un buen número de aquellos que se habían escapado a la mañana volvieron al atardecer. Por todo el país se habían esparcido las noticias de que yo había pisoteado el hechizo y no me había pasado nada. Aun más, nos habíamos puesto a trabajar en el hospital para hacer lugar para más pacientes.
Cuando ya había oscurecido, vi viniendo hacia mí, de entre las sombras, a una mujer africana.
—Bwana —dijo—, vengo de Chibaya. Mientras venía a casa esta tarde de visitar a un pariente, vi a algunos hombres de nuestra aldea que golpeaban a Mubofu con palos. Le pegaron, Bwana, hasta que cayó al suelo y entonces le pegaron en la cabeza y en el cuerpo. Bwana, creo que está muerto porque vi cómo lo tiraban en un ikolongo (arroyo) en el lugar donde vive mbisi (la hiena) con sus muchos parientes.
Llamando a Daudi y a Sansón, corrí con un farol en la mano, al viejo auto. Formamos un equipo de búsqueda y todo el mundo que pudo meterse en el viejo Sukuma se metió. Como si sintiera la urgencia de la situación, el viejo auto arrancó de inmediato y yo conduje frenéticamente por el rudo camino hacia la aldea de Chikoti. En mi mente estaba siempre la imagen de tres hienas temerosas de atacar a un hombre cuando está de pie y bien, pero muy deseosas de atacar horriblemente a un muchacho inconsciente. Llegué con el auto hasta el lugar donde unas pocas noches antes, el chico nos había guiado a casa por las tinieblas. Tomando mi farol, corrí por el arroyo, pero otros se me adelantaron. No había señales de Mubofu. Entonces, de repente, de un gran macizo de pastizal y cactus, vino la voz de Sansón. Corriendo al lugar, encontré dos de los enfermeros del hospital, de pie sobre el cuerpo de mi amiguito ciego. Estaba echado, acurrucado en el suelo en la posición más antinatural. Puse mi mano sobre su pecho desnudo. Su corazón latía. Pero aun con aquella tenue luz del farol, era obvio que su cráneo estaba fracturado y que por lo menos tenía quebrado un brazo. Con infinito cuidado, lo trasladamos al auto, acomodándolo en un colchón.
Hice el camino de vuelta, manejando con el mayor cuidado posible.
—Daudi —dije—, ésta es la obra del demonio.
—Es verdad, ¿acaso el diablo no entra en los hombres después de que dan la espalda a Dios? —dijo él.
Viajamos un poco en silencio y luego Daudi dijo:
—Mira, Bwana, ellos no dejarán la batalla. Harán cosas peores; debemos vigilar cada movimiento.
Era casi medianoche cuando sacamos a Mubofu de la sala de operaciones. Ciertamente su vida estaba en peligro. La excitación y el agotamiento del día me dejaron totalmente débil. Me arrodillé junto a la mesa de operaciones y pedí fuerza y sabiduría. Recordé al Dios Todopoderoso lo que estaba escrito en la Biblia: “Los que esperan en el Señor tendrán nuevas fuerzas. Volarán con alas como las águilas. Correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán”.
Y entonces oré por la vida del niño ciego que había sufrido un martirio como no había visto sufrir a nadie.
La luz era muy tenue en la sala. Al levantarme, miré hacia la ventana. Apretándose contra el vidrio, había una cara que ciertamente no reconocí. Abrí de par en par la puerta y me precipité afuera para ver una oscura figura, corriendo velozmente, desapareciendo hacia el abierto portón del hospital, por el que el equipo de búsqueda había pasado sólo minutos antes. Era obvio que los espías de Chikoti andaban alrededor y sentí que la violencia flotaba en el aire. La puerta de la sala de hombres estaba cerrada aquella noche y Sansón, armado con una pesada estaca, dormía junto a la puerta.
Temprano a la mañana siguiente, mi entusiasta grupo de pequeños amigos trajo piedras para el edificio de la nueva sala de infecciosos y una multitud de gente volvió en procura de remedios. Lentamente, muchas de las camas vacías volvieron a llenarse. Cerca del atardecer llegó Suliman con la camioneta llena de manojos de pasto, un pasto de dos metros de alto que, colocado adecuadamente, serviría de techo para la nueva sala.
Parecía que se aliviaba la tensión en el hospital. Oí a las personas reír de nuevo y grupos de personas se reunieron ante el montón de piedras y pasto. El carpintero cojo había estado muy ocupado cortando vigas y tirantes en su taller. Albañiles africanos pulían las piedras, mientras que otros construían, mientras mi pequeño amigo Mubofu, yacía inconsciente en cama. Sólo hacía media hora que brillaba la luz del sol cuando Sansón vino a verme.
—Bwana, hemos cometido un gran error —dijo—. Si dejamos el pasto aquí en el suelo, las hormigas blancas vendrán y en poco rato acabarán con todo. ¿No sería una buena idea si, mientras hay gente alrededor, cada uno lleve un manojo y lo pone arriba del techo de la sala de hombres? Mira, así se mantendrá fresco el lugar y será más fácil que Mubofu mejore.
Parecía una buena idea y pronto la mayor parte del pasto, pesaba unas dos toneladas, fue llevado y cuidadosamente acomodado en el techo de la sala de hombres. Yo había urgido a Sansón para que el trabajo se hiciera lo más silenciosamente posible. Así fue como, tan calladamente se hizo, que la mayoría de los pacientes de la sala no se dieron cuenta de que algo ocurría en el techo de hierro forjado sobre sus cabezas, aunque realmente había una gran pila de pasto apilada sobre ellos. Observé cómo titilaban las primeras estrellas. Me pareció que había un vuelco de la batalla a nuestro favor. Eso fue lo que dije a Daudi cuando vino a hablarme.
—Kah —me respondió—, Bwana, puede ser así, pero, mira que Chikoti es un hombre lleno de astucia y siento su ataque sobre nosotros. Me parece que sería sabio que tuviéramos un centinela en el hospital en las próximas semanas. Quizá aun vengan tratando de tomar a Mubofu de la sala.
—Bueno, es una idea espléndida, Daudi, eso del centinela. Jiih, vamos a ocupar a Maswaga, que brama como un león a un toro. Puede asustar a cualquiera con el ruido que hace. Y además puede trepar tan silenciosamente como un leopardo y correr como un ciervo.
—Muy bien, Bwana, lo llamaré. Vive por allá.
Daudi señaló con su mentón en dirección a la luz creciente. Podíamos ver la silueta del comienzo del edificio de nuestra sala de enfermedades infecciosas. Miré allí por unos momentos y me pareció que la luna me hacía jugarretas.
—Daudi, por cierto que ese edificio está mucho más alto de lo que era al atardecer.
—Kah —dijo Daudi— eso se debe a la pereza de los aguateros del hospital. Porque ellos, al llevar el pasto, lo escondieron del otro lado de la esquina. Pero Sansón dio la vuelta y se cayó encima. Había mucho. Bueno, no hubiera sido seguro ponerlo encima de la sala porque ahora no podemos ver, de modo que lo llevamos y lo pusimos encima de la pared de piedras.
—Está bien, allí no puede hacer mucho daño —dije.
Daudi estuvo de acuerdo. Todo servía para demostrar qué poco preparado estaba cualquiera de nosotros para lo que había de ocurrir aquella noche. Una voz salió de las tinieblas.
—Bwana, ven rápidamente a la sala de hombres.
—Bueno —respondí–, ya voy, voy enseguida.
—¿Qué ocurre? —dije jadeante en la puerta
—Bwana, se trata de Mubofu; de repente se ha puesto muy raro.
Capítulo 14: Arma Secreta
El chico estaba echado en la cama con una extraña mirada fija. Parecía como si estuviera tratando de mirar algo con sus ojos sin vista. Todo el tiempo lo pasaba murmurando la palabra “Mazengo, Mazengo, Mazengo”. Daudi respiraba pesadamente a mi lado.
—Daudi, ¿quién es Mazengo?
—Bwana, es el chiquillo que Mubofu trajo hace unos días, el que tenía neumonía. ¿Te acuerdas?
—Sí —respondí—, ¿el que raptaron la otra noche? —Puse mi mano en el brazo de Mubofu—. ¿Qué pasa, amiguito?
Por un momento pareció volver en sí.
—Bwana —dijo tomándome—, quizá se han llevado a Mazengo del hospital. El siempre ha estado en el lugar del jefe, donde ellos almacenan el maíz. Bwana, ayúdale.
Volvió a caer en el delirio. Todo el tiempo repetía “Mazengo, Mazengo, Mazengo”. De repente, se sentó y dio un alarido. Un alarido que me hizo estremecer. Había terror en aquel sonido.
—Quieto, amigo —le dije— quieto, todo está bien.
—Bwana, ve con Mazengo, ve con Mazengo. ¿Irás, Bwana?
—Sí, querido —dije—, iré. Tú acuéstate.
Murmuré algo a Daudi y él volvió un momento después con un vaso con un sedante muy potente.
—Bwana, ¿de veras que vas con Mazengo? ¿Vas ahora?
—Sí, viejo, pero toma esta como un buen chico.
Tomó hasta la última gota y se echó de nuevo en la cama.
Daudi me dijo:
—Bwana, no vayas al lugar de donde viene todo el daño. No lo hagas, Bwana, es peligroso.
—No veo que pueda hacer otra cosa, Daudi. No me necesitan en el hospital y eso puede ser el motivo de diferencia en la recuperación de Mubofu. Por lo menos, puedo intentar.
—Bueno, Bwana, pero lleva tu bhuti (rifle).
—Daudi, llevar un arma será invitar la pelea. Iré solo y sin ningún arma, excepto ésta —le dije mostrándole dos botellas, una con pólvora y una mayor con un tapón de vidrio.
Fui a buscar a Sukuma para ir hasta aquella aldea, pero me encontré con el pobre auto realmente enfermo. Uno de sus neumáticos había sido cortado profundamente con un cuchillo agudo. Los espías de Chikoti habían estado muy activos. No había nada que hacer, fuera de ir en bicicleta, de modo que, con una linterna eléctrica para iluminar mi azaroso camino, pedaleé lo mejor que pude por el rudo sendero. Todo el tiempo tuve la sensación de ser seguido y comprendí que aquélla no era pura imaginación cuando una bandada de pájaros adormecidos salió espantada ruidosamente de un gran árbol kikuyu. Pedaleé con más urgencia que nunca y de repente me detuve y bajé de la bicicleta, llevándola a mi lado hasta la oscuridad de la copa de un baobab al costado del sendero.
Un minuto después dos africanos, vestidos sólo con taparrabos, cada uno de ellos llevando una lanza, pasaron corriendo frente a mí, respirando afanosamente. El camino era ahora muy angosto. Sonreí para mis adentros y silenciosamente monté la bicicleta y pedaleé detrás de ellos en las tinieblas. Era muy difícil conducir, pero pronto apareció a la vista la aldea de Chikoti y pude ver bien más adelante, ante las fogatas, la silueta recortada de los hombres que se presumía me estaban siguiendo. Apresurando la velocidad, encendí repentinamente la linterna sobre sus brillantes espaldas.
—Kumbe —dije—, vaya, somos más de uno los que andamos por este camino hoy.
—Sí, Bwana —dijeron con aire de inocencia.
—Es buena cosa —dije— que ustedes llevan las noticias de mi llegada. Vayan ahora al jefe Chikoti y díganle que el bwana está aquí y quiere tener unas palabras con él.
Hice rodar la bicicleta hasta una fogata en el centro de la aldea y me senté en un banquillo de tres patas que me trajo una de las mujeres. La reconocí como una de las que habían estado yendo secretamente para obtener remedios en el hospital. Un silencio cayó sobre toda la aldea interrumpido sólo por el pisotear del ganado en el corral. Sonó la nota aguda de un ave nocturna, una lechuza sobrevoló el fuego y la gente se echó hacia atrás.
—Miren, ituwi (lechuza) —dijeron— ¿acaso no es un ave de la magia negra?
Silenciosamente quité el tapón de la botella grande. El olor picante del éter se dispersó por todo el lugar. La gente olfateó.
—Jiiih, ¿qué es eso? —dijeron.
En ese momento, Chikoti apareció en escena. Realmente parecía muy amablemente.
—Karibu, Bwana —dijo—, ¿por qué vienes a la aldea en bicicleta a estas horas de la noche?
—Bueno, jefe —dije—, prefiero venir en bicicleta estos días cuando anda suelta la hechicería y los hombres corren silenciosamente en la noche.
El jefe pareció sentirse muy incómodo. La lechuza volvió a sobrevolar el lugar. Yo dije:
—Mira, ¿no anda mucho ituwi esta noche? ¿Es que anda olfateando las hechicerías en el aire? He venido yo a buscar a alguien que fue sacado del hospital. Vaya, ¿no estás muy enojado de que lo hayan hecho, tratándose de Mazengo, tu nieto? Si no vuelve muy pronto al hospital, morirá, porque su enfermedad es muy grave y las medicinas que requiere son muy especiales.
—Bwana, sería muy malo que alguno lo saque del hospital —asintió Chikoti.
—Jefe, eso justamente ha sucedido —dije— y ésa es la razón por la que he venido a tu aldea.
Derramé un poco de éter en la palma de mi mano, tomé una astilla encendida y le prendí fuego. Hubo un relámpago de luz y la gente se echó hacia atrás.
—Yah, mira —dije—, esto no es magia, es sabiduría, es medicina que usamos en el hospital. ¿Tiene tu hechicero una medicina como ésta?
Volví a sentarme en el banquillo y aguardé el efecto de aquella demostración.
—Bwana —dijo Chikoti, sin el mismo tono confiado en la voz—. Mazengo no está en mi aldea.
—¿No está en tu aldea, eh? Bueno, ¿dónde está entonces?
—Magu gwegwe (no lo sé), eso es cosa tuya —replicó Chikoti rudamente.
—Fue sacado del hospital por tus hombres.
El africano se encogió de hombros.
—¿Los viste y los reconociste, Bwana? ¡Kah!
Escupió y se dio vuelta.
—¡Espera! —dije en un tono de voz áspero—. Tengo evidencias de que han golpeado y tratado de matar a un niño ciego.
—¡Jii! —gruñó el jefe—. Si la gente está enojada porque los propios miembros de su familia son sacados de aquí, eso no es cosa mía y en cuanto a Mazengo, mi nieto, no sé nada.
Me puse de pie de un salto.
—Jefe, estás mintiendo. Está en esta aldea y yo lo sé. Y tú mismo me guiarás al lugar donde está.
El jefe se puso de pie trémulo —estaba un poco borracho— e hizo una señal a un grupo de sus hombres que estaban directamente detrás de él. Se levantaron de un salto. Algunos tenían lanzas, otros garrotes. Retrocedí hasta que tener la fogata entre mí y la guardia de Chikoti.
—Yah —espeté—, demuestras tus mentiras por tus acciones.
Al hablar, tomé de mi bolsillo la botella con la pólvora y eché su contenido en mi mano derecha y en un segundo lo lancé al fuego, cubriéndome los ojos al mismo tiempo. Hubo un pantallazo de blanca luz, cuando estalló la pólvora, a la par de las exclamaciones de asombro de Chikoti y sus seguidores. Me saqué la mano de los ojos, con la cual los había protegido del intenso resplandor y vi a mis presuntos atacantes cayendo uno sobre otro, deslumbrados y cegados por la pólvora. Tomé al pasmado Chikoti por el brazo y un minuto después él y yo éramos los únicos seres visibles en la aldea.
—Llévame dónde está —ordené.
Sin una palabra, fue hasta su propia casa. Allí a la luz de una pobre lámpara de keroseno, vi a Mazengo echado en una manta. Poniendo mis dedos en su muñeca, el pulso me indicó que el jefe había dicho la verdad sin quererlo. Me puse de pie.
—Chikoti, ciertamente Mazengo ya no está en tu aldea. Ya ha salido para su último y largo safari.
Capítulo 15: ¡Fuego!
Tomando mi bicicleta de donde la había dejado debajo de un baobab, subí en ella y encendiendo la linterna, fui hasta el hospital en la colina. Sentía un peso realmente muy grande en el corazón. Un ave nocturna aleteó a la luz de mi linterna y voló hacia mí. Haciendo una curva para evitarla, vi que había algo blanco que parecía acecharme de entre el matorral al lado del camino. Fui hacia allí. Era el saco del pijama blanco que Mazengo había usado en el hospital; parecía que los que le sacaron del hospital en su apresuramiento se lo habían quitado y echado al borde del camino. Hice rodar la bicicleta por un trozo definitivamente malo del camino, volví a subirme y fui hasta una parte plana entre dos lechos del río. De repente comenzó a sonar un tambor en la aldea detrás de mí, un solo tambor con un sonido sumamente extraño. En las tinieblas, parecía llevar algún siniestro mensaje. No tenía idea de qué sería, pero me hizo pedalear más fuerte, y al hacerlo pensé que si habían hecho aquello con el pequeño Mazengo, aun tendrían planes para hacerle mal a Mubofu, aunque ciertamente ya le habían hecho bastante.
En mi mente, repasé los varios pasos de la intrincada operación que tenía que realizar para atender su cráneo fracturado. En la colina podía ver la silueta de los edificios del hospital y un farol que se movía alrededor, de ventana en ventana, lo que mostró que la enfermera nocturna estaba ocupada en su tarea. En el extremo más alejado del cerco, podía ver otro farol que se movía y me di cuenta que nuestro centinela nocturno estaba bien despierto y preparado para cualquier emergencia.
Aun quedaba un kilómetro y medio de camino, cuando de repente, cerca del lugar donde se estaba construyendo nuestra nueva sala, surgió una llama. En un minuto, hubo una llamarada grande: alguien había puesto fuego al montón de pasto que habíamos almacenado allí para el techo del nuevo edificio. Pedaleando con frenesí, vi figuras que se apresuraban desde todas las direcciones, pero yo sabía que había poca esperanza de salvar algo de aquel pasto. Ahora me pareció que el mensaje del tambor era claro. Apremié a la vieja bicicleta a una velocidad como nunca había andado, pues preveía el próximo paso: encender fuego en el pasto del techo de la sala del hospital, la misma sala donde el pequeño Mubofu estaba luchando por su vida. Podía muy bien ocurrir que la excitación de un fuego en aquella etapa de su mal podía inclinar la balanza en su contra y llevarle por el mismo sendero que el pequeño Mazengo había recorrido sólo pocas horas antes.
Salté de la bicicleta cerca del portón del hospital, siempre llevando la linterna en la mano. A menos de veinte metros delante de mí pude ver una tenue figura que se trepaba como un lagarto por la pared del hospital. De repente se vio el chispazo de un fósforo (cerillo) al ser encendido. Vi cómo la llamita se movía hacia el gran montón de pasto en el techo a pocos centímetros de distancia. Con un grito, corrí hacia adelante y tiré mi linterna que fue a dar en la figura negra en medio de la espalda. Desapareció el fósforo, se oyó un aullido y un sonido de alguien que caía. Un segundo después estaba sobre sus pies y pasaba corriendo a mi lado. Lo atajé a la manera del rugby, pero sólo me quedé con su sucio taparrabos. El hombre de Chikoti se había frotado todo el cuerpo con grasa de vaca para hacer más difícil su captura en el caso de una emboscada. Corrí detrás de él, pero era como correr detrás de una liebre. En la oscuridad, no vio la bicicleta. Debe haberse enredado en medio de una rueda, porque al día siguiente encontré seis rayos rotos. Se metió dando tumbos en el maizal. Daudi y varios otros habían venido a la velocidad máxima para ver qué estaba ocurriendo pero el intruso seguía sobre sus pies. En el resplandor del pasto ardiente junto al nuevo edificio, lo vimos, con sus largas piernas y brazos haciendo las más raras sombras en la luz roja. Pasó como un relámpago frente a la sala de mujeres y a la de operaciones.
—Yah —dijo Sansón—. Mira, Bwana, mira, ahora ...
De repente, sin razón aparente, las piernas del intruso parecieron volar por los aires, cayó de bruces y dándose un gran golpe, dejando escapar en alarido.
—Jiii —dijo Daudi, estallando en una carcajada—. Bwana, es la soga de la ropa, que lo tomó bajo el mentón; no sabía que estaba allí. Yoh, ahora vamos a agarrarlo.
Pero un segundo después, estaba de nuevo de pie, corriendo con el frenesí del temor. La última vez que lo vimos era sólo una vaga figura que desaparecía en una serie de espinas, tan agudos y largos que hubieran hecho del alambre de púas algo tan suave como terciopelo. Por un momento, nos detuvimos admirados y luego reímos hasta que nos hizo mal.
Daudi se limpió las lágrimas de los ojos.
—Kah, Bwana, podría haber sido peor. Mira, sólo quemó un poco de pasto; todo lo que pusimos en el techo de la sala quedó intacto.
—Sí, pero apenas —dije—. Llegué a tiempo para verlo encendiendo un fósforo para prenderle fuego, y entonces sí hubiéramos tenido problemas. Probablemente el ruido y el calor hubieran bastado para hacer que Mubofu se pusiera muy mal de nuevo.
—Bwana, —dijo Daudi—, me alegra que hayas vuelto; ha estado delirando, gritando a viva voz.
Fui a la sala y allí estaba Mubofu, realmente muy grave.
—¿Dónde está el bwana? —gritaba—, ¿dónde está el bwana, dónde está el bwana, dónde está Mazengo, qué han hecho con él?
Y luego levantó los brazos como atajándose golpes.
Podía ver las heridas, la piel desgarrada que mostraba lo que le habían hecho. Puse mi mano sobre su hombro y le hablé tranquilamente.
—Quédate quieto, querido, quédate quieto. Todo anda bien; soy yo, el bwana doctor.
—Yoh —dijo—. Bwana, Bwana, ¿qué es de Mazengo?
Indiqué a Daudi que me trajera una jeringa; entonces froté el brazo del muchachito con un poco de algodón.
—Sólo un pinchacito, viejo. Quieto ahora.
Clavé la aguja y le di la inyección.
—Koh —dijo.
Por unos momentos estuvo completamente fuera de sí. Parecía tener la idea de que una vez más Chikoti y sus asesinos lo atacaban.
—Sí —gritó—, era yo, era yo el que llevaba los chicos al hospital, yo, que soy un ciego, quería llevarlos donde se salvaran sus ojos.
Me sacó la mano del hombro y cayó exhausto en la almohada. Por un momento su pulso se detuvo y luego volvió muy lentamente. Estando allí observándolo, pensé en todo lo que había pasado los últimos días. Toda su vida era una ceguera sin esperanza, que le había dejado aquellos dos agujeros patéticamente vacíos. Los tenía fijos en mi dirección desde la blancura de la cama. Debía tener unos catorce años, según supuse; en esos años había sufrido de muchísimas maneras. Había pasado hambre, soledad y el sentido de no ser deseado. Y luego, había venido un nuevo objetivo. Y la vida ahora tenía una meta, en vez de ser tan sólo un viaje largo y negro, a ser recorrido con desesperanza y dolor. Mis pensamientos se interrumpieron cuando vi mover sus labios. Me incliné cerca de él. Ahora estaba más calmado. La droga estaba actuando.
—Bwana, ¿dónde está Mazengo, mi amigo Mazengo?
—Fui a verlo, Mubofu, y lo encontré en el kaya (casa del jefe).
—¿Está, Bwana, está ... ?
Extendió las manos como tratando de encontrar palabras con que redondear la pregunta. Yo tomé sus manos.
—Mubofu, tu amigo Mazengo está descansando.
Las palabras tenían, en chigogo, mucho más significado que para nosotros y el cieguito entendió.
Repentinamente su cuerpecito se sacudió con los sollozos. Me quedé allí observando hasta que la inyección hizo su efecto. Mubofu estaba dormido. Daudi, que estaba detrás de mí, me dijo con un susurro:
—Bwana, es algo terrible que le haya ocurrido todo esto después que él hizo tanto para tratar de servir a Dios.
Salí de puntillas de la sala y me quedé hablando con Daudi a la sombra del árbol que había en la puerta. Podía ver sus frutos, que parecían de madera, recortando su silueta a la luz de las estrellas, contra la blancura del edificio.
—¿Acaso sientes, Daudi —dije, cuando por fin pude hablar en voz alta— que Dios debería protegernos de cosas como éstas?
—Sí, Bwana, es lo que siento.
—A veces lo hace, Daudi, pero ¿recuerdas lo que el mismo Jesús dijo? Él advirtió a los que le seguían, diciendo: “Las zorras tienen cuevas y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”. ¿Acaso no volvió a advertir a sus seguidores que estaba haciendo un viaje que terminaría en la cruz donde moriría y no dijo que el mismo camino debería ser recorrido por algunos de los suyos? ¿Y no ocurrió eso a Pedro y no fue Jacobo muerto por una espada? Y Pablo tuvo que pasarla muy mal; si lees en el Libro, verás cómo fue golpeado; cinco veces recibió treinta y nueve azotes, una vez fue apedreado, estuvo en naufragios, pasó un día y una noche en el océano, fue mordido por serpientes, atacado por ladrones, estuvo sediento, hambriento y terminó su vida decapitado, y todo lo hizo con alegría, porque amaba a Dios. Al final, dijo: “He corrido la buena carrera, he peleado la buena batalla, he guardado la fe y ahora me está reservada una corona de justicia, la que me dará el Señor, Juez justo, en aquel día y no sólo a mí, sino también a todos los que ansían su venida”.
—Jiii —dijo Daudi—, es un camino duro el que recorremos.
—Lo sería si debiéramos hacerlo solos, pero ¿no dice él: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días”? ¿Y no has pensado, Daudi, que Mubofu ha estado recorriendo el duro camino que hizo su Maestro y que sus cicatrices son poca cosa cuando pensamos en las cicatrices que de Jesús?
Hubo un momento de silencio y luego el enfermero me tocó el brazo.
—¡Bwana, mira! En el dispensario ...
No pude ver nada, pero de repente se oyó el crujido de una botella que caía. Por segunda vez en aquella noche una figura oscura atravesó el portón del hospital y se sumió en las sombras. Darle caza era perder el tiempo, de modo que fuimos al dispensario para ver qué daño había causado. Un olor punzante a linimento se me metió en las narices cuando abrimos la puerta. Un farol mostró que una botella había sido derramada.
—¡Yoh! —dijo Daudi—, Bwana, eso nunca será usado para fregar el pecho de la gente. Mira, todo lo que yo tenía sobre esa mesa era una botella y un bote de ungüento. Pues bien, ha desaparecido.
—¿Qué clase de ungüento era, Daudi?
Mi ayudante africano hizo una mueca con toda la cara.
—Yoh, Bwana, creo que el hombre que robó esta medicina vino a buscar algo para el que puso fuego al pasto y se arañó tan mal con las espinas. Bwana, ese ungüento es lo que tú preparas con ajíes y lo usamos para un fin muy distinto que el de calmar dolores...
Por experiencia yo sabía que el ungüento de ají, si se introduce en una herida, produce el más agudo de los dolores.
—Jiii —dijo Daudi—, antes de mucho vamos a oír muchas historias sobre tus poderosos encantamientos. ¡Vaya, que ésta ha sido una noche de cosas raras!
Capítulo 16: Confusión
Salí de la sala para recuperar la linterna que me había sido tan oportuna en el momento crítico. Descubrí que el vidrio no se había roto y que todavía funcionaba. Iluminando alrededor, vi mi bicicleta. Al levantarla, descubrí que, enredado entre los rayos, había un gran adorno para oreja, como una moneda de las mayores, consistente en semillas sujetas por una crin de jirafa de manera muy ingeniosa. Era una pieza muy clara de manufactura nativa, que yo nunca había visto antes. Me propuse mostrarla a Daudi y Sechelela al día siguiente. Cuando lo hice, despertó mucho interés.
—Bwana —dijo—, hay muy poca gente que usa cosas así. Mira, hay un hombre que vive cerca de la aldea de Chikoti, un hombre de quien se habla mucho, de muy mal genio y cuya lanza ha estado manchada con sangre más de una vez.
No teníamos más tiempo para el trabajo de detectives aficionados. Había una recorrida completa de inyecciones que dar, pulmones que auscultar, medicinas que preparar y una serie de delicadas operaciones oculares que realizar. Al principio, los chicos se asustaban aun de las gotas para los ojos, pero aquella mañana, cuando entré con una fuente con varias botellas, trozos de algodón y una serie de palitos de fósforos esterilizados, fui saludado por los alegres gritos de “Mbukwa, Bwana”.
—Mbukwa —respondí— aquí estoy y Sechelela está conmigo con tres grandes trozos de azúcar para los que mejor mantengan abiertos los ojos.
—Koh, Bwana —dijo un chiquillo—, vas a necesitar quince trozos porque todos hemos estado practicando.
Seis de esos chicos tenían úlceras en los ojos, en parte por causa del sarampión y en parte por la medicina que les habían dado los hechiceros. Me acerqué a cada uno de ellos, poniendo una gota especial en los ojos, para quitarles el dolor. Luego llené un gotero con una solución amarillo brillante y una vez más eché una gota en cada ojo. La madre de uno de los niños estaba en la puerta intensamente interesada en lo que yo hacía.
—Ven —le dije—, dime qué ves en el ojo de tu hija.
Miró el ojo, que no tenía nada fuera de lo común, salvo que uno supiera lo que pasaría con ojos que tuvieran aquella enfermedad. La niña evidentemente ansiosa de obtener uno de los anhelados trozos de azúcar abrió bien los ojos.
—Yoh —dijo la madre— vaya, veo en la ventana de sus ojos (lo que era una forma pintoresca de describir la córnea) un trozo de pasto, parecido al maíz cuando brota luego de la lluvia.
—Es cierto —le dije—, has visto lo que está allí, porque esta medicina muestra dónde está la chilonda (úlcera).
Tomando uno de los palitos de fósforo, sumergí su extremo y sólo su extremo, en ácido fénico. Me incliné sobre la niña.
—Deja quietos tus ojos —le dije—, lo más quietos que puedas.
Tenía el menudo trabajo de tocar cada punto de aquella úlcera con la punta de aquel palito de fósforo, ya que el ácido se ocuparía felizmente del problema. Pero yo sabía que si tocaba muy hondo o no iba lo debidamente hondo —y era cuestión de una fracción de milímetro— había el peligro de que el ojo quedara ciego. No hubo ni siquiera un parpadeo de parte de aquella chiquita, ni de los demás que estaban allí. Di vuelta a los párpados de los otros chicos, procedimiento muy incómodo y pinté los párpados con una solución antiséptica.
—Bueno —dije—, no puedo premiar a todo el mundo. Todos han sido muy buenos.
—Yoh, yoh —dijeron—, Bwana, ¿nada para nadie?
—Se equivocaron: algo para todos.
—Jiii —se rieron—, Bwana, eso es cosa de alegrarse. ¿Cuándo podemos irnos? ¿Cuándo podremos andar al sol?
—Cuatro días más —dije—, cuatro días más seguirá allí esa manta que no deja entrar la luz; por cuatro días más tienen que hacer de cuenta que es de noche durante el día y entonces...
—Yoh —dijeron—, y entonces, Bwana...
Fui de allí al lugar en que estaban construyendo la nueva sala. Estaba progresando a tremenda velocidad. Sansón hacía de capataz y vigilaba que cada uno de los albañiles cumpliera su deber. Me dirigí a él.
—Sansón, dentro de una semana habrá mucha alegría en el hospital. Primero, porque las paredes estarán bastante altas como para poner el techo y también porque podremos mandar a casa a unos veinte chicos, ya fuertes y sanos.
En la sala de hombres, estaba Mubofu en un estado lamentable. Yacía allí, quejándose delirante. Parecía sentir que había aun muchos chicos que debían ser traídos de su aldea. Parecía que trataba de llevarlos y que estaba atado de pies y manos y entonces en su delirio, su mente se iba a aquella noche fatídica cuando el jefe trató de sacárselo del camino, golpeándolo casi hasta la muerte. Durante días su vida estuvo al borde de la muerte. No hubo mejoría hasta que una mañana fui a visitarlo después de ver a los carpinteros que estaban poniendo las vigas para la nueva sala. Su temperatura había bajado y su pulso era más firme. Con voz débil, me dijo:
—Bwana, Bwana, mi cabeza, mi cabeza, el ruido, el ruido.
Hice una señal a Daudi y él me alcanzó el frasco de medicina. Lo llevé hasta los labios de Mubofu. Bebió y al hacerlo, dijo:
—Bwana, ¿no oyes esos tambores, no los oyes?
Miré interrogativamente a Daudi y él sacudió la cabeza.
—No, Mubofu, no oigo ningún tambor. Puedo oír los martillos de los carpinteros que están techando nuestra sala nueva, pero no a los tambores.
—Pero allí están: son los tambores de Chikoti. Están golpeando, me están diciendo que voy a morir.
Daudi salió y volvió a entrar no mucho después.
—Bwana —me murmuró al oído—, no hay tambores, no hay tambores por ninguna parte.
—Quédate quieto, Mubofu —dije—, lo más quieto que puedas y duerme todo lo que puedas; vaya, tu dolor de cabeza se irá pasando.
Absorbía una enorme cantidad de medicina para que se le pasara cualquier dolor y, sin embargo, no parecía hacerle bien. Tuve que operarlo dos veces más. Cada vez parecía que el peligro era mayor, pero cada vez salía con éxito. Mientras estaba en la última operación, yo había ordenado a Sansón que sacara todo el pasto del techo de la sala y lo preparara para techar el nuevo edificio. Todo el hospital había andado de puntillas, ya que aun el menor ruido parecía perturbar intensamente al chiquillo. Tarde aquel día, lo vi.
—Bwana —dijo—, están martillando, martillando, oh Bwana, ¿no puedes interrumpir ese martilleo y martilleo?
En aquel momento un asno rebuznó a unos ochocientos metros del hospital.
—Koh —dijo— Bwana, ¿oíste a ese asno? Ese ruido se me mete en la cabeza como un clavo.
Entonces comprendí que su cerebro había sido dañado por el cobarde ataque del jefe.
Ahora las cosas eran mucho menos frenéticas en el hospital. Habíamos sacado los trozos de lona que transformaron la galería en una sala. Los niños que habían estado graves, iban mejorando y las cosas casi habían vuelto a su normalidad. Me senté en mi escritorio, calculando los gastos de la epidemia. Había tratado unos mil casos, de los cuales unos doscientos habían venido al hospital. Más de setenta niños hubieran quedado ciegos, a no ser por la operación que se hizo en sus ojos. De los que tratamos, sólo seis murieron y el costo de todo la campaña, incluyendo hasta el último penique, era de algo menos de cinco libras esterlinas (unos diez dólares). Me arrodillé silenciosamente junto a mi escritorio y agradecí a Dios por la oportunidad de servirle de aquella manera. ¡Con qué frecuencia se me había dicho que no había que intentar esfuerzos misioneros, que los africanos eran ya bastante felices así como estaban, que nadie nos pedía que nos metiéramos con ellos! Mientras estaba allí de rodillas, agradecía a Dios por el joven Mubofu, por lo que él había hecho para salvar vidas y sufrimientos y por lo que le había costado. Al levantarme, descubrí al cieguito de pie en la puerta, con sus manos en los oídos.
—Bwana —dijo— ¿puedo ir a cualquier parte fuera de la sala donde los ruidos son tan grandes? Mira, Bwana —su voz temblaba—, no era muy feliz siendo ciego, pero ahora hay dolor al oír también...
Sacudió la cabeza para atrás y adelante. Puse mi brazo alrededor de su hombro y lo llevé a la chocita fuera del hospital donde dábamos inyecciones a los pacientes de lepra.
—Ven, siéntate aquí —le dije—, y fíjate si es más tranquilo. Mira, el techo es fresco y aquí los ruidos no serán tan fuertes.
Se echó en el banquillo que le había preparado.
—Bwana, aquí es más tranquilo y no oigo los tambores.
Hablando en voz muy baja, le conté de las mil personas que habíamos tratado de sarampión y le conté de los veinticuatro que habían llegado al hospital por sus esfuerzos.
—Pero, Bwana —dijo—, Mazengo murió, mi amigo Mazengo.
—Es verdad —le dije— pero otros veintitrés viven y no estarían vivos si tú no los hubieras traído.
Por primera vez en muchos días, le vi sonreír.
—Koh, Bwana, no había pensado en eso.
—Y además, Mubofu, ¿acaso Mazengo no oyó las palabras de Dios? ¿No se las habías dicho tú?
—Por cierto, Bwana, le hablé de ello y él habló con Jesús junto a mí. Por eso es que lo extraño mucho. ¡Era mi amigo! ¡Me comprendía!
—Mubofu, nuestra vida en este mundo no será para siempre. Podrán ser muchos años, podrán ser días, pero cuando salimos para nuestro último safari, bueno, veremos a nuestro Maestro y recibiremos de él una sonrisa de bienvenida y de su boca las palabras “Bien, buen siervo”.
—Jiii —dijo el cieguito, mientras caminaba conmigo de regreso a la sala—, Bwana hay muchos dolores en la vida, pero, bueno, hay cosas que surgen del dolor que vale la pena tener.
—Es cierto, amigo mío —dije—, ¿recuerdas que Jesucristo dijo: “Si el grano de trigo no cae a tierra y muere, él sólo queda así, sólo un grano de trigo, pero si muere, se transforma en rica cosecha”? Jesús dijo que aquel que quiere conservar su vida, la destruirá y que el que no le da valor, la conservará.
—Yah —dijo Mubofu—, entiendo eso Bwana, sí, ahora entiendo por qué.
Capítulo 17: Interludio Con Una Serpiente
Haber salido del ir y venir de la vida hospitalaria pareció tener un buen efecto en el cieguito, aunque se quejaba mucho de su dolor de cabeza. Una tarde lo llevé a la nueva sala. Estaba terminada. Las enfermeras africanas estaban construyendo las camas.
—Yoh —dijo Mubofu—, ¿hay alguien en la casa?
—No, todavía no —dije— pero es posible que haya más casos de sarampión en la escuela, porque varios de ellos han vuelto de sus vacaciones y ahora mismo los gérmenes pueden estar alimentándose dentro de ellos y pronto comenzará la enfermedad.
—Koh, Bwana —dijo Mubofu—, vaya que es mala cosa ese sarampión.
Buscó su camino alrededor de la habitación. Palpó las paredes y el nuevo piso de cemento.
—Koh, Bwana, tiene buen olor.
—Si no hubiera sido por ti, nunca habríamos construido esa sala —le dije—. Chikoti nunca hubiera lanzado un hechizo contra el hospital, ni hubiéramos tenido que luchar contra nuestros enemigos. Pues bien, por causa de ti fue construida esta sala. Sólo habría piedras en la colina y pasto en el pantano y madera en el monte.
Todas las mañanas, cuando la gente de la sala se despertaba, Mubofu se envolvía en su manta y se iba tranquilamente a la choza fuera de la pared del hospital y allí se sentaba tranquilamente, descansando y recuperándose gradualmente. Todavía ponía fuertes reparos a cualquier ruido. Su cabeza todavía le daba muchos problemas, pero una de las cosas más alentadoras era que había desarrollado un considerable apetito.
Volvieron a ponerse muy atareadas las cosas en el hospital, porque una nueva oleada de sarampión había surgido entre las niñas de la escuela. Nuestra nueva sala estaba llena y algunas de ellas estaban realmente muy enfermas. Generalmente me las ingeniaba para encontrar unos diez minutos e ir a la chocita de Mubofu, donde conversaba con él y le hablaba de lo ocurrido en el día. Una vez a mediodía tomé los dos platos esmaltados que llevaba una enfermera. En uno estaba el potaje nativo de cereales y en el otro algunos frijoles asados que ellos consideraban una delicia y me acerqué a Mubofu. Él inclinó la cabeza y agradeció a Dios antes de empezar a comer y luego tuvimos una charla.
—Mubofu —le dije—, los enfermos andan bien en la nueva sala, tu sala.
Se sonrió. Continué:
—Aunque creo que no te gustaría estar allí porque, juh, ¡cómo charlan! Allí no hay nadie que esté realmente enfermo, porque una vez más hemos podido salvar a la gente del sufrimiento y el dolor y la ceguera. ¡Kumbe! Vaya, nuestro trabajo produce real satisfacción hasta el fondo del corazón.
Mubofu asintió.
—Bwana —dijo—, quizá cuando yo esté mejor puedas encontrarme algún trabajo que pueda hacer en el hospital; quizás yo pueda barrer o limpiar cosas.
—Hablaremos de eso cuando tus dolores de cabeza hayan pasado totalmente.
—Bwana, en estos días me estoy sintiendo mucho mejor. Kah, tengo alegrías. Mi corazón canta. Trabajar con Dios es tener alegría.
Cuando volvía al hospital, Mhutila, el aguatero y jardinero, me regaló una serie de huevos de serpiente que había desenterrado.
Tomé uno de estos en mi mano izquierda y di la derecha a Mubofu. Lo guié a través del sendero hasta la nueva sala, que estaba casi llena de niñas escolares que convalecían del sarampión.
—¿Te gustaría oír la historia de esta sala, Mubofu? —pregunté.
—Jii, Bwana, —dijo— ¡cómo me gustaría oírla! Cuéntame hasta los menores detalles.
—Bueno, muchos de los chicos se pusieron a trabajar para ayudarme. Caminaban hasta el río y traían muchas piedras al volver. Pues bien, en pocos días había grandes montones de piedras y en una quincena, habían traído todo lo que se precisaba. Jii, y entonces conseguimos una gran cantidad de arena y cemento. Tuvimos que quebrar las piedras y entonces pusimos los cimientos.
Habíamos llegado a la puerta de la sala y noté que Mubofu vacilaba. Le puse la mano sobre el hombro y lo conduje dentro de la sala. Dirigiéndome a las niñas, dije:
—¿Se acuerdan del día en que pusimos los cimientos?
—Jmmm, Bwana —respondieron— nos acordamos.
—Bueno, díganme ¿para qué son los cimientos?
La respuesta vino en coro.
—Si no se tienen cimientos, Bwana, todo el edificio se cae.
—Pero ¿por qué?
—Porque viene la lluvia y lava la tierra al pie y vienen los vientos y hacen volar la tierra, y se caen las paredes y se cae el techo.
Por un minuto hubo un completo silencio. Luego volví a hablarles y les dije:
—Díganme, ¿son venenosas las víboras?
—Sí, Bwana, muy venenosas.
—¿Son tan venenosas las grandes como las pequeñas?
—Hongo, Bwana —dijo Mubofu—, ¿acaso las víboras no son venenosas por naturaleza?
—Escuchen mi historia. El pecado es como el veneno. Envenena nuestra alma. Los pecados pequeños son tan peligrosos como los grandes. Vean, se los voy a mostrar hoy de una manera que les será difícil olvidar.
Los ojos de las enfermitas parecían salirse de sus órbitas cuando tomé el huevo de víbora y lo coloqué sobre una gran piedra que había quedado de la construcción, en medio de la sala.
—¿Saben qué es esto? —pregunté.
—Jii, Bwana, un huevo de víbora.
—Ah, ¿y puede morderlas un huevo de víbora?
—No, Bwana, la víbora es demasiado pequeña. Todavía está en el huevo.
—Pero, Bwana —dijo Mubofu—, si sale del huevo, entonces te puede morder.
—Por cierto, ¿qué debo hacer entonces?
—Bueno, romper el huevo, Bwana, y la víbora no crecerá y nadie será muerto por ella.
—Muy bien —dije y, tomando un pedazo de leña, di un golpe con todas mis ganas al huevo, mandando la lluvia maloliente de basura por toda la sala. Las cabezas desaparecieron mágicamente bajo las mantas. La enfermera de turno estaba muy molesta.
—Yoh, Bwana, has hecho un desorden tremendo.
—Quizá —respondí, ¿pero crees que alguna de estas chicas se olvidará de ello?
—Koh, Bwana —se rió—, no se olvidarán nunca. Golpeaste ese huevo como si hubieras puesto en ello tu odio por todas las serpientes, un odio muy profundo.
—Ese es el cuadro. Hay veneno en una víbora y el pecado es veneno y yo odio el pecado porque mata el alma de ustedes. Por eso, debemos eliminar nuestros pecados mientras que son muy pequeños, porque si no, crecerán.
—Bwana, nosotros no podemos eliminar nuestros pecados —dijo Mubofu—. Sólo Jesús puede hacerlo.
—Muy bien —dije— y cuando Jesús lo ha hecho con todos nuestros pecados, niñas, no se olviden que entonces es importante construir sobre el buen cimiento.
Mubofu caminó muy feliz hacia su “casa de quietud”, como él la llamaba y yo lo dejé para ir a la sala de operaciones.
Dos horas después vi a Daudi que salía del dispensario.
—Ve y trae de vuelta a Mubofu. Ya es hora que lo recojamos; ya se ha puesto oscuro.
—Generalmente para esta hora ya ha vuelto solo, Bwana.
Un cuarto de hora después, Daudi estaba en mi puerta, sin respiración.
—Bwana —dijo—, no hay señales de Mubofu. No está en la choza. Bueno, hemos revisado todo alrededor del hospital, y no hay señales de él, pero en la arena cerca de la choza están las pisadas de un hombre, muy hundidas en el suelo. Parece que hubiera tenido una carga en la espalda, Bwana, creo que Chikoti ha dado otro golpe.
Y por más que buscáramos, no encontrábamos en ninguna parte rastro ni señales de Mubofu. Era como si hubiera desaparecido completamente de la superficie terrestre. Mis pensamientos volvían a lo que había visto en el lecho del río seco, aquella figurita acurrucada, golpeada y abandonada a las hienas, los chacales y los buitres. Durante toda la noche hubo gente buscando por todos lados. Los maestros de nuestra escuela misionera fueron a averiguar por las aldeas. Ndogowe, el hombre del asno, no tenía noticias de la aldea de Chikoti. Todo el asunto era un misterio completo.
Cuando llegaba alguien de un distrito distante, siempre se la hacía la pregunta: “¿No han oído de un muchachito ciego llamado Mubofu? Porque ha ‘desaparecido’”.
Y siempre venía la respuesta: “Chikali” (aún no).
Capítulo 18: El Clímax De La Batalla
Una mañana la galería de nuestro dispensario estaba llena de gente. Todos habían venido en busca de remedios y tratamiento. Estaba auscultando el pecho de una niñita africana con mi estetoscopio, en lo que parecía ser la hora tope de nuestro trabajo. El gentío a la puerta quería remedios, medicinas para la tos, quinina, gotas para ojos, gotas para los oídos, gotas para la nariz, y todos parecían decirlo al mismo tiempo. No era que hacían tanto ruido, porque conocían la primera regla del hospital, de que mientras estaban esperando la medicina debían estar muy quietos, pero se podía oír el murmullo permanente y luego, de repente, surgió una voz bajo la ventana, una voz fuerte, que era muy insistente:
—Bwana, Bwana ...
Había un africano alto vestido a la usanza del lugar, con barro rojo en el cabello, y los lóbulos de las orejas perforados de modo que fácilmente podría pasar por ellos una pelota de tenis.
—Bwana —dijo—, se trata de una pierna fracturada.
—Espera un minuto —dije.
Escribí en una tarjeta el tratamiento que debía recibir la niña. La vi irse hasta la ventanilla donde daban las medicinas y hacer muecas mientras bebía de un frasco.
—Llamen a Daudi —ordené.
Mi enfermero jefe estaba muy ocupado examinando muestras de sangre buscando paludismo, que es muy común en todo Tanganica. Dejando su laboratorio, se me acercó.
—Daudi, aquí hay un hombre que dice que en su aldea hay un caso de pierna fracturada y, claro, no podemos esperar que camine hasta aquí. ¿Podrás ocuparte de todo esto y ver a los pacientes externos que tienen enfermedades comunes? Voy a revisarlos un poco y ver si hay alguien realmente enfermo y tú puedes dar la medicina a todos los demás.
Daudi se puso el delantal y se preparó para la tarea. Miré a las sesenta y cinco personas que aún estaban esperando. Había tres o cuatro que evidentemente sufrían de paludismo agudo y me ocupé de que fueran debidamente atendidas. Había un muchachito con una úlcera enorme. Hice un bosquejo para Daudi con el tratamiento que debía recibir. Al final de la línea había un hombre que precisaba una operación. Arreglé para que se le hiciera.
Luego, tomando mi gorrito y una maleta que uno de los enfermeros africanos había preparado, me dispuse a ir para ver el caso de la pierna fracturada. Antes que nada, revisé el contenido de la maleta. Había algunos sándwiches que habían sido preparados rápidamente y un gran termo lleno de té. También había rollos de tela enyesada, instrumentos quirúrgicos y algunas viejas tijeras que usaba para cortar el yeso. Me dirigí al hombre que estaba esperando impaciente a mi lado.
—Dime, ¿dónde está la fractura? —dije señalando mi muslo.
—Ngo, ngo, Bwana, no está allí. Está...
Señaló un lugar a mitad camino de la rodilla y el tobillo.
—Oh, ahora dime —proseguí— ¿el hueso ha atravesado la piel?
—Hongo —dijo Daudi y me miró sonriente—, Bwana, ¿le estás preguntando si es una fractura simple o doble?
—Kumbe —dijo el hombre— vaya, la piel está bien.
—Mejor así —dije—, bueno vamos bien, Daudi, con este equipo, pero mejor que me consigas un trozo de goma de modo que lo podamos usar para colocarlo dentro del yeso, así cuando lo sacamos no cortamos la carne.
Pronto apareció el trozo de goma.
Ya a punto de salir, Daudi me llevó a un lado y me murmuró:
—Bwana, pienso que hay algo raro en esto. Creo que te encontrarás con algún problema.
—Kah, está bien —dije—. Hay demasiadas cosas en el hospital para que tú vengas conmigo. Ahora voy con él. Todo estará bien.
Diciendo eso, salí para emprender la caminata de doce kilómetros por las colinas. Era más rápido ir caminando que por cualquier otro medio. Mi guía se movía a una velocidad que me resultaba difícil mantener. Pasamos por lechos de ríos que estaban llenos de arena húmeda y charcos de agua barrosa; había chicos jugando en aquellos charcos, salpicando a su alrededor y aprovechando gloriosamente el corto período del año en que había agua.
Mi guía era muy callado. Era curioso que casi no dijera una palabra. Esto me hacía sentir que había algo de extraño en todo el proceso. A mi izquierda, podía ver una serie de colinas, con bloques de granito que sobresalían de la manera más insólita. En la base de aquellas colinas había un lugar donde una y otra vez nos habían insistido que construyéramos un hospital anexo. Por una u otra razón, siempre ocurrió que el proyecto no nos atrajo: parecía representar un tremendo cúmulo de trabajo y una inversión de tiempo y material que no estaba a nuestra disposición.
Al fin vimos a lo lejos la aldea. No era sino un grupo de típicas chozas africanas de barro. Llegamos hasta una de aquellas kayas y fui conducido a una oscura entrada, donde había un fuego ardiendo debajo el almuerzo de alguien, el ugali (cereales nativos), cocidos en un pote de barro. A su parpadeante luz, vi a mi paciente, yaciendo en un cuero de vaca. Pues bien, estoy acostumbrado a vistas extrañas y olores peculiares, pero debo admitir que quedé completamente abrumado en aquella ocasión particular. Era evidente que la pierna estaba rota, pero no se trataba de un chiquillo, como había creído, ¡sino un ternero! Miré al hombre.
—¿Qué es esto?— le dije—. ¿Me has hecho venir hasta aquí, doce kilómetros de viaje en el calor, me has hecho dejar el hospital y decenas de enfermos para curar la pata quebrada de un ternero?
—Jeh —dijo mi huésped— si no te hubiera dicho que era una pierna quebrada no hubieras venido. Si te hubiera dicho que era de un ternero, no hubieras venido.
—Por supuesto —dije—, ciertamente que no hubiera venido. ¿Acaso mi trabajo es cuidar del ganado?
—Bwana, es la cría de una vaca muy valiosa.
—Jah, ¿y qué de la gente enferma en el hospital?
Se encogió de hombros. Las vacas son una riqueza en África, de modo que decidí que era mejor ayudarle y quizá así pudiera conseguir noticias de mi amigo perdido. Dije al dueño del ternero:
—Accederé a ayudarte, pero sólo si me das noticias de un chico ciego que estaba enfermo en el hospital y que ha desaparecido. Si no hay noticias, no hay medicinas para el hijo de la vaca.
Una mirada de terror chispeó en sus ojos y en el mismo momento vi detrás de él, saliendo de una choza, a un africano con un adorno muy peculiar en una sola oreja. Yo sabía dónde había visto al individuo del adorno: era en el hospital, la noche del incendio.
No podía evitar una sonrisa al verle cojear. Me intrigaba saber si habría sido la bicicleta, la soga de la ropa o el ungüento lo que le había causado daño. El dueño del ternero me miró furtivamente y me dijo:
—Bwana, hay una aldea más allá de las colinas, en el camino hacia aquí, exactamente al borde del sendero. He oído que hay una gran enfermedad allí; quizá el chico esté allí.
—¿Me mostrarás el camino cuando termine aquí?
El africano asintió.
Así fue como, con la familia sentada forzadamente sobre el desdichado ternero, que estaba más bien ansioso de usar sus tres patas buenas de que yo le curara la cuarta, me ingenié para poner un su lugar la parte quebrada. Coloqué el yeso, para admiración de la gente que se había reunido para observar el procedimiento.
Me invitaron para participar de una comida de ugali y decidí hacerlo. Mis manos estaban siendo lavadas ceremoniosamente por el dueño de casa, derramando agua encima, cuando vi a Daudi que llegaba, con la impresión de tener mucho calor. Saludó al grupo en el lenguaje local y luego, llegando hasta mí, dijo en inglés:
—Bwana, terminé mi trabajo en el hospital y sentí que quizá había peligro en el trabajo de hoy, de modo que vine a estar contigo.
—Gracias, amigo mío —contesté—, aquí hay problemas, y grandes, pero primero vamos a comer.
La gente estaba muy intrigada al ver que yo podía comer su comida de la misma manera que ellos. Miraron con admiración cuando, mientras yo tomaba un puñado de cereales nativos secos, los echaba en un pote de frijoles hervidos y los comía con ruidosa aprobación.
—Yeh —decía mi huésped— vaya, ¿no es uno de los nuestros? ¿No come como nosotros?
Cuando terminé la comida y sentía una aguda sensación de pesadez en el estómago, llamé a un lado al dueño del ternero.
—Cuéntame lo que me prometiste.
Miró furtivamente de un lado a otro y entonces dijo:
—Bwana, en el pantano, en medio del lago, hay tres viejas casas. Debes caminar a través de mucho barro para llegar a la isla en que están escondidas. Bwana, esas casas son lugares donde no debes ir, porque en esas islas está la muerte y nadie de los míos se acercará.
—Explícame en qué dirección está el pantano —le dije.
El hombre volvió a mirar furtivamente alrededor y entonces señaló apresuradamente con su mentón en dirección hacia el sur. Mientras lo hacía, vi al hombre con un adorno en la oreja, que venía cojeando alrededor de una mata de espinas y desaparecía en una de las casas. Pero lo que realmente observé era que sus piernas estaban cubiertas hasta las rodillas de barro espeso y negro. Revisé una vez más al ternero. Parecía que el yeso había quedado espléndidamente. El dueño de casa me dio un regalo de despedida, una canasta de huevos; debía haber dos o tres docenas, pero cuando más adelante Daudi los puso en agua caliente para probarlos, encontró que había sólo tres buenos. Despidiéndome de ellos, caminé en una dirección muy diferente a la del pantano. Cuando estuvimos fuera de la vista de la aldea, conté a Daudi lo que había sabido y fuimos rápidamente por un sendero lateral en dirección al pantano.
—Kah —dijo Daudi—, Bwana, este es el tipo de lugar en que podrían esconder a Mubofu, sin que nadie supiera de él.
—Mira, yo creo que el hombre del adorno en la oreja es sin duda el que puso fuego al pasto en el hospital. Bueno, además tiene las piernas embarradas. ¿No será que tienen a Mubofu como prisionero allí?
—Me temo que está más que como prisionero. Quizá aún...
Daudi se detuvo en medio de la frase y sacudió la cabeza.
Seguimos adelante en silencio y de repente surgió delante de nosotros un pantano, rodeado de malezas, casi imposible de descubrir si no se caminaba por un sendero que iba haciendo curvas a través de un denso macizo de espinos. Pronto estuvimos al borde de un pantano de barro. Daudi probaba cautelosamente con su bastón antes de entrar. Lo hizo con cada paso. Me saqué medias y zapatos y lo seguí. Chapaleamos quizá por unos cien metros y entonces repentinamente el bastón de Daudi desapareció. Seguimos adelante con cuidado, evitando los pozos de barro más profundos, hasta que llegamos a un punto donde el fondo era consistente. Seguimos por allí hasta la ribera de una isla, que estaba escondida por altas cañas. Trepando por la barranca, nos abrimos paso por entre el cañaveral y el agua estancada. De repente, Daudi saltó hacia atrás alarmado. A su lado, conservadas por el barro había innumerables pisadas de hiena. Cerca se veía el desagradable cuadro del cuerpo de un buitre en putrefacción. Otras aves de presa revoloteaban encima.
—¡Kah! ¡Este es un lugar maligno! —dijo Daudi—. Mira esas aves: están esperando más muertes.
En ese momento, vi la casa. Era del estilo nativo común, pero se la había dejado caer en ruinas. Las paredes de barro estaban rotas y se habían caído a pedazos. El techo se hundía amenazador. Poniéndome de pie en la puerta, pude ver una figura echada en un cuero vacuno.
—¿Hodi? (¿Se puede?) —pregunté.
De un rincón vino una voz áspera y ronca.
—¡Bwana!
—¡Mubofu! —exclamé—. ¡Tú!
—No te me acerques, Bwana —dijo el muchacho, tratando de sentarse—. Tengo una grave enfermedad. ¡Quédate lejos!
Mis ojos se estaban acostumbrando a la luz pálida y vi a Mubofu, echado allí, macilento, con una fragilidad que acentuaba la tragedia de su rostro. Pero lo que había provocado una exclamación de Daudi era que Mubofu parecía cubierto de pies a cabeza por pequeñas ampollas. Encendí un fósforo y en un momento, todo fue claro. Tenía viruela.
Me incliné rápidamente y le tomé el pulso.
—Bwana —dijo el africanito—, no me toques: tengo una enfermedad que se difunde como fuego.
—No tengo miedo, Mubofu, nada de miedo. ¿No recuerdas las cicatrices en mis brazos y que te conté del ternero que sufría de esa enfermedad?
Débilmente el muchachito asintió con la cabeza.
—¿De modo que eso es lo que tengo, Bwana? Bwana, había aquí otro hombre que tenía esa enfermedad. Y bueno, cuando descubrieron que él estaba aquí, me trajeron a mí. Se fue hace dos días, Bwana, gritando cosas extrañas y no lo he visto desde entonces.
Mi mente voló al esqueleto humano que vimos en el cañaveral.
Mubofu estaba terriblemente débil. Reposó en mi brazo y con una voz poco más fuerte que un suspiro dijo:
—Bwana, tú me dijiste que en el cielo veré su rostro.
—Sí, Mubofu, ¿recuerdas que dice en el Libro de Dios: “Verán su rostro y su nombre estará sobre sus frentes”?
—Bwana, ¿él querrá mirarme cubierto con todo esto?
Pasó sus dedos sobre las marcas de la enfermedad.
—Todo eso cambiará, mi amigo —le dije— cuando pases los portales del cielo. Mira, no hay enfermedades en el cielo y las únicas cicatrices que hay allí, Mubofu, son las cicatrices de las manos y de los pies y del costado de Jesús.
—Kah, Bwana, si yo hubiese tenido las cicatrices en mis brazos como las tienes tú, ahora no tendría la enfermedad. Pero, Bwana, las cicatrices que me importan de veras son las de Jesús.
—Mubofu, eso es cierto. Dice en el Libro de Dios que “el castigo de nuestro pecado fue sobre él y que por sus cicatrices fuimos curados”.
—Jii —dijo Mubofu, tratando de levantarse, apoyado sobre un codo— Bwana, oh Bwana.
Puso su mano en la mía y luego se hundió en la manchada piel.
A través de una grieta en la pared de barro un rayo de luz solar iluminó el rostro del muchachito. La terrible obra de la enfermedad y del médico brujo había quedado atrás. Había en aquella faz una calma y una paz que contaban su propia historia. Lentamente me puse de pie. Daudi se adelantó, puso su mano en mi hombro y con voz apagada, dijo: