Santidad: La falsa y la verdadera

Table of Contents

1. Prefacio
2. Mi conversión a Dios
3. Santidad: El gran desideratum
4. Sol brillante y nubes
5. La lucha llega a su fin
6. Observaciones sobre el movimiento de santidad
7. Santificación: ¿Qué significa?
8. Santificación por el Espíritu Santo: Interna
9. Santificación por la sangre de Cristo: Eterna
10. Santificación por la Palabra de Dios: Resultados externos
11. Santificación relativa

Prefacio

Por más de doce años he estado considerando lo aconsejable que sería escribir el contenido de las páginas que siguen. Me pareció antes que existían buenas razones por las cuales no sería sabio hacerlo, pero ahora me parece haber muchas más para acometer la empresa.
Las dos razones principales que hasta aquí me habían impedido escribirlas son estas:
(a) Por envolver estas páginas necesariamente un caudal de experiencia personal. Esto desagrada a muchos, y a ninguno más que a mí mismo. Pero recientemente he sido impresionado por las muchas ocasiones en que el Apóstol Pablo usa su propia experiencia personal como una advertencia y una lección para aquellos que pudieran estar confiando en la carne. Sólo por esto he sido finalmente persuadido a narrar mis propios esfuerzos para alcanzar la perfección, siguiendo la llamada “enseñanza de la santidad”. Seguramente que no puede existir contra mí acusación de gloriarme en mí mismo al así hacerlo. Es muy humillante mi experiencia a este respecto para incurrir en tal falta. Tampoco procuro la satisfacción mórbida de contar en detalles mis fracasos. Mas para este recuento de mis pasados errores y de mi bienaventuranza del presente, no cuento solamente con el ejemplo apostólico, sino también con el libro de Eclesiastés, el cual es un relato que persigue el mismo fin, escrito para que otros puedan escapar de la angustia y desengaño que conlleva recorrer el mismo desalentador camino.
(b) Porque es difícil escribir un relato como este sin que tenga la implicación de una crítica a la organización a que pertenecí una vez, tanto en cuanto a sus métodos como en lo que se refiere a sus doctrinas. Me resisto a creer que sea ese el fin perseguido. Siento la mayor simpatía por la gran obra que se está efectuando entre el hampa de las grandes ciudades del mundo por estos abnegados obreros, y no escribiría una sola palabra que pudiera servir de obstáculo a quien procurara la salvación de esos desechos humanos que se hallan extraviados del camino de una buena conducta social. Sólo lamento que a los convertidos no se les ofrezca un evangelio más claro primero y más instrucción escritural más tarde. Muchos de mis antiguos “camaradas” se hallan aún esforzándose, al igual que lo hice yo una vez, en el que ellos creen ser un “Ejército” establecido y dirigido por Dios, cuya enseñanza ellos estiman estar enteramente de conformidad con las Escrituras, y yo bien sé que el presente relato ha de causar pena a algunos de ellos. Con mucho gusto les ahorraría esa pena, si pudiera hacerlo. Pero cuando pienso en las miles de personas que anualmente son descorazonadas y desalentadas por medio de su enseñanza; cuando pienso que cientos de personas son anualmente arrastradas hacia las garras de la infelicidad por medio del derrumbamiento de su vano esfuerzo por alcanzar lo inalcanzable; que veintenas de personas han perdido la razón, siendo en la actualidad internados en asilos para dementes, debido a la tortura y angustia mentales resultantes de su amarga decepción sufrida en la búsqueda de santidad, no creo que razones de orden sentimental me deban privar de exponer la verdad escueta, en la esperanza de que bajo la bendición de Dios ella pueda conducir a muchos a encontrar en Cristo mismo aquella santificación que no pueden hallar jamás en otra parte, y en Su cruz aquella manifestación de amor perfecto, la cual buscarán en vano en sus propias vidas y en sus corazones.
Por tanto lanzo a la publicidad estas páginas con la oración de que tanto sus partes experimentales como las doctrinales sirvan de ayuda a muchos y no sean obstáculo para ninguno; y al encomendarlas a la inteligencia espiritual del lector deseo pedirle con todo fervor que “lo escudriñe todo y retenga lo bueno”.

Mi conversión a Dios

Es mi deseo, mediante la ayuda del Señor, escribir un relato fiel, hasta donde mi memoria me lo permita, de algunos de los tratos de Dios con mi alma y mis empeños en pos de la experiencia de la santidad durante los primeros seis años de mi vida cristiana antes de conocer la bienaventuranza de poseer todo en Cristo.
No hay duda de que a veces se hace necesario “hablar como un necio” como dijera el apóstol Pablo, mas reconociendo la necesidad de tal relato, creo que puedo decir con él: “vosotros me habéis constreñido”.
Si de este modo puedo disfrutar del privilegio de librar a otros de las desagradables experiencias por las cuales yo mismo pasé en aquellos primeros días de mi vida cristiana, me sentiré plenamente recompensado por el esfuerzo realizado a fin de llevar estas luchas del corazón ante la consideración de mis lectores.
Desde muy temprana edad Dios comenzó a hablarme por Su Palabra. Dudo que pueda volver en mis recuerdos al instante en que por primera vez experimenté la realidad de las cosas eternas.
Perdí a mi padre antes de que la imagen de sus facciones pudiera grabarse en mi mente infantil; sin embargo nunca he oído hablar de él sino como de un varón de Dios. Se le conocía en la ciudad de Toronto, donde nací, como “El Hombre de la Eternidad”. Su biblia marcada en numerosos pasajes, fue para mí un precioso legado y de ella aprendí a recitar mi primer versículo de las Escrituras cuando contaba cuatro años. Puedo recordar con toda claridad haber aprendido las benditas palabras de Lucas 19:10: “Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”. Que yo estaba perdido y que Cristo vino del cielo a salvarme, fueron las primeras verdades divinas que se imprimieron en mi tierno corazón.
Mi madre viuda, fue, me parece, una señalada entre mil. Recuerdo cómo de niño me conmovía cuando oraba, ambos arrodillados: “Padre, concede que mi hijo no tenga jamás mayor ambición que vivir para Ti. Haz que sea salvo en su temprana vida y que sea un consagrado predicador al aire libre como lo fue su padre. Que sufra por Cristo de buena voluntad, que voluntariamente arrostre persecución y el rechazamiento del mundo que desechó a Tu Hijo y guárdele de todo aquello que pudiera deshonrarte”. Las palabras no siempre eran las mismas, pero el sentido de esa oración lo escuché innumerables veces.
Mi hogar era con frecuencia visitado por siervos de Cristo que a mí me parecían llevar con ellos la atmósfera de la eternidad. A pesar de ello para mí representaban el tósigo de mi niñez. Cuando con ánimo escrutador me preguntaban: “¿Enrique, niño, no has nacido de nuevo aún?”, o hacían esta otra pregunta igualmente impresionante: “¿Estás seguro de que tu alma es salva?” casi siempre me detenía: pero no sabía qué respuesta dar.
Mi hogar se había trasladado a California antes de que estuviera seguro de ser un hijo de Dios. En la ciudad de Los Ángeles empezaron mis primeras inquietudes mundanales y me impacientaba que se me quisiera restringir. No obstante me preocupaba continuamente el magno problema de mi salvación.
Sólo contaba doce años cuando emprendí una Escuela Bíblica y comencé a tratar de ayudar a los niños y niñas de la vecindad a adquirir un conocimiento del Libro que yo había leído diez veces, aunque dichas lecturas me habían dejado aun sin seguridad de salvación.
Pablo escribió a Timoteo: “Que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salud por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15). Era esto último lo que a mí me faltaba. Yo había creído siempre, a mi manera, pero a pesar de ello no me atrevía afirmar que era salvo. Ahora bien, siempre había creído acerca de Cristo. Pero no había creído en Él como mi Salvador personal. Entre estas dos creencias está toda la diferencia que existe entre ser salvo y ser perdido, entre una eternidad en el cielo y edades sin fin en el Lago de Fuego.
Como he dicho ya, no me faltaba inquietud en cuanto a la suerte de mi alma; y aunque ansiaba irrumpir dentro del mundo, y era culpable de mucha vileza e impiedad, sentía siempre una mano restrictiva que se posaba sobre mí, impidiéndome hacer muchas cosas en las cuales, a no ser por ello, hubiese incurrido; de ahí que cierta religiosidad caracterizara mi vida por ese entonces. Pero religión no es salvación.
Estaba próximo a cumplir catorce años, cuando cierto día al regreso de la escuela me enteré de que un siervo de Cristo procedente del Canadá, quien me era muy conocido, había llegado a la ciudad con el fin de celebrar algunas reuniones. Yo sabía antes de verlo con qué efusión me saludaría, ya que le recordaba muy bien al igual que sus escrutadoras preguntas hechas cuando yo era más pequeño. Por tanto no estaba sorprendido sino aturdido cuando exclamó: “¡Bueno, Enrique, niño, me agrada verte! ¿No has nacido de nuevo aún?” La sangre sonrojó mi rostro. Bajé la cabeza y no tuve palabras para responder a aquella interrogación. Un tío mío que se hallaba presente dijo: “¿No sabe, señor M—, que él predica un poco y dirige una escuela dominical?”
“¡Cierto!” fue la respuesta. “Quieres traer tu biblia, Enrique?”
Me alegré de que pudiera salir del salón e inmediatamente me dirigí a buscar mi biblia y regresé, deteniéndome un tiempo razonable, esperando de este modo reponerme del choque emocional de aquel primer instante. Al regreso al salón me dijo, bondadosa pero seriamente: “¿Quieres abrirla al capítulo 3 y versículo 19 de la Epístola a los Romanos y leer el pasaje en alta voz?”
Leí muy despacio: “Empero sabemos que todo lo que la ley dice, a los que están en la ley lo dice, para que toda boca se tape y todo el mundo se sujete a Dios”. Comprendía la explicación de esas palabras, y no hallé qué decir. El evangelista continuó diciéndome que él también había sido en otro tiempo un pecador religioso, hasta que Dios tapó su boca, y entonces le mostró a Cristo. Me hizo sentir de modo impresionante la importancia de llegar al mismo lugar antes de que tratara de enseñar a otros.
Sus palabras hicieron efecto. Desde ese instante hasta que tuve la seguridad de que era salvo, me abstuve de hablar de estas cosas, y suspendí mi trabajo en la escuela bíblica. Pero entonces, Satanás, quien había estado procurando la destrucción de mi alma, me sugirió lo siguiente: “Si eres un pecador perdido e inepto para hablar a otros sobre religión, ¿por qué no disfrutar de todo lo que el mundo ofrece en tanto en cuanto puedas aprovecharte de ello?”
Escuché con avidez sus palabras y por los seis meses siguientes, o algo parecido, nadie estuvo más ansioso de placer que yo, aunque siempre con una conciencia despierta.
Por fin, en la noche de un jueves, Dios me habló con poder tremendo, mientras me hallaba en una alegre fiesta en compañía de otros cuantos jóvenes, la mayoría de los cuales contaba más edad que yo, cuando sólo nos proponíamos tener una diversión nocturna. Recuerdo que me había retirado por unos momentos de la sala de recepción a un salón contiguo para tomar una bebida refrescante. Estando parado solo junto a una mesa donde se servían las bebidas, penetraron en lo más íntimo de mi alma, con una claridad sobrecogedor, algunos versículos de las Escrituras que yo había aprendido unos meses antes.
Dichos versículos se encuentran en el primer capítulo del libro de los Proverbios, comenzando con el versículo 24 y continuando hasta el versículo 32. La sabiduría es aquí representada como riéndose de la calamidad del que rehusó oír instrucción y burlándose cuando viniere lo que teme. Cada palabra parecía penetrar en mi corazón como un dardo ardiente. Pude ver, como no lo había visto nunca antes, mi horrible culpa de haber rehusado por tanto tiempo confiar en Cristo por el bien de mí mismo y de haber preferido seguir mi propio voluntañoso camino antes que el de Aquel que había muerto por mí.
Regresé a la sala y traté de reincorporarme a los otros compañeros en sus vanas disipaciones. Pero todo parecía vacío y haber perdido su brillo. La luz de la eternidad brillaba en el salón y yo me extrañaba de que alguien pudiera reír cuando el juicio de Dios se cernía sobre nosotros como la espada de Dámocles suspendida de un cabello. Parecíamos personas que juegan al borde de un precipicio con los ojos cerrados, siendo yo el más descuidado de todos, hasta que la gracia de Dios me hizo ver claro.
Aquella noche, cuando todo hubo terminado, me dirigí a mi hogar a toda prisa, y subí a gatas la escalera que conducía a mi habitación. Una vez allí, después de encender una luz, tomé mi Biblia, y con ella delante de mí, caí sobre mis rodillas.
Un sentimiento indefinido me embargaba el cual me impelía a orar. Pero de pronto me asaltó una pregunta: “¿Qué pedir en mi oración?” La respuesta vino claro y definidamente: “Aquello que Dios me ha estado ofreciendo por tantos años”. “¿Por qué no recibirlo, entonces, y darle gracias?”
Mi madre con frecuencia había dicho: “El sitio para comenzar nuestras relaciones con Dios está en Romanos 3 o en Juan 3”. Volví las hojas de la Biblia a estas escrituras y las leí ambas con sumo cuidado. Vi claramente que era un desamparado pecador, pero que Cristo había muerto por mí, y que la salvación era ofrecida gratuitamente a todos los que confiaran en Él. Leyendo Juan 3:16 por segunda vez, me dije: “Basta, Oh Dios, Te doy gracias porque me has amado, y has dado Tu Hijo por mí. Confío ahora en Él como mi Salvador, y descanso en Tu palabra, la cual me asegura que tengo vida eterna”. Después de esto esperaba tener un estremecimiento de gozo. Nada de eso. Pensaba si podía estar equivocado. Esperaba un súbito arrebato de amor por Cristo. Tampoco hubo tal. Temí que no podía ser salvo realmente, siendo tan poca mi reacción emocional.
Leí las palabras de nuevo. No cabía equivocación alguna. Dios amó al mundo, del cual yo formaba parte. Dios dio a Su Hijo para salvar a todos los que creen. Yo creía en Él como mi Salvador. Por tanto yo debía tener vida eterna. Otra vez le di gracias a Dios y me levanté de donde estaba arrodillado para emprender el camino de fe. Dios no podía mentir. Sabía que debía ser salvo.

Santidad: El gran desideratum

Siendo yo mismo salvado, el primer grande deseo de mi corazón fue un intenso anhelo por dirigir a otros hacia Aquel que había hecho mi paz con Dios.
En esta época a la cual estoy refiriéndome, el Ejército de Salvación estaba en su apogeo como organización dedicada al rescate de los perdidos. Todavía no se había popularizado como una sociedad que había de recibir el patronazgo del público y utilizada para hacer obra filantrópica. Sus oficiales y soldados parecían tener un solo objetivo: conducir a los cansados y abatidos al Salvador. Yo había concurrido con gran frecuencia a sus reuniones, y en efecto, de niño había dado “testimonio” muchas veces, haciendo citas bíblicas y urgiendo a los pecadores a confiar en Cristo, cuando yo mismo estaba en tinieblas aún. Era natural, por tanto, que al poseer el conocimiento de salvación, acudiera a la noche siguiente a mi conversión, y en la primera oportunidad que se me presentaba, a un servicio del Ejército de Salvación que se efectuaba en la calle, y allí hablara por primera vez, al aire libre, de la gracia de Dios tan recientemente revelada a mi alma.
Supongo que por ser sólo un muchacho de catorce años y bastante familiarizado con la Biblia y también algo aprontado —y bastante exagerado en esto último, de lo cual tengo poca duda— tuve una inmediata y cordial acogida entre ellos, y pronto fui conocido como “el niño predicador”, un título que temo halagara más el orgullo de mi corazón que lo que yo pudiera pensar entonces. Porque en efecto en la fruición del nuevo gozo que me embargaba no tenía un concepto de que aun llevaba conmigo una naturaleza tan pecaminosa y vil como la que pudiera existir en la entraña del peor malhechor del mundo. Sabía algo de Cristo y de Su amor, pero poco o nada de mí mismo y del engaño de mi propio corazón.
Hasta dónde puede llegar mi recuerdo, estuve en el disfrute del gozo de mi salvación por un mes, cuando en ocasión de una discusión que sostuve con mi hermano menor, perdí de súbito el dominio de mí mismo y arrebatado por la cólera le golpeé, derribándole a tierra. Mi alma se llenó inmediatamente de horror. No necesité la risa sarcástica y la mofa de mi hermano, cuando me decía: “¡Bien, eres un esmerado cristiano! ¡Es mejor que vayas al Ejército de Salvación y les diga en qué santo te has convertido!” para irme a mi cuarto con mi corazón lleno de angustia a confesar mi pecado a Dios, lleno de vergüenza y amarga pena, así como a mi hermano más tarde, con toda franqueza, quien generosamente me perdonó.
Desde esta ocasión en adelante la mía fue una “experiencia de altibajos”, para usar un término oído con mucha frecuencia en “los servicios de testimonio”. Ansiaba una perfecta victoria sobre las concupiscencias y deseos de la carne. A pesar de ello parecía tener más molestia por los malos pensamientos y las tendencias perversas que la que jamás había tenido antes. Por mucho tiempo guardé reserva sobre estos conflictos, conocidos sólo por Dios y por mí. Pero después de algunos ocho o diez meses, me interesé en lo que llamaban “reuniones para buscar la santidad”, llevadas a cabo semanalmente por el “Ejército de Salvación” en su salón, y por una misión a la cual solía asistir a veces. En estas reuniones se habló de una experiencia la que creí era exactamente lo que yo necesitaba. Esta experiencia se designó con varios nombres: “La Segunda Bendición”, “Santificación”, “Perfecto Amor”, “Vida Superior”, “Limpieza del Pecado Innato”, al igual que por otras expresiones.
En sustancia la enseñanza se reducía a esto: Cuando uno es convertido Dios por gracia le perdona todos los pecados cometidos hasta el tiempo de su arrepentimiento. Pero el creyente es entonces sometido por toda su vida a una prueba, durante la cual puede en cualquier momento perder su justificación y paz con Dios si cae en pecado del cual no se arrepiente al instante. Por tanto para guardarse a sí mismo en una condición de salvado, necesita una mayor obra de gracia, llamada santificación. Esta obra tiene que ver con el pecado como raíz, así como la justificación tuvo que ver con los pecados como fruto de esa raíz.
Los pasos conducentes a esta segunda bendición son, en primer lugar, convicción en cuanto a la necesidad de santidad (así como al principio hubo convicción de la necesidad de salvación); en segundo lugar una rendición total a Dios, o fundar toda esperanza, perspectiva o posesión en el altar de la consagración; y en tercer lugar demandar en fe la entrada del Espíritu Santo como un fuego refinador a quemar todo pecado innato y así destruir en su totalidad toda concupiscencia y pasión, dejando al alma perfecta en amor y tan pura como lo era Adán antes de la caída. Una vez se haya recibido esta maravillosa bendición, se requiere grande vigilancia, no sea que como la serpiente engañó a Eva, engañe también al alma santificada, y de este modo introduzca otra vez un principio de maldad de la misma índole del que requirió tal acción drástica como la que fue necesario tomar anteriormente.
Tal era la enseñanza, y unida a ella había testimonios vehementes de experiencias tan notables, cuya genuinidad yo no podría dudar, ni tampoco podía dudar que aquello de que otros parecían disfrutar estaba igualmente a mi disposición, siempre que yo cumpliera las condiciones.
Una anciana relató cómo por cuarenta años ella había sido guardada de pecar en pensamiento, palabra y obra. Su corazón —declaró— no era ya “engañoso más que todas las cosas, y perverso”, sino tan puro como los atrios del cielo, desde que la sangre de Cristo había limpiado los últimos residuos del pecado innato. Otros hablaron de modo similar, si bien los relatos fueron más breves. La irritabilidad había sido desarraigada al rendirse totalmente a Dios. Las malas inclinaciones y los apetitos insanos habían sido destruidos instantáneamente cuando la santidad fue demandada por fe. Comencé ansiosamente la prosecución de esta dicha de la santidad en la carne. Oré fervientemente por esta impecabilidad adámica. Rogué a Dios que me revelara cada perversidad para poder rendirme todo a Él. Abandoné amigos, ambiciones, placeres —todo aquello en que pudiera pensar y que pudiera impedir la entrada del Espíritu Santo y la bendición consiguiente—. Yo era un verdadero “devorador” de libros, una intensa afición por la literatura me había dominado desde niño; pero preso de este deseo ignorante prescindí de todos los libros agradables o de carácter instructivo, prometiendo a Dios leer solamente la Biblia y los escritos sobre la santidad, si por ello Él podía concederme “la bendición”. No obtuve, sin embargo, lo que buscaba, aunque oré con entera dedicación por muchas semanas.
Por fin, un domingo por la noche (estaba a la sazón lejos de mi hogar, posando con un amigo, miembro del “Ejército de Salvación”), me propuse internarme en el campo y esperar en Dios, y no regresar a la ciudad hasta que hubiese recibido la bendición del perfecto amor. Abordé un tren a las once y me dirigí a una estación solitaria que distaba doce millas de Los Ángeles. Descendí allí del coche en que viajaba y dejando a un lado la carretera bajé una pendiente hasta un arroyo seco que por allí había. Arrodillándome debajo de una higuera, oré, como en medio de una agonía, por largas horas, rogando a Dios que me mostrara cualquier cosa que estuviera impidiendo mi recepción de la bendición. Varios asuntos de naturaleza muy secreta y delicada para ser narrados aquí acudieron a mi mente. Luché contra la convicción, pero finalmente terminé clamando: “Señor, lo dejo todo —cada cosa, cada persona, cada entretenimiento— que pueda impedirme vivir sólo para Ti. ¡Dame, Te ruego, la bendición!”
Al volver mi recuerdo a aquel instante creo que me rendí entonces plenamente a la voluntad de Dios, hasta donde pude entenderlo. Pero mi cerebro al igual que mis nervios estaban desleídos por aquella larga vigilia de medianoche y la intensa ansiedad de meses anteriores, de modo que caí al suelo desmayado. Me pareció entonces que un santo éxtasis conmovió todo mi ser. Creí que esto era la venida del Consolador a mi corazón. Entonces clamé con confianza: “¡Señor, creo que vienes. Me limpias y me purificas de todo pecado. Lo demando ahora. La obra está hecha. Estoy santificado por Tu sangre. Me santificas. Creo, creo!” Me sentía inefablemente feliz. Experimenté que todas mis luchas habían terminado.
Con el corazón henchido de alabanza me incorporé y comencé a cantar en alta voz. Me fijé en mi reloj y noté que ya era alrededor de las tres y media de la mañana. Pensé que debía apresurarme a volver al pueblo para estar a tiempo en el servicio de oración de las siete de la mañana, para allí testificar de mi experiencia. Fatigado como estaba por haber estado despierto toda la noche, mi corazón se encontraba tan liviano que apenas me di cuenta del largo recorrido del regreso, sino que acudí con prontitud a la ciudad, llegando exactamente cuando el servicio empezaba, aligerado por mi nueva experiencia. Todos se gozaron cuando les conté qué grandes cosas yo creía Dios había hecho por mí. Cada servicio de aquel día me añadió más alegría. Estaba literalmente intoxicado de alegres emociones.
Mis dificultades habían llegado todas a su fin. El desierto había terminado y me hallaba en Canaán, nutriéndome del trigo de la tierra. Nunca más sería turbado por impulsos internos de pecar. Mi corazón era puro. Había alcanzado el estado deseable de completa santificación. Sin ningún enemigo interior que combatir, podía ahora dirigir todas mis energías hacia la derrota de los enemigos exteriores.
Pero esto es lo que yo ingenuamente creía. ¡Qué poco me conocía a mí mismo, y mucho menos conocía la mente de Dios!

Sol brillante y nubes

Por algunas semanas, después de la inusitada experiencia antes descrita viví tan feliz como en un estado de ensoñación, gozándome en mi imaginada impecabilidad. Una gran idea habíase posesionado de mi mente; y ya fuera que estuviera ocupado en mi trabajo o ya en mis horas libres, pensaba muy poco en otra cosa que no fuera el maravilloso suceso que había ocurrido. Pero gradualmente empecé a “poner mis pies en la tierra”, por así decirlo. Me empleaba para ese entonces en un estudio fotográfico, donde me mezclaba con personas de hábitos y gustos distintos, algunas de las cuales ridiculizaban, algunas toleraban y otras simpatizaban con mis ideas radicales en materia religiosa. Noche tras noche concurría a los servicios, hablando, tanto en la calle como en los locales, y pronto noté (al igual que otros, sin duda) que un cambio se había operado en mis “testimonios”. Antes yo siempre había ensalzado a Cristo y señalaba a los perdidos hacia Él. Mas ahora, imperceptiblemente, mi propia experiencia se había convertido en el tema de mi predicación, presentándome a mí mismo como un ejemplo notable de consagración y santidad. Esta era la nota característica predominante de los breves mensajes dados por la mayoría de los cristianos “adelantados” en nuestra compañía. Los más jóvenes en la gracia glorificaban a Cristo. Los “santificados” se glorificaban a sí mismo. Un himno favorito que solíamos cantar pone de relieve esto que acabo de decir mejor que lo que pueden hacerlo mis palabras. Helo aquí:
Yo sé que algunos no viven santamente;
Batallan contra el pecado inconquistado,
Sin atreverse a consagrarse plenamente;
De otro modo plena salvación habrían ganado.
Su lucha contra la malicia es constante;
De la duda librarse es su afán,
Se quejan de las cosas circundantes;
¡Gloria a Dios que no estoy donde ellos están!
¿Me creerá el lector cuando afirmo que cantaba esta monstruosa estulticia sin pensar que estaba dando riendas a mi orgullo pecaminoso? Yo estimaba que era mi deber dirigir constantemente la atención hacia “mi experiencia de salvación plena”, según se le denominaba. “Si no testifica a favor de ella usted perderá su bendición” era aceptado como un axioma entre nosotros.
A medida que transcurrió el tiempo volví a tener conciencia de que había en mí deseos de pecar y pensamientos perversos. Me hallaba perplejo. Acudí en demanda de ayuda a un conspicuo maestro, quien me dijo: “Estas no son sino tentaciones. La tentación no es pecado. Usted sólo peca si accede a la sugestión pecaminosa”. Esto me dio paz por un tiempo. Hallé que este era el modo general de excusar tales manifestaciones, las cuales evidencian una naturaleza caída que se suponía haber sido eliminada.
Gradualmente fue descendiendo a un plano cada vez más bajo, hasta acceder a incurrir en acciones que una vez hubiese repudiado; y aun observé que todos los que me rodeaban hacían lo mismo. Las primeras experiencias extáticas apenas habían durado. El éxtasis había desaparecido, y los “santificados” eran muy poco distintos a sus hermanos, quienes se suponía fueran “justificados tan solo”. Nosotros no cometíamos ostensibles actos de maldad, éramos, por tanto, impecables. La concupiscencia no era pecado, a menos que se sucumbiera a ella; de aquí que fuera muy fácil seguir testificando que todo marchaba bien.
Los cuatro años que siguen los reseño brevemente y hago esto adrede, ya que primordialmente se trata de temporadas de servicio feliz, así estimado por ignorancia. Era yo joven en años y en gracia. Mis ideas sobre el pecado así como sobre la santidad eran muy rudimentarias e imperfectas. Por tanto era, en general, fácil pensar que estaba viviendo sin el uno y manifestando la otra. Cuando las dudas me asaltaban, las consideraba tentaciones del diablo. Cuando me encontraba inequívocamente consciente de que había pecado realmente, me persuadía a mí mismo de que por lo menos no era un pecado voluntario, sino más bien un error de la mente antes que una acción intencional del corazón. Entonces recurría a Dios en confesión y oraba para ser limpio de las faltas ocultas.
Sólo contaba dieciséis años cuando era yo un cadete, esto es, un estudiante que me preparaba para la oficialidad en el Ejército de Salvación. Mientras pasaba la prueba en la guarnición de adiestramiento de Oakland tuve más dificultad que en ninguna otra época. La recia disciplina y la obligada asociación íntima con jóvenes de tan variadas inclinaciones y tendencias, así como de distintos grados de experiencia espiritual, resultaba muy duro para una persona de temperamento suprasensible como yo. Vi muy poca santidad en aquel sitio y me temo que la que yo demostraba fuera mucho menos que la que allí viera. En efecto, por los últimos dos meses de mi término de cinco en aquella institución, me hallaba sumido en un estado de perplejidad, y no me atrevía a profesar santificación en absoluto, debido a mi bajo estado espiritual. Me atormentaba el pensar que yo hubiese apostatado y pudiera perderme eternamente después de todas mis felices experiencias anteriores acerca de la bondad del Señor. Dos veces salí sigilosamente del edificio mientras todos dormían y me dirigí a un punto solitario donde pasé la noche en oración, rogando a Dios que no alejara de mí Su Santo Espíritu, sino que me limpiara otra vez completamente de todo el pecado innato. Cada vez “asumía tenerla por fe” (esto es, la impecabilidad), pareciendo más brillante por unas pocas semanas, pero caía otra vez, inevitablemente, en la duda y en la melancolía, con conciencia de haber pecado, tanto en pensamiento como de palabra, y a veces por acciones impuras que me producían terrible remordimiento.
Por fin recibí la comisión de Teniente. Otra vez pasé la noche en oración, pensando en que no podía emprender la tarea de enseñar y dirigir a otros a menos que yo mismo fuera puro y santo. Impulsado por la idea de estar libre de la restricción a que por tanto tiempo había sido sometido era comparativamente fácil esta vez creer que la obra de completa limpieza exterior estaba de seguro consumada, y que yo estaba ahora, si no lo estuve antes, libre, de hecho, de toda carnalidad. ¡Cuán prestos estamos a engañarnos sumisamente, nosotros mismos, en cuestiones como esta! De allí en adelante me convertí en un abogado más ferviente que nunca de la segunda bendición, y recuerdo que con frecuencia le rogué a Dios que diera a mi querida madre la bendición que me había dado a mí, y que la hiciera tan santa como lo había venido a ser su hijo. ¡Esa santa madre mía había conocido a Cristo antes de nacer yo y conocía demasiado bien su propio corazón para hablar de impecabilidad, si bien es verdad que vivía una vida cristiana consagrada! En mi año de Teniente y entonces como Capitán (el “Capitán” estaba encargado de un cuerpo o misión, y el “Teniente” asistía al “Capitán”), me complacía completamente mi trabajo y con gusto sufría molestias y privaciones (las cuales creo que ahora evadiría) ya que confiaba en que estaba viviendo la doctrina de perfecto amor a Dios y al prójimo, asegurando más, de este modo, mi propia salvación final. No obstante, al lanzar una mirada retrospectiva, ¡cuán graves fracasos puedo percibir! ¡qué insubordinada voluntad! ¡qué falta de sujeción a la palabra de Dios! ¡cuánta autosatisfacción y complacencia de mí mismo! ¡Ay!, “el hombre en su mejor condición es todo vanidad”.
Me encontraba a la sazón entre los dieciocho y los diecinueve años, cuando comencé a abrigar serias dudas respecto a si en realidad había alcanzado aquel nivel tan alto de vida cristiana como había profesado poseer, y el cual el Ejército de Salvación y otros movimientos con igual credo sobre la santidad demandaban como el único cristianismo verdadero. Qué me condujo a dichas dudas fue de una naturaleza muy personal y privada para revelarlo; pero ello resultó en una lucha y en grandes esfuerzos dirigidos a crucificarme a mí mismo, lo cual me produjo decepción y angustia muy punzantes; pero me demostró más allá de toda duda que la doctrina sobre la muerte de la vieja naturaleza es un sofisma desdichado y que la mente carnal era aún parte de mi ser.
Siguieron casi dieciocho meses de lucha constante. En vano escudriñé mi corazón para ver si había hecho una rendición entera de mis afectos pecaminosos y tratar de abandonar todo aquello que me fuera conocido y que pareciera en algún sentido malo o dudoso. En algunas ocasiones por intervalos de un mes y a veces más, podía persuadirme a mí mismo de que al fin había, en verdad, recibido de nuevo “la bendición”. Pero he aquí, que de un modo invariable, a las pocas semanas, me enfrentaba una vez más con aquello que demostraba que en mi caso particular todo era un engaño.
No me atrevía a abrir mi corazón a mis ayudantes en la obra o a los “soldados” que estaban bajo mi dirección. Pensaba que de hacer tal cosa, perdería toda influencia sobre ellos, y sería visto como un apóstata. Así fue que peleé mis batallas solo, y en secreto, y nunca concurrí a una reunión de “santidad” sin persuadirme a mí mismo, de que al menos ahora, estaba completamente entregado, y por tanto, debía tener la bendición de la santificación.
Algunas veces yo la llamaba entera consagración, sintiéndome así más aliviado. No parecía estar exigiendo demasiado. No tenía un concepto entonces de la hipocresía envuelta en todo esto. Lo que hacía mi angustia más punzante era el conocimiento que tenía de que yo no estaba sufriendo solo. Otro, a quien yo estimaba mucho, compartía mis dudas y mis ansias debidas a lo mismo. Para esta referida persona estas ansias y dudas eventualmente significaron completo naufragio de su fe; y una de las almas más nobles que jamás haya conocido se extravió hasta el extremo de perderse en los laberintos del espiritismo. ¡Dios conceda que no sea para siempre, sino que pueda alcanzar misericordia del Señor en aquel día!
Ahora comenzaba a ver la fila de desengañados y renunciantes que esta enseñanza sobre la santidad había dejado a su paso. Podía contar por veintenas las personas que habían terminado en una absoluta incredulidad por causa de esta enseñanza. Todas daban siempre la misma razón: “La he sometido a todas las pruebas y he hallado que es un fracaso. De modo que he llegado a la conclusión de que la enseñanza de la Biblia era todo un engaño, y que la religión era una cuestión meramente emocional”. Muchas más personas (varias de las cuales conocí íntimamente) rodaron paulatinamente hasta la locura, después de haber estado por años revolviéndose en el pantano de esta religión emocional; porque la gente decía que el estudio de la Biblia los había vuelto locos. ¿Cuán lejos estaban de saber que fue precisamente la falta de conocimiento bíblico el responsable de su precario estado mental; más aún, ¡el uso absolutamente antibíblico de pasajes aislados de la Biblia!
Terminé por hallarme tan atribulado que no podía continuar con mi trabajo. Llegué a la conclusión de que debía renunciar del Ejército de Salvación, y así lo hice, pero fui persuadido por el Coronel (quien equivale al obispo en otras denominaciones) de que debía esperar seis meses antes de que la renuncia tuviera efecto. Él me sugirió, y yo accedí, a abandonar el trabajo en los cuerpos y salir en una excursión especial —ya que en el cumplimiento de estos menesteres no había necesidad de tocar la cuestión de la “santidad”—. Pero yo predicaba a otros muchas veces, cuando estaba atormentado por el pensamiento de que yo mismo podía finalmente ser perdido, porque, “sin santidad nadie verá al Señor”; y, por más que traté, no podía estar seguro de poseerla. Hablaba con cualquiera que me pareciera tener realmente la bendición que yo tanto anhelaba; pero eran muy pocos los que, después de intimar con ellos, demostraban ser genuinos. Observé que el estado general de “los santificados” era tan bajo, si no más bajo que el de aquellos que ellos describían desdeñosamente como “sólo justificados”.
No podía resistir más, y pedí ser relevado de todo servicio activo, y por solicitud mía propia, fui enviado a la Casa de Descanso Beulah cerca de Oakland.
De seguro ya era tiempo de tomar este descanso; cinco años de trabajo activo con solo dos licencias breves habían arruinado mis nervios, gastado mi cuerpo, y me habían dejado en una aguda crisis mental.
El clamor de mi alma atribulada después de los años que pasé predicando a otros era: “¡Oh, si supiera dónde encontrar a Cristo!”. No pudiendo hallarlo, sólo veía tinieblas y desesperación delante de mí, pero aún así conocía muy bien Su amor y solicitud, lo cual impidió que cayera en completo abatimiento.

La lucha llega a su fin

Había estado trabajando por cinco años en la organización a la cual me había afiliado, procurando siempre estar seguro de que había alcanzado el estado impecable. Serví en unas doce poblaciones y ciudades con toda fidelidad, según mi creencia, esforzándome por alcanzar a los perdidos, y tornarlos en consumados salvacionistas, cuando fueran convertidos. Muchas y felices experiencias habían sido las mías, pero en lo que atañía a mí mismo éstas estaban, sin embargo, unidas a muy sombríos desengaños, al igual que a lo que atañía a otros también. Muy pocos de nuestros “convertidos” perduraron. Con frecuencia los “apóstatas” superaban en número a nuestros soldados. El ex-Ejército de Salvación fue muchas veces mayor que la organización original.
Estuve ciego por mucho tiempo hasta no ver una gran razón para esto. Pero al fin empecé a ver claro que la doctrina de “la santidad” ejercía la más funesta influencia sobre el movimiento. Los que profesaban conversión (ya sea real o falsa, el día lo declarará) forcejeaban por meses y aún por años, por lograr un estado de impecabilidad al cual no llegaron nunca, desistiendo al fin de su esfuerzo, en medio de la desesperación, para descender en muchos casos al bajo nivel del mundo que los rodeaba. Noté que lo mismo ocurría a todas las denominaciones que sustentaban igual credo sobre “la santidad”, al igual que a los “Bandos”, “Misiones”, y otros movimientos similares, que no eran otra cosa que desprendimientos de esas denominaciones, los cuales se sucedían continuamente. La norma fijada era inalcanzable. El resultado era, tarde o temprano, un gran desaliento, una hábilmente disimulada hipocresía, o una inconsciente modificación de la norma establecida para ajustarla a la experiencia ya alcanzada. En lo que a mí respecta, puedo decir que esta última medida de conveniencia me había tenido atrapado por mucho tiempo. Cuánto había en mí de lo segundo no me atrevo a decirlo. Sí puedo decir que fui eventualmente, víctima de lo primero. Puedo ahora ver que fue por la misericordia de Dios para mí que así ocurriera.
Cuando fui en busca de recuperación al Hogar de Descanso a que ya me he referido, no había aún renunciado a mi empeño por la prosecución de la perfección en la carne. Esperaba, en realidad, grandes cosas como resultado de la licencia que se me había otorgado con el fin de que “me encontrara a mí mismo”. Íntimamente relacionadas con “El Hogar” existían otras instituciones en las cuales la “santidad” y la sanidad por fe eran postuladas con ahínco. Estaba seguro de que grandes cosas habrían de lograrse en medio de un ambiente tan santo.
Me encontré allí con alrededor de catorce oficiales, muy delicados de salud quienes habían ido a aquel lugar en busca de recuperación. Vigilé la conducta y el modo en que hablaban todos, con sumo cuidado, proponiéndome confiar en aquellos que ofrecieran la mejor prueba de estar completamente satisfechos. Entre ellos había algunas almas selectas, pero otros eran unos redomados hipócritas. Santidad en su sentido absoluto, no pude verla en ninguno. Algunos mostraban piedad y consagración. La rectitud de conciencia de éstos yo no podía negarla. Pero los que mayor ostentación verbal hacían eran los menos espirituales. Apenas leían sus Biblias y muy rara vez se juntaban para hablar de Cristo. Una atmósfera de indiferencia envolvía todo aquel lugar. Había allí tres hermanas; mujeres muy consagradas las tres, aparentemente más piadosas que ningunas otras de las que allí se encontraban, pero aún así dos de ellas me confesaron que no estaban seguras de que fueran perfectamente santas. La otra era reservada, aunque procuraba ayudarme. Algunos eran positivamente pendencieros y ásperos, lo cual yo no podía conciliar con la profesión que hacían de que habían sido libertados del pecado innato. Asistía a las reuniones conducidas por los otros obreros ya mencionados. En esas reuniones, aún los mejores entre ellos, no hacían alusión a la perfección impecable, mientras que los que eran manifiestamente carnales, se gloriaban de haber alcanzado “el perfecto amor”. Había enfermos que daban testimonio de haber sido sanados por fe, y pecadores que declaraban que tenían la bendición de “la santidad”. Antes que ayudado, más bien fui obstaculizado por tanta inconsistencia. Descubrí al fin que me estaba tornando frío y cínico. Las dudas me asediaban en todos los respectos, como si fueran legiones de demonios, y casi tuve miedo de que mi mente se diera a discurrir sobre estas cosas. Busqué refugio en la literatura secular, y envié por mis libros, a los cuales algunos años antes había renunciado con juramento, si con ello conseguía que Dios me diera “la segunda bendición”. ¡Qué poco reconocía el espíritu de Jacob en todo esto! Para mi Dios parecía haber fracasado, por eso me volví a mis libros y traté de hallar solaz en la belleza de los ensayos y de la poesía o en disquisiciones de la historia y de la ciencia. No me atrevía confesar a mí mismo que era literalmente un agnóstico; no obstante, por espacio de un mes sólo podía responder “no sé” a toda pregunta basada en la revelación divina.
Este era el resultado directo de la enseñanza bajo la cual yo había estado. Mi modo de razonar era que la Biblia prometía completa libertad del pecado congénito a todo aquel que se sometiera de un modo absoluto a la voluntad de Dios. Creía estar seguro de haber hecho esto último: ¿Por qué, entonces no había sido enteramente libertado de la mente carnal? Me parecía haber cumplido todas las condiciones, y que Dios, por Su parte, había fallado en cumplir lo que había prometido. Sé muy bien que es una vileza escribir todo esto, pero no veo otro modo de ayudar a los que se hallan en el mismo estado en que yo me encontré durante ese horrible mes. La liberación llegó al fin de un modo muy inesperado. Una teniente que contaba algunos diez años mayor que yo llegó al Hogar, traída de Rock Springs, estado de Wyoming, y que se suponía estar en camino de la muerte por efectos de la tuberculosis. Desde el primer momento sentí una profunda simpatía por ella. La consideraba una mártir que daba su vida por un mundo necesitado. Pasé mucho tiempo a su lado, observándola cuidadosamente, y al fin llegué a la conclusión de que era ella la única persona plenamente “santificada” en aquel lugar. Imagínese cual sería mi sorpresa cuando unas pocas semanas después de su llegada, llegó hasta mí una noche, acompañada de otra persona, y me pidió a que le leyera, a la vez que comentaba: “Oigo decir que usted está constantemente ocupado con las cosas del Señor, y yo necesito su ayuda”. ¡Ayudarle yo! Quedé mudo de estupefacción, ya que conocía tan bien el estado de mi propio corazón y estaba tan seguro de la perfecta “santidad” de ella. En el instante en que entraron en mi habitación estaba yo leyendo la obra de Byron, titulada “Childe Harold”. ¡Y eso que se suponía yo estuviera enteramente consagrada a las cosas de Dios! Me pareció algo sobrenatural y fantástico, más bien que una solemne farsa, este compararnos con nosotros mismos sólo para engañarnos cada vez más nosotros mismos. Me apresuré a echar el libro hacia un lado y quedé perplejo en cuanto a qué debía leer en alta voz para ella. Por la providencia de Dios llamó mi atención un folleto que me había regalado mi madre algunos años antes, y cuya lectura detestaba, pues temía que ésta perturbara mi tranquilidad; tan temeroso estaba de todo lo que no llevara el sello de aprobación del Ejército de Salvación o de la enseñanza sobre la “Santidad”.
Movido por un súbito impulso lo saqué del estante y dije: “Leeré esto. No está de acuerdo con nuestra enseñanza, pero puede ser interesante, de todos modos”. Leí página tras página, prestándole poca atención a lo que leía; sólo esperaba calmar y tranquilizar a aquella mujer que se acercaba a la muerte. La condición perdida, por naturaleza, de todo hombre, recibía el mayor énfasis en las páginas de aquel folleto. Se explicaba la redención por la muerte de Cristo. Se extendía en la exposición sobre las dos naturalezas del creyente y su seguridad eterna, lo cual a mí me parecía ridículo y absurdo. La última parte estaba dedicada a la profecía. En este no entramos. Me asusté después de haber leído la primera mitad del libro, al exclamar la Teniente J.: “Oh, Capitán, ¿piensa usted en la posibilidad de que eso sea cierto? Si solamente pudiera creer eso, podría morir en paz”.
Desmedidamente asombrado, pregunté: “¿Qué? ¿Quiere usted decir que no podría morir en paz en el estado en que se encuentra actualmente? ¡Usted está ‘justificada’ y ‘santificada’! ¡Usted posee una experiencia que yo he procurado por muchos años alcanzar, con resultado infructuoso, sin embargo, ¿se siente usted turbada al encarar la muerte?”. “Soy una miserable” —replicó— “y usted no debe decir que soy ‘santificada’. No puedo alcanzar la santificación. He luchado por años, pero no he conseguido obtenerla aún. Esta es la razón de mi deseo de hablar con usted, porque estaba segura de que usted la tenía y podría ayudarme!”.
Nos miramos mutuamente con estupor y lo penoso y al mismo tiempo lo burlesco de aquel momento hizo presa de ambos, riendo yo de un modo delirante mientras ella lloraba histéricamente. Recuerdo haber exclamado entonces, “¿Qué nos sucede a nosotros? No existe sobre la tierra persona alguna de mayor renunciación de sí misma por amor de Cristo que nosotros. Sufrimos y hambreamos y gastamos nuestros cuerpos en el esfuerzo de hacer la voluntad de Dios, y después de todo eso no gozamos de una paz duradera. A veces nos sentimos felices; nos gozamos en nuestras reuniones, pero nunca tenemos la seguridad de cuál será el fin”. “¿Piensa usted” —preguntó ella— “que todo se debe a que dependemos demasiado de nuestros propios esfuerzos? ¿Podrá ser que mientras confiamos en Cristo para nuestra salvación, pensamos que hemos de guardarnos en la salvación por nuestra propia fidelidad?”.
“¡Pero” —interrumpí yo— “pensar cualquier otra cosa, equivaldría a abrirle la puerta a toda clase de pecado!”.
Continuamos hablando al estilo hasta que, algo agotada, ella se retiró, no sin antes pedir que se le permitiera a ella y a otros volver la noche siguiente a leer y hablar de las cosas que allí habíamos abordado, a lo cual accedí de inmediato.
Tanto para la Teniente J. como para mí, la lectura, tanto como el cambio de impresiones que tuvimos aquella noche demostró ser el comienzo de nuestra liberación.
Habíamos admitido el uno al otro, al igual que a la tercera persona que se hallaba presente entre nosotros, que no estábamos “santificados”. Empezamos de ahí en adelante a escudriñar fervientemente las Escrituras en busca de luz y de ayuda. Eché a un lado todos los libros seculares, empeñado en no permitir que nada obstruyera el estudio cuidadoso, y con oración, de la Palabra de Dios. Paso a paso fueron apareciendo los primeros fulgores del amanecer. Nos dimos cuenta de que habíamos estado mirando hacia dentro de nosotros para hallar la santidad, en vez de mirar fuera de nosotros. Reconocimos que la gracia que nos había salvado al comienzo era la misma gracia que podía llevarnos adelante. Comprendimos, con alguna vaguedad, que para nosotros, todo debía estar en Cristo; de lo contrario no nos quedaba ni un solo rayo de esperanza.
Muchas cosas nos conturbaban y nos dejaban perplejos. Notamos cómo muchas cosas en que creíamos eran completamente opuestas a la palabra de Dios. Otras muchas de ellas no podíamos entenderlas, tan deformadas habían quedado nuestras mentes tras largos años de adiestramiento en aquel sistema de enseñanza. Ante mi perplejidad procuré la ayuda de un maestro bíblico, el cual, entendí, estaba en comunión con el autor del folleto a que antes me he referido. Le escuché con provecho en dos ocasiones, aunque todavía me hallaba en cierto modo aturdido; no obstante empecé una vez más a sentir tierra firme debajo de mis pies.
Se fue apoderando de mí la gran verdad de que la “santidad”, el “perfecto amor”, la santificación y toda otra bendición eran mías en Cristo desde el momento en que había creído, y mías para siempre, y todo de gracia. ¡Había estado mirando a otro hombre, al que no era, cuando todo se hallaba en el Hombre Cristo Jesús, y en Él para mí! Hubo de transcurrir semanas para ver esto con claridad.
Un folleto que había sido una bendición para muchos vino a ser de gran ayuda para ambos de nosotros. Su título, “Seguridad, Certeza y Gozo”, fue, en sí, fuente de alegría. Otros tratados me fueron proporcionados, los cuales leí con gran presteza, buscando cada referencia bíblica, examinando el contexto u otros pasajes de igual, o aparentemente opuesto, carácter, mientras clamábamos diariamente a Dios que nos diera el conocimiento de Su verdad. La señorita J. vio la verdad antes que yo. Se hizo la luz cuando ella vio que estaba eternamente unida a Cristo como Cabeza del Cuerpo y tenía vida eterna en Él como la Vid, en ella como el pámpano. El gozo de ella no conocía límites y su salud mejoró tangiblemente desde aquel momento, prolongándose su vida por seis años más, yendo a estar finalmente con el Señor, exhausta por la tarea de llevar almas a Cristo. Muchos se sentirán decepcionados al saber que ella conservó sus relaciones con el Ejército de Salvación hasta el fin de sus días en este mundo. Ella sustentaba la noción equivocada (creo yo) de que debía permanecer donde estaba y declarar allí la verdad que había aprendido. Pero se arrepintió de esto antes de morir. Sus últimas palabras a un hermano (A.B.S.) y a mí, quienes estuvimos a su lado cuando el fin se acercaba, fueron: “¡Lo tengo todo en Cristo! De eso estoy segura. Pero hubiese querido ser más fiel a la verdad acerca del Cuerpo —la Iglesia—. Erré al dejarme llevar por un celo que creí era de Dios, ¡y ya es demasiado tarde para ser fiel a la verdad recibida!”.
Cuatro días después de haber brotado en su alma la verdad, mientras nos hallábamos en el Hogar de Descanso, yo también había sido libertado de mis dudas y temores, y había hallado mi todo en Cristo. No podía continuar allí. Al cabo de una semana estaba fuera del único sistema humano en que jamás había estado como cristiano, y por muchos años, desde entonces, no he conocido otra cabeza que a Cristo, ningún cuerpo que la única Iglesia, la cual Él compró con Su propia sangre. Estos han sido años felices; y cuando miro retrospectivamente al camino por el cual el Señor me ha conducido, no puedo sino alabarle por la incomparable gracia, la cual hizo que Él me libertara de la introspección, y me permitió ver que la santidad perfecta y el perfecto amor han de ser hallados no en mí, sino en Cristo Jesús solamente.
Y he estado aprendiendo a lo largo de mi peregrinación en este mundo que mientras más ocupado con Cristo está mi corazón, gozo de más liberación del poder del pecado, y es más real para mí la verdad de que el amor de Dios está derramado en ese mismo corazón por el Espíritu Santo que me es dado, como las arras de la gloria venidera. He hallado libertad y gozo desde que fui de este modo libertado de una servidumbre, la cual nunca creí posible que fuera conocida jamás por alma alguna en la tierra, mientras presento con confianza a esta preciosa verdad a la aceptación de otros, la cual contrasta con la incertidumbre del pasado.
Me propongo tratar con mayor disquisición, en la segunda parte de este librito, la verdad que obró mi liberación, pero antes de terminar la parte referente a mi experiencia deseo resumir en un capítulo más mis impresiones personales del “Movimiento de Santidad”.

Observaciones sobre el movimiento de santidad

Desde mi separación de las sociedades perfeccionistas, con frecuencia se me ha preguntado si he hallado una norma tan alta guardada por la generalidad de los cristianos que no profesan poseer “la segunda bendición” como la he visto guardar por aquellos que profesan tenerla. Mi respuesta es que después de haber considerado cuidadosamente, y creo que sin prejuicio, a unos y a otros, he visto una norma más alta mantenida por los creyentes que rechazan inteligentemente la teoría de la erradicación del pecado innato, que entre aquellos que la aceptan. Son ellos cristianos serenos, modestos, que conocen tan bien sus biblias y sus propios corazones, que serían incapaces de permitir que sus labios hablaran de impecabilidad y de perfección en la carne, no obstante caracterizarse por una completa devoción al Señor Jesucristo, amor a la palabra de Dios y santidad de vida y de obra. Mas estos benditos frutos surgen, no de la ocupación consigo mismos, sino de la ocupación con Cristo, en el poder del Espíritu Santo.
No tengo en cuenta al emitir mi juicio y criterio sobre estas cosas al gran cuerpo de profesantes, quienes apenas están claros o definidos sobre nada. Me refiero, más bien, a aquellos entre las varias denominaciones, y los que están fuera de tales agrupaciones, quienes confiesan a Cristo valientemente y procuran ser un testimonio en favor de Él en el mundo. Comparados con éstos, repito, existe una norma de vida cristiana mucho más baja entre la llamada “gente de santidad”.
No es menester ir muy lejos a buscar las razones para esto; porque en primer lugar la profesión de “santidad” induce a un sutil orgullo espiritual que a menudo raya en el mismísimo fariseísmo, y con frecuencia conduce a la más manifiesta confianza en sí mismo. Y en segundo lugar, afirmar que yo vivo sin pecado trae como secuela la conclusión de que nada que yo haga es pecado. De aquí que la enseñanza de santidad en la carne tiende a endurecer la conciencia y hace que el profesante de ella reduzca la norma cristiana de vida al nivel de su pobre experiencia personal. Quienquiera que frecuente mucho entre las personas que hacen esta profesión pronto empezará a reconocer como priva entre ellas las condiciones que he descrito. Los profesantes de la “santidad” a menudo son personas mordaces, maledicentes, despiadadas y duras al juzgar a otros. Exageraciones, las cuales constituyen una monstruosa deslealtad a la verdad son inconscientemente alentadas y con frecuencia consentidas en sus reuniones para “testimonio”. La mayoría de ellos no están más libres de las vulgaridades, expresiones callejeras y la liviandad en el hablar que las personas ordinarias que no hacen tal profesión; al tiempo que muchos de sus predicadores son muy dados a sermones sensacionales y de entretenimiento, que de todo tienen, menos de seriedad y de edificación. ¡Y todo esto, percátese usted, sin que pequen!
El Apóstol Pablo pone énfasis en que la envidia, la contienda y las divisiones son evidencia de carnalidad, y las designa “obras de la carne”. ¿Dónde han sido las divisiones, con todo su tráfago de males, más corrientes que entre las rivales organizaciones de la “santidad”, algunas de las cuales denuncian rotundamente a todos los adeptos de las otras como “apóstatas” y “en camino del infierno”? Yo he podido escuchar tales denuncias en muchas ocasiones. El rencor existente entre el Ejército de Salvación y los varios desprendimientos del mismo: Los Voluntarios de América, el desacreditado Ejército de Salvación Americano, el ahora difunto Ejército Evangelístico, y otros “ejércitos” son la mejor prueba de este aserto, y las otras sociedades de “santidad” tampoco cuentan con un historial más brillante que este. He notado que la deuda y su hermana gemela, la preocupación, son tan comunes entre estos profesantes como entre otros. En efecto, la pecabilidad de la preocupación parece ser raramente percibida por ellos. Los abogados de la “santidad” tienen todas las poco agradables maneras que tanto afligen a muchos de nosotros. Ellos no están más libres de tacañería, chismes, maledicencia, egoísmo y flaquezas semejantes que sus prójimos.
En cuanto a la perversidad y la impureza abyectas, me apena decir que los pecados de positivo carácter moral se encuentran con más frecuencia en las iglesias y misiones vinculadas al movimiento de la “santidad” y en las brigadas del “Ejército de Salvación” que lo que las personas ajenas pudieran posiblemente pensar. Sé de qué hablo; y sólo un deseo de salvar a otros de las amargas decepciones que yo tuve que afrontar me impele a escribir del modo que lo hago. Generalmente existen fallas entre los cristianos que horrorizan y herirían la sensibilidad de muchos, las cuales se suceden de tiempo en tiempo, por no velar en oración. ¡Pero de seguro que tales fallas si acaso ocurren entre los militantes en este movimiento de la “santidad” debe ser a intervalos muy escasos! Ojalá fuera así. ¡Ah, es todo lo contrario! El sendero del movimiento de “santidad” (incluyendo, desde luego, al Ejército de Salvación) está salpicada de esos derrumbamientos morales y espirituales. No me atrevería a contar de las veintenas, y aún cientos de soldados y oficiales “santificados” quienes, según me consta por conocimiento personal, fueron licenciados o abandonaron “el Ejército” en desgracia durante mis cinco años de oficialato. Podrá objetarse que tales personas habían “perdido su santificación” antes de caer en estas malas prácticas; pero ¿qué valor tiene una santificación que deja al que la posee tan inerme como cualquier otro que no reclama poseer nada semejante?
Por otra parte admito con gran regocijo que entre los rangos de la organización militar-religioso a la cual pertenecí, como en otras organizaciones de “santidad”, hay muchos, muchos hombres y mujeres, piadosos y devotos, cuyo celo por Dios y su abnegación son ostensibles, quienes serán recompensados en “aquel día”. Pero no se ciegue nadie por esto, al extremo de creer que ha sido la doctrina de “santidad” lo que ha hecho de éstos tales cristianos ejemplares. La refutación de esa creencia está en el hecho sencillo de que la gran mayoría de los mártires, misioneros y siervos de Cristo, quienes a lo largo de la historia del cristianismo “no han amado sus vidas hasta la muerte”, jamás soñaron con abrogarse tales privilegios, sino por el contrario, reconocieron cada día su pecaminosidad natural y su constante necesidad de la abogacía de Cristo.
Los testimonios de muchos que figuraron en un tiempo en otras organizaciones en las cuales la santidad en la carne es predicada y profesada están contestes con el mío en cuanto al gran porcentaje de “retrogradación” de la virtud y la pureza personal.
La superstición y fanatismo más groseros tienen su albergue entre los abogados de la “santidad”. Nótese el actual “movimiento de las lenguas” con todos los engaños e insanias correspondientes. Un insaciable e insano deseo de nuevas y estremecientes sensaciones religiosas, y reuniones emocionales de naturaleza muy excitante producen este resultado inmediato. Por el desconocimiento de una paz segura y suponer que la salvación final depende de progreso en el alma, la gente llega a depender tanto de “bendiciones” y “nuevos bautismos del Espíritu”, que así llaman ellos estas experiencias, que caen de súbito presas de los engaños más absurdos. En los últimos años cientos de reuniones de “santidad” a través del mundo se han tornado literalmente en pandemonios, donde las demostraciones dignas de una casa de locos o de una concentración de derviches aullando se llevan a cabo noche tras noche. No en balde se nota entre ellos un fuerte contenido de demencia y escepticismo como el resultado corriente de esto.
Estoy bien enterado de que muchos maestros de la “santidad” repudian toda relación con estos fanáticos, pero parecen no echar de ver que son sus mismas doctrinas la causa directa de los frutos repudiables que he estado comentando. Predíquese un Cristo integral, proclámese una obra consumada, enséñese, escrituralmente, la verdad de la morada del Espíritu Santo en el creyente, y todas estas experiencias extravagantes desaparecerán.
Quizá lo más lastimoso del movimiento al que me he estado refiriendo es la larga lista de naufragios en la fe, los que han de atribuirse a lo insano de su instrucción. Gran número de personas buscan “la santidad” por años sólo para hallar que han tenido como meta delante de ellos lo inalcanzable. Otros profesan haberla recibido, pero al fin han sido obligados a reconocer que estaban equivocados. El resultado es que a veces la mente sucumbe al esfuerzo denodado, pero con mucha más frecuencia la incredulidad en la inspiración de las Escrituras es el resultado lógico. Es para las personas que se acercan peligrosamente a los escollos del escepticismo y de las tinieblas que he escrito estas páginas. La palabra de Dios es verdadera. Él no ha prometido lo que no ha de cumplir. Eres tú, querida alma turbada, quien has sido extraviada por una falsa enseñanza sobre la verdadera naturaleza de la santificación y los efectos propios de la morada del Espíritu Santo en el creyente. No permitas que la incredulidad tenebrosa ni la decepción melancólica te impidan leer los capítulos que siguen, y escudriñar las Escrituras diariamente, para ver si estas cosas son así. Y que Dios, en Su rica gracia y misericordia conceda a cada lector egocéntrico que mire sólo a Cristo, “Quien nos es hecho para Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”.

Santificación: ¿Qué significa?

Al dar comienzo a nuestra indagación sobre el tema de la santificación, según ésta se enseña en las Escrituras, es importante sobre todo tener un claro entendimiento del significado que tanto el autor como el lector atribuyan a la palabra. Porque si el autor, al usar la palabra, tiene un pensamiento en su mente, y el lector está pensando en algo totalmente distinto, al compendiar el tratado, no ha de suponerse que jamás puedan llegar a una misma conclusión.
Me propongo, entonces, en primer término, dejar que los teólogos y los maestros de la llamada “santidad” nos definan la palabra, y entonces acudir a las Escrituras para someter a prueba sus definiciones. He aquí algunos ejemplos: “En un sentido doctrinal la santificación es la obra en virtud de la cual se hace verdadera y perfectamente santo lo que antes era inmundo y pecaminoso. Es una obra progresiva que la gracia divina efectúa en el alma justificada por el amor de Cristo. El creyente es purificado gradualmente de la corrupción de su naturaleza, y al fin presentado ‘delante de Su gloria irreprensible, con grande alegría’”. Esta es una aseveración bastante aceptable de los puntos de vista sustentados por la generalidad de los teólogos protestantes y está transcrita del Diccionario de la Santa Biblia redactado por el Sr. W. W. Rand.
Las definiciones del diccionario secular concuerdan todas en que “santificación es un acto de la gracia de Dios mediante el cual los afectos del hombre son purificados y ennoblecidos”. Y esta, como se observará, está prácticamente de acuerdo con la definición antes dada. Los escritores sobre el tema de la “santidad” son muy explícitos y generalmente atraen la atención hacia lo que ellos suponen ser la diferencia entre justificación y santificación. No citaré a ninguna de sus autoridades en cuanto a esto, sino que expondré la enseñanza en mi propio lenguaje, según solía hacerlo yo mismo desde mi cátedra hace algunos años. Mi razón para adoptar este proceder es que todos los profesantes de “la santidad” que lean estas páginas puedan juzgar por sí mismos si yo estaba “claro” en cuanto a esta materia cuando me contaba entre ellos.
La justificación se suponía ser, entonces, una obra de gracia por la cual los pecadores son hechos justos, y libertados de sus hábitos pecaminosos, al venir a Cristo. Pero en el alma meramente justificada queda un principio corruptible, un árbol malo, o “raíz de amargura” que propende continuamente al pecado. Si el creyente obedece este impulso y peca voluntariamente, cesa de ser justificado; de aquí la deseabilidad de su remoción, a fin de que la posibilidad de retrogradar sea mucho menor. La erradicación de esta raíz pecaminosa es santificación. Por tanto, es la limpieza de la naturaleza humana de todo pecado innato por la sangre de Cristo (aplicada por medio de la fe en un acto de plena consagración), y el fuego purificador del Espíritu Santo, Quien quema toda la escoria, al ponerse todo sobre el altar del sacrificio. ¡Esta, y solo esta, es verdadera santificación, una distintiva segunda obra de gracia, subsiguiente a la justificación, y sin la cual esa justificación corre el riesgo de perderse!
Que esta definición es correcta, estoy seguro, será admitido por la más radical de las “escuelas de santidad”.
Sometamos ahora estas afirmaciones a la prueba de las Escrituras. Y para hacer esto de un modo inteligente, me propongo, en primer lugar, examinar un número de pasajes en ambos Testamentos y ver si en alguno de ellos, tienen sentido y constituyen doctrina sana, algunas de las definiciones arriba expresadas. Quiero hacer constar que santidad y santificación son sinónimas. Se usan ambas palabras para traducir el mismo nombre tanto en el griego como en el hebreo. Bastarían doce ejemplos prominentes para demostrar el uso que se da al término en nuestras biblias.
1.- En la palabra de Dios se enseña distintivamente la santificación de objetos inanimados. “Ungirás también el altar del holocausto y todos sus vasos; y santificarás el altar, y será un altar santísimo. Así mismo ungirás la fuente y su basa, y la santificarás” (Éxodo 40:10-11).
¿Hemos de suponer que se operara cambio alguno en la naturaleza de estos vasos? o ¿se extirpó de ellos algún principio de maldad?
También leemos en Éxodo 19:23: “Señala términos al monte (Sinaí) y santifícalo”. ¿Se efectuó cambio alguno en la estructura del monte cuando Dios dio la ley sobre él? Conteste el lector limpia y honradamente, y tendrá que confesar que aquí, por lo menos, ni las definiciones teológicas ni las dadas por la “santidad” se aplican a la palabra “santificación”. Lo que sí significa esa palabra lo veremos más tarde, cuando hayamos escuchado a nuestros doce testigos.
2.- Las personas pueden santificarse a sí mismas sin que medie acto alguno de poder divino, u obra alguna de gracia pueda tener efecto en ellas. “Y también los sacerdotes que se allegan a Jehová, se santifiquen” (Éxodo 19:22). ¿Habrán de cambiar estos sacerdotes sus propias naturalezas de malas a buenas, o destruir dentro de ellas el principio de maldad? Una vez más toca a los lectores juzgar. Yo aporto los testigos; ellos son el jurado.
3.- Un hombre podía santificar a otro. “Santificadme todo primogénito: ... Mío es” (Éxodo 13:2); y otra vez, “Jehová dijo a Moisés: Ve al pueblo y santifícalo; ... y laven sus vestidos” (Éxodo 19:10). ¿Qué cambio interno o limpieza había de efectuar Moisés con respecto al primogénito o todo el pueblo de Israel? Que él no eliminó su pecado innato es evidente de los capítulos sucesivos.
4.- Personas pueden santificarse a sí mismas para cometer iniquidad. “Los que se santifican y los que se purifican en los huertos, unos tras otros, los que comen carne de puerco, y abominación, y ratón; juntamente serán talados, dice Jehová” (Isaías 66:17). ¡Qué monstruosa santificación era ésta, y qué absurdo pensar que haya aquí limpieza interior alguna!
5.- El Hijo fue santificado por el Padre. “¿A quién el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?” (Juan 10:36). Ellos, no Él, blasfemaron; e igualmente vil sería la blasfemia de cualquiera que dijera que la santificación para Cristo implicaba la erradicación de una naturaleza corrupta o una voluntad perversa cambiada. Él fue siempre “Lo santo... llamado Hijo de Dios”.
No faltan abogados de la llamada “santidad” que osan enseñar, impíamente, que la mácula del pecado estaba en Su ser, y necesitó ser eliminada; pero éstos son, con toda justicia, aherrojados de la comunión, y su enseñanza abominada por los cristianos instruidos por el Espíritu Santo. No obstante, Él, el Santo, fue “santificado por el Padre”, tal como escribe San Judas de todos los creyentes (Judas 1:1) ¿Hemos de suponer que la expresión santificar significa una cosa en relación con Cristo y otra en relación con los creyentes?
6.- El Señor Jesucristo se santificó a Sí mismo. “Y por ellos Yo Me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados” (Juan 17:19). Si ha de prevalecer alguna de las definiciones dadas más arriba, entonces, ¿qué hemos de hacer del hecho de que Aquel que fue santificado por el Padre se santificó a Sí mismo después? ¿No es claro que en este particular existe una gran discrepancia entre lo que afirman los teólogos, los perfeccionistas y la Biblia?
7.- Los incrédulos son a veces santificados. “Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido: pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos; mientras que ahora son santos (santificados)” (1 Corintios 7:14). Aquí el cónyuge de un cristiano, aunque inconverso, se dice que es santificado. ¿Está el tal, libre del pecado innato, o está sufriendo algún cambio gradual de naturaleza? Si esto resulta demasiado absurdo para ser tenido en cuenta, santificación no puede significar ninguna de las experiencias ya especificadas.
8.- Los cristianos carnales son santificados. “Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y Sóstenes el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, santificada en Cristo Jesús”. “De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Porque todavía sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, y contiendas, y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (1 Corintios 1:1-2; 3:1,3). ¿Carnales, y aún libres del pecado innato? ¡Imposible! No obstante, los cristianos declarados santificados en el capítulo uno, se dice que son carnales en el capítulo tres. Por sistema alguno de razonamiento lógico puede la clase de cristianos del último capítulo ser cambiada para ser distinta a la de aquellos a quienes el Apóstol se dirige en el capítulo anterior.
9.- Se nos ordena a seguir la santificación. “Seguid la paz con todos, y la santidad (santificación), sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). ¿En qué sentido podrían los hombres seguir a un cambio de naturaleza, o cómo seguir a la eliminación de la mente carnal? Sigo a lo que está delante, a aquello que todavía no he alcanzado plenamente, en un sentido práctico como nos dice el apóstol Pablo en Filipenses 3:14-16.
10.- Se requiere de los creyentes que santifiquen a Dios. “Sino santificad al Señor Dios en vuestros corazones, y estad siempre aparejados para responder con mansedumbre y reverencia a cada uno que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). ¿Cómo habremos de entender una exhortación como esta, si santificación implica limpieza interior o hacer santo lo que antes era inmundo y vil? ¿No está claro que tal definición conduciría a los caprichos más extravagantes y a los más crasos absurdos?
11.- Personas tratadas como santificadas son más adelante exhortadas a ser santas. “Pedro, apóstol de Jesucristo a los extranjeros esparcidos en Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Asia, y en Bitinia. Elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo. Sino como aquel que os ha llamado es santo, sed también vosotros santos en toda conversación: Porque escrito está: Sed santos porque Yo soy santo” (1 Pedro 1:1,2,15,16). ¡Pensad en la incongruencia de estos pasajes, si santificación y santidad se refieren a una obra interior mediante la cual el pecado innato es desarraigado de nuestro ser! Los santificados son exhortados a ser santos, en lugar de ser informados que ya han sido hechos santos absolutamente, y que por tanto no necesitan tal exhortación.
12.- Los santificados son, no obstante, declarados perfeccionados para siempre. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). ¿Quién, entre los perfeccionistas, puede explicar esto, satisfactoriamente? Nada es tan común entre los maestros de esta escuela como la doctrina de la posibilidad de la ulterior caída y pérdida final de aquellos que han sido justificados, y han participado de las experiencias más maravillosas; pero, aquí se dice que los santificados son perfectos para siempre —de consecuencia, nunca se perderán, ni nunca pierden aquella santificación, de la cual han sido hecho objetos una vez.
Después de escuchar cuidadosamente a estos doce testigos, yo pregunto a mis lectores, ¿Pueden ustedes posiblemente obtener de los varios usos del término “santificación” indicio alguno de un cambio de naturaleza en el creyente, o una eliminación del mal implícito en ella? Estoy cierto que toda mente honrada debe confesar que el término, evidentemente, tiene un significado muy distinto, y me propongo señalar, brevemente, cuál es ese significado.
Despojado de todas las creencias teológicas, el verbo “santificar”, escuetamente, significa apartar, y el nombre “santificación” significa, literalmente, separación. Esta llave sencilla abrirá cada versículo que hemos estado comentando y armonizará todo, allí donde parecía haber un completo desconcierto.
Los vasos del Tabernáculo fueron separados para el servicio divino, así como el Monte Sinaí fue apartado para Jehová, para la data de la ley. Los sacerdotes en Israel se separaron a sí mismos de contaminación. Moisés separó al pueblo de inmundicia y apartó a los primogénitos para ser dedicados a Jehová. Los apóstatas, por el contrario, en los días de Isaías, se apartaron a sí mismos para obrar iniquidad a los ojos de Jehová. El Padre apartó al Hijo para venir a ser el Salvador de los perdidos; y al final de Su vida en la tierra, y Su obra ya consumada, el Señor Jesucristo se apartó a Sí Mismo y ascendió a la gloria, para ser objeto de los corazones de Su pueblo, a fin de que se separaran del mundo que había rechazado y crucificado a su Redentor. La esposa o esposo incrédulos, si están vinculados a un cónyuge apartado para Dios, es colocado de ese modo en una relación externa con Dios, con los consiguientes privilegios y responsabilidades; y los hijos son de igual modo separados para Dios en Cristo Jesús; y de aquí surge la responsabilidad de vivir para Él. Esta separación ha de ser seguida diariamente, procurando el creyente ser más y más conformado a Cristo. Las personas que profesan ser cristianos y no siguen la santificación, no verán al Señor, porque son irreales y no poseen vida divina. El Señor Dios debe ser apartado en nuestros corazones, si es que nuestro testimonio ha de contar para Su gloria. Uno puede ser apartado para Dios en Cristo, y aún así, necesita la exhortación a una separación práctica de toda inmundicia y mundanalidad. Y, finalmente, todos los así apartados, son perfectos para siempre delante de Dios, en cuanto a la conciencia, por el único sacrificio de Cristo en la cruz; porque son aceptos en el Amado, y eternamente unidos a Él. Obtenga la llave y se desvanecerá toda dificultad. La santificación, en el sentido cristiano es, por tanto, doble: absoluta y progresiva.

Santificación por el Espíritu Santo: Interna

Al finalizar el capítulo anterior hice la observación de que la santificación tiene dos caracteres, el uno absoluto, el otro progresivo. La santificación absoluta es efectuada por la sola ofrenda de Cristo sobre la cruz, de la cual trataré más adelante. La santificación progresiva tiene dos modalidades: se efectúa por el Espíritu y por la Palabra.
Puede que sea de ayuda para algunos expresarlo del modo siguiente: La santificación por el Espíritu es interna. Es una experiencia dentro del creyente.
La santificación por la sangre de Cristo es eterna. No es una experiencia; es posicional, tiene que ver con el nuevo lugar que todo creyente ocupa en el favor eterno de Dios —invariable e incambiable—, a la cual nunca puede adherirse contaminación, en la estimación de Dios.
La santificación por la Palabra de Dios se refiere a la vida y conducta exteriores del creyente. Es el resultado visible de la santificación por el Espíritu, que continúa progresivamente por toda la vida.
Deseo agrupar cuatro pasajes escriturales, los cuales se refieren al primer importante aspecto mencionado más arriba. Quizás deba considerar en primer lugar, doctrinalmente, la santificación por la sangre; pero experimentalmente la obra del Espíritu precede al conocimiento de la otra.
En 1 Corintios 6:9,10 leemos de una multitud de seres pecaminosos que no heredarán el Reino de Dios. El versículo 11 añade inmediatamente: “Y esto erais algunos: mas ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el Nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”.
Otra vez en 2 Tesalonicenses 2:13 leemos: “Mas nosotros debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salud, por la santificación del Espíritu y fe de la verdad”. Íntimamente ligado a esto está el segundo versículo del primer capítulo de la primera epístola de Pedro: “Elegidos según la presciencia de Dios padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo”. El cuarto pasaje es Romanos 15:16: “Para ser ministro de Jesucristo a los gentiles, ministrando el evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo”.
En todos estos pasajes es de la mayor importancia, si se quiere captar bien la verdad que se intenta transmitir, observar que la santificación por el Espíritu es considerada como el comienzo de la obra de Dios en las almas de los hombres, conduciendo al conocimiento pleno de la justificación, por medio de la fe en el rociamiento de la sangre de Jesucristo.
Lejos de ser “la segunda bendición”, subsiguiente a la justificación, esta es una obra, aparte de la cual, nadie sería salvo. Para que esto sea claro para el lector pensante, me propongo hacer un análisis cuidadoso de cada versículo citado. Los corintios se habían caracterizado por los pecados que son comunes a todos los hombres. Ellos habían, al igual que los Efesios (Efesios 2:1,5), “andado conforme a la condición de este mundo”, engañados por “el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia”. Mas un gran cambio había tomado lugar en ellos. Los antiguos afectos y deseos habían sido suplantados por anhelos nuevos y santos. La vida de impiedad habíase trasmutado en una vida, en la cual la prosecución de la piedad era su característica. ¿Qué había logrado este cambio? Se usan tres expresiones que conllevan la plenitud de ese cambio. Estas son: “lavados, santificados y justificados” —y todo “en el Nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios”—. Lo objetivo y lo subjetivo se unen íntimamente en este punto. La obra y el carácter del Señor Jesucristo, según estos se ponen de relieve en el evangelio, les habían sido presentados. Sólo Él era el Salvador de los pecadores. Pero al explicar esa salvación a los hombres, el lado subjetivo necesariamente tiene que ser presentado. Los hombres son inmundos por causa del pecado, y deben ser “lavados”. El “lavacro del agua por la palabra” (de Efesios 5:25,26) está claramente aludido aquí. La Palabra de Dios se apodera de la conciencia, y los hombres son despertados para ver la locura e impiedad de sus vidas —lejos de Dios— y andando en tinieblas. Este es el comienzo de un lavacro moral que sigue por toda la vida del creyente, y sobre el cual espero extenderme más adelante.
Ahora bien, observad cuidadosamente que la Palabra de Dios llega a todos los hombres por igual, es la misma palabra, pero no tiene el mismo efecto en todos. Cristo y Su obra en la cruz son predicados a un auditorio de cien hombres inconversos. Uno de ellos queda allí con el corazón quebrantado, afligido por sus pecados, y buscando paz con Dios, mientras noventainueve se retiran impasiblemente. ¿Por qué esta diferencia? El Espíritu Santo imparte poder a la Palabra, conmoviendo la conciencia en el hombre verdaderamente convertido, siendo apartado y separado, por una obra divina efectuada en su ser íntimo, de la multitud indiferente a la cual perteneció una vez. Es aquí donde se aplica la santificación del Espíritu. Puede que transcurra algún tiempo antes que halle verdadera paz con Dios, pero nunca más vuelve a ser un pecador despreocupado. El Espíritu Santo ha echado mano de él para salvación. Esto está bellamente ilustrado en los primeros versículos de nuestras biblias. El mundo creado en perfección (Isaías 45:18) en el versículo 1, es descrito como sumido en una condición caótica en el versículo 2: “Desordenada y vacía”, y cubierta con un manto de tinieblas: ¡qué cuadro del hombre caído y lejos de Dios! Su alma, un caos moral; su entendimiento oscurecido; su mente y su conciencia contaminadas; está en verdad muerto en delitos y pecados; “alejado de Dios y un enemigo, en cuanto a su mente, en obras malas”. De todo esto puede muy bien hablarnos una tierra arruinada.
Pero Dios va a rehacerse ese mundo. Volverá a ser, no obstante, una morada para el hombre, un hogar adecuado para él, durante el transcurso del tiempo. ¿Cómo procede Dios para lograr esto? El primer gran agente es el Espíritu, y el segundo la Palabra. “El Espíritu de Dios se movía (o empollaba) sobre las aguas”. Revoloteando sobre aquella escena de desolación, el Espíritu Santo empolló; y entonces prorrumpió la Palabra de poder: “Dijo Dios, Sea la luz; y fue la luz”. Lo mismo acontece en la salvación del hombre caído; el Espíritu y la Palabra de Dios deben obrar. El tiempo de incubación debe ser primero. El Espíritu imparte vida por medio del mensaje proclamado. Él despierta a los hombres y suscita en ellos el deseo de conocer a Cristo y de ser librados del poder del pecado y de ser salvados del juicio. Después de este período de incubación, o como resultado del mismo, el corazón es abierto al evangelio en su plenitud y siendo éste creído, la luz brilla en el interior del hombre y las tinieblas son disipadas. “Dios que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). De modo que nosotros que creemos ya no somos hijos de la noche, ni de las tinieblas, sino del día. Una vez éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor. Pero antes que la luz resplandeciese, hubo la incubación del Espíritu. Y esta es la santificación a que se refieren los cuatro pasajes agrupados más arriba. Nótese el orden en 2 Tesalonicenses 2:13: “Escogidos para salud por la santificación del Espíritu” —la agencia divina— “y la fe de la verdad” —la Palabra de vida— disipando las tinieblas e introduciendo la luz del conocimiento de salvación por medio del Nombre del Señor Jesucristo.
Lo mismo sucede en 1 Pedro. Los salvados son elegidos, pero es la santificación del Espíritu lo que los trae a la obediencia y al rociamiento con la sangre de Jesucristo. El conocimiento de justificación me pertenece desde el momento en que el Espíritu me trae al conocimiento de la sangre rociada de Cristo. Es la fe comprendiendo que Su preciosa sangre limpia mi alma de toda mancha, dándome de este modo paz. A esta posición soy traído por el Espíritu, y al comenzar una vida de obediencia —a obedecer como Cristo obedeció—. Este es el efecto práctico de la santificación del Espíritu. Ahora bien, es de suma importancia reconocer que la justificación no es un estado, en sí. No es una obra en el alma, sino una obra hecha por Otro para mi beneficio, pero enteramente fuera de mí, y completamente aparte de mis inclinaciones y mis sentimientos. En otras palabras, se trata de mi posición, no de mi experiencia.
La diferencia entre ambas puede ilustrarse del modo siguiente: Dos hombres comparecen ante un tribunal, acusados de haber cometido un crimen conjuntamente. Después de una minuciosa pesquisa el juez que preside el proceso los justifica a ambos. Están libres. Uno de ellos al escuchar la decisión del magistrado se siente muy complacido. Él temía que el veredicto le fuera contrario y le horrorizaba pensar en las consecuencias. Pero ahora se siente feliz, pues sabe que ha sido exonerado. El otro se hallaba más inquieto aún y sombrío. Tan absorto se hallaba en sus tormentosos pensamientos que no se apercibió claramente del pronunciamiento de la corte: “No culpables”. Sólo escucha la última palabra, la cual le llena de congoja. En su imaginación ve una prisión inmunda levantarse ante él, aún sabiendo que es inocente, pronuncia palabras de desesperación, hasta que con gran dificultad se le hace comprender el verdadero resultado del caso, y entonces él también se llena de gozo.
Bien, ¿qué tenía que ver, en sustancia, la justificación de cualquiera de esto hombres, con su estado o experiencia? El que escuchó y creyó era feliz. El que no captó la decisión de la corte estaba desesperado; sin embargo, ambos estaban igualmente justificados. La justificación no era una obra forjada dentro de ellos. Era la sentencia del juez en su favor. Esto es justificación, siempre, ya sea en su aceptación bíblica o con referencia a cuestiones que afecten la vida diaria. Dios justifica al impío, o lo exonera, cuando éste cree en el Señor Jesucristo, Quien sufrió la condenación que a él era debida, en la cruz. Confundir este acto judicial con el estado de alma del creyente, es sólo eso: confusión. “Pero”, dice alguien, “¡yo no me siento justificado!” La justificación nada tiene que ver con el sentimiento. La pregunta a hacerse es: ¿Cree usted que Dios está satisfecho con Su amado Hijo como el sustituto de usted en la cruz, y recibe usted a Cristo como su sustituto, como su Salvador personal? Si es así, Dios dice que usted está justificado. Y eso pone fin al asunto. Dios no se retracta de Sus palabras. Al creer en la declaración del Evangelio, el alma tiene paz con Dios. El andar con Dios trae gozo y alegría, y la victoria sobre el pecado en un sentido práctico. Pero esto es estado, no posición.
El Espíritu Santo que vivifica y santifica al comienzo, conduciendo al conocimiento de la justificación por medio de la fe en lo que Dios ha dicho acerca del rociamiento con la sangre de Jesucristo, permanece ahora en cada creyente, para ser el poder de la nueva vida, y asimismo para la santificación práctica día por día.
De este modo la ofrenda de los gentiles, pobres y extranjeros, bárbaros de todas las descripciones, extraños a los pactos de la promesa, es aceptable para Dios, siendo santificada por el Espíritu Santo. Él acompaña la predicación, el ministerio de la reconciliación —abriendo el corazón a la verdad—, convenciendo de pecado, de justicia y de juicio, y conduciendo a una fe personal en el Hijo de Dios.
Creo que está claro ahora para cualquiera que me haya seguido cuidadosamente hasta aquí que, por lo menos en este aspecto, la santificación es erróneamente designada “una segunda bendición”. Es, por el contrario, el comienzo de la obra del Espíritu en el alma y que sigue a través de la vida del creyente, alcanzando su consumación a la venida del Señor, cuando el salvado, en su cuerpo glorificado e inmaculado, será presentado irreprensiblemente en la presencia de Dios. Y así Pedro, después de decir a los cristianos a quienes escribe, que están santificados por el Espíritu, muy propiamente procede a exhortarlos a ser santos porque Aquel que los ha salvado es santo, y ellos son puestos para representarlo en este mundo.
De igual modo también Pablo, luego de declarar la santificación de los Tesalonicenses, ora aún, para que sean enteramente santificados, lo cual sería un absurdo si esto hubiese tenido lugar cuando fueron santificados por el Espíritu al principio. “Y el Dios de paz os santifique en todo; para que vuestro espíritu, alma y cuerpo sea guardado sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os ha llamado; el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23,24). En cuanto al resultado final no hay lugar a dudas. La santificación es obra de Dios. “He entendido que todo lo que Dios hace, eso será perpetuo” (Eclesiastés 3:14). “El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).
Si se le pregunta a un perfeccionista qué Escritura puede citar en apoyo del término “segunda bendición”, se referirá por lo general a 2 Corintios 1:15. Allí Pablo escribe a los corintios (quienes como se declara varias veces en su primera epístola estaban santificados), y dice: “Y con esta confianza quise primero ir a vosotros para que tuvieseis una segunda gracia”. Al margen se lee “una segunda bendición”. De esta sencilla expresión se ha creado un imponente sistema. Se enseña que como resultado de la primera visita del apóstol Pablo a Corinto muchos habían sido justificados. Pero la mente carnal permanecía en ellos, la manifestaban en varias maneras, y por esto él les reprende en la primera carta. Ahora él ansía volver a ellos, esta vez no tanto a predicar el Evangelio, sino más bien a conducir algunas “reuniones de santidad”, a fin de que fueran santificadas.
¡Una teoría ingeniosa, sin duda!, pero todo se derrumba cuando el estudiante de las Escrituras observa que los santos carnales de la primera epístola estaban santificados en Cristo Jesús (capítulo 1:2); habían recibido el Espíritu de Dios (capítulo 2:12); eran habitados por ese mismo Espíritu (capítulo 3:16) y, como ya hemos notado con alguna extensión, estaban “lavados, santificados y justificados en el Nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (capítulo 6:11).
¿Cuál era, entonces, la segunda bendición que el apóstol Pablo deseaba para ellos? Para empezar diremos que no se trataba de la segunda bendición en absoluto, sino de una segunda bendición. Habían sido bendecidos por su ministerio entre ellos, en la primera ocasión, habiendo aprendido de sus labios, y visto manifestada en su comportamiento, la verdad de Dios. Como cualquier pastor que lo es de verdad y de corazón, él anhela visitarlos otra vez, para una vez más ministrar entre ellos, a fin de que puedan recibir bendición, o beneficio, en una segunda ocasión. ¿Qué podría ser más sencillo, si la mente no estuviera confundida por una enseñanza errada, la cual lleva a uno a leer sus propios pensamientos en las Escrituras, en vez de aprender de ellas?
Desde el momento mismo de su conversión los creyentes están “bendecidos con todas las bendiciones espirituales en lugares celestiales en Cristo”, y el Espíritu es dado para que nos guíe al disfrute del bien que es nuestro ya. “Todo es vuestro” fue escrito no a personas perfectas en su conducta, sino a los mismos corintios que hemos estado considerando, y esto antes que recibieran, por medio del apóstol Pablo, un segundo beneficio.

Santificación por la sangre de Cristo: Eterna

La gran tesis de la Epístola a los Hebreos es aquel aspecto de la santificación que se ha llamado posicional, o absoluta; en el que no se trata ya de una obra hecha en el alma por el Espíritu Santo, sino del glorioso resultado de aquella obra prodigiosa consumada por el Hijo de Dios cuando se ofreció a Sí mismo para quitar el pecado, en la cruz del Calvario. Por virtud de ese sacrificio, el creyente es apartado para Dios para siempre, su conciencia es purificada y él mismo es transformado de un pecador inmundo en un santo adorador unido en una relación permanente con el Señor Jesucristo; “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). De acuerdo con 1 Corintios 1:30 ellos están “en Cristo Jesús, el cual nos es hecho por Dios... santificación”. “Son aceptos en el Amado”. Dios los ve en Él, y mira a ellos como si mirara a Su Hijo. “Como Él es así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Este no es nuestro estado. Ningún creyente ha sido jamás enteramente semejante al Señor Jesucristo en lo que se refiere a conducta práctica. La experiencia mejor y más alta no alcanzaría esta meta. Pero en lo que respecta a nuestra posición, Dios estima que somos “como Él es”.
La base de todo esto es el derramamiento de sangre y el rociamiento de sangre de nuestro Salvador. “Jesús, para santificar al pueblo por Su propia sangre padeció fuera de la puerta” (Hebreos 13:12). Por ningún otro medio podíamos ser purificados de nuestros pecados y apartados para Dios.
El argumento principal de la epístola se desarrolla plenamente en los capítulos 8 al 10, inclusive. Allí se contrastan ambos pactos. El antiguo pacto demandaba del hombre lo que nunca obtuvo de él —esto es, perfecta obediencia— porque no estaba en el hombre darla. El nuevo pacto garantiza toda bendición por medio de la obra de Cristo; y del conocimiento de esto surge el deseo de obedecer, por parte del objeto de tal gracia.
En la antigua dispensación existía un santuario de orden terrenal; y conectadas con éste había ordenanzas de carácter carnal, las cuales, no obstante, prefiguraban bienes venideros —las mismas bendiciones en el disfrute de las cuales nosotros tenemos ahora el privilegio de entrar—. Pero en el Tabernáculo Dios se encerró a Sí mismo fuera de la vista del pecador, y habitó en el lugar santísimo. El hombre fue excluido de aquel lugar. Solo una vez al año un hombre representativo, el pontífice, entraba a la presencia de Dios, “pero no sin sangre”. Cada gran día de la expiación se llevaba a efecto el mismo ritual; mas todos los sacrificios ofrecidos bajo la ley no podían quitar un solo pecado “ni podían hacer perfecto, cuanto a la conciencia, al que servía con ellos”. La perfección de que habla la Epístola a los Hebreos, véase de paso, no es la perfección de carácter o de experiencia, sino perfección en cuanto a la conciencia. La gran cuestión con que nos enfrentamos aquí es, ¿Cómo puede un pecador inmundo, con una conciencia impura, procurarse una conciencia que no le acusa ya, sino que le permita ahora acercarse a Dios sin impedimento? La sangre de los toros y los machos cabríos no puede lograr esto. Las obras de la ley no pueden conseguir tan gran merced. La prueba de ello se manifiesta en la historia de Israel, pues los sacrificios continuos demostraron que ningún sacrificio que fuera suficiente para limpiar la conciencia, se había ofrecido aún. “De otra manera cesarían de ofrecerse, porque los que tributan este culto, limpios de una vez, no tendrían más conciencia de pecado” (capítulo 10:2).
¡Cuán poca penetración tienen, en palabras como estas, los profesantes de la llamada santidad! “¡Limpios de una vez!” “¡No más conciencia de pecado!” ¿Qué significan tales expresiones? Algo, amado lector, que de ser aceptado por los cristianos en general, los libraría de todas sus desconfianzas, todas sus dudas y todos sus temores.
Los sacrificios ofrecidos según la ley carecían del valor requerido para expiar el pecado. Comprobado esto plenamente, Cristo mismo vino a hacer la voluntad de Dios, como está escrito en el rollo del libro. Hacer esa voluntad significó para Él descender hasta la muerte y derramar Su sangre para nuestra salvación. “En la cual voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez” (Hebreos 10:10). Obsérvese, entonces, que nuestra santificación y Su única ofrenda permanecen o caen juntas. Creemos a la Palabra, y Dios declara “que somos santificados”. No hay crecimiento, ni progreso, y ciertamente no hay una segunda obra, en esto. Es un gran hecho, cumplido en todos los cristianos. Y esta santificación es eterna en carácter porque la obra de nuestro Gran Sacerdote está hecha perfectamente, y no ha de repetirse, según se insiste en los versículos siguientes: “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (capítulo 5:14). ¿Podrían ser más claras las palabras, o el lenguaje más expresivo? ¡Cualquiera que dude de esto, demuestra o que no quiere creer o que teme confiar en tan sorprendente verdad!
Ese sacrificio único efectivamente purifica la conciencia una vez por siempre, de modo que el creyente inteligente ahora puede gozarse en la seguridad de que está para siempre limpio de su culpa e inmundicia por el rociamiento de la sangre de Jesucristo. Así, y solo así, los santificados son perfeccionados para siempre, en lo que respecta a la conciencia.
Una sencilla ilustración puede ayudar a cualquiera que aún tenga dificultad en cuanto a esta expresión, peculiar a la Epístola a los Hebreos: “Una conciencia limpia”. Un individuo es deudor a otro, quien ha demandado una y otra vez el pago de la deuda. No pudiendo pagar, y porque ha malbaratado su hacienda de una manera insensata, y su acreedor está enterado de ello, se siente infeliz cuando está en presencia de él. Surge en el deudor el deseo de eludir el encuentro con su acreedor y este deseo le domina por completo. Su conciencia está inquieta y manchada. Sabe muy bien que tiene culpa, no obstante, se siente incapaz de arreglar el asunto. Pero aparece alguien que media en favor del deudor y salda la deuda del modo más completo, entregando al pobre hombre atribulado un recibo de saldo que lo exonera de todo. ¿Tiene miedo ahora de encontrarse con el acreedor? ¿Elude ahora encontrarse con él? No, en absoluto. ¿Y, por qué? Porque ahora tiene una conciencia perfecta, o limpia, con respecto al asunto que una vez le inquietaba.
Es así como la obra del Señor Jesucristo afrontó todas las demandas justas de Dios contra el pecador; y el creyente, descansando en el testimonio divino en cuanto al valor de esa obra, es limpio por la sangre de Cristo y “perfeccionado para siempre”, ante los ojos del Santo. Es santificado por esa sangre, y eso, por la eternidad.
Habiéndose vuelto del poder de Satanás a Dios, tiene el perdón de los pecados, y se le da seguridad de una herencia entre aquellos que son santificados por la fe que es en Cristo Jesús (Hechos 26:18). Pero hay una expresión, la cual se usa más adelante en el capítulo que puede aún dejar perplejos y desorientar a aquellos que no han comprendido que una cosa es profesión y otra es posesión. Para estar claros en cuanto a esto se hace necesario examinar todo el pasaje, el cual cito completo, poniendo en cursiva la expresión a que me refiero: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por el pecado, sino una horrenda esperanza de juicio y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que menospreciare la ley de Moisés, por el testimonio de dos o tres testigos muere sin ninguna misericordia. ¿Cuánto pensáis que será más digno de mayor castigo, el que hollase al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto, en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?” (versículos 26-29).
En lo que ya llevamos dicho hemos visto que aquel que es santificado por la única ofrenda de Cristo en la cruz, esto es, por Su preciosa sangre, está perfeccionado para siempre. Pero en este pasaje es igualmente claro, que uno que tiene por inmunda la sangre del pacto, por la cual fue santificado, será perdido para siempre. Para que no echemos de menos la eficacia de esto para nuestras almas es necesario que demos alguna atención a lo que ya hemos designado “santificación posicional”. De antiguo, todo el pueblo de Israel, al igual que todos los que estuvieron asociados con ellos, fueron apartados para Dios, tanto en la noche de la Pascua, como más tarde en el desierto. Pero esto no implicó, necesariamente, una obra del Espíritu en sus almas. Muchos se hallaban, indudablemente, en las casas rociadas con la sangre, aquella noche solemne, cuando un ángel destructor pasó por en medio de ellos para herir a los primogénitos no protegidos, quienes no tuvieron fe real en Dios. Pero aún así ellos fueron colocados, por la sangre del cordero, en un lugar de bendición, una posición en la cual participaron de muchos sagrados privilegios. Lo mismo sucedió más tarde en relación con aquellos que estuvieron bajo la nube y pasaron la mar, siendo bautizados a Moisés en la nube y en la mar. Todos estuvieron en la misma posición. Todos participaron de las mismas bendiciones exteriores. Pero el desierto fue el lugar de prueba, el cual demostró muy pronto quiénes eran verdaderos israelitas y quiénes no lo eran.
Dios no tiene una nación especial en el presente, aliarse con la cual implicará disfrutar de una posición de cercanía a Él, exteriormente. Pero sí posee un pueblo que ha sido redimido para Él, de todos los linajes, y pueblos, y naciones, por la sangre preciosa del Cordero de Dios. Todos los que se unen por profesión a esa compañía están, exteriormente, entre los refugiados bajo la sangre; en este sentido están santificados por la sangre del pacto. Esa sangre representa el cristianismo, el cual en su esencia misma, constituye la proclama de salvación por medio de la muerte expiatoria de Cristo. Asumir la posición cristiana es, por tanto, como entrar a la casa rociada por la sangre. Todos los que son reales, los que se han juzgado a sí mismos delante de Dios, y verdaderamente han confiado en Su gracia, permanecerán en esa casa. Si alguno sale fuera de ella, eso prueba su irrealidad, y el tal no puede hallar otro sacrificio por los pecados, pues todas las ofrendas típicas hallan su fin en Cristo. De éstos es que habla el Apóstol Juan en términos tan solemnes: “Salieron de nosotros, mas no eran de nosotros; porque si fueran de nosotros, hubieran cierto permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestasen que todos no son de nosotros” (1 Juan 2:19). Estos falsos profesantes fueron posicionalmente santificados; pero, como siempre estuvieron faltos de fe en el alma, “salieron”, y de este modo afrentaron el Espíritu de gracia y tuvieron por inmunda la sangre del pacto, con la cual fueron santificados. Estos pecan voluntariamente, no en el mero sentido de andar en rectitud, sin pifia, sino en cuanto a abjurar, o apostatar del cristianismo, después de estar familiarizados con el glorioso mensaje que éste trae a los perdidos.
Pero cuando ocurre de otro modo, y el alma está realmente reposando en Cristo, la santificación posicional se convierte en eterna; porque el santificado y el Santificador, como ya hemos visto, se unen por un lazo indisoluble. Cristo mismo les es hecho sabiduría, y esto de un triple modo: Él es su justicia, su santificación y su redención.
¡He aquí santidad! ¡He aquí una justicia inexpugnable! Esta es aceptación para con Dios. “En Él estáis cumplidos”, aunque necesitando humillarse cada día debido a las fallas de nuestra conducta. No es mi santificación práctica lo que me da derecho a ocupar un sitio entre los santos en luz. Es el hecho glorioso de que Cristo ha muerto y me ha redimido para Dios. Su sangre me ha limpiado de todos y cada uno de mis pecados; y ahora tengo vida en Él, una vida nueva, a la cual no podrá vincularse culpa alguna jamás. Estoy en Aquel que es verdadero. Él es mi santificación, y me representa delante de Dios, tal como en la antigüedad el Pontífice llevaba sobre su mitra las palabras: “Santidad a Jehová”, y sobre sus hombros y su corazón los nombres de todas las tribus de Israel. Él las representaba a todas en el lugar santo. Él era, típicamente, su santificación. Si era aceptado de Dios, así lo eran ellos. El pueblo era visto en el Pontífice.
Y de nuestro Pontífice eterno podemos muy bien cantar:
En Cristo habiendo hallado Pontífice real,
Por Él a Dios llegamos con libertad filial
Y al Santuario entramos, el único lugar
En donde a nuestro Padre podemos alabar.
Himnario Mensajes del Amor de Dios, no 354
Que debe existir una vida de correspondiente devoción y separación para Dios por parte nuestra, ningún creyente enseñado del Espíritu puede negar por un solo momento. Y ahora pasamos a considerar el siguiente tema: Santificación por la Palabra de Dios: Resultados externos.

Santificación por la Palabra de Dios: Resultados externos

En Su oración pontifical, en el capítulo 17 del Evangelio de San Juan, nuestro Señor dice con referencia a los hombres que el Padre le había dado: “No son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo. Santifícalos en Tu verdad; Tu palabra es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, también los he enviado al mundo. Y por ellos Yo me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (versículos 16-19). Este precioso pasaje puede ser muy bien la introducción al tema de la santificación práctica —la justa ordenación de nuestra conducta exterior— y la conformación de todo a la voluntad revelada de Dios.
Antes de proseguir sería muy bueno que fijáramos en nuestra mente que la santificación por la Palabra está íntimamente relacionada con la santificación del Espíritu, a la cual nuestra atención ha sido dirigida ya. El Espíritu obra dentro de nosotros. La Palabra, la cual está fuera de nosotros es, no obstante, el medio usado para efectuar la obra dentro de nosotros. He tratado ambos aspectos separadamente, con toda intención, a fin de conseguir que estuviera más clara en nuestra mente, la distinción entre la santificación del Espíritu en nosotros, la cual constituye el comienzo mismo de la obra de Dios en nuestras almas, y luego la aplicación de la Palabra a nuestra conducta exterior. El nuevo nacimiento es nuestra introducción en la familia de Dios; pero aún nacidos de nuevo, podemos estar a oscuras en muchas cosas, y necesitamos la luz de la Palabra para esclarecer nuestras mentes descaminadas. Mas por medio de la santificación del Espíritu somos traídos a la sangre del rociamiento: comprendemos que sólo la muerte expiatoria de Cristo puede aprovechar a nuestros pecados. Somos santificados por la muerte de Cristo y aptos para apreciar nuestra posición delante de Dios. Es ahora cuando la vida de fe comienza, verdaderamente, y de allí en adelante necesitamos, diariamente, la santificación por la verdad, o por la Palabra de Dios, de que hablara el Señor.
Es evidente que, por la naturaleza en sí de las cosas, ésta no puede ser lo que muchos, ignorantemente, han dado en llamar “una definida segunda obra de gracia”.
Es, por el contrario, una vida —una obra progresiva que sigue siempre adelante—, que debe siempre seguir adelante hasta que yo haya pasado de la escena en la cual necesito instrucción diaria en cuanto a mi manera de vivir, la cual, sólo la Palabra de Dios puede impartir. Si la santificación, en su sentido práctico, es por la Palabra, nunca seré enteramente santificado, en este aspecto de ella, hasta conocer esa Palabra perfectamente, sin que la esté violando en ningún particular. Entre tanto permanezca en este mundo, necesito nutrirme siempre de esa Palabra, para entenderla mejor, para aprender más plenamente su significado; y a medida que aprendo de ella la mente de Dios, soy llamado diariamente a juzgar en mí mismo todo lo que es contrario a la creciente luz que recibo, y a rendir hoy mayor obediencia que ayer. De este modo soy santificado por la verdad.
A este mismo fin es que el Señor se ha santificado o se ha apartado a Sí Mismo. Ha subido al cielo para velar desde allí por los Suyos, para ser nuestro Pontífice para con Dios, en vista de nuestra flaqueza, y nuestro Abogado para con el Padre, en vista de nuestros pecados. Él está allí también como el objeto dé nuestros corazones. Somos llamados ahora a correr con paciencia nuestra carrera, mirando a Cristo, con el Espíritu dentro de nosotros y la Palabra en nuestras manos, para ser lámpara a nuestros pies y lumbre a nuestro camino. Según la evaluamos y somos regidos por su preciosa verdad, verificada en el poder del Espíritu, somos santificados por Dios el Padre y por nuestro Señor Jesucristo mismo. Porque en Juan 17 Él pide del Padre: “Santifícalos por Tu verdad”. En Efesios 5:25-26, leemos: “Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella, para santificarla, limpiándola en el lavacro del agua por la Palabra”. Aquí es Cristo el santificador, pues Él siempre pudo decir: “El Padre y Yo una cosa somos”. Aquí, como en Juan, la santificación es claramente progresiva, y en efecto, ese lavacro de Efesios está preciosamente ilustrado en un capítulo anterior de Juan —el capítulo 13. Allí vemos a nuestro Señor, en plena conciencia de ser el Hijo Eterno, descendiendo hasta el lugar de un siervo, ceñido para lavar los pies de Sus discípulos. El lavamiento de los pies es indicativo de limpieza de conducta; y todo el pasaje constituye un cuadro simbólico de la obra en la cual Él ha estado ocupado desde Su ascensión al cielo. Él ha estado preservando los pies de Sus santos, al limpiarlos de lo sucio del camino —de las manchas de tierra que están prestas a adherirse a los pies que caminan en sandalias, del peregrino que recorre las rutas de este mundo.
Él dice a cada uno de nosotros como dijo a Pedro: “Si no te lavare no tendrás parte conmigo”. Parte en Él la tenemos a base de Su obra expiatoria y como resultado de la vida que Él da. Parte con Él, o comunión diaria, la poseemos, solamente, según que seamos santificados por el agua de la Palabra.
Que toda la escena fue alegórica se hace evidente de Sus palabras a Pedro: “Lo que hago, tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después”. El lavamiento literal de los pies era cosa conocida y entendida por Pedro. El lavamiento espiritual de los pies lo aprendió cuando fue restaurado por el Señor, después de su lamentable caída. Fue entonces cuando penetró en el significado de las palabras: “El que está bañado no necesita sino que lave los pies, más está todo limpio”. El significado no es difícil de captar. Cada creyente está bañado una vez, y para siempre, en “el lavacro de la regeneración” (Tito 3:5). Ese baño nunca se repite. Ninguno que haya nacido de Dios puede perderse jamás, porque posee una vida que es eterna, y como consecuencia inconfiscable (Juan 10:27-29). En caso de que pifie o peque no necesita ser salvo otra vez. Eso significaría ser bañado una vez más. Pero el que está bañado no necesita que el baño se repita de nuevo porque sus pies se hayan ensuciado. Sólo tiene que lavárselos y está limpio.
Esto mismo ocurre con los cristianos. Hemos sido regenerados una vez, y nunca lo seremos una segunda vez. Pero cuantas veces fallemos otras tantas necesitamos juzgarnos a nosotros mismos por la Palabra, a fin de que seamos limpios en cuanto a nuestro modo de vivir; y en tanto en cuanto demos a esa Palabra su justo lugar, diariamente, en nuestras vidas, tanto más seremos guardados de contaminación, y gozaremos de una ininterrumpida comunión con nuestro Señor y Salvador. “¿Con qué”, pregunta el salmista, “limpiará el joven su camino? Con guardar Tu Palabra”. ¡Cuán necesario es, entonces, escudriñar las Escrituras, y obedecerlas sin reservas, a fin de ser santificados por la verdad! Sin embargo, ¡cuánta indiferencia se nota con frecuencia entre los profesantes de “una segunda bendición” en cuanto a esto mismo! ¡Qué ignorancia de las Escrituras y qué pretensa superioridad a ellas con frecuencia es manifestada! ¡Y todo eso, unido a una profesión de santidad en la carne!
En 1 Tesalonicenses 4:3 hay un pasaje que, divorciado del contexto, a menudo se le considera como decisivo en cuanto a probar que es posible para los creyentes alcanzar un estado de absoluta libertad del pecado innato en este mundo. “Porque la voluntad de Dios es nuestra santificación”. ¿Quién puede negarme el derecho a una perfecta santidad, si la santidad significa eso, y esa es la voluntad de Dios en cuanto a mí? Nadie, seguramente. Pero, ya hemos visto que santificación nunca significa eso, y en este texto menos que en ningún otro. Léanse los primeros ocho versículos, los cuales forman un párrafo completo, y juzgue usted mismo. El asunto a que se contraen estos versículos es la pureza personal. La santificación de que se habla allí es guardar el cuerpo de prácticas impuras, y la mente de lascivia.
La más grosera inmoralidad estuvo siempre unida a, y aún formó parte del, culto a los ídolos. La mitología griega había deificado las pasiones del hombre caído, y estos cristianos de Tesalónica acababan de “volverse de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero”. De aquí la necesidad de esta exhortación especial a los santos recién convertidos, los cuales estaban viviendo entre aquellos que desvergonzadamente practicaban todas estas cosas. ¡Pensad que esto se invoque a título de libertad del pecado innato! Los santos, como pueblo de Dios, han de caracterizarse por una vida limpia, y no por una vida maculada por las concupiscencias de la carne.
Otro aspecto de esta santificación práctica es traído a nuestra consideración en 2 Timoteo 2:19-22. Podríamos llamarla santificación eclesiástica, pues tiene en vista la actitud del creyente fiel en un día cuando la corrupción se ha entronizado entre los cristianos profesantes, y la iglesia en general, vista en su carácter de casa de Dios, se ha arruinado y convertido en una casa grande, en la cual el bien y el mal se hallan juntos. Es muy solemne pensar que mientras aquí y en otras Escrituras el que quiere andar con Dios es llamado a separarse de las asociaciones impuras, y de la comunión con multitudes amalgamadas, aunque estas se hallen en lo que se denomina a sí misma la Iglesia, existen grandes números que testifican “vivir sin pecado”, quienes, no obstante estar unidos en “llamadas iglesias” (y con frecuencia en otras formas de comunión) con inconversos y cristianos profesantes, quienes no son santos en cuanto a su vida y no son sanos en cuanto a la fe. Para beneficio de los tales será bueno examinar el pasaje en detalle.
En los párrafos que siguen me valdré de un tratado que escribí hace algún tiempo sobre este asunto, bajo el título “¿De qué somos llamados a limpiarnos en 2 Timoteo 2?”.
El Apóstol ha estado llamando la atención de Timoteo hacia la evidencia de una creciente apostasía. Le advierte contra la contienda de palabras (versículo 14), las profanas parlerías (versículo 16), y señala a dos hombres, Himeneo y Fileto, en el versículo 17, quienes se han dedicado a estas impías especulaciones y por ellas, aunque aceptados por muchos como maestros cristianos, trastornan la fe de algunos. Y esto no es sino el comienzo, como lo demuestra el capítulo que sigue, porque “los malos hombres y los engañadores, irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13).
Me doy cuenta de que el primer versículo del capítulo 3 sigue al versículo 18 del capítulo 2 de un modo ordenado y cohesivo. El Apóstol ve en Himeneo y Fileto el comienzo de una horrible cosecha de iniquidad que pronto habría de sofocar todo lo que es de Dios.
Seguid con estos hombres, escuchadlos, comunicad con ellos, dadle vuestro endoso en alguna forma, y pronto perderéis toda capacidad para discernir entre el bien y el mal y para “separar lo precioso de lo vil”.
Pero antes de presentar el cuadro completo de las condiciones que se iban infiltrando rápidamente, se da a Timoteo una palabra de aliento e instrucción en cuanto al camino que él mismo debía seguir cuando las cosas llegaran a un estado en que no fuera posible ya limpiar el mal de la iglesia visible.
“Pero el fundamento de Dios está firme teniendo este sello; conoce el Señor a los que son Suyos; y apártese de iniquidad todo aquel que invoca el Nombre de Cristo” (versículo 19). Este es el incentivo para la fe, y aquí también vemos la responsabilidad de los fieles en un día de ruina. La fe dice: Crezca el mal todo lo que quiera —abunde la iniquidad y enfríese la caridad de muchos— sea absorbido por la apostasía todo lo que parece ser de Dios en la tierra; no obstante, el fundamento de Dios está firme, porque Cristo ha declarado: “Sobre esta roca edificaré Mi Asamblea, y las puertas del hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18, traducción J. N. Darby).
Esto plantea la cuestión de responsabilidad. Yo no puedo permanecer vinculado al mal, protestando, quizás, pero teniendo comunión todavía con él, aunque con reserva y a medias. Estoy llamado a separarme de él. Al hacerlo así puede que parezca que estoy separando de amados hijos de Dios y de queridos siervos de Cristo. Pero esto es necesario si ellos no juzgan el estado de apostasía. Para hacer clara mi responsabilidad se usa una ilustración en el versículo 20: “Mas en una casa grande, no solamente hay vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y asimismo unos para honra y otros para deshonra”. La “casa grande” es la cristiandad en su condición actual, donde el bien y el mal, los salvados y los perdidos, lo santo y lo no santo, están todos mezclados. En 1 Timoteo 3:15 leemos: “la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y apoyo de la verdad”. Esto es lo que la Iglesia ha debido ser siempre. Pero ¡ah! pronto se desvió de tan bendito ideal y se convirtió en una gran casa del hombre, en la cual se hallan todas clases de vasos, hechos de muy distintos materiales y para muy distintos usos. Hay vasos de oro y de plata para usarse en el comedor; y vasos de madera y de barro para que se usen en la cocina y otras partes de la casa, los cuales a menudo se dejan que se ensucien extremadamente, y a lo mejor, se mantienen a distancia de las lujosas vajillas que están en las habitaciones superiores, las cuales son dúctiles a desconcharse y a mancharse.
“Así que si alguno se limpiare de éstos, será vaso para honra, santificado, y útil para los usos del Señor, y aparejado para toda buena obra” (versículo 21). La parábola tiene su aplicación aquí. Puede notarse que los vasos son personas. Y, así como el platón valioso puede permanecer sucio junto a un cúmulo de utensilios de cocina, esperando ser lavado y entonces ser cuidadosamente separado de los vasos destinados a usos más viles, del mismo modo Timoteo (y cualquier otra alma verdaderamente ejercitada) es llamado a tomar un lugar aparte, a “limpiarse” de esa mixtura, para que pueda ser en verdad “un vaso de honra, santificado, y útil para los usos del Señor, y aparejado para toda buena obra”.
Está muy claro que esta “santificación” es muy distinta a la obra del Espíritu en el alma en los comienzos de la nueva vida, o al efecto de la obra de Cristo en la cruz, por medio de la cual somos apartados para Dios eternamente. Esta santificación es una cosa práctica, relacionada con la cuestión de nuestras asociaciones como cristianos. Dejadme proseguir con la ilustración, y todo se aclarará.
El dueño de la casa grande trae a ella un amigo. Desea servirle un refresco. Se dirige al aparador en busca de una copa de plata, pero no hay ninguna a la vista. Se llama a un sirviente o se inquiere de él sobre dónde conseguir la copa deseada. ¡Ah, las copas están abajo en la cocina, esperando ser lavadas y separadas del resto de los vasos de la familia! El dueño, indignado, envía al siervo a buscar una, el cual regresa pronto con un vaso limpio, apartado del montón de vasos mugrientos que quedan abajo; y separado de este modo y limpio, está aparejado para el uso del dueño de la casa.
Lo mismo acontece en relación con el hombre de Dios que se ha limpiado de todo lo que es contrario a la verdad y a la santidad de Dios. Es santificado, o separado, y de esta manera se convierte en un cristiano “útil para los usos del Señor”.
Desde luego, no basta con la separación. Detenerse allí, podría convertir a uno en un fariseo de la peor calaña; como en efecto y desgraciadamente esto ha ocurrido con bastante frecuencia. Pero aquel que se ha separado del mal es mandado ahora a “huir de los deseos juveniles; y a seguir la justicia, la fe, la caridad, la paz, con los que invocan al Señor de puro corazón”. ¡Para lograr esto cuán necesaria es la aplicación divina de la Palabra de Dios, en el poder del Espíritu a todos nuestros pasos!
Y esto, como ya hemos visto, constituye verdadero lavamiento de los pies. Por medio de la Palabra somos limpiados en el nuevo nacimiento. “Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15:13). Esa palabra es comparada a agua por su efecto purificador y refrescante sobre aquel que se somete a ella. En ella hallo instrucción para cada detalle de la vida de fe. Ella me enseña cómo debo comportarme entre la familia, en la Iglesia, y en el mundo. Si la obedezco la contaminación desaparece de mi vida; tal cual la aplicación del agua limpia mi cuerpo de sucio material.
Jamás alcanzaré tan exaltado estado en la tierra que me permita decir honradamente: “Ahora soy enteramente santificado; ya no necesito que la Palabra me limpie. Mientras permanezca en esta escena estoy llamado a “seguir la paz con todos, y la santidad (o santificación), sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). Este pasaje, bien entendido, corta de raíz toda la teoría perfeccionista. ¡A pesar de ser así, ningún versículo es más citado, o mejor, mal citado, con mayor frecuencia, en las reuniones de la profesa “santidad”.
Obsérvese cuidadosamente lo que aquí se ordena. Hemos de seguir dos cosas: paz con todos los hombres, y santidad. El que no sigue estas, no verá jamás al Señor. Pero, no seguimos aquello que ya hemos alcanzado. ¿Quién ha alcanzado la paz con todos los hombres? Cuántos tienen que exclamar con el salmista: “Yo soy pacífico; mas así que hablo, me hacen guerra” (Salmo 120:7). Y ¿quién ha alcanzado la santidad en su sentido pleno? No tú, amado lector, ni yo; “porque todos ofendemos en muchas cosas” (Santiago 3:2). Pero cada creyente real, cada alma verdaderamente convertida, todo el que ha recibido el Espíritu de adopción, sí sigue la santidad y anhela el momento cuando, en la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo “Él transformará el cuerpo de nuestra bajeza, para ser conformado al cuerpo de Su gloria” (Filipenses 3:21). Entonces habremos alcanzado nuestra meta. Entonces habremos llegado a ser absolutamente y para siempre, santos.
Por eso, cuando el Apóstol escribe a los tesalonicenses, en vista de ese glorioso acontecimiento, dice: “Apartaos de toda especie de mal. Y el Dios de paz os santifique en todo; para que vuestro espíritu y alma y cuerpo sea guardado entero sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os ha llamado; el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:22-24). Esta será la grata consumación para todos los que aquí en la tierra, como extranjeros y peregrinos, siguen la paz y la santidad, y de este modo manifiestan la naturaleza divina y los frutos del Espíritu.
Pero mientras permanecen en el desierto de este mundo necesitan recurrir diariamente al lavacro del agua —la Palabra purificadora de Dios— el cual estaba, en la antigüedad, entre el altar y el lugar santo. Cuando todos estemos reunidos en nuestro hogar en el cielo ya no se necesitará el agua para librarnos de contaminación. En aquella escena de santidad, por tanto, no existe el lavacro; sino que delante del trono Juan vio un mar de vidrio, claro como el cristal, sobre el cual estaban parados los redimidos, habiendo terminado sus luchas y sus pruebas.
Así que por toda la eternidad descansaremos sobre la Palabra de Dios como un mar de cristal, no necesaria ya para nuestra santificación, pues seremos presentados irreprensibles delante de Su gloria con grande alegría.
Cumpliráse nuestro anhelo,
En el día en que sin velo
Le veremos en el cielo—
Al Señor Jesús.
Himnario Mensajes del Amor de Dios, no 498

Santificación relativa

Nada establece con más claridad la tesis en que hemos insistido a través de lo que hemos expuesto —o sea, que la santificación no es la erradicación de nuestra naturaleza pecaminosa— que el modo en que se usa la palabra, relativamente, donde es positivamente cierto que no se contempla que obra alguna haya tomado lugar en el alma de aquel que es santificado. Habiendo considerado cuidadosamente los aspectos absoluto y práctico de la santificación, sin los cuales, es irreal toda profesión, podría ser de provecho en este instante, tomarle el peso a lo que Dios tiene que decir sobre esta santidad que es meramente exterior o relativa.
En el capítulo sobre la santificación por la sangre ya hemos visto que una persona puede, en cierto sentido, estar santificado por asociación, y a pesar de eso, ser irreal todo el tiempo, sólo para convertirse al fin en un apóstata.
También es cierto que en otro sentido se dice que personas santificadas por asociación, quienes son sujetos de oración ardiente y fervorosa, y con todo eso pueden —y con toda probabilidad son— verdaderamente salvas. Pero son santificadas antes de esto, y en vista de ello.
El capítulo 7 de 1 Corintios es el pasaje que debe ocupar nuestra atención ahora. Contiene la instrucción más completa en cuanto a las relaciones matrimoniales, que tenemos en la Biblia. Comenzando con el versículo 10, leemos: “Mas a los que están juntos en matrimonio, denuncio, no yo, sino el Señor; que la mujer no se aparte del marido. Y si se apartare, que se quede sin casar, o reconcíliese con su marido, y que el marido no despida a su mujer”. En cuanto a esto, el Señor ya ha dado instrucción explícita, según se registra en Mateo 19:1-12.
Debido a la difusión del evangelio entre los paganos de los gentiles había surgido una condición en muchos lugares que las palabras del Señor no parecían suficientes para afrontar, ya que esas palabras habían sido dirigidas a los judíos, que eran un pueblo íntegramente apartado para Jehová. La cuestión que pronto comenzó a agitar la Iglesia fue esta: Supóngase un caso (y había muchos como tales) en que una mujer pagana se convierte a Dios, pero su esposo permanece siendo un idólatra inmundo, o viceversa; ¿puede el cónyuge cristiano permanecer en la relación matrimonial con la esposa o el esposo inconverso, y no contaminarse? Para el judío, sólo pensar en tal condición constituía una ofensa. En los días de Esdras y de Nehemías algunos del remanente de los transmigrados se habían tomado mujeres de las naciones amalgamadas que les rodeaban, y el resultado fue la confusión. “Sus hijos la mitad hablaban asdod, y conforme a la lengua de cada pueblo; que no sabían hablar judaico” (Nehemías 13:24). Este estado de cosas era abominable para los piadosos directores del pueblo, quienes no reposaron hasta que las esposas extranjeras habían sido expulsadas de en medio de ellos, y juntamente con ellas, sus hijos, los cuales fueron tenidos igualmente por inmundos, y como una amenaza a la pureza de Israel.
Contando sólo con el Antiguo Testamento, ¿es extraño que algunos celosos y bien intencionados legalistas de Jerusalén hubiesen ido como ascuas a través de las asambleas de los gentiles predicando una cruzada contra toda contaminación de esta índole, y disociando familias por todas partes, aconsejando a los esposos convertidos a despedir a sus esposas inconversas y a negarle reconocimiento a sus hijos, como productos de una relación inmunda, al igual que surgían de las mujeres cristianas que rehusaran los abrazos de sus esposos idólatras, y, no importa lo que ellos implicaba para sus afectos, abandonaran el fruto de sus vientres como un supremo sacrificio al Dios de santidad?
Fue en evitación de que las cosas llegaran a extremos semejantes que los versículos que siguen a los que ya hemos considerado fueron escritos por inspiración del Dios de toda gracia. El Señor no había hablado concerniente a esta anomalía, porque el tiempo de hacerlo no había llegado aún. Por tanto, Pablo escribe: “Y a los demás digo yo, no el Señor: Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone.
Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos (o santificados). Pero si el incrédulo se separa, sepárese; pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso, sino que a paz nos llamó Dios. Porque ¿qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, oh marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (versículos 12-16).
¡Qué ejemplo tenemos aquí del trascendental poder de la gracia! Bajo la ley, el cónyuge inmundo contaminaba al que estaba santificado. Bajo la gracia el que Dios ha salvado santifica al inmundo.
La familia es una institución divina, más antigua que las naciones, antes de Israel, anterior a la Iglesia. Lo que hallamos aquí, al igual que en otras partes de las Escrituras, claramente indica que es la voluntad de Dios salvar a Su pueblo por familias. Él no desea violentar los nexos naturales que Él mismo ha creado. Al salvar a un individuo que es cabeza de una familia Él está indicando que reserva bendiciones para toda la familia. Esto no afecta la responsabilidad individual. La salvación, claro está, “no viene por linaje”, pero es, generalmente hablando, el pensamiento de Dios liberar las familias de Su pueblo juntamente con ellos. Por esto Él declara que la salvación de uno de los padres santifica al otro, y que los hijos también son santificados.
¿Será que ha ocurrido cambio alguno dentro de dichas personas? Ninguno en absoluto. Pueden estar completamente no regenerados aún, amando sólo su vida de maldad, despreciando la gracia, sin ningún temor al juicio de Dios. ¡Pero, no obstante, están santificados!
¿Cómo concuerda esto con el punto de vista de los perfeccionistas sobre la santificación? porque, si es evidente que según se usa el término aquí, no puede significar una limpieza interior, su sistema se derrumba. El hecho es que el perfeccionista le ha endilgado al vocablo un significado arbitrario, el cual es etimológicamente incorrecto, escrituralmente incierto y experimentalmente falso.
En el caso que nos ocupa ahora, la santificación es clara y completamente relativa. La posición del resto de la familia es cambiada por la conversión de uno de sus padres. Ese no es ya un hogar pagano a la vista de Dios, sino un hogar cristiano. Esa familia no mora más en las tinieblas, sino en la luz. No deseo que se me entienda mal en este punto. No hablo de luz y de tinieblas como implicando capacidad o incapacidad espiritual. Me estoy refiriendo a responsabilidad exterior.
En un hogar pagano todo es tinieblas; en él no brilla la luz, en absoluto. Pero, conviértase uno de los cónyuges a Dios; ¿qué sucede, entonces? Inmediatamente se enciende un candelabro en aquella casa, el cual, quiéranlo ellos o no, ilumina a cada uno de sus miembros. Ocupan ahora un lugar de privilegio y responsabilidad al cual habían sido extraños hasta hoy. Y todo esto, sin que obra de Dios alguna se haya efectuado en sus almas todavía, sino sencillamente, con vista a la conversión de ellos. Porque la conversión del cónyuge fue el medio para Dios manifestar Su deseo de mostrar gracia a toda la familia como en el caso del carcelero de Filipo. Él hizo que Sus siervos declararan: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo, tú y tu casa”. Las últimas palabras no garantizan la salvación a la familia, pero llevan al instante al corazón del carcelero la convicción de que el mismo camino que se abrió para su salvación, está abierto para la salvación de su familia, y que Dios quiere que cuente con Él a ese fin. Los miembros de su familia fueron santificados en el momento en que él creyó, y pronto el gozo inundó toda la casa, al responder todos a la gracia proclamada.
Esta es, en breve, la enseñanza de las Sagradas Escrituras, en cuanto a la santificación relativa, un asunto con frecuencia ignorado o pasado por alto, pero de profunda solemnidad e importancia para los miembros cristianos de familias en las cuales aún se hallan miembros inconversos. “¿De dónde sabes, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? o ¿de dónde sabes, oh marido, sí quizá harás salva a tu mujer?” Trabajad, orad, vivid a Cristo delante de la familia de día en día, sabiendo que por medio de ti Dios los ha santificado y espera salvarlos cuando vean su necesidad y confíen en Su gracia.
No puedo extenderme más sobre este tema en estas páginas, ya que distraería la atención del tema principal que nos ocupa; mas confío que el más sencillo y menos instruido de mis lectores podrá ahora comprender que la santificación y la impecabilidad deben, por la naturaleza misma del caso, ser términos antitéticos.
Con esto pongo fin al examen del uso del término, intrínseco, santificación, en las Escrituras. Pero esto en modo alguno agota el tema. Resta examinar otros términos, cuyos significados los perfeccionistas estiman ser sinónimos de éste y enseñan su teoría favorita de la completa destrucción de la mente carnal en aquellos que son santificados.