Meditaciones sobre el libro de los Jueces

Table of Contents

1. Introducción
2. Jueces 1:1-16: La condición de Israel después de la muerte de Josué
3. Jueces 1:17-36: La decadencia y las circunstancias que la caracterizan
4. Jueces 2:1-5: Origen de la decadencia y sus consecuencias
5. Jueces 2:6-3:5: La ruina de Israel en sus relaciones con Dios
6. Los doce jueces y avivamientos
7. Jueces 3:5-11: Otoniel, esto es "tiempo de Dios"
8. Jueces 3:12-30: Aod, esto es "que alaba"
9. Jueces 3:31: Samgar, esto es, "he aquí el extranjero"
10. Jueces 4:1-3: Bajo el yugo político y militar
11. Jueces 4:4-14: Débora, esto es "abeja", y Barac, esto es "relámpago"
12. Jueces 5: ¡Libertad y alabanzas!
13. Jueces 6:1-10: Bajo el reinado del hambre
14. Jueces 6:11-40: El llamamiento y la formación de Gedeón, esto es "destructor"
15. Jueces 7:1-15: Gedeón y su ejército
16. Jueces 7:16-25: ¿En qué consiste el testimonio?
17. Jueces 8:1-23: Dificultades y peligros
18. Jueces 8:24-35: El efod de Gedeón
19. Jueces 9: Abimelec, o la usurpación de la autoridad
20. Jueces 10:1-5: Tola y Jair
21. Jueces 10:6-18: Nuevo oscurecer y arrepentimiento
22. Jueces 11:1-11: Jefté, esto es "el que abre", y su hija
23. Jueces 11:12-33: Frente a los hijos de Amón
24. Jueces 12:1-6: Querellas entre hermanos
25. Jueces 12:7-15: Ibsán, Elón y Abdón
26. Jueces 13: El Nazareato
27. Jueces 13: Un residuo; Samsón, esto es "sol"
28. Jueces 14: La hija de Timnat, el león y el banquete
29. Jueces 15: Las victorias
30. Jueces 16: Derrota y restauración
31. Jueces 17-21: Corrupción religiosa de Israel
32. Jueces 17: Micaía de Efraim
33. Jueces 18: La tribu de Dan y el levita
34. Jueces 19: La tribu de Benjamín y el levita
35. Jueces 20: Brecha y restauración
36. Jueces 21: Frutos de la restauración

Introducción

“Después de estas cosas murió Josué hijo de Nun, siervo de Jehová siendo de ciento y diez años: y enterráronle en el término de su posesión. Enterraron en Siquem los huesos de José que los hijos de Israel habían traído de Egipto ... también murió Eleazar, hijo de Aarón, al cual enterraron en el collado de Finees su hijo” (Josué 24:29-33). Un oscuro crespón cae y cierra el libro de las victorias y bendiciones que podía anunciar un brillante porvenir: y un presentimiento extraño invade nuestra alma en presencia de tantas sepulturas.
En efecto, al pasar del libro de Josué al siguiente, Los Jueces, constatamos un cambio enorme: hay un abismo entre ellos, aunque los dos últimos capítulos de aquél nos han conducido a sus bordes ya. Josué, sorprendente figura de Cristo actuando con poder, ha llevado a Israel a la conquista del país de Canaán, introduciéndole en el goce de su heredad prometida, con una paz asegurada mediante el triunfo de las armas de Jehová. Además, hemos notado en otras partes, que este libro nos presenta en el Antiguo Testamento, bajo figuras de bienes materiales, lo que en el Nuevo, la Epístola a los Efesios desarrolla, revelando a la Iglesia bendecida por Cristo en regiones celestiales (Efesios 1:3). Para gozarlas debe luchar, pero no contra “carne y sangre” —como Israel— mas contra potencias espirituales establecidas en los cielos (Efesios 6:13).
Inspirado por Dios, reflejando la gloria de su divino Autor, el libro de Los Jueces toma como punto de partida las bendiciones conferidas a Israel, tal como Josué las entregó en sus manos, y confiadas a la responsabilidad de este pueblo. Una nueva prueba iba a empezar con el pueblo de Dios según la carne, colocado en una de las mejores posiciones que se puede anhelar. ¿Ha justificado Israel la confianza que Jehová puso en él? ¿Ha vivido a la altura de sus privilegios? ¿Cumplió con su cometido? Los Jueces nos darán la respuesta. Ahora bien, si Josué nos presenta un paralelismo con la Epístola a los Efesios y ciertos pasajes de la a los Colosenses, veremos que el libro de Los Jueces está al diapasón de la segunda carta del Apóstol Pablo a Timoteo. Ahora bien, las preguntas que hiciéramos acerca de Israel, las volvemos a hacer a la Iglesia: ¿Ha justificado la confianza que el Señor había puesto en ella? ¿Ha vivido a la altura de sus privilegios? ¿Ha cumplido con su cometido? “Id por todo el mundo” —dijo el Señor— “predicad el evangelio a toda criatura ... Me seréis testigos hasta los últimos confines de la tierra”. ¿Ha cumplido la Iglesia con su responsabilidad? Más aún, ¿permaneció fiel a su celestial Esposo? Dejemos que Dios conteste. Hay testimonios bíblicos, divinos pues, que constatan su infidelidad: el pueblo cristiano ha abandonado su primer amor (Apocalipsis 2:4-5); sostiene doctrinas falsas (Apocalipsis 2:14); comete fornicación y participa con los ídolos (Apocalipsis 2:20-21); tiene el nombre que vive y está muerto (Apocalipsis 3:1); pretende ser rico, pero es un cuitado, miserable, pobre, ciego y desnudo (Apocalipsis 3:17). ¿Se equivoca la Biblia en esta descripción? Con ella, y bajando la cabeza, debemos reconocer que el pueblo de Dios del Nuevo Testamento, mucho más responsable que aquél del Antiguo Testamento, ha seguido el camino de la decadencia hasta llegar a una ruina completa.
Esta curva no pertenece tan sólo a la historia de Israel y de la Iglesia, es también la de todo ser humano; es el camino del hombre bendecido por Dios, pero, puesto sobre el pie de su responsabilidad, cae: Adam en el paraíso, Noé después del diluvio, Israel en Canaán, los gentiles en su gobierno. Las generaciones se han sucedido, cada una con una responsabilidad diferente pero una misma lamentable sucesión de hechos se han vuelto a repetir que terminaron con el fracaso completo y la rebelión del hombre contra Dios. Hubo UNO, uno sólo que hizo excepción a la regla: loado sea Dios, el postrer Adam, el Hombre celestial. “He acabado la obra que Me diste que hiciese” —dijo Él— “Te he glorificado en la tierra” (Juan 17:4).
Pero el testimonio divino, el libro de Los Jueces en particular, no se contenta con trazar un cuadro fidedigno de la perdición del hombre, le enseña también el amor de Dios: desplegando ante él las riquezas de Su gracia, le muestra, cuando por su culpa todo lo ha perdido, que sólo Él posee los recursos necesarios a su mal. ¿No es esto lo que la parábola del hombre “caído en manos de ladrones, dejado medio muerto” ilustra, como también la del hijo pródigo? La voz de Dios es potente todavía para despertar al creyente adormecido “entre los muertos”, o sentado “sobre la ventana del tercer piso”: y si ha caído ya, Sus brazos son poderosos para alzarlo: puede librar de nuevo “a los insensatos que por su carrera de transgresión” se volvieron a poner bajo el yugo de sus pecados.
No es todo: Dios nos muestra que podemos “contender eficazmente por la fe que fue una vez entregada a los santos” (Judas 3), es decir “pelear la buena batalla” para la cual, Él mismo prepara a los combatientes de los tiempos malos que hemos alcanzado. Sí, lector, entre los escombros amontonados por el hombre infiel hay un camino: desconocido por quien confía en su propio discernimiento, pero familiar a la fe, practicable para el más simple entre los simples. Siguiendo esta senda, la que el libro de Los Jueces nos hará descubrir, nuestra experiencia comprobará que en el tiempo de ruina como en los más prósperos de la Iglesia, Dios puede ser glorificado.

Jueces 1:1-16: La condición de Israel después de la muerte de Josué

“Y aconteció después de la muerte de Josué que los hijos de Israel preguntaron a Jehová, diciendo: ¿quién de nosotros subirá el primero contra el Cananeo, para hacerle guerra?” (versículo 1). El primer párrafo, hasta el versículo 16, sirve de introducción al libro que abordamos: son como el preludio de la decadencia. Estos dieciséis versículos son dominados por el hecho de que Josué, tipo del Espíritu de Cristo manifestado con poder en medio de Su pueblo, no está más. ¡Peligrosa situación! Nos hace recordar el tiempo en que el Espíritu Santo actuaba en la Iglesia sin mezcla con “la carne”; tiempo que muy poco, demasiado poco ha durado para ella. Esto no quiere decir que el Espíritu se fue, pero ¡cuánto ha sido contristado y apagado!
Sin embargo, preguntamos ¿por qué no pidió Josué a Dios que eligiera a un sucesor fiel, “lleno del Espíritu”, como lo hiciera Moisés? (Números 27; Deuteronomio 29). Para la elección de Josué, Moisés había recibido una orden formal; mientras que Josué no recibía ninguna. ¿Podría tener el Espíritu de Cristo algún sucesor? ¿A quiénes eligieron los apóstoles en su lugar? Pedro no transmitió a nadie la autoridad apostólica que recibió: la Palabra de Dios por sus dos Epístolas están en nuestras manos y bastan: “Os encomiendo a Dios y a la Palabra de Su gracia”, declara el apóstol Pablo a los conductores de la asamblea en la ciudad de Éfeso (Hechos 20:32).
“Sirvió Israel a Jehová todo el tiempo de los ancianos que vivieron después de Josué y que sabían todas las obras de Jehová que había hecho por Israel” (Josué 24:31). ¡Hermoso testimonio! Así también la Iglesia siguió fielmente al Señor todo el tiempo de los apóstoles y los que el Espíritu puso por obispos (sobreveedores) sobre ella: aunque, en varios casos, la presencia y la actividad de ciertos principios corruptores hacían presentir ya, como en el tiempo de Josué, la decadencia que se avecinaba. Desaparecidos los apóstoles y sus contemporáneos, el obstáculo que detenía al mal desapareció también.
En apariencia las cosas iban todavía bien en Israel: en lugar de proceder a la elección de un capitán —como la sabiduría humana lo hubiera aconsejado— cada tribu toma su posición frente a un enemigo común, y pendiente de Su palabra, interroga a Jehová: “¿Quién de nosotros subirá el primero contra los Cananeos? Judá subirá”, contesta Jehová, “he aquí Yo he entregado la tierra en sus manos” (versículo 2). La contestación es clara, inmediata: es un gran privilegio conocer así la voluntad de Dios. El ejército de Judá puede contar sin reserva con Su fidelidad, y marchar adelante. Pero, la respuesta divina pone a prueba la fe de quién designó para ocupar las primeras filas en Israel; ¿y qué vemos? En vez de tomar solo la posición indicada, Judá comete un error: “Sube conmigo a mi suerte y peleemos contra el Cananeo”, sugiere a su hermano Simeón, “y yo también iré contigo a tu suerte; y Simeón fue con él” (versículo 3).
Falta a la tribu de Judá esa simplicidad de la fe en Jehová, la sencilla obediencia sin mezclar en sus planes la orden de Dios: parece desconfiar de sus fuerzas: le damos la razón, pero en lugar de confiar en Dios y apoyarse sobre Su promesa, busca el recurso necesario en los ejércitos de Simeón. Judá recurre a su hermano Simeón, a nadie más que a un hermano. Aquí, bajo el pretexto de adelantar la obra de Dios, de asegurar la victoria a las armas de Jehová, vemos aparecer el principio de las alianzas y asociaciones religiosas humanas, que en la actualidad, es el carácter predominante de la cristiandad, sustituyendo así el testimonio de la unidad del cuerpo de Cristo, o creyendo rendirlo mejor.
¿Precisaba Dios la ayuda de Simeón para otorgar a Judá su heredad, o la de Judá para dar a Simeón la parte que le tocaba? El resultado de la acción de los ejércitos aliados fue magnífico en apariencia, pero la suerte de la tribu de Judá era excesiva para ella, mientras que la suerte de Simeón no fue la mejor (Josué 19:9). Se tomó de lo que Judá no pudo conservar, lo superfluo de otro: “En el límite meridional del país de Israel, en los confines que miran hacia el desierto”. Dios no desaprobó la acción de las tribus hermanas porque leemos que “Jehová entregó al Cananeo y al Ferezeo en manos de ellos”, pero la lucha emprendida sobre el pie de una alianza humana que Dios no había ordenado se resiente por la falta de confianza en Él, y a la vez, se cumple la palabra profética que pronunciara el patriarca Jacob en su lecho de muerte acerca de Simeón y Leví: “Los apartaré en Jacob, y los esparciré en Israel” (Génesis 49:7). Pese a la alianza entre los dos hermanos, la unidad según Dios no existe, mal de que adolece hoy la cristiandad.
Notemos en qué forma Judá y Simeón cumplen la voluntad de Dios en cuanto al enemigo capturado: “Tomaron a Adoni-Bezec y le cortaron los pulgares de las manos y los pies” (versículo 6). ¿Era ésta la forma de tratar al enemigo? No era la “mutilación” del enemigo lo que Dios había ordenado a Josué, sino la muerte, colgado en el madero y sepultado. Pues no es la mutilación del “viejo hombre” lo que la Palabra nos enseña, sino su muerte: crucificado, muerto y sepultado. “Pensad que de cierto estáis muertos al pecado” (Romanos 6:11); y también su realidad práctica: “Haced morir pues vuestros miembros que están sobre la tierra a saber: fornicación, inmundicia”, etc. “Si tu ojo te fuere ocasión de caer, sácalo, o si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala” (Mateo 18:8). Pero en cuanto a nuestro “viejo hombre”, la raíz del pecado, no es solamente un ojo, una mano o un pie lo que está crucificado, sino “el cuerpo del pecado” entero: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gálatas 2:20: Romanos 6:6).
La mutilación del enemigo era más bien “represalias” humanas, costumbres gentiles del mismo Adoni-Bezec, bajo cuya mesa tuvo setenta reyes cortados los dedos pulgares de las manos y de los pies. El hombre religioso carnal es capaz de mutilarse a sí mismo, su religión se lo enseña, “en duro trato del cuerpo”, pero, “para satisfacción de la carne”, es decir el “yo” religioso, como numerosos ejemplos nos ofrece la cristiandad y sobre todo la católica. Además, la presencia del enemigo humillado, guardado en la corte del vencedor, realzaba la gloria de éste: al imitar estas costumbres, los ejércitos de Jehová descienden así al nivel de los guerreros Cananeos, en lugar de permanecer a la altura de los mandamientos de Dios. Actitud similar se ve en la historia de la cristiandad: ¡cuántas veces la Iglesia ha hecho ostentación de sus victorias “carnales”, obtenidas con “armas carnales”, al conquistar pueblos paganos! Y aun sin tener la conciencia que Adoni-Bezec demuestra aquí, reconociendo el justo juicio de Dios que lo alcanza: “Como yo hice, así me ha pagado Dios” (versículo 7).
“Y partió Judá contra el Cananeo que habita en Hebrón, la cual es llamada antes Kiriat-Arba: e hirieron a Sesai, a Ahimán y a Talmai. Y de allí fue a los habitantes de Debir que se llamaba Kiriat-Sefer” (versículos 10-11). Estos datos los hemos hallado ya en el capítulo 15 de Josué, pero con la diferencia que aquí se refieren a los ejércitos de Judá, lo que antes se le había atribuido al valeroso Caleb. Por su perseverancia, su energía y su fe, este luchador, tan fuerte a los ochenta años como a los cuarenta, imprime su empuje a la tribu a que pertenece. Podríamos interpretar favorablemente para Judá este pasaje que le atribuye las victorias de uno de los suyos, sin embargo veremos en el curso de Los Jueces que, una vez desaparecido el poseedor de esa fe y energía, la tribu a que pertenece, si no el pueblo entero, retorna a caer en la mayor desventura. No sucedía así en el tiempo de Josué y en las primeras jornadas de la Iglesia, cuando “la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” prosiguiendo unidos con una misma fe hacia un solo blanco.
El predominio de la fe individual y sus resultados se evidencia de manera notable en el tiempo de Los Jueces: si avergüenza al conjunto preso de inercia, alienta al luchador que la posee: ¡qué honor para Caleb, ver a la tribu de Judá obtener la victoria! Pero, no olvidemos, por otra parte, que si uno contribuye al empuje de su tribu, cada individuo peligra aplicar el sello de su debilidad al pueblo entero, por su flojedad, su falta de fe o su desobediencia. La fidelidad de Caleb sirve de fundamento y escuela para la de su propia familia: Otoniel, testigo de la fe de su tío, es impulsado a obrar de la misma manera. Con él hace sus primeras armas: “Gana para sí buen grado y mucha confianza en la fe” (1 Timoteo 3:13): no le basta ser un miembro alejado de la familia de Caleb, lucha para obtener una relación nueva, personal, la de hijo y esposo. Debe conquistar una ciudad de gigantes: Kiriat-Sefer (esto es ciudad del libro), condición indispensable para obtener la mano de la hija de Caleb. El resultado de la lucha es doble: conquista Kiriat-Sefer y obtiene el galardón prometido: esto es el camino de la fe y la obediencia a Dios que llevó al “Jefe y Consumador de la fe” a luchar para obtener “la perla de gran precio”.
Los nuevos vínculos que unen a Otoniel con la familia de Caleb le aportan una posesión personal en la heredad de quien vino a ser el hijo: bajo cierto aspecto, nuestra parte se asemeja a la suya; por nuevo nacimiento somos hijos de Dios, y siendo hijos, somos herederos, “herederos de Dios, coherederos de Cristo, si empero padecemos con Él” (Romanos 8:17). Pues, para gozar de nuestras bendiciones debemos luchar, “sufrir trabajos como fieles soldados de Jesucristo” y, nuestra alma se sentirá apegada a Su gloriosa persona conocida y amada como Jefe de la Iglesia y su divino Esposo. La heredad que le toca a Axa no le basta: las tierras de secadales son para ella un campo estéril si su padre no le da los manantiales que las pueden fertilizar. Ella obtiene “las fuentes de arriba y las de abajo”, comunión con el Señor arriba, comunión con la familia de Dios abajo. Atan en muy diferentes circunstancias que las de Axa, el creyente que atraviesa el valle de las lágrimas, esto es el valle de Baca (Salmo 84), lo cambia en fuentes; y ve también lluvias del cielo colmarla de bendiciones. La hija de Caleb es una mujer ávida, pero ávida de los bienes de Canaán: es espantosa la condición de un cristiano codicioso del mundo, pero Dios aprueba y sella con todo Su agrado los anhelos de un creyente “que codicia y aún ardientemente desea los atrios de Jehová”: el primero se traspasa a sí mismo “con muchos dolores”, mientras que sobre el segundo, Dios derrama el rocío de Su bendición (Salmo 133).
El versículo 16 que concluye la primera división de este capítulo de Los Jueces, menciona una familia particular que no es israelita: son los hermanos de Séfora, esposa de Moisés: “Entonces los hijos del Cineo, suegro de Moisés, subieron de la ciudad de las palmas (esto es Jericó), con los hijos de Judá ... Y fueron y habitaron con el pueblo”. En la historia de esta familia oriunda de Madián, abundan los rasgos de la fe; Los Jueces mencionan algunos. Cuando Jetro, suegro de Moisés, retornó a su tierra después de haber visitado a Israel en el desierto (Éxodo 18), Moisés invita a su cuñado Hobab a acompañarlo: “Ven con nosotros, y te haremos bien porque Jehová ha hablado bien respecto a Israel” (Números 10:29). Pese a una negativa vemos que su familia ha seguido la marcha de Israel, “haciendo misericordia a Israel cuando subían de Egipto”, lo que Dios no ha olvidado (1 Samuel 15:6), en contraste con Amalec que lo combatió. Semejantes a Rahab la ramera, estos extranjeros subieron de Jericó para permanecer asociados a la heredad de Dios en Canaán: como Rut, ellos se unen a los de Judá para no dejarlos nunca: se vinculan más íntimamente con la familia de Caleb y tuvieron por jefe a Jabes, ejemplo de oración y fe (1 Crónicas 4:9): muestran un corazón íntegro con Jehová cuando la idolatría ha invadido a Israel (2 Reyes 10:15). Es de esta familia que descienden los Recabitas (1 Crónicas 2:55), y al concluir su historia en el libro de Jeremías, la Palabra de Dios los alaba como ejemplo de fidelidad y verdaderos nazareos, santificados a Jehová en medio de la ruina de Israel (Jeremías 35:2).
Pero ¡ah! este residuo fiel, salido de entre los gentiles, juega también su rol en el libro de la decadencia: lo constatamos en el capítulo 4. Cuando Israel lucha contra Jabín, enemigo del pueblo de Dios, Heber, un Cineo, había hecho paz con él: pero digamos luego, que Jael, su digna esposa no compartía la manera de ver de su esposo y tuvo la ocasión de demostrarlo. Quisiéramos que el lector haga un paralelismo entre la historia del Cineo, y la Iglesia. Bajo ciertos aspectos como esta familia, la Iglesia salió de entre los gentiles y participa de “la grosura de la oliva” (Romanos 11:17): como Séfora, esposa de Moisés sufriendo el rechazo de parte de sus hermanos, la Iglesia es la esposa de Cristo, rechazado de Israel: como Jael, hay en la Iglesia un residuo fiel que no pacta con el enemigo del pueblo de Dios; y cuando el juicio está a la puerta, en el tiempo de Jeremías, los Recabitas fieles a la palabra recibida de su jefe, demuestran los caracteres de un fiel residuo en medio de la ruina general. Así en medio de la cristiandad caída, Dios suscita un testimonio separado del mal, en obediencia a la palabra que su Jefe, Jesucristo, le ha transmitido.

Jueces 1:17-36: La decadencia y las circunstancias que la caracterizan

La introducción del libro de Los Jueces que nos ha ocupado hasta aquí aunque haya dado ciertas señales de peligro, presenta al pueblo de Dios gozando condiciones todavía florecientes; más adelante veremos en qué consiste la decadencia, que todavía difiere de la ruina. La primera como la segunda aparecen en la historia de la cristiandad: para convencernos de este hecho basta con leer la primera y última cartas dirigidas a las iglesias en Apocalipsis 2 y 3. Éfeso, al abandonar su primer amor inicia la caída: Laodicea vomitada de la boca del Señor, consuma la ruina.
¿En qué consiste la decadencia? Una palabra, una sola, la caracteriza: la mundanalidad. Esta palabra significa la asociación del cristiano con el mundo, empezando por su corazón. Para descubrir dónde comienza la caída se debe volver siempre allí. ¡Cuán sencillo y comprensible es para todo creyente este toque de alarma: “No améis al mundo”! (1 Juan 2:15). ¡Cuán fácil sería evitar los peligros y los deslices en el camino si el corazón fuese íntegro para con el Señor! No es de balde que Dios dijo por quién ¡ah! no supo guardar el suyo: “Sobre todas las cosas guardadas, guarda tu corazón” (Proverbios 4:23).
Después de haber visto dónde empieza la decadencia, debemos notar que ésta es gradual: de una a otra etapa Israel ha descendido la pendiente, como el hombre que descendía de Jerusalem a Jericó: lo que ha sucedido al pueblo de Dios en la carne, aconteció también a la Iglesia. Si después de haber marchado por el poder del Espíritu Santo, un creyente ofrece al mundo un pequeño lugar en su corazón, poco a poco se dejará invadir del todo: luego subyugar por el enemigo que ha cesado de combatir y puede ser que termine su carrera en la humillación de una vergonzosa derrota.
Antes de pasar al estudio de los textos de nuestro párrafo, debemos hacer notar que los tres últimos capítulos de este libro constituyen la narración de eventos que tuvieron lugar en el comienzo de Los Jueces: su relato debería seguir a continuación de los dos primeros capítulos. Mencionamos este hecho aquí, con motivo de hacer resaltar un tercer principio de la decadencia. Helo aquí: antes que Dios se resuelva a entregar a su pueblo al enemigo, como lo vemos en el capítulo 3, y éste para su bien, su estado moral está enteramente ruin: como lo comprueban los eventos relatados en el final de Los Jueces, Israel había caído en un abismo. La Iglesia ha seguido el mismo derrotero: apenas el último apóstol hubo concluido su carrera terrenal cuando una sima se abrió entre los principios de la asamblea cristiana apostólica y la de los tiempos que siguieron. Repentinamente los cristianos perdieron hasta las nociones más elementales de la salvación por gracia y la justificación por la fe.
Estos dos principios: la decadencia gradual y la ruina encierran para nosotros una lección de importante alcance práctico: el primero nos pone en guardia contra la menor tendencia mundana de nuestro corazón, ya que allí empieza la decadencia: y el segundo nos enseña que al no poder fundar nada en nosotros mismos o sobre nuestro “viejo hombre”, no debemos sino tenerlo por muerto en la cruz: “No teniendo ninguna confianza en la carne”, dependeremos más enteramente de Dios y de Su gracia. Entremos ahora en el detalle de nuestro párrafo.
“Y fue Judá con su hermano Simeón, e hirieron al Cananeo que habitaba en Safat y asoláronla y pusieron por nombre a la ciudad Horma” (esto es entera destrucción) (versículo 17). Éxito notable, que recuerdan las victorias relatadas en el libro de Josué: Judá rechaza toda alianza con el Cananeo, tres ciudades fuertes con sus términos son tomadas: Gaza, Ascalón y Ecrón. “Y Jehová fue con Judá” (versículo 18). Como lo podemos advertir en Apocalipsis 2 y 3, el Espíritu subraya siempre lo que el Señor aprueba en las iglesias, lo hace también aquí, menciona las victorias de Su pueblo. Pero prosiguiendo la lectura, notamos un fracaso: “Y echó a los de las montañas, mas no pudo echar a los que habitaban en los llanos, los cuales tenían carros herrados” (versículo19). El enemigo recordará siempre esta defección que avergüenza a Dios y a Su pueblo: “Sus dioses son dioses de los montes” —dicen— “por eso nos han vencido”. Y renovará el combate en la llanura (1 Reyes 20:23). Lección muy importante para el cristiano, hela aquí.
Desconfiando de sus fuerzas, en apariencia por lo menos, Judá se había aliado con Simeón, esto significa no confiar en Dios: luego esa falta de confianza en Quien le hubiera dado plena victoria sigue el temor al poder del mundo. ¿Qué valor tenía el poder del enemigo para Aquél que había echado los carros de Faraón en la mar? ¿No había Judá quemado a fuego los carros de Jabín, en un día le plena victoria? (Josué 11:4-9). Cuando nuestra confianza en Dios vacila y buscamos la ayuda del brazo carnal, aun cuando fuese el de un hermano, el poder de Satanás se alza ante nuestras incrédulas miradas, y perdemos la victoria.
Sigue una tercera mención del valor de Caleb (versículo 20): nos muestra que su fe personal le permite triunfar donde la acción de la tribu de Judá había fracasado. Echa al enemigo, los tres hijos del gigante Anac, y así Caleb disfruta de la plenitud de su heredad, porque obtuvo una completa victoria. “El Señor me ayudó y me esforzó para que por mí fuese plenamente cumplida la predicación” —escribe el apóstol— mientras, “todos” le habían desamparado (2 Timoteo 4:17).
“Mas el Jebuseo que habitaba en Jerusalem, no echaron los hijos de Benjamín, y así el Jebuseo habitó con los hijos de Benjamín en Jerusalem hasta hoy” (versículo 21). En día de victoria Judá había tomado a Jerusalem “y pasaron los habitantes a filo de espada y pusieron fuego a la ciudad” (versículo 8): sin embargo, las tropas enemigas derrotadas una vez, hábiles para volverse a formar, encontraron en la falta de fuerza de la tribu hermana quien no supo aprovechar la victoria de otra, una ocasión favorable para recuperar la posición perdida y quedar en Jerusalem unas cuatrocientos años más. Años perdidos para Benjamín en permanente contacto con el Jebuseo, hasta que por fin Jerusalem fue conquistada por David (1 Crónicas 11:4).
“También los de la casa de José subieron a Betel: y fue Jehová con ellos” (versículo 22). Era en este lugar, llamado Luz por los Cananeos (esto es salida), donde Jacob había visto la escalera que tocaba el cielo, y a los ángeles subir y bajar por ella: allí había recibido de Jehová la promesa de la tierra donde estaba acostado, y había llamado a ese lugar: Betel, (esto es casa de Dios), o ¡puerta del cielo! Ahora, fiel a Su palabra, Dios estaba con la casa de José, en la cuarta generación del patriarca, para darle la tierra. Pero los ejércitos de José no se dejan dirigir por Aquél que está con ellos, ni le piden las instrucciones necesarias para tomar a Betel: confían en la sabiduría humana y en sus planes. Los espías vigilan la ciudad y descubren su entrada por medio de un hombre que salía de allí, a quien en cambio prometen salvar su vida y la de su familia.
Este hombre nos hace recordar a Rahab quien recibió a los espías de Josué antes de la toma de Jericó: pero hay una diferencia fundamental entre el acto de Rahab que es obra de fe (Hebreos 11:31), y el de ese hombre que es una traición. No es creyente, es un traidor: los espías le salvan la vida, pero ¿qué hizo después de haber escapado a la destrucción? En lugar de asociarse al pueblo de Dios como lo hiciera Rahab, vuelve al país de su origen, y edifica allí esa misma ciudad que Jehová acaba de destruir llamándola con el mismo nombre: “Y fuese el hombre a la tierra de los Heteos, y edificó una ciudad a la cual llamó Luz” (versículo 26). Para él las cosas no han cambiado: Betel, la casa de Dios no existe: el que se dice cristiano probará por su conducta si su fe es verdadera o fingida, si verdaderamente para él el mundo es juzgado ya, o si volverá a edificar lo que Dios destruyó: “La puerca lavada” no ha cambiado su naturaleza, vuelve a revolcarse en el cieno y “el perro a su vómito” (2 Pedro 2:22).
Después de Judá, Benjamín y los hijos de José, el texto menciona a la tribu de Manasés, pero sin atribuirle ninguna victoria: “Manasés no echó a los de Bet-Sean ni a los de sus aldeas, ni a los de Tanac y sus aldeas, ni a los le Dor y sus aldeas, ni a los habitantes de Ibleam y sus aldeas, ni a los que habitaban en Meguido y sus aldeas: mas el Cananeo quiso habitar en esta tierra” (versículo 27). Manasés parece no tener ninguna fuerza, pierde cinco ciudades: la voluntad del mundo tiene más fuerza que la Palabra y las promesas de Dios para la tribu debilitada: “El Cananeo quiso habitar en esta tierra”, aunque, cuando Israel tomó fuerza hizo al Cananeo tributario: pero no era esto lo que Dios había ordenado, el Cananeo debía ser destruido. La Iglesia cometió el mismo error: cuando se tornó fuerte y rica, emperadores y reyes le fueron tributarios, sin ser verdaderamente cristianos sometidos a la Palabra de Dios. Ella “tuvo reino sobre los reyes de la tierra” (Apocalipsis 17:18); “se hizo un gran árbol y vinieron las aves del cielo e hicieron nido en sus ramas” (Mateo 13:32).
Sigue la tribu de Efraím: pierde una ciudad: “No echó al Cananeo que habitaba en Geser, antes habitó el Cananeo en medio de ellos” (versículo 29): Zabulón pierde dos ciudades y deja al Cananeo establecerse en medio de ellos (versículo 30): sigue una derrota más grande, la tribu de Aser pierde siete ciudades y “moró entre los Cananeos” que habitaban en la tierra (versículo 31). Neftalí pierde dos ciudades, y mora entre los Cananeos (versículo 33). Desconcertante paralelismo ofrece la Iglesia: “Yo sé dónde moras, donde está la silla de Satanás, entre vosotros, donde Satanás mora” (Apocalipsis 3:13). De aquí en adelante el Cananeo está unido al pueblo de Dios, y éste se halla sumergido por él.
Hemos descendido ya varios grados en el camino de la decadencia: pero unos rasgos más, y el cuadro será completo: “Los Amorreos apretaron a los hijos de Dan hasta el monte: no los dejaron descender a la campiña” (versículo 34). Por fin Satanás alcanzó sus propósitos: ha despojado el pueblo de Dios de su heredad: “El término del Amorreo fue desde la subida de Acrabim” (esto es los escorpiones, figura del poder de Satanás; Lucas 10:19), “desde la roca arriba” (versículo 36). Allí se aloja el enemigo, quita a los creyentes el conocimiento de la obra de Cristo desde su fundamento: la roca, hasta arriba: su subida a los cielos.
Israel ha malogrado la conquista del país qué Dios le dio, teme al enemigo, lo soporta y por fin vive en buena armonía con él. ¡Pobre Israel! Pronto lo veremos abandonar a su Dios, el Dios que lo había salvado, y postrarse ante los ídolos de los Cananeos. Pero, hasta aquí el relato de Los Jueces que hemos seguido se limitó en constatar que Israel está satisfecho con una conquista incompleta y convive con naciones idólatras. Tal es el camino de la decadencia. Considerada bajo el aspecto de su responsabilidad en su historia, la Iglesia ha seguido el mismo derrotero. ¿No había dicho el Señor: “Me seréis testigos hasta los confines de la tierra”? ¿Han seguido los cristianos el ejemplo de Pablo, quien había “llenado todo del Evangelio de Cristo”? (Romanos 15:19). Hermanos míos, pertenecemos todos al período de la decadencia: demasiado tarde es para soñar con una restauración total de la Iglesia: cizaña y trigo crecen juntos, la levadura invadió toda la masa (Mateo 13:30,33).

Jueces 2:1-5: Origen de la decadencia y sus consecuencias

Hemos visto en qué consiste la decadencia y sus características: Israel no ha hecho sino una conquista incompleta de Canaán, se satisface con ella y convive con las naciones idólatras. Pero un hecho capital ha originado un tal estado de cosas: ¿cuál es? En el curso del capítulo primero, el lector ha leído los nombres de muchos lugares y ciudades, pero no ha aparecido el de Gilgal tan familiar en el comienzo del libro de Josué. ¿Dónde está Gilgal? Parece haber desaparecido del mapa de Israel.
En efecto, al narrar las victorias del pueblo de Dios, el libro de Josué revelaba también su secreto: se hallaba en Gilgal donde estaba el ángel de Jehová, el cuartel general de los ejércitos de Israel. Lugar maravillosamente bendecido donde los guerreros israelitas hallaban el secreto de su fuerza: Gilgal era el sitio de la circuncisión (Josué 5:1-12); en figura, el lugar del despojamiento del “viejo hombre”, es decir los pensamientos y voluntad de la carne; para nosotros la cruz (Colosenses 2:11). Además por la circuncisión en Gilgal, Jehová había quitado el oprobio de la esclavitud egipcia de sobre Su pueblo, el cual libre, le podía servir gozosamente: “Librados del pecado, sois hechos siervos de Dios”, escribe el apóstol a los Romanos. Pero era necesario volver constantemente a Gilgal para recordar estos hechos y obtener el poder de su significado. Esto explica las victorias del libro de Josué: y, salvo en una ocasión que les valió la derrota de Hai (Josué 7:2), los ejércitos de Israel retornaban siempre allí. ¿Pretenderíamos victorias, sin volver a buscarlas en la cruz?
En todo el curso del capítulo primero de Los Jueces no hallamos a Israel en Gilgal ni una sola vez. Gilgal había sido olvidado: y el ángel de Jehová, el representante de la potencia divina a favor de Israel, había quedado solo allí. Había esperado largo tiempo que Sus ejércitos volviesen a Él, sin que nadie apareciera: no le restaba más que abandonar este lugar bendito: ¿para ir adónde? A Boquim (esto es lloradores): “Y el ángel de Jehová subió de Gilgal a Boquim, y dijo: Yo os saqué de Egipto, y os introduje en la tierra de la cual había jurado a vuestros padres: y dije: no invalidaré jamás Mi pacto con vosotros con tal que vosotros no hagáis alianza con los moradores de aquesta tierra cuyos altares habéis de derribar: mas vosotros no habéis atendido a Mi voz: ¿por qué habéis hecho esto? Por tanto Yo también dije: no los echaré de delante de vosotros sino que os serán por azote para vuestros costados y sus dioses por tropiezo” (versículos 1-3).
¿Había faltado Dios a Su alianza? ¿No había cumplido todo lo que Sus labios habían pronunciado? Era Israel quien había roto el pacto: “Vosotros no habéis atendido a Mi voz”: Israel había malogrado la conquista de Canaán y hecho pacto con los moradores idólatras de la tierra. El ángel agrega: “No los echaré de delante de vosotros sino que os serán por azote para vuestros costados y sus dioses por tropiezo”.
Al oír el castigo de su infidelidad, este pobre pueblo llora, pero el ángel replica: ¿por qué habéis hecho esto? ¡Cuán incisiva es esta pregunta, cómo busca la conciencia y la sondea! Sí, ¿por qué? porque hemos preferido el mundo y sus concupiscencias a la potencia del Espíritu de Dios: los ídolos a la mirada inefable del Señor. “Y como el ángel de Jehová habló estas palabras a todos los hijos de Israel, el pueblo lloró en alta voz” (versículo 4). El ángel no contesta a estos lamentos: el pueblo no encuentra salida a su ruina porque no la hay: sufrirá pues la irremediable consecuencia de su caída.
¿Dónde estaban esos días de fuerza y de gozo cuando Jericó caía al sonido de las trompetas de Dios? ¿Y los días de Gabaón y de Hasor? ¡Desvanecidos para siempre! Estaban lejos estos tiempos felices cuando voluntariamente Israel subía a Gilgal, para juzgar allí “la carne” y pedir a Dios Su voluntad, buscando nuevas fuerzas para nuevas victorias; ¡muy lejos también el día doloroso pero bendito de Acor, cuando todo el pueblo unido juzgó y condenó su pecado para reencontrar el camino hacia la victoria! Los triunfos hallados en Gilgal no iban a renacer más para Israel: el poder de Jehová no estaba ya a disposición de su pueblo considerado en su unidad. Así como Gilgal caracterizó el libro de Josué, Boquim caracterizará el libro de Los Jueces.
Israel tenía un corazón como el nuestro: pecador, y precisaba humillación: lloran, y sacrifican allí a Jehová los sacrificios de Dios, que son el espíritu quebrantado: “Al corazón contrito y humillado no despreciarás Tú, oh Dios” (Salmo 51:17). ¡Cuán conmovedora es la gracia que provee al sacrificio aún en medio de la ruina! El lugar de las lágrimas es también el lugar del culto. Dios acepta las oblaciones ofrecidas en Boquim: sin embargo, ¡la restauración no es ya posible porque Dios no establece sobre sus mismas bases lo que el hombre ha echado a perder!
En el curso del libro de Los Jueces, hallaremos épocas de restauración parcial, hasta un principio de humillación en el tiempo de Jefté (Jueces 10:15-16); humillación que se hizo más profunda aún en el tiempo de Samuel, cuando en Mizpa (esto es un centinela) el pueblo lloró como en Boquim, pero acompañó sus lágrimas con un sincero dolor: “Allí sacaron agua y derramáronla delante de Jehová, y ayunaron aquel día ... Allí abandonaron sus falsos dioses”; encuentran también la intercesión del profeta Samuel y el sacrificio de un cordero ofrecido a Jehová (1 Samuel 3:6). Ese día fue el principio de una era de bendición que brilló con todo su esplendor en los reinados de David y de Salomón: pero su perspectiva no termina con esos tiempos pasados, se proyecta hasta el día milenial, cuando por la senda de una humillación mucho más profunda, Israel hallará las bendiciones prometidas, en su Mesías otrora rechazado (Zacarías 12:10-14).
La cristiandad siguió el mismo camino: como cuerpo responsable aquí abajo, su ruina perdurará hasta el fin de su historia en la tierra. La Iglesia se estableció en el mundo como Israel entre los Cananeos, y no es ya sino una mezcla corrompida de creyentes e inconversos. Sin embargo, podríamos preguntar como los siervos de la parábola a su señor: ¿no sembraste buena simiente en tu campo? ¿de dónde pues tiene cizaña? “Un hombre enemigo ha hecho esto”, es la respuesta. ¿En qué oportunidad? “Mientras dormían los siervos”. El sueño espiritual de los que debían velar ha permitido a Satanás penetrar en el campo: quizás haya una solución: “¿Quieres pues que vayamos y la arranquemos? Y él dijo: no, porque arrancando la cizaña no arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega” (Mateo 13:24-30).
Bajo este punto de vista, la palabra de Dios compara a la Iglesia a una gran casa donde hay vasos para honra y otros para deshonra: o también a un árbol grande, es decir una gran potencia, donde toda clase de aves, espíritus inmundos, vinieron a anidar: o todavía a la levadura, el pecado, que leudó toda la masa. La Iglesia está en ruinas: no es cuestión de revocar sus brechas, cosa peor que la ruina misma o pretender volver a los tiempos apostólicos. Debemos distinguir la actividad religiosa humana, en la que peligramos caer, con la del Espíritu Santo: los que aclaman la lluvia postrera de un nuevo pentecostés, aunque sinceros, hacen pensar en las muchedumbres de Samaria, embelesadas por Simón el mago: o en la presumida Laodicea que dice: “Yo soy rico, y estoy enriquecido” (Hechos 8:10; Apocalipsis 3:17).
Sin embargo, no olvidemos que si la Iglesia como testimonio colectivo en su unidad ha faltado, en medio de la ruina misma el Señor puede suscitar un testimonio para Él: este testimonio reconoce la decadencia, y se humilla en presencia de Dios. Hallamos algo similar en el tiempo de Ezequiel: el profeta ve un varón vestido de lino, el cual traía el tintero de escribano ceñido a sus lomos: éste recibe la orden de pasar por medio de Jerusalem, y poner una señal en la frente de los hombres que gimen y que claman a causa de todas las abominaciones que se hacen en medio de ella (Ezequiel 9:4). Estos hombres forman un residuo fiel caracterizado por una verdadera humillación a causa del mal que se comete en Jerusalem: reciben la señal que da la aprobación de su Dios sobre su conducta. Más tarde, en tiempos del profeta Malaquías, existe otro residuo: se ven dos partidos en Israel, unos dicen: “¿Qué aprovecha que andemos tristes delante de Jehová?”. Rehúsan reconocer su ruina. Otros, “los que temen a Jehová y piensan en Su nombre”, conscientes de su poca fuerza y de la ruina general, aceptan la humillación y saben que es la actitud conveniente ante Dios. Dios la aprueba, gozan también de una comunión verdadera con Él: “Hablaron cada uno a su compañero y Jehová escuchó y oyó: y fue escrito un libro de memoria delante de Él”. Reciben una plena aprobación a su conducta: “Serán Mi especial tesoro ... y además mayor discernimiento: entonces os tornaréis y echaréis de ver la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve” (Malaquías 3:14).
Hermanos cristianos, si somos conscientes del desmoronamiento y estado ruinoso de la Iglesia, tomemos también ese lugar señalado por ese residuo, reconozcamos con humillación nuestra parte que ha contribuido a sus ruinas; separémonos del mal. Estemos satisfechos cuando el Señor nos dice: “Tienes poca fuerza”, porque le oiremos también decir: “Tengo la llave de David”: la potencia está en Mí. Miremos hacia adelante también: porque si la Iglesia ha caído, vendrá el día cuando concluida ya la historia de su responsabilidad aquí en la tierra, el Señor se la presentará gloriosa, sin mancha, ni arruga: engalanada de su eterna belleza (Efesios 5:25). Como de Israel en la gloria milenial, en este tiempo no será dicho de ella: ¡Ved lo que ha hecho el hombre! sino: “¡Ved lo que ha hecho Dios!” (Números 23:23).

Jueces 2:6-3:5: La ruina de Israel en sus relaciones con Dios

“Josué había despedido al pueblo, y los hijos de Israel se habían ido cada uno a su heredad para poseerla. Y el pueblo siguió a Jehová todos los días de Josué, y todos los días de los ancianos que vivieron largos años después de Josué, los cuales habían visto las grandes obras que Él había hecho para Israel: y toda aquella generación también fue agregada a sus padres” (versículos 6-7). Estos versículos son la repetición de lo que leemos en Josué 24:28-31: pero ¿por qué motivo la Palabra de Dios repite estos textos? Pues bien, el Espíritu Santo quiere vincular el estado moral que describen con el que los versículos siguientes revelan: “Mas levantóse otra generación después de ellos que no conocía a Jehová, y sirvieron a los Baales” (versículos 10-11).
Estos dos pasajes permiten apreciar el contraste entre el estado moral de Israel antes de su caída y el que siguió. Después de Josué hubo ancianos que mantuvieron al pueblo fiel a Jehová, como los hubo también para sostener a la Iglesia en su estado apostólico, aunque pronto aparecieron principios destructores: el judaísmo, falsas doctrinas, bandos, etc., contra los cuales el apóstol Pablo como otros también, se opuso con toda la energía del Espíritu de Dios.
El tiempo pasó, y “levantóse otra generación que no conocía a Jehová”. Las generaciones se suceden, cada una es diferente de su predecesora: si la decadencia ha llegado rápidamente, la potencia de Dios, sin embargo, estaba siempre a disposición de la fe que la buscara. De hecho, cada generación necesita volver siempre a la fuente del conocimiento de Dios y beber para ella misma. Esto no significa tan sólo “conocer las Santas Escrituras desde la niñez”, se debe permanecer en las cosas aprendidas y estar plenamente persuadido de ellas (2 Timoteo 3:14).
Esta sucesión de generación es visible en nuestras familias: los abuelos han sido notables por su piedad, su andar separado del mundo, su comunión con el Señor: sus hijos han seguido el mismo camino y nos han criado a nosotros los nietos en el mismo ambiente: pero ¿qué será de esta tercera generación? ¿Nos asemejaremos a “esa otra generación” o seremos de aquellos que “considerando cuál haya sido el éxito de la conducta de los que nos hablaron la Palabra de Dios, imitan su fe”? Al faltar el conocimiento personal de Cristo, ignorando el valor de Su obra, la esclusa está abierta a la corriente de todo lo que el mundo acarrea.
Por lo que concernía a Israel, Moisés, su conductor, había demostrado la energía de la fe: en su juventud rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, eligiendo estar más bien en la aflicción con el pueblo de Dios; más tarde, a los ochenta años, se sostuvo como viendo al Invisible. A su vez Josué, la segunda generación, demostró el poder de la fe necesaria para permanecer fiel en la prueba del desierto que duró cuarenta años, y para conquistar a Canaán. Esta fe se había prolongado hasta la tercera generación, los ancianos, que habían visto la obra de Jehová. Mas se había levantado otra y, ¿qué tal será? Dos cosas indican el bajo nivel moral que la caracteriza: “No conocía a Jehová ni la obra que había hecho por Israel”: en estas condiciones no extraña la pronta decadencia que siguió: “Y dejaron a Jehová el Dios de sus padres que los había sacado de la tierra de Egipto y fuéronse tras otros dioses” (versículo 12).
El capítulo primero concluyó mostrándonos la decadencia de Israel frente a los Cananeos, mientras que a su vez estos últimos versículos atestiguan la ruina en sus relaciones con Dios. En la medida con que nuestro corazón se siente atraído hacia el mundo y pacta con él, así se aleja de Dios: de allí a abandonar al Señor para reemplazarle con los ídolos que el mundo ofrece, hay solamente un paso. Al asociarnos al mundo, los objetos que él adora se establecen como amos en nuestro corazón y toman allí el lugar de Cristo: luego viene el castigo: “Entonces el furor de Jehová se encendió contra Israel, el cual los entregó en manos de robadores que los despojaron y los vendió en manos de sus enemigos de alrededor” (versículo 14).
Esto es una primera consecuencia de su infidelidad a Jehová: entregados a enemigos que ellos mismos no han destruido; en lugar de poder seguir gozando de los resultados de su conquista, Israel se ve despojado aún “de lo que tiene”. Esto es verdad para nosotros también: si después de nuestra conversión hemos guardado cosas del mundo, un resto de costumbres carnales, este rastro ofrecerá a Satanás los medios para despojarnos de las bendiciones que el Señor nos ha dado. ¡Ah, cuántos “robadores” nos quitan el privilegio de disfrutar de un culto, de un estudio bíblico o de la reunión de oración! ¡Cuántos “ladrones” nos privan de nuestras capacidades espirituales! Lo más triste es que les abrimos la puerta: preferimos tal novela a la Palabra de Dios: el veneno de tal página del diario a un capítulo del evangelio: un espectáculo a una distribución de tratados. Nos empobrecen el espíritu, roban el tiempo, ensucian el alma, enferman el cuerpo. Si queremos ser fieles al Señor, Él nos ayudará a discernir todo lo que tendremos que abandonar y nos dará la fuerza de hacerlo.
Además Jehová deja subsistir al enemigo alrededor, y al lado de Israel: “Os serán por azote para vuestros costados”. Esto significa que nuevas conquistas hacia el exterior son ya imposibles, y además la presencia constante del enemigo en Canaán. Esto constituye el síntoma más característico de los últimos tiempos: el inconverso en la casa de Dios. La corrupción que reinaba entre los gentiles detallada en Romanos 1, es la misma que se muestra en la cristiandad de los “postreros días”: “hombres amadores de sí mismos, avaros, desobedientes a los padres, ingratos, sin santidad, sin afecto”, y con el agravante de tener la apariencia de piedad, mas negando la eficacia de ella (2 Timoteo 3:1-7). Es la mezcla del trigo con la cizaña, situación que el Señor no cambia “hasta la siega”; y es en esto que consiste el juicio de Dios sobre Su casa.
¿A qué sirven esos azotes enemigos?
¿Qué queda por hacer? Una cosa digna de Dios: la desobediencia de Israel en el desierto había permitido prueba sobre prueba durante cuarenta años, “para afligirte” —escribe Moisés— “por probarte, para saber lo que estaba el tu corazón, si habías de guardar o no Sus mandamientos” (Deuteronomio 8:2): ahora en Canaán, la desobediencia de Israel permite a Dios dejar subsistir a las naciones enemigas para probar la nueva generación, “si guardarían ellos el camino de Jehová, andando por él, como sus padres lo guardaron, o no” (versículo 22). Jehová prueba a Su pueblo por medio de los enemigos mismos que ellos dejaron subsistir: en Su gracia se sirve de la infidelidad de Su pueblo y sus consecuencias para “hacerle bien a la postre”. Dios no tiene en vista sólo el castigo, mas también la prueba. Así sucede en nuestra cristiandad: Dios se sirve de la cizaña (los hijos del diablo) para probar el trigo (los hijos del Reino): se vale de los vasos para deshonra, para probar el corazón de los fieles y bendecirles: “Si alguno se purifica de éstos será un vaso para honra, santificado, útil al Señor y preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 2:21-22). Pues, ¿a condición de qué se obtienen estas bendiciones? Separándose del mal. En nuestros tiempos, los más bajos de la ruina, Dios nos muestra así el camino que le glorifica tanto como en los días más bellos de la historia de la Iglesia.
Dios deja subsistir al Cananeo por un segundo motivo aún: la joven generación será probada por el enemigo a fin de “saber si obedecerá a los mandamientos de Jehová que Él había prescrito a sus padres por conducto de Moisés” (capítulo 3:4). La prueba del crisol hará volver el corazón de Israel a la Palabra de Dios que han abandonado, su única salvaguardia en medio del mal circundante. Es la experiencia actual: después de haber detallado los males de los postreros días, Pablo agrega: “Empero tú, persiste en lo que has aprendido y te persuadiste ... Toda Escritura es inspirada divinamente, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en justicia” (2 Timoteo 3:14,16). “Pues lo que habéis oído desde el principio, sea permaneciente en vosotros” (1 Juan 2:24). ¿No nos ha impedido el estado de la cristiandad a tomar aquí una posición de separación para Dios y apegarnos a Su Palabra? A menos de ostentar esos caracteres, no podemos ser un testimonio a la gloria de Dios en el tiempo actual.
Aún en los primeros tiempos de la Iglesia el testimonio de los fieles estaba marcado por una separación neta del mundo y su fidelidad a la Palabra de Dios: “Has guardado Mi Palabra y no has negado Mi nombre ... Has guardado la Palabra de Mi paciencia” (Apocalipsis 3:8-10). Es el camino trazado por el Salmo 1: “Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores ni en silla de escarnecedores se ha sentado”. Ésta es la separación: luego sigue su apego a la Palabra de Dios: “Antes en la ley de Jehová está su delicia y en Su ley medita de día y de noche” (Salmo 1:1-2).
Haremos notar todavía un tercer motivo por el cual Dios, en Su providencia, deja subsistir al enemigo. Helo aquí: “Para que las generaciones de los hijos de Israel tuviesen experiencia de la guerra” (capítulo 3:2). Tendrá que aprender a luchar. Apliquemos esta razón a nuestro tiempo: si a causa de nuestra infidelidad el mal se introdujo en nuestras casas o en la Asamblea, ¿opinaríamos que el combate no tiene motivo y que nuestra actitud será permanecer en la inacción como aquellos “siete mil” escondidos en cuevas en tiempo de Acab y Jezabel, contentándose con no haber doblado sus rodillas ante Baal? Valerosa separación por cierto, pero es precisamente en un tiempo de infidelidad e idolatría que la lucha es más necesaria que nunca: el profeta Elías de entonces nos brinda el mejor ejemplo: precisamos conocer lo que es la guerra.
El combate cristiano no es contra carne y sangre como era el de Israel: sino contra malicias espirituales, el poder satánico siempre listo para impedirnos tomar posesión de los bienes espirituales que la gracia nos ha hecho herederos. Si el libro de Josué presenta el combate que entregaba a Israel el país de la promesa, como la Epístola a los Efesios los lugares celestiales para el cristiano, el libro de los Jueces, como la segunda carta a Timoteo, presenta el combate que debe libertar al pueblo de Dios permitiéndole gozar de sus bienes espirituales y haciéndole volver de la esclavitud de “la carne” o de “la ley” a la plena libertad que había perdido por su desobediencia.
Nuestra lucha tendrá el carácter de “liberación” pero debemos aprender a “contender eficazmente por la fe” que nos ha sido entregada una vez: guardar el buen depósito, retener la forma de las sanas palabras que hemos oído en la fe y amor que es en Cristo Jesús (2 Timoteo 1:13). El combate no cesará mientras estemos aquí abajo, no debemos deponer las armas, esto es el precio de la victoria: luego sigue el premio: “Al que venciere daré a comer del árbol de vida ... El que venciere no recibirá daño de la muerte segunda ... Al que venciere daré a comer del maná escondido ... Al que hubiere vencido le daré potestad sobre las gentes ... El que venciere será vestido de vestiduras blancas ... Al que venciere Yo le haré columna en el templo de Mi Dios ... Al que venciere Yo le daré que se siente conmigo en Mi trono” (Apocalipsis 2 y 3).
Pueden ocurrir defecciones en las filas: Pablo transcribe algunos nombres de los que desertaron y hasta volvieron las armas en contra de él: Figelio y Hermógenes han sido contrarios al apóstol; Himeneo y Fileto se han descaminado de la verdad; Demas amó a este siglo: Alejandro, causante de mucho males. Si numerosos son los que vuelven atrás, es la ocasión de seguir luchando con mayor energía: Lucas está con Pablo; Marcos ha reintegrado las filas: “Me es útil para el ministerio”; Tíquico continúa la lucha en Éfeso; puede ser que algunos necesiten tiempo de descanso: “A Trófimo dejé en Mileto enfermo”. “¿Queréis iros también vosotros?” —preguntó el Señor a los doce: pero también les dijo: “Venid vosotros aparte y descansad un poco”.
En pos de dioses ajenos
La ruina de Israel en cuanto a sus relaciones con Dios se agravó: “Abandonaron a Jehová el Dios de sus padres ... caminaron en pos de dioses ajenos ... tomaron hijas de los Cananeos por mujeres y dieron sus hijas a los hijos de ellos” (capítulo 3:6): tres períodos. Al desconocer a Jehová y Su obra, se le abandona: no se ha meditado suficientemente la Palabra de Dios, se ignoran los principios divinos y el corazón se desvía de Cristo. Ese camino lleva hacia dioses ajenos: ¿cuáles son los dioses del mundo actual? Al lado de los escapularios, medallas, santos y vírgenes, hay también estrellas de cine, divas, campeones de toda clase, hombres políticos en vista, placeres engañadores y a menudo inmundos. Y en tercer lugar, “tomaron sus hijas por mujeres”. El corazón es conquistado: es un camino en el que a menudo el creyente se aventura, pese a la advertencia: “No os juntéis en yugo desigual con los incrédulos, porque ¿qué compañía tiene la justicia con la injusticia? ¿qué comunión la luz con las tinieblas, o qué parte el creyente con el incrédulo?” (2 Corintios 6:14-16).
Una amistad naciente no irá tal vez hasta el enlace porque el Señor puede detener a Su hijo que va por un camino donde se “traspasará de muchos dolores”; per tengamos cuidado con las amistades. Un buen espíritu de compañerismo con los que estudian o trabajan con nosotros, un sano contacto con intereses comunes, nos acercan; pero, velemos no pasar del otro lado donde el corazón se compromete, donde el círculo íntimo personal o familiar es alcanzado. La influencia del amigo inconverso destiñe sobre el creyente: éste empieza a gustar lo que antes rechazaba y, paralelamente el interés para las cosas de Dios disminuye. Un tal camino trae como consecuencia el castigo. Al alejarnos del Señor el Espíritu Santo será contristado: si esta tristeza nos vuelve a Él, el Señor está siempre listo para acogernos. De lo contrario, el persistir en el error nos traerá la disciplina de Dios para obligar a Su hijo errante a cambiar de rumbo. Mientras tanto se sufren pérdidas morales y espirituales: en cuanto a Israel se veía despojado de sus rebaños y cosechas.
Lo que falta al cristiano que yerra es el alimento para su alma: no toma ya tiempo para sentarse a los pies del Señor a fin de leer la Palabra; descuida la reunión en torno a Él: olvida doblar sus rodillas en oración. Privada de su alimento, el alma se marchita, pierde su fuerza, y no pudiendo ya luchar contra el enemigo, cae bajo su servidumbre: el hijo pródigo perece de hambre cuidando los marranos de Satanás. Escuchemos la solemne declaración de Moisés: “Por cuanto no serviste a Jehová tu Dios con alegría y con gozo de corazón en la abundancia de todas las cosas, servirás por tanto a tus enemigos que enviare Jehová contra ti, y con hambre y con sed y con desnudez y con falta de todas las cosas: y El pondrá yugo de hierro sobre tu cuello, hasta destruirte” (Deuteronomio 28:47-48).
¿Por qué obra Dios así para con los que ama? Si no los evita el castigo, si los lleva hasta la angustia, es para arrancar de su corazón un clamor hacia Él. Clamar a arrepentirse, buscar Su rostro, reconocer sus faltas, para que luego Jehová pueda restaurarlo. La gracia y la compasión de Dios se mostraba para con Israel suscitándole jueces, hombres de fe, para salvar a Su pueblo de la mano de los saqueadores: sin embargo el clamor no salía de un corazón nuevo sino solamente bajo la presión de las circunstancias. ¿Qué acontecía al morir el juez? “Volvían a corromperse más que sus padres” (versículos 18-19). Esta línea, alternativamente ascendente y descendente, la volvemos a encontrar seis o siete veces seguidas en nuestro libro: abandonan a Jehová, sirven a otros dioses, se unen con los idólatras, atraen sobre sí el castigo, viene la angustia, siete años, veinte años, cuarenta años de esclavitud. Entonces el pueblo clama, suplica, vuelve a Jehová. Él contesta, libra por mano del juez: sigue un tiempo de paz, pero muerto el libertador, vuelve a la corrupción, a los ídolos, pero también a la angustia.
Si sentimos que la línea de nuestra vida espiritual descendió, no esperemos más: supliquemos al Señor de restaurarnos, busquemos lo que interrumpió su comunión y volvamos a Gilgal, es decir la cruz. Él nos contestará. El Señor podría ponernos en circunstancias donde no hay tentaciones exteriores, donde las atracciones del mundo no existen, donde no se corre peligro de hallar amistad con inconversos: pero Él permite que estemos puestos a prueba. “Bienaventurado el varón que sufre la tentación: porque cuando fuere probado recibirá la corona de vida” (Santiago 1:12). Es menester que seamos manifestados por la prueba: ¿no lo ha sido el Señor? El hambre, la gloria, el poder, han sido los medios en manos del diablo que lo han probado (Mateo 4:1-10): y “fue manifestado fiel”. Así la fe obtiene su temple, y nuestro corazón aprende a apreciar mejor el auxilio de nuestro Abogado e Intercesor: además es así que las aletas de los peces se fortalecen para vencer la corriente del mundo.
Para desviar el corazón el enemigo no se limita con tentaciones solamente, las que tienen un carácter religioso son armas comunes para él: ¿no es necesario retirarse con energía de falsas doctrinas, de aquellos que niegan la divinidad de Cristo en particular, que aminoran el alcance de Su obra expiatoria o que tuercen las Escrituras? “¿Quién os embarazó para no obedecer la verdad?” —pregunta el apóstol a los Gálatas en peligro de caer en el judaísmo— “un poco de levadura leuda toda la masa” (Gálatas 5:9). Satanás busca todas las maneras para infundir dudas en el corazón en cuanto al valor de la Palabra de Dios, su integridad, su inspiración, su interpretación. ¿Seremos fieles o nos dejaremos confundir? Si Dios dejó estos males que afligen a la Iglesia, es “para que los que son aprobados, sean manifestados” (1 Corintios 11:19). Si bien surge un problema, aportémoslo al Señor, busquemos con Él su solución, no dejemos acumular las dudas: es preciso deshacer los nudos a medida que se forman y no dejarlos enredar.
En una época de decadencia (a pesar de todas las maravillas que Dios opera todavía en nuestros días), la fidelidad individual al Señor es siempre posible. A punto de ser vomitada de Su boca, el Señor dice a los que están en la iglesia de Laodicea: “Estoy a la puerta y llamo, si alguno oyere Mi voz y abriere la puerta entraré a él, y cenaré con él y él conmigo”. Sin duda es más difícil permanecer fiel cuando no se siente ningún apoyo exterior, sea en la familia o en la congregación: pero una comunión personal con el Señor traerá como resultado el bien de los demás: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello; pues haciendo esto, a ti mismo salvarás y a los que te oyeren” ... “Lo que has oído de mí entre muchos testigos, esto encarga a los hombres fieles que serán idóneos para enseñar también a otros” (1 Timoteo 4:16; 2 Timoteo 2:2).
Pablo, el primero, había enseñado a Timoteo: éste debía trasmitir a otros la enseñanza recibida; éstos, a su vez, debían ser capaces para instruir a otros: son cuatro generaciones. Esta transmisión puede ser oral o escrita; fundada en la Palabra de Dios de la cual el apóstol había sido uno de los portadores inspirados, la enseñanza del Espíritu Santo mediante el ministerio escrito por las generaciones que nos han precedido directamente está a nuestra disposición. ¿No tendremos a pecho recibirla? Y, aprovechando sus enseñanzas las transmitiremos a la generación que nos sigue. A quien se vio confiar mucho, tiene la responsabilidad de testificarlo en su familia, en la Asamblea, a sus hermanos y hermanas, a los niños de la escuela dominical, a los jóvenes de la congregación, en cualquier otra ocasión que el Señor pone delante de sus pasos, porque mucho se le volverá a pedir.
“Una generación va y una generación viene”. ¡Qué privilegio el de poder servir a los consejos de Dios y ser fiel en su propia generación! Un David y un Asaf nos dan el ejemplo (Hechos 13:36; Salmo 73:5).

Los doce jueces y avivamientos

La introducción a este libro nos mostró la conquista incompleta de Canaán y sus consecuencias para Israel. Ahora se va a desarrollar ante nuestra mirada esa línea con sus altos y bajos: restauración, caída, castigo, arrepentimiento, por siete veces, bajo la servidumbre de siete naciones enemigas. Aunque en cada momento la gracia de Dios y Sus compasiones abundan, pero sólo a disposición de los que sienten su miseria. Además es importante comprender que si Israel será objeto de una restauración completa en este mundo, no hay para la Iglesia posibilidad de una vuelta a su posición primitiva aquí abajo: la palabra de Dios nos lo hace entender y la experiencia de los tiempos actuales lo comprueba.
Los despertares parciales que el Señor ha suscitado en la Iglesia alteraron la opinión de los cristianos a este respecto, sobre todo, cuando ellos pertenecían a uno de esos movimientos. Un entendimiento limitado, un corazón algo estrecho y habituado a no abarcar y no amar de la Iglesia más que lo que le concierne inmediatamente, un espíritu sectario que hace llamar “iglesia” a los miserables sistemas religiosos con que los hombres han sustituido al edificio de Dios, son tantos motivos que les impide darse cuenta del estado real de la Iglesia en la tierra. La Iglesia no espera una restauración, pero si el retorno del Señor que le dará en gloria el lugar que le pertenece por elección.
Ahora bien, para todo cristiano habituado a depender de la Palabra de Dios, es un hecho indiscutible que nuestros días son llamados “días malos”, “tiempos peligrosos” en los cuales “el misterio de iniquidad obra ya, que al presente han comenzado a ser muchos anticristos” (1 Juan 2:18), y que la apostasía final se prepara (2 Tesalonicenses 2:3-5). Por otro hecho tan absoluto como el primero, estamos seguros de que el Dios fiel no se dejará jamás sin un testimonio en la tierra (Hechos 14:17). Se vale aún del mismo mal, como lo vimos en el capítulo anterior, para aportar a los Suyos bendiciones nuevas. ¿No es el mismo Dios que empleó a Satanás como instrumento para conducir al patriarca Job a la luz de Su presencia?
En este libro de los Jueces, Dios se vale de la opresión del enemigo, y la permite también, para producir avivamientos en Israel: pero una misma palabra los introduce a todos: “Clamaron a Jehová”. Los cristianos discuten a menudo sobre los medios que deben emplear para promover un avivamiento: pues bien, no existe más que uno solo; un profundo sentimiento de la pobreza de la Iglesia, una conciencia cargada y un mundo consciente de su perdición. Es cuando el alma siente su miseria que ella empieza a clamar a Dios: “¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!” (Lucas 15:17). ¿Por qué claman los hijos de Israel a Jehová? ¡Ah, el enemigo a quien se vendieron para hacer lo malo, los oprime, los aplasta! Pues desde el capítulo tercero al décimo sexto, nuestro libro nos presentará esos despertares con sus diversos caracteres.
Comencemos por una observación general: en tiempo de decaimiento moral Dios obra por medio de instrumentos que llevan el sello de su propia debilidad. Otoniel, de la tribu de Judá, es descendiente de un hijo menor de la familia de Caleb; Aod, de la tribu de Benjamín tiene un defecto físico; Samgar, por el instrumento que emplea: una quijada de bueyes; Débora, por su sexo; Barac, de la tribu de Neftalí, por su carácter natural; Gedeón, de la tribu de Manasés, por su familia, la más pobre; Jefté de Galaad, por su nacimiento; Sansón, de la tribu de Dan, por su moralidad. Otros jueces ricos y prósperos son mencionados al pasar, cuya misión se limitó en mantener los resultados obtenidos en batallas que ellos no condujeron: Tola, de la tribu de Isacar; Jair, Galaadita; Ibsán de Belén; Elón de la tribu de Zabulón y Abdón de Efraim. Israel no estaba más en el tiempo de Josué, como tampoco nosotros estamos en el tiempo de los apóstoles: tiempo en que la fuerza del Espíritu Santo desarrollada en el instrumento humano impedía manifestar la debilidad de la carne: “Cuando soy flaco entonces soy fuerte”, dijo el apóstol. “En la flaqueza Mi potencia se perfecciona”, le contestó el Señor. Sin embargo, la flaqueza misma de los tiempos actuales, sello del período que atravesamos, aún glorifica la potencia de Dios que los emplea.

Jueces 3:5-11: Otoniel, esto es "tiempo de Dios"

Bajo el yugo de “hermanos carnales”
Israel ha abandonado a Jehová: sirve a los Cananeos, toman sus hijas por mujeres y dan sus hijas a los hijos de ellos, sirviendo a sus dioses. Pero Dios es fiel, debe castigar a Su pueblo desleal, adúltero, que menosprecia Su pacto y Su Palabra: “Y la saña de Jehová se encendió contra Israel, y vendiólos en manos de Cusán-risataim, rey de Mesopotamia” (versículo 8), el país donde Jacob había servido a Labán su tío. Durante ocho años Israel es esclavo de este tirano: todo este tiempo es necesario para obligarlos a clamar a Jehová. Entonces es el tiempo de Dios para suscitarles un salvador.
Habíamos hablado ya de Otoniel. El capítulo primero contiene unos detalles de su vida particular: Dios lo había ya formado con miras de hacer de él un instrumento para salvar a Su pueblo. Después de haber luchado y obtenido un doble resultado de su victoria, una esposa y una ciudad, había entrado en posesión de una heredad personal, y de fuentes que la fertilizaban. Con estas experiencias tan valiosas, Dios tiene un instrumento adecuado para combatir a favor de Su pueblo del cual había hecho “Su heredad”, “Su esposa” también, como lo expresa el profeta Oseas. Otoniel combatirá ahora a favor de la heredad de Dios para recuperarla: luego será un instrumento de utilidad pública: un Juez. El cristiano debe haber hecho progresos individuales en el conocimiento del Señor y experiencias en la potencia de Su fortaleza para servir luego a los demás: no hay generalmente otra razón a la poca amplitud y extensión de nuestros trabajos para el Señor que la falta de experiencia personal.
Y Jehová suscitó salvador a los hijos de Israel, a Otoniel. El Espíritu de Jehová fue sobre él, y juzgó a Israel: salió a la batalla, es la lucha: Jehová entregó en su mano al enemigo, es la victoria: prevaleció su mano contra el enemigo, su poder le permanece; siendo el opresor definitivamente juzgado, el país reposó cuarenta años, es el resultado (versículo 9-11): Israel goza de los frutos de la victoria.
El propósito de Dios está alcanzado: Otoniel, aunque hijo del hermano menor de Caleb, se mostró un instrumento perfecto en mano de Dios; preparado de antemano y que, puesto a prueba, fue un metal adecuado en mano del divino Obrero. Pidamos al Señor muchos como Otoniel, o más bien, seamos nosotros mismos como él; mediante una consagración verdadera al Señor, un deseo creciente de apropiarnos de los bienes celestiales, como los representan las riquezas de Otoniel, y una santa separación del mal. Luego, en el tiempo de Dios, le seremos instrumentos dóciles y capaces.

Jueces 3:12-30: Aod, esto es "que alaba"

“Y murió Otoniel ... Y tornaron los hijos de Israel a hacer lo malo ante los ojos de Jehová”. Nuevo alejamiento: el Dios que había fortalecido a Su siervo contra el enemigo, fortalece esta vez a Eglón rey de Moab, para castigar a Su pueblo infiel. Del otro lado del Jordán los enemigos se congregan numerosos: Eglón junta consigo a los hijos de Amón y de Amalec, el que otrora por el poder de la intercesión de Moisés y la energía de Josué, había sido vencido. Después de haber herido a Israel y pasado el Jordán, se apoderaron de la ciudad de las palmas, Jericó, ya no bajo su carácter de ciudad maldita (Josué 6:26), sino bajo los rasgos que simbolizan las palmas, es decir la paz y la victoria para Israel.
El pueblo de Dios parece muy endurecido: necesita dieciocho años de esclavitud, más del doble que la vez anterior, la mitad de una generación bajo el yugo de Eglón, para llevarle a clamar a Dios. “¿No sabéis que a quien os prestáis vosotros por siervos para obedecer, sois hechos siervos de aquel a quien obedecéis, o del pecado para muerte, o de la obediencia para justicia?” (Romanos 6:16).
Por parte de Dios, la contestación no se hace esperar: un salvador, Aod, es suscitado. En su ceguera, Israel emplea para “enviar un presente a Eglón rey de Moab” (versículo 15), el mismo instrumento que Dios empleará en su ayuda: sella así su servilismo al mundo, buscando hacérselo propicio. ¡Cuántos dones espirituales, en nuestros días, son instrumentos dóciles en manos de los cristianos para mantenerse bajo la dominación del mundo! ¡Cuán equivocado está Israel al querer congraciarse al tirano mediante una mayor humillación a su poder! Pero Aod es fiel, aprovechará la ocasión; se hace un puñal de dos filos, éste es su primer acto y su único recurso. El cristiano no necesita otra cosa sino la Palabra de Dios, la única arma viva y eficaz, más penetrante que toda espada de dos filos (Hebreos 4:12). “Tomad ... la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios”, urge el apóstol: es viva porque es manejada por el Espíritu de Dios: es la misma que sale de la boca del Señor para echar por tierra todo lo que no es según su verdad (Apocalipsis 2:12).
La espada de Aod es corta, apenas un codo de largo, pero proporcionada a su necesidad: la espada de Goliat que vino a ser después la de David, era más larga: proporcionada para su oficio, no le hubiera servido. Las medidas son distintas, pero el arma produce el mismo resultado: el puñal de Aod es apropiado para penetrar secretamente en las entrañas del enemigo de Dios, la de David es adecuada para cortar la cabeza al gigante: los golpes aciertan distintos puntos vitales, pero el arma es según Dios, y cumple su obra salvadora.
Pero antes de emplear su arma contra el enemigo exterior, el libertador de Israel la ciñe debajo de sus vestidos, a su lado derecho: la lleva con él, sin que nadie la vea, hasta el momento de valerse de ella en público. A menudo se lleva la Palabra de Dios de una manera exterior, se la cita mucho, pero sin utilizarla para sí mismo. Ahora bien esta arma tiene dos objetivos aquí: Aod, cerrado de la mano derecha, es decir zurdo, comienza por aplicar su puñal a su lado débil, lo pone sobre su lado derecho: si lo llevase como todo el mundo no le serviría de nada, su arma debe corresponder primeramente a su estado personal, y no puede utilizarla imitando a los demás. Además otra clase de arma no le hubiese servido a Aod, como la espada y la armadura de Saúl no podían sino entorpecer el libre andar de David el pastor: las armas de la carne no sirven para el Espíritu.
Estas deben ser experiencias personales del cristiano: ¿hemos aplicado la Palabra de Dios a nuestro modo de vivir, a nuestra conciencia, a nuestro corazón? ¿Hemos experimentado su poder allí donde sabemos que somos débiles? El fracaso en el resultado de nuestra lucha será cosa segura si no hemos aplicado el arma a nuestra personalidad. Un ojo que arrancar, un brazo o un pie que cortar, la crucifixión que realizar, para luego lanzarnos a la batalla: tal era el secreto de las victorias del apóstol Pablo. Esta es otra aplicación de Gilgal a nuestra vida espiritual.
Después de haber ofrecido el presente a Eglón, Aod que se había ido ya se volvió desde los ídolos que estaban en Gilgal (versículo 19). ¿Ídolos en Gilgal, el lugar de la circuncisión, donde otrora Israel hallaba el secreto de sus victorias? Ese lugar se había transformado en un foco de idolatría, como la cruz lo ha sido en la cristiandad: es desde allí que como Aod, muchos cristianos se convierten para hallar su verdadero significado. Aod tenía una palabra secreta para Eglón, una palabra de Dios: “Tengo una palabra secreta para ti, oh rey” (versículo 19): y en ese momento le mete todo el puñal en el vientre. Esta es la Palabra de Dios para el enemigo. Aod no obtiene una victoria pública por el momento, el combate ha sido librado en secreto, un combate solitario pero cuyos efectos no tardarán en aparecer. Este fue el caso del Señor con Satanás en el desierto: allí todo sucedió en la soledad de aquel lugar; la Palabra de Dios, el arma con que venció, sin tener Él ningún lado débil, como nosotros, alcanzó al enemigo.
El rey de Moab es muerto, pero Aod no retira el arma de sus entrañas. La Palabra de Dios está en nuestras entrañas, nos ha traído la vida, pero ha traído también la muerte para “el viejo hombre”: y el puñal debe permanecer siempre en sus entrañas. Si lo retiráramos de allí, pronto volverá a moverse. Aod ha huido, debe cosechar los frutos de su primera lucha ganada en el secreto, pero antes de abandonar el palacio no olvidó un detalle muy importante para él: “Cerró tras sí las puertas y las aseguró con el cerrojo” (versículo 23); esto le dará el tiempo necesario para seguir adelante. Cuando los siervos de Eglón corran los cerrojos verán a su señor caído en tierra, muerto, con el puñal en sus entrañas. Cuando las tentaciones del enemigo pudieren acechar al creyente, encontrarán al “viejo hombre” muerto al pecado, con el puñal de la Palabra de Dios que le dio muerte (Romanos 6:11).
La segunda etapa de la lucha va a empezar: Aod toca la trompeta, la demora de los siervos de Eglón le ha favorecido. Junta al pueblo de Dios: “Seguidme” —les dice— “porque Jehová ha entregado a vuestros enemigos los Moabitas en vuestras manos: y descendieron en pos de él” (versículo 28). Jesús, vencedor de Satanás en el desierto, en la cruz y luego en la tumba, tocó la trompeta de la resurrección: se trataba de hacer participar a los demás de los resultados de la lucha ganada. Y si queremos nosotros gozar la victoria, sigamos al Vencedor y haremos más que vencer. Cuando el instrumento de la salvación ha obrado bajo la dependencia divina con la energía y la rapidez de la fe, el enemigo llega tarde: “Y descendieron en pos de él y tomaron los vados del Jordán a Moab, y no dejaron pasar a ninguno” (versículo 28). Yendo en pos del vencedor, dos resultados logran sus tropas: recuperan el territorio usurpado por el enemigo y cortan a éste la retirada y comunicación con su tierra por medio de los vados arrebatados. El río Jordán es para Israel lo que es la muerte para el creyente, pero vencida: “Todo es vuestro” —escribe Pablo a los corintios— “sea vida ... sea muerte”. En Gilgal estaban las doce piedras sacadas del lecho del río que testificaban que Israel había sido vencedor de sus aguas y que les pertenecían. La victoria de Aod es la de Israel, como la del Señor es nuestra: “A Dios gracias que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo”. Tanto al finalizar el capítulo siete a los Romanos como el capítulo quince a los Corintios, el apóstol da un grito de victoria sobre la muerte vencida: los que responden precisamente a la figura que tenemos aquí.
Tal deberían ser los resultados del combate cristiano en el tiempo actual: si éste no tiene por efecto hacernos romper abiertamente con el mundo, colocar la muerte de Cristo entre sus principios y los nuestros, recuperar lo que la “carne” (Moab, Amón y Amalec) nos habían arrebatado, el combate ha sido vano y no responde a la intención de Dios. Si no vigilamos “los vados del Jordán”, es decir los lugares donde el agua es poco profunda, el enemigo los aprovechará siempre para infiltrarse en nuestro corazón. Cuanto más profunda y real sea nuestra separación con los principios mundanos, más duradera será la paz: “Y reposó la tierra ochenta años” (versículo 30).

Jueces 3:31: Samgar, esto es, "he aquí el extranjero"

“Después de éste fue Samgar, hijo de Anat, el cual mató a seiscientos hombres de los Filisteos con una aguijada de bueyes, y él también salvó a Israel”. Si la espada de Aod era poderosa, aunque corta, el arma de Samgar no parece de ninguna manera apropiada para la lucha. ¡Una aguijada de bueyes! Instrumento despreciable que no puede servir más que para aguijonear a seres sin entendimiento. Sin pretender descubrir aquí alegorías —tendencias que ofrece más de un peligro en la interpretación de la Palabra de Dios— deseamos, sin embargo, hacer una relación entre la aguijada de Samgar con la espada de Aod.
Junto con la oración, tenemos un arma, una sola, pero es bajo diversos aspectos que el hombre de fe se vale de ella para el combate. Según la apreciación del mundo sabio, pero incrédulo, la Palabra de Dios no es más que “una aguijada de bueyes”, un arma extraña para él, buena para gente sin educación: está llena de contradicciones, de cuentos, etc. Y bien, bajo esta forma menospreciable, Dios la emplea en mano de Samgar (el extranjero) para ganar la batalla. ¡Cuantos se han burlado de Jonás y su ballena! Es precisamente esta increíble “aguijada de bueyes” que el Señor emplea para anunciar Su muerte y Su resurrección. Cuando la fe maneja la Palabra de Dios, encuentra un arma donde el mundo no ve más que “locura” porque “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres”: es por la “locura de la predicación” que Dios salva al que crece. Sin duda la Palabra de Dios es para “los pobres en espíritu”, pero se aplica a sus necesidades, al andar firme de lo que tiene “la pezuña dividida y que rumia”; pero esta arma es temible, puede matar a seiscientos Filisteos. Usémosla, tal como Dios nos la confió, recordando sobre todo, que ella no tiene efecto más que entre las manos de la fe.

Jueces 4:1-3: Bajo el yugo político y militar

Después del pequeño episodio de Samgar contra un adversario que empezaba a levantar la cabeza (los Filisteos), la historia general se reanuda a partir de la muerte de Aod. Por tercera vez “los hijos de Israel tornaron a hacer lo malo en ojos de Jehová” (versículo 1). Esta nueva infidelidad tiene para Israel consecuencias más graves que las anteriores: “Y Jehová los vendió en manos de Jabín, rey de Canaán ... por veinte años” (versículos 2-3).
Hasta aquí Dios había castigado a Su pueblo infiel por medio de naciones que tenían cierto parentesco con Israel y cuyo dominio se hallaba afuera de los límites de Canaán: Cusán-risataim, rey de Mesopotamia, el país de Labán, tío y suegro de Jacob; Eglón, rey de los Moabitas, descendientes directos de Lot, sobrino de Abraham, como los Amanitas también sus hermanos. Ahora Dios debe vender a un enemigo cruel, el pueblo que había redimido una vez: lo debe entregar a una dura servidumbre, y recién bajo la presión de novecientos carros de hierro, durante veinte años, logrará hacer que clame a Él este pueblo empedernido.
En el capítulo 11 de Josué encontramos un antepasado de Jabín, llevando el mismo nombre, con carros de guerra y la misma capital de su reino. En este tiempo Israel había comprendido que no podía existir ninguna relación entre el gobierno de Jehová y el dominio Cananeo; bajo la poderosa acción de Dios, aniquiló a Jabín, quemó sus carros y destruyó su ciudad. En efecto, ¿qué relación podría tener con el mundo político y militar, el pueblo de Dios, cuyo dominio debía desaparecer de Canaán? ¡Ah, todo ha cambiado ahora! Por la infidelidad de Israel se ve resucitar de sus cenizas al enemigo de antaño: Jabín, fiel a su nombre, esto es que edifica, ha reedificado a Asor dentro de los límites del país de Jehová. La heredad del pueblo de Dios se ha transformado en el reino del Cananeo, e Israel cayó bajo sus carros herrados que representan su gobierno y la fuerza militar que posee.
La historia de la Iglesia nos ofrece un hecho similar: en su origen estaba enteramente separada del mundo, no podía por consiguiente permitir a éste inmiscuirse en sus asuntos. Una vez, el estado carnal de la congregación de Corinto la había conducido a pedir ayuda a tribunales gentiles: unos tenían algo contra otros, e iban a juicio delante de los injustos: “No sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas? Pues qué ¿no hay entre vosotros sabios, ni aún uno que pueda juzgar entre sus hermanos? (1 Corintios 6:1-7).
Pero ¿cuál fue la línea de conducta de la Iglesia desde entonces? ¿Qué se ha visto en tiempos del emperador Constantino? La Iglesia abandonó el brazo divino y se apoyó en el secular que se le ofreció: la alianza con el mundo era un hecho, y se sometió a su gobierno. “Yo sé dónde moras” —dice el Señor a la Iglesia de Pérgamo, que corresponde precisamente a esos tiempos— “donde está la silla de Satanás”: así es llamado el gobierno gentil, su política y fuerza militar. ¿Ha abandonado este asiento la Iglesia desde entonces? Aún en los días del gran despertar de la Reforma, para escapar del peligroso adversario católico romano, en Alemania, en Suiza, en Francia, los santos recurrieron a los gobiernos para su ayuda y apoyo. A menudo, en lugar de “sufrir con Cristo”, los cristianos perseguidos reivindican la intervención de las autoridades mundanas: las que tarde o temprano el verdadero hijo de Dios se ve en la obligación de desligarse y abandonar su ayuda cueste lo que cueste, si quiere andar libre bajo la sola protección de Cristo.
La victoria sobre el Asor de Josué no es más que un recuerdo en los tiempos de los Jueces: Israel ha abandonado a Jehová, sirve a los dioses de los Cananeos, han tomado sus hijas por mujeres y han dado sus hijas a los hijos de ellos. Pero la alianza adúltera lleva sus frutos: Jabín oprime al pueblo de Dios desobediente, forzado de buen o mal grado a sufrir su gobierno. Pero no es éste el único carácter del estado ruin de Israel en esos días nefastos: si el gobierno exterior del pueblo de Jehová ha caído en manos de su enemigo, ¿a quién ha sido confiado el gobierno interior? A una mujer.

Jueces 4:4-14: Débora, esto es "abeja", y Barac, esto es "relámpago"

La Palabra de Dios nos enseña que en sus comienzos el gobierno de la Iglesia fue confiado a ancianos establecidos a este efecto por los apóstoles y sus delegados, bajo la conducción del Espíritu Santo. El orden de la congregación cristiana y todo lo que se le relacionaba, estaba a cargo de ellos y de los diáconos. Sin hablar de la pobre imitación que el clero ha hecho de esta institución divina cuando la infidelidad de la Iglesia le ha privado del orden establecido por la Palabra, ¿habría exageración en decir que una tendencia a confiar todo o parte del gobierno eclesiástico en las manos de las mujeres parece acentuarse hoy de más en más entre las sectas cristianas? Y se jactan de ello. Hasta verdaderos cristianos tratan de probar que debe ser así, que esto es según Dios, que demuestra un estado floreciente de la cristiandad; y como apoyo a sus afirmaciones, entre otros ejemplos, citan a Débora.
Veamos pues quién era Débora. Mujer de fe, activa como su nombre lo indica, posee un sentimiento profundo del estado humillante en que ha caído el pueblo de Dios: ella ve cual un oprobio para los conductores de su pueblo el hecho de que Jehová haya confiado una actividad pública a una mujer. No obstante tener y ejercer una autoridad de parte de Dios —pues, Israel subía a ella a juicio— Débora guarda en estas circunstancias que podrían esconder para ella un peligro, la posición asignada por la Palabra de Dios a la mujer. Ella no sería una mujer de fe si no le obedeciera.
¿Dónde ejerce Débora sus funciones? ¿Acaso se la ve como otros jueces, recorrer el territorio de Israel o encabezar sus ejércitos? Nada semejante: y no es sin razón que el relato sagrado indica el lugar donde está: “Débora habitaba debajo de una palma”. Aunque plenamente reconocida como profetisa y juez en Israel, ella no abandona el dominio que Dios le ha asignado. ¿Puede haber otro mejor? Sumisa a Dios, gozando luz (pues el nombre de su esposo significa lámpara), bajo la protección de la paz y confiando en la victoria que la palma simboliza, es desde allí que hace llamar a Barac en vez de acudir a él.
Barac se halla en la lista de los hombres de fe, contado por la Palabra de Dios entre los que salvaron a Israel (Hebreos 11:32); pero Barac es un hombre sin carácter, sin energía moral que carece de confianza en Dios. No esperéis ver en un tiempo de ruina a los instrumentos que Dios emplea, poseyendo el conjunto de los recursos divinos. No solamente el número de los obreros de la mies es reducido, pero ¡de qué manera los dones del Espíritu se hallan poco acentuados hoy, hasta su ausencia está cruelmente resentida entre los creyentes! Su falta de carácter hace desear a Barac ser la ayuda de la mujer, cuando la mujer, según Génesis 2:18, es la ayuda del hombre. Invierte el orden establecido por Dios: rebaja la capacidad que Dios le ha dado, y lo que es peor, busca hacer salir a Débora de su posición normal: “Si fueres conmigo, yo iré, pero si no fueres conmigo, no iré ... Iré contigo” responde Débora. Ella puede acompañar a Barac sin salir de su posición normal, como en otros tiempos santas mujeres iban con el Señor Jesús, haciéndose Sus siervas para proveer a Sus necesidades (Lucas 8:2-3).
Si el acto de Débora es bueno, el motivo de Barac es malo y lo reprende: “Iré contigo, mas no será tu honra en el camino que vas; porque en mano de mujer venderá Jehová a Sísara” (versículo 9). ¿Cuál es el fondo, el motivo de Barac para que Débora lo acompañara? Quería depender de Dios, pero no sin un apoyo humano y visible: el mundo cristiano está lleno de tales almas. Tan miserablemente se realiza la presencia de Dios, el conocimiento de Su voluntad es tan débil, el andar del cristiano tan poco seguro, que para recorrer el camino de Dios se prefiere más bien confiar en un intermediario que depender única y directamente de Él. Se tiene “directores de conciencia”, de los cuales se sigue los avisos en lugar de permanecer bajo la conducción del Señor y tener Su Espíritu y Su Palabra por alimento y poder. ¿Qué sucede si “el director” se equivoca? En cambio el Señor es infalible; pero Él no contesta sino a la fe, y es esto lo que a menudo falta. La fiel Débora no aprueba a Barac en su falta de confianza en Dios, él llevará sus consecuencias; pero ¡cuán hermoso es seguir con nuestra mirada a esa pareja en un carro de guerra, subir al monte Tabor! ¿No evoca en nuestro pensamiento a Cristo y a la Iglesia?
Heber y Jael, familia de los Cineos de quienes hemos hablado en el capítulo primero, se encuentran aquí. En esos tiempos de turbación para Israel, Heber había hallado bien separarse de su tribu y levantar su tienda en el norte de Canaán, lugar que le pareciera más seguro; sin embargo, ahora se halla sobre el paso de los ejércitos enemigos. Además había paz entre Jabín, rey de Asor y la casa de Heber (versículo 7). ¿Se hallaría esa paz fundada sobre la justicia y sería fruto de la fe? No lo creemos. Heber se separa del abatido pueblo de Dios, obrando como un cristiano que sacudiera de sus hombros la responsabilidad del triste estado moral de la Iglesia. Esta paz concluida con el enemigo, con motivo de no ser inquietado por Jabín, no podía estribarse sino sobre concesiones deshonrosas. Ser neutral, pertenecer a un partido político o a una junta militar es común en el pueblo cristiano. Sin embargo Heber tenía la dicha de estar unido a una mujer fiel, una digna hijo de los Cineos; ella no quería una seguridad comprada al precio de un compromiso con el mundo, no compartía los sentimientos de su esposo a este respecto. Su corazón estaba enteramente con “el Israel de Dios”; ser neutral es posición falsa al tratarse de los enemigos de Dios: “El que no es conmigo, contra Mí es: el que conmigo no recoge, desparrama” (Lucas 11:23).
“Vinieron pues las nuevas a Sísara cómo Barac hijo de Abinoam había subido al monte Tabor. Y reunió Sísara todos sus carros, novecientos carros herrados” (versículos 12-13). ¡Pequeño cuadro, pero hermoso, porque evoca una escena profética mucho más amplia y gloriosa! Es también el momento en que, rodeado de enemigos, el creyente precisa fuerza y los ojos de la fe deben estar abiertos. El monte Tabor es el lugar de la elección de Dios, Barac hará la experiencia de su poder; porque para Aquel cuyos carros son veinte mil y más millares de ángeles (Salmo 68:17), ¿qué son los novecientos carros herrados de Sísara? Sin embargo, Barac precisa todavía fortalecer su débil fe: no ve a Jehová delante de él, es como el siervo de Eliseo que no ve la montaña llena de gente de a caballo y carros de fuego (2 Reyes 6:17).
“Entonces Débora dijo a Barac: Levántate” —es la segunda vez, su flaqueza y falta de fe podría comprometer el éxito de la lucha— “Jehová ha entregado a Sísara en tus manos” (versículo 14). Por la claridad de su fe, Débora ve ya al enemigo vencido, entregado en mano de su compañero: sus ojos ven a Jehová delante de los ejércitos de Israel. “¿No ha salido Jehová delante de ti?” Esto es el secreto de la fe que lleva a la victoria: “Y Barac descendió del monte de Tabor y diez mil hombres en pos de él”. Ni Débora ni Barac, ni este puñadito de hombres, ni Israel entero hubieran podido hacer la menor brecha en los ejércitos enemigos si Jehová no hubiese salido delante de ellos; pero para verle era menester los ojos de la fe.
¿Ha experimentado esta fe el luchador cristiano? ¿Está su correr precedido por el Señor mismo? Barac obtiene la victoria con sus diez mil hombres en pos de él porque es Jehová quien “desbarató a Sísara con todo su ejército a filo de espada delante de Barac” (versículo 15). Débora, la mujer de fe, no juega ningún rol, sino indica a Barac lo que él mismo no es capaz de discernir, es decir la presencia de Jehová. El ejército enemigo es derrotado: “Barac siguió los carros y el ejército ... y todo el ejército de Sísara cayó a filo de espada, hasta no quedar ni uno” (versículo 16): su jefe se ve obligado a huir a pie despojado de su potencia, sus carros, y se acoge en la tienda de Jael, mujer de Heber, creyendo encontrar allí un amparo seguro. “Y saliendo Jael a recibir a Sísara díjole: ven señor mío, ven a mí, no tengas temor”: y él vino a la tienda, y ella le cubrió con una manta (versículo 18). En lugar de agua que le ha pedido le dio leche, en tazón de nobles le presentó cuajada y le tornó a cubrir.
No debemos olvidar que estamos aquí en el Antiguo Testamento, y que Jael como otros muchos de su tiempo, actúa según el Espíritu de Dios frente a un enemigo que debe ser muerto. Llegará también el día cuando un espíritu de error enviado de Dios, se apoderará de los que no han recibido el amor de la verdad para ser salvos (2 Tesalonicenses 2:11). El cristiano no sanciona la mentira ni la falsedad, sin embargo discierne en las palabras de Jael, como en las de Rahab (Josué 2:3.6), la inteligencia de un alma recta delante de Dios y consciente de estar en su mano para cumplir su juicio.
Vencido ya, Sísara se entregó al sueño, preludio de la muerte, bajo la manta de una falsa seguridad que halló en la tienda que creía ser neutral: es bajo esa manta, la manta de una falsa paz para muchos cristianos, que el enemigo va a recibir el golpe de muerte. En presencia de este hombre, enemigo del pueblo de Dios, Jael se muestra implacable: “Tomó una estaca de la tienda, y poniendo un mazo en su mano, vino a él calladamente y metióle la estaca en la sien, y enclavólo en la tierra” (versículo 21). Su instrumento para cooperar en la salvación de Israel no es un puñal, ni una aguijada de bueyes, ni el carro de Barac; Jael no tiene otras armas que los útiles de la mujer que cuida la tienda. Es con ellos que asesta el golpe fatal en la cabeza del enemigo. Como Débora, como toda mujer de fe, Jael no se aleja de los límites de su domicilio; la mujer debe combatir al enemigo en el lugar y con las armas que Dios le confía para cooperar a la victoria del pueblo entero.
En esa parte de la historia de Israel, la fe brilla en las mujeres; Jael no busca una ayuda como lo hizo Barac; su esposo no está con ella; y ¿qué hubiera hecho él? Jael no depende más que de Jehová; como mujer de Heber el Cineo, dio albergue al hombre con quien su marido había hecho falsa paz; mas bajo la dependencia de Dios, ella empuña el mazo y la estaca y magulla la cabeza del enemigo. Preludio del cumplimiento de lo que le fue anunciado ya; la simiente de la mujer te aplastará la cabeza (Génesis 3:15). Jael en su tienda es vencedora de quien había vencido a Eva en el jardín de Edén, del que quedaba por magullar la cabeza. Unida a los escuadrones de Israel combate bajo su tienda, mejor que un hombre; un sólo temblor lo habría comprometido todo; también Débora en su cántico dirá: “Bendita entre todas las mujeres sea Jael” (capítulo 5:24).
Barac persigue a Sísara, pero llega tarde: cuando entra en la tienda de Jael, ve al enemigo caído ya. ¡Qué sentimiento de humillación ha debido experimentar este capitán viendo el honor de la victoria dado a una mujer, en el camino de Dios, donde él, jefe y juez de Israel, no había querido marchar sino con falta de fe! Sí, ¡honor a estas mujeres! Fueron los instrumentos de Dios para despertar en los hijos de Su pueblo el sentimiento de su responsabilidad. Pero una vez despertados, todos están firmes contra el enemigo; “La mano de los hijos de Israel comenzó a crecer y fortalecerse contra Jabín rey de Canaán, hasta que lo destruyeron” (versículo 24). Jehová acaba de operar una salvación maravillosa por medio de dos vasos “más frágiles” (1 Pedro 2:7), y un hombre sin carácter; exaltando así Su poder puesto al servicio de Su gracia a través de la flaqueza de los instrumentos.

Jueces 5: ¡Libertad y alabanzas!

El triunfo de las armas de Jehová ha dado a Israel la señal de un despertar, al cual el Espíritu de Dios proporciona un carácter particular mediante las expresiones desbordantes que acuden a los labios de la profetisa Débora, junto con Barac en el cántico que celebra las bendiciones recobradas. Anuncia además mediante “la lámpara profética que alumbra en lugar oscuro” todavía esplendores del porvenir: “En aquel día cantó Débora con Barac, hijo de Abinoam” (versículo 1).
La primera cosa que sigue a la victoria es la alabanza, muy diferente ahora sin duda, en un tiempo de ruina, de lo que había sido en el principio. Salido de Egipto, libre de su esclavitud, Israel elevó un himno a Jehová en las orillas del mar Rojo. Representemos la armonía de estas seiscientas mil voces fundidas en una, para celebrar el triunfo de Jehová sobre Egipto y el mar: ni una voz faltaba, ni un corazón. ¡Qué contraste ofrecen estas dos voces! Una mujer y un hombre cantan, pero el Señor está presente y el Espíritu de Dios también; y si los cantores son testigos de la decadencia, tienen motivos para gozarse y celebrar el poder de Jehová.
La alabanza constituye el sello de un verdadero despertar; alabar es la primera necesidad de los que se reconocen como hijos de Dios. Si Boquim, es decir las lágrimas, es el punto de partida hacia la lucha, la alabanza es el punto de llegada. Aunque son dos voces solamente las que se oyen, Débora y Barac no hacen bando aparte, y aunque todo el pueblo no se regocije con ellos, están sin embargo conscientes de la unidad del pueblo de Dios. Su alabanza es la expresión de lo que todo Israel hubiera debido decir. Estas son precisamente las experiencias de los que se reúnen en torno al Señor y en Su solo nombre, así sean dos o tres, como Débora y Barac; y al celebrar la muerte del Señor y Su victoria, testifican también de la unidad del cuerpo de Cristo.
“Cantó Débora con Barac hijo de Abinoam diciendo: porque ha vengado las injurias de Israel, porque los jefes se pusieron adelante en Israel, por haberse ofrecido voluntariamente el pueblo: ¡bendecid a Jehová!” (versículo 2). Dos motivos promueven para bendecir a Jehová: el primero es la obra que la gracia y el poder de Dios ha realizado en los conductores y en el pueblo. Dios mismo se complace en reconocer y estimular la menor energía manifestada en Israel, como la reconoce y estimula hoy (Apocalipsis 2 y 3); “porque el pueblo se ha ofrecido de su voluntad ¡load a Jehová!”. El segundo motivo de alabanza es importante de discernir: Dios ha vengado las injurias de Israel. Pero notemos que las injurias que sufría, abatido bajo los carros de Jabín, no provenían sino de su propia desobediencia, como la Iglesia sufre las consecuencias de su infidelidad. Ahora bien, un despertar realizado en Israel, como un verdadero retorno a la santidad en la congregación de los corintios, juzgando y “vengándose” de toda desobediencia carnal, promueve la gratitud. Cuando el castigo y la tristeza que es según Dios han producido “solicitud, defensa, enojo, temor, gran deseo, celo y vindicación”, después de las lágrimas, hay gozo y consolación: tal ha sido la experiencia del apóstol Pablo y también la de los Corintios (2 Corintios 7:9-15).
“Oíd reyes: estad oh príncipes atentos: que yo a Jehová, sí, yo le cantaré: cantaré un himno a Jehová, el Dios de Israel” (versículo 3). La alabanza pertenece al vencedor; su voz se alza aquí sobre el campo de batalla; los reyes de la tierra y los príncipes son llamados a escuchar. El objeto de la alabanza es el Rey de los reyes, el Señor de los señores, el Ungido de Jehová, contra quien estos mismos reyes y príncipes habían tramado la muerte (Salmo 2:2). Pero Él los venció; magulló la cabeza de su poder, destruyó sus carros. Y si la voz de las alabanzas de los creyentes llega a sus oídos, están convidados a entender y admitir corrección (Salmo 2:10). Esta voz llegó a oídos de muchos; por boca del apóstol Pablo, el nombre de Jesús ha sido “llevado en presencia de los gentiles, y de reyes”, hasta la casa de César en Roma.
“Cuando saliste de Seir oh Jehová, cuando marchaste del campo de Edom, la tierra tembló, también los cielos destilaron y las nubes gotearon agua. Los montes se derritieron delante de Jehová, aqueste Sinaí, delante de Jehová Dios de Israel” (versículos 4-5). En su alabanza Débora anuncia la venida de Jehová: la que Moisés había proclamado ya: “Jehová vino de Sinaí y de Seir les resplandeció; resplandeció del monte de Parán y vino con diez mil santos” (Deuteronomio 33:2); David la recuerda: “oh Dios cuando tú saliste delante de Tu pueblo, cuando anduviste por el desierto, la tierra tembló, destilaron los cielos a la presencia de Dios”; pero es para darle mayor perspectiva: “los carros de Dios son veinte mil y más millares de ángeles” (Salmo 68:7-17). El profeta Habacuc ve a Dios venir: “Su gloria cubre los cielos, y la tierra se llena de Su alabanza” (Habacuc 3:1). El profeta Isaías a su vez pregunta: “¿Quién es éste ... éste hermoso en Su vestido, que marcha en la grandeza de Su poder? Yo, el que hablo en justicia, grande para salvar” (Isaías 63: 1-2). En cada uno de estos textos hallamos expresiones que celebran la venida de Jehová en el Antiguo Testamento, pero la profecía abre su perspectiva hasta la venida en gloria de Aquel que una vez fue rechazado de este mundo.
Pero la alabanza de Débora nos revela un principio de mucha importancia, y que caracteriza un verdadero despertar; los creyentes son impelidos a volver a las bendiciones primeras: buscan lo que Dios ha hecho desde el principio. Débora, David, Isaías, Habacuc, celebran la gloria de Jehová como había aparecido en el principio a Israel; dándole mayor perspectiva aún. Los ojos de los creyentes no se detienen en la miseria e infidelidad que caracterizan su tiempo; exclaman también: ¡Ved lo que ha hecho Dios! (Números 23:23). Si el volver a lo que “era desde el principio” es una verdad para Israel, cuánto más lo es para el pueblo cristiano. La Palabra de Dios está en nuestras manos, volvamos pues a lo que nos ha sido anunciado por “los que desde el principio lo vieron con sus propios ojos y fueron ministros de la Palabra” (Lucas 1:2; 1 Juan 2:24). No es tan sólo para la salvación de nuestras almas que hemos de volver al fundamento establecido, mas también para lo concerniente a la Iglesia, y como Débora aquí, para anunciar y celebrar el retorno del Señor. Los santos no tienen otro fundamento que lo que Dios estableció “desde el principio”.
“En los días de Samgar hijo de Anat, en los días de Jael, estuvieron desiertos los caminos, cesaron los caminos, y los que andaban por la senda apartábanse por torcidos senderos; las ciudades abiertas habían sido abandonadas” (versículos 6-7). Un nuevo principio aparece aquí: a la par de reconocer el estado deficiente y ruin en que se hallan, los fieles no tratan de disimular, ni excusar el mal; al contrario, lo juzgan según Dios.
Tres puntos merecen nuestra atención aquí:
1) Los caminos estaban desiertos, y en vez de andar por caminos espaciosos, se iban por sendas torcidas: no había seguridad en los caminos donde todos habían andado juntos otrora: “Cada cual se apartaba por su camino ... El camino de paz” había desaparecido: como en la Iglesia hubo un tiempo en que había desaparecido “el camino, la verdad y la vida”; y menos aún se conocía “el camino hacia el lugar santísimo”: habían dejado el camino derecho “para seguir el camino de Balaam” (2 Pedro 2:15).
2) “Las ciudades abiertas” donde el pueblo gozaba libertad, sin muralla, habían sido abandonadas; las ciudades abiertas, es decir la unión visible del pueblo de Dios había desaparecido; ¿acaso se ve mejor hoy la unidad de la familia de Dios? ¿Comprendemos los cristianos lo que significan estas palabras: “Os habéis llegado al monte de Sión y a la ciudad del Dios vivo, Jerusalem la celestial y a la compañía de muchos millares de ángeles”? (Hebreos 12:22). Si un reducido número de creyentes manifiestan y gozan de la “libertad en que Cristo nos ha hecho libres” (Gálatas 5:1), todos sin embargo pertenecen a esa Jerusalem de arriba la cual es libre y madre de todos nosotros (Gálatas 4:26).
3) “Escogían nuevos dioses, entonces la guerra estaba a las puertas”. Dios, el verdadero Dios, había sido olvidado, Su pueblo lo había reemplazado por nuevos dioses como también la idolatría reemplazó a Cristo en la cristiandad. “¿Veíanse por ventura escudos o lanzas entre cuarenta mil de Israel?” No había ya armas para combatir; y en la cristiandad, ¿qué se ha hecho del cinto de la verdad, de la cota de justicia, del escudo de la fe, del yelmo de salud y de la espada del Espíritu? No es de extrañar si los cristianos han sido desalojados de sus bendiciones celestiales.
Débora no esconde el mal que existe en Israel, lo denuncia abiertamente, porque la responsabilidad del creyente es de abrir los ojos sobre el desorden que hay en la casa de Dios y limpiarse del mismo. Pero esto no basta; Débora agrega: “Mi corazón está por los príncipes de Israel, los que con buena voluntad se ofrecieron de entre el pueblo” (versículo 9). Aquí hallamos otro principio: el Espíritu de Dios que dirige a la profetisa reconoce el bien allí donde se manifiesta, y se asocia a él. El corazón de Dios está con los fieles en Israel, con los que se ofrecieron de buena voluntad para la obra a favor de Su pueblo. Reconociendo este bien, Débora exclama: ¡bendecid a Jehová!
Para la construcción del Tabernáculo de Dios en el desierto, el pueblo había ofrecido el material con toda buena voluntad y mucho más de lo que se necesitaba (Éxodo 36:3-5); cuando la construcción del Templo de Jehová, David exclama: “Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos aprestado para edificar casa a Tu nombre, de Tu mano es, y todo es Tuyo” (1 Crónicas 29:9-16); más tarde, en los albores del milenio, “Tu pueblo se Te ofrecerá de buena voluntad en el día de Tu poder” dirá el mismo David (Salmo 110:3). Pero en días más difíciles o en tiempo de persecución, el sacrificio es mayor: “Sé fiel hasta la muerte, y te dará la corona de vida”: las hogueras, las cárceles, las torturas, han probado la fe de los que se habían ofrecido al Señor, tanto bajo el poder de la Roma pagana como la denominada “cristiana”.
Después de los que se han ofrecido voluntariamente a la lucha, vienen los que disfrutan de la victoria sin haber hecho nada: “Vosotros los que cabalgáis en asnas blancas, vosotros que estáis sentados sobre alfombras ... y vosotros los que viajáis, los que disfrutáis ahora de seguridad, vosotros que presidís en juicio [véase la Versión Moderna], que os beneficiáis de la paz vuelta en las puertas”. Débora se dirige a ellos y les induce a meditar. Se habían quedado “lejos del ruido de los archeros”, no habían participado en la batalla, habían preferido sus blandas alfombras; pero ahora oyen las voces de los que reparten el botín entre los lugares donde se saca agua. Allí donde se saca agua para el rebaño, en la congregación de los que están reunidos en torno al Pastor, se celebra la justicia del Señor en salvación: allí también se hace la repartición de los bienes celestiales que el despertar nos ha recuperado.
Luego el tono del himno de Débora se eleva, sube siempre más, las palabras vuelan de su boca presurosas: “¡Despierta, despierta, Débora! ¡Despierta, despierta, entona el cántico! ¡Levántate, Barac, lleva tus cautivos oh hijo de Abinoam!” (versículo 12). Son las expresiones que el Salmo 68 volverá a tomar, y que por David tendrán mayor alcance todavía, aplicándolas al Mesías de Israel; pero también son el preludio de la exclamación del profeta Isaías: “Despierta, despierta, vístete Tu fortaleza, oh brazo de Jehová, despiértate como en el tiempo antiguo”, y el eco repite: “Despierta, despierta, vístete tu fortaleza oh Sión: vístete tu ropa de hermosura” (Isaías 51:9; 52:1). Pero, esto no basta, la perspectiva en la Epístola a los Efesios desarrolla lo que el Salmo 68 revela y lo aplica al Señor Jesús: el que es ensalzado a lo sumo había descendido primero a las partes más bajas de la tierra (Efesios 4:9).
Los tiempos se habían ensombrecido después del himno cantado en las orillas del mar Rojo, pero, he aquí, cuando Jehová había marcado la frente de Israel con la señal de las bendiciones perdidas, que la inteligencia profética de una mujer nos hace subir a lo alto para contemplar una escena gloriosa. Bajo la figura de un Cristo resucitado, exclama: “Levántate Barac” —nombre que podríamos sustituir por el de Jesús— “lleva tus cautivos, hijo de Abinoam” (esto es, “hermosura de mi padre”); y la Epístola a los Efesios responde: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad ... Y que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, Él mismo es el que también subió sobre todos los cielos para cumplir todas las cosas”.
¡Qué estímulo son para nosotros estos elevados acentos de alabanza! Son la porción especial de la fe en el tiempo ruin de los Jueces como lo son también para nosotros en el tiempo actual de la Iglesia. Maravilloso cántico, himno del alma en su primer amor que contempla la victoria cuya realidad está allende la cruz y la muerte: himno que el corazón exhala como un perfume derramado, alabanzas conducidas por el Espíritu Santo que une el alma de Dios para ensalzar a Cristo ascendido a la diestra de Dios. Y mejor que el hijo de Abinoam, el Hijo de la diestra de Dios el Padre ha llevado cautiva la cautividad, toda potestad le es dada en el cielo y en la tierra, y toda rodilla un día se doblará ante Él.
Si los bienes enumerados en el comienzo de este capítulo caracterizan el despertar cristiano actual, hay uno entre todos que le es peculiar: es la revelación de un Hombre glorioso, ensalzado a la diestra de Dios; un Hombre que nuestros ojos y nuestro corazón contemplan por la fe cual centro de la escena celestial donde Él ha entrado; y nosotros “en Él”, después de habernos plenamente librado del poder de Satanás por Su muerte y resurrección. Aún una vez, hermanos cristianos, lejos de desanimarnos, repitamos con Débora: ¡Load a Jehová!
En el himno de la profetisa, Dios ha pasado revista a los que han tomado posición para Él, y aquellos que por un motivo u otro han quedado atrás. Efraim, Benjamín, Zabulón, Isacar, con corazones no divididos descendieron a la lucha en el camino de Jehová: Israel en su tiempo, Cristo, el verdadero Israel, y la Iglesia después, “han sido hechos espectáculos al mundo, a los ángeles y a los hombres”, llamados a descender para combatir y dar testimonio en medio de la escena a donde Dios los ha llamado respectivamente. Aún en un tiempo de avivamiento no podemos esperar a que el pueblo entero descendiera para combatir, esto lo hará solamente el residuo de los nobles como lo hará el remanente futuro de Judá. Pero, privilegio inmenso, Dios lo reconoce como siendo Su pueblo, pues ante Sus ojos, es Su representante. ¡Qué gozo debería sentir el corazón de los fieles —como lo sintió el de Débora— al ver testigos, aunque fuesen algunos, salir a la lucha para Dios, en vez de quedarse “entre los establos a escuchar el balido del rebaño”, como lo hiciera la tribu de Rubén! (versículo 16). Podríamos desear, pero no esperar ser más numerosos, más fuertes; si se viera a la Iglesia entera unida en la verdad, no estaríamos en tiempo de ruina. Sin embargo ¡qué porción es la nuestra! Hela aquí: “Jehová desciende conmigo en medio de los valientes”. Hermanos, ¿no nos basta Su presencia? “Donde están dos o tres reunidos en Mi nombre” —dice Él— “allí estoy en medio de ellos”; aquel que ha subido a lo alto, también Él desciende con nosotros para darnos la victoria en nuevos combates.
Si Efraim, Benjamín, Zabulón y otros han descendido en el camino de Jehová, he aquí que la tribu de Rubén se detuvo indecisa: ¿por qué te quedaste entre las majadas? pregunta Débora. La trompeta de reunión no tenía voz para Rubén, quería gozar tranquilamente de las riquezas adquiridas; el reposo estaba entre las majadas para él, se detuvo entre los arroyos que forman su frontera. Cristianos de hoy, ¿es esta nuestra posición? ¿Hemos seguido a los nobles que nos han mostrado el camino o hemos olvidado el precio de sus victorias? ¿Nos falta decisión para Cristo?
Como Rubén, Galaad se quedó de la otra parte del Jordán: no eran más esos días en que las dos tribus y media en armas acompañaban a sus hermanos en las victorias de Canaán. Ahora, satisfechos con su posición terrenal —diríamos, con su religión terrenal— fuera de los límites del país, del otro lado del Jordán, no sienten otra necesidad sino la de quedar tranquilos donde están: han perdido el sentimiento de la unidad de Israel.
“Mantúvose Aser a la ribera de la mar, y quedóse en sus puertos” (versículo 17). Cuando se necesita combatir ¿dónde buscar a las tribus de Aser y de Dan? En sus negocios, en su comercio. No sacrificaron la menor parte de sus intereses para ir a la batalla de Jehová. Sin embargo Débora no se detiene a constatar el desinterés egoísta de estas tribus; se place en relatar cada característica de la abnegación de otras tribus para Jehová: el pueblo de Zabulón “expuso su alma a la muerte, y Neftalí también en las alturas del campo” (versículo 18), rasgo anunciador de Aquel que entregó Su alma hasta la muerte, y muerte de cruz (Isaías 53:12).
A continuación descubrimos que los verdaderos fieles no se glorifican ni piensan en lo que han hecho; no atribuyen la victoria más que a Dios solo: “De los cielos pelearon; las estrellas desde sus órbitas pelearon contra Sísara” (versículos 19-22). Atribuyen toda la gloria y la fuerza a Jehová, dando así a la victoria un carácter celestial. Este período del himno de Débora se termina con una maldición sin reservas sobre una población de Israel: “Maldecid a Meroz, dijo el ángel de Jehová: maldecid severamente a sus moradores porque no vinieron en socorro de Jehová, en socorro con los hombres fuertes” (versículo 23). Aquellos que en estos tiempos de turbación no toman decididamente parte para Cristo, aquellos que, aún llevando Su nombre no tienen más que corazones indiferentes, que sean malditas: “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema. Maranatha” (1 Corintios 16:22).
Ahora, Jael es honrada: “Sísara pidió agua, y dióle ella leche: en tazón de nobles le presentó cuajada” (versículo 25). Cuando un ser humano, hasta un enemigo de Dios, viene a ella, Jael usa de gracia, yendo a buscar lo que hay de mejor; hasta honra su dignidad: le presenta leche en la copa de los nobles. ¿No es su actuación lo contrario del desprecio? Es así como debemos tratar a los enemigos de Dios, dándoles para apagar su sed, mucho mejor de lo que ellos piden (agua de vida, vino y leche: Isaías 55:1). Los testigos de Dios avanzan con la gracia en presencia de los peores enemigos de Cristo; lo comprendió muy bien la muchacha israelita que servía a la mujer de Naamán el Siro, al indicarle el medio por el cual podía sanar su lepra. “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber ... Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen”. Pero es Él mismo quien dirá, cuando el tiempo de la gracia haya terminado: “También a aquellos Mis enemigos que no querían que Yo reinase sobre ellos, traedlos acá y degolladlos delante de Mí” (Lucas 19:27). ¿Queremos que Cristo reine sobre nosotros?
Y leemos a continuación: “Su mano tendió a la estaca y su diestra al mazo de los trabajadores; majó a Sísara, hirió su cabeza, llagó y atravesó sus sienes” (versículo 26). Es precisamente lo que ha hecho Cristo en la cruz, anunciado ya a la serpiente: “La simiente de la mujer te aplastará la cabeza”: donde la primera mujer, Eva, perdió la batalla, Jael triunfa. En el estrecho recinto de su tienda, se halla en este momento encabezando los ejércitos de Jehová: es ella quien tiene el privilegio de hacer frente al conductor mismo de las tropas enemigas y lo vence. El secreto de su victoria es un corazón entero para Dios: maldecid a Meroz, pero que Jael sea bendita. Otra escena ocurre en el palacio de Sísara: su madre, cuyo orgullo está echado por tierra, “se asoma a la ventana y por entre las celosías a voces dice: ¿Por qué se detiene su carro? ¿Por qué las ruedas de su carro se tardan? Las más avisadas de sus damas le respondían: ¿no han hallado despojo?” La sabiduría humana se engaña a sí misma, ignora su derrota, desconoce la victoria de Cristo (1 Corintios 1:23). Notemos al pasar que junto a la posición eminente que Dios le ha confiado Débora muestra una inteligencia marcada en lo que toca al dominio de su sexo: ella ha guardado su lugar de idoneidad con Barac: celebra a Jael la mujer creyente, y proclama el juicio sobre la mujer altiva, la madre de Sísara. Es con esta misma inteligencia que la reina de Seba se presentará ante el rey Salomón: no pasará revista a sus ejércitos, mas considerará “la casa que ha edificado, la comida de su mesa, el asiento de sus siervos, el estado y vestido de los que le servían”: capaz de apreciar lo que pertenece a su dominio.
“Así perezcan todos Tus enemigos, oh Jehová, mas los que Te aman sean como el sol cuando sale en su fuerza” (versículo 31). Aquí, otra bendición es recobrada, la que caracteriza el despertar. Débora proclama su esperanza, mira hacia adelante, hacia el día glorioso cuando el Señor habrá ejecutado el juicio: y “nacerá el sol de justicia” —dice el Señor— “para los que teméis Mi nombre, y en Sus alas traerá salud” ... Mientras que, en el reino de Su Padre, “los justos resplandecerán como el sol” (Malaquías 3:2; Mateo 13:43).
Entre la noche de este mundo, tenemos, hermanos, una esperanza celestial: “La estrella de la mañana” se ha levantado ya en nuestros corazones: los ojos de nuestra fe traspasan el velo que los separa todavía de la realidad que la lámpara profética revela (2 Pedro 1:19), la que gozamos y que se concreta en una palabra inefable: ¡estar siempre con el Señor!

Jueces 6:1-10: Bajo el reinado del hambre

A despecho de todas las bendiciones recobradas y de los cuarenta años de paz fruto del despertar pasado, Israel no tarda en volver las espaldas a su Dios; y por cuarta vez leemos: “Y los hijos de Israel hicieron lo malo en ojos de Jehová” (versículo 1). Como consecuencia de esta nueva infidelidad, Dios entrega a Su pueblo en mano de los Madianitas, quienes lo hacen pasar por todas las fases de las penurias materiales: las que para nosotros representan miserias espirituales.
Bajo el poderoso Jabín Israel carecía de armas: “No se veía escudo o lanzas” (Jueces 5:8): bajo el yugo de Madián padece de hambre: son dos consecuencias que sufre siempre el hijo de Dios cuando busca su suerte en el mundo. Este se apodera del creyente, le quita sus armas, “armas de luz” (Romanos 13:12): “armas de justicia a diestra y siniestra” (2 Corintios 6:7); pero le quita también sus víveres, pues jamás el mundo ha nutrido a un hijo de Dios: todo lo que le puede ofrecer son sus algarrobas. Desgraciadamente, el hijo de Dios puede alimentar su “viejo hombre” con las cosas que el mundo le ofrece, pero entonces su nueva naturaleza sufrirá hambre y sed. Y siempre será así cuando en su necedad ha abandonado el meollo y la grosura de la casa de Dios, por mieses que no son más que espejismo del desierto; esta fue la amarga experiencia de Israel.
“Y la mano de Madián prevaleció contra Israel ... Pues como los de Israel habían sembrado, subían los Madianitas, y Amalecitas, y los orientales ... y asentando campo contra ellos destruían los frutos de la tierra, no dejaban qué comer en Israel, ni ovejas, ni bueyes, ni asnos, y venían con sus tiendas en grande multitud como langostas” (versículo 5). Más aún, Israel debe abandonar ciudades, aldeas y casas para vivir miserablemente en cuevas y cavernas que tuvieron que cavar en los montes y en las peñas. “Era pues Israel en gran manera empobrecido por los Madianitas” (versículo 6): toda la prosperidad recuperada en tiempo de Débora se ha desvanecido: la libertad, los caminos, las ciudades abiertas, todo se acabó. No sólo esto, Satanás ha logrado también despojar a Dios de los sacrificios y las primicias de los frutos que Su pueblo le debe llevar a Su altar. El hijo de Dios hambriento no podrá nunca ofrecer sacrificios espirituales a Dios; y si algo le presenta, será siempre pobre, si no perniquebrado, ciego o enfermo: tales eran los sacrificios que Israel ofrecía en tiempos de Malaquías (Malaquías 1:8).
“Y los hijos de Israel clamaron a Jehová”. Pero Dios no contesta inmediatamente como Israel espera: debe alcanzar la conciencia de Su pobre pueblo extraviado, de una manera más profunda que el pasado. Veamos cómo actúa para lograr este resultado: “Jehová envió un varón profeta a los hijos de Israel” —su nombre no es mencionado, no tiene importancia porque este hombre es simplemente el portador de la Palabra de Dios que debe volver al pueblo en Su presencia— “Yo os hice salir de Egipto, y os saqué de la casa de servidumbre, Yo os libré de mano de los egipcios, y de mano de todos los que os afligieron, a los cuales eché de delante de vosotros y os di su tierra: y os dije: yo soy Jehová vuestro Dios: no temáis a los dioses de los Amorreos en cuya tierra habitáis ... mas no habéis obedecido a Mi voz” (versículos 8-10).
Lleno de gracia y de ternura Dios les recuerda todo lo que Él ha hecho por ellos: cómo les dio salida, liberación, victoria, cómo les había entregado el país prometido: y después de haber desplegado delante de ellos el recuerdo de todos los efectos de Su bondad y Su misma persona, diciéndoles: Yo soy vuestro Dios, agrega una sola palabra: “Mas no habéis obedecido a Mi voz”.
El profeta desaparece repentinamente, dejándolos bajo el peso de su responsabilidad en presencia de la bondad del Dios que han ofendido. ¡Cuánto más elocuente es este silencio que todos los reproches que les hubiera podido hacer, para alcanzar su conciencia! Dios no les revela cómo podrán ser salvados de los enemigos que los oprimen, pero les abre el camino para volver a Él, los deja allí con su conciencia cargada, en silencio y sin fuerza en presencia del enemigo. Deben seguir sufriendo la consecuencia de su infidelidad, porque Dios espera un profundo arrepentimiento que debe seguir al sentimiento del pecado que han cometido. En otras oportunidades es el anuncio directo del juicio, y no lo que la gracia ha hecho, lo que toca la conciencia del pecador y que lo hace volver hacia Dios; pero lo que Él busca lograr es el arrepentimiento para luego obrar por Su gracia.

Jueces 6:11-40: El llamamiento y la formación de Gedeón, esto es "destructor"

Mientras Israel sigue gimiendo bajo su esclavitud, Dios va a preparar en secreto el instrumento de la liberación que Su gracia quiere otorgar a Su pueblo; y estos versículos nos muestran cómo Dios llama y forma un siervo adecuado en estos tiempos de miseria para cumplir Su obra libertadora.
Antes de abordar este relato, queremos insistir sobre una verdad de carácter general. Cuando el pueblo de Dios ha perdido su poder como tal, el individuo fiel puede hallar una fuerza tan grande y maravillosa como en los tiempos más prósperos. Esta es una verdad que resalta y se comprueba en cada despertar del libro de los Jueces; si esto es así, ¡cuánto debería desear nuestro corazón estar revestido de esta fuerza! ¿O seríamos de aquellos que se satisfacen en su pobreza, contentos con el nivel espiritual que los rodea, aceptando la mundanalidad de la familia de Dios como cosa inevitable? ¿Obligaríamos a Dios a recibir sacrificios espirituales miserables, si no ninguno? Pidamos a Dios los oídos de un Gedeón para escuchar cuando Él nos dice: tengo a tu disposición una fuerza sin límites.
Personalmente este israelita representa la debilidad que caracteriza su pueblo: teme al enemigo, carece de recursos en sus relaciones, su familia era la más pobre en la tribu de Manasés, era el menor en la casa de su padre. Tal es el hombre que Dios visita para ser Su servidor: un hombre que es consciente y participa también de la situación en que se hallaba el pueblo de Dios bajo el castigo divino. En su tiempo el joven David enviado por su padre a la línea de batalla, verá cómo el pueblo huye ante las amenazas de Goliat, y que no hay nadie allí para hacer frente al enemigo (1 Samuel 17): Elías el profeta sentirá profundamente el engaño en que está Israel bajo la negra idolatría de Baal. Es menester que el siervo de Dios, el testigo del Señor, sienta el estado ruin de Su pueblo en la época en que vive para poder responder al llamamiento. “Y rodeaba Jesús por todas las ciudades ... Y viendo las gentes, tuvo compasión de ellas: porque estaban derramadas y esparcidas como ovejas que no tienen pastor” (Mateo 9:35); éste es el ejemplo perfecto.
Cuando se trata de Su obra, Dios no pide lo que el hombre podría ofrecerle, sino que toma, para glorificarse, instrumentos que tienen conciencia de su más completa pobreza. Esto es un principio de primera importancia: además, la obra que Dios quiere cumplir exige que todo sea de Él. Antes que el ángel le apareciera, Gedeón era un israelita creyente, cualquiera sea la escuela por la cual debía pasar: creía en la Palabra de Dios transmitida por sus padres. Tenía conciencia de su unión con su pueblo y cual verdadero israelita, Gedeón sufría los resultados de la infidelidad general. El respeto por la palabra de Dios y la afección por Su pueblo, son dos señales que llevan los fieles de todos los tiempos. Sin embargo Gedeón tiene mucho que aprender: humilde, indudablemente, pero analizando la situación en que estaba su pueblo, saca la conclusión que Dios debe ser para él, lo que él es para Dios: Jehová nos ha abandonado, porque hemos abandonado a Jehová: la consecuencia de nuestra infidelidad nos hace pensar que también Dios es infiel y que no hay más esperanza. Así razonaba Gedeón.
Enviado por Jehová, viene un ángel y “se sienta bajo el alcornoque que está en Ofra”; Ofra quiere decir “polvo” (versículo 11). Del cielo ha descendido hasta el polvo un mensajero de Dios para visitar a Su pueblo; y en silencio observa a un joven trillando trigo en el lagar para esconderlo de los Madianitas. En este tiempo de esclavitud, bajo un cruel opresor que no dejaba nada para comer, no era posible trillar a vista de todos: las eras, lugar importante en Israel, estaban abandonadas. Gedeón lo sabe, pero emplea su energía y discernimiento para conservar alimento necesario para él y los suyos. ¡Cuántos cristianos han imitado a Gedeón cuando la lectura de la Biblia era prohibida y las reuniones de los creyentes perseguidas a muerte! ¡Cuán necesario es alimentar nuestras almas desde la mañana de nuestra vida y diariamente! Pero aquí se trataba de poner al abrigo una porción suficiente para los días de hambre: es muy importante emplear los años de la juventud para estudiar la Palabra antes de ser absorbidos por las obligaciones de la familia o sufrir los achaques naturales de la vejez. “Ve a la hormiga, oh perezoso ... prepara en el verano su comida, y allega en el tiempo de la siega” (Proverbios 6:6).
En el versículo 12 la escena cambia: “El ángel de Jehová apareció a Gedeón”: éste tiene conciencia de la presencia divina, es Jehová mismo (versículo 14); y es el primer contacto directo entre su alma y Dios. El ángel le dice lo que ha sido dicho a tantos otros: “Jehová es contigo”. ¡Cuántas expresiones similares hallamos repetidas en nuestras biblias! Basta recordar las últimas palabras del Señor en el Evangelio de Mateo: “Estoy con vosotros todos los días”. Debemos creer en Su presencia, comprenderla por la fe y sentirla en nuestras almas. Pero Gedeón no está dispuesto a creer en todo el valor que significa esta presencia: está lleno de preguntas, y quiere discutir: “¡Ah, Señor mío! si Jehová es con nosotros, ¿por qué nos ha sobrevenido todo esto? ¿Y dónde están todas Sus maravillas que nuestros padres nos han contado?... Y ahora Jehová nos ha desamparado, y nos ha entregado en mano de los Madianitas” (versículo 1).
Son preguntas que surgen en el corazón de más de un joven de hoy: ¿dónde están los milagros de antes, dónde lenguas, sanidades ... por qué semejante decadencia, tan poco alimento espiritual, dificultades que surgen a cada paso, divisiones y sectas? Así razonaba Gedeón, sin pensar ni ocurrírsele que era Israel quien había abandonado a Jehová: esto nos comprueba lo poco que las palabras pronunciadas por el varón profeta habían penetrado en la conciencia del pueblo. Pero ¿qué hace el ángel? No discute con Gedeón, ni responde a sus preguntas.
“Jehová es contigo”; después de haber asociado a Gedeón consigo por medio de estas palabras, Dios le dice que es un “varón esforzado”, carácter que él mismo, ocultándose para trillar, jamás hubiera soñado tener. Pero precisamente, la presencia de Jehová y el trabajo en que está ocupado le da este carácter. Es nuestra experiencia: en presencia del Señor y con Su Palabra —el trigo— sentiremos Su fortaleza.
En este momento Jehová mira a Gedeón para revelarse, no a él sino en él: este es el secreto que vivifica el interior del alma y del corazón. Pensemos en las miradas del Señor Jesús tan frecuentes en los Evangelios: miradas que sondean el corazón del joven rico, miradas que se ponen sobre la muchedumbre alrededor, miradas sobre Pedro cuando viene a él por primera vez y en la noche de la traición: miradas invisibles: “antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”. Estas miradas son el vehículo que alcanzan el corazón y la conciencia, como también guían al creyente: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré Mis ojos” (Salmo 32:8): esta será la experiencia de Gedeón.
Luego, sin transición ninguna, el ángel le dice: “Ve con esta tu fortaleza, y salvarás a Israel”. Gedeón comprende, porque sabe que Israel necesita un salvador. ¡Qué misión, qué honor! Sin embargo no está dispuesto a ir: tal un Moisés otrora, un Jeremías más tarde, pese a la confianza que le debían infundir estas palabras: “¿no te envío yo?”, Gedeón no está en la disposición de un José que contesta a su padre: “Heme aquí”, o de un Isaías que voluntariamente dice: “Envíame a mí”. En lugar de mirar al ángel de Jehová que le habla, Gedeón se mira a sí mismo y, como Pedro mira a los elementos embravecidos que le rodean, sintiéndose hundir sin tener en qué apoyarse, responde al ángel: “Ah, Señor mío, ¿con que tengo de salvar a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor de la casa de mi padre” (versículo 15).
Si es bueno no tener confianza “en la carne” y permanecer humilde, no se debe desconfiar de Dios, sino contar enteramente en Su presencia. A las preguntas de Gedeón y la insuficiencia de los recursos que posee para salvar a Israel, el ángel no entra en discusión, pero es Jehová mismo quien le contesta y repite sencillamente: “Yo seré contigo y herirás a los Madianitas como a un solo hombre” (versículo 16). La presencia de Dios: Emmanuel, con nosotros Dios, le debería bastar para marchar a la lucha. ¡Cuán poco conoce Gedeón a Dios, a pesar de ser un verdadero creyente: y cuántas almas hacen como él!
Además, a pesar de su verdadera humildad, Gedeón no se conoce a sí mismo; desea ofrendar algo al ángel de Jehová y piensa que las cosas podrían marchar bien si Dios acepta su presente y le da la señal que confirma Su palabra: “Yo te ruego, que si he hallado gracia delante de Ti, me des señal que Tú has hablado conmigo” (versículo 17). Jehová no rehúsa, pero bien sabemos que Él no puede aceptar nada del ser humano como tal: ignoraba Gedeón que él mismo no es sino un pecador, pero lo sabrá después. Además, en cuanto a la manera de ofrecer el sacrificio, Gedeón demuestra ignorar los pensamientos de Dios: prepara carne hervida y una olla de caldo. Esto no nos extraña porque ignora el fundamento de la paz con Dios. Sin embargo en Su Palabra Dios había claramente enseñado que el cordero no debía ser cocido en agua, sino asado al fuego. “Toma la carne”, ordena el ángel, “y los panes sin levadura, y ponlos sobre esta peña y vierte el caldo” (versículo 20). Gedeón obedece; imitémosle si no sabemos cómo debemos presentar nuestras ofrendas a Dios, y si bien el ángel no recibe el presente tal como lo traía, en cambio acepta todo lo que representa a Cristo.
Gedeón tiene una inteligencia incompleta del valor de los sacrificios que Jehová había ordenado a Israel, pero Dios distingue la realidad de esta débil fe y acepta el sacrificio cuando está en su lugar: sobre la peña que está cerca de él. “La peña era Cristo” (1 Corintios 10:4): sobre Él y por Él nuestras ofrendas pueden subir cual grato olor al Padre, y en ningún otro lugar sino en la cruz cayó el fuego del juicio de Dios que consumió el sacrificio por nuestros pecados.
La señal que Gedeón pedía le fue dada, pero ¿qué le pasa? ¿Se siente feliz porque Jehová aceptó su ofrenda, y pudo saber así que era enviado para salvar a Israel? ¡Ah, no, se dio cuenta que era un pecador digno de muerte! Tuvo que aprender por sí mismo el valor de la obra del altar: en presencia de Dios lo aprendió Isaías y exclama: “Ay de mí que soy muerto, que siendo hombre inmundo de labios han visto mis ojos al Rey Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Ahora Gedeón está lleno de temor, la señal que recibió lo lleva a exclamar por tercera vez: “¡Ah, Señor Jehová! que he visto al ángel de Jehová cara a cara” (versículo 22). Pero la contestación es digna de Dios: “Paz a ti, no tengas temor, no morirás”: el resultado del juicio divino, el fuego, que cayó y consumió a la víctima en la peña, ha obtenido paz para ti: él no lo sabía, pero Dios se lo asegura.
Para llegar a ser un siervo de Dios es imprescindible que Gedeón haya recibido la paz de parte de Dios. El conocimiento personal de la obra redentora de Cristo, su plena seguridad que nos trae en virtud de lo que ha pasado en la cruz entre Dios y nuestro Sustituto, constituye el fundamento del ministerio cristiano. ¡Ah, cómo lo olvidaron los que se titulan ministros de Dios! Al no poseer la paz para ellos mismos, ¿cómo la pueden proclamar a los demás? Notemos además, que el primer resultado de su experiencia es para Dios: Gedeón es un adorador: “Edificó allí Gedeón altar a Jehová al que llamó: Jehová-Salom, esto es Jehová es paz” (versículo 24).
Antes de servir a Dios es necesario que el creyente entre en Su presencia como adorador: el primer movimiento del alma es adorar al “que hizo la paz”, y quien es “nuestra paz”. Las Escrituras ilustran este hecho en una multitud de casos: apenas llegado a Canaán, Abraham edifica un altar a Jehová: limpio de su lepra, Naamán se prepara para adorar a Jehová, llevando un poco de tierra de Israel a Damasco: cobrada la luz, el ciego de nacimiento adora al Hijo de Dios que se la dio: sobre diez leprosos limpiados, el Señor recibe la adoración de uno que se echó a Sus pies.
Gedeón ha progresado: librado de todo temor, en el goce de la luz que inunda su alma, no ofrece ya sobre el altar que ha edificado carne hervida o una olla de caldo, sino un sacrificio acepto a Jehová. Es menester que el alma sea feliz en presencia de Dios, que sea consciente de los resultados adquiridos en la cruz antes de adelantarse en el servicio. Pero debemos recordar que uno no sirve a Dios para ser salvo, tampoco se le sirve para adquirir un mérito, como lo enseñan por lo general las religiones: se es salvo para servir.
Después de estas experiencias, y sin pérdida de tiempo, Dios llama a Gedeón esa misma noche (veremos doce noches en su historia), no para ir a la batalla todavía, sino para rendir un testimonio. Este testimonio comienza por la casa paterna: “Y aconteció que la misma noche le dijo Jehová: toma un toro del hato de tu padre, y otro toro de siete años, y derriba el altar de Baal que tu padre tiene, y corta también el ídolo que está junto a él y edifica altar a Jehová tu Dios en la cumbre de este peñasco, en lugar conveniente: y tomando el segundo toro sacrifícalo en holocausto sobre la leña del ídolo que habrás cortado” (versículos 25-26).
Al primer altar que Gedeón edificó para adorar a Jehová, al que llamó “Jehová-Salom”, debe seguir ahora el altar del testimonio. Podemos representarnos la perplejidad de Gedeón, dándose vueltas sobre su cama en esa noche de insomnio cuando Jehová ha puesto claramente delante de él el testimonio que ha de rendir en la casa de su padre. ¿Obedecerá? Pero ¿qué dirá su padre? ¿Qué harán los de la ciudad? Leyendo el versículo 27, bien podemos pensar que estas preguntas no le dejaron tranquilo toda la noche ni el día siguiente. Renunciando a este testimonio, no será apto para conducir a Israel a la victoria: obedeciendo a Jehová peligrara su vida; ¡qué dilema! Este “varón esforzado” no tiene ningún valor natural, el recelo del enemigo (versículo 11), el temor a la muerte (versículo 23), el miedo a la casa de su padre (versículo 27), todo estaba hecho para desalentarlo. Por fin Gedeón se resuelve: toma diez hombres de entre sus siervos, y la noche siguiente “hizo como Jehová le dijo” (versículo 27): hace su trabajo de noche, como un Nicodemo irá a Jesús de noche. No es sino a la luz de la mañana que los de la ciudad constatan la obra de Dios hecha: será siempre así, Dios es luz y manifiestas Sus obras, sin embargo los hombres aman más las tinieblas que la luz.
Nosotros también, como Gedeón, somos débiles: sin embargo es el deber positivo del testigo de Dios de derribar sus ídolos. ¿Por qué se hallan entre los cristianos tan pocos siervos verdaderos que marchan en la potencia del testimonio para Cristo? Es porque no han realizado estas dos experiencias, representadas por los dos altares de Gedeón: el altar del adorador y el altar del testimonio en medio de una idolatría derribada. Destruyamos nuestros ídolos en silencio, cuando nadie nos ve, cumplamos ese difícil trabajo con temor y temblor; mirando a Dios sólo en el silencio de la noche. Él nos dará la fuerza para cortar toda la leña necesaria: si no rendimos un testimonio suficientemente claro, es porque no nos hemos provisto de toda la leña, quedó mucha todavía. Derribemos todos los ídolos: no dejemos subsistir nada que pueda celar al Señor. No tenemos Baales de piedra o de madera, pero sí, todo lo que impide al Espíritu Santo de obrar con libertad; tengamos a pecho el alcance práctico de estas palabras: derribar, cortar, quemar, ofrecer.
Es necesario derribar los ídolos antes de recibir la fortaleza necesaria para seguir adelante en la obra de Dios: el Espíritu de Jehová no se envistió en Gedeón sino solamente después de haber destruido el ídolo y edificado el altar del testimonio. Ahora bien, el mundo se apercibirá del cambio cuando todo lo que es de él no tenga más valor que la leña para arder, pero notemos bien que esta clase de leña jamás podría servir para el fuego del altar del adorador: sirve solamente para rendirle testimonio. Entonces el mundo que hasta allí nos había soportado, nos odiará: no había dicho nada a Gedeón cuando edificó el altar a Jehová-Salom, no le interesaba. Pero despertó la animosidad y el odio de todos cuando se les tocaron sus ídolos. “Y decíanse unos a otros: ¿quién ha hecho esto? y buscando e inquiriendo, dijéronles: Gedeón hijo de Joas lo ha hecho. Entonces los hombres de la ciudad dijeron a Joas: saca fuera a tu hijo para que muera” (versículo 30). Cristo no pudo quedar adentro: “Echáronle fuera de la viña y le mataron”; “Padeció fuera de la puerta”.
Sucede entonces una cosa inesperada y extraordinaria; Joas, de quien era el altar y aparentemente él mismo sacerdote de Baal, movido quizás para salvar a su hijo de la muerte y por su conciencia reprendida, declara repentinamente: “¿Queréis vosotros contender por Baal, o queréis ayudarle? Si es Dios, contienda él por sí mismo: por cuanto alguno ha derribado su altar” (versículo 31). “Si es Dios” ... dicho de otra manera, no es Dios. Joas súbitamente se dio cuenta que aquel que durante tantos años ha adorado, de cuyo altar, bien a la vista, cerca de su casa, era un engaño de Satanás para toda la ciudad: ese falso Dios no era bueno sino para el fuego. Los sentimientos de la muchedumbre enojada cambian también: Gedeón que peligró ser muerto, recibe el nombre de Jerobaal, esto es: pleitee Baal, y viene a ser en presencia de todos como el representante personal de la vanidad de las cosas que el mundo adora.
Maravillosa experiencia para Gedeón: y también para todo cristiano que valerosamente toma posición para el Señor. En el transcurso de los años y en nuestro tiempo también, el testimonio para Cristo está acompañado de muchas persecuciones. Pero a menudo el mundo respeta a aquel que no teme confesar a su Señor, que no tiene recelo en callar cuando otros rían: que rinde testimonio a Cristo en la ocasión propicia, la osadía de sus convicciones alcanza más de una conciencia que despreciaría los ruegos del cobarde que busca esconder la luz que posee. Respeto, apoyo a menudo, contacto con hijos de Dios que se ignoraban y que se colocan al lado del fiel testigo, y sobre todo, gozo en el Señor, son los resultados de la fidelidad. ¡Cuántos pesares se sienten cuando no se atreve a dar testimonio y que la ocasión ha sido perdida!
¿Cuál es el resultado del testimonio de Gedeón en Ofra? Bien magro tal vez: tuvo el efecto de convencer a Joas de la nulidad de Baal: la fe del padre es menor que la del hijo. Gedeón destruyó a Baal porque ha conocido a Dios, Joas recibió a Dios porque no conoció más a Baal: es muy poco pero es algo. Sobre todo, Satanás, quien se esconde detrás del ídolo, fue vencido. Hermanos ¿somos nosotros ante el mundo los testigos de la locura de todo lo que le pertenece y le interesa? Si hemos derribado el altar de Baal, quizás hemos descuidado destruir el ídolo que estaba junto a él. En estas condiciones no habrá potencia en nuestro testimonio, porque el poder no se halla sino en el camino de una plena obediencia a la Palabra de Dios. En ciertos momentos quizás, nuestro testimonio ha sido caracterizado por el poder del Espíritu Santo; pero en otros, nos ha faltado: preguntémonos entonces si no hemos reedificado algún ídolo que habíamos otrora destruido.
Si Gedeón despertó la cólera de aquellos que llevaban el nombre de Israelitas, dominaba mediante la sinceridad de su testimonio, y el desafío de Joas, Madián y Amalec, el enemigo exterior, no lo entendían así. De un lado, Satanás ha sido chasqueado en Ofra mediante la destrucción de los ídolos con que se hace adorar, ahora va a mover sus fuerzas en otro lugar. En su necedad el pueblo de Ofra obstaculizaba su propia salvación pidiendo la muerte del que debía salvar a Israel: también el mundo se esforzará en sofocar el despertar que sacaría el pueblo de Dios de la esclavitud. Por ambas partes vemos al enemigo actuar en la obra: ¡cómo aparece aquí la enemistad de los Judíos que piden la muerte de Jesús y el odio del gentil, movido por Satanás, para deshacerse del que vino a arrebatar su poder!
“Entre tanto todo Madián y Amalec, con los hijos de oriente se habían juntado en uno y acamparon en el valle de Jezreel” (versículo 33). Hasta aquí, Gedeón que no cumplía más que un acto de obediencia a Dios en su testimonio, ahora, después de ser revestido del Espíritu de Jehová, su primer acto es tocar la trompeta que reunirá a las tribus de Israel. La fuerza del pueblo está en su unión: es lo que más temen Satanás y el mundo. Ahora bien, lo que puede llamar nuestra atención es el contraste entre la actitud exterior de Gedeón y lo que siente en su interior. Los que lo veían podían notar su arrojo, su energía, su osadía, pero en el secreto con Dios, su fe necesitaba ser constantemente fortalecida: precisaba aliento y señales en cada momento: pero aprendía así que él no era nada, y Dios todo.
El camino de la fe no está arreglado de antemano: por él Dios lleva a los Suyos paso a paso otorgándoles los recursos necesarios a medida que los necesitan. Y el resultado de esta completa dependencia es un ejercicio continuo de fe, de oración y comunión con Dios frente a situaciones inesperadas por los que caminan, pero que Él había provisto. Esta comunión del alma con su Dios en lo particular está marcada por la gracia divina de un lado y por el otro, la flaqueza de su testigo. Todas las órdenes que Dios imparte a Gedeón son sencillas y claras: aún las señales que se complace en otorgarle. Pues vale la pena que comprendamos por qué Dios contesta a las señales que Gedeón le pide: “Y Gedeón dijo a Dios: si has de salvar a Israel por mi mano como has dicho, he aquí que yo pondré un vellón de lana en la era: y si el rocío estuviere en el vellón solamente, quedando seca toda la otra tierra, entonces entenderé que has de salvar a Israel por mi mano, como has dicho” (versículo 37).
Dios quiere mostrar que el vellón nos habla de Su Hijo, Su Cordero, Cristo obediente, sumiso, fiel, en quien había durante toda Su vida terrenal, el frescor de todos los bienes del cielo de donde procedía. Exprimido este rocío, llenó una copa de agua: hasta esta copa de agua “dada en Su nombre, no perderá su recompensa” (Mateo 10:42). Tal es la primera señal que Gedeón pidió a Dios, y la recibe porque Dios da todo lo que habla de Cristo: nunca se cansa de ello. Es por esto que si Gedeón necesita una contraprueba, Dios no se enojará, se la dará también. A la noche siguiente no había rocío en el vellón porque Dios nos quiso mostrar que Cristo sufrió el dolor de la cruz, sufrió el castigo, el abandono de Su Dios: exclamó: “sed tengo”, para que el rocío de la gracia pudiera descender sobre la tierra alrededor. “Yo seré a Israel como rocío ... como el rocía de Hermón que desciende sobre los montes de Sión, porque allí envía Jehová bendición y vida eterna” (Salmo 133). Aunque, para gozar de ese rocío es menester que abramos la puerta a Quien nos lo trae: “Ábreme, hermana Mía, amiga Mía, paloma Mía, perfecta Mía: porque Mi cabeza está llena de rocío, y Mis bucles de las gotas de la noche” (Cantares 5:2).
Convenía que Gedeón desconfiara de sí mismo y aprendiera muchas lecciones con Jehová en particular, mas frente al exterior era necesario que hiciera prueba de valor y osadía, fruto de una fe fortalecida en la comunión con su Dios. La menor indecisión no hubiera sido el temple de un siervo que ha de conducir a Sus ejércitos. Por otra parte, cuidemos de no correr adelante cuando nuestra vida interior no ha sido fortalecida en el Señor. Ahora con la prueba del vellón, el que en su tiempo será “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, Gedeón tiene la plena seguridad que por él, Jehová ha de salvar a Israel. ¡Ah, cuántos lo ignoran todavía!

Jueces 7:1-15: Gedeón y su ejército

El capítulo que acabamos de meditar nos ha mostrado la preparación de un servidor para la obra a la cual Dios le destina: ahora en estos versículos nos son señalados los caracteres de aquellos que deben ir a la lucha con él. Gedeón ha logrado obtener un ejército de treinta y dos mil hombres de las tribus de Manasés, Aser, Zabulón y Neftalí: apenas el número suficiente para resistir a la multitud de estos saqueadores que han devastado el país durante siete años. Ahora debe llevar su tropa junto a la fuente de Harod, esto es fuente del temor. ¿No hubiera habido otro lugar mejor? Pero he aquí que Jehová le dice: “La gente que tienes contigo es demasiado numerosa para que entregue a Madián en mano de ellos” (versículo 2).
Cuando en tiempo de Josué, días de prosperidad material como moral, se trataba de combatir, todo Israel subía a la batalla: la unidad del pueblo era un hecho real, la única excepción a esta regla tuvo por resultado la derrota de los que, olvidando esta unidad, se lanzaron al combate (Josué 7:1-4). En tiempo de decadencia cuando la unidad del pueblo no es ya un hecho real, Dios dice a Gedeón: “El pueblo que está contigo es mucho” —existe un peligro: el orgullo— “porque no se alabe Israel contra Mí diciendo: mi mano me ha salvado” (versículo 2). En el período de la ruina Dios debe combatir un factor importante de la misma, el que acabamos de nombrar: el orgullo —como lo son también el temor y la incredulidad— que proporcionaría a Su pueblo carnal cualquier parte en la obra.
La cristiandad actual se vanagloria del número de sus adherentes, cree ver en ellos un factor decisivo en la obra que realiza: si Dios produce algún bien, ella se lo atribuye: y como Laodicea, se glorifica: “Yo soy rico, estoy enriquecido, no tengo necesidad de ninguna cosa” (Apocalipsis 3:17). Israel, y Gedeón también, debe aprender que no es su propio poder que los salvará del enemigo sino la pura gracia de Dios: por su desobediencia se ha puesto bajo esclavitud, pues por sus propias fuerzas no puede recobrar su libertad. El ejército de Gedeón, fuerte de treinta y dos mil hombres, debe pasar por el cedazo. Moisés lo había ya ordenado a Israel: “¿Quién es hombre medroso y tierno de corazón? Vaya y vuélvase a su casa, y no apoque el corazón de sus hermanos, como su corazón” (Deuteronomio 20:8). Los temerosos y medrosos son aquellos que tienen algo que perder: una casa, una mujer, una viña. El que no tiene nada que perder puede ir a la lucha sin temor, con un corazón entero, sin pensar en lo que queda atrás.
Revestido del Espíritu de Jehová, Gedeón había hecho tocar la trompeta, ¿no podía pensar que Dios le había dado buenos guerreros? Contaba también con los refuerzos que iban a venir de otras tribus. Pero no conoce el corazón de los que han obedecido al toque de trompeta: es menester que se haga la prueba. Gedeón obedece a la Palabra de Dios y da la orden: “Quienquiera que sea miedoso y tembloroso, vuélvase”. Miles tras miles se alejan, su ejército queda amputado de veintidós mil hombres. Dios quiere luchadores con corazón íntegro, que no peligren ejercer una influencia deletérea sobre sus compañeros: “Ninguno que milita se embaraza con los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado”; “Aquellas cosas que me eran ganancia, las he tenido por pérdida por amor de Cristo” (2 Timoteo 2:4; Filipenses 3:7). Estos veintidós mil se hallarán en el lugar donde se repartirá el botín, gozando los frutos de la victoria: pero eran incapaces de luchar.
¿Será esto lo que nos pasará a nosotros al llegar a la gloria junto con aquellos que dieron su vida para el Señor? Cobremos fuerza: Marcos, el compañero de Pablo y Bernabé quien había abandonado la obra en Perge, volvió a la lucha en Roma. Un Pablo en Corinto precisó fortalecerse en el Señor: en la cárcel de Jerusalem tuvo que renovar sus fuerzas, como también para la última batalla (2 Timoteo 4:17). Los testigos de Dios deben todavía ostentar un tercer carácter: Dios los pone a nueva prueba para que por su actitud exterior, manifiesten que ningún obstáculo les pueda impedir la persecución del enemigo y conseguir la victoria. Dios habla nuevamente a Gedeón: “Aun es mucho el pueblo: llévalo a las aguas, y allí Yo te los probaré: y del que Yo te dijere: vaya este contigo, vaya contigo” (versículo 4).
Exteriormente Gedeón no parece perder confianza, hace descender el pueblo al agua, y todos se encorvan sobre sus rodillas para beber abundantemente del refrigerio que está a su disposición. Centenas tras centenas, miles tras miles están descartados para la lucha: en total nueve mil setecientos hombres. ¿Qué debe pensar Gedeón? Pero Dios había dicho: “Yo te los probaré”. Los trescientos que quedan, no teniendo otro fin que el de obtener la victoria, gustan el agua al pasar llevándola a su boca en el hueco de su mano, “como lame el perro”. No encuentran en esa “fuente del temor” sino un estímulo para ir a la lucha. “Del arroyo beberá en el camino; por lo cual levantará cabeza” (Salmo 110:7): pues cuando el Señor bebía así después del monte de la transfiguración por ejemplo, el refrigerio gustado no le hizo sino poner Su rostro resueltamente vuelto hacia Jerusalem: mientras que un Pedro habría querido quedar arriba. El dulce acogimiento en la casa de Marta y María, unos días antes de Su sacrificio le hizo que marchara siempre hacia la cruz a dar Su vida para los que amaba.
Nada logra anular mejor la acción del cristiano en su testimonio como cuando quiere gozar de los bienes terrenales que se le ofrece en el camino: nuestro cristianismo actual dobla sus rodillas —no para orar— sino para tomar más cómodamente de las cosas de este mundo: y ve en los bienes terrenales el objeto y fin de su piedad. “El tiempo es corto”, escribe el apóstol, “los que se huelgan sean como los que no se huelgan, los que compran como los que no poseen”; “¿Es tiempo de tomar plata y de tomar vestido, olivares, viñas, ovejas, bueyes?” preguntó Eliseo a su siervo infiel (1 Corintios 7:29; 2 Reyes 5:26).
Solamente trescientos lamieron el agua como el perro. Entre los diez mil de Gedeón, eran los abnegados y humildes también: demuestran una similitud con la mujer Sirofenisa del Evangelio: “Los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de su señor”; o con David o un Mefiboset, quienes tomaron el mismo lugar (1 Samuel 24:15; 2 Samuel 9:8). Dios quiere testigos valerosos, enteros, abnegados y humildes: estos reciben las bocinas, símbolo del testimonio. Jehová no espera que Gedeón se adelante a expresar su inquietud al verse casi abandonado, le asegura: “Con estos trescientos hombres que lamieron las aguas os salvaré de la mano de Madián” (versículo 7): para Dios este número es más que suficiente, ni aún lo necesitaría. Gedeón debe evidenciar que tiene fe en la Palabra de Dios: “Despide todo el resto del pueblo y retuvo aquellos trescientos hombres” (versículo 8).
¿Qué debe pensar Gedeón quedándose solo con su puñadito de guerreros? Quizás abrigara el pensamiento de que mientras despedía toda su gente, el grueso del ejército enemigo hubiese abandonado el terreno también. Pero no, una mirada hacia el valle le comprobó que todos estaban allí: “Tenía el campo de Madián abajo en el valle” (versículo 8). Y la orden de marcha es dada; “Y aconteció que aquella noche Jehová le dijo: levántate y desciende contra ese campamento”; Gedeón precisa fe en la promesa que sigue: “Porque Yo lo he entregado en tus manos” (versículo 9): “no andamos por vista”, dijo otro valiente guerrero.
Sin embargo Dios que conoce a Su siervo, quiere que haga todavía una experiencia personal que fortalecerá su fe para cumplir la orden. Gedeón el capitán no debía sentirse más valiente que los veintidós mil temerosos que habían abandonado el ejército: Jehová lo sabe, pues le habla cual un padre comprensivo a su hijo: “Si tienes temor de descender, baja tú con tu criado al campamento y oirás lo que hablan: entonces tus manos se esforzarán” (versículo 10). ¿Qué responde Gedeón? ¿Soy valiente, no tengo temor, aunque todos tengan miedo, “Mas no yo”? (Marcos 14:29). No tal: humildemente obedece, reconoce que es un miedoso: sin embargo en este momento Dios lo pone en presencia de sus enemigos, numerosos, mucho más numerosos de lo que tal vez se lo había imaginado: “Eran como langostas en muchedumbre, y sus camellos eran innumerables, como la arena que está a la ribera del mar” (versículo 12).
Pero allí Dios le hace oír las palabras que le comunican la energía necesaria. Al acercarse, oye a dos madianitas que conversaban en una tienda: “He aquí yo soñé un sueño”, dice uno al otro: “Veía un pan de cebada que rodaba hasta el campo de Madián y llegaba a las tiendas y las hería, de manera que caían y las volcaban de arriba abajo” (versículo 13). ¿Qué podría significar tal sueño? habría de preguntarse Gedeón. El compañero madianita enseguida ha encontrado la interpretación: “No es otra cosa sino la espada de Gedeón en cuya mano Dios ha entregado a Madián”. ¡Gedeón, este varón esforzado es comparado a un pan de cebada, y esto es la espada de Gedeón! ¡Bella espada para herir una multitud que no tiene número! En efecto, pero la espada de Gedeón es la de Jehová: y es en esto que reside todo su poder. ¡Cuántos son los que aprendieron esta bendita lección! “Yo seré en tu boca”, dice Jehová a Moisés quien temía presentarse ante Faraón; “No sois vosotros los que habláis sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mateo 10:20).
En la oscuridad de la noche, sobrecogido en lo más hondo de su alma, al oír el sueño y su interpretación, Gedeón se prosterna (versículo 15). Días antes, después de haber hallado la paz con Dios, había construido un altar para adorar: luego había reedificado el altar de Jehová para dar testimonio ante el mundo de Ofra; aquí no construye ningún altar, pero sí, su ser entero se prosterna y adora. Vuelto al campamento de Israel, lleno de seguridad, sin titubeo ni temor, exclama: “Levantaos, que Jehová ha entregado en vuestra mano el campamento de Madián” (versículo 15); no dice: en mi mano, sino que da el honor de la victoria del que no se siente digno, a los que estima ser más valientes que él.

Jueces 7:16-25: ¿En qué consiste el testimonio?

“Y repartiendo los trescientos hombres en tres compañías, poniendo trompetas en manos de todos ellos, y cántaros vacíos con teas encendidas dentro de los cántaros, les dijo: miradme a mí, y haced como yo hiciere”. Este pasaje contesta a la pregunta que encabeza esta nueva sección. Después de haber oído de la boca del Salvador: “Miradme a Mí, y sed salvos” (Isaías 45:22), los Suyos oímos la voz del Maestro que dice: miradme a Mí y haced como Yo hiciere; “Si sabéis estas cosas, bienaventurados sois si las hiciereis” (Juan 13:17). Gedeón ha entregado tres objetos a los suyos, los que representan los tres elementos del testimonio de Dios en la lucha contra nuestros enemigos: la carne, el mundo y Satanás: la primera está crucificada (Romanos 6:6): el segundo está vencido (Juan 16:33), y el tercero es juzgado (Juan 13:31). Y cuando debemos enfrentar sus ejércitos, confiando en la victoria de Cristo en la cruz, hacemos como el capitán de Israel: nos prosternamos ante nuestro Dios que nos hace más que vencedores.
Con amplios detalles hallamos en Números 11 el significado del primer elemento del testimonio: las trompetas. De plata, metal que figura el precio pagado para la redención, era la voz de Dios para dar a Su pueblo redimido, primeramente la señal de reunión, luego la señal de marcha, en tercer lugar, la del combate: y en fin, en una cuarta ocasión la señal de las festividades o cultos. Lo que eran estas trompetas para Israel, es para nosotros de una manera mucho más preciosa y real, la Palabra de Dios. Es la voz divina que dirige y ordena nuestra reunión en torno al Señor: que nos muestra el camino y nos enseña a combatir: es ella también la que debe conducir el culto divino que como hijos de Dios rendimos al Padre. ¡Cuán olvidadas están estas prescripciones en la cristiandad actual! Pareciera a la mayor parte de los hijos de Dios que el llevar el Evangelio a los inconversos, constituye todo el cristianismo. Es una gran parte, por cierto, pero ¿no lo será también la reunión de los hijos de Dios alrededor del Señor? Gedeón lo entendía así: él comienza con Dios, toca la trompeta, es portador de una voz divina para congregar a Israel disperso a causa de su desobediencia.
Hermanos, ¿no nos atrae la congregación en torno al Señor? Tomemos la Palabra, hagamos oír su voz; y si hay cristianos que lo ignoran todavía, mostrémosles que el motivo de la cruz de Cristo no es solamente salvar al pecador, sino también congregar en uno a los hijos de Dios derramados (Juan 11:52). Mostrémosles que nuestro alejamiento de la Palabra de Dios es el origen de las divisiones entre los creyentes: que es precisamente la reunión de los hijos de Dios afuera del mundo religioso que constituye el mayor obstáculo al poder de Satanás: recordémosles que el Señor oró al Padre que seamos una cosa, “para que el mundo crea que Tú Me enviaste” (Juan 17:21). Trabajando con este fin, tendremos la seguridad de colaborar a una obra buena y deliciosa: “Mirad cuán bueno y delicioso es habitar los hermanos igualmente en uno” (Salmo 133:1).
Cuarenta veces Israel había movido su campamento en el desierto: y cada vez debía haber tocado la trompeta para dar la señal de marcha. La última había sido tocada frente al río Jordán, cuando podían ya divisar el país de la promesa. El andar cristiano no puede tener otra regla que la Palabra de Dios: las divergencias entre los hijos de Dios no provienen sino del abandono de sus enseñanzas. Pero, “la trompeta de Dios” tocará por última vez también: Su voz, “la voz de mando” se hará oír: los muertos en Cristo resucitarán primero, luego los que vivimos a esta voz conocida subiremos al encuentro del Señor en el aire: y la Iglesia estará por siempre con Él en la gloria (1 Tesalonicenses 4:16).
En fin, el toque de trompeta llamaba al combate. Aquí llegamos a la escena que nos ocupa. El testimonio de Dios no consiste tan sólo en la reunión de los hijos de Dios o dirigirlos en su caminar en este mundo: el combate es igualmente inseparable de una posición franca y abierta contra el enemigo. Nos hallamos en lucha sin compromiso posible contra la incredulidad, el racionalismo, las falsas doctrinas, etc. La lucha tiene dos motivos: ponernos en posesión de nuestras bendiciones celestiales como lo sabemos por la Epístola a los Efesios, y librar al pueblo de Dios cautivo del mundo por su infidelidad, aspecto de la lucha presentado en la segunda Epístola a Timoteo.
Por último se tocaban las trompetas con motivo de celebrar las festividades de Israel. Hecho que no hacemos más que mencionar aquí, queriendo recordar su importancia y subrayar que sólo la Palabra de Dios tiene la autoridad competente para definir, ordenar y conducir el culto que el pueblo celestial, redimido, ofrece al Padre en Espíritu y en verdad. Ni la voluntad, ni la capacidad humana, ni una organización prevista tienen lugar en tales momentos.
Después de las trompetas, los cántaros vacíos constituyen un segundo elemento en el testimonio; sin duda había contenido las vituallas que el pueblo había traído para los combatientes. Vacíos ahora, no tenían ningún valor: pero, enseñado de Dios, Gedeón los supo utilizar. ¿Para qué podían servir? Un pasaje del Nuevo Testamento hace alusión directa a la escena que nos ocupa: lo hallamos en la segunda Epístola a los Corintios. El apóstol describe allí el testimonio de los creyentes en este mundo: “Tenemos este tesoro en vasos de barro para que la alteza del poder sea de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4:7-18). ¿Un vaso de barro? Tal era el aspecto exterior, el cuerpo mortal, del gran apóstol de los gentiles. Pues estos cántaros vacíos representan lo que era Gedeón y sus guerreros en cuanto a su valor personal, cántaros vacíos que deberían quebrar. En el campamento de Madián aprendió que no valía nada, pues él y sus trescientos hombres deberán realizar esta lección individual y prácticamente, a través de las peripecias de la lucha que va a comenzar.
Después de haber contenido los víveres que los combatientes hubieron de comer, los cántaros ahora contenían las teas: pues la Palabra de Dios como alimento de nuestras almas produce el esplendor de la luz divina: “Es él que resplandeció en nuestros corazones en la faz de Jesucristo”. La luz es pues el tercer y supremo elemento de Dios en nuestro testimonio. Si las trompetas representan la Palabra de Dios anunciada al mundo, y los cántaros la personalidad mortal del creyente, las teas no son sino la luz de Cristo en nosotros. Los dos primeros elementos colaboran para producir el tercero: las trompetas suenan, los cántaros se rompen, y las teas resplandecen: antes resplandecían adentro de los cántaros, ahora brillan afuera.
Cuanto más nos asemejemos a estos vasos de barro rotos, tanto mejor podremos dar testimonio del poder de Dios: “Porque Dios que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es Él quien resplandeció en nuestros corazones para iluminación del conocimiento de Dios en la faz de Jesucristo”. Después de haber sido abatido en tierra en el camino a Damasco, Pablo siguió rompiendo el vaso: “Hiero mi cuerpo y lo pongo en servidumbre ... siempre estamos entregados a muerte por Jesús, atribulados, en apuros, perseguidos ... para que la vida de Jesús sea manifestada en nuestro cuerpo mortal” (2 Corintios 4:7). Cuando el ciego de nacimiento hizo desaparecer en las aguas de Siloé el barro que Jesús había untado sobre sus ojos, éstos se abrieron a la luz, y luego pudo dar testimonio de Quién era la luz del mundo.
Notemos que no está dicho en nuestro texto: la vida de “Cristo”, sino la vida de “Jesús”: pues la vida que hemos de manifestar en este mundo es la vida de Aquel Hombre santo, puro, quien fue todo amor y toda verdad, pero quien era la luz del mundo. No existe un solo cristiano que no pueda ser el portador de estos tres elementos del testimonio de Dios. ¿Por qué no lo son todos? Porque no usan de estos elementos de acuerdo con la voluntad de Dios: se debe tocar la trompeta, quebrar el vaso, luego la luz no se ha de poner bajo un almud o bajo una cama: de lo contrario, Dios tendrá que romper el almud o quitar la cama. ¿Poseemos todo lo que nuestro “yo” desea en este mundo? ¿Nos aman y respetan los hijos de estas tinieblas? Entonces no hemos aprendido lo que significan estas palabras: “atribulados, en apuros, perseguidos”, ni estas otras: “bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que padecen persecución, bienaventurados sois cuando os vituperaren y persiguieren por Mi nombre”.
Ocupando cada uno su lugar, rodeando todo el campamento enemigo, Gedeón y sus compañeros no tienen ningún temor: tocan las bocinas, alzan sus teas “y dieron grita: ¡la espada de Jehová y de Gedeón!” (versículo 20). Acción osada y peligrosa, lejos los unos de los otros, en la oscuridad, ni se mencionan sus armas sino solo la espada de Jehová y la de Gedeón: pero siguen tocando la trompeta sin moverse del lugar asignado, alzadas sus teas. Cuando, repentinamente el campamento enemigo está puesto en fuga: huyen, la espada de cada uno volviendo contra su compañero. Nadie persigue al enemigo sino sólo el poder de Dios: basta la luz de las teas, el sonido de las trompetas y quedarse junto a Gedeón sin moverse de su lugar. Nosotros haremos la misma experiencia: Cristo es “la luz del mundo”, Su Palabra, permaneciéndole fiel, bastará para poner en fuga a un enemigo vencido ya en la cruz.
Ahora bien, el testimonio de estos trescientos hombres llama a los demás a la lucha: “Y juntándose los de Israel, de Neftalí, de Aser y de todo Manasés, siguieron a los Madianitas: Gedeón también envió mensajeros a todo el monte de Efraim diciendo: descended al encuentro de los Madianitas y tomadles las aguas ... Y juntos todos los hombres de Efraim tomaron las aguas de Beth-bara y el Jordán” (versículos 23-24). Quizás cuando se toque la “última trompeta”, la hora en que Jesús vendrá a buscar a los Suyos, encuentre no sólo trescientos hombres, sino un pueblo numeroso que lucha y permanece firme para Él.

Jueces 8:1-23: Dificultades y peligros

Dios ha manifestado Su poder poniendo en fuga los ejércitos de Madián por la acción de los trescientos elegidos: se trata ahora de perseguir al enemigo, ampliar la acción y dar mayor alcance a la victoria. “Que os sea hecho según vuestra fe”, es un principio tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que Pablo supo aprovechar cuando hubo llegado a Tesalónica: después de la predicación del Evangelio que realizó allí, la Palabra del Señor fue divulgada en todo lugar por los mismos Tesalonicenses (1 Tesalonicenses 1:8). Gedeón ha despachado mensajeros en Efraim, allí ha dado la alarma y sus guerreros han tomado los vados del Jordán: matan a dos príncipes de Madián: Oreb y Zeeb. Pareciera que se va a obtener una victoria completa, con todos sus beneficios: pero el enemigo está en acecho y no faltará suscitar dificultades para impedir lograrlos. Desde que vamos caminando con Dios, llevando Su testimonio, podemos estar seguros que Satanás nos espera en alguna vuelta y que el camino se hallará sembrado de peligros. Esta es la experiencia que hiciera Gedeón.
En el capítulo anterior hemos visto que la lucha no se desarrolló sin sacrificio, día y noche se debía estar alerta. Ahora Gedeón y sus trescientos hombres van a tropezar con los altercados de la tribu de Efraim: “¿Qué es esto que has hecho con nosotros, no llamándonos cuando ibas a la guerra contra Madián? Y reconviniéronle fuertemente” (versículo 1). Como lo notáramos, el orgullo es uno de los elementos de la ruina. Unos cincuenta años antes, cuando Débora y Barac habían salido a la guerra contra Jabín, la tribu de Efraim había ocupado el primer puesto: sus hombres habían sido los primeros en ir a la lucha, ahora han retrocedido, ocupan la retaguardia: mientras que las primeras filas están ocupadas por Gedeón y sus hombres, seleccionados entre la tribu de Manasés. Por su parte la tribu de Neftalí permaneció fiel en su puesto desde la guerra contra Jabín: Aser ha hecho progresos: abandonó sus puertos para acudir a la lucha contra Madián.
Durante los años de opresión, bajo el hambre, Efraim no tomó ninguna iniciativa para sacudir el yugo: esperaron pasivos hasta el llamamiento de Gedeón, pero una vez el enemigo ya derrotado, se enfadan por no haber sido solicitados antes. Efraim tenía conciencia de su importancia, y se sintió herido cuando se le desconoció. Esto es el origen de muchos alegatos y dificultades entre hermanos, mucho más delicados de solucionar que una lucha franca contra el mundo. ¿No es lo que nos muestran los discípulos ocupados de su propia importancia? “Hubo entre ellos una contienda, quien de ellos parecía ser el mayor”; mientras el Maestro tenía la cruz delante de Él (Lucas 22:24).
Tres querellas entre hermanos relata el libro de los Jueces: dos fueron originadas por el mismo Efraim y la otra por Benjamín. La primera se solucionó con la humildad, la segunda con armas carnales y la tercera con la disciplina de Dios. Al surgir altercados entre hermanos, ¿cuál es el recurso? Una completa humildad: Gedeón ha aprendido esta lección mientras Dios se la enseñaba: él sabía el porqué. No era tan sólo para poder luchar contra Madián, el enemigo exterior, mas también para conjurar el peligro interno. No le fue difícil a Gedeón mostrar humildad en presencia de sus airados hermanos efraimitas: había aprendido que no tenía más valor que un pan de grosera cebada. Hubiera podido decir: ¿no soy yo a quien Dios ha llamado, a quien revistió de Su Espíritu para conducir al pueblo a la victoria? Los trescientos que me acompañan, han sido seleccionados entre treinta y dos mil: somos nosotros los que nos hemos enfrentado al peligro. Pues bien, frente a sus hermanos se cuida mucho de hablar de sí mismo: “¿Qué he hecho yo como vosotros? ¿No es el rebusco de Efraim mejor que la vendimia de Abiezer?” (versículo 2). Gedeón pondera la acción de Efraim en la batalla, abandona los resultados a sus hermanos, pero nombra a Dios primero: “Dios ha entregado en vuestras manos a Oreb y Zeeb, ¿qué pude hacer yo como vosotros?” (versículo 3). Entonces el enojo de los hermanos se aplaca, hermosa ilustración de la sentencia del sabio: “La blanda respuesta quita la ira” (Proverbios 15:1).
“El siervo no es más que su señor”. “El siervo del Señor no debe ser litigioso sino manso con todos, sufrido, que con mansedumbre corrija a los que se oponen” (2 Timoteo 2:24), esperando la operación de Dios que les dé arrepentimiento para conocer la verdad. La enseñanza del apóstol Pablo a los Corintios previene el peligro en que habían caído los efraimitas: los miembros del cuerpo aparentemente menos dotados no abandonan el lugar que les pertenece porque otros son más dotados que ellos: “Si dijere el pie, porque no soy mano, no soy del cuerpo: si dijere la oreja: porque no soy ojo, no soy del cuerpo”. Y los más dotados no se creerán los únicos necesarios, despreciando a los demás al considerar nada más que su propia importancia: “Ni el ojo puede decir a la mano: no te he menester: ni asimismo la cabeza a los pies, no tengo necesidad de vosotros” (1 Corintios 12). Todos los miembros son igualmente necesarios: Dios ha colocado cada uno en el cuerpo como Él quiso. No debe sentir complejo de superioridad, ni de inferioridad si el estado espiritual es según Dios. Mas ¡ah! cuántas veces no es ese el caso: uno se siente herido porque no se ha reconocido la importancia que él mismo se atribuía; otro estima haber recibido una parte demasiado insignificante en la obra, en lugar de apreciar con gratitud el servicio que Dios ha dado a otro.
Otras ofensas se presentan: más acerbas esta vez que las quejas injustas de Efraim. Gedeón y sus trescientos hombres han pasado el Jordán, “cansados pero siguiendo el alcance” (versículo 4), probando en sus cuerpos la amortiguación que precisamente habían demostrado al quebrar los cántaros: porción que les toca a los creyentes en su testimonio para alcanzar el blanco, cueste lo que cueste. Pero es normal que las fuerzas físicas disminuyan con la intensidad del trabajo o con la edad: la exhortación del Señor está de sazón entonces: “Venid vosotros aparte en un lugar desierto y descansad un poco” (Marcos 6:21). Sin embargo, hay casos cuando los luchadores no se pueden detener y es eso lo que sucedía a Gedeón y sus hombres: precisaría una doble medida del poder divino porque un hombre cansado se deja más fácilmente enojar o desalentar.
El ejército con su jefe han cruzado el Jordán, y llegan a Sucot, una ciudad israelita de la tribu de Dan: “Yo os ruego”, les dice Gedeón, “que les deis a la gente que me sigue algunos bocados de pan porque están cansados y estoy persiguiendo a Zeba y Zalmuna, reyes de Madián” (versículo 5). No pide para él sino para sus valerosos pero cansados guerreros: Sucot rehúsa: lleva el nombre de Israel, pero rompió toda solidaridad con sus hermanos fieles a Dios y pierde la ocasión de colaborar con Dios. “¿Acaso los puños de Zeba y Zalmuna están ya en tu mano para que demos pan a tu tropa?” (versículo 6). Tienen confianza en el poder del enemigo, no quieren comprometerse aborreciendo a los débiles: de hecho, sostienen al enemigo.
Muchos son los que a la par de llevar el nombre de cristianos, no confían en el llamamiento de Dios en cuanto a tal o cual hermano que sale para la obra: le pondrían más bien trabas para impedirle lograr victorias sobre el enemigo. No nos maravillemos de esto, pero que ni aún una justa indignación nos detenga en el camino de la victoria: el castigo contra ese espíritu traicionero y vil tendrá lugar después. En Sucot no se halló una Abigail que se pusiera a la brecha para proveer a las necesidades de Gedeón: ni un Melquisedec para venir con pan y vino a sostener al luchador. Dios proveerá a las necesidades de Sus guerreros por los medios que encontrará bien pero la victoria final será alcanzada. En Peniel experimentan la misma negativa: la prueba es grande para Gedeón; sin embargo Satanás no logra defraudar a los que perseveran: prosiguen y alcanzan al enemigo. Sucot y Peniel perdieron la oportunidad de unirse a la lucha con Dios y aprenderán con las espinas y los cardos del desierto, lo que vale romper la comunión con los hermanos y aliarse con los enemigos de Dios.
¿Habremos hecho suficientemente resaltar en el testimonio de Gedeón la armonía de sus caracteres: la humildad, la energía de la fe, la entereza, la desconfianza de sí mismo, la perseverancia? Aunque la humildad y la energía de la fe son los dos caracteres más salientes de Gedeón, los que deberían ser siempre los nuestros también, es de estos lados donde parecía ser el más fuerte, que Satanás le arma una trampa que le hará finalmente ocasionar su caída. Gedeón ha alcanzado al enemigo, Zeba y Zalmuna están en su poder, pero entabla una conversación con ellos. Sabemos la experiencia que hizo Eva al sostener una conversación con el tentador: “¿Qué manera de hombres eran aquellos que matasteis en Tabor?” pregunta Gedeón: y ellos respondieron: “Como tú, tales eran aquellos, ni más ni menos, que parecían hijos de rey” (versículo 18). La serpiente no perdió su astucia, gratifica a Gedeón con una hermosa distinción: un hijo de rey; jamás se lo había dicho Dios. Los reyes vencidos no ahorran a Gedeón sus alabanzas tanto más peligrosas cuanto que no parecían tener motivo interesado: pues Satanás habla a Gedeón con el solo fin de arrebatarle las armas que Dios le ha dado para vencerlo.
No vemos que las lisonjas de Zeba y Zalmuna hayan desviado a Gedeón del camino de Dios; sin embargo han logrado hacerle perder su discernimiento: “Vive Jehová”, les contesta, “que si les hubierais guardado la vida, no os matara yo” (versículo 19). ¡Dios ha entregado al enemigo en manos de Gedeón, y ahora les hubiera guardado la vida! A menudo el cristiano hace lo mismo, en lugar de dar muerte a lo que ha sido crucificado con Cristo, simbolizado aquí “por los hermanos de Gedeón, hijos de su madre” (versículo 19). Además Gedeón parece haber perdido la noción del poder del adversario que combate: no le teme como antes, lo desprecia más bien. Confía a su hijo la tarea de destruir al enemigo: “Y dijo a Jeter su primogénito: levántate, y mátalos: mas el joven no desenvainó su espada, porque tenía temor” (versículo 20).
Cuando la conquista de Canaán frente a Hai, Israel había aprendido a no desestimar el poderío enemigo: en otra ocasión había aprendido a no demostrar ninguna debilidad en su presencia. “Acercaos, poned vuestros pies sobre el cuello de estos reyes, sed firmes”, dijo Josué, tan alta era la estima que tenía del poder del enemigo, y la del poder de Jehová a la vez. Hay un tiempo para desenvainar la espada y un tiempo para guardarla en la vaina: el discípulo Pedro no lo supo discernir, sacó la espada cuando no la hubiera debido empuñar, ¿por qué? porque cuando el Señor le dijo: “He aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo”, lleno de confianza en la carne, y despreciando el poder del enemigo, contestó al Señor; “Pronto estoy a ir contigo aún a cárcel y a muerte” (Lucas 22:31).
Era el tiempo de desenvainar la espada en contra del enemigo vencido pero el joven Jeter tenía miedo. Nos pasa a veces lo mismo: hoy día es tiempo de desenvainar la espada, la del Espíritu que trae la vida para el pecador y la muerte para el pecado. Estas dos cosas nos conviene tener siempre presente en la lucha cristiana: recelo en cuanto a la carne y el poder de Satanás, y plena seguridad en cuanto a la potencia de Dios. Gedeón había eliminado de su ejército a todos los temerosos: pero he aquí que, frente a la incapacidad manifiesta de su hijo, Gedeón proporciona a Satanás una nueva ocasión para lisonjearle: “Levántate”, dicen Zeba y Zalmuna, “mátanos porque como el varón tal es su valentía” (versículo 21). Dios le había dicho: “Jehová es contigo, varón esforzado”, pero estaba en la presencia de Dios, además era Dios quien se lo decía: ahora es Satanás. Tal es la táctica del enemigo desde el principio: emplea las mismas palabras de Dios para seducir al creyente que ha perdido el discernimiento espiritual y lo hace caer en la trampa que le ha tendido.
“Nunca fuimos lisonjeros en la Palabra”, escribe Pablo a los Tesalonicenses, “por lo cual también nosotros damos gracias a Dios sin cesar de que recibisteis, no palabra de hombres, sino según es en verdad la Palabra de Dios”. No les habían llevado al Evangelio mediante palabras que ensalzan su buena opinión de sí mismos. “Ni buscamos de los hombres gloria ni de vosotros ni de otros”. Ejemplo tan necesario y olvidado: “Conoce su biblia de punta a punta; qué bien predica usted”. Una hermana había dicho al predicador al terminar una reunión; ¡cómo ha hablado bien! a lo que éste contestó: Satanás me lo había dicho antes que usted. Darle un lugar por encima del que le conviene a un siervo o que él mismo tome, es salir fuera del ejemplo dado: “Nadie piense de mí” —escribe el apóstol Pablo— “más de lo que en mí ve u oye de mí” (2 Corintios 12:6).
Pero he aquí, Gedeón tiene que vérselas con otro peligro. Después del orgullo de Efraim, de las negativas de Sucot y Peniel, de los halagos del enemigo, una tentación surge proviniendo del pueblo de Dios: “Los israelitas dijeron a Gedeón: sé nuestro señor, tú, y tu hijo y tu nieto” (versículo 22). Nada más natural que después de semejante liberación obtenida, que Gedeón sea elegido jefe de su pueblo. Nada más natural en el corazón del hombre que poseer un jefe en quien se pueda contar: pero, en realidad, los hombres de Israel quieren poner a su conductor en lugar de Jehová: darle autoridad y jerarquía. No hay nadie más presto que el pueblo de Dios para constituir y establecer una autoridad humana en lugar de la de su Dios: pues en el pueblo cristiano, esta autoridad se llama “el clero”.
El feliz y provechoso ministerio de un obrero, como la energía triunfante de un Gedeón, nos hace peligrar cambiar al siervo de Dios en un ministro. Así se pierde de vista al Señor mismo quien es el que dio dones a la Iglesia: “Mas no será así entre vosotros: antes, cualquiera que quisiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor”; “¿Cuál es el mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Y Yo soy entre vosotros como el que sirve”. Este es el divino modelo. Los ancianos son llamados a apacentar la grey del Señor pero no a dominar sobre las heredades que sólo a Él le pertenecen. “No seáis llamados maestros: porque uno solo es vuestro Maestro, el Cristo”: teniendo ese mismo espíritu, Gedeón contesta a los hombres de Israel: “No seré sobre vosotros, ni mi hijo os señoreará; Jehová será vuestro Señor” (versículo 23).

Jueces 8:24-35: El efod de Gedeón

Hasta aquí el siervo de Dios obtuvo una plena victoria sobre un enemigo carnal y hasta la última trampa que Satanás le tendió ofreciéndole predominio y jerarquía sobre su pueblo, obtuvo la victoria: pero en su lucha contra un enemigo espiritual, en ciertos momentos se mostró débil. Satanás supo manejar sus armas: lisonjas, autoridad, querellas entre hermanos. Pero he aquí un nuevo peligro: en estos camellos que eran numerosos como la arena que está a la orilla del mar, Satanás hace brillar los adornos y lunetas de oro que traían en sus cuellos. Gedeón se deja seducir, y ante los hombres que acababan de tenderle un ardid, se traiciona: “Deseo haceros una petición, que cada uno me dé los zarcillos de su despojo” (versículo 24).
¡Cuántas transacciones hace el siervo de Dios con un enemigo mucho más peligroso que Madián! El pueblo respondió: “De buena gana los daremos” (versículo 25): Satanás da siempre de buena gana lo que puede hacer caer a un creyente. “Toma para ti los bienes” dijo a Abraham: “A Ti daré toda esta gloria” dijo al Señor. Gedeón no sigue las pisadas de su padre en la fe, quien rehusó desde un hilo hasta el más preciado tesoro del botín de Sodoma. Aunque no codicia estas cosas como otrora Acán lo hiciera, su corazón se ha dejado seducir con las lunetas de oro, los zarcillos, las planchas de oro y joyeles: piensa hacer buen uso de ellos. Otrora Aarón los había pedido para hacer un becerro de oro: pero Jerobaal, el que es el testigo de la vanidad de estos ídolos, no piensa en reedificar lo que había derribado. Desea erigir un memorial de su victoria en Ofra, su ciudad natal: “Y Gedeón hizo de ellos un efod”; es un objeto de ordenanza divina, prenda de los vestidos sacerdotales, pero que carece de valor pues aquí no hay ni sacerdote ni rey para llevarlo (1 Crónicas 15:27). ¡Ah, Satanás triunfó! “Y todo Israel fornicó tras de ese efod en aquel lugar” (versículo 27).
La multitud de admiradores del trofeo de la victoria sobre Madián desfilaba en la ciudad natal de Gedeón: y, peor aún, todo Israel considera el efod como medio para acercarse a Dios. La cristiandad posee sus numerosos “efodes”; son muchas las cosas de ordenanzas divinas de las que separó de Cristo pretendiendo acercarse a Dios por ellas: el clero, el ministerio, el bautismo, la santa cena, aún la oración, un “Ave María” o un “Padre nuestro”, cosas que separadas de Cristo se tornan en objetos idolátricos o formas vacías: sin hablar del crucifijo del cual se ha hecho un ídolo.
No es todo: después de un feliz principio, instrumento de Dios para librar a Israel, Gedeón que se ha dejado ganar por las adulaciones del tentador, no hace ahora sino agregar material para la ruina final. Ofra que ha ganado fama por el triunfo de uno de sus hijos, se torna en un nuevo centro de culto en Israel. Allí se congrega el pueblo, el efod es el centro de Ofra, y Ofra el centro de Israel. De este modo se halla desplazado el verdadero lugar de reunión: Silo, donde está el santuario de Dios y el Sumo Pontífice que lleva el verdadero efod. ¿No es esto lo que ha sucedido en la cristiandad protestante? Los triunfos de la Reforma han formado nuevos cultos apellidándose de los mismos nombres de los reformadores. Además casi todas las congregaciones evangélicas citan el conocido texto de Mateo 18:20: “Donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy en medio de ellos” para justificar su reunión. Pero ¿está verdaderamente allí el Señor o si no se tiene más que un “efod”, una forma, un vestido sacerdotal vacío de la persona de Cristo? “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que Yo os digo?”; “Si alguno a su parecer es profeta o espiritual, reconozca lo que os escribo, porque son mandamientos del Señor” (Lucas 6:46; 1 Corintios 14:37). ¿Podrían los cristianos pretender reunirse en la presencia del Señor y a la vez desobedecer a su Palabra?
Gedeón no era hombre orgulloso, pero su corazón seducido no es puro para con Dios: permanece en su hogar, en su ciudad, descansa sobre sus laureles: una familia numerosa le rodea, pero entre sus hijos, está criando una serpiente que concluirá la ruina de su casa. Apenas haya cerrado los ojos, Israel vuelve a la idolatría, “como el perro a su vómito”, como “la casa barrida y adornada” vuelve a ser la morada de siete demonios. Israel se establece por dios a Baal-berit: esto es, el señor del pacto, haciendo así del demonio mismo el jefe y señor de la alianza. Después de la idolatría de la cristiandad y de sus numerosos “efodes”, el Anticristo tendrá la puerta abierta en ella. Mas una cosa consoladora es constatar que aun cuando Satanás impera, Dios no se dejará nunca sin un testimonio: el relato del capítulo nueve nos lo comprobará. Seamos pues Sus testigos, reteniendo la respuesta que hiciera Gedeón a Israel: “Jehová dominará sobre vosotros”.

Jueces 9: Abimelec, o la usurpación de la autoridad

Después de la muerte de Gedeón, por quinta vez los hijos de Israel vuelven a postrarse ante los ídolos: no se acuerdan de Jehová ni del instrumento que había servido a su salvación. Sigue un triste período, una fase tal de decadencia que no pareciera ofrecer un lugar de refugio para la fe. En el capítulo anterior vimos al pueblo querer conferir la autoridad a Gedeón y a su descendencia: aquí un lobo usurpa el lugar del pastor y se apresta a devorar al rebaño: “Entrarán en medio de vosotros lobos rapaces que no perdonarán al ganado” (Hechos 20:29). Es la autoridad arbitraria del mal esclavo quien en ausencia del Maestro hiere a sus consiervos, come y bebe con los borrachos (Mateo 24:48). Esta situación recuerda los principios del clero establecido en la cristiandad a través de su historia y sus funestas consecuencias: intrigas, muerte, guerra civil, etc.
Abimelec no es un juez, ha codiciado una posición más elevada aún, la de rey: “Reunidos todos los de Siquem con toda la casa de Milo, fueron y eligieron a Abimelec por rey” (versículo 2). Constituyéndose abiertamente en dominador, toma en medio de su pueblo el título que poseían los monarcas de las naciones vecinas. Para usurpar la autoridad, Abimelec pone en juego resortes puramente humanos; seduce a los hombres de Siquem en nombre de la fraternidad. Estos dicen: “Nuestro hermano es”, pero han olvidado el vínculo que los une a todo Israel: así la fraternidad ha perdido su sentido, y no es más que un nombre destinado a caracterizar un partido. Ejemplo aleccionador para nuestro tiempo.
La influencia del usurpador está apoyada por el tesoro sacado de la casa del falso dios: hace un llamado a la bolsa del pueblo, y no desprecia el origen impuro de sus dones: “Y diéronle setenta siclos de plata del templo de Baal-berit, con el cual Abimelec alquiló hombres ociosos y vagabundos que le siguieron” (versículo 4). Este dinero sirve para la obra del diablo, ha reemplazado la fuerza de Jehová, y provee al usurpador el medio de perseguir y matar la posteridad de la fe. Uno solo, Jotam, esto es: la perfección de Jehová, el más joven de la familia pudo escapar de la matanza, se escondió. Joas, el más pequeño de la línea mesiánica que la usurpadora Atalía destruía, fue escondido (2 Reyes 11:2): José debe huir a Egipto para preservar la vida al niño Jesús del cuchillo del rey Herodes (Mateo 2:13); es el mismo espíritu satánico “que hace la guerra a la simiente de la mujer” (Apocalipsis 12:17).
Abimelec ha sido proclamado rey, reina tres años; pero la paz no podrá durar: “Cuando dirán, Paz y seguridad, una destrucción de repente vendrá sobre ellos” (1 Tesalonicenses 5:3). En Su gracia, Dios hace brillar un rayo de luz en estas tinieblas, no se dejó a Sí mismo sin testimonio, lo podemos repetir con confianza, atravesando los tiempos malos del fin. Cuando no quedare en Israel más que un solo testigo para Dios, como ese Jotam, menospreciado, el último de todos, el que permanezca firme para Dios, sea ese su testimonio.
Preservado por la bondad providencial de Dios, antes de huir a Beer, Jotam “subió en la cumbre del monte Gerizim” (versículo 7). Moisés había ordenado que seis tribus estuviesen sobre el monte Ebal para maldecir, y otras seis sobre Gerizim para bendecir (Deuteronomio 11:24; 27:12). Fielmente Josué había cumplido la ordenanza en Canaán (Josué 8:33), pero, desde entonces y por su fidelidad a Jehová, Israel había elegido la maldición: Jotam ha elegido a Gerizim, el monte de la bendición, y está solo allí el testigo de Dios frente a un pueblo apóstata. A sus oídos eleva su voz y pronuncia su apología: proclama las bendiciones de la fe como también las consecuencias de las maldades cometidas por el falso rey y su pueblo. En su persona, Jotam es el representante de las bendiciones que pertenecen al verdadero Israel de Dios, el residuo perseguido pero gozando el favor de Jehová, dándole testimonio y llevando fruto a Su gloria. Es lo que la metáfora siguiente presenta.
Tres plantas, la oliva, la higuera y la vid representan los diversos caracteres de Israel unido a su Dios y viviendo de Su vida. A la propuesta de los árboles: “Ven tú y reina sobre nosotros”, la oliva contesta: “¿Tengo de dejar mi aceite con el cual por mi causa Dios y los hombres son honrados, por ir a agitarme sobre los árboles?” (versículo 9). El aceite es símbolo de la unción y potencia del Espíritu Santo: tanto el Israel de Dios como el verdadero cristiano, no puede llevar los frutos de esa virtud espiritual más que separándose del mundo y de sus principios. Las naciones idólatras tenían sus reyes establecidos sobre ellas, mientras que Jehová debía ser el único dominador sobre Su pueblo, como el mismo Gedeón, padre de Jotam, lo había dicho. Sólo bajo esta condición se podía gozar de los benditos efectos del poder del Espíritu y llevar fruto para Dios.
Al llamado que los árboles le hacen, la higuera contesta: “¿Tengo acaso de dejar mi dulzura y mi buen fruto, por ir a agitarme sobre los árboles?” (versículo 20). Siglos después, cuando el Dueño de la higuera vino a buscar sus frutos, no hallándolos, la maldijo y se secó. Lo que nos hace ver que una religión sin fruto, la israelita en este caso, es decir una higuera con hojas solamente, “ocupa inútilmente la tierra”: sus hojas ni sirven como propia justicia del hombre, para cubrir su desnudez ante Dios (Génesis 3:7). Israel desapareció como testimonio de Dios en este mundo, hasta que en un futuro próximo, “la higuera echará sus higos, y las vides en cierne darán su olor” (Cantares 2:13).
A su vez la vid, “la vid verdadera”, hace el mismo reparo: “¿Tengo de dejar mi mosto que alegra a Dios y a los hombres por ir a agitarme sobre los árboles?” (versículo 13). El gozo, que el vino simboliza, y que se encuentra en la comunión mutua de los hombres con Dios, el privilegio más grande que haya tenido Israel, estaba perdido para él cuando se acomodaba al espíritu y a los hábitos de las naciones idólatras que le rodeaban. “Yo soy la vid verdadera y vosotros los pámpanos”. La condición para llevar fruto es permanecer en Él (Juan 15:5); al ceder a las solicitudes del mundo, a sus actividades políticas, estériles, abandonamos “nuestro aceite, nuestra dulzura, nuestro mosto”. Ha desaparecido la potencia espiritual por la cual podemos realizar las obras que Dios ha preparado de antemano para que andemos en ellas. A las ofertas seductoras del mundo, respondamos con decisión: ¿dejaré lo que hace mi felicidad y mi fuerza por las agitaciones estériles de sus destinos? “Amonesto pues, ante todas cosas, que se hagan rogativas, oraciones ... por los reyes y por todos los que están en eminencia” (1 Timoteo 2:1-2): esta es nuestra conducta en cuanto a nuestra responsabilidad frente a las autoridades.
Al ejemplo de su padre que ponía un poco de trigo a salvo en el lagar, Jotam aprecia los tesoros de Israel: mantiene su posición bendita en el monte Gerizim, separándose del pueblo apóstata. Es el verdadero, el último renuevo de la fe y testigo de Dios. ¡Qué honor para el joven y esforzado hijo de Jerobaal! Cristo pasó por esos mismos lugares (Juan 4:5): él, la perfección de Jehová (Jotam), Él, la vid verdadera, la oliva pura y fructífera para Dios. Imitémosle y separados del mal, diremos como la amada del Cantar de los Cantares: “Bajo la sombra del deseado me senté y su fruto ha sido dulce a mi paladar”: aquel que los ha gozado exclamará: ¿los dejaré yo?
“Dijeron entonces al escaramujo: anda tú, reina sobre nosotros” (versículo 14). Es a la sombra de la espina, fruto de la desobediencia hacia Dios, que Israel busca su protección y guía para regir los destinos de su existencia. “He aquí vuestro rey” —dijo Pilato a los judíos, presentándoles a Jesús—. La contestación fue unánime: “No queremos que éste reine sobre nosotros ... no tenemos rey sino a César” (Juan 19:14-15). “Jerusalem, Jerusalem, cuántas veces quise juntar tus hijos como la gallina sus pollos debajo de sus alas, y no quisisteis” (Lucas 13:34). “El escaramujo respondió a los árboles: si en verdad me elegís por rey sobre vosotros, venid, y aseguraos debajo de mi sombra: si no, fuego salga del escaramujo que devore los cedros del Líbano” (versículo 15). Israel hará la experiencia de lo que vale poner su confianza en la maldad o en un brazo carnal: el César romano a quien eligieron en lugar de su Mesías, ha sido el instrumento por el cual Dios puso fin a la nación israelita; fuego salió del escaramujo y redujo a cenizas la ciudad de Jerusalem y su templo.
Habiendo predicho a los de Siquem el juicio que los iba a alcanzar, Jotam abandona a Israel al castigo que ya está a la puerta: “Huyó Jotam y se fugó, y fuese a Beer”, esto es pozo, “y habitó allí” (versículo 21). El que conoce el juicio que ha de alcanzar al mundo, no queda en su ambiente: “Escapa por tu vida” —dijeron a Lot los ángeles que iban a destruir a Sodoma— “no mires tras ti, ni pares en toda esta llanura” (Génesis 19:17). Beer es el pozo del cual Jehová dijo a Moisés: “Junta al pueblo y les daré agua”, el que celebra Israel en su cántico (Números 21:16-18). De una cristiandad ya madura para el juicio, los testigos fieles al Señor se retiran hacia Él, el verdadero punto de reunión, fuentes de aguas vivas, lugar de alabanzas y seguridad: “La ciudad de refugio”.
La profecía de Jotam se cumple: “Envió Dios un espíritu malo entre Abimelec y los de Siquem, que los de Siquem se levantaron contra Abimelec” (versículo 23). Luchas de influencia, vendimias que producen el gozo de la ebriedad, ebriedad que profiere maldiciones, ambición, astucia, violencia, y la guerra civil estalla: “Persiguiólos Abimelec e hiriólos, y después de combatir la ciudad, todo aquel día, tomóla y mató el pueblo que en ella estaba y asoló la ciudad” (versículo 45).
En el fragor del juicio que los alcanza, los que estaban en la torre de Siquem acuden a la fortaleza del templo del dios Berit: pero ni la torre ni la fortaleza del demonio en quien pusieron su confianza los puede salvar del juicio. “Será anulado vuestro concierto con la muerte, y vuestro acuerdo con el sepulcro no será firme: cuando pasare el turbión del azote, seréis de él hollados” (Isaías 28:18). Los que se han refugiado en la torre y la fortaleza del falso dios, están envueltos en llamas y todos perecen. “Por tanto el Señor Jehová dice así: he aquí Yo fundo en Sión una piedra, piedra de fortaleza, de esquina: el que creyere en ella, no será confundido”. En Tebes hay también una torre fuerte, “a la cual se retiraron todos los hombres y mujeres” (versículo 51): “Torre fuerte es el nombre de Jehová” (Proverbios 18:10). Basta un trozo de piedra de molino, herramienta de las tiendas, que una mujer —una del temple de Jael— ha dejado caer sobre la cabeza de Abimelec, para matarlo: “Y la maldición de Jotam, hijo de Jerobaal, vino sobre ellos”.

Jueces 10:1-5: Tola y Jair

“Y después de Abimelec” —después de todos los desastres causados por el usurpador, Israel necesitaba de un salvador— “levantóse para librar a Israel, Tola hijo de Púa” (versículo 1).
Tola y Jair eran hombres de mucha influencia: el primero por su raza, sus antepasados son mencionados entre los hijos de Jacob que descendieron a Egipto y su genealogía referida entre los hijos de Isacar como hombres valientes en extremo (1 Crónicas 7:2). Jair por sus riquezas, el número de sus hijos y sus ciudades: indicios de prosperidad que había vuelto en Israel. Pero, cosa notable, nada agrega el relato inspirado acerca de los hechos de estos dos hombres. Este silencio nos hace pensar en un texto de la primera epístola a los Corintios y confirma que Dios elige “lo necio del mundo para avergonzar lo fuerte: lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es para deshacer lo que es, para que ninguna carne se jacte en Su presencia” (1 Corintios 1:27). Dios emplea con preferencia vasos débiles para Su obra, y es por este motivo que los jueces llevan de una manera u otra un sello de su flaqueza: además todo el valor de los instrumentos consiste en revelar algún rasgo de la persona de Cristo.
Tola se levantó para salvar a Israel, pero por lo que le concierne, y a pesar de su noble y poderosa ascendencia, lleva el carácter notado de la flaqueza de los instrumentos de Dios, en el significado de su nombre: “un gusanito”. Expresión impar para recordar al que, “crucificado en flaqueza” exclamó en la cruz: “Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desecho del pueblo” (Salmo 22:6). Después de Tola se levantó Jair, esto es, “mi luz”: y juzgó a Israel veintidós años: como su predecesor su nombre señala a Aquél que será “la luz del mundo”: “El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz” (Mateo 4:16). La influencia de Tola y Jair se extendía quizás sobre una región limitada en el país de Israel: pero su recuerdo nos está conservado en el libro de Dios puesto que le sirvieron en su generación, llevando los caracteres del que, más tarde, se levantó para salvar a Israel.

Jueces 10:6-18: Nuevo oscurecer y arrepentimiento

Una vez más, la sexta, la Palabra de Dios repite: “Los hijos de Israel tornaron a hacer lo malo en ojos de Jehová”. Los tiempos apacibles de Tola y Jair que han pasado, no impiden al pueblo caer de más en más: Israel está preso por un frenesí idolátrico, no parece hallar entre los pueblos que le rodean bastantes dioses para adorar, los Baales, Astarot, los dioses de Siria, los de Sidón, de Moab, de Amón y de los Filisteos. Jamás se ven a tantos reunidos en “la casa de Dios”: es la más completa idolatría: siete clases de demonios: esta situación nos hace recordar a María Magdalena, librada de su esclavitud un día.
Esta vez el castigo es terrible, Jehová “los vende en manos de los Filisteos y de los hijos de Amón, los cuales molieron y quebrantaron a los hijos de Israel” (versículo 7). La esfera donde Jair, la luz, había ejercido su influencia se cambia en oscuridad: los hijos de Amón quebrantan a Galaad. Luego pasan el Jordán para hacer guerra contra Judá, Benjamín y Efraim (versículo 9). La situación es grave: “Fue Israel en gran manera afligido”, molido y quebrantado durante dieciocho años: “Dieciocho años encorvado, ligado por Satanás” (Lucas 13:16). Bajo la presión de las circunstancias, la gracia opera una obra en la conciencia del pueblo: hecho notable, a medida que la apostasía se desarrolla, los despertares van profundizándose en las conciencias, aunque nunca alcanzan la totalidad del pueblo. En tiempo de Débora y Barac, el cántico puso en plena luz los privilegios del pueblo de Dios, pero no alcanzó su conciencia: en tiempo de Gedeón el arrepentimiento había sido más hondo, pero la fe era la porción de sólo un puñadito de hombres.
Ahora la luz divina penetrando en la conciencia de Israel lo conduce a juzgarse profundamente: “Nosotros hemos pecado contra Ti, hemos dejado nuestro Dios y servido los Baales” (versículo 10); y para avivar la llaga y penetrar más hondo, Jehová les respondió: “¿No habéis sido oprimidos de Egipto, de los Amorreos, de los Amonitas, de los Filisteos, de los de Sidón, de Amalec y de Maón: y clamando a Mí, os he librado de sus manos?” Jehová les nombra siete naciones bajo el yugo de las cuales habían gemido, “mas vosotros Me habéis dejado, y habéis servido a dioses ajenos”. Luego, clavando como un flecha en sus conciencias estas palabras, agrega: “Por tanto no os libraré más, andad y clamad a los dioses que os habéis elegido, que os libre en el día de vuestra aflicción” (versículo 11). Jehová parece dar las espaldas a Su pueblo: Israel debe hacer la amarga experiencia —la que muchos han hecho después de él— que los recursos buscados en el mundo o entre los enemigos de Dios son engañadores y vanos. En el día de la prosperidad se cree hallar satisfacción y apoyo en ellos, mas venida la angustia, “la caña” en la cual se han apoyado, les traspasa la mano (Isaías 36:6).
Al oír estas palabras, Israel pródigo, da un nuevo paso en el camino saludable adonde el Espíritu de Dios le conduce: “Hemos pecado” (“he pecado contra el cielo y contra ti”), “haz Tú con nosotros como bien Te pareciere” (versículo 15). Este trabajo de conciencia no sería real si no llevara sus frutos: “Quitaron de entre sí los dioses ajenos y sirvieron a Jehová” (versículo 16). ¿Quedaría sordo Dios a su clamor? Y he aquí sucede algo que demuestra su corazón: es Jehová ahora quien siente angustia por Israel, “Su alma fue angustiada a causa del trabajo de Israel”; “En toda angustia de ellos, Él fue angustiado” (Isaías 63:9). El alma de Jehová, insondable en Su amor, está angustiada por las miserias de Su pueblo: “Llora a causa de su soberbia” (Jeremías 13:17). Más tarde, cuando Jesús está frente a la muerte que debe sufrir y al pecado que debe llevar, “comenzó a atemorizarse y a angustiarse”, dijo: “Mi alma está muy triste hasta la muerte”. Israel sufría a consecuencia de sus pecados: Jesús sufrió por Su obediencia.
El carácter de un verdadero despertar debe ser un profundo arrepentimiento: sigue un trabajo de conciencia marcado por la santificación, es decir el abandono de los ídolos: luego vuelven a servir a Jehová. Sin embargo, por bendito que haya sido el día en que hubo llegado el arrepentimiento, después de dieciocho años bajo la esclavitud de “siete demonios” y el quebrantamiento de la disciplina, se nota en Israel una falta total del conocimiento de las verdades fundamentales que Dios le había confiado. Israel no tiene conciencia de su unidad como pueblo: los de Galaad hacen bando aparte: su estado moral es tan bajo que no hay un solo hombre de fe para ayudarles. Jehová no suscita ningún servidor como lo hiciera en tiempo de Gedeón: los príncipes y el pueblo de Galaad lo buscan entre ellos: “¿Quién será el que comenzará batalla contra los hijos de Amón?” (versículo 18): pero no hay ninguno.
Desconocen la autoridad de Dios y Su dirección: antes habían pedido a Jehová: “¿Quién será el que comenzará la batalla?” (capítulos 1:1; 20:18): ahora se preguntan el uno al otro. Si la Palabra de Dios es desconocida, la oración lo es también: nadie pide a Dios. ¡Cuán distinto fue el llamamiento de Gedeón y su formación y de qué manera la intromisión del hombre en la obra de Dios es característica en los tiempos de la decadencia! Pues la consecuencia se hará sentir a continuación y en los resultados de la operación que van a emprender. Para ganarse a un hijo de ramera, a un fugitivo rodeado de hombres ociosos, por quien esperan ser salvados: necesitan entrar en negociaciones que les recordará sus errores.

Jueces 11:1-11: Jefté, esto es "el que abre", y su hija

El principio de este relato introduce al libertador: ¡cuán lejos estamos del llamamiento de Gedeón, donde la fe está en actividad y la humillación es una lección aprendida! Jefté el Galaadita lleva la marca de esta insuficiencia constatada en el curso del libro de los Jueces, pero de la que Dios se vale para poner al hombre de lado. Jefté, “el hombre valiente”, era hijo de una ramera: hubiera enrojecido al pensar en su madre: además, le falta la preparación y los caracteres indispensables para llevar a cabo una mejor obra: sin embargo Dios se sirve de él, y nos mostrará por su medio algunos rasgos de Cristo. Recordemos que la historia de los creyentes, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y la nuestra también, no tiene valor sino cuando reproduce algún reflejo de la imagen de su divino Modelo. Jefté nos confunde: su historia nos ofrece poca edificación si no buscamos en él lo que manifiesta a Cristo: esto es porque descubrimos mucho más fácilmente los defectos de nuestros hermanos y los detalles de sus deficiencias, que la manera por la cual Dios se quiere glorificar por ellos.
Abstracción hecha de su origen, Jefté, el mayor de la familia de Galaad es rechazado por sus hermanos: “No heredarás en la casa de nuestro padre porque eres bastardo” (versículo 2). ¿No recuerdan estas palabras los sentimientos del pueblo judío para con el Señor: “No decimos bien nosotros, que Tú eres un Samaritano, y tienes demonio?”; “Este es el heredero: venid, matémosle y tomemos Su heredad” (Juan 8:48; Mateo 21:38). Huyendo, Jefté se deja despojar de sus derechos, se humilla en lugar de levantar la cabeza contra la injusticia: abandona sus derechos y se marcha a un país extranjero. Todo esto le pasó al Señor, pero por motivo inverso al de Jefté, es decir por la pureza de Su origen, de Su nacimiento y la santidad de Su vida.
Pero llegó el momento cuando los que echaron de casa a este hermano mayor, aborrecido y rechazado —como otrora José y Moisés— se ven obligados de ir a buscarle: “Andaré y tornaré a Mi lugar hasta que conozcan su pecado, y busquen Mi rostro. En su angustia madrugarán a Mí” (Oseas 5:15). “Y como los hijos de Amón tenían guerra contra Israel, los ancianos de Galaad fueron para volver a Jefté, y le dijeron: ven, y serás nuestro capitán” (versículo 5). “¿No me habéis vosotros aborrecido, y no me echasteis de la casa de mi padre? ¿Por qué pues venís ahora a mí cuando estáis en aflicción?” (versículo 7).
Es menester que la conciencia de los que le vienen a buscar sea alcanzada: Jefté repite las mismas palabras que Jehová les había dicho: “¿No me habéis dejado?”. Y los ancianos de Galaad respondieron a Jefté: “Por esta misma causa tornamos ahora a ti” (versículo 8). El pecador que ha rechazado a Cristo en tiempo de bonanza se humilla a Él en tiempo de aflicción: este es el motivo por el cual generalmente Dios permite la prueba: pero no siempre. Noemí no volvió de su exilio donde había encontrado tanta amargura, sino cuando oyó que Jehová había visitado a Su pueblo para darles pan: esperó allí en la humillación. Pero no queda ni un momento más en Moab cuando la bondad y la misericordia la atraen a la tierra de Israel. Siente profundamente la angustia de tener que dejar las tumbas de los difuntos, pero se marcha hacia la tierra de los vivientes.
Jefté no consiente en tomar el título de jefe que le es ofrecido, sino después de la victoria: “Si me volvéis para que pelee contra los hijos de Amón y Jehová los entregare delante de mí, ¿seré yo vuestro jefe?” (versículo 9). ¡Cuán bello es ver a este hombre públicamente aborrecido por sus hermanos, en vez de vengarse, soportar el oprobio, y alcanzar luego la conciencia de los que vuelven a él! Pero no acepta ser cabeza de ellos sino después de haber vencido al enemigo: débil figura de Cristo, pero como tal Jefté es estimado digno de conducir al pueblo de Dios, y además, de estar en la lista de los hombres de fe encabezados por el Señor mismo (Hebreos 11:1-33; 12:2).

Jueces 11:12-33: Frente a los hijos de Amón

Los peores adversarios del pueblo de Dios descendieron siempre de sus parientes según la carne: Mesopotamia cuyo rey combatió Otoniel era del país de Labán, suegro de Jacob: Madián que combatió Gedeón, desciende de Cetura, mujer de Abraham: Amón y Moab son hijos de Lot, sobrino de Abraham: Edom es hermano de Jacob, hijo de Isaac. Hay otros enemigos como Jabín y los Filisteos, que no tienen su origen en el parentesco carnal de la familia de la fe, pero se puede decir que los enemigos más encarnizados de Israel han procedido de sus parientes. Pues, lo que más se opone al testimonio de Dios y a la vida espiritual de la Iglesia es el amargo producto de su infidelidad. Los hijos de “la mujer Jezabel” invocan el nombre de Cristo, pero su vida carnal e idólatra desconoce la vida divina: la enemistad y la astucia que los caracterizan quedarán hasta el fin cual humillación, castigo y peligro para el pueblo de Dios. El sectarismo como el clero que sostiene la doctrina de los Nicolaítas y la jactancia ciega de Laodicea son los productos de la cristiandad, que quedan cual espinas para los mismos creyentes.
Los hijos de Amón aprovechan el estado miserable de Israel su pariente, para pretender apoderarse de su territorio. ¿Qué ha aprovechado Israel el haberse arrodillado delante de los dioses de Amón? Sería una lección para los cristianos: si tomamos los dioses del mundo, él nos despojará, nos hará perder la realidad de nuestros privilegios. A más de otras cosas, “filosofías”, “vanas sutilezas”, “sabiduría diabólica”, “profanas pláticas”, “los argumentos de la falsamente llamada ciencia”, son los dioses de este mundo. Si se los tomamos, el mundo hará prevalecer sus pretensiones sobre nosotros: es el peligro que advertimos, señalado en la Epístola a los Colosenses: “Nadie os defraude ... Nadie os engañe con palabras engañosas” (Colosenses 2:4-18). Los hijos de Amón pretendían despojar a Israel del territorio que les pertenecía: mandan decir a Jefté: “Israel tomó mi tierra cuando subió de Egipto, desde Arnón hasta Jaboc y el Jordán: por tanto, devuélvelas ahora en paz” (versículo 13): esto es consecuencia de la infidelidad de Israel mismo, quien había tomado los dioses de los Amonitas para adorarlos.
Estas injustas exigencias producen un efecto notable. En su respuesta a los hijos de Amón, Jefté no niega la situación ruin de Israel, pero le recuerda el origen de las bendiciones que el pueblo de Dios recibió e “Israel no tomó tierra de Moab, ni tierra de los hijos de Amón” (versículo 15): Jehová mismo se lo había prohibido: “Te acercarás delante de los hijos de Amón, no los molestes ni te metas con ellos” (Deuteronomio 2:19). Israel había obedecido, pues las reivindicaciones del enemigo no tenían ningún fundamento: pero Israel había adorado los dioses de Amón, y éste le quería despojar de los bienes que Dios le había dado. Si tomamos lo que pertenece al mundo, éste no faltará en tomar lo nuestro.
Lejos de acomodarse al yugo de Amón que había pesado duramente dieciocho años sobre su pueblo, Jefté se mantiene firme sobre el terreno de las bendiciones primeras que Israel recibió en el día que salieron de Egipto para entrar en Canaán: mantiene los dones sobre la base en que estaban establecidos para el pueblo. Quedaremos, dice Jefté, sobre los principios que Dios nos ha dado desde el comienzo, y éstos permanecerán nuestros para siempre: así debe hablar el cristiano. Jefté mira a Israel, el pueblo de Dios, tal como Él lo reconoce desde el principio: “Jehová el Dios de Israel entregó a Sehón y a todo su pueblo en manos de Israel, y venciólos: y poseyó Israel toda la tierra del Amorreo que habitaba en aquel país, ¿y la has de poseer tú?” (versículo 23).
Sobre el terreno espiritual la lucha de la iglesia es contra las potencias espirituales en regiones celestiales (Efesios 6:12), como la de Israel contra los Amorreos: no tenía lucha con Amón su pariente, como nosotros no la tenemos con las mezclas religiosas salidas de la infidelidad de la cristiandad. No las reconocemos ni como amigos, ni como enemigos: y no las combatimos sino solamente si nos obligan a la lucha: nuestras palabras al dirigirnos a ellas, deben ser las de Jefté: “Guardaremos el país que Jehová nos ha dado” (versículo 24). Habiendo hablado de esta manera, una bendición nueva es otorgada a Jefté: “El Espíritu de Jehová fue sobre él” (versículo 29). Halla la potencia de Dios en el camino que sigue, porque no se conforma con la ruina de Israel, como tampoco Dios la puede adoptar: actúa sobre los principios que Dios ha establecido desde el principio. Tal debería ser el camino del cristiano aun cuando se hallaran dos o tres sobre este terreno.
Revestido del Espíritu de Jehová, Jefté pasó por Galaad y Manasés: y de allí pasó a Mizpa de Galaad, luego pasó a los hijos de Amón (versículo 29). Pero la energía carnal, como a menudo nos sucede a nosotros, se muestra también en él. Ignora el verdadero carácter de la gracia unida al poder de Dios, no se contenta con ella. Conocía muy bien la historia de Israel desde su salida de Egipto, la cita perfectamente al enemigo: pero en lugar de mantenerse sobre el principio de la gracia pura que había dado a Israel la tierra, la mezcla con los principios de la ley de Sinaí. Jefté cae en la falta que tan a menudo cometió el patriarca Jacob: confiándose en sí mismo, hace un arreglo con Dios sobre el pie de una reciprocidad. “Si entregares a los Amonitas en mis manos, cualquiera que me saliere a recibir de las puertas de mi casa cuando volviere de los Amonitas en paz, será de Jehová, y le ofreceré en holocausto” (versículo 30). Jefté no sigue las pisadas de fe marcada por la gracia que cuenta enteramente en Dios, sino en la energía carnal que promete pagarle por el bien recibido.
Dios no contesta a Jefté al respecto: lo deja enteramente a su responsabilidad y a las consecuencias que podrían acaecer. El Espíritu de Jehová le hace obtener la victoria, y ¿de quién podrían provenir todas las victorias de Israel sino sólo del Espíritu de Jehová? Vencedor, Jefté vuelve a Mizpa a su casa: mas, “he aquí que su hija le salió a recibir con adufes y danzas, y era la sola, la única suya, no tenía fuera de ella otro hijo ni hija” (versículo 24). Haciendo énfasis en que esa hija era la única, el texto recuerda más de un pasaje de las Escrituras. Dios dice a Abraham: “Toma tu hijo, tu único, Isaac a quien amas”. Abraham sacrifica a su hijo obedeciendo a la orden de Dios, porque obra por fe: Jefté sacrifica a su hija por un acto voluntario que no es más, ¡ah! sino una falta de fe. “La sola, la única suya”, expresiones que tornan más dolorosa todavía el sacrificio: pero nos recuerdan a uno más grande que la hija de Jefté o el hijo de Abraham: al unigénito Hijo que está en el seno del Padre. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito” (Juan 3:16).
Como el padre en sus comienzos, la hija de Jefté reproduce aquí de una manera emotiva, algunos rasgos de Cristo: cuando la fe falta en el padre, brilla en su pobre hija. Vedla a esta hija única, entregada de antemano al sacrificio por un voto temerario: Cristo, al contrario, lo fue por el consejo definido y previo conocimiento de Dios. Vedla someterse a la voluntad de su padre, le dice: “Padre mío ... si has abierto tu boca a Jehová, haz de mí como salió de tu boca”: pálido reflejo de Aquél que dijo: “Héme aquí para hacer, oh Dios, Tu voluntad” (Hebreos 10:9). Ella no cuenta su vida para nada, gustosa hubiera ido a la lucha, y consiente a ser sacrificada y mezclar su sangre “en libación sobre el sacrificio” por la victoria obtenida. Ningún pensamiento personal detiene a esa mujer: “Haz de mí como salió de tu boca, pues que Jehová ha hecho venganza en tus enemigos”. ¡Bella abnegación de la fe que no mira más que a Dios!
Además sufre algo cruel para una mujer de fe en Israel que deseara ser un eslabón en la línea del Mesías prometido: esta hija única acepta “ser cortada de la tierra” en su virginidad. “Déjame por dos meses” —dice a su padre— “que vaya y descienda por los montes, y llore mi virginidad, yo y mis compañeras” (versículo 37). Sublime entrega pero muy lejos todavía de la que hiciera Aquél que consintió en “ser cortado de la tierra de los vivientes” por la transgresión de Su pueblo. Abandonando Sus prerrogativas mesiánicas, Sus derechos como Hijo de Dios, Jesús sufrió la muerte: “Y Su generación, ¿quién la contará? porque fue cortada de la tierra Su vida” (Isaías 53:8). Sin embargo el profeta agrega, “verá linaje, vivirá por largos días ... He aquí, Yo y los hijos que Me dio Dios ... y Jehová pondrá Su simiente para siempre y Su trono como los días de los cielos” (Salmo 89:29).
El suave acorde de los adufes y la alegría de las danzas se cambiaron en endechas: “Fue con sus compañeras y lloró durante dos meses ... Y de aquí fue la costumbre en Israel que de año en año, iban las doncellas de Israel a endechar a la hija de Jefté Galaadita, cuatro días en el año” (versículo 40). Para los que conocen la resurrección del Salvador, su victoria sobre la muerte, la tristeza se cambió en gozo: “Tenéis tristeza, mas vuestra tristeza se cambiará en gozo”. Israel está de luto, ha tenido que endechar por haber rechazado a su Mesías: “Llorad sobre vosotras mismas”. Los que estaban de bodas tuvieron que ayunar porque el esposo les fue quitado: pero los de la simiente espiritual, celestial, hijos de Dios por nuevo nacimiento, están de fiesta. En lugar de endechar, recordamos la muerte del Señor no con lágrimas: mas con alegría verdadera que nos da Su resurrección. Sin embargo, esos montes de Israel que se ven enlutados por la muerte de su Dueño, un día verán volver la alegría cuando el retorno del Resucitado, el llanto se cambiará en cantar: de año en año se festejarán las solemnidades de las cabañas y adorarán al rey, Jehová de los ejércitos (Zacarías 12:11; 14:16).

Jueces 12:1-6: Querellas entre hermanos

Cuando el pueblo de Dios no ha abandonado el primer amor, o cuando su conducta demuestra el poder espiritual necesario, esta calamidad es evitada: es lo que había sucedido en el tiempo de Gedeón. El designio continuo de Satanás es el de desunir a los hijos de Dios: porque él sabe que la fuerza de los creyentes consiste en su unión alrededor de un centro común, el Señor. Si no puede destruir esta unidad establecida de Dios, buscará aniquilar su manifestación confiada a nuestra responsabilidad: y, lo sabemos bien, Satanás ha logrado con creces sus propósitos: el lobo dispersó las ovejas.
En los tiempos de Josué caracterizado por el poder del Espíritu Santo actuando a favor de Israel, el esfuerzo del enemigo para dividir al pueblo fue frustrado cuando el conflicto suscitado por el altar de Ed (capítulo 22). Gracias a la energía y el celo de Finees, sacerdote, la introducción de principios sectarios fue impedida: aun corriendo el peligro de una lucha entre hermanos, se pusieron a la brecha para mantener los principios divinos, porque la unidad del pueblo tal como Dios la había establecido, tenía más valor entonces que las relaciones corteses entre hermanos. Lección importante que todos hemos de aprender si queremos ser fieles a Dios. Más tarde, en el tiempo de los Jueces, cuando el celoso Efraim reconvino a Gedeón, la querella fue evitada gracias a la humildad de Gedeón que estimaba los rebuscos de Efraim, mejores que las vendimias de Abiezer (capítulo 8:1-3). En esta oportunidad, y más aún en la que nos ocupa, no se trataba ya de principios qué defender; el descontento de Efraim tenía por causa el sentimiento de su propia importancia, calmado otrora por la humildad de Gedeón, pero no juzgado en su conciencia, encubierta en el corazón, pronto reapareció.
Una falta no juzgada en nuestra vida cristiana se vuelve a reproducir tan pronto como las mismas circunstancias se presentan de nuevo: es lo que sucedió aquí. “Y juntándose los varones de Efraim pasaron hacia el Aquilón y dijeron a Jefté: ¿Por qué fuiste a hacer guerra contra los hijos de Amón y no nos llamaste para que fuéramos contigo? Nosotros quemaremos a fuego tu casa contigo” (versículo 1). El estado moral de la tribu de Efraim es malo: prefiere más la esclavitud de Amón que una herida a su orgullo. Había rebuscado en la lucha contra Madián, pero hoy, esperando el impulso de afuera, Efraim no había hecho nada. Esta negligencia no lo hace menos celoso de los resultados obtenidos por la fe de sus hermanos: es una trampa que Satanás tiende a menudo y en la que fácilmente caemos. Como en los Jueces, hoy es el tiempo en que Dios debe tomar por testigo a los más débiles, los más pobres, los menos calificados entre Su pueblo para Su obra. Actuando así Dios avergüenza a los que se creen “poderosos”, “ricos”: aquellos en cuyos ojos nada tiene importancia sino lo que hacen, ni se regocijan de lo que Dios ha hecho por intermedio de otros.
En el tiempo de Débora, la tribu de Efraim había ocupado las primeras filas: en tiempo de Gedeón, las últimas: ahora, en tiempo de Jefté, Dios no la tuvo en cuenta. De sus bendiciones anteriores sólo les quedaba el recuerdo; pues Efraim sentía la necesidad de hacer valer su importancia: el orgullo nacional, el orgullo religioso, el orgullo de casta, es la hinchazón producida por una lepra escondida. Y por otra parte, ¿qué hallamos en Jefté? No existe el desinterés ni la humildad de un Gedeón: no estuvo en su escuela. Responde por su “yo” herido al “yo” egoísta de Efraim: “Yo tuve y mi pueblo, una gran contienda con los hijos de Amón, yo os llamé, y no me defendisteis de su mano. Viendo pues que no me defendisteis, yo puse mi alma en mi palma y yo pasé contra los hijos de Amón: y Jehová los entregó en mi mano. ¿Por qué pues habéis subido hoy contra mí para pelear conmigo?” (versículos 3-4).
Jefté habla de él, hace valer su importancia despreciada, forma un partido. Antes se había identificado con todo el pueblo de Jehová proclamando su unidad frente a las demandas de los Amonitas: ahora él dice: “Yo y mi pueblo” que es Galaad en oposición a Efraim. La querella se encona: Efraim contesta a Jefté: “Vosotros sois fugitivos de Efraim, vosotros sois Galaaditas entre Efraim y Manasés”; no son ya sus hermanos israelitas sino despreciables “sectarios”: la pelea empieza. En esta querella no hay ningún principio divino en juego, de ambos lados no hay más que vanidad, importancia personal, palabras inflamadas por corazones que se odian. En los vados del Jordán, lugares donde se copaba al enemigo, donde expresaban otrora su unidad por las doce piedras puestas en el río, los hermanos israelitas se distinguen para degollarse por el modo de pronunciar una palabra: “Shibolet”, esto es espiga: denominación que reemplaza el nombre de Jehová. “Y murieron entonces de los de Efraim, cuarenta y dos mil” (versículo 5).
Estemos en guardia contra tales trampas satánicas que caracterizan especialmente los tiempos actuales de la ruina: es la guerra en la familia de Dios. Tengamos corazones anchos en cuanto a la obra de Dios confiada a otras manos que las nuestras: tiene el mismo valor a ojos de Dios que la nuestra: oremos para que Su obra confiada a todos lleva su fruto. Encadenado en Roma, el apóstol Pablo se regocijaba al oír proclamado el nombre de Cristo por los que lo hacían con motivo de agregar aflicción a sus prisiones: y encomendaba por otra parte a los Filipenses, que oraran para que esté acompañado con el poder del Espíritu Santo. Ningún tiempo está al abrigo de estas querellas: las vemos ya en el comienzo de la Iglesia: murmuraciones y celos se elevaron entre los griegos y hebreos por motivos materiales. A más de la humildad fue necesaria la sabiduría de los apóstoles quienes cedieron a otros el cuidado de servir a las mesas, servicio que les habría puesto frente a la administración material de la asamblea, para perseverar en la oración y el servicio de la Palabra de Dios (Hechos 6:1). Tales actos de humildad alcanzan la conciencia y cortan por lo sano las astucias de Satanás contra el testimonio, saliendo éste beneficiado. Solo seis años de reposo fueron el resultado de la victoria bajo la judicatura de Jefté (versículo 7).

Jueces 12:7-15: Ibsán, Elón y Abdón

Bajo el dominio de estos tres jueces, el pueblo de Dios goza de la paz adquirida por Jefté. Ibsán es de la tribu de Judá, Belén es su ciudad natal: su nombre significa: padre de escudo. ¡Cuánto necesitaba Israel estar escudado por un juez capaz de mantenerlo bajo la protección de Jehová! Amargas experiencias hechas al colocarse bajo el amparo engañador de falsos dioses, y ahora librado de sus congojas por la intervención de una gracia inmerecida, el pueblo de Dios debía permanecer bajo el amparo de quien era su escudo: “Con Sus plumas te cubrirá y debajo de Sus alas estará seguro, escudo y adarga es Su verdad” (Salmo 91:4).
Elón es de la tribu de Zabulón: Moisés había profetizado: “Alégrate Zabulón cuando salieres” (Deuteronomio 33:18): en estos tiempos turbados de los Jueces, esta tribu proveyó de un hombre que pudiera “entrar y salir delante del pueblo de Dios”. La alegría de Zabulón anunciada por Moisés, unida a la fuerza, pues Elón significa roble, hubieran debido caracterizar el tiempo en que esta tribu tuvo que salir encabezando al pueblo de Jehová. Pero ¡ah! en esta época, Israel estaba escribiendo la historia de su responsabilidad, y sus páginas estaban marcadas con manchas y errores. Murió Elón: y como su predecesor, sepultado en Belén, lugar de importancia, éste lo fue en Ajalón, nombre que nos hace recordar el gran día cuando el sol y la luna se pararon para permitir a Israel recoger todos los frutos de su victoria (Josué 10:12). Estos tiempos habían pasado para el pueblo de Dios.
Abdón, esto es, servidor, es de la tribu de Efraim: ¡Cuántos bienes se podían haber esperado de esta privilegiada tribu! “Fructífero” lo había llamado José, y sobre Efraim había puesto Jacob su mano derecha: dándole así la primogenitura sobre todo Israel. De esta tribu había procedido Josué el gran conquistador. Abdón ostenta cierta opulencia, “tuvo cuarenta hijos y treinta nietos, que cabalgaban sobre setenta asnos” (versículo 14); sin embargo se hace siervo de Israel su pueblo. Cargo importante, de responsabilidad el de un hermano a quien el Señor confió riquezas para servir a la familia de Dios: su servicio será una reproducción de aquél quien “siendo rico se hizo pobre para que por Su pobreza fuésemos enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
Estos tres jueces no fueron llamados a pelear sino a mantener el orden y la paz que las armas de otros habían otorgado a Israel. Si otros tuvieron que levantarse para salvar al pueblo de Dios, éstos, escudándoles con la fuerza que Dios da a Sus servidores, favorecen a los suyos. Ciertos tiempos nos llaman a la lucha contra el enemigo: los siguen otros en que debemos resistir y estar firmes (Efesios 6:13). ¿Cómo empleamos los días en que se gozan las victorias obtenidas por nuestros predecesores? El Señor nos los da para fortalecernos en las verdades adquiridas, o tal vez, los usamos para adormecernos apoyados en el almohadón de estas bendiciones. Repentinamente Satanás volverá a la carga y nos hallaremos sin fuerza en su presencia: cristianos desnutridos, incapaces, faltos de discernimiento, caerán pronto bajo un yugo peor y más cruel que el anterior: es lo que a continuación comprueba el relato.

Jueces 13: El Nazareato

Hasta aquí el libro de los Jueces nos ha presentado una serie de operaciones conducidas por Dios a través de instrumentos diversos, suscitados por Él para librar a Su pueblo: era el período de los avivamientos. La nueva división del libro que va a ocuparnos tiene un carácter particular, presentado por el nazareato.
El pueblo de Dios cae nuevamente, y por séptima vez leemos: “Los hijos de Israel tornaron a hacer lo malo a los ojos de Jehová” (versículo 1). Dios no nos da ningún detalle sobre esta nueva infidelidad, pero por la severidad con que deja caer la vara sobre Su pueblo, podemos suponer la gravedad de la desobediencia: cuarenta años sufren la esclavitud de un amo extraño. El castigo son los Filisteos: nada lo describe mejor que este hecho. Hasta aquí la humillación fue infligida por enemigos de afuera: los Sirios y Jabín: o por naciones parientes de Israel según la carne: Amón y Moab. Aquí hallamos al enemigo establecido en el territorio mismo de Canaán, el Filisteo e Israel es su esclavo.
Nuestros días no difieren mucho de esos lejanos tiempos: lo que antes se hallaba fuera de la casa de Dios, ahora la domina. Los gentiles descritos en el primer capítulo de la Epístola a los Romanos son sus moradores e imprimen su carácter moral sobre la Iglesia: la mezcla entre los principios mundanos y el pueblo de Dios se llama la cristiandad. Ahora bien, en tales condiciones, ¿cuál es el recurso del que quiere honrar a Dios? Una sola cosa: el nazareato, palabra que significa: separado o consagrado. La posición que debe caracterizar al cristiano es una separación entera como una consagración verdadera para Dios. Antes de abordar la historia de Samsón, digamos algo sobre el nazareato.
Bajo la ley, cuando el orden existía en el pueblo de Israel, el nazareato era un voto de separación voluntaria y temporaria (Números 6). En un tiempo de ruina el nazareato es obligatorio y perpetuo, es el ejemplo que Samsón nos ofrece: es nazareo desde el vientre de su madre. La continuidad del nazareato que vemos empezar en él, sigue en Samuel bajo la ruina del sacerdocio representado por Elí (1 Samuel 1:11). Pero cesó con el rey David, tipo de la gracia real: no vemos en su tiempo ningún nazareo; y menos aún en el reinado de Salomón, tipo de la gloria real de Cristo. Pero, cuando la realeza responsable de gobernar a Israel se corrompió, apareció nuevamente el nazareato continuo en la familia de los Recabitas (Jeremías 35:2-19). Más tarde aún, cuando un residuo de Israel ha sido restaurado para esperar a su Mesías, con la apariencia de “una casa barrida y limpiada”, pero moralmente muerto, entonces Juan el Bautista es suscitado con un nazareato permanente (Lucas 1:15).
Anunciado por Juan, Jesús aparece: Él, el verdadero nazareo entre Sus hermanos (Génesis 49:26). Prescindiendo ostentar las señales del nazareato terrenal, Jesús realizó plenamente Su nazareato moral que lo separaba de todo goce con Su pueblo, figurando por una abstención total del “fruto de la vid”: esta prescripción, por sí sola, proclamaba altamente la ruina final del pueblo de Dios según la carne. Acabada su carrera terrenal, ya resucitado, el Señor entró en una nueva fase de Su nazareato: la celestial. Se santificó a Sí mismo, se consagró a los intereses de los Suyos para que éstos fueran santificados en verdad. Jesús, verdadero nazareo aquí abajo: santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores, lo es arriba también sentado a la diestra de Dios: además Él caracteriza el nazareato que los Suyos aquí deben manifestar a perpetuidad.
Otra observación de importancia: el sacerdocio era sólo privilegio de la familia de Aarón entre la tribu de Leví: hoy constituye el privilegio de todos los hijos de Dios (1 Pedro 2:5-9): el nazareato que pertenecía a una clase menos numerosa aún en Israel, caracteriza esencialmente a todos los fieles en el tiempo de la gracia. Y constituye además la marca indispensable de los testigos de Dios en una cristiandad ruin y en víspera del juicio. El nazareato, como el sacerdocio, llena el Nuevo Testamento: es una verdad que resplandece en cada página del libro sagrado a los ojos de quienes los tienen abiertos. Verdad importante, primordial y práctica a la vez en nuestra vida.
En la antigua alianza, el hombre o mujer haciendo un voto de nazareo se consagraban al servicio de Dios durante un tiempo determinado en el cual debía observar una rigurosa abstención de tres cosas. En primer lugar: “Se abstendrá de vino y de sidra, vinagre de vino ni vinagre de sidra beberá: ni beberá algún licor de uvas ni tampoco comerá uvas frescas ni secas, todo el tiempo de su nazareato: de todo lo que se hace de vid de vino desde los granillos hasta el hollejo no comerá” (Números 6:3-4).
Digámoslo enseguida: Jesús, Él solo, ha sido el perfecto nazareo. En efecto ¿dónde hubiera hallado Su gozo en un mundo pecador? “Varón de dolores, experimentado en quebranto”, no tuvo lugar donde reclinar Su cabeza: “Vino a lo Suyo y los Suyos no le recibieron”. “Vosotros subid a esta fiesta” —dijo a Sus hermanos— “Yo no subo a esta fiesta porque Mi tiempo aún no ha venido: no puede el mundo aborreceros a vosotros, mas a Mí Me aborrece” (Juan 7:8). Aunque el Señor cambió agua en vino y comía y bebía con los publicanos y pecadores, observó siempre la más estricta separación de los goces de un mundo que lo rechazó. Para obtener “la perla de gran precio”, “vendió todo lo que tenía”, dejó Sus glorias celestiales, rehusó sus derechos al trono de Israel como hijo de David: hasta en cierta oportunidad desconoció Sus vínculos humanos: “¿Qué tengo Yo contigo mujer?”; “¿Quién es Mi madre y quiénes son Mis hermanos?”. Desde temprano, a la edad de doce años, hallamos un rasgo de Su nazareato: “¿Qué hay, por qué Me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de Mi Padre me conviene estar?”. Además, bien sabe el lector, que en la última cena, en la cual Jesús instituyó el memorial de Su muerte ofreciendo la primera copa a Sus discípulos, les dijo: “De cierto os digo, que no beberé más del fruto de la vid” (Lucas 22:18).
He aquí pues el divino modelo de un perfecto nazareato, separado de todo lo que podía impedirle cumplir la voluntad de Dios en este mundo. Amado lector ¿seguimos esta regla? ¿Nos es ajeno todo lo que toca de cerca o de lejos a la alegría del corazón del hombre natural? Mas diréis: ¿dónde está la posibilidad de realizar esta santificación de una manera tan absoluta? Esta posibilidad se halla en el carácter celestial de nuestro nazareato. Bajo la ley mosaica, la santificación era material, terrenal: bajo la gracia nuestro nazareato es espiritual y además celestial. En efecto, el Señor, el jefe de nuestro nazareato se ha santificado a Sí mismo por nosotros, y tiene los medios para apartarnos con Él y consagrarnos como Él. El primero de estos medios es la Palabra de Dios que nos pone en relación con el Padre: “Santifícalos en Tu verdad: Tu Palabra es verdad” (Juan 17:17). El segundo de estos medios es Jesús mismo: “Por ellos Yo me santifico a Mí mismo para que también ellos sean santificados en verdad” (Juan 17:19). Por Él nuestras relaciones, vínculos y afecciones son purificados y llevan un carácter celestial que nos separa del pecado y de un mundo juzgado ya.
La segunda prescripción del nazareato consistía en que todo el tiempo del voto del consagrado, “no pasará navaja sobre su cabeza, hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová”. Este punto de la consagración toca a la esencia misma del ser humano: el hombre es un ser personal, se jacta de su libre albedrío, de voluntad independiente para la cual nada es más importante que su dignidad y todo lo que se le relaciona. Mas los cabellos largos de su nazareato lo separan en figura de todo esto: son a la vez el símbolo de dependencia, y para el varón, de deshonra (1 Corintios 11:4-15). Bajo este velo abdica su personalidad: como la mujer se sujeta a su marido, el nazareo lo era a Jehová. Fuera de esta dependencia no hay servicio para Dios ni fuerza para servir: en efecto, el cabello largo, signo de “un vaso más frágil”, se tornaba para el nazareo en motivo de poder: nadie es más fuerte que un cristiano obediente a su Dios. El poder del mundo y de Satanás se estrellaron contra la entera sumisión de Aquél que dijo: “He aquí Yo vengo para hacer, oh Dios, Tu voluntad ... He descendido del cielo no para hacer Mi voluntad, mas la voluntad del que Me envió” (Juan 6:38).
Un tercer punto caracterizaba el nazareato: “Todo el tiempo que se apartare a Jehová, no entrará a persona muerta: por su padre ni por su madre, por su hermano ni por su hermana se contaminará con ellos cuando murieren: porque consagración de Dios tiene sobre su cabeza”. Los lazos más fuertes, los de la familia, no debían entrar en cuenta para el que se entregaba al servicio de Dios: todo lo que se relaciona con el hombre caído, “el muerto”, “el viejo hombre”, manifestado en su consecuencia, la muerte, el nazareo lo debía evitar a todo precio. ¡Cuán poco comprendemos esto! Al llamado del Señor para seguirle, quisiéramos decir más bien: “Déjame que primero vaya y entierra a mi padre”; si el nazareo no podía participar del gozo de este mundo, representado por el fruto de la vid, tampoco podía unirse a su dolor causado por la muerte física, figura de la muerte moral y su corrupción. Tales son los tres puntos principales del nazareato, que pocos cristianos realizan y que muchos han olvidado seguir el sendero trazado por su divino modelo.
Excepto para el pecado voluntario la ley ofrecía sus recursos mediante los sacrificios. En la vida diaria o en sus deberes para con Jehová, cuando por error el israelita había pecado, era ofrecido un sacrificio: cuando por negligencia, o por un pecado imprevisto, imposible al hombre de evitar, una víctima era exigida (Levítico 4:5; Números 19). Nuestro nazareato exigía la separación más absoluta de las manchas de este mundo, las más comunes, las más frecuentes hasta en casos involuntarios, “si alguno muriere de repente junto a él”, el nazareato estaba interrumpido: había pecado. “Sed santos porque Yo soy santo”; para nosotros, en ninguna parte de Su Palabra Dios supone que el nazareo pudiera, deliberadamente, “beber vino”, “cortar sus cabellos”, o “contactar un muerto”: Dios no supone que debamos pecar, actúa para con nosotros sobre el principio enunciado: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1).
Las tres características del nazareato que hemos visto, a pesar de su importancia, no eran más que caracteres exteriores de un voto de libre consagración al servicio de Jehová: sin embargo, había una separación interior del alma, la cual era la base de esta misma consagración. Insistimos sobre este punto importante: “Si un hombre o una mujer se apartare haciendo voto de nazareo para dedicarse a Jehová”, un voto consistía en una decisión de servir a Dios, una entrega sin restricción. Para nosotros, cristianos, sin esta entrega a Dios, el nazareato no sería sino una mera forma exterior. Se ven cristianos ser miembros de sociedades antialcohólicas, prohibiendo tomar vino, prohibiendo fumar, prohibiendo ir al cine, prohibiendo cortarse el cabello, etc., sin ser verdaderos nazareos según Dios, porque les falta esa entrega de corazón. Los creyentes de Macedonia consideraban como una gracia divina entregarse a sí mismos, dándose primeramente al Señor, “y a nosotros por la voluntad de Dios” —escribe el apóstol—. “Andad en amor, como Cristo nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros” (2 Corintios 8:5; Efesios 5:2).
Empero se ve profesar exteriormente el nazareato con un corazón dividido, como fue el caso de Samsón. Su nazareato terminó con una triste derrota: mientras que en la vida de Abraham se manifiesta la influencia de una verdadera separación y renunciamiento a todo lo que el mundo le podía ofrecer, aunque él no estaba bajo la ley. Llegado a Canaán el patriarca erige tres altares: el primero en Siquem, el altar de la obediencia a Jehová, quien lo había llamado a separarse de Ur de los Caldeos, el mundo gentil idólatra. El segundo en Betel, el altar del viajero que no tiene aún en el país de la promesa, en Canaán, sino una tienda por morada. El tercero, el de Hebrón, el altar del renunciamiento, el sitio donde morirá en la fe “sin haber recibido las promesas, sino mirándolas de lejos, creyéndolas y saludándolas”: allí, “como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo”, Abraham realiza toda la extensión de las bendiciones prometidas.
Hemos dicho que Dios no supone que debamos pecar, o hacer “inmunda la cabeza de nuestro nazareato”; sin embargo, en el texto citado de la primera epístola de Juan leemos: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo” (1 Juan 2:1). En tal caso, uno de los actos que correspondía hacer al que había perdido su nazareato exterior, era el rasurarse su cabeza: esto significaba reconocer públicamente que había faltado: declaraba que la potencia de su nazareato le había abandonado. A tal confesión nunca llegó Samsón: no es él quien rasuró su cabeza sino las manos inmundas de los Filisteos; además, “no sabía que Jehová se había apartado de él”, y su larga cabellera era una señal hipócrita. En segundo lugar, el que había perdido su nazareato debía ofrecer dos tórtolas, o dos palominos, sacrificio de quien no podía alcanzar a un cordero: confesaba su incapacidad para seguir en el servicio de Dios.
Hemos de tomar a pecho estas figuras para comprenderlas: nos dicen que no hemos de ostentar una actitud exterior de poder espiritual cuando interiormente hemos perdido nuestra comunión con el Señor. La humillación ante Dios, la confesión de nuestros errores y faltas en el servicio de Dios que nos ha sido confiado, serán el medio por el cual nos puede restaurar: velemos en nuestra consagración sin permitir a la carne ninguna interrupción.
Llegará sin embargo el día cuando el nazareato se concluirá: día de alegría en que el consagrado tendrá el privilegio de ofrendar a Jehová la gama entera de sacrificios en plena comunión con Él. Ese día amanecerá para el Señor y para nosotros también cuando recoja los frutos en sazón del “trabajo de Su alma”. Entonces “beberá del fruto de la vid” nuevo, un gozo sin mezcla en el reino de Dios, como en la gloria milenial a la cual Él nos asociará: “Yo pues os ordeno un reino, como Mi Padre Me lo ordenó a Mí, para que comáis y bebáis en Mi mesa en Mi reino” (Lucas 22:29-30). La potencia del Espíritu Santo de nuestra consagración no se necesitará ya para comunicarnos el poder que hoy nos es indispensable para mantenernos separados del mal: todo el poder divino nos hará realizar una comunión sin mezcla. En el día de la consumación de su voto, el nazareo “rasurará su cabeza, y tomará los cabellos de su nazareato, y los pondrá sobre el fuego que está debajo del sacrificio de las paces”, acto perfectamente conforme a los pensamientos de Dios que simboliza la consumación de una plena sujeción a Él: cuando “el mismo Hijo se sujetará al que sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas en todos” (1 Corintios 15:27).

Jueces 13: Un residuo; Samsón, esto es "sol"

Es el último período de la historia de la decadencia: los hijos de Israel han abandonado a Jehová, sufren el yugo enemigo, se acostumbran a su esclavitud y no desean sino vivir tranquilos bajo el servilismo. Tocamos aquí el tiempo de una completa apostasía. En medio de tal estado de cosas Dios separa un residuo piadoso a quien comunica sus designios. Manoa y su mujer temen a Jehová, reciben su revelación, se comunican sus secretos: como más tarde lo harán otros en tiempo del profeta Malaquías cuando la iniquidad de Israel reviste otro carácter. “Entonces los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero, y fue escrito un libro de memoria para los que temen su nombre” (Malaquías 3:16). Más tarde serán Zacarías, Elisabet, María, José, Simeón, Ana, los que, por fin tienen al Mesías tan ardientemente deseado. No es todo todavía, el residuo futuro atravesando la gran tribulación, esperará el advenimiento de su Rey.
En Su nacimiento el Libertador de Israel no fue aclamado sino tan sólo por algunos que creían en Su misión: “En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él: y el mundo no le conoció: a lo Suyo vino, y los Suyos no le recibieron” (Juan 1:10-11). Desde Su llegada aquí, rechazado por Su pueblo, el Señor no encontró más que algunas almas fieles a las que, más tarde, se pudo asociar sin reserva: son esos “excelentes de la tierra” en quienes encontró toda Su afición, mencionados en el Salmo 16. El tiempo de la ruina es el tiempo de los residuos; es el tiempo actual: el Profeta por excelencia anunció este período a Sus discípulos al hablarles de una asamblea reducida a dos o tres reunidos en Su nombre alrededor del verdadero centro, mientras espera Su retorno. Este período es mencionado en Apocalipsis cuando, en la iglesia de Tiatira la idolatría impera, la muerte en Sardis y la tibieza nauseabunda en Laodicea: el Señor, el Santo y el Verdadero, da Su plena aprobación al residuo santificado de Filadelfia. El nazareato, una entera separación para Dios, secreto de su fuerza, caracteriza el residuo de todos los tiempos.
El ángel de Jehová aparece a la mujer de Manoa, le ordena revestirse del nazareato, porque es el vaso elegido por Dios para dar al pueblo un salvador: “No bebas vino ni sidra ni comas cosa inmunda porque darás a luz un hijo y no subirá navaja sobre su cabeza, porque aquel niño será nazareo a Dios desde el vientre de su madre: y él comenzará a salvar a Israel de manos de los Filisteos” (versículo 5). El nazareato de Samsón implicaba el de su madre: para recibir al libertador, sus testigos deben llevar a los ojos de todos las marcas del carácter propio de quien están esperando. Esta verdad es de todos los tiempos: a través de su historia Israel lo olvidó a menudo, pues era el vaso elegido para dar a luz al Salvador del mundo (Apocalipsis 12:1-2). Si no llevamos aquí los caracteres de Cristo, los de una entera separación para Él, ¿cómo podemos esperar Su retorno?
La mujer de Manoa relata a su marido la visita del ángel: “Un varón de Dios vino a mí, cuyo aspecto era el aspecto de un ángel de Dios, terrible en gran manera y no le pregunté de dónde era ni quién era, ni tampoco Él me dijo Su nombre” (versículo 6). Esta pobre mujer no demuestra mucha inteligencia: no sabe de dónde viene el ángel, ni quién es: no le pregunta su nombre, pruebas de su poca intimidad con Dios. Además, lejos de alegrarla, la presencia del Dios de las promesas la atemoriza: ella no ve en el ángel más que su aspecto terrible. “¡Cuán terrible es este lugar!”, dicen los que gozan de poca comunión con Dios, al hallarse en la puerta de los cielos. El mismo Manoa, hombre de una piedad sincera, demuestra poco conocimiento: pero desea saber algo más. Su recurso es la oración: ejemplo que hemos de seguir cuando se tiene conciencia de nuestra insuficiencia: “Entonces oró Manoa a Jehová”. En respuesta a sus oraciones el ángel de Jehová vuelve, pero en vez de contestar a las preguntas de Manoa, repite sencillamente lo que había dicho a su mujer (versículos 13-14). ¿Por qué no agrega Dios algo más a sus palabras? En primer lugar porque Dios no exige mucho conocimiento en tiempo de ruina, sino una verdadera santificación personal para Dios, una separación que tiene por modelo y medida el nazareato de Aquél que les era prometido.
¡Qué lección ofrece este pasaje a los jóvenes padres y madres cristianos! ¿Cómo educar hijos para el Señor en la separación del mundo si ellos no lo son primeramente? Esta separación no la han de empezar cuando los hijos sean grandes, mas antes de su nacimiento ya: y qué honor para tales padres sabiendo que pronto la llegada de un hijo ha de alegrar su hogar, hacen de esta circunstancia un motivo de oración para ser dirigidos y preparados por el Señor para sus nuevas tareas. No esperen que los problemas y dificultades de la educación surjan, éstos no faltarán por cierto, pero ya de antemano desean conocer los principios de la Palabra de Dios, y se las aplican a sí mismos para que el hijo esperado sea verdaderamente criado para Dios, con ejemplos prácticos de parte de sus padres.
Otras verdades, porción de los nazareos de Cristo en un tiempo de ruina, se hallan reveladas aquí: Manoa desea conocer el nombre del ángel de Jehová. “¿Cuál es Tu nombre?”, pregunta ese mortal; el ángel contesta: “¿Por qué preguntas por Mi nombre? Es Maravilloso” (versículo 7). Más tarde el profeta lo dirá: “llamarás Su nombre: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno” etc. (Isaías 9:6). Pero si Manoa no puede conocer el nombre del visitante y no sabe todavía Su origen, le quiere ofrendar algo. En este punto Manoa y su mujer se muestran más inteligentes que Gedeón, preparan el sacrificio como lo ordena Jehová en Su Palabra: Manoa toma un cabrito con la ofrenda de harina correspondiente y ofrécelo a Jehová sobre la peña. En este momento sucede una cosa maravillosa que revela el origen del mensajero celestial, mientras la llama se eleva de sobre la peña.
Repasando la historia de los diferentes períodos de este libro, hallamos que a cada despertar coinciden ciertos principios que lo caracterizan. Los tiempos de Otoniel, de Aod, de Barac, de Gedeón, etc., cada uno presenta algún principio nuevo. Pero Dios parece reservar para los últimos tiempos de la ruina verdades preciosas entre todas, escondidas hasta ese momento. Esta manera de actuar es digna de un Dios de amor, quien conociendo las dificultades de los Suyos, en brega contra las crecientes infidelidades, para elevar sus corazones por encima de un ambiente tenebroso, les revela y confía las cosas más gloriosas. El nombre y los hechos de quien los realiza tienen como punto de partida el sacrificio, como la cruz es el fundamento de toda revelación de Dios a los Suyos.
Manoa deseaba conocer muchas cosas que Dios no le podía revelar hasta que el sacrificio estuviera sobre la peña; pero, puesto este fundamento, el ángel hace una cosa maravillosa “a la vista de Manoa y su mujer” (versículo 20). Les revela, por la llama que sube del sacrificio un camino nuevo, desconocido hasta entonces; camino del representante de Jehová para volver al cielo. Y las miradas de estos dos mortales detenidas sobre el ángel, ven una persona gloriosa ascender allí, cuya morada conocen ahora. El corazón, el alma y los pensamientos de este residuo fiel abandonan el mundo en este momento tomando el camino del ángel para subir hacia la gloria. “Estando con los ojos puestos en el cielo entretanto que Él iba” (Hechos 1:10). En la visión celestial, Daniel lo ve llegar al cielo (Daniel 7:13); mientras que Isaías lo vio ya sentado en el trono de Su gloria (Isaías 6:1-7).
Desde el monte de las Olivas en que vieron a su Señor ascender a la gloria, los discípulos galileos podrán hablar en lo sucesivo de un camino que conduce hacia el cielo, y de una persona que está allí, que conocen, objeto de su corazón mientras ellos estén todavía aquí abajo. Este acto maravilloso revela todavía una cosa más que Manoa no podía conocer, pero revelada a los discípulos y a nosotros también; sabemos que el carácter del nazareato terrenal anunciado por el ángel es ahora celestial. Subido a los cielos, Jesús nos llama a seguirle, a fijar nuestros ojos en Él, a poner los ojos en el Autor y Consumador de la fe; “El cual habiéndole sido propuesto gozo sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2).
Para poder reproducir aquí abajo el carácter celestial de quien sufrió la cruz y por la cual fue vencedor, es menester que nuestros ojos estén puestos en Él. ¡Cuántos cristianos afligen cada día su alma como lo hacía el justo Lot, buscando un lugar en el mundo, y marchan cabizbajos en vez de alzar su rostro hacia el lugar de su felicidad. No estamos llamados a desempeñar el rol de Lot cuya mirada se había detenido sobre Sodoma, sino el de Abraham, el amigo de Dios, que cual nazareo, fijaba sus ojos sobre la ciudad que tenía fundamento; además “se gozó por ver Mi día” —dijo el Señor— “y lo vio y se gozó” (Juan 8:56). ¡Ah, en lugar de mirar hacia Sodoma, pongamos la mirada en las cosas de arriba, en Aquél que nos ha revelado a Su Hijo, Su nombre y Su obra!
Como tantos cristianos de hoy, Manoa está atemorizado ante la magnificencia de Dios: “Ciertamente moriremos”, dice a su mujer, “porque a Dios hemos visto” (versículo 22). Demuestra un buen conocimiento de la Palabra de Dios: “No Me verá el hombre y vivirá” (Éxodo 33:20); pero, su compañera le es una verdadera ayuda: “Si Jehová nos quisiera matar”, le contesta, “¿tomaría de nuestras manos nuestra ofrenda?” (versículo 23). ¿Habría algo de temer siendo que el amor de Dios manifestado para nosotros en el sacrificio ofrecido es la segura garantía de todo lo que prometió? “El que aun a Su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por nosotros, ¿no nos dará también con Él todas las cosas?” (Romanos 8:32). Por fin podía vislumbrarse la aurora de una nueva liberación: “Y dio a luz la mujer un hijo y le llamó Samsón” (esto es sol); “y el niño creció y Jehová lo bendijo” (versículo 24).
Vimos en qué consiste el nazareato; la historia de Samsón, poco alentadora, nos mostrará que el poder espiritual reside en la más absoluta separación para Dios; sólo Cristo la realizó plenamente. Samsón no es un tipo de Cristo sino solamente en su nazareato; en realidad es más bien la figura del testimonio que sigue dando la Iglesia de Dios en su posición frente al mundo, y el que Israel ha dado en lo pasado hasta que apareciera el Señor a esta tierra. Samsón hubiera debido ser un verdadero representante de la consagración a Dios en Israel; y más aún la Iglesia ya que ésta conoce a un Cristo subido al cielo. Ah, no fue así, comparándolo con el nazareato de Cristo, la insuficiencia del que hubiera debido ser su tipo, y más aún la de la Iglesia que lo hubiera debido seguir, nos sorprende.

Jueces 14: La hija de Timnat, el león y el banquete

“Y el espíritu de Jehová comenzó a manifestarse en él”: ¡hermoso punto de partida! Sin embargo el camino no tardará en descender: “Y descendiendo Samsón a Timnat, vio allí una mujer de las hijas de los Filisteos” (versículo 1). Cristo, el verdadero nazareo, ha encontrado a Satanás bajo varias formas: en el desierto, como serpiente astuta y seductora, y allí, teniendo por armas la Palabra de Dios y una dependencia completa hacia Él, ha obtenido la primera victoria sobre el poder del enemigo. Samsón, en el comienzo de su carrera, encuentra la serpiente que busca seducirle, en la persona de una hija de los Filisteos; es así como el nazareo es probado. Dios permite que se halle frente al enemigo, como lo fue el primer Adam y el postrero también; en este último, Satanás no encontró nada por donde arrastrarle, mientras que en Samsón halló fácilmente un corazón que le respondió. “Tómamela” —dice Samsón a su padre— “porque ésta agradó a mis ojos” (versículo 3).
Por los ojos, nuestros deseos están atraídos hacia el objeto que Satanás presenta; esto no significa en ninguna manera que debamos caer. Si tales objetos agradan a nuestros ojos, la Palabra de Dios nos debe ayudar a vencerlos. Era natural que Samsón deseara casarse, normal también que una joven atraiga sus miradas; pero ella era filistea. Ninguna alianza entre el pueblo de Dios y los Cananeos debía ser tolerada; ¿no era el pecado que tan a menudo el libro de los Jueces subraya? Las prescripciones divinas del Deuteronomio como de Josué eran terminantes. Cuando Samsón cuenta a sus padres sus impresiones favorables acerca de la joven, ejemplo que hemos de seguir siempre, éstos le hacen presente la gravedad de su acción. Samsón no escucha, la joven ha agradado a sus ojos. Su corazón habla más fuerte que la Palabra de Dios porque él no la conoce suficientemente; no se alimentó de ella. Samsón es nazareo, posee una gran fuerza física, pero la Palabra de Dios no mora en él; ¿cómo podrá vencer al maligno? (1 Juan 2:14).
Nuevamente Samsón desciende a Timnat, habla a la mujer, y por segunda vez ella agradó a sus ojos (versículo 7). Samsón se deja arrastrar hacia una pendiente que lo llevará a la caída final; tres mujeres marcan las tres etapas que le han conducido a la pérdida de su nazareato. La primera agradó a sus ojos, con la segunda concluyó una unión momentánea; y amó a la tercera. Cuando su corazón ha sido apresado y revelado el secreto de su fuerza, ha tocado también la última hora de su nazareato.
Sin embargo en este comienzo, Samsón amaba a su pueblo, la dominación filistea le era odiosa: “Y él buscaba ocasión contra los Filisteos” para asestar al enemigo el golpe destinado a quebrar el yugo que pesaba duramente sobre su pueblo. Pero Samsón no tenía un corazón íntegro para Dios: buscaba conciliar el deseo de sus ojos en la Filistea con su odio contra el pueblo enemigo; tendía la mano izquierda al mundo deseando combatirlo con la derecha. Sin embargo Dios tenía en cuenta lo que había para Él en ese corazón dividido; y por extraño que sea, el vínculo secreto del alma de Samsón con Dios existía. Consciente de su misión, sabía que “comenzaría a salvar a Israel”; Dios podía valerse aún del tropiezo del nazareo, lo que su padre ignoraba, para cumplir sus designios de gracia hacia Su pueblo, sin aprobar por esto la unión que él deseaba contraer con una mujer extraña.
¡Cuántos ejemplos nos muestran que la primera mirada hacia el mundo coloca al creyente en un mal irreparable! No podemos asegurar de antemano si una concupiscencia pasajera no abriría un abismo bajo nuestros pies; tal fue el caso para Adam, para Noé, para Samsón, para David. La gracia puede guardarnos, pero no juguemos con ella, y sobre todo no pensemos que puede servir de paliativo a nuestros deseos carnales y de cobertura al pecado. Apoyémonos en ella para ser sostenidos en el camino y guardados de caer; y si hemos sido bastante desdichados para abandonar un instante este apoyo, volvámonos rápidamente a ella para ser restaurados y encontrar la comunión perdida.
Pero el camino seguía descendiendo. La primera vez Samsón estaba sólo, ahora está acompañado por su padre y su madre (versículo 5): en nuestra senda hacia abajo vamos la primera vez solos, pero después podemos arrastrar a nuestros hermanos, hermanas o amigos también. Hemos dicho que Satanás no se presenta siempre con la astucia de la cerasta en el camino, aparece también como un león rugiente. Nada más terrorífico que el rugir del león, es bajo ese carácter que el Señor Jesús lo ha encontrado en Getsemaní. Satanás que ha probado inútilmente seducir al Señor en el desierto, en Getsemaní busca amedrentar Su alma santa mediante el fardo del pecado que debía llevar y la copa de maldición que debía beber; con el fin de hacerle abandonar el sendero de la obediencia que le conducía a la última lucha. Por el poder del Espíritu Santo y en perfecta obediencia de Su Padre el Señor hizo frente al enemigo no solamente en Getsemaní mas también en el Gólgota, donde Satanás abrió su boca sobre Él “como león rapante y rugiente” (Salmo 22:13).
Satanás suele presentarse bajo esas mismas formas a los hijos de Dios: “Vuestro adversario el diablo, cual león rugiente anda alrededor buscando a quien devore”; si no puede devorar, busca atemorizar; si no puede atemorizar, tratará de seducir. Es con él cual cachorro de león subiendo entre las viñas de Timnat que Samsón tiene que vérselas ahora. Aquí el nazareato se manifiesta con todo su poder: “El Espíritu de Jehová cayó sobre él, y despedazólo como quien despedaza un cabrito, sin tener nada en su mano” (versículo 6). Tal debería ser nuestra manera de obrar; no debemos tener miramientos para con el enemigo: si le perdonamos, volverá pronto a la carga.
Después de la segunda visita a Timnat, Samsón volvió a subir a los suyos, pero por poco tiempo, pues una vez más la Palabra dice: “Volviendo después de algunos días para tomarla”; tiene la intención de casarse. Luego el texto agrega: “Apartóse para ver el cuerpo del león”. Es allí, en el lugar de su primera victoria donde el creyente debe apartarse en lugar de seguir hacia un rumbo equivocado: la sorpresa fue un enjambre de abejas y un panal de miel. “Y tomándole en sus manos fuese comiéndolo por el camino” (versículo 8). El fruto de la victoria de Cristo ha puesto en nuestras manos todas las bendiciones que brotan de ella; esa miel se encuentra en el despojo de un enemigo batido por la resurrección del vencedor. Y si en nuevas luchas hemos obtenido victorias fáciles, en comparación a la de Cristo, nuestra alma se llenará de fuerza y dulzura que podremos comunicar a otros: “Y llegado que hubo a su padre y a su madre, dióles también a ellos que comiesen” (versículo 9). Pero esa miel que ha disfrutado no ha abierto los ojos de Samsón, como abrió los de Jonatán de una mirada más sencilla (1 Samuel 14:37): la Palabra de Dios, más dulce que la miel, tenía todavía su poder para darle la luz necesaria (Salmo 19:7).
La victoria de Samsón sobre el león no es solamente una prueba de su fuerza, es también un secreto entre él y Dios. La vida del nazareo encierra muchos secretos: su mismo nazareato es un secreto, un vínculo entre su alma y Jehová; la proveniencia de la miel, el enigma propuesto a los Filisteos, todo está guardado entre él y Dios. Hasta sus padres lo ignoran, lo que nos muestra que la única fuente de la fuerza reside en la comunión del hijo de Dios con su Señor. Las experiencias de Gedeón que le permitieron triunfar eran todo un secreto que nadie conocía: los ojos de la fe permitían a Débora ver a Jehová delante de Sus ejércitos. “¿De dónde tiene éste esta sabiduría, y estas maravillas? ¿No es éste el Hijo del carpintero? ¿De dónde pues, tiene éste todas estas cosas?” (Mateo 13:54). El secreto del poder del Señor residía en Su comunión con el Padre y Su absoluta separación del mundo; en un perfecto nazareato.
“Proponnos tu enigma y lo oiremos”, dicen los comensales filisteos a Samsón. “Del comedor salió comida y del fuerte salió dulzura” (versículos 13-14). Samsón sabe que el enemigo no comprenderá nada, como tampoco entiende el hijo del mundo lo que hace la felicidad y la fuerza del hijo de Dios. Aún cuando lo quisiera saber, el nazareo no le entrega su secreto: “Dinos, ¿con qué potestad haces estas cosas? o ¿quién es el que te ha dado esta potestad?” (Lucas 20:2). Pero Samsón tiene los ojos enceguecidos por un objeto que pertenece al pueblo enemigo, y jamás él se hubiera traicionado si Satanás no le hubiera ya enlazado; el mundo quiere robarle el secreto porque no quiere dejarse despojar por un creyente. ¿No tiende los mismos ardides para privarnos de nuestra comunión con Dios si le dimos lugar donde agarrarse? “Viene el príncipe de este mundo, mas no tiene nada en Mí” (Juan 14:30). Tal debería ser siempre nuestra situación.
Si la victoria sobre el león le pudo proporcionar la dulzura de la miel, ¿qué satisfacción traerá a Samsón el festín de Timnat? La joven filistea lloró junto a él repitiendo sin cesar, bajo las amenazas de los hijos de su pueblo: “Solamente me aborreces y no me amas” (versículos 15-16). ¿No será siempre así cuando un hijo de Dios quiere contraer enlace con una persona del mundo? Las mentalidades son tan distintas! ¿Qué habría de común entre la luz y las tinieblas? ¡Un nazareo casado con una filistea, el “Nazareo ... blanco más que la nieve”, se torna más oscuro que la negrura! (Lamentaciones 4:7). La joven deseará lo que su novio no puede brindarle, de allí la disconformidad, el llanto, las reclamaciones. En lugar de la comunión con el ángel de Jehová como la disfrutan sus padres, Samsón prueba el disgusto y tormento con su joven esposa.
La falta de comunión con Dios en Samsón no implica todavía la ausencia de fuerza pero es el camino que conduce allí. Mientras permanece el nazareato, aun exteriormente, la fuerza no puede faltar. Es lo que Samsón prueba a los Filisteos: “El Espíritu de Jehová cayó sobre él y descendió a Ascalón, e hirió treinta hombres de ellos; y tomando sus despojos, dio las mudas de vestidos a los que habían explicado el enigma” (versículo 20). Dios guardó a Samsón de las consecuencias de su falta, su fracaso en Timnat lo libró de una unión que le era prohibida. Además Samsón no obtiene nada de su hazaña sobre Ascalón; los despojos obtenidos son para los filisteos, retornan al mundo del cual habían sido tomados. Hasta su esposa filistea fue dada al amigo filisteo, su compañero; y él abandona una escena de disgustos, volviendo “a la casa de su padre” (versículo 20); la que no hubiera debido dejar.
Si hemos hecho una experiencia similar en nuestras relaciones con el mundo, si Satanás alcanzó a separarnos de nuestra comunión con el Señor, y nos impidió ser testigos de Cristo, cuando por Su gracia Dios nos ha librado de las consecuencias de un desliz, retornamos a la casa del Padre; con la vergüenza de una derrota pero seguros que esa gracia nos restaurará. Samsón ha vuelto a la casa de su padre: aquí podemos medir la diferencia entre su nazareato y el de Cristo que simboliza: “Salí del Padre y he venido al mundo ... otra vez dejo al mundo y voy al Padre” (Juan 16:28). Pero el camino que Samsón hiciera en la desobediencia saliendo de la casa paterna y volviendo allí, y cuyos amargos frutos cosechó, los recogerá el Señor en el camino de la obediencia, y los hallará dulces y maduros, ya sea en las bodas del cielo como en el desposorio milenial (Oseas 2:20; Apocalipsis 19:9).

Jueces 15: Las victorias

Antes de seguir adelante, quisiéramos insistir en algunos puntos comunes a los capítulos 14 y 15 de nuestro libro. Uno de ellos nos muestra que Dios ha cumplido Su voluntad aún a través de una multitud de circunstancias que están lejos de responder a Sus pensamientos. Se sirve de circunstancias adversas y de instrumentos a veces inconscientes para llevar a cabo Sus designios. Hace actuar la oposición de Satanás, la del mundo, Su disciplina a favor de los Suyos, y hasta nuestras faltas para cumplir Su voluntad. Nuestras infidelidades no perturban el propósito que Dios se propone alcanzar: he aquí pues lo que explica esta palabra a menudo repetida en la historia de Samsón: “Y esto venía de Jehová”.
Se puede constatar en el relato de Samsón, como en la historia de la Iglesia, que aun las vueltas más cerradas de los caminos de Dios abocan a la victoria final. A menudo precisamos “el freno del caballo” (Salmo 32:9), nunca llegamos al fin propuesto, constantemente hallamos el camino obstruido por dos barreras que Dios ha cerrado. Una, nos impide seguir más lejos, y nos obliga a retornar con humillación sobre nuestros pasos. La otra, interrumpe bruscamente nuestra carrera que habría debido prolongarse unida al poder del Espíritu para servir a Dios, sin retorno posible hasta el desvío. Samsón nos suministra la prueba de ambas experiencias.
Jamás sucede algo semejante en los caminos de Dios; ellos dominan nuestras vidas. Es por la muerte de un Samsón ciego que Jehová obtendrá la victoria final; un Moisés se encontró con una negativa formal que le impidió entrar en Canaán, pero fue llevado sobre el monte de la transfiguración en la misma gloria de Cristo. Es por el mayor pecado del hombre, allí donde es manifestado enteramente pecador, es decir en la cruz, donde Dios obtiene la mayor victoria sobre Satanás, la muerte y el pecado.
Es de notar un segundo punto. Por mezclado que fuesen sus motivos, Samsón buscaba una ocasión contra el enemigo para libertar a Israel; que ese motivo sea también el nuestro, “aprovechando cada oportunidad porque los días son malos” (Efesios 5:16). El verdadero nazareo busca la ocasión, pero guiado por el Espíritu, y no por la carne; con amor despliega la energía del Espíritu libertador, hasta para con los que se oponen, “si quizás Dios les dé que se arrepientan para conocer la verdad, y se zafen del lazo del diablo” (2 Timoteo 2:25). La intensidad de su deseo ha hecho encontrar a Samsón la oportunidad contra el enemigo cuando los flojos y los indiferentes, frente a un nuevo obstáculo, hubiesen vuelto atrás. Desde joven, el Espíritu de Jehová comenzó a manifestarse en él, y en tres ocasiones el Espíritu de Jehová cayó sobre él: cuando su victoria sobre el cachorro del león, en Ascalón contra los Filisteos, y en Lehi cuando la victoria con la quijada de asno.
Poseyendo un privilegio mayor que el de Samsón ya que hemos sido sellados del Espíritu Santo y de potencia en virtud de la redención, no para una acción temporaria sino por Su presencia permanente en nosotros, podemos obtener tales victorias. No debemos sin embargo medir el valor moral de un creyente con la grandeza de su don; no hay en la Escritura hombre más fuerte que Samsón, pero ni hombre más débil moralmente. Podemos hacer la misma observación en cuanto a la congregación de Corinto a la cual no faltaba ningún don y manifestación de poder; soportaba sin embargo toda suerte de mal moral en su seno. Samsón era un nazareo revestido del poder de Dios, pero hombre cuyo corazón no limpio estaba en constante desacuerdo con el don que poseía; desde el comienzo hasta el fin de su carrera no se detiene ni una vez ante sus deseos.
“Y aconteció después de días que en el tiempo de la siega del trigo, Samsón visitó a su mujer” (versículo 1). Su propia voluntad está en actividad, no pide a Dios mostrarle su camino; los disgustos del festín malogrado no le hicieron reflexionar. La fuerza que Dios le había dado se mezcla con su voluntad, algo como Moisés quien, poderoso en dichos y hechos, mató al egipcio. Uno se lleva siempre algo del mundo consigo cuando se estuvo mezclado con él siendo hijo de Dios: hubiera sido mejor no estar nunca unido a él. Pero Dios se vale de las circunstancias para separarnos del mundo a la fuerza y tornar imposible nuestra unión con él; nos pone en conflicto directo con él, ahí mismo donde estábamos comprometidos. “Mas el padre de ella no le dejó entrar. Y dijo el padre de ella a Samsón: persuadíme que la aborrecías y dila a tu compañero” (versículo 2). Estas circunstancias eran necesarias; pensad, ¡un nazareo de Dios unido a una Filistea! No se apercibe de los errores más grandes cuando el mal está llamado bien, y que la unión de la Iglesia con el mundo es cosa natural y reconocida.
Pero Dios debe romper esta unión mediante disgustos y hostilidades puesto que no tuvimos la inteligencia de Su Palabra ni la proximidad con Él, que nos separa del mundo y nos coloca en esta tranquilidad que saca su fuerza en Dios, y que sabe abatir al enemigo en el combate cuando se tiene una revelación clara de su voluntad para ir a la lucha. Unidos con el mundo, éste tendrá siempre su predominio sobre nosotros; no tenemos ningún derecho de rehusar las relaciones que nosotros mismos hemos formado con él. Podemos acercarnos al mundo porque la carne está en nosotros, mientras que el mundo no podrá acercarse realmente a los hijos de Dios porque no tiene sino solamente su naturaleza caída y pecaminosa. El acercamiento está siempre y enteramente de un solo lado, del nuestro; y siempre para mal, cualquiera que sea la apariencia. Para llevar un testimonio al mundo, el hijo de Dios debe buscar una dirección enteramente distinta.
Samsón es el tipo del cristiano carnal; su dulzura es carnal cuando desciende a visitar a su mujer; su cólera es carnal cuando, en cambio de la que desea, el mundo le propone otra que no tiene valor para él. Y será siempre así que el cristiano carnal será tratado por el mundo para su perjuicio y vergüenza al desear algo que no le pertenece. Además, después de haberle hecho hermosas promesas, lo que el mundo le ofrece no lo puede satisfacer. Sin embargo, siempre solícito, Satanás vuelve a proponer algo al creyente en cambio de lo que Dios no permitió que le diera: “Su hermana menor, ¿no es más hermosa que ella? Tómala, pues en su lugar” (versículo 2); este es su lenguaje y es otro ardid también.
Hay mucha mezcla en Samsón; con la dulzura carnal y el enojo, la astucia aparece. En la empresa de las trescientas zorras no vemos al Espíritu de Jehová caer sobre él; para sembrar la destrucción en las campiñas del enemigo emplea como instrumento al animal que simboliza la astucia. Su propósito es hacer mal a los Filisteos empleando a este efecto el arma que el cristiano carnal y que no está en comunión con Dios, emplea a menudo. Exasperados, los Filisteos queman a fuego a la mujer de Samsón y a su padre; en este acto Samsón encuentra una nueva ocasión contra sus enemigos: “Yo me vengaré de vosotros y después cesaré” (versículo 7). Aquí hallamos otro factor ajeno al Espíritu de Dios: la venganza. Sin embargo Dios está detrás de todas estas escenas y aun cuando el Espíritu de Jehová no cayó sobre el nazareo para cumplir una nueva hazaña, permite una victoria. Sin embargo, el enemigo no está domeñado, e Israel sufre mayor servidumbre.
“Samsón descendió y fijóse en la peña de la cueva de Etam”, esto es, peña del fuerte (versículo 8); había que esperarlo. Cuando el creyente se pone del lado de Dios contra el mundo, no puede estar mejor que en Cristo, la peña del fuerte. Samsón está solo allí como todo creyente lo está en tiempo de ruina; David tenía compañeros. Las victorias de Samsón no libraron a Israel, al contrario el yugo se le hace más pesado: “Y vinieron tres mil hombres de Judá a la cueva de Etam, y dijeron a Samsón: ¿no sabes tú que los Filisteos dominan sobre nosotros?” (versículo 11). No tienen el propósito de unirse a él; no buscan a un jefe para sacudir la esclavitud que pesa sobre ellos. “Nosotros hemos venido para prenderte y entregarte en manos de los Filisteos” (versículo 12). Debemos recordar aquí, que si el nazareato separa al creyente del mundo grosero, lo separa también del mundo religioso, el que, como los tres mil de Judá son hermanos israelitas de Samsón. Muchos cristianos parecen olvidar este importante aspecto del nazareato.
Judá prefiere el yugo enemigo a las molestias que el testigo de Dios le hace soportar; no se encuentra estado moral más humillante que éste en todo el libro de los Jueces. Israel no clama a su Dios y tampoco quiere ser libertado cuando le manda un salvador; no, el varón de Dios, su propio libertador les molesta: “¿Qué haremos? porque este hombre hace muchas señales, si le dejamos así, todos creerán en Él ... Así es que desde aquel día consultaban de matarle” (Juan 11:48,53). A la pregunta de los de Judá, “¿por qué habéis subido contra nosotros?” los Filisteos contestan: “A prender a Samsón, para hacerle como él nos ha hecho” (versículo 10). A su vez los de Judá, su propio pueblo, dicen a Samsón: ¿por qué nos has hecho esto? (versículo 11). El pueblo de Judá se identifica con el enemigo que los esclaviza; ya no es Judá, cambia moralmente su nombre con el de los Filisteos. Los dos son enemigos del testigo de Dios, aunque Judá es peor porque prefiere la esclavitud a la libre acción del Espíritu de Dios, del cual Samsón es el instrumento. “Entonces le ataron con dos cuerdas nuevas” (versículo 13).
¡Cuántas veces se repite esta traición! Cristo se dejó atar por los que no querían más de Sus manos libertadoras: “Prendieron a Jesús y le ataron ... Y Anás le había enviado atado a Caifás pontífice” (Juan 18:12,24). “No te mataremos”. Pero la potencia del Espíritu Santo los estorba, no quieren la libertad que les aportara; traban su acción, le atan con cuerdas nuevas, con métodos nuevos como lo hiciera el clero de nuestros días. El varón de Dios consciente en dejarse atar aunque se mofa de estas sogas que pronto se tornarán cual tela de arañas; pero ¡qué responsabilidad para quienes aprecian tan poco el don que Dios les había hecho para su salvación! Ciertamente la vergüenza no es para Samsón, porque si algo echa un oprobio sobre los cristianos unidos al mundo, es el estorbo que ellos mismos han puesto sobre la libre acción del Espíritu Santo.
Repentinamente el poder de Dios quiebra todas las trabas: “Y el Espíritu de Jehová cayó sobre Samsón, y las cuerdas que estaban en sus brazos se tornaron como lino quemado con fuego” (versículo 14). Entonces Dios se vale de una miserable quijada de asno perdida por el campo para obtener una victoria sin precedente sobre el enemigo. Bajo el poder del Espíritu Santo no somos más que quijadas de asnos; el predicador más elocuente no puede compararse mejor (si quiere hacer comparación) a tan vil instrumento. ¡Cuán lejos estaban de estimarse “quijadas de asnos” los Corintios quienes se gloriaban de sus dones de lenguas! “Nosotros somos necios por amor de Cristo”, les escribe Pablo, “vosotros nobles y nosotros viles” (1 Corintios 4:10). Sin embargo, bajo el poder del Espíritu Santo, siendo tan viles instrumentos, el Señor se complace en asociar el nombre de Pablo y de sus compañeros a Su victoria, como si hubiera sido la quijada de asno que había hecho “un montón, dos montones” (versículo 16).
Una nueva experiencia ha de hacer Samsón; “Y acabando de hablar, echó de su mano la quijada, y llamó a aquel lugar Ramat-lehi, esto es, la altura de la quijada. Y teniendo gran sed, clamó luego a Jehová” (versículos 17-18). La actividad del creyente es importante, pero no es todo; el combate no sacia la sed, la produce. El instrumento necesita el agua que responda a su premura; y oímos por primera vez orar a Samsón: “Tú has dado esta gran salud por mano de Tu siervo, ¿y moriré yo ahora de sed y caeré en manos de los incircuncisos?” (versículo 18). ¡Quién diera que hubiera sentido más a menudo su dependencia hacia Jehová, fuente de su fortaleza, para no perder los resultados de su victoria! Jehová contesta a Su siervo abriéndole la fuente de refrigerio en esa misma peña, el lugar donde estaba la quijada, y quiebra la roca como lo hiciera en el desierto a favor de Su pueblo.
Samsón es consciente del peligro que sigue a la victoria: “Caeré en manos de los incircuncisos”. Si el luchador no busca inmediatamente su refugio y poder en las aguas de la gracia que Cristo abrió, aun después de una victoria, caerá en las manos del mundo; muchos han hecho esta experiencia. En ese día bendito Samsón realiza dos cosas: una gran actividad a favor de su pueblo, y respecto a él, una humilde dependencia hacia Dios recibiendo los recursos que necesita. “Y salieron de allí aguas y bebió y recobró su espíritu y reanimóse. Por tanto llamó su nombre: En-haccore”, esto es: fuente del que clama (versículo 19). La primera parte de la historia de Samsón termina aquí; contiene a pesar de todas las faltas señaladas, la aprobación de Dios sobre la carrera pública de su servidor: “Juzgó a Israel en días de los Filisteos veinte años” (versículo 20). Y agrega otro historiador inspirado: “El tiempo me faltará contando de Gedeón, de Barac, de Samsón” (Hebreos 11:32), como si a Dios le faltara tiempo para relatar todo lo que la fe ha realizado bajo su dependencia; para esto necesitará la eternidad.

Jueces 16: Derrota y restauración

“Y Samsón juzgó a Israel veinte años” (Jueces 15:31): comparando este texto con el versículo veinte del capítulo anterior, descubrimos que entramos aquí en un nuevo período de la historia de Samsón; el que nos dirá cómo perdió su nazareato, y la restauración que por un momento, el último, le devolvió su fuerza. Dios había preservado a Su siervo de una unión definitiva con una filistea idólatra; pero las circunstancias que le impidieron realizar esta unión no han servido de escarmiento para él. No lo han detenido en la pendiente natural de su corazón: “Y fue Samsón a Gaza y vio allí una mujer ramera y entró a ella” (versículo 1). Samsón había buscado al mundo idólatra en Timnat, ahora no teme asociarse momentáneamente con el mundo sucio en Gaza. “Caeré en manos de los incircuncisos”, había exclamado en su oración, y ahora él se entrega en sus manos, olvidando el peligro.
Una disposición mundana no juzgada conduce necesariamente a caídas más graves; es así como en la historia de la Iglesia, la idolatría de Pérgamo conduce a la unión adúltera de la mujer Jezabel en Tiatira. En Gaza el nazareo no ha perdido su poder, el secreto de su consagración a Dios subsiste aún; no fue sino una asociación pasajera, una mancha a la santidad de su nazareato. Samsón pasa allí una noche turbada, acechado por sus mortales enemigos; se despierta de su sueño a medianoche. Para salir de Gaza donde se hallaba encerrado, “tomó las puertas de la ciudad con sus dos pilares y sus cerrojos, echóselas al hombro, y fuése y subióse con ellas a la cumbre del monte que está delante de Hebrón” (versículo 3). Su fuerza lo libra de sus enemigos, pero esta hazaña es sin provecho para su pueblo porque no es resultado del Espíritu de Jehová. Samsón volverá a Gaza pero en una noche que no tendrá ninguna mañana, sus ojos enceguecidos por la concupiscencia de la carne no se volverán a abrir.
Una vez despertado del sueño moral que lo apresó, el creyente realiza esta promesa: “Te alumbrará Cristo” (Efesios 5:14); cuando “a media noche” el clamor ha despertado a las vírgenes dormidas, la venida del Esposo es la señal de entrada a las bodas para unas, y el de un terrible fin para otras. ¡Cuántos rayos hacen resplandecer la gloria de Dios sobre los Suyos después de un sueño funesto! Más de una vez la historia de Samsón nos recuerda a Cristo: su victoria sobre el león de Timnat, y también la hazaña de las puertas de Gaza.
Cuando el Señor se levantó de la muerte redujo a la nada todos los designios del enemigo; quebrantó las puertas de una fortaleza inexpugnable para el hombre; llevó cautiva la cautividad; subió a lo alto; llevó los trofeos de Su victoria. La muerte, fortaleza de Satanás, despojada ya de sus puertas para detener a los cautivos, se cambió para ellos en un pasaje hacia la gloria. Ningún cerrojo ha podido guardar a Cristo, la montaña donde subió el Hombre resucitado que hace frente a Hebrón, donde los sepulcros guardan los cuerpos de los que murieron en la fe (Génesis 23:3), es segura garantía.
Lo hemos dicho ya: no hay siervo de Dios que no sea llamado a reproducir algún rasgo de la persona del Salvador. ¡Ah, cuán bello hubiese sido ver a Samsón ser una fiel imagen de Cristo en Su victoria sobre la muerte, como lo había sido sobre el león rugiente! ¿De dónde salía ese valiente con las puertas de Gaza sobre sus hombros? ¿Para quién combatía? ¿Quién lo había puesto en tan extrema situación? En todas estas circunstancias la historia de Samsón forma el más absoluto contraste con la de nuestro adorable Salvador. Esta discrepancia no pertenece sólo a Samsón; el profeta Jonás la ofrece también: echado en el mar, pasando tres días y tres noches en el vientre del pez, no cosecha sino el fruto de su desobediencia. Sin embargo el Señor lo toma para señalar mediante una sombra contra la luz, el camino que ha de seguir en Su perfecta obediencia para vencer la muerte.
Escuchemos el relato más humillante aún: Samsón desciende más bajo. La filistea de Timnat había agradado a sus ojos, la mujer de Gaza lo había atraído por un momento en sus redes, la de Sorec, Dalila, esto es, “pobreza”, se apodera de sus afecciones. Es allí donde termina el camino del hijo de Dios que cultiva los primeros movimientos de su corazón natural en lugar de juzgarlos de raíz y para siempre. Hasta aquí Samsón había guardado el secreto de sus relaciones íntimas con Dios. Poseía algo que el mundo aunque sentía sus efectos —no podía conocer y hacia cuyo origen no podía remontar—. Su fuerza era un enigma para sus enemigos; sufrían sus golpes dirigidos contra ellos, razón por la cual los volvía más ávidos de arrancarle su secreto, para hallar las armas adecuadas que vencerían al siervo de Jehová. Su larga cabellera, señal que le era particular, sin duda, constituía un testimonio de separación para Dios, y a menos que su secreto fuese traicionado, nadie podía pensar que estos cabellos, figura de dependencia y abnegación de sí mismo, fuesen para el nazareo la fuente de su fortaleza. “Engáñele, y sabe en qué consiste su grande fuerza”, dicen los príncipes de los Filisteos a Dalila (versículo 5).
Poseer y guardar un secreto es lo que testifica la intimidad con un amigo; “El secreto de Dios es para los que le temen”; el mundo no tiene nada que ver en esta intimidad. “Os he llamado amigos porque todas las cosas que oí de Mi Padre os he hecho notorias” (Juan 15:15). Cuando Pilato pregunta a Jesús: “¿De dónde eres Tú?”, Jesús no le dio respuesta. A todas las cosas que Herodes le pregunta, éste no recibe ninguna contestación. “¿No respondes algo? ¿Qué atestiguan estos contra ti?” —pregunta el sumo pontífice— “mas Él callaba y nada respondía” (Marcos 14:60). Mientras que Samsón da lo santo a los perros, echa sus perlas delante de los puercos, luego las van a rehuellar y se volverán contra él (Mateo 7:6).
Pero antes de entregar su secreto, Samsón entregó su corazón; ama a Dalila, hélo aquí, “casado con hija de dios extraño” (Malaquías 2:11). Y Jehová a quien pertenece no puede sufrir un corazón adúltero: “Ningún siervo puede servir a dos señores” (Lucas 16:13). Es imposible que nuestro corazón abrigue afecciones para el mundo y para Dios a la vez: “Porque o aborrecerá al uno y amará al otro” (Mateo 6:24). Amando a Dalila, Samsón hace profesión de aborrecer a Dios, por lo menos de hecho si no en secreto. “Adúlteros y adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios?” (Santiago 4:4). Tal era la situación de Samsón.
Otros como él han caído en el ardid: Demas había amado a los hermanos, había trabajado en la obra del Señor, luego se había enfriado y el mundo entró en su corazón; Judas llevaba la bolsa, pero la tenía en su corazón, la que había impedido a la palabra de vida penetrar en él. “El camino de Balaam” tiene el mismo punto de partida: amó el premio de la maldad (2 Pedro 2:15). Samsón perdió su nazareato, allí donde el rey Salomón perdió su reino: “En el tiempo de su vejez sucedió que sus mujeres torcieron su corazón tras otros dioses”. “No améis el mundo ni las cosas que están en el mundo”, dice el apóstol Juan a los jóvenes en la fe. No estamos llamados a salir del mundo, permanecemos constantemente en contacto con él; pero otra cosa es amarle, hallar su satisfacción y su placer en él.
Figura poco simpática la de Dalila; una sola cosa cuenta para ella: el dinero. Si logra arrancar el secreto de Samsón, cada príncipe de los Filisteos le dará “mil y cien piezas de plata” (versículo 5). Menos estimación tuvo Judas por su Maestro, por treinta piezas fue vendido el verdadero nazareo, y por veinte el joven José, otro nazareo. Los Filisteos saben suputar el valor de sus enemigos; todo será subordinado al interés, la codicia y el engaño en Dalila; la concupiscencia en su víctima son las armas del juego cruel que desempeña la mujer con su amante, armas diabólicas que le darán la victoria. Samsón no parece tomar las cosas en serio; se creería casi que juega al hacerse atar con cuerdillas frescas, luego con cuerdas nuevas, luego dejarse tejer los cabellos con la trama de la tela; mas la red se cierra cada vez más hasta que esté preso.
No saca más satisfacción con Dalila que con la joven de Timnat: “Le acosaba con palabras todos los días y le apremiaba hasta que su alma fue molestada hasta la muerte” (versículo 16). Sin querer ennegrecer demasiado el cuadro, ¿no es lo que puede suceder entre los cónyuges cristianos e inconversos? El creyente resiste largo tiempo a los requerimientos del otro que insiste para obtener sus satisfacciones mundanas; nos representamos fácilmente las situaciones penosas expresadas en nuestro texto. El mundano duda del amor de su compañero cristiano, y con razón dirá: “¿Cómo dices, yo te amo, pues que tu corazón no está conmigo?” (versículo 15). En el fondo, el corazón de Samsón no estaba sino en parte con Dalila y en parte con Dios; de allí ese combate, esa lucha, esa desazón. Su conciencia habla, no le da reposo; su alegría está emponzoñada. Finalmente el nazareo cede; sacrifica el vínculo secreto de su alma con Dios, renuncia a su consagración: “Descubrióle todo su corazón: nunca a mi cabeza llegó navaja: porque soy nazareo de Dios desde el vientre de mi madre. Si fuere rapado, mi fuerza se apartará de mí y seré debilitado, y como todos los hombres” (versículo 17).
Por fin Dalila va a recibir su plata: “Envió a llamar a los príncipes de los Filisteos diciendo: venid esta vez, porque él me ha descubierto todo su corazón. Y los príncipes de los Filisteos vinieron a ella, trayendo en su mano el dinero” (versículo 18). Expresión dolorosa en su realismo: “Dalila tomó a Samsón y le hizo dormir sobre sus rodillas” (versículo 19). Sueño maldito del creyente, quien si no puede perder la vida eterna, cae sin embargo en un estado de humillación y flaqueza tal, que se deja despojar por el mundo. Es fácil para un filisteo rasurar las siete trenzas del nazareo quien ya no se da más cuenta de nada, está dormido sobre las rodillas donde halla su placer. La expresión de su dependencia de Dios ha desaparecido con su fuerza, y despertado por el grito traicionero de Dalila: “¡Samsón, los Filisteos sobre ti!”, el nazareo cree poder zafarse: “Esta vez saldré como las otras, y me escaparé”. ¡Es tarde ya! Aunque en apariencia Samsón fuese tan robusto y su exterior tan notable como antes, Jehová se había apartado de él. ¡Cuántas veces le pasa esto al cristiano en comunión con el mundo! Su apariencia es la misma, sus predicaciones son tan elocuentes como antes, la congregación va progresando tal vez, sin embargo el poder del Espíritu Santo no existe; la verdadera obra de Dios no se realiza en los corazones. Hay aumento de volumen, pero es la hinchazón de la levadura, o el crecimiento del árbol donde anidan todas las aves del cielo.
Bajo el castigo de Dios, la desgracia alcanza a Samsón; el enemigo lo encadena, le quita la vista, y debe retornar a Gaza, cual miserable esclavo. Desde su primera visita a este lugar donde su pecado lo había conducido, su camino había descendido siempre más hasta llegar a esta sombría cárcel donde quedará atado hasta el fin de sus días; y las pocas fuerzas que le quedan sirven para provecho de sus enemigos. Pero, no nos engañemos, el mundo odia más aun a Dios que a Samsón el nazareo vencido; éste viene a ser el testimonio de la victoria aparente del falso dios Dagón sobre Jehová el verdadero Dios. “Entonces los príncipes de los Filisteos se juntaron para ofrecer sacrificio a Dagón su dios, y para alegrarse; y dijeron: nuestro dios entregó en nuestras manos a Samsón nuestro enemigo. Y viéndole el pueblo, loaron a su dios” (versículo 23). La falta de realidad en la vida de los cristianos se torna en el arma más poderosa del mundo contra Cristo; despreciando al creyente infiel a su Señor, es contra Él que Satanás y el mundo hacen rebotar sus burlas. Pero sus alegrías son por poco tiempo.
Jehová tenía el ojo sobre toda esta escena. La historia de este último juez de Israel en la fila antes de Samuel no concluye con esta triste derrota. Dios tendrá la victoria final a despecho de la infidelidad de Su testigo y la burla del enemigo. En la soledad de la prisión, Dios ha hablado a Su siervo humillado; en la esclavitud, el pensamiento de Jehová tiene más poder en su corazón ahora que en la libertad. Si su nazareato no puede ser recobrado, sin embargo, en una medida por lo menos, vuelve a encontrar el vínculo que une su alma a Dios: “El cabello de su cabeza comenzó a crecer después que fue rapado” (versículo 22). El mundo no lo notó; los Filisteos no pensaron en rasurarle una segunda vez como medida de seguridad. ¿Quién temería a un preso ciego y encadenado? ¿Quién en el mundo conoce el secreto de Jehová? Pablo estuvo preso, estuvo también en cadenas, pero su nazareato, el secreto de su comunión con el Señor y el poder de la Palabra le pertenecía en su plenitud; ésta alcanzaba a todos los que le oían.
“Y aconteció que yéndose alegrando el corazón de ellos dijeron, llamad a Samsón para que divierta delante de nosotros” (versículo 25). ¡Qué cuadro tan ridículo ofrece el que había sido nazareo de Dios!: ciego y preso. Una vez que la Iglesia se hubo entregado al mundo, perdió también su inteligencia espiritual, su libertad y hasta todo sentido común; su historia lo comprueba. Pero la situación miserable de Samsón atraída por su pecado, y cuando éste le hubo privado de su fuerza, le otorga la ocasión de clamar a Dios. Es allí, en este estado ruin donde su alma reencuentra la luz del rostro de Dios; bajo el gobierno divino no podrá recobrar la vista ni la libertad, pero Jehová contestará a la ferviente súplica de su alma: “¡Jehová, Señor, acuérdate de mí, yo Te ruego, y esfuérzame!” (versículo 28).
Todos los que han clamado al Señor, aún desde el estado más miserable y caído de la Iglesia, todos los que se han separado y limpiado de la inmundicia idolátrica de la “mujer Jezabel” o de la muerte moral como espiritual que los rodeaba, recibieron las fuerzas necesarias para vencer. Si por su infidelidad la Iglesia dio lugar al poder del mundo sobre sí misma, éste, cuando la corrompe, pisotea los derechos de Dios sobre ella y atrae hacia sí, en el momento de su mayor triunfo, un juicio que, si bien pone fin a la existencia como a la miseria de los que hubieran debido ser fieles, destruye bajo un mismo castigo su poder y su gloria. En los detalles de la profecía, estas conclusiones se aplican también al pueblo judío; aunque el residuo fiel será salvado a través del juicio, para ser establecido sobre una base nueva y entrar luego en la gloria milenial. En cuanto a lo que nos toca a nosotros, el arrebatamiento de los santos en gloria celestial pondrá fin también a la flaqueza y miseria terrenal de la Iglesia, que dejará el mundo que la corrompió a la suerte de un juicio inmisericorde que lo alcanzará.
Ciego y esclavo por infidelidad a su Dios, es menester que Samsón perezca en el juicio que él mismo atrae sobre sus enemigos; se había identificado con los Filisteos mediante una mujer de este pueblo, es menester que lo sea en el juicio que lo alcanza. Samsón lo acepta y dice: “Muera yo con los Filisteos”. Recobrando su poder de otrora, Samsón se abrazó de las columnas de en medio, sobre las cuales se sustentaba la casa, e inclinándose con fuerza, cayó la casa sobre los príncipes de los Filisteos y sobre todo el pueblo (versículo 30). Victoria brillante sin duda, pero victoria sin mañana puesto que ninguna liberación resultó de ella para Israel. Poco tiempo después leemos en el capítulo cuatro del libro de Samuel, el relato de la toma del arca de Jehová y la derrota del pueblo de Dios.
Una vida que había comenzado bajo los más favorables auspicios, un testimonio que hubiera sido útil y bendecido, se hallan anulados por la concupiscencia de la carne. La fe era real en Samsón, su alma tenía contacto con Dios, hubo manifestaciones del poder divino en él, y sólo así llevó “fruto que permanece”. “Amados, yo os ruego ... os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11), tal es la solemne conclusión que nos inspira el testimonio de Samsón. ¿La concupiscencia de la carne? No vayamos a suponer que Satanás no nos puede tentar con ella; jóvenes o viejos, casados o no, todos corremos el mismo peligro si Dios no nos guarda. Volvamos a leer el capítulo siete de los Proverbios, pensemos en Samsón; acordémonos de los ejemplos de la Palabra de Dios; pero tengamos fe en Aquel que es poderoso para guardarnos “sin caída”; “Si mi pie resbala, Tu bondad oh Jehová me sostendrá” (Salmo 94:19).
Una noche, caminando sobre las aguas del mar de Galilea, Pedro desvió sus miradas del blanco que lo sostenía y empezó a hundirse; había un abismo bajo sus pies. La vigilancia es necesaria en todo el camino; en los primeros pasos principalmente. En los primeros días de Timnat, jamás Samsón se hubiera imaginado ver concluir su vida en la prisión de Gaza; todo era atrayente entonces, los ojos que contemplaban a la joven filistea debían entenebrecerse un día; la fuerza que había despedazado al cachorro de león, desaparecería también. “El mundo se pasa con su concupiscencia”. La niña de Timnat terminó quemada; la mujer de mala vida de Gaza siguió siendo ramera; Dalila quedó con su plata; y el nazareo fracasó, mientras que aquel “que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre” (1 Juan 2:17).
Seamos de aquellos que no tienen necesidad de un mal comienzo ni de un mal fin para hacer la experiencia de lo que vale la carne. El apóstol Pablo, hombre sujeto a las mismas flaquezas que las nuestras, evitó el uno y el otro mediante una disciplina preventiva. Pedro necesitó una grave caída y una disciplina correctiva para aprender a conocer lo que valía su “yo” en quien confiaba. Además, “si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados, mas siendo juzgados somos castigados del Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:31-32).
Sólo Cristo, el Hombre perfecto, el nazareo sin mancha anduvo en un sendero de poder y santidad permanentes en las miles circunstancias diversas por las cuales Dios lo condujo. Sin embargo, terminar como un Samsón cuya vida presenta tantos contrastes, terminar como un Jacob quien complicó su vida con tantas artimañas, terminar así, es aún mejor que concluir en la idolatría como Salomón, sin retorno a la luz de la presencia de Dios. “Fueron muchos más los que de ellos mató muriendo que los que había muerto en su vida” (versículo 30); una asombrosa victoria marca el fin de la vida de Samsón: las dos columnas del templo del falso dios Dagón caen, como se desplomaron por la cruz las columnas mismas del Imperio de Satanás, es decir, la muerte; el enemigo ha conocido mucho mejor el poder de Cristo por su muerte y resurrección, de lo que lo había conocido por Su vida.

Jueces 17-21: Corrupción religiosa de Israel

Esta sección de nuestro libro constituye un apéndice importante para completar el cuadro moral de la decadencia del pueblo de Dios; los acontecimientos relatados toman lugar entre los capítulos segundo y tercero de los Jueces; es decir en los últimos tiempos de los ancianos que siguieron a Josué. Era de suma importancia demostrar que si de un lado la decadencia había sido gradual, por el otro la ruina fue inmediata como irremediable, desde el momento en que Dios había confiado en manos de Su pueblo el deber de guardar las bendiciones primeras.
Las indicaciones que determinan la fecha del relato que presentan los capítulos 17 a 21 de la sección que abordamos, se hallan en tres pasajes. El primero, capítulo 18:1, indica que en aquel tiempo la tribu de los danitas “buscaba para sí posesión”; comparando este pasaje con Josué 19:47, vemos que el relato empieza en la época cuando las doce tribus conquistaban cada una su posesión. El segundo pasaje (Jueces 18:12) se refiere a los seiscientos hombres de la familia de los danitas que “asentaron campo en Quiriat-jearim, en Judá, de donde aquel lugar fue llamado: campamento de Dan”; este lugar era muy conocido cuando el principio de la historia de Samsón y llevaba ya este nombre (Jueces 13:25). En el tercer texto, Jueces 20:28, se indica que “en aquellos días, Finees, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, ministraba delante de Dios”. Por estas indicaciones, el Espíritu de Dios nos muestra que los acontecimientos que forman este relato tuvieron lugar poco tiempo después de la muerte del sacerdote Eleazar mencionada en Josué 24:33. También podemos concluir por estos mismos datos que la historia de Samsón en el capítulo 16, tenía lugar cuando la juventud del profeta Samuel.
¿Por qué relatar al fin del libro de los Jueces lo que ha ocurrido en su principio? Importaba, estimado lector, como lo veremos a continuación, demostrar que Dios no concluye con la ruina del hombre sino con su restauración. Quería que un pueblo, Su pueblo, pudiera permanecer en Su presencia, una vez terminado el curso de los castigos infligidos, y “morar con ellos” (Apocalipsis 21:3). Además era necesario saber que la ruina del sacerdocio levítico estaba unida a la decadencia general del pueblo y que contribuyó a la misma. Todos estos grandes rasgos de la verdad, y muchos otros más, se hallan concentrados en los acontecimientos descritos en la sección que abordamos.
Con estos datos establecidos, pasemos al cuadro que nos ofrecen los capítulos 17 y 18 de nuestro libro. Israel estaba todavía en posesión de las bendiciones primeras, pero hundiéndose ya en la corrupción religiosa; además estos capítulos tienen un vínculo común, una frase que los caracteriza, repetida cuatro veces: “En estos días no había rey en Israel: cada uno hacía como mejor le parecía” (capítulo 17:6; 18:1; 19:1; 21:25). Pues en esos “días malos”, el estado moral del pueblo está descrito por dos hechos: el primero es que no había rey en Israel, es decir que el tiempo no había venido aun cuando el pueblo, desechando a Jehová, dijera: “Establece sobre nosotros un rey que nos juzgue como es usanza de todas las naciones” (1 Samuel 8:5). Hasta aquí, Israel había tenido a Jehová por rey; pero en esta altura de su historia, le había dado ya las espaldas: “No había rey en Israel”. El pueblo había abandonado el gobierno divino, a Jehová su rey; faltaba todavía manifestar sin reserva su deseo de ser gobernado como el mundo; hecho que aconteció en el tiempo de Samuel. Esta situación caracteriza igualmente la cristiandad; ella ha abandonado el gobierno directo del Señor, se ha establecido una autoridad humana como la tienen las naciones, y con la pretensión de ser “infalible”.
En segundo lugar, lo que caracterizaba este tiempo era el reinado de la libertad de conciencia: “Cada uno hacía lo que mejor le parecía”; cada uno pretendía tener por regla las luces de su libre albedrío, mientras que la verdadera luz, la Palabra de Dios, estaba puesta a un lado; no se hablaba de ella. ¿Es de extrañar si el relato que nos dan estos capítulos no ofrece ni un lugar donde el corazón pueda reposar en el seno de la ruina que se describe? Pero, así sabremos mejor, que nuestro único refugio en ese espantoso desbordamiento del mal, es sólo Dios.
¡Cuánto difieren estos tiempos de aquellos de Josué, cuando la voluntad de Dios era la única guía, la única autoridad en Israel; hacían “como Jehová había mandado a Moisés” para todo lo que emprendieran. Ahora bien, la conciencia del ser humano, pese a su valor inmenso, en realidad no es una guía para él sino un juez (Romanos 2:15); la diferencia es muy grande. A ese juez a quien no se escucha, el hombre pretende honrarle tomándole por guía. Pero esta conciencia, adormecida a veces, tan a menudo endurecida, y hasta cauterizada en ciertas cosas (1 Timoteo 4:2), ¿cómo puede conducir al hombre? ¿No tenía una conciencia Caín? ¿No le impidió matar a su hermano Abel? Veamos donde la libertad de conciencia ha llevado a Israel en estos tiempos; la idolatría había echado profundas raíces al lado de algunas formas religiosas que todavía conservaban el nombre de Jehová. Se dejaban conducir según el movimiento de su libre albedrío con tal de haber creído hacer bien; y en realidad se precipitaban en las más espantosas iniquidades. “Creer hacer bien” era la consigna entonces, como lo es hoy que sanciona hasta la apostasía de la cristiandad, como la sancionó la de Israel.

Jueces 17: Micaía de Efraim

“Hubo un hombre del monte de Efraim que se llamaba Micaía, el cual dijo a su madre: los mil y cien ciclos de plata que te fueron hurtados por lo que tú maldecías oyéndolo yo, he aquí que yo tengo este dinero; y la había tomado” (versículo 1). Este hombre hurtó; la Ley dice: “No hurtarás”. Cuando la madre se entera de la acción de su hijo, contesta: “Bendito seas de Jehová, hijo mío ... yo he dedicado este dinero a Jehová, para que hagas una imagen de talla y de fundición” (versículo 3): Dios dijo: “No tendrás dioses ajenos delante de Mí; no te harás imagen”. Y cosa peor que la simple idolatría, esa mujer une el nombre de Jehová a sus ídolos; ella se hace un culto a su manera, al cual su hijo se asocia plenamente; en todo esto la conciencia no ha hablado y la Palabra de Dios tampoco les ha dicho nada.
El culto del mundo religioso de hoy no difiere mucho de la idolatría de la casa de Micaía; el nombre de Cristo, del Espíritu Santo, de los santos, de la virgen, están mezclados a los objetos que el corazón codicia: el arte, el oro, la plata, las imágenes, etc., adornando lo que se llama “el servicio de Dios”. En fin, Micaía tuvo una casa de dioses: “E hízose hacer un efod e ídolos domésticos” (versículo 5); asociaba los falsos dioses al efod, lo que, como hemos visto, era una prenda del culto levítico, pero sin valor, pues no había nadie para llevarlo. Sin embargo esta necesidad encontró una solución: “Micaía consagró a uno de sus hijos para que fuese su sacerdote”. Más que nunca la Palabra de Dios está olvidada, hasta pisoteada; y la conciencia quedó callada.
Un hecho nuevo surge. Un levita de Judá, y como tal teniendo vínculos con la casa de Jehová, pero sin ningún derecho al sacerdocio, pasa por ventura por esos lugares, buscando sitio donde morar: “Vino a casa de Micaía, para allí hacer su camino”; este hombre está guiado solamente por sus propios pensamientos. Micaía aprovecha esta ocasión porque este levita dará a su culto una apariencia de autoridad religiosa levítica y una jerarquía de mucho valor puesto que este levita es un descendiente directo de Moisés: “Quédate, conmigo, y séme padre y sacerdote, y yo te daré diez siclos de plata al año, el ordinario de vestido y tu vitualla” (versículo 10). Micaía ha progresado; ha establecido en su casa un levita auténtico quien vale mucho más para él que su propio hijo; le paga y le da su mantenimiento. Esto es el clero israelita sobre cuyos principios están constituidos todos los cleros de nuestros días.
Reparemos al pasar con qué sencillez Dios cuenta estas cosas, y con abundancia de detalles; no censura, no se indigna; relata los hechos poniéndolos ante nuestras miradas. El lector espiritual descubre la enseñanza que Dios le quiere dar y aprende a ser tan extraño como lo es Dios mismo a todos estos principios idolátricos. Pero un día esa situación atraerá el juicio que merece la desobediencia a Dios. El hombre carnal permanece en su ceguera como Micaía, porque ni la Palabra de Dios ni su conciencia le hablan: hace lo que mejor le parece; y está convencido de conciliarse el favor de Jehová. “Y Micaía dijo: ahora sé que Jehová me hará bien, pues que el levita es hecho mi sacerdote” (versículo 13).

Jueces 18: La tribu de Dan y el levita

Esta narración nos presenta las relaciones que establece una de las tribus de Israel, la de Dan, y por consiguiente el pueblo entero, con el sistema religioso cuya institución hemos visto en el capítulo anterior. “Y en aquellos días la tribu de Dan buscaba posesión para sí, donde morase, porque hasta entonces no le había caído suerte entre las tribus de Israel” (versículo 1). Hasta este momento, la familia de los danitas se había mostrado una de las más ineptas en Israel para conquistar el territorio que Jehová les había dado. Rechazada por los Amorreos en las montañas (capítulo 1:34), y faltando la fe para echar al enemigo de su suerte, busca más lejos la tierra que les falta, y despacha cinco mensajeros con este fin.
Lais, ciudad tranquila y próspera, situada al extremo norte de Canaán, alejada de los Sidonios a quienes estaba unida y sin contacto con otra nación podía ser una conquista fácil. Además presenta todo lo que el corazón natural puede desear: “Hemos visto la tierra, y he aquí que es muy buena, un lugar donde no falta nada de todo lo que hay en la tierra” (versículo 10). A la par de Sodoma antes de su destrucción, abstracción hecha de su perversidad, Lais parecía como un jardín de Jehová, conquista digna de un Lot pero no de un Abraham, atrae a la relajada tribu de Dan que hubiera debido ganar una victoria en sus propios límites situados en el valle donde estaba el Cananeo; ella prefiere una conquista sin peligro, una victoria obtenida lejos de sus hermanos, abandonando en silencio al enemigo.
Los cinco mensajeros despachados hacia Lais, llegaron al monte de Efraim, hasta la casa Micaía; y allí posaron. “Y como estaba cerca de la casa de Micaía, reconocieron la voz del joven levita; y llegándose allí, dijéronle: ¿quién te trajo acá, y qué haces en este lugar? ¿Qué tienes aquí?” (versículo 3). Este cuestionario hubiera debido abrir los ojos al levita si hubiera tenido oídos para oír y conciencia que hubiera hablado. En efecto, en presencia de Dios hubiera debido contestar que su voluntad propia lo había llevado allí; que hacía lo que Micaía le había ordenado hacer; que percibía un sueldo; y que era sacerdote de falsos dioses, tantas características del clero que vive enteramente sin Dios, que depende de los hombres, y trabaja en vista de un jornal. Es a un tal hombre que los danitas piden orientación a su camino: “Pregunta pues ahora a Dios para que sepamos si ha de prosperar nuestro viaje que hacemos” (versículo 5). La respuesta no puede ser mejor y satisface sus deseos: “Id en paz; delante de Jehová está el camino por donde andáis” (versículo 6). A esta falsa pretensión de ser el oráculo de Dios es preciso disfrazarla con el nombre de Jehová, como hoy el nombre de Cristo, con la paz y la presencia de Dios.
Como todo salió tan bien, a pedir de boca, cuando la tribu de Dan armada volviera a pasar por ese lugar, su primer cuidado sería apoderarse de los dioses de Micaía: “¿No sabéis cómo en esta casa hay efod y terafim, e imagen de talla y de fundición? Mirad pues lo que habéis de hacer” (versículo 14). Micaía que había hurtado a su madre, se ve hurtado ahora; “Y subieron los cinco hombres ... entraron allá y tomaron la imagen de talla y el efod y el terafim, y la imagen de fundición, mientras estaba el sacerdote a la entrada de la puerta con los seiscientos hombres armados ... y el sacerdote dijo a los que llevaban las imágenes: ¿qué hacéis vosotros? Y ellos le respondieron: calla, pon tu mano sobre tu boca y vente con nosotros, y sénos a nosotros padre y sacerdote. ¿Cuál te es mejor, ser sacerdote para la casa de un solo hombre, o ser sacerdote para una tribu de Israel?” (versículo 19). El levita está llamado a una posición más influyente, más lucrativa también; ¿qué más quiere? Su conciencia no le dice nada; la Palabra de Dios no ha sido consultada hace mucho; sólo “su corazón se alegró, y tomando el efod, los ídolos domésticos y la imagen de fundición entró en medio de la gente armada” (versículo 20). Bajo la protección de las armas de entonces, como las de hoy, las que bendice también, la idolatría con sus imágenes y santos, que hasta ahora tenía un carácter particular en la casa de Micaía, reviste ahora una autoridad oficial en la tribu de Dan, como la reviste hoy en la nación.
“Y cuando ya se habían alejado de la casa de Micaía, los hombres que habitaron en las casas cercanas se juntaron y siguieron a los hijos de Dan”, todos corren tras los raptores, y Micaía exclama: “Mis dioses que yo hice, que lleváis juntamente con el sacerdote, y os vais: ¿qué más me queda? ¿Y a qué propósito me decís: qué tienes?” (versículo 24). Le tomaron su religión, le tomaron sus dioses, le tomaron su clero ... ¿qué más le queda? A un verdadero israelita, le hubiese quedado el verdadero Dios, Su Palabra, el verdadero sacerdocio, Su casa en Silo; como a un cristiano le queda el verdadero Cristo, el verdadero sacerdocio, la verdadera Iglesia, cuando ha abandonado lo que es falso. “Y viendo Micaía que eran más fuertes que él, volvióse y regresó a su casa” (versículo 26), a una casa vacía; no le queda más nada.
Los hijos de Dan siguen su camino, hieren a Lais, se apoderan de la ciudad “y llamáronla Dan, del nombre de su padre”; el nombre de Dan tiene mayor importancia para ellos que el nombre de Israel. En el centro de la ciudad está erigido el ídolo: “Los hijos de Dan se levantaron imagen de talla”; consagran un falso sacerdocio: “Jonatán, hijo de Gersom, hijo de Moisés, él y sus hijos fueron sacerdotes para la tribu de Dan, hasta el día de la transmigración de la tierra” (versículos 30-31). Dios que ha guardado silencio hasta ahora, anuncia el juicio que ha de venir: la transmigración del país, que tuvo lugar después de un largo tiempo de paciencia, setecientos años (2 Reyes 17). Tal es el sombrío cuadro de la historia religiosa de Israel en estos tiempos cuando la Palabra de Dios está ya olvidada y que “cada uno hacía lo recto delante de sus ojos”.

Jueces 19: La tribu de Benjamín y el levita

El cuadro anterior ha descrito la corrupción religiosa de Israel representado por la tribu de Dan, unida a la casta seudo-sacerdotal idólatra. Las escenas relatadas en el capítulo 19, como ya lo hemos visto, pertenecen al tiempo que principian los Jueces; su transposición en el relato bíblico es necesario para mostrarnos como en un gráfico, la línea descendente de la moral en el pueblo como en el sacerdocio. En ciertas partes de la Biblia, el Espíritu Santo relata los hechos sin tener en cuenta la época en que ocurrieron, con motivo de dar a ciertas verdades un aspecto particular. Samsón, por ejemplo, el último de los Jueces mencionados en esta línea, invocaba a Jehová todavía en ciertas circunstancias y momentos críticos; el levita de Judá de la casa de Micaía, le invocaba sobre la cabeza de sus ídolos; el levita de Efraim cuya historia vamos a considerar, ya no le invoca más. Jehová no parece existir para él, ni la Palabra de Dios. Sin embargo este hombre es un levita, hace parte de la casta consagrada al servicio de Jehová, y su primer cuidado hubiera debido ser de buscar las enseñanzas de la Palabra de Dios, y recurrir a ella en todas sus dificultades.
En aquellos días cuando “no había rey en Israel”, hubo un levita que moraba como peregrino en los lados del monte de Efraim, el cual se había tomado mujer concubina de Belén de Judá. “Y su concubina adulteró contra él, y fuese de él a casa de su padre” (versículos 1-2). Después de haberle sido infiel, la mujer abandonó a su marido; éste ha esperado cuatro meses y, “haciendo lo recto delante de sus ojos”, corre tras ella como su corazón lo lleva, “para hablarle amorosamente y volverla” (versículo 3). Alguien dirá: esto es amor. En efecto, esta conducta satisface al padre de la adúltera, quien ve en la paciencia y el acto de su yerno, la rehabilitación de su hija. ¡Ay! este acto es también, sin que se lo imaginaran, la justificación del mal y el desprecio de la ley de Dios donde se lee: “No adulterarás”. Hecho tanto más grave puesto que tiene por sello el carácter sagrado del levita quien, hubiera debido saber por su propio libro, el Levítico, que “indefectiblemente se hará morir al adúltero y a la adúltera” (Levítico 20:10).
El padre de la mujer adúltera detiene a su yerno, pues cuanto más quede, tanto más pública y real será la rehabilitación de la infiel. El mundo demuestra su amabilidad en la proporción por la cual el cristiano sirve sus intereses; la alianza con la familia de Dios no le es contraria: “Sentáronse ellos dos y comieron y bebieron. Y el padre de la moza dijo al varón: yo te ruego que te quieras quedar aquí esta noche, y alegraráse tu corazón” (versículo 6). Recién el quinto día, el levita relajado y sin carácter, abandona la fiesta; pero pronto hará la experiencia de que “para él será el ¡ay!, la rencilla, las quejas, las heridas; para los que se detienen mucho en el vino” (Proverbios 23:30).
Este hombre unido a una adúltera, desobediente y transgresor de la Palabra de Dios, no quiere entrar en un pueblo de Cananeos para pasar la noche; contesta a su criado quien le propuso detenerse en Jebus: “No nos desviaremos a una ciudad de gente extraña que no es de los hijos de Israel” (versículo 12). Así sucede a veces al cristiano; teme asociarse exteriormente al mundo, mientras en él corren fuentes inmundas. Es estricto en su carácter exterior, pero muy relajado en la santidad personal. El levita está más unido a su pueblo desobediente que a Jehová y a Su Palabra, o más bien Jehová no es tenido en cuenta para nada; huye de los Jebuseos por orgullo nacional más bien que por piedad, y pareciera al oírle que lo que viene de Israel no puede ser sino santo; cuando él mismo ya ha abandonado injuriosamente a su Dios.
Estos principios no han cambiado y caracterizan aun más nuestra cristiandad que el antiguo pueblo de Dios; se pondera cualquier secta de la cristiandad en contra de las naciones paganas, cuando ésta ya se tornó en una guarida de toda corrupción moral y religiosa. El levita se va a dar cuenta que no se le ofrece ni la hospitalidad entre un pueblo al cual Dios había dicho: “Guárdate de desamparar al levita mientras vivieres sobre la tierra” (Deuteronomio 12:19). El levita no esconde la indignación que semejante proceder hace surgir en su corazón: “Voy a la casa de Jehová, y no hay quien me acoja en su casa” (versículo 18). ¿Iba a la casa de Jehová? ¿En qué condición moral estaba para ir allá y adorar? Un viejo que moraba como forastero en medio de la corrupta Gabaa y que la conoce como Lot conocía a Sodoma, le ofrece la hospitalidad y le advierte: “Tan sólo que no pases la noche en la plaza” (versículo 20).
Los viajeros entraron en casa, “se lavaron los pies”, subraya la Palabra, aunque este lavacro no les limpiaba su caminar moral. Luego la comida, bebida y el gozo están de sazón; hasta cuando, las pasiones impuras de los de Gabaa se despiertan: “Cercan la casa del viejo, y batían las puertas diciéndole: saca fuera al hombre que ha entrado en tu casa, para que le conozcamos” (versículo 22). La situación es grave; no hay ángeles que intervengan para librar “al justo”; el huésped del levita habla como Lot en la puerta de su casa, tratando de “hermanos” a esos hombres de Belial, proponiéndoles un mal para evitar otro. Esto es un principio general en el actuar de los creyentes que permanecen unidos, y cuya guía es su conciencia; de dos males, eligen el más liviano. Dios no permite que la hija del huésped, dueño de casa, sea deshonrada, mientras que el levita entrega a su mujer al oprobio; solución que podía ser evitada por un llamado a Dios en oración. ¿No podía como otrora en Sodoma, herir con ceguera a ese pueblo? (Génesis 19:7-11). Pero ningún clamor de angustia sube hacia Él; no hay camino desde el corazón del levita a Jehová, como no lo hay hacia Su Palabra. La miserable mujer, vuelta de su primera prostitución sin arrepentimiento ni trabajo de conciencia, pierde la vida, víctima de las espantosas consecuencias de lo que había codiciado. A su vez, el levita transgresor de la ley de Dios toma un cuchillo, “y echando mano de su concubina, despedazóla con sus huesos en doce partes; y envióla por todos los términos de Israel” (versículo 29), publicando así su iniquidad.
Dios ha dejado al mal cumplirse sin decir nada; pero de este mal atroz sacará Su gloria, como nos lo mostraran los dos últimos capítulos de nuestro libro. Cuando la Escritura revela al hombre, jamás busca velar su condición ni callar sus males; porque si lo hiciera no sería luz; y se hallaría falsedad en este elemento esencial. Ella lo presenta indiferente, amable, religioso, violento, corrompido; siempre egoísta, hipócrita, impío, apóstata; sin la Ley, bajo la Ley, bajo la gracia. Pero por otro lado, la Palabra de Dios nos muestra el trabajo de Su gracia en el corazón de este hombre perdido, actuando bajo distintas formas y en toda circunstancia; nadie es demasiado negro y sucio para que Dios no pueda ocuparse de él. Así obtenemos un cuadro divino de nuestro estado miserable que nos obliga a concluir que, en nosotros mismos, es decir en “la carne, no mora el bien”, sino sólo en el corazón de Dios.

Jueces 20: Brecha y restauración

Estos capítulos han revelado lo que acontecía en estos tiempos en Israel, y vimos hasta qué punto el desorden se había introducido en el pueblo de Dios. Muestran también cómo Dios en Su larga paciencia ha esperado en silencio; pero de seguro surge una lección muy importante. Si el olvido de la Palabra de Dios da ocasión a semejantes iniquidades que exigen la disciplina, el pueblo entero está arrastrado a los castigos que resultan y cuyos efectos le hará tomar a pecho el mal que se les ha acarreado. El abandono de la Palabra de Dios ha impedido la reprensión directa en el momento cuando el mal fue cometido; pues ahora el pueblo está constreñido a presentarse ante Dios para juzgar el asunto.
A consecuencia del crimen de Gabaa, desde el extremo norte hasta el extremo sur de Canaán, todas las tribus de Israel se congregan “como un solo hombre, desde Dan hasta Beerseba y la tierra de Galaad a Jehová en Mizpa” (versículo 1). Parece no faltar nadie a esta unánime protesta contra la maldad cometida; hasta la familia de los danitas, los hurtadores de los dioses de Micaía, están presentes. El celo para inquirir el mal no falta: “Y dijeron los hijos de Israel: decid cómo fue esta maldad” (versículo 3). El levita relata su historia; pero no dice por qué había ido a buscar a su mujer, no revela su estado adúltero; calla su propia responsabilidad en todo este negocio, y luego termina diciendo: “Han hecho maldad y crimen en Israel, y he aquí que todos vosotros, los hijos de Israel estáis presentes, daos aquí parecer y consejo” (versículos 6-7).
Existe una hermosa apariencia de unidad frente al mal: las once tribus están, pero falta una, la culpable. “Entonces todo el pueblo, como un solo hombre, se levantó y dijeron: ninguno de nosotros irá a su tienda, ni nos apartemos cada uno a su casa hasta que hagamos esto sobre Gabaa: que echemos suertes contra ella” (versículos 8-9). ¿Dónde está Dios y Su Palabra? La consultarán, pero después, a lo último (versículo 18); esto es señal del abandono del primer amor, el amor hacia Dios. No la habían consultado cuando la idolatría de Micaía, la mentira, el robo, el adulterio, la gula, la usurpación sacerdotal, etc. En todo lo que vimos en capítulos anteriores, la Palabra de Dios había sido olvidada. La disciplina se encargará de limpiar todo aquello y devolver al pueblo lo que le falta. Sienten más la ofensa hecha al pundonor israelita que la deshonra hecha a Dios: “Han hecho crimen en Israel ... la abominación cometida en Israel, barramos el mal de Israel”, dicen. Dios lo barrerá en efecto.
El primer amor que consiste en poner a Dios primero y Su Palabra, no existe en Su pueblo: “El que tiene Mis mandamientos y los guarda, aquél es el que Me ama ... el que Me ama, Mi Palabra guardará”; “Porque éste es el amor de Dios, que guardemos Sus mandamientos” (Juan 14:2,23; 1 Juan 5:3). ¡Cuán a menudo se manifiesta este olvido en la disciplina que realiza la congregación! Además, los contactos con Dios y los hermanos deben ser íntimamente unidos: “El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4:21). Las once tribus no consideran a Benjamín como su hermano; a pesar de la hermosa apariencia de unidad, han olvidado que el pecado de una tribu es el pecado de todo el pueblo; Dios les había enseñado esta lección en el juicio del anatema de Acán unos años antes (Josué 7:1). “¿Qué maldad es esta que se ha cometido entre vosotros?” (versículo 12); no dicen: “Entre nosotros”; y por otra parte, el “nosotros” comete usurpación: “Entregadnos a estos hombres, para que nosotros les hagamos morir y que nosotros extirpemos el mal de en medio de Israel” (versículo 13). Era Benjamín quien debía limpiar su pecado, porque la ciudad de Gabaa pertenecía a esta tribu; pero el abandono del primer amor hacia la Palabra de Dios abrió la puerta a la importancia personal, que ocasionará una guerra entre hermanos (capítulo 8:1; 12:1); si el amor no se regocija con la injusticia tampoco busca lo suyo propio (1 Corintios 13:4-7). Las once tribus, además, se inmiscuyen en un asunto que creen deber solucionar cuando la disciplina sólo pertenecía realizarla a Benjamín; el apóstol Pablo indica a la asamblea de Corinto su deber de disciplinar que parecía desconocer: “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? quitad pues a ese malo de entre vosotros” (1 Corintios 5:12).
¿Qué se puede decir de esta tribu? Había pecado gravemente al tolerar el mal en medio de ella; la amonestación de Israel: “Entregad pues ahora aquellos hombres, hijos de Belial”, en vez de humillarlos, les impele a un acto de lo más grave; su orgullo herido reaccione: “Mas los hijos de Benjamín no quisieron oír la voz de sus hermanos”; éstos se han juntado ya para emplear las armas sin haber preguntado a la boca de Jehová. Luego Benjamín comete un acto más grave aún; hace causa común con el mal: “Benjamín se reúne en Gabaa, y sale de Gabaa para la batalla” (versículos 14-21); a la falta de humillación sigue el orgullo, y al no juzgar el mal, necesariamente lo excusan y se unen a él. La tribu de Benjamín toma partido por el malvado contra el pueblo de Dios. Se da sin embargo una apariencia de estar separada de los habitantes de Gabaa, porque fueron contados “veintiséis mil hombres que sacaban espada, sin los que moraban en Gabaa, que fueron por cuenta setecientos hombres escogidos” (versículo 15).
Entre todo este ejército hay setecientos hombres “zurdos”, ambidextros, igual en número a los escogidos de Gabaa, cuya debilidad se torna en poder cuando está al servicio de Jehová, como un Aod, (Jueces 3:15); “Todos los cuales tiraban una piedra con la honda a un cabello y no erraban” (versículo 16). Habilidad que aquí se torna contra Jehová; la mano izquierda que debería ser apta para la defensa, es tan poderosa para el ataque como la otra, y desconcierta a los que les hacen frente. Todos los recursos parecen agotados; sin embargo falta el principal; Israel está al borde de una guerra civil, y recién se levantaron y subieron a Betel para consultar a Dios (versículo 18): terminan donde hubieran debido empezar. “¿Quién de nosotros subirá el primero para pelear contra los hijos de Benjamín? Judá subirá el primero”, responde Jehová.
Israel no sabe que necesita la disciplina, no piensa en todo el mal que Dios ha visto en él: la idolatría, el hurto, el adulterio, etc., tantas deshonras hechas a Su Palabra. Dios tiene que limpiar a Su pueblo: “y salieron los hijos de Israel para combatir contra Benjamín; y los varones de Israel ordenaron la batalla contra ellos junto a Gabaa; saliendo entonces de Gabaa, los hijos de Benjamín derribaron en tierra aquel día, veintidós mil hombres de los hijos de Israel” (versículos 20-21). ¡Qué gracia de Dios en esta derrota! En primer lugar Israel debe aprender que no puede haber vencedores ni vencidos en las luchas entre hermanos; todos deben ser vencidos para que Dios triunfe del mal. Jehová se vale de la derrota para restaurar a Su amado pueblo; y aunque el primer combate ha costado a Israel sus fuerzas aguerridas, veintidós mil bajas, tendrá que salir de allí juzgado a fondo con una segunda derrota: “Mas fortalecióse el pueblo, los varones de Israel” (versículo 22).
Ved qué frutos lleva el castigo para ellos: “Los hijos de Israel subieron, y lloraron delante de Jehová, hasta la tarde” (versículo 23). El castigo les hace buscar la presencia de Jehová que habían olvidado; en lugar de la indignación humana, helos aquí ahora afligidos, con una aflicción según Dios. Además aprenden a depender más realmente de la Palabra de Dios, no dicen ya: “¿Quién de nosotros subirá el primero para pelear?” sino: “¿Debo volver a acercarme en batalla?”: y por fin ha renacido el sentimiento fraternal hacia el hermano culpable, Israel pregunta: “¿Debo volver contra los hijos de Benjamín, mi hermano?” (versículo 23). ¡Resultado digno de Dios! No es una victoria carnal, sino una derrota según Dios que ha producido ese cambio de sentimiento y lenguaje, y esta dependencia hacia Él.
Sin embargo quedan aún mayores frutos que producir, a la pregunta: “¿Tornaré a pelear con los hijos de Benjamín, mi hermano?” Jehová les responde: “Subid contra él. Y aquel segundo día, saliendo Benjamín de Gabaa contra ellos, derribaron por tierra otros dieciocho mil hombres de los hijos de Israel, todos los cuales sacaban espada” (versículo 25). ¿Qué se puede esperar de una segunda derrota? ¿Desaliento, desconcierto, justificaría Dios la maldad de Gabaa? ¿Aprueba la conducta de Benjamín? ¡Son cuarenta mil bajas en total! “Entonces subieron todos los hijos de Israel, y todo el pueblo, y vinieron a la casa de Dios, y lloraron” (versículo 26). Ninguno falta, todos unánimes buscan a Jehová; la aflicción se profundiza, se expresa de una manera duradera ante Dios: “Y sentáronse allí delante de Jehová, y ayunaron aquel día hasta la tarde” (versículo 26). Esto es más que la humillación y la aflicción, es el enjuiciamiento de la carne y de todos las maldades cometidas que Dios había visto en Su pueblo.
“Y ofrecieron holocaustos y ofrendas pacíficas delante de Jehová”; aquí vuelven a encontrar dos cosas de un valor infinito: la apreciación del sacrificio y la comunión. Todo esto había sido perdido en el estado ruin descrito en la corrupción religiosa del levita, en la casa de Micaía y en la tribu de Dan. La dependencia hacia la Palabra de Dios y la realidad de Su presencia, adquieren su pleno y verdadero valor bajo la disciplina. Bajo la vara Israel tiene conciencia ahora de hallarse ante Dios mismo, el Dios sentado entre los querubines cuya presencia había sido completamente olvidada por los levitas morando en Judá y Efraim. Se acercan a Él mediante un sacerdote vivo —ya no con un efod vacío— (capítulo 18:20) que intercede por ellos: “Pues estaba allí el arca del pacto de Dios en aquellos días, y Finees, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, ministraba delante de él en aquellos días” (versículo 27-28). Se ha recobrado la presencia de Dios en Silo, la conciencia del verdadero sacerdocio; en fin, Israel ha abandonado toda propia voluntad, depende enteramente de Dios en cuanto a ir contra su hermano Benjamín: “¿Tornaré otra vez en batalla contra los hijos de Benjamín, mi hermano?” (versículo 28).
¡Qué transformación! ¿Qué es lo que la produjo? Un mal horrible y una disciplina que costó a Israel cuarenta mil hombres. Dios no rebaja jamás la gravedad del mal, pero el interés que demuestra hacia Su pueblo hace obrar hasta el mismo mal para limpiar, restaurar y volverle a Su presencia; desde ese momento Dios dará la victoria a los que se han humillado. Entonces tiene lugar la batalla de la que Israel limpiado saldrá victorioso; aunque ha de hacer todavía una nueva experiencia de su flaqueza, pues debe fingir una derrota, y “unos treinta de sus hombre caen” (versículo 31). La victoria es obtenida pero al precio de una tribu casi entera: sólo seiscientos hombres quedan de ella (versículo 47).

Jueces 21: Frutos de la restauración

La restauración de las tribus de Israel tiene por consecuencia el rechazo absoluto de toda alianza con el mal; resultado que se adquirió también mediante la disciplina: “Y los hombres de Israel habían jurado en Mizpa diciendo: ninguno de nosotros dará su hija a los hijos de Benjamín por mujer” (versículo 1). Habían olvidado completamente esta separación del mal en circunstancias anteriores. Cuando en un tiempo de ruina, bajo la acción de la disciplina, los creyentes vuelven a las afecciones primeras para el Señor, nunca, recordémoslo, éstas se tornan más tolerantes para con el mal. Cuanto más íntima es la comunión con Dios, tanto más ésta nos separa del mal; este principio no existía ya para los levitas de los capítulos anteriores. Esta separación del mal no mella las afecciones del corazón hacia los hermanos, las fortalece; es lo que notamos aquí.
Por tercera vez el pueblo sube a Betel: “Vino pues el pueblo a la casa de Dios y sentóse allí hasta la tarde, delante de Jehová; y alzaron la voz y lloraron con grande lamentación” (versículo 2). Este lugar que habían vuelto a encontrar es ahora indispensable para Israel. Las derrotas los habían impelido allí, la victoria o una derrota más bien, les hace reemprender su camino para llorar. La vez anterior lloraron y quedáronse delante de Jehová, pero ahora permanecen en Su presencia: “Mi corazón ha dicho a ti: buscad Mi rostro; Tu rostro buscaré oh Jehová” (Salmo 27:8). ¿Es este nuestro afán en medio del mal y de las tristezas del día actual? El quedarse hasta la tarde “en Su presencia” proporcionará la consolación a las lágrimas que allí derraman: “Alzaron su voz y lloraron amargamente” (versículo 2). Por primera vez sienten toda la amargura y la magnitud de su herida, dicen: “¿Por qué, oh Jehová, Dios de Israel, ha acontecido esto en Israel, que se eche de menos hoy una tribu?” (versículo 3). ¿Por qué? Debían buscar en sus mismos males, en su corrupción, su desobediencia, su alejamiento de las Escrituras, su falta de comunión con Dios, su idolatría, y muchas otras cosas, el motivo del porqué faltaba una tribu de Israel. La mella está hecha, el cuerpo siente dolor de la amputación; el Dios de Israel, ante cuyos ojos en Su Tabernáculo está la mesa de oro con sus doce panes de la proposición, había sido deshonrado. Israel no piensa ya en su pundonor herido como antes, sino en la ofensa hecha a la santidad y a la gloria de Dios. Los amargos llantos se derraman en Su presencia, pero es cuando la unidad parece perdida para siempre, que el pueblo la realiza mucho más moralmente y en sus afecciones; además, es mucho más la verdadera unidad a ojos de Jehová que su apariencia entre el pueblo corrompido y ruin del comienzo del capítulo 20.
Los primeros rayos matinales, después de pasada la tormenta, ven a Israel edificando un altar: “Y al siguiente día el pueblo se levantó de mañana y edificaron allí altar” (versículo 4). Hacen la experiencia de lo que dirá el salmista: “Al despuntar el día, Te buscaré oh Jehová” (Salmo 63:1). La humillación, la ruina, no impiden el culto después de la restauración; la gracia divina hace que pueda quedar un altar a Jehová en medio del campo de batalla: “Y ofrecieron holocaustos y pacíficos a Jehová”. Tres hechos han precedido al culto y condujeron al pueblo a sacrificar a su Dios: una resuelta separación total del mal, la búsqueda de la presencia de Dios y un sentimiento profundo de la ruina acarreada por el pecado. Es en ese ambiente que Israel, como también el pueblo cristiano puede ofrecer holocaustos a Dios. Todas estas bendiciones reencontradas en el camino de la humillación conducen a Israel a buscar otro fruto todavía: la restauración del caído, sin la cual la disciplina no tendría motivo.
“Y dijeron los hijos de Israel: ¿quién de todas las tribus de Israel no subió a la reunión cerca de Jehová? Porque se había hecho gran juramento contra el que no subiese a Jehová en Mizpa, diciendo: sufrirá muerte” (versículo 5). La neutralidad, o la indiferencia hacia el enjuiciamiento del mal que había deshonrado a Dios en Israel, el menosprecio de la unidad del pueblo de Dios afirmada de una manera profunda por la actitud de las once tribus humilladas, no podían ser tolerados. Sin embargo, antes de ejecutar el juicio sobre quien se hubiera mostrado indiferente, el tema de meditación de Israel es el dolor por el caído y su restauración: “Se arrepintieron a causa de Benjamín su hermano, diciendo: es cortada hoy una tribu de Israel; ¿qué hemos de hacer a fin de conseguir mujeres para los que han quedado, puesto que nosotros hemos jurado por Jehová no darles de nuestras hijas por mujeres?” (versículos 6-7).
Una profunda realidad de la unidad en contra del mal hace buscar a Israel el remedio para vendar la herida de la tribu culpable: “¿Hay algunos de las tribus de Israel que no hayan subido a Jehová en Mizpa? Y hallaron que ninguno de Jabes de Galaad había venido al campamento a la reunión” (versículo 8). El juicio que va a caer sobre Jabes de Galaad no servirá sino para ejercer la misericordia a favor de Benjamín; el cercenamiento del indiferente será la restauración del culpable disciplinado. He aquí pues lo que Israel aprende de este doloroso conflicto: dichoso aquel que recibe tales lecciones, y sabe unir un odio sin mezcla hacia el mal, con un amor perfecto para sus hermanos.
Las cuatrocientas vírgenes de Jabes de Galaad “son traídas en el campamento de Silo”, en presencia de Jehová y de Su Tabernáculo; luego “toda la congregación envió a hablar a los hijos de Benjamín ... y llamáronlos en paz” (versículo 13). Si el pueblo recobró su unidad para ejercer el castigo, está plenamente unido, y de un sólo corazón para la restauración del hermano culpable: “Bástale al tal esta reprensión ... así que, al contrario, vosotros más bien lo perdonéis y consoléis porque no sea el tal consumido de demasiada tristeza” (2 Corintios 2:6). El punto de partida de la restauración es la casa de Jehová en Silo, “que es en la tierra de Canaán” (versículo 12); Su terreno, Su presencia y Su comunión; allí “diéronles por mujeres las que habían guardado vivas de Jabes de Galaad” (versículo 14).
La llaga no está del todo vendada; pero el amor que se ingenia para sanarla sugiere a Israel un modo de ayudar a sus hermanos sin renegar de sus obligaciones hacia Dios, y sin rebajar el nivel de su separación del mal. Un nuevo arrepentimiento, más hondo aún, está unido a una nueva manifestación del amor fraternal. “Y el pueblo tuvo dolor a causa de Benjamín ... ahora bien, dijeron, he aquí cada un año hay solemnidad de Jehová en Silo, que está al aquilón de Betel, al lado oriental del camino que sube a Siquem ... y mandaron a los hijos de Benjamín diciendo: id y poned emboscada en las viñas; y estad atentos; y cuando viereis salir las hijas de Silo a bailar en corros, vosotros saldréis de las viñas y arrebataréis cada uno mujer para sí de las hijas de Silo, y os iréis a tierra de Benjamín” (versículos 15-21). Abandonando el papel de vencedor, Israel se deja despojar por Benjamín y consiente en ser el vencido en la presencia de Jehová en Silo: “Y cuando vinieren los padres de ellas o sus hermanos para demandárnoslo, les diremos: hacednos la merced para con nosotros a su respecto, pues que no tomamos para cada cual su mujer en la guerra” (versículo 22). Aquí Israel no dice: “Ellos no recibieron”, mas: “Nosotros no recibimos”, tomando así el lugar de los vencidos. ¡Cuánto difieren estas palabras de las otras primeras: “¿Qué maldad es esta que se ha cometido entre vosotros?”! No separa ya Israel su causa de la de sus hermanos benjaminitas; la unidad del pueblo en amor, como en la disciplina, ha hallado de nuevo toda su importancia en los días enojosos de la decadencia. Más aún, se ha recobrado la alegría en la casa de Jehová, los corros de las hijas de Silo salen para la danza, “entonces la virgen se holgará en la danza, los mozos y los viejos juntamente, y su lloro tornaré en gozo, y los consolaré, y los alegraré de su dolor. Y el alma del sacerdote embriagaré de dulzura y será Mi pueblo saciado de Mi bien, dice Jehová”; “Y cantores y tañedores en ella dirán: todas mis fuentes están en Ti” (Jeremías 31:13; Salmo 87:7). Pero estos tiempos profetizados por Jeremías y los hijos de Coré estaban todavía muy lejos.
La reconstrucción tuvo lugar: “Los hijos de Benjamín tornáronse a su heredad y reedificaron las ciudades, y habitaron en ellas ... Los hijos de Israel se fueron también de allí, cada uno a su tribu y a su familia ... cada uno a su heredad” (versículos 27-28). La historia debe seguir, se debían escribir nuevas páginas, es por esta razón que el libro de los Jueces concluye con la solemne repetición que caracteriza “los días malos”: “en estos días no había rey en Israel; cada cual hacía lo recto a sus propios ojos” (versículo 25). A lo cual podemos responder: “¡A la ley y al testimonio! si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:20). La plena restauración, y la alegría de un nuevo pacto a la cual nos hemos referido en la cita del profeta Jeremías y del Salmo 87, debía ser para más tarde, mucho más tarde.
Hermano lector, que estos sentimientos sean los nuestros; si hay cristianos que tienen en poco la divina unidad de la Iglesia con Cristo su cabeza, tal como lo expresa el precioso texto de la Epístola: “La cual es Su cuerpo, la plenitud de Aquel que hinche todas las cosas en todos”; si debemos confesar su pérdida exterior; si hay cristianos que substituyen esta unidad con pobres revoques, satisfechos de unas apariencias de unidad que ni aún engañan a los que las recomiendan; si los cristianos establecen alianzas entre sus diversas sectas, alianzas que justifican la ruina, ya que la constatan, demos las espaldas resueltamente a semejantes disfraces. Humillémonos de la ruina de la Iglesia, pero no nos conformemos con ella; proclamemos altamente que hay un solo cuerpo y que Cristo es su cabeza. Apliquémonos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Revistámonos del amor que es el vínculo de la perfección.
Dios no cambia el deplorable estado de la cristiandad, lo constata, pero lleva a los Suyos desde claridades engañosas de una conciencia sucia, y las juzga por la Palabra, hacia la luz radiante de ella, única guía fiel y capaz de edificar a los Suyos y darles una “heredad con todos los santificados” (Hechos 20:32).