Número 6: La Cena Del Señor

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Es posible estar en la mesa del Señor sin percibir el significado de la cena del Señor. Los Corintios se reunían al nombre del Señor Jesucristo; semana tras semana se juntaban en la mesa del Señor; sin embargo el Apóstol Pablo al escribirles, dijo: “Cuando pues os juntáis en uno, esto no es comer la cena del Señor” (1 Co. 11:20). Habían caído en semejante desorden por egoísmo, tomando esta ocasión solemne en un festín, y olvidando el verdadero significado de la cena.
Por lo tanto, lo que comían era su propia cena y no la cena del Señor; pues habían separado el pan y el vino de casi toda relación con el cuerpo y la sangre de Cristo. Por eso, viene la amonestación solemne del versículo 22: “Pues qué, ¿no tenéis casas en que comáis y bebáis? ¿o menospreciáis la iglesia de Dios, y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué os diré? ¿os alabaré? En esto no os alabo.”
Seguidamente el Apóstol procede a la explicación del verdadero carácter de la cena y nos dice que del Señor Jesús mismo había recibido una revelación especial tocante a ella. El Apóstol recibió esta doctrina en relación con su ministerio y según la dispensación de Dios que le fue dada, y es de suma importancia que entendamos esto referente al cuerpo de Cristo (véase Colosenses 1:24-25). Para la explicación del significado de la cena del Señor, como inspiración final en cuanto a este tema apelamos a la primera epístola a los Corintios y no a los evangelios que hacen referencia a la institución de la cena antes de que el Señor fuera ofrecido en la cruz.
¿Quién no se quedará maravillado de la gracia desplegada en las primeras palabras de esta revelación, “que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan” (1 Co. 11:23)? ¡Qué contraste entre el corazón del hombre, y la ternura que emana de Cristo! Poco antes de ser traicionado por uno de Sus discípulos, “tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed: esto es Mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de Mí” (vvss. 23-24).
El pan, pues, es símbolo del cuerpo del Señor Jesús, que fue dado por los Suyos—entregado a la muerte por ellos, y por nosotros también, en la cruz—y cuando comemos ese pan hacemos memoria de Él hasta que venga. Si prestásemos atención especial a las palabras, “en memoria de Mí,” cuántos errores evitaríamos.
Cuando comemos el pan en la cena del Señor lo recordamos en la condición de muerte a la cual Él descendió. El Señor murió una sola vez y llevó nuestros pecados en Su propio cuerpo en el madero: soportó toda la ira que merecíamos, glorificando a Dios aun en cuanto a nuestros pecados. Así pues, en el partimiento del pan hacemos memoria de Él, no como Él está actualmente en la gloria, sino como el Cristo humillado en muerte.
“Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre: haced esto todas las veces que bebiereis, en memoria de Mí. Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga” (vvss. 25-26).
Entonces el vino que tomamos es un emblema o símbolo de la sangre de Cristo; y esto habla en sí también de la muerte, porque no podemos contemplar la sangre aparte del cuerpo sino solamente como expresión de la muerte. Y el versículo 26 pone énfasis sobre la verdad que—comiendo el pan y bebiendo de la copa—anunciamos o proclamamos la muerte del Señor.
Permítanos insistir en esto que—al participar de la cena del Señor—nos acordamos de Cristo en Su muerte y que la tomemos reflexionando en el hecho de que no solamente se le colgó en la cruz y—ya muerto—se le puso en el sepulcro, sino también que llevó nuestros pecados y que fue hecho “pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él” (2 Co. 5:21).
Algunos cometen el error de enseñar que el sacrificio de Cristo puede ser de repetición continua o pretenden hacer agonizar un sinnúmero de veces a un Cristo moribundo, pero no es así. Cristo murió, y “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:14).
Esta verdad, pues, debiera ser nuestro único pensamiento cuando tomamos la cena del Señor. ¡Cuán sencillo! ¡Cuán conmovedor para el corazón reverentemente ocupado en adoración ante Él, mientras conmemoramos Su muerte, sentados en Su mesa! Es imposible hallar palabras que adecuadamente expliquen el significado tan importante de la frase, “la muerte del Señor.” El Señor murió; se entregó a Sí mismo por nosotros. Celebramos Su muerte, adoramos al que murió. ¡Qué amor! ¡Qué propósitos! ¡Qué eficacia! y ¡qué resultados!
Hay que notar la verdad de la expresión, “hasta que venga.” Mientras reflexionamos sobre Su obra redentora en la cruz, al mismo tiempo recordamos que Cristo vendrá en gloria para tomarnos a Sí mismo. Seremos fruto de veras de Su trabajo y muerte, y tal muerte jamás la olvidaremos por cuanto culminó nuestra completa redención, inclusive que hemos de ser conformados a la misma imagen del Hijo de Dios. Estas dos cosas, la cruz y la gloria, son ligadas indisolublemente en una.
Tal es el significado de la cena; luego el Apóstol nos da amonestaciones solemnes para que no olvidemos su sentido: “De manera que, cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así de aquel pan, y beba de aquella copa. Porque el que come y bebe indignamente, juicio come y bebe para sí, no discerniendo el cuerpo del Señor” (vvss. 27-29).
No se plantea aquí nuestra dignidad en tomar la cena del Señor, sino lo que el Apóstol desea—para que no nos suceda algún mal—que no la tomemos de una manera indigna. Cada creyente, sin que algún pesado se lo impida, puede tomar la cena dignamente, por ser cristiano. Pero pudiera ser que un creyente se llegara a la mesa del Señor sin discernir el cuerpo del Señor y sin juzgar el pecado propio, entonces comería y bebería juicio para sí. “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros; y muchos duermen. Que si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados. Mas siendo juzgados, somos castigados del Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (vvss. 30-32).
Dios tuvo que castigar a los Corintios—a algunos con debilidad, otros con enfermedades, y algunos con la muerte misma—por su modo de andar tan descuidado (v. 30). Por eso, debemos sentir la necesidad de examinarnos a nosotros mismos, en cuanto a la manera de tomar la cena del Señor. Es necesario juzgar todo lo que pudiera deshonrar al Señor cuando entramos en Su presencia. “Que si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados” (v. 31). Si nos ejercitásemos con tal discernimiento antes de tomar la cena, evitaríamos, pues, el castigo del Señor.
Tomando en cuenta todo lo que hemos expuesto, es evidente que no poseemos las cualidades necesarias para sentarnos en la mesa del Señor hasta que la cuestión de nuestra relación con Dios sea resuelta, o mejor dicho, hasta que tengamos paz para con Dios. Si yo tuviera dudas, temores, o ansias en mi corazón, sería imposible ocuparme con la muerte de Cristo. Creamos problemas y hacemos mucho daño al testimonio cuando, apresurada e indiscriminadamente, invitamos a la mesa del Señor a personas que están preocupadas consigo mismas, no teniendo todavía paz para con Dios. Estando éstas en tal condición espiritual, generalmente contemplan la participación en la cena del Señor como un medio de hallar gracia ante Dios. Así, no conociendo ellos el valor de la muerte de Cristo a favor de ellos mismos, cuando se les presenta a Cristo, se les deja confundidos y extraviados, porque mientras la conciencia no tenga paz por virtud de la sangre de Cristo, el alma todavía no está libre y no puede entender el significado de Su muerte.
Antes de concluir este artículo, quisiera decir una cosa más: cuando tomamos nuestro lugar en la mesa del Señor, debemos entender que no es para que seamos ocupados con los beneficios que hemos recibido por la muerte de Cristo, más bien que percibamos, en el poder del Espíritu Santo, los pensamientos de Dios en cuanto a la muerte de Su Hijo amado. Estando el velo roto, somos adoradores adentro y absortos con el gran hecho de que Dios mismo se glorificó a Sí mismo en la muerte de Cristo. En comunión con Dios contemplamos el aprecio del Padre por Su amado Hijo, quien nunca era más inestimable para Él como en aquella crisis terrible cuando Cristo fue hecho pecado por nosotros. Fue para la gloria del Padre que Cristo sufrió todo, hecho obediente hasta la muerte, aun la más afrentosa muerte, la de cruz. Cuando entendemos esto, al instante rebosan nuestros corazones en adoración y alabanza.
Es un pensamiento sublime éste: que nos sea permitido contemplar con Dios a Su Hijo amado humillado hasta el polvo de la muerte con las “ondas” y las “olas” de la ira de Dios pasando por encima de Él—a causa de nuestros pecados. Contemplándole así, no podemos hacer otra cosa sino exclamar de corazón: “Al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con Su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y Su Padre; a Él sea gloria e imperio para siempre jamás. Amén” (Ap. 1:5-6).
Para concluir, debiéramos notar que tomamos nuestro lugar en la mesa del Señor, no para recibir algo (aunque recibimos mucho cuando nos reunimos conforme a la Palabra de Dios), sino más bien para dar—¿qué cosa? Para darnos en efusión plena de adoración, rindiéndole el homenaje de nuestros corazones, porque Dios nos ha redimido ya por la muerte de Su Hijo amado.
Reunidos pues, a Cristo mismo, con los emblemas de Su cuerpo entregado y Su sangre derramada ante nuestros ojos, y con nuestros corazones conmovidos por Su amor que las muchas aguas no pudieron anegar ni los ríos ahogar, todo esto debiera constreñirnos a rendirnos a Sus pies en una adoración espontánea, sincera y agradecida. ¿Quién pudiera describir mejor este privilegio bendito que los cristianos así reunidos? Participar de la cena del Señor no solamente es gozar de un anticipo de gloria, sino también anhelantemente esperar el día cuando cara a cara Le veremos en gloria y estaremos con Él. Entonces sí Le adoraremos como es debido y por toda la eternidad.
Dios quiera que aprendamos más y más del significado de Su muerte tal como se expresa en la cena del Señor.