Número 29
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Carta del editor - Número 29 - Diciembre de 2012
D.E. Rule
Amado hermano y amigo:
Este número de Tu Juventud es un poco diferente. Tenemos dos artículos escritos hace mucho tiempo. Por ejemplo, el artículo sobre la humanidad de Cristo fue escrito por un hermano en Inglaterra en el siglo 19. No es una lectura fácil, pero el contenido es sumamente importante y profundo. El otro artículo escrito hace mucho tiempo es sobre el tema de La Salvación: Su Seguridad, Su Certeza y Su Gozo. Son temas que no son pasajeros.
En el otro lado, hay artículos sobre algunas pautas acerca del matrimonio y los peligros de tener relaciones fuera del matrimonio. No somos más sabios que lo que dice la Palabra de Dios. Las cosas fueron escritas para que tengamos pleno gozo. Vivimos en un mundo donde muchos no quieren ser responsables de sus hechos, pero sabemos que traen consecuencias. Los placeres temporales del pecado son muy diferentes que el pleno gozo que hay en el sendero de obediencia, aun en medio de las pruebas que hay.
Esperamos que el artículo sobre evangelización con folletos sea de provecho. Hace pocos años tuve el gozo de conocer a un hermano en Cristo que se convirtió al Señor cuando leyó un folleto del evangelio que había recibido unos veinte años antes de un pariente y lo tuvo guardado. Si quieres folletos con los números siguientes de Tu Juventud, favor nos avisas e incluiremos algunos en los próximos envíos.
El país seleccionado para este mes para la mies es mucha es España, y es un lugar que tiene conexiones con los receptores de esta revista porque es la tierra madre del idioma que utilizan la mayoría de los lectores. Aparte de los problemas económicos que España está atravesando en este momento, el problema más grave es espiritual. Es el rechazo o ignorancia de la mayoría de la población al evangelio. Deben estar en nuestras oraciones.
Volvemos a iniciar el BUZÓN DE LA AMISTAD CRISTIANA. Si quieres estar incluido a futuro, nos mandas tu solicitud con tus datos a nuestro correo o a [email protected]. Tan solo pedimos que esta oportunidad de establecer vínculos de amistad entre hermanos sea utilizada como conviene a miembros de la familia de Dios. Para verlo, por favor visita: www.tujuventud.org o nos escribes a nuestra dirección de correo o al correo electrónico para obtener una copia.
Como siempre, pedimos que leas esta revista con tu Biblia abierta, comparando todo con el libro que juzga todas las demás cosas. En este número hemos incluido, en algunos artículos, más de los versículos para que puedas verlos en su contexto. Como muchos han dicho: un texto fuera de su contexto puede ser un pretexto.
Su hermano por gracia,
La humanidad de Cristo
J.N. Darby
Entrar en cuestiones sutiles acerca de la persona de Jesús conduce a marchitar y a perturbar el alma, a destruir el espíritu de adoración y afecto, y a poner en su lugar unas espinosas indagaciones, como si el espíritu del hombre pudiera resolver la manera en que la humanidad y divinidad de Jesús quedaron unidas entre sí. Es en este sentido que tenemos escrito: “ ... nadie conoce al Hijo, sino el Padre ... ” (Mateo 11:27). Es innecesario decir que yo no tengo tal pretensión. La humanidad de Jesús no tiene comparación posible. Era una humanidad verdadera y real, cuerpo, alma, carne y sangre, como la mía, por lo que se refiere a la naturaleza humana. Pero Jesús apareció en circunstancias muy diferentes a aquellas en las que Adán se encontró. Él vino expresamente a tomar nuestras enfermedades y dolencias (compare Mateo 8:17). Adán no tenía que tomar ninguna de ellas; no que su naturaleza fuese incapaz de las mismas, pero él no estaba en las circunstancias que las introdujeron. Dios lo había situado en una posición inaccesible al mal físico, hasta que cayó en un mal moral.
Por otra parte, Dios no estuvo en Adán. Dios estuvo en Cristo en medio de toda clase de dolores y aflicciones, fatigas y sufrimientos, a través de todo lo cual pasó Cristo según el poder de Dios, y con pensamientos de los que el Espíritu de Dios era siempre la fuente, aunque realmente eran humanos en sus repercusiones. Antes de su caída, Adán no tenía aflicciones; Dios no estaba en él, ni tampoco era el Espíritu Santo la fuente de sus pensamientos; después de su caída, el pecado pasó a ser la fuente de sus pensamientos. Esto nunca fue así con Jesús.
Por lo que se refería a Jesús, Él es el Hijo del Hombre: Adán, en cambio, no lo fue. Pero, a la vez, Jesús nació por el poder divino, de modo que el santo ser que nació de María fue llamado el Hijo de Dios (compare Lucas 1:35): esto no aplica a ningún otro. Él es el Cristo nacido de hombre, pero incluso como hombre, nacido de Dios; de modo que el estado de la humanidad en Él no es ni lo que Adán era antes de su caída ni lo que llegó a ser después de su caída.
Pero lo que cambió en Adán debido a la caída no fue su humanidad, sino el estado de su humanidad. Adán era tanto hombre antes como después, y después como antes. El pecado entró en la humanidad, que quedó por ello distanciada de Dios; está sin Dios en el mundo. Ahora bien, en Cristo tenemos tal cosa. Él estuvo siempre de manera perfecta con Dios, salvo que Él sufrió en la cruz el desamparo de Dios en Su alma. Además, el Verbo fue hecho carne. Dios fue manifestado en carne. Así actuando en esta humanidad verdadera, Su presencia era incompatible con el pecado en la unidad de la misma persona.
Es un error suponer que Adán tuvo inmortalidad en sí mismo. Ninguna criatura la posee. Todas ellas son sostenidas por Dios, que es “el único que tiene inmortalidad” en esencia. Cuando Dios ya no se complació más en sostenerlo en este mundo, el hombre deviene mortal y se agota su fuerza: en realidad, según los caminos y la voluntad de Dios, llega a alcanzar cerca de mil años cuando Dios así lo dispone, y setenta cuando a Él bien le parece. Solamente Dios tendría esta decisión, que uno debe morir más temprano o más tarde cuando ha entrado el pecado, salvo que transformará a los que sobrevivan hasta la venida de Jesús, porque Él ha vencido a la muerte.
Ahora bien, Dios estaba en Cristo, que lo cambió todo a este respecto (no en lo relativo a la realidad de Su humanidad, con todos sus afectos, sentimientos, deseos naturales del alma y del cuerpo; todo lo cual estuvo en Jesús, y que fue consiguientemente afectado por todo que le rodeó, sólo que en conformidad con el Espíritu y sin pecado). Nadie tomó Su vida; Él la entregó, pero en el momento que Dios dispuso en Su voluntad. Él queda abandonado en realidad a los efectos de la iniquidad del hombre, porque Él vino a cumplir la voluntad de Dios; Él permite que le crucifiquen e inmolen. Sólo que en el momento en que Él se da, Su espíritu está en Sus manos. Él no realiza ningún milagro para impedir el efecto de los crueles medios de muerte que el hombre utilizó, como para eximir a Su humanidad de sus efectos; Él la deja a sus efectos. Su divinidad no la emplea para librarse de todo aquello, para eximirse de la muerte; es empleada más bien para añadir a todo ello Su valor moral, toda Su perfección a Su obediencia. Él no obra ningún milagro para no morir, sino que realiza un milagro en Su muerte. Él actúa según Sus derechos divinos al morir, pero no para librarse de la muerte; porque Él entrega Su alma a Su Padre tan pronto todo está consumado.
Así, la diferencia de Su humanidad no reside en que la misma no fuese real y completamente la de María, sino en que lo fue por un acto de poder divino, de modo que fuese sin pecado; y además que en lugar de estar separado de Dios en Su alma, como lo está todo hombre pecaminoso, Dios estuvo en Aquel que procedía de Dios. Él pudo decir: “Tengo sed”, “está turbada mi alma”, “Mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas”; pero también pudo decir: “el Hijo del Hombre, que está en el cielo” y “Antes que Abraham fuese, yo soy”. La inocencia de Adán no era Dios manifestado en la carne; no era el hombre sujeto, en lo que respecta a las circunstancias en las que se encontró Su humanidad, a todas las consecuencias del pecado.
Por otra parte, la humanidad del hombre caído quedó bajo el poder del pecado, de una voluntad opuesta a Dios, de concupiscencias que son enemistad contra Él. Cristo vino para hacer la voluntad de Dios: en Él no había pecado. La de Cristo fue una humanidad en la que Dios estaba, y no una humanidad separada de Dios en sí misma. No era una humanidad en las circunstancias en las que Dios había puesto al hombre cuando fue creado, en las circunstancias en las que el pecado lo había situado, y en tales circunstancias sin pecado; no como el pecado había tornado al hombre en medio de ellas, sino como el poder divino le situó en todos Sus caminos en medio de aquellas circunstancias, como el Espíritu Santo lo tradujo en humanidad. No se trataba del hombre donde no había mal, como el Adán inocente, sino del hombre en medio del mal; no era el hombre malo en medio del mal como lo era el Adán caído, sino el hombre perfecto, perfecto según Dios, en medio del mal, Dios manifestado en carne; una humanidad real, propia, pero en la que Su alma tenía siempre los pensamientos que Dios produce en el hombre, y en una comunión absoluta con Dios, excepto cuando padeció en la cruz, el lugar donde Él debía, en cuanto al padecimiento de Su alma, ser desamparado por Dios, más perfecto aún entonces en cuanto al alcance de la perfección y al grado de obediencia que en cualquier otra circunstancia, porque Él cumplió la voluntad de Dios frente a Su ira, en lugar de hacerlo en el gozo de Su comunión; y por ello pidió que pasase la copa de Él, lo que nunca había hecho antes. No podía encontrar Su sustento en la ira de Dios.
Nuestro precioso Salvador fue verdaderamente tan hombre como yo mismo, por lo que se refiere a la idea simple y abstracta de humanidad, pero sin pecado, nacido milagrosamente por poder divino; y, además, era Dios manifestado en carne.
Habiendo dicho todo esto, recomiendo con todo mi corazón evitar analizar y definir la persona de nuestro bendito Salvador. Se pierde el sabor de Cristo en los pensamientos, y en su lugar sólo quedará la esterilidad del espíritu humano en las cosas de Dios y en las cosas que tienen que ver con ellas. Es un laberinto para el hombre, porque allí está trabajando a sus propias expensas. Es como si uno realiza una disección del cuerpo de su amigo, en lugar de alimentarse con sus afectos y carácter.
Deseo añadir que estoy tan profundamente convencido de la incapacidad del hombre a este respecto, y que está fuera de la enseñanza del Espíritu desear definir como la deidad y la humanidad están unidas en Jesús, que estoy bien dispuesto a suponer que, con todo mi deseo de evitarlo, puedo haber caído en ello, y que al caer en ello, puedo haber dicho algo falso en lo que le acabo de escribir. Que Él es verdaderamente hombre, Hijo del hombre, dependiente de Dios como tal, y sin pecado en este estado de dependencia, verdaderamente Dios en su inefable perfección, a esto me aferro, espero, más que a mi vida. Lo que no pretendo es definirlo. “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27). Si encuentro algo que debilita una u otra de estas verdades, o que deshonra a Aquel a quien tienen como objeto, debo oponerme a ello, llamándome Dios a lo mismo, con todas mis fuerzas.
¡Quiera darle Dios el creer todo lo que la palabra enseña en relación a Jesús! Es nuestra paz y nuestro sustento entender todo lo que el Espíritu nos da a entender, y no tratar de definir aquello que Dios no nos llama a definir; sino adorar por una parte, para alimentarnos por la otra, y vivir en todo sentido de acuerdo con la gracia del Espíritu Santo.
La salvación: Su seguridad, su certeza, su gozo
G. Cutting
La salvación y su seguridad
¿En qué clase viaja usted? He aquí una pregunta que a menudo se hace a los viajeros en las estaciones de ferrocarril. Permíteme que te haga la misma pregunta, porque ciertamente tú también estás viajando de este mundo a la eternidad, y puede ser que muy pronto llegues al final.
Permíteme, repito, que con el mayor interés te pregunte: “En esta vida ¿en qué clase vas viajando?”. No hay sino tres clases, y te explicaré cuáles son, para que te pruebes a conciencia, como si estuvieras en la presencia de Aquél “a Quien tenemos que dar cuenta”.
Podríamos decir que en:
Primera clase.- Viajan aquellos que son salvos, y que saben que lo están.
Segunda clase.- Los que no tienen la seguridad de su salvación, pero que desean tenerla.
Tercera clase.- Aquellos que no sólo no son salvos, sino que son completamente indiferentes a tal cuestión.
De nuevo te pregunto: “¿En cuál de estas tres clases viajas?” ¡Ah! ¡qué locura es el permanecer indiferente a lo que se refiere a la eternidad!
Hace poco viajaba en el tren y vi a un hombre que venía a toda prisa y que escasamente tuvo tiempo de sentarse en un vagón, cuando ya el tren se puso en marcha. Uno de los pasajeros le dijo: “¡Cómo tuvo que haber corrido Ud. para coger este tren!” Es verdad, respondió jadeante, pero he ganado cuatro horas, y esto bien vale la pena.
¡Cuatro horas ganadas! Al oír estas palabras, no pude menos que decirme a mí mismo: “Si ganar cuatro horas se considera tan importante, ¡cuánto más debe serlo cuando se trata de ganar la eternidad!“ Sin embargo, existen millares de hombres inteligentes y previsores en todo cuanto se refiere a sus intereses en este mundo, que cuando se trata de los intereses eternos parece que fueran ciegos. A pesar del infinito amor de Dios por los pecadores, que se manifestó en el Calvario, a pesar de aborrecer el pecado, a pesar de la evidente brevedad de la vida del hombre y de la terrible probabilidad de encontrarse después de la muerte con un remordimiento insoportable en el infierno y al otro lado de aquella sima que separa a los salvados de los perdidos, a pesar, digo, de todo esto, el hombre corre descuidado a su triste fin, como si no existiera Dios, ni muerte, ni juicio, ni cielo, ni infierno. Si tú, lector de estas páginas, eres uno de ésos, ruego a Dios que tenga misericordia de ti, y que en este mismo momento te abra los ojos para reconocer tu peligrosísima situación al permanecer en la orilla resbalosa de una infelicidad sin fin.
Ya sea que lo creas, o que no, tu situación es sumamente crítica. No dejes para otro día los asuntos de la Eternidad. Dejarlo para otro día es un arma de Satanás para engañarte y perder tu alma. Así se porta él como lo que es: un “ladrón”, y un “homicida”. Qué verdadero es el refrán que dice: “El camino de más tarde conduce a la ciudad de nunca”. Te ruego, mi lector, que no sigas tu viaje por ese camino, pues “he aquí ahora el día de salvación”.
La incertidumbre
Alguien acaso dirá: —Yo no soy indiferente a los intereses de mi alma, pero el caso es que la incertidumbre me produce una viva angustia. Siguiendo el ejemplo, podría decir que estoy entre los viajeros de segunda clase.
Pues bien, tanto la indiferencia como la incertidumbre son hijos de una misma madre ... la incredulidad. La indiferencia viene de la incredulidad en cuanto al pecado y a la ruina en que está el hombre, la incertidumbre viene de la incredulidad tocante al infalible remedio que Dios ofrece. Estas páginas van dirigidas especialmente a aquellos que, como tú, desean tener la completa e inequívoca seguridad de su salvación. Me explico tu ansiedad, y estoy seguro de que cuanto más interesado estés en este tema de suma importancia, mayor será tu anhelo, hasta que tengas la seguridad de que, en realidad, estás salvado para siempre. “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16:26).
Supongamos lo siguiente: El único hijo de un padre amoroso está navegando, cuando llegan noticias de que el buque ha naufragado en una costa lejana. ¿Quién será capaz de describir la angustia que la incertidumbre produce en el corazón de aquel padre, hasta que puede asegurarse, por testimonio veraz de que su hijo está sano y salvo?
Supongamos este otro caso: Estás muy lejos de tu casa, en una noche oscura y borrascosa, y no conoces el camino por donde andas. Llegas a un sitio en donde el camino que seguías se divide en dos, y le preguntas a un transeúnte, cuál de los dos caminos es el que lleva al pueblo al cual te diriges, y él contesta: —Supongo que debe ser éste, y si lo sigue, pienso que llegará a la población que usted ha nombrado. ¿Estarías satisfecho con una respuesta tan vaga? Seguro que no, necesitas estar seguro de que aquél, y no otro, es el camino que buscas; de lo contrario, a cada paso que des, aumentarán tus dudas. No debe sorprendernos, pues, que haya hombres que no puedan comer ni dormir tranquilos en tanto que el problema de la salvación de sus almas queda por resolverse.
Perder los bienes es mucho,
Perder la salud es aún más,
Perder el alma es pérdida tal
Que no se recobra jamás.
Ahora bien querido lector, con la ayuda del Espíritu Santo, deseo explicar claramente tres asuntos que, empleando el lenguaje de las Sagradas Escrituras, los llamaremos así:
1º El camino de la salvación (Hechos 16:17).
2º El conocimiento de la salvación (Lucas 1:77).
3º El gozo de la salvación (Salmo 51:12).
Estas tres cosas, aunque íntimamente relacionadas, tienen cada una de ellas una base propia, de modo que puede darse el caso de una persona que conozca el camino de la Salvación sin tener la seguridad personal de estar salvada, como también se puede dar el caso de que sepa que está salvada, y a pesar de ello no tenga un gozo constante que acompañe este conocimiento.
El camino de la salvación
Trataré, pues, en primer término del camino de la salvación. En el libro de Éxodo 13:13, leemos de un ejemplo o una figura de la salvación en las palabras siguientes, salidas de la boca de Dios: “Mas todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos”.
Ahora imaginemos una escena que ocurrió hace tres mil años. Vean a dos hombres que están en animada conversación, el uno sacerdote de Dios, y el otro un israelita muy pobre. Acerquémonos y escuchemos lo que dicen. Pronto comprendemos que el asunto que tratan es de importancia, y que se ocupan de un burrito que está junto a ellos.
—He venido a preguntar, dice el israelita, si no se podría hacer una excepción compasiva a mi favor, sólo por esta vez. Esta pequeña bestia es el primogénito de una asna que tengo y aunque sé lo que la ley pide en tales casos, confío que se le perdone la vida. Yo soy muy pobre en Israel, y me vendría muy mal perder este burrito.
Entonces el sacerdote le contesta con firmeza: —Pero la ley de Dios es clara, y no admite dudas: “Todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebraras su cerviz”. Trae, pues, el cordero.
—Pero, señor, ¡no tengo ningún cordero!
—Entonces, vé, compra uno y vuelve, o de lo contrario, el asno tendrá que morir. O el asno muere, o traes el cordero en su lugar.
—Qué tristeza, contesta el israelita, entonces todas mis esperanzas se desvanecen, porque soy demasiado pobre para comprar un cordero.
Pero durante el curso de esta conversación una tercera persona se une a ellos y después de conocer el triste relato del pobre hombre se vuelve a él, y bondadosamente le dice: —No te desanimes; yo puedo suplir tu necesidad. Tengo en casa en ese cerro cercano un cordero criado en nuestro mismo hogar, que no tiene mancha ni defecto alguno, nunca se descarrió, y es muy querido de cuantos están en casa. Voy por él. Al poco tiempo regresa trayendo el cordero que momentos después está junto al burrito.
Entonces amarraron al corderito, lo sacrificaron, y derramaron su sangre y, por fin, el fuego lo consumió. El sacerdote justo se vuelve al pobre israelita, y le dice: —Llévate al burrito y puedes estar seguro de que desde ahora ya no hay que quebrar su cerviz.
El corderito ha muerto en lugar del asno. Por lo tanto, éste, en justicia, debe ir libre, gracias a tu amigo generoso.
Ahora bien, ¿no echas de ver en esta figura la enseñanza que el mismo Dios nos da de la salvación de un pecador? Su justicia exige por tus pecados la muerte, es decir, el justo castigo tuyo. La única alternativa es la muerte de un sustituto aprobado por Dios.
El hombre jamás hubiese hallado lo que necesitaba para salir de su desesperada situación; mas Dios lo encontró en la persona de su Hijo. Él mismo proveyó el Cordero. Juan el Bautista les dijo a sus discípulos, mientras fijaba su mirada en Jesús: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).
Y, en efecto, Jesús subió al Calvario, llevado como un cordero al matadero, y allí “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). De modo que Dios no quita ni una tilde de Sus justas y santas reclamaciones contra el pecado cuando justifica, es decir, cuando absuelve de toda culpa al impío que cree en Jesús (Romanos 3:26). ¡Bendito sea Dios por tal Salvador, y por tal salvación!
“¿Crees tú en el Hijo de Dios?”
Si puedes contestar: —Sí, como pecador digno de ser castigado, he encontrado en Él a Uno en quien puedo confiar con toda seguridad. De veras creo en Él, entonces puedo asegurarte de que todo el valor del sacrificio de Cristo en la cruz te sirve delante de Dios en toda la plenitud con que Dios lo aprecia, de modo tan completo como si tú mismo hubieras sufrido la condenación merecida.
Ah, ¡qué Salvación tan admirable y grande! Es digna de Dios mismo. Con ella satisface los deseos del amor de su corazón, da gloria a su amado Hijo, y asegura la salvación a todo pecador que crea en Él. ¡Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quién así ordenó que su propio Hijo llevase a cabo toda esta gran obra, y recibiera por ella toda la alabanza, y para que tú y yo, pobres criaturas culpables, no sólo alcanzásemos toda bendición por creer en Él, sino que además gozásemos eternamente de la bienaventurada compañía de Aquél que nos ha bendecido! “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre” (Salmo 34:3).
Pero tal vez digas: —¿Cómo es que no tengo completa seguridad de que soy salvo, siendo que ya no confío ni en mí mismo ni en mis obras, sino única y enteramente en Cristo y en su obra? ¿Cómo es que si bien un día los sentimientos de mi corazón me aseguran que soy salvo, casi siempre al día siguiente me veo lleno de dudas, como un buque atacado por el oleaje y sin anclaje alguno?
¡Ah! voy a explicarte en qué consiste tu equivocación. ¿Has visto alguna vez a algún marino que cuando trata de anclar el buque, mande a que echen el ancla dentro del mismo barco? Nunca, ¿verdad? Siempre has visto arrojar el ancla fuera, y entonces el buque está seguro. Vamos, pues, al caso tuyo. Quizás estés convencido de que lo único que te da la seguridad es la muerte de Cristo, pero te figuras que los sentimientos tuyos interiores son los que te deben dar la certeza de que eres salvo.
La salvación y su certeza
Coge la Biblia, porque quiero que veas en ella el modo cómo Dios le da al hombre el conocimiento de la salvación.
Pero antes de leer el versículo que enseña cómo el creyente puede saber que tiene la vida eterna, voy a redactarlo del modo torcido y equivocado así como algunos lo entienden en su imaginación. Helo aquí: “Estos gozosos sentimientos os he dado, a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”.
Abramos ahora la Biblia, y mientras vamos a comparar este supuesto texto con el auténtico de la inmutable Palabra de Dios, ojalá que puedas decir de todo corazón como dijo David: “Los pensamientos vanos aborrezco; mas amo tu ley” (Salmo 119:113, A.V.). Pues bien, el versículo que los hombres tuercen en su imaginación no es como lo he dicho; el versículo 1 Juan 5:13 dice así: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”.
La Historia Sagrada da la relación de un acontecimiento que viene muy al caso para explicar cómo podemos estar seguros de la salvación, según el verso anteriormente citado. Ese acontecimiento es la salida del pueblo de Israel de la tierra de Egipto (Éxodo 12).
¿Cómo podrían saber con certeza los primogénitos de los millares de Israel que estaban seguros durante la terrible noche de la Pascua, y del castigo de Egipto?
Visitemos dos de sus casas, oigamos lo que allí se dice. Entramos a una, y encontramos a los individuos de aquella familia temblando de miedo, y llenos de dudas.
—¿Por qué están Uds. temblando y tan pálidos?, les preguntamos. El primogénito nos dice que es porque el Ángel Heridor va pasando por toda la tierra de Egipto, matando a los primogénitos, y que por lo tanto no sabe qué será de él en tan terrible noche cuando el Heridor haya pasado nuestra casa, dice el primogénito, y la noche del castigo haya pasado, entonces sabré que estoy salvado; pero mientras tanto no puedo ver cómo estar perfectamente seguro. Nuestros vecinos de al lado, continúa él, dicen que están seguros de su salvación, pero yo creo que el que diga eso es muy presumido. Lo mejor que puedo hacer es ver pasar esta larga y triste noche deseando que me vaya bien.
—¿Pero, acaso no le ha provisto el Dios de Israel un medio para dar seguridad a su pueblo?, decimos nosotros.
—Claro que sí, y nosotros ya lo hemos puesto en práctica. Rociamos debidamente, con un manojo de hisopo la sangre de un cordero de un año, sin mancha ni defecto, sobre el dintel y los marcos de la puerta de nuestra casa; pero a pesar de esto, no estamos completamente seguros de salir a salvo.
Dejemos ya a estas gentes atribuladas por la duda y entremos en la casa vecina.
¡Qué contraste tan notable se ofrece en ella! La confianza resplandece en todos los rostros. Los vemos a punto de marchar, ceñidos sus vestidos a la cintura, bastón en mano, comiendo de pie el cordero asado.
—¿Podrían decirnos, les preguntamos, la causa de alegría y tranquilidad en una noche tan sombría como esta? Y nos responden: —Estamos aguardando de parte de Jehová las órdenes de ponernos en marcha, y entonces daremos para siempre el último adiós al látigo del cruel capataz, y a la dura esclavitud de Egipto.
—¿Pero olvidan que esta noche el Ángel de Dios recorre la tierra hiriendo de muerte a los primogénitos?
—No lo olvidamos, pero también sabemos que nuestro primogénito está seguro, porque rociamos la sangre del cordero, según nuestro Dios nos mandó.
—En la casa de al lado también lo hicieron y, sin embargo, en ella todos están tristes, porque dudan de su seguridad.
—Pero, además de la sangre rociada, tenemos el testimonio que Dios mismo nos dio de ella con su Palabra inmutable. Dios dijo: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. Él está satisfecho con ver la sangre allí fuera, y nosotros descansamos seguros en su Palabra aquí adentro.
La sangre rociada nos da seguridad de salvación.
La Palabra hablada nos da la certeza de ella.
¿Qué puede darnos mayor seguridad que la sangre?, ¿o qué puede darnos mejor certeza que la Palabra escrita de Dios? Nada, Nada.
Ahora bien, amado lector, ¿Cuál de estas dos familias, te parece que estaba más salva? Tal vez digas que la segunda cuyos individuos todos gozaban de aquella tranquila confianza.
Pues, si así lo crees, estás en un error. Ambas familias estaban igualmente a salvo; porque en ambas la seguridad de salvación dependía de que Dios viera la sangre afuera, y no en los sentimientos de los de adentro. Y si tú también quieres estar seguro de tu propia salvación, amado lector, no escuches el testimonio fluctuante de tus emociones interiores, sino el testimonio infalible de la Palabra de Dios.
“De cierto, de cierto os digo: el que cree en Mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
A fin de aclarar este punto, me serviré de un sencillo ejemplo tomado de la vida diaria. Cierto arrendatario no teniendo suficientes pastos para su ganado, pide en arrendamiento un hermoso pastizal próximo a su casa. Pasa algún tiempo sin recibir contestación del propietario. Entretanto un vecino suyo le visita y procura animarle, diciendo: —Estoy seguro de que te arrendarán el pastizal, ¿no te acuerdas de la Navidad pasada cuando su propietario te regaló algo de su cacería, y que días después, al pasar en su coche por delante de tu casa, te saludó amablemente?
Estas palabras parecen sostener las esperanzas del arrendatario.
Al siguiente día se encuentra con otro de sus vecinos, quien le dice: —¡Me temo que no te arrendarán el pastizal! El señor B. lo solicitó también, y ya sabes tú cuánta amistad le une con el propietario. Esta noticia desvanece las esperanzas del pobre arrendatario como si fuesen pompas de jabón.
Por fin recibe una carta por correo, y al reconocer la letra del propietario, la abre con viva ansiedad, pero a medida que avanza en la lectura, la ansiedad va convirtiéndose en satisfacción que se retrata en su rostro.
—Es cosa arreglada, le dice a su esposa, ¡acabaron las dudas y temores! El dueño me arrienda por todo el tiempo que lo necesite, y en condiciones ventajosas, y esto me basta. ¡Qué me importa lo que digan los demás! La palabra del dueño contenida en esta carta me asegura la posesión.
¡A cuántas personas les sucede lo del arrendatario citado, que, al escuchar las opiniones de otros, o los pensamientos del propio corazón engañoso, se dejan llevar de acá para allá, perplejas y afligidas, cuando bastaría recibir la Palabra de Dios, como Palabra de Dios, y la certeza pasaría a ocupar el puesto de las dudas!
La Palabra de Dios dice que el que cree es salvo, y que el que no cree está condenado. En los dos casos hay certeza porque Dios lo dice.
“Para siempre, oh Jehová, permanece tu Palabra en los cielos” (Salmo 119:89); y para el creyente de corazón sencillo, Su Palabra lo confirma todo.
“Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Números 23:19).
Más pruebas no hay que exigir
Ni más demostración,
Pues sé que Cristo por morir
Cumplió mi salvación.
Mas acaso diga el lector: —¿Cómo puedo estar seguro de que tengo la verdadera fe?
A esta pregunta sólo cabe contestar con la respuesta siguiente: ¿Tienes confianza en el verdadero Salvador, esto es, en el bendito Hijo de Dios?
No es cuestión de si tu fe es mucha o poca, fuerte o débil, sino del valor de la Persona en quien has confiado. Hay unos que se agarran de Cristo con la fuerza del que está ahogándose; otro se atreve apenas a tocar el borde de su túnica; con todo, los dos están igualmente salvos. Los dos han comprendido que en sí mismos no hay nada en que puedan confiar, y que sólo Cristo es digno de poseer toda su confianza. Por esto confían en Él y en su Palabra, descansando en la obra perfecta y de eterna eficacia que Él hizo en la cruz. Esto es lo que se entiende por creer en Él; y suya es la promesa que dice: “De cierto, de cierto os digo: El que cree en Mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
Cuídate bien de no confiar, para la salvación de tu alma, en el arrepentimiento, en tus propósitos de enmienda, en tus buenas obras, en tus sentimientos religiosos, o en tu educación moral practicada desde tu más tierna edad. Puedes confiar firmemente en algunas de estas cosas o en todas juntas, y sin embargo, perderte sin remedio. En cambio, la fe más débil en Cristo te salva por toda la eternidad, mientras que la fe más firme en cualquier otra cosa que no sea Él mismo, no es más que el fruto de un corazón engañado; es el ramaje con que el enemigo cubre la trampa de la eterna perdición.
En el Evangelio, Dios coloca sencillamente ante ti al Señor Jesucristo, y te dice: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). “Puedes con toda seguridad”, dice Dios, “confiar en el Señor Jesús, aunque no puedes confiar sin pérdida en ti mismo”.
¡Bendito, mil veces bendito Señor Jesús! ¿Quién no confiará en Ti, y ensalzará tu nombre?
—Creo de veras en Él, me dijo un día una joven con cierta tristeza, y sin embargo, no me atrevo a decir que soy salva por temor a mentir.
Esta joven era hija de un tratante de ganado, y su padre había ido aquel día a la feria.
—Supongamos, le dije, que cuando tu padre vuelva a casa, le preguntes cuántos carneros compró en la feria, y él te conteste que ha comprado diez. Poco después entra un hombre en la tienda y te pregunta: —¿Cuántos carneros compró tu padre en la feria? ¿Acaso le contestarías diciendo: —No quiero decirlo por temor a mentir? La madre, que escuchaba la conversación, diría con cierta indignación: —Esto sería lo mismo que decir que tu padre es un mentiroso.
¿No ves que esta sencilla joven, aparte de su buena intención hacía de Cristo un mentiroso cuando decía: —Yo creo en el Hijo de Dios, y sin embargo no me atrevo a decir que soy salva, por no ir a decir una mentira? ¡Qué atrevimiento!
“Pero ¿cómo puedo estar seguro de que creo de veras?”, dice otro. “Muchas veces me he esforzado por creer, y he buscado en mi interior para ver si tenía fe; pero cuanto más busco menos la hallo en mí”.
Amigo mío, la manera en que miras estas cosas no puede darte otro resultado, y el decir que te esfuerzas en creer, demuestra claramente que andas equivocado.
Voy a presentarte otro ejemplo para explicarte mejor esta cuestión. Estando en tu casa, entra un sujeto y te dice que el jefe de la estación cercana acaba de morir arrollado por el tren. Pero es el caso que quien te cuenta esto es un hombre de malos antecedentes, y conocido como el más atrevido embustero en toda la vecindad. ¿Creerías o te esforzarías siquiera en dar crédito a tal persona? Claro está que no, me contestas.
—Y ¿por qué no?
—Porque conozco demasiado a ese individuo para creer sus palabras.
—Pero, dime: ¿cómo sabes que no le crees? ¿Miras acaso a los sentimientos interiores o a tu fe?
—No, señor, sólo tengo en cuenta el carácter del hombre para saberlo.
Luego entra un vecino y dice: —Un tren de mercancías arrolló al jefe de la estación esta noche y murió en el acto. Después de salir este último, se oye decir prudentemente: —Casi estoy ya por creerlo, porque lo que recuerdo de este sujeto es que no me ha engañado más que una vez, aun cuando vengo tratándolo desde muchacho.
De nuevo te pregunto: ¿Cómo sabes ahora que casi das crédito a este hombre? ¿Es tal vez porque miras a tu fe?
No, contestas, tengo en cuenta el carácter del que me da aquel informe.
Apenas sale este hombre de tu casa, cuando entra un tercero. Este, que es un amigo, cuya veracidad te inspira la más absoluta confianza, no hace más que confirmar la noticia que dieron los anteriores.
—Fulano ya me lo había anunciado, contestas, pero conociendo su carácter, no quise creerlo; pero diciéndomelo tú, lo creo.
Insisto, pues, en mi pregunta que, como recordarás, no es sino repetición de la tuya: “¿Cómo puedes saber que le crees tan positivamente a tu amigo?”.
Contestarás: —Es porque él es una persona de confianza y nunca me ha engañado, ni lo creo capaz de engañarme jamás.
Pues bien; de igual manera sé que creo al Evangelio, porque conozco a la persona que me da las noticias.
“Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo... El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo” (1 Juan 5:9,10). “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3).
En cierta ocasión un hombre que no estaba seguro de su salvación le dijo a un siervo de Dios: ¡Ah! señor, yo no puedo creer. A lo que el cristiano contestó con gran acierto: —¿De veras?, ¿y a quién es que no le puedes creer? Esta sencilla pregunta le abrió los ojos. Hasta entonces había pensado que la fe era alguna cosa misteriosa que debía sentir dentro de sí, y que sin sentirla no podía tener la seguridad de su salvación. Pero la fe del creyente pone su mira, no en sí mismo, sino en Cristo y en la obra que acabó, aceptando confiadamente el testimonio que un Dios fiel da de Cristo, y de su obra.
Es por mirar fuera, al Salvador que tenemos la paz del alma o sea la paz dentro de nosotros. Cuando un hombre vuelve su rostro hacia el sol no puede ver la sombra de su cuerpo. De igual modo el pecador tampoco puede mirarse a sí mismo y mirar a la vez a Cristo en su gloria.
Así, pues, vemos que el bendito Hijo de Dios gana mi confianza. Su obra acabada me pone eternamente en seguridad. Y la Palabra que Dios ha dado tocante a los que creen en Él, me da la certeza inalterable de tal seguridad. Encuentro en Cristo y su obra el Camino de la Salvación, y en la Palabra de Dios el conocimiento de esa salvación.
Quizá alguno de mis lectores diga: “Si soy salvo, ¿cómo es que experimento tantas fluctuaciones de ánimo que tan a menudo pierdo la alegría, y que me siento tan abatido como antes de mi conversión?”. Esta pregunta nos lleva a tratar el tercer punto que es el gozo de la salvación.
La salvación y su gozo
Hallarás en las Escrituras que, si eres salvo por la obra de Cristo y estás seguro de esto por la Palabra de Dios, vas a conservar el gozo y la satisfacción espirituales por el Espíritu Santo que habita en el cuerpo de cada creyente.
Conviene tener presente que toda persona salva todavía tiene en sí “la carne”, esto es la naturaleza pecaminosa en que ha nacido, y que empezó a manifestarse desde sus más tiernos años. El Espíritu Santo en el creyente resiste “la carne”, y se ve entristecido por cualquier manifestación de ella, ya sea de pensamiento, de palabra o de obra.
Cuando el creyente anda como es digno del Señor, el Espíritu Santo produce en el alma su fruto, que es: “Amor, gozo, paz ... ” (véase Gálatas 5:22). Si anda en camino carnal o mundano, el Espíritu se entristece, y falta ese fruto en mayor o menor proporción.
Expondré tu situación como creyente en la forma siguiente:
La Obra de Cristo y Tu Salvación permanecen juntos o caen juntos.
Tu Modo de Andar y Tu Gozo permanecen juntos o caen juntos.
Si la obra de Cristo se viniera abajo, o cayera en tierra (lo cual es imposible, gracias a Dios), tu salvación caería juntamente con ella. Pero cuando cometes una falta por tu modo de andar (y ve con cuidado, porque esto es muy posible), entonces la alegría te faltará también.
En los Hechos de los Apóstoles se dice que los primeros cristianos andaban “en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidos por el Espíritu Santo” (Hechos 9:31). Y también que “los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hechos 13:52).
Mi gozo espiritual estará en proporción con el carácter espiritual de la conducta que observe después de mi salvación.
¿Ves ahora, en qué consiste tu equivocación? Confundes el gozo de la salvación con la seguridad de la misma, que son dos cosas enteramente diferentes. Cuando, por seguir tu voluntad o por espíritu mundano, o por dejarte llevar de la ira, entristeciste al Espíritu Santo, y por consiguiente perdiste el gozo, creíste haber perdido también tu salvación. Pero no es así. Una vez más te repito:
La seguridad de tu salvación depende de la obra que Cristo hizo PARA ti.
La certeza que puedes tener de tu salvación depende de la Palabra de Dios dicha A ti.
El gozo de la salvación depende de no entristecer al Espíritu Santo que habita EN ti.
Si tú, como hijo de Dios que eres, entristeces al Espíritu Santo, tu comunión con el Padre y el Hijo quedará de hecho interrumpida, a lo menos por algún tiempo, y hasta que reconozcas y confieses tu pecado, aquella comunión y el gozo de que va seguida, no te serán devueltos.
Vaya el ejemplo siguiente: Tu hijo ha cometido un acto de desobediencia. Su semblante manifiesta que ha hecho algo que no debía. Media hora antes disfrutaba paseando contigo por el jardín, admirando lo que tú admirabas, alegrándose con lo que te alegraba. En otras palabras: estaba en comunión contigo; sus sentimientos y gustos eran comunes con los tuyos. Pero al desobedecerte cambió todo, y el niño desobediente tiene que sufrir su castigo, y en su semblante hay la manifestación de la tristeza de su corazón.
Tú le aseguras que le perdonarás al momento de confesar su falta, pero su orgullo y terquedad no le permiten hacerlo.
¿Qué se ha hecho de la alegría que gozaba media hora antes? Ha desaparecido por completo. Y ¿por qué causa? Porque la comunión que existía entre tú y tu hijo se ha interrumpido.
¿Qué se ha hecho del parentesco que existía media hora antes entre tú y tu hijo? ¿Ha desaparecido también? ¿Se ha roto o se ha interrumpido? Claro que no.
Su parentesco contigo depende de su nacimiento. Su comunión contigo depende de su conducta.
El desenlace de esta escena lo prueba. El niño, con corazón humilde te confiesa toda su culpa sin dejar nada por decir, de tal modo que comprendes que él aborrece la desobediencia y asume su culpa, como tú mismo, y en vista de ello le tomas en brazos y le cubres de besos.
¡Ves qué cambio se ha verificado en el rostro del niño! Ha recobrado el gozo porque ha recobrado la comunión con su padre.
Cuando David pecó tan gravemente en el caso de la mujer de Urías, no dijo: “Vuélveme tu salvación”, sino: “Vuélveme el gozo de tu salvación” (Salmo 51:12).
Continuemos nuestra supuesta historia, y llevemos el caso un poquito más allá. Supongamos que mientras tu hijo está sin dar muestras de querer reanudar la comunión contigo, se oyen alrededor de la vivienda las voces de tus vecinos que gritan: —¡Incendio, incendio! ¿Qué va a ser de tu hijo? ¿Vas a dejarlo en la casa para que sea consumido del fuego y sepultado entre los escombros? ¡Imposible!
Lo más probable es que él fuera la primera persona que sacarías afuera y que pondrías a salvo. ¡Ah! no hay duda, y es que tú sabes perfectamente que el amor del parentesco es una cosa y que el gozo de la comunión es otra muy distinta.
Ahora bien, cuando el creyente cae en el pecado, la comunión con el Padre está temporalmente interrumpida, y falta el gozo hasta que con corazón arrepentido se vuelva al Padre y le confíe sus pecados.
Entonces, fiándose en la Palabra de Dios, sabe que Dios lo perdona de nuevo, porque su Palabra declara terminantemente que: “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
Pues bien, amado hijo de Dios, ten siempre presenté estas dos cosas: Que no hay ningún lazo más fuerte que el del parentesco, y que nada hay tan delicado como el lazo de la comunión.
Todo el poder y el consejo de la tierra y del infierno reunidos no pueden anular el primero, mientras que un deseo torpe o una palabra frívola basta para romper el segundo.
Si estás entristecido sin saber la causa, humíllate delante de Dios, y escudriña tus caminos, y cuando hayas descubierto al ladrón que te robaba el gozo, sácalo de una vez a la luz; es decir, confiesa el pecado a Dios, tu Padre, júzgate a ti mismo sin la menor reserva por la escasa vigilancia que habías ejercido sobre tu alma y que ha permitido que el enemigo entre sin resistencia.
Pero no confundas nunca, nunca, nunca, la seguridad de tu salvación con el gozo de la misma.
No imagines, sin embargo, que el juicio de Dios sea un poquito más suave para el pecado del creyente que para el del que no cree. Dios no tiene dos procederes distintos para tratar el pecado. Él no puede pasar por alto los pecados del creyente, como tampoco pasa por alto los pecados de aquellos que rechazan a su Hijo. Pero entre ambos casos hay la gran diferencia de que Dios, conociendo los pecados del creyente, hizo provisión para ellos, y fueron todos cargados sobre el Cordero (que Él mismo proveyó) colgado de la cruz en el Calvario. Allí fue vista, discutida y resuelta una vez para siempre la gran cuestión de la penalidad del pecado, cayendo el castigo que merecía el creyente sobre su bendito Sustituto, “Quien llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24).
El que rechaza a Cristo tiene que sufrir el castigo de sus pecados en su cuerpo, en el lago de fuego, para siempre, Mas cuando el que está salvo cae en falta, la cuestión del pecado, en su “aspecto criminal”, no puede ser suscitada de nuevo, ya que el mismo Juez la resolvió de una vez y para siempre sobre la cruz. Pero la cuestión de la comunión se levanta dentro del alma por el Espíritu Santo cuantas veces el creyente entristece a ese Espíritu.
Permíteme, para concluir, que me valga de otro ejemplo. Es una hermosa noche de luna llena, y parece brillar con mayor claridad que de costumbre. Dos hombres están mirando atentamente una laguna, en cuyas tranquilas aguas se ve la luna reflejada; y uno de ellos le dice a su amigo que está a su lado: —¡Qué brillante y redonda está la luna esta noche! ¡Qué silenciosa y majestuosamente sigue su curso! Apenas acaba de pronunciar estas palabras, cuando su amigo arroja una piedra a las aguas, y el primero exclama: —¿Qué es esto? ¡La luna se ha hecho pedazos y sus fragmentos chocan unos contra otros en la mayor confusión!
—¡Qué tontería!, le replica el que arrojó la piedra. ¡Mírala allá arriba! la luna no ha sufrido cambio alguno. Sólo son las circunstancias de las aguas que la reflejan, las que han cambiado.
Creyente, aplica a tu caso esta sencilla figura. Tu corazón es como la laguna. Cuando en el corazón no das cabida al mal, el Espíritu de Dios toma las perfecciones y glorias de Cristo y te las revela para tu consuelo y gozo. Pero en el momento que acoges un mal pensamiento, o bien sale de tu boca una palabra ociosa, el Espíritu de Dios empieza a turbar las aguas; tus sentimientos de felicidad caen en pedazos, y estás turbado e intranquilo interiormente, hasta que con ánimo quebrantado delante de Dios le confieses el pecado que ha sido la causa de tu intranquilidad, y así se restaura una vez más la calma de tu corazón, y disfrutas de nuevo del gozo de la comunión.
Pero cuando tu corazón se halla intranquilo, pregunto yo: ¿Ha sufrido algún cambio la obra de Cristo? De ninguna manera. Tu salvación por lo tanto, tampoco ha cambiado.
¿Ha cambiado la Palabra de Dios? De cierto que no. Pues entonces la certeza de su salvación tampoco ha sufrido en lo más mínimo. ¿Qué es, pues, lo que ha cambiado? Pues es la acción del Espíritu Santo en ti la que ha cambiado, en vez de tomar las glorias de Cristo, y llenar tu corazón del sentimiento de Su dignidad, se entristece al tener que abandonar este oficio deleitoso para llenar tu conciencia del sentimiento de tu pecado y de tu indignidad.
Él te priva de Su consuelo y gozo hasta que tú condenes y resistas lo que Él condena y resiste. Cuando esto ha acontecido, la comunión con Dios queda nuevamente restablecida.
¡Quiera el Señor concedernos que seamos más y más celosos de nosotros mismos, a fin de que no demos ocasión de contristar “al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”! (Efesios 4:30).
Querido lector, por débil que sea tu fe, ten la seguridad de que el bendito Salvador en quien has depositado tu confianza, jamás cambiará. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8).
La obra que Él acabó no cambiará jamás. “Todo lo que Dios hace será perpetuo [para siempre]; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá” (Eclesiastés 3:14).
La Palabra que Él ha pronunciado jamás cambiará. “La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24-25).
Así, pues, el objeto de tu fe, el fundamento de tu salvación y la base de tu certeza, son por igual ETERNAMENTE INMUTABLES [no cambian].
Permíteme que te pregunte una vez más: —¿En qué clase vas viajando? Te ruego te vuelvas a Dios en tu corazón, y le respondas a Él mismo.
“Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4).
“El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz [dice la verdad]” (Juan 3:33).
Ojalá que la gozosa certeza de poseer esta “salvación tan grande” llene tu corazón, querido lector, ahora y “hasta que Jesús venga”. Amén.
Evangelización con folletos
W. Carrion
“He aquí, el sembrador salió a sembrar” (Mateo 13:3)
El niño en la fotografía de la portada se llama Ronny Kevin, vive en la comunidad de Chubitayo, Centro Shuar de la provincia de Morona Santiago, región del oriente ecuatoriano.
Lo que llamó mi atención en Ronny Kevin, fue su interés en observar el calendario que le obsequié, y leer con interés el folleto que le entregué adjunto.
Desde que conocí al Señor Jesucristo, como mi Salvador personal, me gusta compartir las buenas nuevas de salvación, anhelando que otros lleguen al conocimiento del Cristo resucitado, como su Salvador personal; no puedo callarme, ni quedarme quieto, porque siendo un vil pecador, llegué a conocer del gran amor con el cual Cristo me amó a tal punto que dio su vida por mí, para que yo pueda ser salvo y tenga la vida eterna.
El mismo Señor Jesucristo resucitado, dio la gran comisión de evangelización diciendo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15).
Y momentos antes de su ascensión al cielo dijo: “pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria; y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8).
Para el cristiano verdadero, el compartir las buenas nuevas de salvación, no es una opción, es una responsabilidad personal. Pablo aconsejó al joven Timoteo: “Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Timoteo 4:5). El apóstol pudo aconsejar de esta manera porque él mismo se esforzaba en compartir el evangelio de eterna salvación, él pedía a sus hermanos: “Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre vosotros y para que seamos librados de los hombres perversos y malos; porque no es de todos la fe” (2 Tesalonicenses 3:1-2).
“Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Romanos 10:13-15).
El don de evangelista no ha sido dado a todos. “Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho ... Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Corintios 12:7,11).
Tal vez no seré un evangelista, ni un maestro, ni tendré palabra de sabiduría; pero existe un maravilloso ministerio para ganar almas para Cristo, me refiero al evangelismo con folletos o tratados.
El folleto contiene un mensaje corto, interesante, con un mensaje claro de salvación; se lo puede leer detenidamente, se lo puede releer, guardar u obsequiar a una tercera persona.
Un folleto atractivo puede ser leído fácilmente por una persona que no tiene a Cristo en su corazón, aquellos que jamás van a ir y entrar en una congragación o reunión de evangelización; pero a estas personas las encontramos en cualquier parte y podemos alcanzarles un folleto conteniendo parte de la palabra de Dios y un mensaje de salvación.
El hombre que no está acostumbrado a leer la palabra de Dios, la Biblia, por medio del folleto puede al menos recibir en su corazón las verdades bíblicas y el Espíritu Santo puede actuar para eterna salvación.
El folleto es fácil de llevarlo, se lo puede meter en el bolsillo sin ningún problema; se lo puede colocar en cualquier lugar, porque no ocupa tanto espacio, cualquier persona lo puede encontrar y leerlo en su tiempo libre.
El folleto tiene un mensaje corto y se lo puede leer en un minuto, no existe la excusa de “no tengo tiempo para leerlo” o “tengo tantas cosas que hacer que no me queda tiempo”, un minuto toda persona lo puede tener: mientras vamos en el ómnibus o esperamos un turno, formamos una columna de espera, etc.
El entregar un folleto es quizá la forma más sencilla de acercarse a una persona, haciéndolo en forma amable y cortés permite establecer contacto aun con personas desconocidas, y puede dar lugar a un diálogo personal amplio; cuando se entrega el folleto a una persona conocida, es la llave que puede abrir la puerta para establecer una conversación de carácter espiritual, que lo podemos aprovechar para testificar de nuestra fe y dar el mensaje de salvación y vida eterna.
Los folletos evangelísticos, los podemos adquirir económicamente; o también los podemos conseguir gratuitamente, existen amados hermanos que han constituido ministerios para imprimir folletos y distribuirlos gratuitamente, y tan solamente es necesario informar cómo los estamos utilizando, ellos están a la espera de una mano que pueda entregar los folletos, esa mano tiene que ser guiada por un corazón que ama las almas perdidas, una persona con voluntad para ocupar su tiempo para servirle al Señor; para Dios cada hermano que reparte folletos es un mensajero, un embajador del Señor Jesucristo en este mundo.
Por todas estas consideraciones, creo que un folleto es una herramienta muy importante en el evangelismo personal, que constituye un ejercicio precioso para salvar almas.
El distribuidor de folletos es un siervo de Dios que se entiende ha recibido al Señor Jesucristo como su Salvador personal, y debe ser movido por el Espíritu Santo que mora en cada hijo de Dios; y, el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones debe constituir la motivación que nos constriñe a repartir folletos para la salvación de las almas perdidas.
La vocación o respuesta al llamado de Dios para evangelizar con folletos es de gran importancia porque del reparto de tratados depende que algunas personas sin Cristo, sin Dios y sin esperanza, puedan encontrar la vida eterna que está en el Cristo resucitado; si esta actividad es realizada en santa obediencia al mandato del Señor, entonces estamos trabajando en la comisión más sublime que pueda existir y se tiene que están en constante comunión con aquel que hizo el llamamiento, nuestro amado Señor y Salvador Jesucristo.
La oración es indispensable para ser guiados por el Señor y saber a dónde debo ir, a quién debo entregar el folleto, Jesús puede hacer que los que están necesitados espiritualmente, se crucen en nuestro camino, entonces antes de salir debemos encomendarnos en las manos del Señor.
Pero la oración no solo es necesaria para la distribución de la semilla, también después del reparto es necesario orar para que el Señor permita que esas semillas germinen y den fruto para la gloria de Dios, esto es posible mediante el rocío de la oración.
Siendo un mensajero de Dios enviado a los hombres, es necesario que la vida del siervo de Dios esté acorde con el mensaje que reparte y comunica, la actividad del evangelismo con folletos no es un trabajo esporádico, es una vocación que responde a toda una vida, sea un niño, un joven o un adulto, a todos Dios nos invita para salvar almas de las garras de Satanás.
No estaría correcto dedicarse a este maravilloso ministerio viviendo en pecado, teniendo una vida carnal: el mensajero debe vivir de acuerdo al mensaje que predica; y, además habiendo entendido el amor de Dios, debe aprender a amar y a comprender a quienes no conocen a Dios, existen muchas personas que no tienen con quién dialogar, quién les escuche, en la experiencia de repartir los tratados podemos encontrarnos con estas personas que necesitan ser escuchadas y que se les hable de la vida eterna.
Para poder explicar el camino de salvación, el siervo del Señor debe estar seguro de su propia salvación, tener una certeza genuina y verdadera de que tiene la vida eterna que está en Jesucristo, el Hijo de Dios, así será más fácil enseñar a otros de la necesidad de la salvación.
Debe leer la Biblia y conocer la forma de explicar el camino de la salvación, puede tener algunos versículos anotados en un papelito y tenerlo guardado en su Biblia, para que le sirva de ayuda en caso de ser necesario.
Es bueno tener siempre con nosotros unos pocos folletos, para entregarlos a los amigos, parientes o conocidos a quienes encontramos en nuestro diario vivir.
Te he explicado algo sobre el ministerio de reparto de folletos, espero que puedas a través de estas palabras escuchar el llamado del Señor para ser un ganador de almas. Dios te bendiga.
"Huid de la fornicación"
D.E. Rule
Con la violencia tan común hoy en día, casi todos han visto fotos de explosiones que han dejado muertos y lesionados. Puede estar seguro de que los que estuvieron cerca cuando ocurrió uno de estos episodios trataron de escapar lo más pronto posible para evitar sufrir las consecuencias. La Biblia tiene advertencias muy claras acerca de algo que puede causar graves consecuencias: la fornicación. Fornicación significa tener relaciones sexuales entre dos personas que no están casadas entre sí. Aunque todo pecado es muy serio ante los ojos de Dios, la fornicación tiene algunas características especiales. 1 Corintios 6:18 dice: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca”.
Examinamos algunos puntos con énfasis en lo que dice la Biblia:
Dios instituyo el matrimonio y es entre un hombre y una mujer como una figura del matrimonio que se realizará entre Cristo y su iglesia. En Efesios 5:21-32 leemos: “Someteos unos a otros en el temor de Dios. Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia”. Los esposos y las esposas deben reflejar la relación que Cristo tiene con su iglesia. Si hay relaciones fuera del matrimonio, no sigue el modelo que Cristo nos ha dado.
La fornicación tiene que traer la disciplina de una congregación. Un hecho de fornicación hace a la persona un fornicario y requiere disciplina. Como lo vemos en 1 Corintios 5:1-2,11: “De cierto se oye que hay entre vosotros fornicación, y tal fornicación cual ni aun se nombra entre los gentiles; tanto que alguno tiene la mujer de su padre. Y vosotros estáis envanecidos. ¿No debierais más bien haberos lamentado, para que fuese quitado de en medio de vosotros el que cometió tal acción?... Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis”.
La fornicación y el adulterio traen consecuencias para toda la vida. Fornicación es un término que incluye a todo desvarío sexual entre quienes no están vinculados en matrimonio. Adulterio es cuando las personas están casadas pero no le son fieles a sus conyugues y es un término que está incluido dentro de fornicación. Proverbios 6:20-35: “Guarda, hijo mío, el mandamiento de tu padre, y no dejes la enseñanza de tu madre. Átalos siempre en tu corazón, enlázalos a tu cuello. Te guiarán cuando andes; cuando duermas te guardarán; hablarán contigo cuando despiertes. Porque el mandamiento es lámpara, y la enseñanza es luz, y camino de vida las reprensiones que te instruyen, Para que te guarden de la mala mujer, de la blandura de la lengua de la mujer extraña. No codicies su hermosura en tu corazón, ni ella te prenda con sus ojos; Porque a causa de la mujer ramera el hombre es reducido a un bocado de pan; y la mujer caza la preciosa alma del varón. ¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan? ¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen? Así es el que se llega a la mujer de su prójimo; no quedará impune ninguno que la tocare. No tienen en poco al ladrón si hurta para saciar su apetito cuando tiene hambre; Pero si es sorprendido, pagará siete veces; entregará todo el haber de su casa. Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada. Porque los celos son el furor del hombre, y no perdonará en el día de la venganza. No aceptará ningún rescate, ni querrá perdonar, aunque multipliques los dones”. Gracias a Dios, en Él hay restauración del pecado como lo vemos en 1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Sin embargo, de este pecado dice que “su afrenta nunca será borrada”.
La fornicación es un pecado contra el cuerpo de uno. “Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Corintios 6:18). La intimidad fuera del matrimonio es un pecado directo contra el cuerpo, el cual Dios nos ha dado para usarlo para Su honra y gloria. Si vemos este versículo en su contexto más amplio, notamos que con nuestros cuerpos y espíritus debemos glorificar a Dios. 1 Corintios 6:13-20 dice: “Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará con su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? De ningún modo. ¿O no sabéis que el que se une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: Los dos serán una sola carne. Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él. Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca. ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”.
La fornicación puede traer consecuencias físicas y en algunos casos hasta la muerte. Cuando un hombre y una mujer entran al matrimonio siendo vírgenes, y son fieles entre sí siempre, entonces no pueden estar infectados con enfermedades como SIDA u otras enfermedades venéreas. Gálatas 6:7-8 dice: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna”.
Los hijos de un hombre y mujer no casados sufren las consecuencias de los hechos de la pareja y los padres no tienen la misma autoridad moral. Los que somos padres no debemos decir: “Haga lo que digo, no lo que hago”.
¿Por qué es tan común el pecado de fornicación?
Porque no andamos en el temor de Dios. Andar en el temor de Dios significa andar con el temor de tomar un paso en nuestras vidas aparte de Dios. El libro de Proverbios está lleno de instrucciones sobre muchos de los peligros que tenemos que confrontar en nuestras vidas e instrucciones divinas y prácticas para evitar caer en estos pecados. Leemos en Proverbios 1:8-10,15-16: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre; Porque adorno de gracia serán a tu cabeza, y collares a tu cuello. Hijo mío, si los pecadores te quisieren engañar, no consientas ... Hijo mío, no andes en camino con ellos. Aparta tu pie de sus veredas, Porque sus pies corren hacia el mal ... ”. Muchas veces escondemos las cosas de los ojos de otros, pero nunca de los ojos de Dios. Génesis 16:13: “Entonces llamó el nombre de Jehová que con ella hablaba: Tú eres Dios que ve; porque dijo: ¿No he visto también aquí al que me ve?”.
Porque escuchamos al padre de mentiras, Satanás. Aunque la circunstancia fue diferente, vemos como él obra en Hechos 5:3: “ ... ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo ... ?”. El pecado muchas veces trae placer temporal, pero después cosechamos los que sembramos. En Hebreos 11:24-26 vemos que: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón”.
Porque el sistema de este mundo está diseñado para seducirnos a caer. El mundo está lleno de cosas que pueden alejarnos de disfrutar de comunión con el Señor y provocarnos para que caigamos en pecado, pero tenemos las instrucciones de cómo debemos responder en Colosenses 3:1-11: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos”. La obediencia a Dios y a Su Palabra nos ayuda a ser vencedores; a su vez, la desobediencia a Dios y a Su Palabra trae consecuencias negativas.
Porque nuestra carne es fuerte no huimos de la tentación. Cada vez que decidimos dar lugar a nuestra carne (el viejo hombre, la vida carnal que teníamos antes de ser salvos), la carne cae en pecado. Romanos 13:14 dice: “ ... no proveáis para los deseos de la carne”. Cuando proveemos para los deseos de la carne, la carne responde cayendo en pecado.
¿Cómo podemos salir victoriosos?
Huir de la tentación. Esto incluye físicamente, en asociaciones, en lo que vemos, leemos y escuchamos. Las tentaciones no son nuevas. En 1 Corintios 10:6-13 vemos acerca de las lecciones que podemos aprender cuando leemos el Antiguo Testamento: “Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar. Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga. No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar”. Lo que ha cambiado es el acceso que hay a cosas que pueden traer estas tentaciones muy cerca de nosotros como el internet, la televisión, películas, propagandas, etc. Pueden ser medios que abren el camino a no solamente hacernos pecar en lo que vemos, sino también caer en donde vamos y lo que hacemos. Escojamos bien nuestras amistades, pues los malos compañeros pueden afectar las buenas costumbres.
Llenemos nuestras vidas con las cosas que están de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto incluye no solamente la lectura y meditación en la Palabra de Dios, sino también la oración. Busquemos tener comunión con nuestros hermanos y hermanas en Cristo, y usemos nuestro tiempo para servirle en nuestras vidas. En 1 Timoteo 4:11-16 leemos lo siguiente: “Esto manda y enseña. Ninguno tenga en poco tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza. Entre tanto que voy, ocúpate en la lectura, la exhortación y la enseñanza. No descuides el don que hay en ti, que te fue dado mediante profecía con la imposición de las manos del presbiterio. Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren”. Si nuestras vidas están llenas con lo que agrada a Dios, entonces no hay la misma cantidad de tiempo libre para caer en las tentaciones. Así que usemos el tiempo no únicamente solos, sino también en compañerismo junto a aquellos que buscan lo mismo. En 2 Timoteo 2: 19-22 leemos: “Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo. Pero en una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos, y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra. Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor”. En verdad, podemos ser de ayuda los unos a los otros.
Es mejor casarse que estarse quemando. 1 Corintios 7:8-9 dice: “Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo; pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando”. Para evitar la tentación, es mejor casarse que estar peleando contra la tentación sexual. El matrimonio tiene que ser en y del Señor. No siempre hay esta oportunidad, y cuando no la hay, es necesario ser fiel a la Palabra de Dios como soltero o soltera.
Es importante reconocer que estas tentaciones nos afectan en una forma u otra a todos, sea que seamos hombres o mujeres, casados o solteros. Nunca podemos tener confianza en nosotros mismos. En lo que hemos cedido a nuestra carne, debemos juzgarlo en la presencia del Señor y huir de lo malo y correr hacia lo bueno. Debemos orar los unos por los otros. Decir no a nuestra carne nos cuesta, pero vale. A pesar de nuestra infidelidad, Él permanece fiel. 2 Timoteo 2:10-13: “Por tanto, todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna. Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también viviremos con él; Si sufrimos, también reinaremos con él; Si le negáremos, él también nos negará. Si fuéremos infieles, él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo”. Es tiempo de pagar el precio para ser fiel a Dios nuestro Padre y a Su Hijo Eterno, el Señor Jesucristo, cueste lo que cueste. Consideremos 1 Pedro 4:1-5: “Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado, para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios. Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles, andando en lascivias, concupiscencias, embriagueces, orgías, disipación y abominables idolatrías. A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan; pero ellos darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos”.
Espíritu, alma y cuerpo
D.E. Rule
Somos seres con espíritu, alma y cuerpo. Cuando un creyente está pensando en matrimonio, es esencial que como pareja estén unidos en espíritu, alma y cuerpo. El deseo de Dios para nosotros es que los que estamos casados tengamos una relación completa. Para quienes todavía están solteros o solteras, si es la voluntad que algún día se casen, debe ser con una persona con quien puedan tener esta relación.
Primero, quiero hacerte una pregunta. ¿Cuántas alternativas tuvieron Adán y Eva como posible cónyuge? No había más que una. Ahora, con una población mundial que ha pasado los siete mil millones de habitantes, muchos piensan que hay más alternativas. Pero, no es así. Dios no va a guiar a un creyente a más que a una persona. Él está en control de las circunstancias y nunca se equivoca. Su deseo es que aceptemos Su voluntad en las decisiones de nuestras vidas: no es cuestión de decidir si nos gusta, sino obedecerle. En Juan 7:17 leemos: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta”. Dios no es autor de confusión y si estamos andando en comunión con Él y en obediencia, podemos confiar en que nos va a guiar. No hay más que una persona con quien podamos estar casados en las bodas del Cordero.
Si una pareja va a funcionar como una sola carne, tiene que estar unida en espíritu, alma y cuerpo. Sin embargo, se empieza con el espíritu. En Romanos 8:16 leemos: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”. Nuestro espíritu nos conecta con Dios. Los animales tienen cuerpo y alma, pero es un alma que muere cuando su cuerpo muere. Nuestra alma y nuestro espíritu son eternos. Nuestro espíritu nos permite tener comunión con Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo, el Hijo eterno de Dios. Si una pareja comparte esto, y van juntos en oración a Dios, pueden tener la misma dirección en cuanto a decisiones y necesidades que tienen en conjunto. En 1 Pedro 3:7 leemos: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo”. Si un soltero o soltera está vislumbrando una relación o matrimonio, tiene que empezar con la seguridad de que no esté ingresando en un yugo desigual. ¡Qué importante es compartir el lado espiritual del matrimonio!
El alma es lo que permite que disfrutemos de relaciones de amistad con otras personas. En un matrimonio, es vital que una pareja mantenga entre sí una relación de amistad y comunión. En Hechos 4:32 notamos que “la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma”; si esto es importante entre creyentes en general, cuánto más lo será para quienes están casados. Si no pueden comunicarse entre ellos durante el noviazgo y gozarse al compartir el tiempo juntos, cómo pueden esperar que pase otra cosa cuando estén casados. Nuestra alma eterna también debe disfrutar de comunión con Dios. Hay responsabilidades en el trabajo, en el servicio al Señor y en otras cosas que no permiten que una pareja pueda estar junta todo el tiempo; pero el buscar compartir tiempo juntos debe ser una prioridad en sus vidas. Aunque es normal que las personalidades de los dos en un matrimonio sean diferentes, deben ser compatibles.
El cuerpo es importante también, porque dentro del matrimonio la pareja disfruta de una relación física. Lo que no tiene sentido es aquella idea de que mientras son novios tengan que hacer algún tipo de prueba para ver si son compatibles; pues esto no es más que una excusa para seguir los deseos de la carne. Si Dios une a una pareja, van a ser atraídos físicamente por su cónyuge. Pensemos en el ejemplo de Isaac y Rebeca. Ella tuvo que decidir si aceptaba su propuesta de matrimonio, sin siquiera haberle visto ya que se encontraba lejos de él; él, por su parte, tuvo que dejar la selección de su esposa en las manos del siervo, un tipo del Espíritu Santo. Pero ¿qué vio el siervo cuando tuvo su primer encuentro con Rebeca? Veamos Génesis 24:16: “Y la doncella era de aspecto muy hermoso, virgen, a la que varón no había conocido; la cual descendió a la fuente, y llenó su cántaro, y se volvía”. Ella era hermosa, pura, y trabajadora. ¿Qué leemos del primer encuentro entre ambos? Génesis 24:63-67: “Y había salido Isaac a meditar al campo, a la hora de la tarde; y alzando sus ojos miró, y he aquí los camellos que venían. Rebeca también alzó sus ojos, y vio a Isaac, y descendió del camello; porque había preguntado al criado: ¿Quién es este varón que viene por el campo hacia nosotros? Y el criado había respondido: Este es mi señor. Ella entonces tomó el velo, y se cubrió. Entonces el criado contó a Isaac todo lo que había hecho. Y la trajo Isaac a la tienda de su madre Sara, y tomó a Rebeca por mujer, y la amó; y se consoló Isaac después de la muerte de su madre”. Vemos que ella vio un hombre meditando. Como hombres, qué importante es que meditemos en la Palabra de Dios para poder aplicarla en nuestras vidas y poder animar a otros. Cuando dejamos la decisión en las manos del Señor, podemos confiar en Él para que escoja a quien es para nuestro gozo y bien. El amor es más que un sentimiento; también es una decisión.
Adán y Eva no tuvieron otra alternativa como cónyuge, ni tampoco Isaac y Rebeca en la voluntad de Dios. Así que si es Su voluntad que nos casemos, debe ser con la persona que Él escoja. Y si es así, entonces hemos dado el primer paso para tener una relación completa y con el gozo que viene de lo alto.
La mies es mucha: España
D.E. Rule
“Jesús... dijo a Sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a Su mies” (Mateo 9:35,37-38)
España es un país del cual escuchamos mucho en las noticias hoy en día, por los altos niveles de desempleo y otros problemas en su economía. Hace unos diez años atrás tenía aparentemente una de las economías más dinámicas de Europa. Fue receptor de cientos de miles de inmigrantes, sobre todo de países latinoamericanas como el Ecuador, Perú y Bolivia. Muchos latinos fueron para conseguir trabajo para sostener a sus familias y fácilmente lo consiguieron con el “boom” en la construcción, trabajo en agricultura y en el servicio doméstico. Cuando colapsó la construcción con la crisis económica empezando en el año 2008, los trabajadores que no tenían destrezas especiales en muchos casos empezaron a perder sus trabajos.
Los inmigrantes no solamente vinieron con sus esperanzas de trabajo. Muchos vinieron trayendo sus costumbres y creencias, incluyendo numerosos creyentes verdaderos en el Señor Jesucristo como su Salvador. En un país con una población de casi 45 millones, había apenas unas 40.000 personas en todo el país que fueron identificadas con el término “evangélico” en el año 1960. Muchos de ellos sufrieron bajo el gobierno de Generalísimo Franco, y la persecución de la iglesia Católica. No era la primera vez que esto sucedió porque en el siglo XVI en el tiempo de la inquisición muchos creyentes fueron llamados apóstatas y fueron torturados, muchos de ellos fueron asesinados, y otros tuvieron que escapar de España.
Con la llegada de la ola de inmigrantes de las Américas y de África, el número de los identificados como “evangélicos” creció a más de 450.000 personas, mayormente del exterior de España. Se formaron muchas congregaciones y en algunos casos incluyeron a españoles de nacimiento.
España se menciona en la Biblia en Romanos 15:23-24: “Pero ahora, no teniendo más campo en estas regiones, y deseando desde hace muchos años ir a vosotros, cuando vaya a España, iré a vosotros; porque espero veros al pasar, y ser encaminado allá por vosotros, una vez que haya gozado con vosotros”. Y en los versículos 28-29 el apóstol Pablo indicó su deseo de visitar el país: “Así que, cuando haya concluido esto, y les haya entregado este fruto, pasaré entre vosotros rumbo a España. Y sé que cuando vaya a vosotros, llegaré con abundancia de la bendición del evangelio de Cristo”. No hay confirmación en la Palabra de Dios que haya llegado allí, pues estos versículos señalan a los creyentes en Roma a quienes estaban dirigidas estas palabras: su deseo de llegar con abundancia de la bendición del evangelio de Cristo. Esto debe ser parte de nuestra oración para España, Roma y todo el mundo hoy en día. Hay muchos en España, un país de gente muy educada en cuanto a cosas naturales; pero en muchos casos, muy ignorantes de las cosas más importantes que tenemos en la Biblia.
Las encuestas muestran que solamente un 14% de los jóvenes se identifican como religiosos, una indicación de que España rápidamente se está volviéndose un país secular. Están rechazando el ritualismo. Oremos para que lleguen a conocer a Aquel que es el camino, la verdad, y la vida: el Señor Jesucristo. El problema de las presiones de los catalanes, gallegos, y vascos dentro del país que hablan su propia idioma aparte del español y que quieren más independencia del gobierno nacional con su cede en Madrid es serio; pero no tanto como el problema espiritual que es más grave porque su efecto es para toda la eternidad.