Siguiendo al Señor, Nuestro Pastor

Table of Contents

1. “El Señor Es Mi Pastor”
2. El Amor Que No Me Dejará Escapar
3. El Discípulo Al Cual Jesús Amaba
4. “Una Cosa”
5. La Belleza Y Perfección De Cristo
6. Siete Exhortaciones
7. Experiencia Cristiana
8. El Huerto Del Señor
9. “Permaneced En Mí”
10. Epístolas De Cristo
11. Siguiendo Sus Pisadas
12. A Sus Pies
13. El Señor Es Tu Guardador
14. Los Quebrantados De Corazón

“El Señor Es Mi Pastor”

Salmo 23
Él conoce a Sus ovejas; Él las cuenta y a Sus ovejas llama por nombre. Él va delante de ellas (ved Juan 10); ellas Le siguen a donde El las conduzca, sea a través de las aguas o el fuego.
El salmo 23 nos presenta las bendiciones de uno que empieza su viaje, a través de este mundo, con el Señor Jesús como su Pastor.
Este salmo está íntimamente vinculado con el salmo precedente, como también con el que le sigue a continuación. Estos tres salmos son de una relevante belleza y valor, viendo que en cada uno de ellos, Cristo es el gran tema. El salmo 22 nos presenta al Señor Jesús como la Víctima santa ofreciéndose a Sí mismo sin mancha a Dios, sobre la cruz, para satisfacer la santidad de Dios, y salvar y proteger a Sus ovejas. El salmo 23 nos presenta al Señor Jesús como el Pastor, pastoreando y conduciendo a Sus ovejas a través de este árido mundo. Y el salmo 24 nos presenta al Señor Jesucristo como el Rey—el Rey de gloria y el Señor de los ejércitos—introduciendo a Su pueblo dentro del reino de la gloria.
Este salmo 23 empieza con la firme declaración que “el Señor es mi Pastor.” Cada creyente puede decir, “El Señor es mi Salvador,” pero ¿nos hemos sometido definitivamente a Su guía, de tal manera que cada uno de nosotros podamos decir, “El Señor es mi Pastor”? El Señor nos dice que “Él es el Pastor,” pero ¿Le hemos dicho cada uno de nosotros, “Tú eres mi Pastor”? ¿Es que no le hemos aceptado solamente como nuestro Salvador, quien murió para salvarnos de nuestros pecados, sino que así mismo nos hemos sometido a El, como siendo nuestro Pastor, para conducirnos al hogar celestial a través de todas las dificultades?
Ovejas Con Pastor Y Sin Pastor
Pensemos por un momento en un rebaño de ovejas sin un pastor que las guie. Por naturaleza, las ovejas son débiles, torpes, indigentes, y temerosas. Si se las deja abandonadas a su propia suerte y que por sí solas sigan su camino a través de parajes desolados, ¿qué pasará? Siendo animales hambrientos como son, pronto desmayarán. Siendo torpes, errarán de un lado a otro y perderán su camino. Siendo débiles, pronto se fatigarán, y caerán por el camino. Y siendo temerosas, correrán sin tino, queriendo escapar de la embestida de los lobos, y quedando todas dispersadas, caerán en sus fauces.
En contraste con todo esta, preguntémonos, ¿qué sucederá si las ovejas emprenden su camino bajo la guía del pastor? De esta manera, si las ovejas están hambrientas, ahí está el pastor para guiarlas a verdes pastos. Siendo torpes, el pastor está ahí para guardar sus errantes pies. ¿Qué son débiles?, el pastor está presente para conducirlas tiernamente, y tomar sobre sus hombros a los corderitos. Y siendo temerosas, el pastor va delante para guiarlas, conduciéndolas a través de los escabrosos valles, y las defiende de todos sus adversarios.
Francamente, en un rebaño sin pastor, todas las cosas dependen de las propias ovejas, y esto conducirá al desastre. Es igualmente claro, que si el pastor va delante de las ovejas, y éstas le siguen, ello significará para las ovejas, recorrer el camino a salvo, con multitud de bendiciones en su transcurso.
Esta es, desde luego, una ilustración que representa verdaderamente la travesía de la manada cristiana, a través de este mundo, como el mismo Señor dice que Él es “el Pastor de las ovejas,” y que Él “a Sus ovejas llama por nombre,” y que Él “va delante de ellas; y las ovejas Le siguen, porque conocen Su voz” (Juan 10:2-4).
Siete Circunstancias Del Caminar Diario
El salmo 23 nos presenta la gran bendición del Pastor yendo delante de Sus ovejas, y éstas siguiendo al Pastor. ¡Ay!, cuantas veces, en nuestra confianza en sí mismos nos estamos poniendo delante del Pastor; o, siendo descuidados, nos quedamos rezagados muy atrás. Pero, concedidas estas dos bendiciones—que el Pastor nos conduce por el camino, y nosotros le seguimos—podemos contar con el apoyo del Pastor en todas las dificultades que se nos presenten.
El salmista trata en este salmo siete diferentes circunstancias que podemos tener que afrontar en nuestro caminar diario.
Nuestras necesidades diarias.
Nuestras necesidades espirituales.
Nuestros fracasos y la inercia de nuestras almas.
La sombra de la muerte.
La presencia de enemigos.
La senda diaria.
La perspectiva de la eternidad.
Todas estas cosas pueden, en distintas maneras y en diferentes ocasiones, cruzar nuestras sendas, y si fuéramos dejados solos para afrontarlas con nuestras propias fuerzas, seguramente que nos sumergirían en el terror y el desastre. En cambio, con el Señor como nuestro Pastor para guiarnos en el camino, podemos afrontar con confianza el camino que conduce a la gloria, a pesar de las dificultades que puedan aparecer en nuestra senda.
Así que como cada bendición en el salmo emana de la primera declaración, “El Señor es mi Pastor,” también tenemos como prefacio de cada versículo: “El Señor es mi Pastor.”
Nuestras Necesidades Diarias
Primeramente (v. 1), hay las diarias necesidades del cuerpo. ¿Cómo deben ser proveídas? El salmista no dice: “Yo tengo un buen oficio, por tanto, nada me faltará,” o, “Yo tengo muy buenos amigos los cuales me ayudarán,” o, “Yo tengo muchos recursos, por lo cual nada me faltará,” ni tampoco dice, “Poseo juventud, buena salud y muchas habilidades, así que no me faltará nada.”
Es cierto que el Señor puede proveer por medio de todas estas cosas y muchas otras, a nuestras necesidades, pero el salmista no menciona ni una de ellas. Él mira más allá de todas las segundas causas y los medios providenciales, mirando solamente al Señor, y con el Señor yendo por delante, y él mismo siguiéndole, puede decir con toda confianza, “El Señor es mi Pastor, nada me faltará.”
Nuestras Necesidades Espirituales
En segundo lugar (v. 2), en la desértica senda, no solamente hay necesidades temporales, sino también espirituales. Para el cristiano, el mundo que le rodea es un desierto vacío. No hay nada en todas sus pasajeras vanidades que pueda nutrir el alma. Sus pastos son secos y áridos; sus aguas son aguas de contiendas. Así que si “el Señor es mi Pastor,” Él me conducirá a verdes pastos, junto a aguas de reposo.
Cuán rápidamente se desvanecen los placeres de este mundo, aun para sus adoradores. El alimento espiritual provisto por el Pastor es siempre fresco, porque Él siempre nos conduce a “delicados pastos.” Y más que este, el Pastor, no solamente nos alimenta, sino que nos satisface, porque Él hace a Sus ovejas “en lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo.” Ninguna oveja hambrienta se echaría a descansar en medio de la abundancia. Primeramente comería, y una vez saciada se echaría a descansar. Además, el Pastor conduce a Sus ovejas junto a las aguas de reposo. Las aguas que corren por el torrente y que producen más ruido y espectáculo, se encuentran siempre allí donde hay más piedras, y las aguas son más superficiales. Las aguas tranquilas no son ruidosas, pero son más profundas. El Pastor puede calmar nuestras almas, y apagar nuestra sed espiritual de las profundas cosas de Dios, muy alejadas de las ruidosas y triviales disputas y contiendas en las que se ocupan los hombres, y que demasiado a menudo distraen al cristiano.
Fracaso Y Fatiga En El Camino
En tercer lugar (v. 3), mientras atravesamos este árido mundo, podemos dejar de seguir al Pastor, y aparte del fracaso actual, podemos fatigarnos en el camino, y puede enfriarse nuestra devoción. Con todo esto, si “el Señor es mi Pastor,” Él “confortará” o “restaurará” mi alma. Por tanto, no olvidemos nunca que “Él” es el mismo que “restaura.” Algunas veces nos puede casi parecer, que si pensamos en cuando nos hemos cansado y hastiado de nuestros extravíos, que nos podemos restaurar por nosotros mismos, por medio de nuestros esfuerzos, buenos propósitos y en nuestro propio tiempo. Pero ello no es así. Nosotros podemos extraviarnos; pero es sólo Él quien puede restaurarnos. Noemí, restaurada de su extravío en la tierra de Moab, puede decir, “Yo me fui,” para añadir después, pero “Jehová [el Señor] me ha vuelto” (Rut 1:21). Ella viene a decir, como si dijéramos, “Yo me fui por mi camino, pero el Señor me ha vuelto a mi lugar.” Él puede restaurar, ¡bendito sea Su nombre!, y lo hace. Si no fuera así, el pueblo de Dios en la tierra no sería mucho más que una gran compañía de réprobos desertores.
Además, Él no solamente restaura, sino que, una vez que ha restaurado, Él nos guía “por sendas de justicia por amor de Su nombre.” ¡Ay!, cuán a menudo, aunque sea llenos de celo y en sinceridad, nos desviamos en los caminos de nuestra propia voluntad, los cuales son incompatibles con Su nombre, para solamente constatar cuán poco en la práctica permitimos que el Señor nos conduzca como nuestro Pastor. La senda de justicia a la cual Él nos guía es un “camino angosto,” en el cual no hay lugar para la propia confianza en la carne, y puede solamente ser andada si seguimos al Señor, teniéndolo delante de nosotros como nuestro Pastor. Aun un apóstol tropezó, cuando, con real sinceridad y celo, y también con gran confianza en sí mismo, le dijo a Jesús: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Luc. 22:33).
La Sombra De La Muerte
En cuarto lugar (v. 4), tenemos que enfrentarnos con el “valle de sombra de muerte.” Aunque si viviéramos y permaneciésemos hasta la venida del Señor, y no tuviésemos que pasar personalmente a través de la muerte, todavía una y otra vez tendríamos que enfrentarnos a este obscuro valle, cuando uno tras otro, nuestros queridos familiares y amigos nos fuesen arrebatados por la muerte. Entonces, en un amplio sentido, ¿cuál es nuestro paso a través de este mundo, sino un tránsito a través del valle de sombra de muerte? Por tanto, sobre todas las cosas de aquí suena el continuo tañer de la campana que dobla sin cesar.
Pero si el Señor es nuestro Pastor, podemos decir como el salmista dice: “No temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo.” El Señor puede decir: “El que guarda Mi palabra, nunca verá muerte” (Juan 8:51). Aquí el Señor no dice que no pasará a través de la muerte, sino que no la verá. Quienes permanezcan alrededor del lecho de muerte de un creyente moribundo, pueden, desde luego, ver muerte; pero el que se encuentra actualmente pasando a través del obscuro valle, ve a Jesús. Así, que si hemos de pasar este camino, es solamente pasando a “través” de él. Y este tránsito es muy corto; pues está escrito que “ausentes del cuerpo ... presentes al Señor” (2ª Cor. 5:8). Y en este tránsito a través del obscuro valle, no solamente el Señor está con nosotros, sino que está presente con Su vara y Su cayado—la vara para alejar a todo enemigo, y el cayado para sostenernos en todas nuestras flaquezas.
La Presencia De Los Enemigos
En quinto lugar (v. 5), en este mundo erial estamos rodeados por enemigos que nos quieren arrebatar el gozo de nuestras bendiciones, y estorbar nuestro progreso espiritual. Pero el Señor es nuestro Pastor quien nos prepara un festín en la misma presencia de nuestros enemigos. Y no solamente esto, sino que Él prepara a Su pueblo para la fiesta, por cuanto Él unge nuestras cabezas con aceite, y no solamente llena nuestra copa, sino que la hace rebosar. Él hace mucho más por nosotros que lo que nosotros hicimos por Él, en los días de Su carne; pues aunque uno de los fariseos deseó que el Señor Jesús comiese con él, en su casa, sin embargo tuvo que decirle: “No ungiste Mi cabeza con aceite” (Luc. 7:46).
La Senda Diaria
En sexto lugar (v. 6), está la senda diaria la cual debemos de andar “todos los días” de nuestra vida. Cada día de nuestra vida, nos trae su incesante serie de deberes, dificultades, y circunstancias trascendentales y otras más triviales. Pero si estamos siguiendo al Pastor, tendremos que “el bien y la misericordia” nos seguirán todos los días de nuestra vida. Si estuviésemos más cerca del Señor, siguiendo constantemente en pos del Pastor, ¿no veríamos con una más clara visión que la mano del Señor está detrás aun de las más pequeñas cosas de nuestra vida diaria, y descubriríamos en ello Su bondad y misericordia?
La Perspectiva De La Eternidad
En séptimo y último lugar (en la última parte del v. 6), podemos mirar más allá, a los futuros días de nuestra vida dentro de la gran eternidad, que va más allá de lo que nosotros vemos, en que si el Señor es nuestro Pastor, no es solamente para conducirnos a través del desierto, sino, para al final, llevarnos al hogar, para “morar en la casa de Jehová para siempre.” Para el cristiano, es la “casa del Padre,” para habitar allí, donde no existen las necesidades corporales, y donde todos los deseos espirituales son cumplidos, donde no cabe ningún fracaso, ningún enfriamiento de corazón, donde no puede aparecer ninguna sombra de muerte, ni acercarse ningún enemigo, sino que allí, sin duda alguna: nuestra copa estará “rebosando.” “Los días de mi vida” terminarán en la casa del Señor para siempre.
En esa gran reunión hogareña, no faltará ninguna de las ovejas del Señor, como Él mismo afirma en Su Palabra: “A los que Me diste, Yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió” (Juan 17:12). Muchos años atrás, un santo hombre de Dios escribió: “¿Qué pensamos nosotros de Su amor? ¿Qué pensamos de esos pies que anduvieron arriba y abajo en este mundo, para hallar la oveja perdida de Su Padre, cuyos pies fueron atravesados con clavos? ¿Y de Sus ojos que fueron frecuentemente alzados en lágrimas hacia el cielo a Dios, en oración? ¿Y qué pensamos de Su cabeza coronada de espinas? ¿Y de Su faz más radiante que el sol, toda ella ensangrentada y ultrajada con esputos y bofetadas, y mesados Sus cabellos? Él pasó la vergüenza y nos ha dado la gloria. Él tomó la maldición y nos ha dado las bendiciones; Él fue a la muerte y nos ha dado la vida. ... Como el Gran Pastor, Él juntará a todas Sus ovejas, y le dirá a Su Padre, ‘Estas son todas Mis ovejas. Yo fui a través de bosques y aguas, espinos y zarzas, para juntarlas, y Mis manos y Mis pies fueron atravesados, y alanceado Mi costado, antes que pudiese obtener un puñado de ellas, y son éstas que aquí está.’  ”
Recordando todo cuanto Él ha hecho por nosotros en el pasado, cuando, como el Buen Pastor, Él dio Su vida por Sus ovejas, y conociendo todo cuanto Él todavía hará por nosotros, cuando Él aparecerá como el Gran Pastor de las ovejas, nosotros debemos dirigir nuestra mirada a Su faz, durante nuestro presente tránsito aquí abajo, y decir de todo corazón, “EL SEÑOR ES MI PASTOR.”
Sigámosle en Sus pisadas,
Aunque sea con torpes pies
Por la senda por Su amor marcada,
Sea entre espinas, aguijones, o amarga hiel.

El Amor Que No Me Dejará Escapar

Cuán bendito es el haber encontrado en Cristo a un Amigo el cual nos ama con un amor que no nos dejará escapar, de acuerdo a lo que leemos: “Como había amado a los Suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1).
Tal amor—el eterno amor de Cristo que nunca abandona—no puede estar satisfecho hasta que no ha despertado nuestro amor hacia Él, en respuesta a Su amor. La plena respuesta a Su amor se realizará solamente cuando hayamos entrado en el eterno hogar del amor. Con todo, mientras estamos en camino hacia el hogar, el amor que aprecia a Cristo en este lugar de Su rechazo, y en el día de Su repudio, le es muy dulce a Su corazón. Este lo podemos aprender seguramente, por el valor que el Señor da al amor de María, a la cual dejó que Le ungiese Sus pies con el tan costoso ungüento.
Es de mucho aliento, y bueno para nuestras almas, el aprender los caminos de la gracia del Señor para con Su pueblo, para despertar, mantener, y ahondar el amor en nuestros corazones. Es en estos caminos de gracia del Señor que queremos describir brevemente en el Nuevo Testamento unas narraciones de dos devotas mujeres.
El Despertar Del Amor (Lucas 7:36-39,47)
En la gran escena que tiene lugar en la casa de Simón el Fariseo, vemos el despertar del amor para con el Salvador, en el corazón de una pecadora. El Señor, en la perfección de Sus caminos, convirtió en gracia con Su presencia la fiesta que el Fariseo le había preparado. Mientras estaban sentados a la mesa, una inesperada huésped, no invitada, entra en la casa, de la cual el Señor puede decir de ella que “amó mucho” (v. 47). ¿Cómo, podemos preguntarnos, fue despertado tal amor en su alma?
Aquí no se trata de cuál sea el carácter de la mujer. El Espíritu de Dios la describe como “una mujer de la ciudad, que era pecadora” (v. 37). Y además, su mala reputación era bien conocida, pues el mismo Simón estaba enterado de que era “pecadora” (v. 39). Ella era una pecadora y lo sabía. Además de eso, era una agobiada pecadora, y posiblemente había oído las maravillosas palabras del Señor: “Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar” (Mat. 11:28). Siendo así como debía ser, queda fuera de toda duda que ella vio en Cristo la gracia que podía bendecir aun a los indignos como ella. Así, impelida por su necesidad y guiada por Su gracia, con la simplicidad de la fe, ella entra en la casa del Fariseo y toma su posición a los pies de Jesús.
El Espíritu de Dios llama la atención a la exquisita escena que sigue con un “entonces”—o más bien escrito en otra versión: “He aquí” (v. 37). El quiere atraer nuestra atención, y nos dirige a que la fijemos en el gran hecho—el encuentro entre el pecador encadenado por el infernal diablo, y el celestial Salvador enviado por Dios. Sin duda alguna, los espectadores quedaron estupefactos y sin habla, atónitos, mientras contemplaban la escena que se les ofrecía a sus ojos. Seguramente se preguntaban lo que iba a suceder. ¿Es que el Señor expondría Su carácter, condenaría sus pecados y arrojaría a aquella mujer pecadora de Su presencia santa? ¡Claro que no! El fariseo orgulloso pueda condenar a la pecadora, y hallar a sí mismo desenmascarado por el Salvador. El Señor no condenará nunca a un pecador confeso.
La sabiduría de Sus caminos es tan perfecta como la gracia de Su corazón. De momento, no se pronunció ninguna palabra. Los huéspedes permanecen callados y maravillados, y el Señor permanece silencioso en gracia, mientras la mujer permanece muda en dolor y contrición. Ningún ruido rompe el silencio, aparte de los sollozos de la pecadora. No obstante, si nada es dicho, mucho es lo que allí tiene lugar, porque el corazón de la pecadora fue quebrantado y tal corazón fue ganado. Ella estaba “detrás de Él a Sus pies, llorando ... y besaba Sus pies” (v. 38). Las lágrimas hablan de un corazón que ha sido quebrantado, y los besos de un corazón que ha sido ganado.
¿Qué fue lo que quebrantó su corazón y lo que ganó al tal? ¿No fue que ella vio algo de la gracia y santidad del Salvador, y en la luz de Su gloria vio, como nunca antes la había visto, la grandiosidad de su pecado en su vida y corazón? Y aún más que ésto, ella sintió que a pesar que ella era una pecadora llena de pecado, había un Salvador lleno de gracia para tal pecadora como ella. Ella se encontró a sí misma en la presencia de Aquel que conocía toda su infame vida, y que con todo la amaba, y ésto ganó su corazón.
Cuán bueno será para cada uno de nosotros, si también hemos estado en Su presencia, cargados y desdichados por causa de nuestros pecados, y allí, descubrir que en El, hemos hallado a Uno que conoce lo peor de nosotros y todavía nos ama. Así, teniendo el amor de Cristo despertado en nuestras almas, podemos cantar:
He encontrado un Amigo, ¡oh que Amigo,
Quien me amó y que conozco!
Con cuerdas de amor me ha conducido,
Y ésto me ha unido a Él.
El Mantenimiento Del Amor (Lucas 10:38-42)
Ya hemos visto cómo es despertado el amor por Cristo, y es desde luego muy bendito cuando al comienzo de la vida cristiana es ganado el corazón por Cristo. Ahora pues debemos aprender cómo el corazón, en el cual el amor ha sido despertado, puede ser mantenido en la frescura del primer amor.
Todos sabemos que con el paso del tiempo, pueden interponerse muchas cosas entre el alma y Cristo. No necesariamente tienen que ser cosas groseras, las cuales podrían, desde luego, aprisionar el alma, con toda la desventura que ello trae consigo, sino por cosas pequeñas y aparentemente inofensivas, “las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas” (Cant. 2:15), y convertir nuestra vida para que sea infructuosa. El permitir que estas pequeñas cosas se interpongan entre el alma y Cristo, hará enfriar los afectos, y formarse gradualmente una capa de hielo sobre nuestro corazón, de manera que el Señor tendrá que decirnos: “Has dejado tu primer amor” (Apoc. 2:4). Así, vemos a menudo que por una u otra causa, mientras que el amor a Cristo ha sido realmente despertado en las almas, algunas de éstas, experimentan poco progreso en inteligencia o conocimiento espiritual, mientras que otras crecen en un profundo conocimiento del Señor y Su mente. Entonces pues, ¿cómo podemos mantener este amor que ha sido despertado en nuestros corazones?
Creemos que la casa de Betania nos da cumplida respuesta. En las dos hermanas, tenemos a dos santos en quienes el amor de Cristo y por Cristo ha sido realmente despertado; además vemos en una de las hermanas a una creyente creciendo en gracia y en el conocimiento del Señor Jesús, mientras en la otra, vemos a un santo quien es obstaculizado por sí mismo y estorbado por su servicio.
El amor de Marta se manifiesta por su procurar el atender las necesidades físicas del Señor como hombre. El amor de María se manifiesta por el deseo de satisfacer los profundos y vehementes deseos de su corazón por oír Su Palabra.
Marta estaba ocupada con las “muchas cosas” (v. 41), las cuales todas terminan con la muerte. María estaba ocupada con la “una cosa” (v. 42), la cual la muerte no le podía arrebatar. Alguien ha dicho: “Ninguna atención para con Él en la carne, aunque viniere de uno que lo amara y al cual Él amara también, podría reemplazar ésto. Las “muchas cosas,” acaban sólo con la frustración y la muerte, en vez de conducir a la vida eterna, como lo hacen las palabras de Jesús, manando de un corazón quebrantado, lo cual conducirá hacia el manantial de la vida.”
Así pues, si queremos saber cómo es despertado el amor, debemos en espíritu visitar la casa de Simón; pero si queremos saber cómo se mantiene el amor, entonces visitemos la casa de Betania. Estando a los pies del Salvador, en la casa de Simón, el amor es despertado en el corazón de una pecadora; sentada a los pies del Maestro, en el hogar de Marta, el amor fue mantenido. Estando a Sus pies, estamos en Su compañía; estando en Su compañía, oímos Sus palabras, y Sus palabras nos revelan Su corazón. De esta manera, somos aprendices en la escuela del amor. Preguntémonos cuánto conocemos de “la buena parte” (v. 42) escogida por María—ésto es, dejar de lado el apretado círculo de la vida, y todas las actividades del servicio, para estar a solas con Jesús, y más que ésto, acercarse a Él por el amor de estar junto a Jesús. Al Señor le gusta nuestra compañía; se deleita en tenernos en Su presencia. El puede renunciar a nuestro bullicioso servicio, pero no a nosotros. Solamente así, mantendremos el “primer amor,” y si lo hemos perdido, podremos recobrarlo. No podemos vivir en el pasado. Pasadas experiencias pueden haber despertado el amor, pero solamente la comunión presente con el Señor podrá mantenerlo.
La Profundidad Del Amor (Juan 11)
Pasando ahora a otro incidente en la historia de María de Betania, aprenderemos otra lección en la historia del amor. Si en Lucas 10 vemos cómo el amor es mantenido en el círculo común de la vida, en Juan 11 aprendemos cómo es sondeado o ahondado el amor en las tristezas de la vida. En el primer caso la vida fluía en su cauce normal, mientras en el segundo caso, el curso de la vida cotidiana es interrumpido a causa de un gran dolor. La enfermedad ha irrumpido en el círculo de Betania, y las sombras de la muerte se ciernen sobre aquel hogar. En la aflicción que ha sumido a todos en el dolor, ¿cómo van a actuar las hermanas de Lázaro? Movidas por la gracia, toman el mejor paso posible. Acuden al amor de Cristo. En Lucas 10, María estaba aprendiendo el amor de Cristo en la calma de una vida tranquila; en Juan 11, ella es conducida al amor que se manifiesta en medio de las tormentas de la vida. En el primer caso, María disfrutó de Su amor en Su compañía; en el segundo caso, ella usa Su amor en su dolor. Todo ésto es descrito sencillamente en la llamada que estas dos devotas mujeres hacen al Señor. Estas mandan a decir al Señor: “He aquí el que amas está enfermo” (v. 3). ¡Cuán radiantes brillan la fe y la confianza en el Señor de estas dos hermanas en este breve mensaje que le envían!
Ellas acuden a la Persona indicada: “Enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús” (v. 3). Ellas usan también la oportuna súplica, pues Le dicen: “Señor, he aquí el que amas está enfermo.” En este caso, las dos hermanas no alegan del débil amor de Lázaro por el Señor, sino el perfecto e infalible amor del Señor por Lázaro. Y también ellas ruegan al Señor de forma correcta, pues no sugieren al Señor lo que debe hacer; tampoco Le piden que sane al enfermo, ni que acuda a su casa; no hablaron ni una palabra en favor de Lázaro. Ellas simplemente derraman su dolor delante del Señor y se remiten a sí mismas a los ilimitados recursos del Señor y de Su infinito amor. ¿Es que tal amor iba a defraudarlas? ¡En ninguna manera! Pues el amor se deleita en responder al llamamiento de los corazones que son movidos también por el amor.
Sin embargo, el amor divino iba a tomar su perfecto camino. Un camino que puede parecer extraño a la naturaleza humana. Las hermanas se deleitaron en su corazón, por acudir y confiarse a Su amor; ahora, Él deleitaría sus corazones por ahondar en sus almas el sentido de Su amor, y de esta manera, sondear el amor de ellas por Él. Pues ésto es siempre así, cuanto más profundo es el sentido de Su amor, más profunda será la respuesta de nuestro amor. “Nosotros Le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1ª Juan 4:19).
Para cumplir Su obra de gracia, Él usará las amarguras de la vida, y, de esta manera, Su amor será más profundo en sus almas, habiendo Él primeramente profundizado en ellas el dolor. Los santos son llamados a la gloria de Dios, después que ellos hayan “padecido un poco de tiempo” (1ª Ped. 5:10); así, en nuestro camino hacia la gloria, a menudo captamos algunos resplandecientes rayos de Su gloria, después de pasar por un tiempo de sufrimientos. Ello fue así con las dos hermanas. Ellas tuvieron que sufrir “un poco de tiempo,” por la tardanza del Señor, sin que les llegara ninguna palabra del Señor. Los días iban pasando, Lázaro iba sucumbiendo en su enfermedad y la sombra de la muerte se cernía sobre aquel hogar. Al final llegó la muerte; Lázaro murió. Ellas sufrieron por un tiempo, pero después verían Su gloria—porque “esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (v. 4). A la vista humana, su enfermedad fue para muerte; pero en realidad, esta muerte fue usada para que la gloria de Cristo fuera manifestada y para acrecentar el triunfo de Su victoria sobre la muerte. ¡Cuán perfectos son Sus caminos para cumplir esos grandes fines!
El amor humano, pensando solamente en la curación del enfermo, hubiera empezado al instante por Betania. La prudencia humana, pensando solamente en sí misma, no hubiera nunca ido a Betania, como los discípulos dijeron: “Rabí, ahora procuraban los judíos apedrearte, ¿y otra vez vas allá?” (v. 8). El Señor, pasando por alto el amor humano y la humana prudencia, actúa de acuerdo al amor divino, movido por la divina sabiduría: “En cuanto a Dios, perfecto es Su camino” (2º Sam. 22:31).
Después, la paciencia obró su perfecto resultado; en amor y en su debido tiempo, el Señor se allega a las acongojadas hermanas, en Betania, y manifiesta el profundo amor de Su corazón, hablando con ellas, andando con ellas, y llorando con ellas. Él ha ido a ahondar Su amor por medio de Sus palabras de amor, caminos de amor y lágrimas de amor. ¡Qué profundidades de amor subyacen detrás de estas sublimes palabras, “Jesús lloró” (v. 35)! Es siempre conmovedor ver llorar a un pecador en presencia de Su amor; pero mucho más maravilloso es ver al Salvador llorando en presencia del dolor. Que nosotros tuviéremos que llorar a causa de nuestros pecados, no es gran maravilla; pero que Él llorara a causa de nuestro dolor, es una gran maravilla—una maravilla que manifiesta cuán cerca vino Él, y cuán cerca se encuentra Él de un santo doliente.
Podemos preguntarnos el porqué de esas lágrimas. Los Judíos, estando alrededor de la tumba, interpretan mal la causa de estas lágrimas, pues dicen: “Mirad como le amaba” (v. 36). Es verdad que el Señor amaba a Lázaro, pero las lágrimas no eran la expresión del amor por Lázaro. Las dos hermanas podían llorar por la muerte de su hermano; pero el Señor no tenía necesidad de llorar por uno al que iba a resucitar. No era por los muertos que Él lloró, sino por los vivos—no por la pérdida de Lázaro, sino por el dolor de María y Marta. En un momento, el amor iba a resucitar a Lázaro, pero primeramente el amor lloraría con Marta y María. Él quebrantó Su corazón para vendar nuestros corazones heridos, y derramó Sus lágrimas para enjugar las nuestras. Al hacerlo así, Él manifestó Su amor y profundizó nuestro amor. Así pues, Él usa las pruebas, las aflicciones, y los rudos caminos de la vida, para manifestar los tesoros de Su amor, y despertar nuestro amor para con Él.
Después de esta grande prueba, seguramente que las dos hermanas desearan decir: “Ya sabíamos que el Señor nos amaba, pero hasta que nos llegó la prueba, nunca habíamos sabido que Él nos amaba tanto, hasta caminar con nosotras y llorar con nosotras en nuestra aflicción.”
Reflexionando En Su Amor
A Sus pies, en Lucas 10, María fue aprendiendo Su amor; en Juan 11, ella realiza o comprueba el amor que ha aprendido, y va ahondando en el amor que experimenta.
Cuán santas y dichosas lecciones que podemos aprender de estas diferentes escenas. Aprendemos que a los pies de Jesús, como pecadores, el amor es despertado, a los pies de Jesús como discípulos, el amor es mantenido; y a los pies de Jesús, en nuestras pruebas y aflicciones, el amor es ahondado.

El Discípulo Al Cual Jesús Amaba

No hay duda que todo verdadero creyente ama el Señor. El apóstol Pedro, hablando a los creyentes, del Señor, puede decir: “A quien amáis sin haberle visto” (1ª Ped. 1:8). El mismo Señor pudo decir de la mujer que Le besó los pies, en presencia del orgulloso fariseo, “Amó mucho” (Luc. 7:47). Así pues las Escrituras reconocen ese amor y el Señor se deleita en ello. Y además de esto, el amor del Señor conlleva la promesa de muchas bendiciones, no siendo la menor de ellas, la especial realización de la presencia del Señor y la del Padre (Juan 14:21-24).
Además las Escrituras reconocen que el amor al Señor puede encontrarse en muchas maneras y medidas en diferentes discípulos y ocasiones. El amor de María de Betania, quien ungió al Señor con “perfume de nardo puro, de mucho precio” (Juan 12:3), era ciertamente más grande que el de aquellos indignados discípulos, quienes dijeron: “¿Para qué este desperdicio?” (Mat. 26:8).
El amor de María Magdalena, quien “estaba fuera llorando junto al sepulcro” (Juan 20:11), excedió en esta ocasión al amor de los discípulos, quienes se “volvieron .  .  . a los suyos” (Juan 20:10).
No olvidemos que nuestro amor puede crecer y menguar. Bajo algunas presiones, el amor puede enfriarse, especialmente a causa de las tentaciones y seducciones de este mundo, y así nuestro amor se empaña, como en el caso del creyente del cual Pablo dice: “Demas me ha desamparado, amando este mundo” (2ª Tim. 4:10).
Así pues, mientras el amor al Señor es realmente precioso a Sus ojos, y que este amor sea apreciado y deseado por el creyente, con todo, es claro que no podemos confiar en un amor tan propenso a sufrir cambios negativos. El único amor en el cual podemos descansar es en el amor que no conoce cambios—el amor que permanece inmutable—el amor de Cristo por los Suyos. Como expresan unas líneas de un cántico: “Fluctuante aún es mi amor. ... Su amor ... permanece fiel.”
Es la realización y el disfrute del amor de Cristo lo que despierta nuestro amor por Él, como lo afirma el apóstol Juan, diciendo: “Nosotros Le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1ª Juan 4:19). Por tanto, nuestro amor por Cristo será mayor, cuan mayor sea la medida en que experimentemos Su amor por nosotros. Así cuanto más amemos al Señor con toda simplicidad de corazón, mucho menos fijaremos nuestros pensamientos en nuestros propios corazones, ni pensaremos en nuestro amor por Él, sino más bien buscaremos el deleitarnos en nuestras almas en Su amor por nosotros.
El efecto de deleitarnos en nuestras propias almas en el amor de Cristo, se halla felizmente establecido en conexión con el apóstol Juan, en las escenas finales de la vida del Señor en este mundo, mientras que en contraste, las mismas escenas describen los tristes efectos de la confianza puesta en nuestro amor por el Señor, en el caso del apóstol Pedro. Ambos discípulos amaban al Señor con un verdadero y profundo amor, más allá de todo interés humano, el cual les llevó a dejar todo, y seguirle a Él. Con todo, un discípulo confiaba en su amor por el Señor, mientras que el otro descansaba en el amor del Señor por él. Esta era la relevante diferencia entre estos dos hombres, que muy a menudo se encuentran en íntima asociación con estas últimas escenas de la vida del Señor en este mundo.
Cuando el Señor en Su maravillosa gracia, lava los pies a los discípulos, Pedro Le preguntó, “¿Tú me lavas los pies?” (Juan 13:6). Y cuando el Señor le dice que si no se deja lavar los pies no tendrá parte con Él, inmediatamente exclama con un estallido de su amor ardiente por Cristo: “No sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza” (vv. 7-9). No mucho más tarde, con su genuino amor por el Señor, Pedro Le dice: “Aunque todos se escandalicen de Ti, yo nunca me escandalizaré” (Mat. 26:33). “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Luc. 22:33). “Mi vida pondré por Ti” (Juan 13:37). Luego, cuando el Señor fue prendido, Pedro, en su ferviente amor por el Señor, sacó su espada en defensa de su Maestro: “Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó” (Juan 18:10). Así, tanto de palabra como de hecho, parece que Pedro diga: “Yo soy el hombre que ama al Señor.” En contraste con Pedro, el apóstol Juan dice, como si dijéramos, “Yo soy el hombre al cual el Señor ama,” pues en cinco ocasiones, en estas últimas escenas, él dice de sí mismo ser el discípulo “al cual Jesús amaba.” Es sin duda muy bendito que Su amor nos hay así forjado, que en consecuencia le amemos a Él, pero es aún mucho más maravilloso que Él nos haya amado a nosotros. Es en ese maravilloso amor en el cual Juan se deleitaba, y en ese infinito amor en el cual descansaba.
El Aposento Alto (Juan 13:21-25)
La primera ocasión en que Juan es llamado “el discípulo al cual Jesús amaba” fue en el aposento alto, como se describe en Juan 13. ¡Qué sublime escena esta, contemplada por el corazón! Allí se halla Jesús con un amor que jamás puede fallar, pues “como había amado a los Suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (v. 1). Juan está allí, deleitándose en el amor de Cristo, “recostado cerca del pecho de Jesús” (v. 25), y describiéndose a sí mismo como el discípulo “al cual Jesús amaba.” También estaba Pedro con un real y ardiente amor por el Señor, pero confiando en su propio amor por el Señor antes que descansar en el amor del Señor por él. Por último, también Judas estaba allí, sin ningún amor por el Señor—con la bolsa a su lado y con el diablo en su corazón (vv. 2,27), dispuesto para traicionar al Señor y pasar a la larga y obscura noche (v. 30).
Podemos ver en Jesús cuán íntimamente Su amor le ha acercado a hombres como nosotros, de tal manera que Juan puede recostar su cabeza en el seno de Aquel quien moraba en el seno del Padre. Y en Juan vemos lo que el corazón del Salvador puede hacer por un pecador, conduciéndole a un descanso perfecto en perfecto amor. Y en Judas vemos lo que el corazón del pecador puede hacer con su Salvador—profesando plenamente amarle, traicionarle por treinta monedas de plata.
Una vez terminado el lavamiento de los pies, es llegada la hora en que el Señor pronuncie Sus palabras de despedida; pero en el entretanto Su espíritu es turbado por la presencia del traidor. El Señor descarga Su corazón en Sus discípulos, diciendo: “Uno de vosotros Me va a entregar” (v. 21). Sus “discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba” (v. 22). El mirarse el uno al otro, nunca solucionará las dificultades que puedan surgir entre los discípulos. Debemos mirar siempre al Señor, y para mirarle a Él, necesitamos estar cerca de Él, y en el círculo del “aposento alto”; el discípulo que estaba más cerca del Señor era aquel cuyos pies habían estado (en el lavamiento) en las manos del Señor, cuya cabeza estaba recostada en el seno del Señor, y cuyo corazón se deleitaba en el amor del Señor por él, quien podía describirse a sí mismo como “uno de Sus discípulos, al cual Jesús amaba.” Pedro, el hombre que confiaba en su amor por el Señor, no estaba lo suficiente cerca del Señor para conocer Su mente, y tiene que hacer señas a Juan, quien estaba recostado en Jesús (vv. 23-24). De esta manera aprendemos que el estar cerca del Señor e intimar con Él es la bendita porción de uno que descansa sobre el amor del Señor para con él.
La Cruz (Juan 19:25-27)
La segunda vez en la cual Juan es descrito como el discípulo “al cual Jesús amaba” nos conduce ante la cruz. La madre de Jesús está presente entre otras devotas mujeres, y uno de Sus discípulos está allí—el discípulo “al cual Jesús amaba.” ¿Dónde se encuentra ahora el discípulo que confiaba en su amor por Cristo? ¡Ay!, se encuentra lejos, en algún solitario lugar, con su corazón roto, llorando amargas lágrimas de vergüenza por haber negado a su Señor. Como en el “aposento alto,” así ahora en la cruz, Juan, el discípulo “al cual Jesús amaba,” se encuentra tan cerca de Cristo como le es posible. Y ¿cuál es el resultado? Juan viene a ser “un instrumento ... santificado, útil al Señor” (2ª Tim. 2:21). Como resultado de ello, el Señor le encomienda a Su madre al cuidado de él. El descansar en el amor del Señor por nosotros, nos capacita para el servicio.
La Resurrección (Juan 20:1-4)
Por tercera vez, Juan nos es presentado como el discípulo “al cual Jesús amaba” en la mañana de la resurrección, y de nuevo lo vemos en relación con Pedro. Los dos discípulos, habiendo oído por las mujeres que el sepulcro estaba vacío, corren hacia la tumba. Entonces continúa el relato en algo que podría parecer siendo un detalle insignificante, es decir, que ambos discípulos corrieron juntos, y finalmente que el discípulo “al cual Jesús amaba” corrió más deprisa que Pedro. Nada de lo que el Espíritu de Dios narra puede ser sin importancia, aunque, como en este caso pueda ser dificultoso mesurar la importancia de este particular incidente. Así que si se nos es permitido espiritualizar este hecho, aprenderemos, lo cual es seguramente cierto, que mientras el hombre con el temperamento fogoso, puede a menudo tomar la delantera en cualquiera empresa espiritual, no obstante es el hombre el cual se apoya en el amor del Señor por él, quien al final llega primero o lleva la delantera.
El Mar De Tiberias (Juan 21:1-7)
En esta aleccionadora escena, Pedro y Juan ocupan de nuevo un lugar destacado, y por cuarta vez Juan es referido como “el discípulo a quien Jesús amaba” (v. 7). Como de costumbre, el inquieto e impulsivo Pedro toma la delantera, tornándose a su antigua ocupación. Él no se entretiene en consultar a los demás para actuar así, sino que simplemente dice: “Voy a pescar.” Debido a su influencia sobre los demás discípulos, “ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo.” Así que ellos le siguieron, y a pesar de afanarse toda “aquella noche no pescaron nada” (v. 3).
Al llegar la mañana, “se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús” (v. 4). Y habiéndoles puesto de manifiesto por medio de Su pregunta (v. 5) la inutilidad de sus esfuerzos puestos en práctica, sin Su dirección, procede a manifestarles cuán benditos pueden ser los resultados cuando se actúa bajo Su control (v. 6). Inmediatamente “el discípulo al cual Jesús amaba” intuye quien es Él, y exclama: “¡Es el Señor!” (v. 7). Aquel que confiaba en el amor del Señor por él es quien inmediatamente tiene una percepción espiritual.
“Cuando Hubieron Comido” (Juan 21:15-22)
Continuando sobre el suceso a la orilla del lago, cuando los discípulos desembarcaron a tierra, se encontraron con un fuego, y sobre las brasas un pez, y pan, y una invitación para allegarse y comer. Vieron lo que se había hecho para ellos, y al margen de sus esfuerzos, una rica provisión para sus necesidades.
Una vez hubieron comido, tenemos el fin de este acontecimiento en el cual Pedro y Juan ocupan un lugar especial, y por quinta vez Juan es presentado como “el discípulo a quien amaba Jesús” (v. 20). Primeramente tenemos los tiernos cuidados para con el hombre que confiaba en su propio amor. Pedro, quien había dicho estar dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte con el Señor, se encontró que no estuvo preparado para mantenerse firme por su Señor, a la simple pregunta de una criada. Mas a pesar de tal negación, ni una palabra es dicha sobre ella en esta conmovedora escena. Tan solemne caída fue tratada entre el Señor y Su siervo en una entrevista en la cual no intervino ninguna persona ajena a la misma. Todos conocemos el texto que dice: “Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón” (Luc. 24:34), el cual nos habla de este encuentro del Señor a solas con Pedro, confirmado algún tiempo más tarde por el apóstol Pablo, cuando escribió a los Corintios que el Cristo resucitado: “apareció a Cefas, y después a los doce” (1ª Cor. 15:5). Maravilloso amor, el cual con una tierna misericordia concedió esta primera entrevista al discípulo que más estrepitosamente había fracasado.
Y si, como es de suponer, en la primera entrevista su conciencia fue reparada, en esta escena es restaurado su corazón. Aquí el Señor trata con él de su manifiesto fracaso, por lo que aquí el Señor trata de la raíz interior que causó el fracaso, la cual no era otra que la ciega confianza en su amor por Cristo, y la triple pregunta, pone enteramente de manifiesto esta raíz. Es como si el Señor hubiera dicho: “¿Después de todo lo que ha sucedido, todavía mantienes, Pedro, que Me amas más que éstos?” En la segunda y tercera pregunta, el Señor no menciona a los otros discípulos: Simplemente le dice: “¿Me amas?” Después de esta tercera pregunta, Pedro se pone enteramente en las manos del Señor, “y le respondió: Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que Te amo” (v. 17). Es como si Pedro le hubiese dicho: “Ya no puedo confiar en mi amor, ni hablar de mi amor, o lo que voy a hacer, pero Señor, Tú conoces todas las cosas; conoces mi corazón, y voy a dejar que Tú mismo valores mi amor, y dime lo que debo hacer.”
Desde entonces ya no es Pedro quien dice al Señor, confiando en sí mismo lo que está dispuesto a hacer, sino que es el Señor, en Su gracia infinita quien le dice a Su discípulo ya restaurado, a lo que Él le había capacitado para hacer. Por lo que el Señor le dijo, es como si le hubiera dicho: “Ya no vas a confiar más en tu amor para hacer grandes cosas por Mí, y lo has dejado todo en Mis manos; así que sigue adelante y apacienta Mis ovejas, glorifica a Dios y sígueme” (véase vv. 17,19).
Es como si el Señor dijera: “Tiempo hubo cuando tú pensaste amarme más que estos otros discípulos; ahora sigue adelante y muestra tu amor apacentando las ovejas que Yo amo. Tú pensaste glorificarte a ti mismo en cárceles y muerte, así que ahora ve a la cárcel y muerte para glorificar a Dios, y cuando todo haya así pasado, sígueme lejos en los pasos de gloria a donde Yo estoy yendo.” ¿No es ésta la última de las más maravillosas maravillas de la vida del Señor, en el camino que Él usó en Sus tratos con un fracasado discípulo Suyo?
Pero ¿qué en cuanto a Juan? “Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús.” El hombre que confió en su propio amor y que había fracasado necesitaba la gracia restauradora y la exhortación “sígueme tú” (v. 22). No así el hombre que confiaba en el amor del Señor, ya que Le “seguía” (v. 20).
Así en el discípulo “al cual Jesús amaba” vemos manifestados los benditos resultados que siguen para aquellos que confían en el amor del Señor por ellos, cuyos resultados son: Morar cerca del Señor, gozando una bendita intimidad, ser un vaso santificado y útil para los usos del Señor, tener un continuado progreso espiritual, gozar de claro discernimiento espiritual, y seguir al Señor de cerca.
Quiera Dios que ésta sea nuestra porción, de tal manera que, como la esposa del Cantar de los Cantares podamos decir: “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío”; “yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento” (Cant. 6:3; 7:10). Si no podemos hablar mucho de nuestro amor por Él, nos podemos gloriar con toda seguridad de Su amor por nosotros. Este es el privilegio del creyente más joven, poder decir, “Yo soy el discípulo a quien Jesús ama,” y que el más anciano y avanzado discípulo no puede decir nada más grande que esto, por cuanto en ello se contienen todas las bendiciones, en Su vinculante amor que Le llevó a morir por nosotros para que Le sigamos y podamos también, en nuestra pequeña medida, “apacentar Sus ovejas, glorificar a Dios, y seguir en pos de Él a la misma gloria donde Él ha ido.”

“Una Cosa”

“Una cosa te falta” (Mar. 10:21).
“Una cosa es necesaria” (Luc. 10:42).
“Una cosa hago” (Fil. 3:13).
Las escrituras que contienen estas tres declaraciones traen ante nosotros algunos tipos muy diferentes. En el primer pasaje citado, se nos dice que al joven rico que se acercó a Jesús, preguntándole qué debía hacer para heredar la vida eterna, le faltaba “una cosa.” En el pasaje segundo, que narra la historia de Marta y María, la “una cosa” que falta es la “una cosa” necesaria. Y en el tercer pasaje, hallamos que la “una cosa” necesaria es la “una cosa” que caracterizó al apóstol Pablo.
Viendo que nuestro Señor pone semejante énfasis sobre esta “una cosa,” seguramente que nos incumbe a nosotros, sondear nuestros corazones, a la luz de estas escrituras, con el ardiente deseo de ser marcados por esta “una cosa.”
“Una Cosa Te Falta” (Mar. 10:17-22)
En la historia del joven rico hay dos cosas que debemos destacar. Primeramente vemos que en muchas cosas, nuestras vidas pueden ser excelentes, y con todo, faltarnos “una cosa.” Y en segundo lugar, descubrir que esta “una cosa” es una sincera devoción y entrega, y un corazón humilde para Cristo.
Aparte de todos los distintos caracteres que están en relación con el Señor en Su paso por este mundo, quizás ningún otro presenta una más triste y lamentable fin como el de este joven rico. Había mucho en el principio de su historia que prometía un brillante futuro como discípulo de Cristo; pero lamentablemente leemos al fin que “afligido ... se fue triste” (v. 22). De acuerdo a lo que tenemos en las Escrituras, no hay mención alguna de que él apareciera de nuevo en la compañía de Cristo y los Suyos. Por tanto, aunque fuera creyente en su corazón, él se perdió la bendición de la compañía de Cristo en medio de Su pueblo, y fracasó como un testimonio de Cristo en este mundo.
Este joven rico destacaba por sus muchas cualidades naturales, y poseía una buena e indiscutible moral. Era un diligente y fervoroso joven, pues de acuerdo a lo que leemos, él vino “corriendo” al Señor. También era reverente, pues se arrodilló en Su presencia. Manifestó tener deseos de bendiciones espirituales, tales como poseer la vida eterna. Su vida era aparentemente intachable, por cuanto él había observado la ley, según su conducta exterior, desde su juventud. Todas estas cualidades son, en su debido lugar, hermosas y atractivas, y el Señor no fue indiferente a tales méritos naturales, pues leemos que “Jesús, mirándole, le amó.” Pero a pesar de todas estas excelentes cosas que el joven poseía, el Señor discierne que le faltaba “una cosa.”
Tres Pruebas De Nuestros Corazones
Para manifestar la “una cosa” que le faltaba en su vida, el Señor usa tres pruebas. Tal como en el caso de este joven, nosotros podemos también vivir, en lo que se ve, una vida decente e intachable, y con todo ser echado a perder nuestro testimonio por Cristo, por faltarnos esta “una cosa.” Será bueno por lo tanto que nos examinemos por medio de las tres pruebas que el Señor expone delante del joven rico.
Él fue probado por sus posesiones terrenales.
Fue probado por la cruz.
Fue probado por una persona—el Cristo rechazado.
Había algo que él debía abandonar, algo que debía tomar, y alguien a quien debía seguir.
La primera prueba son las posesiones terrenales. Tomadas éstas en el más amplio sentido, como todas aquellas cosas las cuales nos son una ventaja al vivir en este mundo, debemos preguntarnos: “¿Hemos valorado todas estas cosas a la luz del Señor y las hemos contado como pérdida por amor a Cristo?” “¿Hemos considerado las ventajas que la cuna—cualquier alto rango que nos pudiera corresponder por nacimiento, nos puede conferir los fáciles y mundanales placeres que las riquezas nos pueden asegurar: la posición, el honor, y las dignidades que el intelecto, o las capacidades, o realizaciones nos pueden distinguir y gobernar nuestras vidas?” Entonces, sin minimizar estas cosas, ¿hemos mirado plenamente a la faz de Jesús—Aquel que es “dulcísimo, y todo él codiciable” (Cant. 5:16)—y viendo que Él es incomparablemente más grande que todas estas cosas, hemos, en el poder de nuestro afecto por Cristo, deliberadamente escogido que Cristo sea nuestro GRAN OBJETO, y no estas cosas?
La segunda prueba es la cruz. El Señor le dice al joven rico: toma “tu cruz.” ¿Estamos nosotros preparados para aceptar este lugar en relación con el mundo en el cual la cruz nos ha colocado delante de Dios? El apóstol Pablo podía decir: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gál. 6:14). Esta cruz se alza entre nosotros y nuestros pecados, y del viejo hombre, y del juicio. ¿Pero nos hemos dado cuenta también que ella se alza asimismo entre nosotros y el mundo? Si tomamos la cruz, no solamente el mundo es condenado por nosotros, sino que seremos totalmente condenados y rechazados por el mundo.
La tercera prueba es el Cristo rechazado; así que el Señor le dice al joven rico: “Ven, sígueme.” ¿Estamos nosotros preparados para identificarnos con Aquel que es aborrecido y rechazado por el mundo, con Aquel que nació en un establo, cuya cuna fue un pesebre, y que no tuvo un lugar en el cual “recostar Su cabeza” (Mat. 8:20), quien murió en una ignominiosa y vergonzosa cruz, y que fue sepultado en una tumba prestada, con Aquel quien en Su resurrección estuvo rodeado por una compañía de unos pobres pescadores, con Aquel quien estuvo y todavía está ocupando un lugar de vituperio? En resumen, ¿estamos dispuestos a salir “a Él, fuera del campamento, llevando Su vituperio” (Heb. 13:13)?
Así pues, siendo en estos días las pruebas tal como son éstas, ¿somos capaces de abandonar todas las comodidades terrenales, tomar nuestro lugar fuera de este mundo, y seguir a Cristo, a Aquel quien es rechazado y vituperado por el mundo? Estas pruebas son para todos nosotros, como lo fueron para el joven rico, y la cuestión es: ¿Cuál será nuestra respuesta?
Podemos responder a estas pruebas en dos maneras distintas. Primero, como hizo el joven rico, del cual leemos que “afligido ... se fue triste,” podemos volvernos a las cosas de este mundo. Dicho joven no se fue airado u odiando a Cristo. No encontró ninguna falta en el Señor, sino que se fue porque el mundo le atraía demasiado. Le ocurrió como a Demas, quien en los últimos días o tiempos, “amó a este mundo,” abandonando a Pablo. (Ved 2ª Tim. 4:10.) En segundo lugar, podemos responder como lo hizo Pedro y los demás discípulos, de los cuales leemos que lo dejaron todo y siguieron a Cristo (Mar. 10:28).
La “una cosa” que le faltaba al joven rico era un corazón humilde y devoto para el Señor. Como consecuencia de ello, “se fue.” Los discípulos con toda su ignorancia, sus flaquezas y muchos fallos, fueron atraídos en amor por Cristo, y lo dejaron todo para seguirle.
Muy a menudo y hasta el día de hoy, la historia de este joven rico ha sido repetida. ¿Hay algo más triste que mirar atrás y ver cuántos jóvenes tuvieron un buen principio en la vida cristiana, prometiendo mucho y bueno, y tenernos que preguntar dónde están hoy dichos jóvenes? A pesar de muchas cualidades que mostraron, como fervor, sinceridad y celo, se han vuelto atrás, sino al pervertido mundo, al corrupto mundo religioso, y la razón para ello es clara, y es que les faltaba la “una cosa”—ese humilde y devoto corazón para Cristo, que es lo que pone al Señor delante del alma como siendo el primero y supremo Objeto de nuestra vida. Puede que se pongan ellos mismos delante de Cristo, o pongan delante de Él las necesidades de sus almas, o antepongan lo mejor de los santos al Señor, o al servicio, con el resultado que, al final, éstos se vuelven atrás a las cosas de este mundo. No hay suficiente poder en el amor para las almas, ni en el amor por los santos, ni en el deseo de servir, o en el de mantener nuestros pasos en el camino estrecho. Solamente Cristo por Sí mismo nos puede retener fuera de este mundo, y del campo religioso, en el lugar de Su vituperio, siguiendo firmes e inflexibles en pos de Él.
“Una Cosa Es Necesaria” (Luc. 10:38-42)
Pasando ahora a la emotiva escena de Betania, encontramos a dos devotas mujeres, a una de las cuales le faltaba “una cosa” necesaria, mientras que la otra escogía “la buena parte.”
Marta, al igual que el joven rico de Marcos 10, estaba caracterizada por todo aquello que era impecable y esmerado. Según parece, la casa de Betania pertenecía a ella, y gustosamente, Marta, abrió su hogar para recibir al Señor de la gloria. Así que Marta, no era solamente hospitalaria, sino que era una activa sirviente al servicio del Señor. Son “muchos quehaceres” que se pueden hacer por el Señor en este mundo, y Marta estaba ocupada con estos “muchos quehaceres.” Sin embargo, con todos sus méritos, ella pasó por alto “una cosa,” y tuvo que aprender que la “una cosa” que pasó por alto es la “una cosa” que “es necesaria.” Como resultado de ello, Marta estaba afanada y turbada con su servicio, irritada con su hermana, y quejándose ante el Señor. Con toda certeza, Marta representa el gran número de esa clase de cristianos quienes, de manera inconsciente, hacen de su particular servicio, su gran objeto, en vez de que su objeto sea el Señor en Sí. Estos tales, desean empujar a otros como ayudadores en su especial servicio, y se sienten irritados si se les deja “servir solos.” Faltándoles la “una cosa,” están afanados y turbados con “las muchas cosas.”
Cuán conveniente y dichoso es poner nuestros hogares, medios, y capacidades a disposición del Señor, y estar ocupados en Su bendito servicio; con todo, esta situación nos advierte, cabe la posibilidad de que estas actividades ocupen el primer lugar en nuestros pensamientos, antes que los ocupen el mismo Señor. Si esto es así, es que nos falta la “una cosa”—un humilde y devoto corazón lo cual pone a Cristo en lugar prominente y delante de todo servicio, por importante que éste sea.
De María leemos que ella escogió la “buena parte,” y que esta “buena parte” era la parte con Cristo. Para ella, Cristo era el Objeto supremo que tenía delante suyo, antes que sus posesiones, su servicio, o su hermana. Así que teniendo a Cristo como su sólo Objeto, se libraba del desasosiego, de los cuidados y turbación que cargaban a su afanosa hermana. Mientras Marta estaba “turbada ... con muchas cosas,” María estaba sentada calmadamente a los pies de Jesús. Y cuando Marta se dirigió al Señor con quejas acerca de su hermana, María, sentada “a los pies de Jesús, oía Su palabra.”
Nuestra actitud en ese caso, no es que debamos pronunciar nuestro juicio en cuanto a las diferencias que existen entre estas dos hermanas, ya que el Señor con toda claridad es el que reprueba a Marta y alaba a María.
Haciendo del Señor su único Objeto, María escogió la “buena parte, la cual no le será quitada,” como lo dijo el Señor. En cuanto a nuestras posesiones terrenales, muy pronto las vamos a dejar todas; y dentro de muy poco tiempo, habrá terminado nuestro servicio y todo combate, mientras que Cristo será la porción y Objeto de nuestras almas para siempre jamás. María escogió oportunamente la eterna porción, haciendo del Señor su único gran Objeto, escogiendo sobre cualquier otra cosa el sentarse a Sus pies en Su compañía. Muchas otras cosas nos pueden ser arrebatadas, pero ésta, jamás nos será quitada. Así que, habiendo María escogido estar con Él en su tiempo, así estará con Él por toda la eternidad.
¿Significa entonces, esta mejor elección—esta “una cosa necesaria”—que María descuidó el servicio para el Señor? La Escritura no solamente rechaza tal idea, sino que manifiesta muy claramente que ella no solamente sirvió al Señor, sino que Él mismo dio Su aprobación personal de una manera que es única y sobre todo otro servicio antes o después. En la conmovedora escena que nos presenta el pasaje en Mateo 26:10, el Señor dice de María: “Ha hecho conmigo una buena obra.” Por tanto, aquel que escoge la “buena parte” en su debido tiempo, también hace la “buena obra.”
Tan categórica es la aprobación de esta buena obra que el Señor añade: “Que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mat. 26:13).
Recordemos pues que la “buena parte” debe preceder a la “buena obra.” Solamente cuando Cristo es nuestro único Objeto, nuestro servicio, y cualquier otra cosa, quedarán sobre su debido lugar.
“Una Cosa Hago” (Fil. 3:13)
Pasando ahora al capítulo tres de la epístola a los Filipenses, veremos que en el apóstol Pablo, por encima de todos los demás, se encuentran satisfechas las tres pruebas que el Señor puso delante del joven rico. Pablo renunció a todas las posesiones terrenales, tomó su cruz, y siguió al Señor.
Primeramente, ¿cuáles fueron las posesiones a las que Pablo renunció? Como lo fuera con el joven rico, el apóstol poseía muchas cualidades por su nacimiento y educación, y muchas ventajas temporales en alto grado. Era de buena cuna, nacido libre en una ciudad importante, recibió una esmerada educación, era intensamente celoso en su religión, y en cuanto a la ley, irreprensible.
Todas estas cualidades y circunstancias acreditaban al apóstol para ocupar un lugar importante en este mundo. Pero llegó el día, cuando, como el joven rico, entró en relación con Cristo. Fue entonces cuando llegó la prueba. ¿Podría abandonar todo cuanto le eran ventajas y ganancias como hombre en este mundo—todas aquellas cosas que hacían de Pablo un hombre importante—con la mira de hacer que Cristo fuera el todo para él? Notemos que no les fue pedido ni al intérprete de la ley, cuyo nombre era Saulo, ni al joven rico que abandonasen las cosas groseras y vergonzosas. Todos sabemos que no podemos seguir a Cristo y mantener escondidas tales cosas; antes estamos contentos de dejar tales cosas atrás de nuestras vidas. La prueba era, y lo es, en el día de hoy, ver si las ganancias mundanas, el celo humano, y una conducta intachable, el nacimiento natural, una buena reputación religiosa, pueden ser abandonadas y dejar de ser nuestro objeto, para que en adelante, en vez de mirar nuestro “yo,” Cristo venga a ser el único Objeto para nuestra vida.
En vez de marcharse triste, dejando a Cristo y volverse a sus muchas posesiones, como hizo el joven rico, Pablo, “olvidando ciertamente lo que queda atrás,” prosiguió adelante hacia Cristo. Él vio la gloria de Cristo, y vio a Cristo en la gloria. El joven rico vino en contacto con Cristo, pero aparentemente y a pesar de todos los maravillosos milagros que Él hizo, él solamente vio en Cristo a un buen hombre; no vio la gloria de Cristo. Esto es lo que estableció la gran diferencia entre estos dos hombres jóvenes. Pablo vio la gloria de Cristo, con el inmediato resultado de que toda la gloria de este mundo—todas aquellas cosas que le eran ganancia para él, como hombre en la carne—fueron contadas como pérdida, para ganar a Cristo. Pablo no despreció las ganancias naturales; al contrario, él las ponderó en su valor, y una vez hecho esto, las contó como pérdida, al compararlas con la gloria de Cristo. Todas sus riquezas naturales y méritos quedaron eclipsados “por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús,” su Señor (v. 8).
En segundo lugar, no se trata solamente de lo que el apóstol abandonó, sino de lo que él tomó. En verdad él tomó la cruz con todas sus consecuencias. Su deseo era, que al atravesar este mundo, se cumpliese en él “la participación de Sus padecimientos, llegando a ser semejante a Él en Su muerte” (v. 10)—la muerte de Cristo. Si Cristo había muerto al mundo, Pablo hacía lo mismo con el mundo. Para Pablo, la cruz no solamente terminó con él como un hombre en la carne, sino que para él, cerró para siempre a este perverso mundo malo.
En tercer lugar, habiendo el apóstol abandonado todas sus ganancias y prerrogativas naturales como siendo éstas el objeto de su vida, y habiendo tomado la cruz la cual le separaba del mundo, él siguió a Cristo como el único Objeto de su vida. El volvió sus espaldas a toda religión humana, saliendo del campo religioso, yendo hacia Cristo, llevando Su vituperio. En adelante, Cristo era su único Objeto, por lo que podía decir: “Para mí el vivir es Cristo” (cap. 1:21), “para ganar a Cristo” (cap. 3:8), “ser hallado en Él” (cap. 3:9), y “a fin de conocerle” (cap. 3:10).
En Pablo pues, tenemos al hombre que podía decir con toda verdad que la “una cosa” que le faltaba al joven rico, la “una cosa” que Marta tuvo que aprender que era necesaria, era la cosa que él hacía, diciendo, “UNA COSA HAGO” (cap. 3:13). A partir de aquí, su vida fue una vida de una humilde devoción de corazón puro dedicada a Cristo. Para él, Cristo era su único y supremo Objeto—ni los pecadores, ni los santos, ni su servicio fueron nunca su objeto principal—sino Cristo. Nadie fue nunca más celoso para predicar el evangelio de la gracia de Dios a los pecadores, ni nadie nunca tuvo tanto interés y cuidado por todas las iglesias, como el apóstol; tampoco nadie fue más incansable en servir; pero sobre todas las cosas y antes que todo, Cristo era su único Objeto. Pablo no carecía de la “una cosa,” como el joven rico; él no estaba turbado con las “muchas cosas” como Marta. Él tenía una cosa delante de sí: el seguir a Cristo. De esta manera, Pablo, “olvidando ciertamente lo que queda atrás,” siguió “a lo que está adelante.”
Y más que todo esto, él nos da a conocer cuales son estas cosas, pues nos demuestra muy claramente que todas ellas están centradas en Cristo.
Cristo en gloria (cap. 2:9-10).
El supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús (cap. 3:14).
La venida del Salvador, el Señor Jesucristo (cap. 3:20).
Ser transformados “semejante al cuerpo de la gloria Suya” (cap. 3:21).
Así que, cuán bueno es hacer que Cristo sea nuestro único Objeto. Si hacemos de nuestro servicio, nuestro objeto, con toda probabilidad, terminaremos por exaltarnos a nosotros mismos. Si nuestro objeto personal es alcanzar a los pecadores, es del todo probable que retornemos al mundo. Y si hacemos de los santos nuestro objeto, es muy posible que éstos nos partan el corazón. En cambio, si Cristo es nuestro primer y supremo Objeto, al igual que lo hizo el apóstol, pelearemos la buena batalla, acabaremos la carrera, y guardaremos la fe, pues solamente Cristo puede mantener nuestros pies en la senda estrecha, guardarnos y guiarnos a través de todas las dificultades y sostenernos ante cualquier oposición que aparezca en nuestro camino. Dios quiera entonces que en nuestra pequeña medida seamos capaces de decir con el apóstol: “Una cosa hago ... prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (cap. 3:13-14).
Sea en la mañana, al mediodía o noche—
Brillantes u oscuros los días serán—
Mi firme propósito será siempre constante,
Siguiendo a la meta delante de mí;
Que sólo una cosa yo haga sin desmayo,
Que alcance el premio en Cristo Jesús.
Que sólo Él sea mi Objeto aquí abajo
Hasta que muy pronto yo esté en Su luz.

La Belleza Y Perfección De Cristo

Salmo 16
Necesitamos todas las Escrituras, las cuales son inspiradas por Dios y útiles “para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2ª Tim. 3:16); pero las Escrituras que nos presentan las cosas concernientes a Cristo, “Su Hijo [de Dios] nuestro Señor” (Rom. 1:3), deben tener un especial embeleso para el cristiano. Esto hace que el salmo 16 sea tan atractivo, por cuanto nos presenta las perfecciones morales de Cristo, el Hombre perfecto, mientras Él anduvo la senda de Su vida a través de este mundo de pecado y de muerte. Así que nos será muy útil despojarnos de nuestro yo y de lo mejor de nuestro viejo hombre, para contemplar a este Hombre perfecto en todas Sus excelencias—sentarnos, como si dijéramos, debajo de Su sombra con gran deleite y disfrutar Su dulce fruto a nuestro paladar espiritual (Cant. 2:3).
Un hermano que escuchó el ministerio de un fiel siervo del Señor, ya en Su presencia, quedó impresionado por lo que aquel dijo, y cómo le había ayudado a ver la hermosura de Cristo. En este salmo 16, podemos decir con toda seguridad que David, guiado por el Espíritu de Dios, expone ante nosotros las bellezas de Cristo.
Todos sabemos bien que Cristo es una Persona divina—el Hijo eterno, y, como tal, ha sido la perfecta manifestación de Dios al hombre. Pero también sabemos que Cristo fue un verdadero Hombre—el Hijo del hombre—y, como tal, fue la perfecta expresión del hombre delante de Dios; y es en este último aspecto que Cristo nos es presentado en este precioso salmo.
Sólo es en Cristo que podemos aprender lo que Dios es; y podemos aprender lo que el hombre es en perfección solamente por lo que Cristo se manifestó en Sí mismo. En Él, vemos todas las hermosas cualidades, las gratas experiencias, el gozo y la alegría que caracteriza la vida del hombre perfecto delante de Dios, juntamente con la plenitud de gozo a la cual esta vida conduce. Es por esto que Cristo se convierte en el único modelo por excelencia—el dechado perfecto para el creyente. Y más que esto, si estamos ocupados con Cristo, adquiriremos el poder transformador. Nutriéndonos de Cristo, como siendo el Pan de Vida el cual “desciende del cielo” (Juan 6:32-33), para seguir Su senda a través de este mundo, en toda Su belleza, nos hará, de manera especial, manifestar nuestro afecto para Él. Mientras Cristo estuvo en este mundo, el Padre Le abrió los cielos para manifestar Su deleite en Él; y ahora Él nos da el que nosotros nos deleitemos en el mismo Objeto en el cual Él se deleita. Al deleitarse nuestras almas en Él seremos transformados a Su semejanza (véase 2ª Cor. 3:18).
Hasta aquí, pues, hemos descrito en toda su belleza la vida interior que un Hombre perfecto vivió ante Dios, por Uno que anduvo esta senda de la vida en perfección, y que alcanzó el fin de la senda—la diestra de Dios.
Pasemos ahora a considerar el salmo 16.
“Guárdame, Oh Dios, Porque En Ti He Confiado” (V. 1).
Esta perfecta vida de Cristo es una vida de “dependencia” y “confianza”—dependencia del poder de Dios y confianza en Su amor. El Señor Jesús no confió en Sí mismo, ni puso Su esperanza en otros—ora fuesen hombres o fuesen ángeles—para ser preservado de toda la oposición y peligros que tuvo que afrontar. Tampoco dependió de Sí mismo, sino que anduvo en completa dependencia de Dios, diciendo: “Guárdame, oh Dios”; y Cristo hizo esto con entera confianza, diciendo también: “En Ti he confiado”—en toda Su senda y en todas las cosas. Cristo anduvo en plena dependencia en las todopoderosas manos de Dios, porque Él tuvo total confianza en el corazón de amor de Dios. Con una confianza sin límites y un amor infinito, acudió a Dios para que Le preservase.
El Señor no desconocía ni era indiferente a Sus enemigos. Él mismo dijo: “Se han aumentado más que los cabellos de Mi cabeza los que Me aborrecen sin causa; se han hecho poderosos Mis enemigos, los que Me destruyen sin tener por qué” (Sal. 69:4). Cristo conocía el número de ellos y también su poder; conocía así mismo su deslealtad y traición, pero también sabía que Dios estaba sobre todos Sus enemigos, y que ninguno de ellos estaba por encima de Dios; y así, en perfecta confianza confía solamente en Dios, como podía decir en el lenguaje de otro salmo: “En cuanto a Mí, a Dios clamaré; y Jehová Me salvará. Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré” (Sal. 55:16-17).
Y además, en la perfección de Su camino, Él llegó algunas veces a lugares muy bajos en Sus circunstancias, siendo así probado en un grado sumo, el cual nunca llegaremos a conocer. En algunas ocasiones no tuvo un lugar en el cual recostar Su cabeza, y en otras ocasiones careció de un vaso de agua para mitigar Su sed. Pero todas estas pruebas no hicieron otra cosa que manifestar las perfecciones de Su humanidad, pues también Él pudo decir: “Guárdame, oh Dios, porque en Ti he confiado” (v. 1). Y Dios contestó Su oración, y usó a una mujer caída para mitigar Su sed, y alguien desconocido para proveer un cabezal para Su cabeza.
Siguiendo las pisadas del Señor Jesús, el apóstol Pablo podía decir en sus prisiones: “Y el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para Su reino celestial” (2ª Tim. 4:18). En cuanto a nosotros, ¿tenemos tal confianza en el amor del Padre y de Cristo, que, en presencia de los enemigos, peligros y desamparo, podamos decir: “Guárdame, oh Dios, porque en Ti he confiado” (v. 1)?
“Oh Alma Mía, Dijiste a Jehová: Tú Eres Mi Señor; No Hay Para Mí Bien Fuera De Ti” (V. 2).
Una vida perfecta es una vida de una total sujeción de corazón a la voluntad de Dios. Como siendo totalmente un Hombre sujeto, el Señor Jesús pudo decir a Jehová: “Tú eres Mi Señor.” Entrando en este mundo, Él dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer Tu voluntad” (Heb. 10:9). Y pasando a través de este mundo, Cristo pudo decir: “Porque Yo hago siempre lo que Le agrada” (Juan 8:29). Y ya dispuesto para salir de este mundo, Él dijo, orando al Padre: “No se haga Mi voluntad, sino la Tuya” (Luc. 22:42).
Haciendo siempre solamente la voluntad del Padre, todo cuanto el Señor hizo fue perfectamente bueno. “Anduvo haciendo bienes” (Hech. 10:38). Todo esto era la divina bondad, perfectamente expresada en el Hijo de Dios. Pero la bondad de la cual este salmo habla es la bondad de Cristo como hombre hacia los hombres, y aunque perfecta en su lugar, no se eleva a la altura de la divina bondad. Pues como bien expresa la versión de J. N. Darby, en la última parte del versículo 2, se traduce: “Mi bondad no se eleva hasta Ti.”
Solamente estando sujetos a la voluntad del Padre, haremos el bien mientras seguimos nuestro camino. Cuando se convirtió, la primera pregunta que hizo el apóstol Pablo fue, “¿Qué haré, Señor?” (Hech. 22:10). Hasta este momento él había hecho su propia voluntad; pero ahora se somete a la voluntad del Señor. El orgulloso y despótico fariseo se torna en una persona humilde y sujeta al Señor.
“Para Los Santos Que Están En La Tierra, Y Para Los Íntegros, Es Toda Mi Complacencia” (V. 3).
Esta vida perfecta es una vida humilde que halla su delicia con el pobre pueblo de Dios. La perfección de Jesús en toda Su humilde gracia es vista en el lugar que Él toma en asociación con los pobres de la tierra. “¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que Le aman?” (Stgo. 2:5).
¿Existen en este mundo creyentes humildes y de poca reputación? Entonces que recuerden que el Señor se deleita en asociarse con ellos, según que leemos: “Porque Jehová es excelso, y atiende al humilde, mas al altivo mira de lejos” (Sal. 138:6). El tolerar el orgullo de la carne y gloriarse de una alta cuna, y buena posición mundana, es separarnos de los íntegros de la tierra y colocarnos “lejos” de Dios. Lo que se nos dice a cada uno es: “No altivos, sino asociándoos con los humildes” (Rom. 12:16).
Por muy débiles que sean, por muchos fracasos que tengan, y por muy pobres que sean, ellos son los íntegros de la tierra, y en ellos Dios halla Su delicia. ¿Somos nosotros lo suficiente humildes a nuestra propia mirada, y hemos así aprendido nuestra propia inutilidad, de tal manera que nos podemos asociar con el pobre y humilde pueblo de Dios, y hallar nuestra delicia donde Él halla la Suya?
“Se Multiplicarán Los Dolores De Aquellos Que Sirven Diligentes a Otro Dios. No Ofreceré Yo Sus Libaciones De Sangre Ni En Mis Labios Tomaré Sus Nombres” (V. 4).
La vida del Hombre perfecto es una vida de separación del mal. El Señor rehusó todo cuanto podría interponerse entre el alma y Dios. El diablo trató en gran manera por medio de la tentación el apartar al Señor de la senda de separación, ofreciéndole “todos los reinos del mundo,” si Él, postrado, le adorase. La respuesta del Señor fue: “Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás” (Luc. 4:5-8). En cambio para nosotros nos basta muy a menudo una pequeña porción de la gloria de este mundo para llevar tras de sí nuestras almas con engaño, y de esta manera nos apartamos, buscando alguna satisfacción pasajera en las cosas de este mundo, solamente para darnos cuenta más tarde que nos hemos multiplicado muchos dolores. El Señor rehusó los ídolos de este mundo. Él no quiso tomar sus nombres en Sus labios. La palabra para nosotros actualmente es, “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1ª Juan 5:21).
“Jehová Es La Porción De Mi Herencia Y De Mi Copa; Tú Sustentas Mi Suerte. Las Cuerdas Me Cayeron En Lugares Deleitosos, Y Es Hermosa La Heredad Que Me Ha Tocado” (Vv. 5-6).
El Señor es la porción de esta vida y de la herencia que arroja afuera a este mundo.
No solamente el Señor estuvo totalmente separado de este mundo, sino que el Señor Dios fue Su porción en otro mundo. Más que esto, mientras que Él siguió adelante en Su camino hacia la herencia eterna, Dios llenó Su copa en Su senda diaria. La copa es el actualmente presente disfrute de la futura porción celestial. Siendo el mismo Dios Su porción celestial, como siendo también la fuente de Su presente gozo, Él puede decir: “Las cuerdas Me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que Me ha tocado” (v. 6). En cuanto a Sus circunstancias, Él fue, desde luego, el “Varón de dolores, experimentado en quebrantos” (Isa. 53:3). Pero no es de las circunstancias que este salmo habla, sino de la vida interior vivida en las circunstancias. Su vida fue vivida en el dulce gozo del amor y apoyo del Padre, y tales experiencias cambiaron las ásperas sendas en “lugares deleitosos.”
Ante la crudeza de nuestro camino, cuán poco realizamos que el gozo de la vida debe ser vivido en plena relación con el Padre y el constante gozo de lo que el Padre es. Nosotros vamos a conocer la plenitud del gozo de esta vida en el futuro; pero el Señor Jesús la conoció sin nube alguna mientras El anduvo la senda a través de este mundo.
“Bendeciré a Jehová Que Me Aconseja; Aun En Las Noches Me Enseña Mi Conciencia” (V. 7).
Esta vida perfecta es una vida en la cual Dios es el Consejero y Guía. Está escrito: “Que el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jer. 10:23). Y también leemos: “Fíate de Jehová de todo tu corazón; ... reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas” (Pro. 3:5-6). No es que meramente tengamos que acudir al Señor en algunas de nuestras grandes emergencias, sino que debemos habitualmente confiar en el Señor en todos los detalles de nuestra vida, sean pequeños o grandes. Reconociéndole en nuestros caminos, comprobaremos que Él nos guía, por lo que seremos capaces de decir: “Bendeciré a Jehová que Me aconseja” (v. 7).
“a Jehová He Puesto Siempre Delante De Mí; Porque Está a Mi Diestra, No Seré Conmovido” (V. 8).
La vida perfecta, tiene sólo un objeto—el Señor en Sí mismo. Cristo anduvo en esta tierra con ojo sencillo. Él puso a Jehová delante de Sí, como siendo Su único objeto. En tal vida no hubo nada del “yo,” ni hubo lugar para la propia voluntad.
Poniendo a Dios delante de Sí, halló que Dios estuvo siempre al alcance para sostenerle. Más que esto, estando a Su diestra para sostenerle, nada pudo confundirlo ni apartarlo de la senda de la vida.
Tal es la senda que se abre al creyente. Pero ¡ay!, debemos reconocer cuán poco conocemos de esta gran bendición; con todo, si día a día ponemos al Señor delante de nosotros como nuestro único Objeto—para servirle, para complacerle, para hacer Su voluntad—encontraremos que Él estará a nuestra diestra para sostenernos. Y siendo así por Él sostenidos, no seremos conmovidos ni desviados, cualesquiera puedan ser las circunstancias de prueba en las que estemos: ora sea oposición, menosprecio o sufrimientos a las cuales podamos tener que afrontar.
“Se Alegró Por Tanto Mi Corazón, Y Se Gozó Mi Alma; Mi Carne También Reposará Confiadamente; Porque No Dejarás Mi Alma En El Seol, Ni Permitirás Que Tu Santo Vea Corrupción” (Vv. 9-10).
Esta vida perfecta tiene su gozo y su alegría, aunque no sea el gozo de este mundo, que depende de las circunstancias exteriores. El Señor dice: “Se alegró por tanto Mi corazón,” lo que no significa que Sus circunstancias fueran brillantes. El gozo reside dentro del corazón; de esta misma manera, David pudo decir: “Tú diste alegría a Mi corazón, mayor que la de ellos cuando abundaba su grano y su mosto” (Sal. 4:7). El gozo y alegría de este mundo existe cuando las circunstancias son prósperas, en el grano y en el vino. El Señor pudo decir a Sus discípulos: “Estas cosas os he hablado, para que Mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15:11).
El gozo del Señor permanece aún en vistas a la muerte; por cuanto Su confianza está todavía puesta en Dios: “Porque no dejarás Mi alma en el Seol, ni permitirás que Tu santo vea corrupción” (v. 10). Cristo es desde luego “el Santo,” y los creyentes somos “santos y amados,” y como a tales podemos conocer la belleza de la vida como hombre. Nosotros podemos también mirar a lo alto con confianza, sabiendo que Dios no dejará nuestras almas en la muerte ni nuestros cuerpos en la corrupción.
Me Mostrarás La Senda De La Vida; En Tu Presencia Hay Plenitud De Gozo; Delicias a Tu Diestra Para Siempre” (V. 11).
Esta vida es una vida vivida en la luz de la gloria a la cual conduce. Cada senda tiene un fin destinado. “La senda de la vida” conduce dentro la presencia de Dios, donde hay la plenitud del gozo y delicias para siempre. En toda la oposición con la cual el Señor Jesús tuvo que enfrentarse—la contradicción de pecadores, los insultos y vituperios del mundo religioso, la ignorancia y abandono de los Suyos—El lo soportó todo en la luz del gozo de la gloria que tenía delante de Sí. Como leemos: “El cual por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.” La palabra para nosotros es, “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar” (Heb. 12:2-3).
¡Ay!, cuán a menudo caemos en presencia de las contradicciones e insultos; nos fatigamos a causa de ello, y desmayamos bajo la presión de pesadas pruebas y aflicciones, porque hemos perdido de vista la gloria que hay al final de la ruta—el gozo que nos es propuesto delante de nosotros. En vez de soportar los insultos y la vergüenza sosegadamente, demasiado a menudo volvemos mal por mal, y ofensa por ofensa. Puede que intentemos justificar nuestras palabras ásperas y nuestros denuestos, pero debemos preguntarnos, ¿Es que Jesús hubiese obrado como lo hemos hecho nosotros? ¿Hubiera El hablado como nosotros hablamos?
Entonces, si nosotros queremos pensar, hablar, y actuar como el Señor lo hizo en Su senda aquí—si en alguna medida podemos experimentar la bendición de la perfecta vida manifestada por Cristo—tratemos de seguir nuestra senda “puestos los ojos en Jesús” en la gloria—el final de la senda; consideremos cómo Jesús anduvo la senda de la vida. Entonces podremos, por el poder transformador de los afectos de Cristo, aun ahora, transformarnos a Su imagen “de gloria en gloria” (2ª Cor. 3:18).
Recordemos además que la gracia que ha capacitado al Señor para andar la senda de la vida es válida para nosotros; porque desde Su lugar en la gloria, continúa sirviéndonos como nuestro Sumo Sacerdote, para socorrernos, simpatizar, y sostenernos mientras procuramos seguir Sus pasos en la senda de vida que Él nos ha marcado para nosotros. Sea lo que sea a que debamos enfrentarnos, o a lo que seamos llamados a soportar—oposición, insultos o deserciones—recordemos siempre la exhortación: “Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” (2ª Tim. 2:1).
Tal es la grandeza y hermosura de Cristo, andando aquí la senda de vida, vivida en toda Su belleza delante de Dios, y trazada para ser andada por Su pueblo aquí: una vida de dependencia bajo la poderosa mano del Padre, de confianza en el corazón de amor del Padre, y sujeción a la voluntad del Padre; una vida llena de hermosura que halla Su delicia con el pobre pueblo de Dios—lo más excelente del corazón; una vida de separación del mal, hallando en Dios su futura porción y su presente copa colmada de bendiciones; una vida guiada por los consejos de Dios, la cual Le tiene como Su único objeto, y tiene al siempre omnipresente Dios para confortarle; y una vida de gozo secreto y alegría que termina al final en la presencia de Dios, donde allí hay “plenitud de gozo; delicias a Su diestra para siempre” (v. 11).
Ya ha pasado adelante el Señor,
Nuestra senda marcada Él trazó;
Todo es cierto cual fuerte es Su amor,
Que al espanto y temor ahuyentó.
Pues la senda en que anduvo el Señor
Le condujo a Su Padre y Su Dios,
Y de allí—hoy sentado en honor—
Nos da fuerza a seguir de Él en pos.
¡Qué descanso tendremos por fin
Cuando estemos “con Cristo” en fulgor!
Gozaremos Su amor—¡qué festín!
Santa paz junto a nuestro Señor.

Siete Exhortaciones

Filipenses 4:1-9
Los nueve primeros versículos del capítulo cuatro de la epístola a los Filipenses nos presentan las siete exhortaciones finales de esta epístola. Nunca han sido tan importantes y consoladoras estas exhortaciones que en estos últimos días difíciles.
El día de la gracia está próximo a su fin. Males de dentro y de fuera se nos oponen. Para que podamos vencer todas estas diferentes pruebas se nos dan estas siete estimulantes exhortaciones, las cuales, si las tomamos a pecho y las ponemos en práctica, nos pondrán por encima de todas las penas y agobios que podamos encontrar en el camino y nos guiarán a través de cualquier prueba.
1. “Estad ... Firmes En El Señor” (V. 1).
Esta gran exhortación nos presenta nuestro recurso al encontrarnos en presencia de cualquier clase de oposición. Cuando el apóstol nos da esta palabra, él se encontraba en cadenas— “el prisionero de Jesucristo” (Film. 1). Dentro del círculo cristiano, Pablo sufría la oposición de hombres que le tenían celos, quienes aún predicaban a Cristo por envidia, contienda y contención, cosa que hacían para aumentar las aflicciones del apóstol (Fil. 1:15-16). Y aparte de esto, algunos adversarios maquinaban contra su vida (Fil. 1:28).
No obstante, el apóstol no es desanimado ni vencido ni por unos ni por otros. ¡Qué había otros enseñadores que, para aumentar sus aflicciones, predicaban a Cristo por envidia! Al final él se gozaba en que Cristo fuese predicado. ¡Qué los adversarios conspiraban contra su vida! Pablo no se atemorizaba por ello.
Podemos entonces preguntarnos, ¿qué era lo que le sostenía de tal manera que le capacitaba para mantenerse inconmovible delante de cualquier contrariedad? Ello era así, porque él tenía su entera confianza en el Señor—en una palabra, él estaba firme en el Señor. Y habiendo experimentado la gracia protectora y el apoyo del Señor, el apóstol transmite la exhortación a los santos de todos los tiempos. En presencia de cualquier oposición, debemos tener presente la exhortación del apóstol: “Estad ... firmes en el Señor.”
Los adversarios de fuera, y la “envidia,” y la “contienda,” y la “contención” de dentro, cosas que existían ya en los días del apóstol, se han aumentado en todos los aspectos en nuestros días, pero continúa existiendo esta reconfortante exhortación: “Estad ... firmes en el Señor.”
Nunca somos exhortados, ni se espera de nosotros que permanezcamos firmes en nuestra propia fortaleza, conocimiento, o sabiduría. Debemos mantenernos firmes contra todo esfuerzo del enemigo para una futura disgregación y división del pueblo de Dios, sea de dentro o sea de fuera, manteniéndonos firmes en la fortaleza del Señor, del viviente Señor, quien ha sido exaltado “hasta lo sumo,” dándole Dios un “nombre que es sobre todo nombre,” y que es poderoso para “sujetar a Sí mismo todas las cosas” (Fil. 2:9; 3:21).
2. Sed “De Un Mismo Sentir En El Señor” (V. 2).
No hay nada tan doloroso para el corazón, y que debilite tanto el testimonio, que la disparidad de juicios que existe entre el verdadero pueblo de Dios. En el capítulo segundo de esta epístola, el apóstol atribuye toda envidia y disputas a una sola raíz: “Vanagloria” (Fil. 2:3). Aun ante la misma presencia del Señor hubo disputas entre los apóstoles, porque cada uno de ellos quería ser contado como el mayor (Luc. 22:21). Así que en el tiempo de los apóstoles hubo contiendas como resultado de la vanagloria de algunos que deseaban ser el mayor entre ellos. Y en nuestros días, todas las divisiones y disputas que existen entre el pueblo de Dios, pueden ser atribuidas a una sola raíz: Algunos que quieren ser los mayores.
El hombre vanidoso y engreído será siempre un hombre envidioso—celoso de todo aquel que es más espiritual o más dotado que él. Y los celos se manifiestan en malicia, y la malicia desemboca en “perturbación y toda obra perversa” (Stgo. 3:14-16).
Entonces, ¿cómo podremos nosotros ser de “una misma mente en el Señor”? El apóstol muestra claramente que sólo podremos alcanzar esto si somos marcados por una mente humilde y sencilla, y teniendo esta mente humilde, él dice: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5). Él fue tan humilde, que esto le condujo a ser sin reputación o de grande nombradía, en orden de servir a otros en amor. El “yo” gusta de ser servido por los demás; en cambio el amor se deleita en servir.
Así pues, si cada uno de nosotros podemos olvidarnos del “yo,” rehusando el procurar tener gran reputación entre los demás, y solamente buscamos servir a los otros en amor, de acuerdo con la humildad de Cristo, tendremos la mente del Señor, y habrá en todos nosotros el “mismo sentir en el Señor.”
3. “Regocijaos En El Señor Siempre” (V. 4).
Hasta aquí, el apóstol nos ha estado hablando en esta epístola de tres importantes asuntos: 1º, que entre el círculo cristiano hay algunos que son marcados por la envidia, contiendas y disputas; 2º, que todos estos buscan lo suyo propio, no las cosas que son de Cristo Jesús; y 3º, que muchos andan de tal manera, que son enemigos de la cruz de Cristo. Y ¡ay!, lo peor de todo es que tales cosas existen todavía hoy entre el pueblo de Dios, y pueden atraer dolor y lágrimas, tal como ellos causaron al apóstol.
Y el apóstol nos dice aún algo más; él no solamente mira adelante y ve el fracaso de los santos, sino que también mira a lo alto y ve la gloria del Señor Jesús. Él contempla a Cristo en la gloria, como el “premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14). Él ve que Dios nos ha llamado para estar con Cristo y como Cristo en gloria, y ve el glorioso final de la travesía por el desierto con todas las penas y fracasos. Con este glorioso final en vistas, él se olvida de las cosas que quedan atrás y prosigue adelante para alcanzar la meta.
Y más que esto, Pablo no solamente mira hacia arriba a Cristo en la gloria, sino que él espera la venida del Señor Jesucristo quien “transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria Suya” (Fil. 3:20-21). Por eso, mirando alrededor, el apóstol debe llorar; pero mirando a lo alto, con todas estas cosas en su corazón, se goza, y nos exhorta, diciéndonos: “Regocijaos en el Señor siempre” (v. 4).
Nosotros nunca nos podemos regocijarnos en nosotros mismos, ni en nuestro servicio o en nuestro andar; no siempre podemos regocijarnos en nuestras circunstancias, o en las de los santos. Pero con Cristo viviente en lo alto, y con la venida de Cristo ante nosotros, podemos “regocijarnos siempre con el Señor.”
4. “Vuestra Gentileza Sea Conocida De Todos Los Hombres. El Señor Está Cerca” (V. 5).
Es solamente cuando andamos con el Señor delante de nosotros, de acuerdo con las tres primeras exhortaciones, que seremos capaces de cumplir con esta exhortación, la que nos presenta el carácter de la gentileza con la cual debemos ser conocidos por todos los hombres. Demasiado a menudo somos conocidos por nuestros fuertes temperamentos en defender nuestros argumentos, y firmes opiniones, y tal vez violencia de expresión con los asuntos de este mundo. Si nuestras mentes están afirmadas en las cosas de arriba, no seremos tan vehementes en sostener nuestras opiniones acerca de las cosas de esta tierra. En todas estas cosas haremos bien en dejar a los demás con sus reticencias y aseveraciones, aunque éstas sean opuestas a nuestras opiniones personales. Haciéndolo así, manifestaremos el precioso carácter de Cristo en Su mansedumbre y ternura (2ª Cor. 10:1). Debemos evitar caer en disputas con aquellos que puedan oponérsenos: “porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos” (2ª Tim. 2:24). Recordemos siempre que es más importante exhibir el carácter de Cristo, que acertar nuestras opiniones, aunque éstas sean correctas, o defendernos a nosotros mismos. Los hombres podrán oponerse a nuestras opiniones, a nuestras aseveraciones, a nuestra violencia, pero ¿quién puede mantenerse firme contra la gentileza? Como alguien dijo, “La gentileza es irresistible.”
Y más que esto, para animarnos a usar de gentileza, el apóstol nos recuerda que el “Señor está cerca.” No toca a nosotros entrar en discusiones para poner al mundo en orden, porque la venida del Señor está cerca, y en Su venida Él pondrá todas las cosas en su debido lugar, enderezando todas las cosas torcidas.
No debemos nunca decir, en otro sentido, que el Señor está cerca de nosotros, por cuanto cuán poco realizamos Su presencia. Él oye y ve todo cuanto decimos y hacemos. En cuán gran número de veces hemos proferido palabras fuertes y violentas en momentos de descuido, que de no haberlas pronunciado, realizaríamos más asiduamente Su presencia.
Los discípulos, con su rudeza, increparon a las madres que traían a sus niños a Jesús. El Señor no les censuró su rudeza, antes con Su gentileza, les dijo: “Dejad a los niños venir a Mí, y no se lo impidáis” (Mat. 19:13-14). En otra ocasión, los discípulos, en su resentimiento contra los habitantes de cierta aldea de Samaria que rehusaron recibir al Señor, querían con violencia, hacer descender fuego del cielo para destruirlos. El Señor, una vez más con Su gentileza, no pronuncia ninguna palabra condenatoria contra quienes le rechazaron, sino que pasa a otra aldea (Luc. 9:52-56).
Así que mientras seguimos por una senda de separación, hablemos y actuemos como el silencioso en la tierra, y que, si en alguna cosa el mundo toma cualquier noticia de nosotros, sea solamente por notar nuestra gentileza.
5. “Por Nada Estéis Afanosos” (V. 6).
Aquí, la exhortación del apóstol tiene en vistas las circunstancias de la vida. No es que el apóstol olvide que en un mundo de penas y dolencias tendremos necesidades y cuidados, donde existen las pruebas y hay que afrentar tribulaciones y soportar cargas. Lo que aquí el apóstol desea es que no nos torturemos en nuestros pobres corazones con todas estas cargas. Él mismo está escribiendo estas cosas en la prisión, donde ha sufrido necesidades, y en un momento en que un compañero y colaborador suyo en la obra del evangelio ha estado enfermo casi a la muerte; pero en esas penosas circunstancias, Pablo se alzó por encima de todo cuidado ansioso, y es por eso que él puede decir a otros, “Por nada estéis afanosos.”
Puede que tengamos que afrontar pruebas en nuestras familias, en nuestros negocios, y aun entre el pueblo de Dios; penas por enfermedades, por necesidades, por sufrimientos causados por los santos, lo cual todo esto pesa sobre nuestras espaldas como un pesado fardo, y como alguien ha dicho: “Cuán a menudo una carga se apodera de la mente de una persona, y cuando ésta trata en vano de echarla fuera de sí, viene de nuevo, causándole una grande tribulación.”
Siendo así, ¿cómo podemos entonces encontrar alivio a todo ello? y ¿cómo es posible realizar, “Por nada estéis afanosos”? Felizmente el apóstol nos descubre la manera de librarnos, no necesariamente de la prueba, pero sí del peso de la prueba, para que ésto no nos agobie el espíritu con cuidados y ansiedad. A este fin, el apóstol dice: “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (v. 6). Solamente así encontraremos alivio para nuestra aflicción. “En todo,” cualquiera que sea la prueba, pequeña o grande, hagámosla conocer a Dios en oración; y digamos a Dios exactamente lo que deseamos: “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios.” Puede que nuestras peticiones no sean para nuestro bien, ni estén de acuerdo con la mente de Dios; puede que aun sean disparatadas, con todo, debemos hacerlas saber a Dios.
¿Cuál será el resultado de ello? ¿Contestará Dios nuestras peticiones? ¿Nos librará de la prueba? Él puede considerar que responder a nuestras peticiones y el librarnos de nuestra prueba no sería para nuestro bien. También, tanto en cuanto sea de preocupante la prueba presente, Dios actuará con perfecta sabiduría para nuestro beneficio de acuerdo a Su perfecto amor. Pero es seguro que Dios hará esto: Él aliviará nuestros corazones del peso de la prueba. Si nosotros derramamos nuestros corazones delante de Dios, Él nos derramará Su paz en ellos—esa paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento.
Como Ana siglos ha, en su amarga prueba, dijo: “He derramado mi alma delante de Jehová.” Como resultado, es dicho después, de ella: “No estuvo más triste.” Con todo, sus circunstancias por el momento eran las mismas. Más tarde, claro está, Jehová cambió sus circunstancias; pero primeramente Él demostró que tuvo poder para cambiar los ánimos de Ana. De su aflicción de corazón y amargura de alma, pasó a una grande paz—la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento—por haber dado a conocer sus peticiones delante de Dios (1º Sam. 1:6-18).
6. “En Esto Pensad” (V. 8).
Regocijándonos en el Señor, y despojándonos de todo cuidado y afán, seremos capaces de manera pacífica el deleitar nuestras almas en las cosas que son puras, de buen nombre, y dignas de alabanzas. En un mundo que está alejado de Dios, estamos continuamente enfrentados con el mal. Este mora en nosotros y a nuestro alrededor; nos presiona constantemente por cada lado. A veces tenemos que afrontarlo y contender con él, viniendo de nosotros mismos, y a veces de otros; pero sea como sea y venga de donde venga, teniendo que contactar con el mal en toda manera, produce contaminación y empañamiento de mente. ¡Ay!, existe en nosotros la tendencia de entremeternos en el mal y estar demasiado ocupados con él, mientras combatimos contra el mismo.
Dios quiere vernos ocupados con todo lo verdadero, noble, justo, y puro, teniendo en ello nuestra delicia. La carne en nosotros está siempre presta a escuchar las calumnias, y malos testimonios, y cosas que son viciosas, indignas, e indecorosas. Pero el apóstol dice, escuchad “todo lo verdadero, todo buen testimonio, y si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza en vuestro hermano, en esto pensad” (v. 8).
7. “Lo Que Aprendisteis Y Recibisteis Y Oísteis Y Visteis En Mí, Esto Haced; Y El Dios De Paz Estará Con Vosotros” (V. 9).
Teniendo la mente ocupada en las cosas que son puras, preparará el camino para una vida que estará de acuerdo con Dios. “Pensando” el bien nos conducirá a “hacer” el bien. Habiendo sido dichas las cosas que son puras, el apóstol ahora nos dice pensad en esas cosas; “lo que ... visteis en mí, esto haced.”
No es suficiente el haber “aprendido” y “recibido” la verdad, por medio de los escritos del apóstol, o haber “oído” de sus propios labios y “visto” en su vida. Todo cuanto hemos aprendido, recibido, oído, y visto es para ponerlo en práctica en nuestras vidas. Por tanto: nosotros debemos ser, como otro apóstol ha dicho, “Hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores” (Stgo. 1:22).
Entonces, dice el apóstol, si nuestras mentes están ocupadas con las cosas que son puras, y nuestras vidas están en correspondencia con la verdad—esto es si “pensamos” y “hacemos” el bien—tendremos, no solamente la paz de Dios guardará nuestros corazones, sino que “el Dios de paz estará con” nosotros (v. 9).
A pesar de todo el fracaso de la iglesia y las pruebas que aparecen en el camino, cuán bendita es la porción de aquellos creyentes quienes
están firmes en el Señor;
tienen una misma mente en el Señor;
se gozan en el Señor;
son conocidos de todos por su gentileza;
por nada están afanosos;
ocupan sus mentes con las cosas que son puras;
ponen en práctica las cosas que han aprendido y recibido.
Los tales tendrán sus corazones gobernados por la paz de Dios, y gozarán del apoyo del Dios de paz. En todas estas exhortaciones no hay nada que no pueda llevarse a cabo por el más simple y joven de los creyentes, en el poder del Espíritu Santo. No se necesita para ello ningún don especial; tampoco ningún gran alcance intelectual. Se trata de la genuina esencia de la práctica vida cristiana, y es ahora tan aplicable en este tiempo presente de pruebas y dificultades, como lo fue en los tiempos primitivos de un cristianismo de plenitud y poder.
A través de esta vida, ¡Jesús!,
Confiar en Ti es lo mejor;
Nuestra mente en quietud, fija en Ti,
Descansando al servirte, ¡Señor!
Pruebas pueden de fuera llegar;
Mas con todo gozamos saber
Que con toda paz has de guardar,
Ocupando la mente en Tu Ser.

Experiencia Cristiana

La epístola a los Filipenses es la epístola de la experiencia cristiana, porque en ella es presentada de una manera muy impactante la experiencia de un creyente que vive la vida cristiana en el poder del Espíritu Santo.
Aunque escrita por el apóstol Pablo, él no nos habla de su apostolado, ni se dirige a la asamblea de los Filipenses como un apóstol, sino como un siervo de Cristo Jesús. No habla de los dones y facultades que pertenecen solamente a un apóstol, sino más bien antes de las experiencias que son posibles para cada cristiano. Así pues, según leemos la epístola, cada uno puede decir, “Esta es la experiencia que yo puedo disfrutar si vivo la vida cristiana en el poder del Espíritu Santo.”
Además, las benditas experiencias presentadas ante nosotros son totalmente independientes de las circunstancias, sean las mismas brillantes o tristes. Cuando el apóstol escribió la epístola, sus circunstancias eran tristes y dolorosas. Él estaba preso desde hacía cuatro años. Era conocedor que dentro del círculo cristiano había quienes estaban tomando el servicio del Señor, y predicando a Cristo, unos por envidia, y otros por contienda, suponiendo con ello añadir peso a sus aflicciones (cap. 1:15-16); afuera del círculo cristiano había adversarios que maquinaban contra su vida (cap. 1:28). Tal era el estado de la profesión cristiana, que Pablo tuvo que decir: “Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (cap. 2:21); y el estado de algunos era tan bajo que, en vez de ser un testimonio de Cristo y Su obra, vinieron a ser “enemigos de la cruz de Cristo” (cap. 3:18).
Tales eran las circunstancias: Pablo preso; dentro del círculo cristiano, envidias, contiendas, disputas; afuera del círculo cristiano, adversarios, perros, y obradores de maldad.
Con todo, en medio de estas calamitosas circunstancias, el apóstol disfruta de la más bendita experiencia cristiana.
Pablo tiene un profundo y continuo “gozo” en el Señor, y en todas aquellas cosas que son del Señor en los santos (cap. 3:1,4; 4:10).
Su “confianza” es inamovible en el Señor. Él se gloría en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne (cap. 1:6; 3:3; 4:13).
Él mismo es guardado en la “paz” que sobrepasa a todo entendimiento (cap. 4:7).
Su “amor” emana de los santos, y el apóstol aprecia el amor de los santos para con él (cap. 1:8; 4:1; 1:17).
Su “esperanza” es inquebrantable ya que él espera la venida del Señor Jesús de los cielos (cap. 3:20).
Su “fe” confía en el Señor, en cualquiera puedan ser las circunstancias en las que se encuentre (cap. 4:12-13).
¿Cuál pues es el secreto de tan benditas experiencias en medio de tales conflictivas circunstancias? En una palabra es “Cristo.” Todas las experiencias que se nos presentan en la epístola son el resultado de un creyente teniendo a Cristo delante de su alma.
El apóstol puede ver claramente que Cristo está en la presencia de Dios para representar a los creyentes; y que los creyentes son puestos en este mundo, por un tiempo, para representar a Cristo aquí abajo. El apóstol ve que Cristo es nuestra justicia delante de Dios y el premio al fin de la jornada; y él tiene solamente a Cristo delante de sí en cada paso de su camino. Para él, Cristo era el todo, fuese “por vida o por muerte.” Teniendo a Cristo delante de sí, él disfrutaba de todas las benditas experiencias de las cuales nos habla en su epístola, con el deseo que nosotros podamos disfrutar también las experiencias que Pablo expone, de poner a Cristo delante de nosotros.
“Cristo” nuestra vida (cap. 1:20-21).
“Cristo” nuestro modelo (cap. 2:5).
“Cristo” en gloria, nuestro objeto (cap. 3:13-14).
“Cristo” nuestra esperanza (cap. 3:20-21).
“Cristo” nuestra fortaleza (cap. 4:13).
Cristo Nuestra Vida (Cap. 1:20-21)
Con toda verdad, Pablo podía decir: “Para mí el vivir es Cristo.” Cristo era el todo en su vida. Si él vivía era por Cristo y para Cristo. Y si la muerte fuese su porción, él quería morir por Cristo. Sobre un tal cristiano no tenían poder los fuertes adversarios, Satanás ningún punto de ataque, ni la muerte ningún terror. La malicia de los envidiosos humanos no podía herirle, y el bajo andar de aquellos que estaban ocupados con las cosas terrenales, solamente podía hacerle derramar lágrimas. Su yo desapareció como motivo; los insultos y deserciones, no le producían amarguras ni rencores; las circunstancias, aunque duras, no producían ninguna queja. Su único objeto no era defenderse o exaltarse a sí mismo, o desacreditar y empequeñecer a otros, sino que en todas las circunstancias, fuese en vida, fuese en muerte, magnificar a Cristo.
Cristo Nuestro Modelo (Cap. 2:3-5)
En el segundo capítulo de la epístola, Cristo es visto, no como ascendiendo a la gloria, sino como descendiendo a la cruz; y vemos la humilde disposición que Le caracterizó en cada paso que Le condujo a la cruz. Así Cristo, en toda la humilde gracia de Su senda desde la gloria a la cruz, nos es presentado como nuestro perfecto modelo para producir en nosotros una vida de humilde gracia.
La carne en nosotros es engreída; y el esfuerzo del yo para exaltarse, conduce al querer empequeñecer a otros. Esta vanidad conduce siempre a la contienda. Así leemos cerca de los discípulos: “Hubo también ... una disputa sobre quien de ellos sería el mayor” (Luc. 22:24). Y muy a menudo, desde aquel día, la raíz de todas las disputas entre el pueblo de Dios ha sido que alguien ha querido ser el más grande entre los demás. Pero el apóstol dice: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (v. 3). Debemos pensar en ocasiones en esta dificultad, pues como uno ha dicho: “Es fácil que veamos gran vanidad u orgullo en otros, y que uno está andando realmente mejor que esta o aquella persona”; pero si andamos cerca de Cristo, aunque andemos comparativamente bien, sentiremos en Su presencia nuestra propia inutilidad, y veremos a nuestro hermano en Cristo, y todo lo que es de Cristo en él, antes que ver sus faltas. De esta manera no nos será difícil a cada uno, estimar a los demás superiores a nosotros.
También el apóstol desea que seamos todos de un mismo parecer (v. 2); y desea que nuestro parecer sea en humildad (v. 3); y la disposición humilde ha sido manifestada perfectamente por Cristo (v. 5). La disposición de Cristo nos libertará de todo sentimiento de nuestra propia importancia de la carne, y nos conducirá a cada uno a estimarnos como siendo el último de todos.
Necesitamos la “mente” de Cristo si queremos exhibir la humilde gracia de Cristo. Es posible aparentar unas maneras humildes y usar palabras amables delante de los hombres; pero si queremos que la gracia de Cristo sea vista en nosotros, necesitaremos la humilde disposición que tuvo Cristo. Por eso el apóstol pone su mirada en Cristo. Los hermanos devotos pueden ayudarnos con sus vidas, su ministerio, y sus recursos; pero solamente Cristo puede ser el modelo perfecto para el caminar del cristiano.
En toda Su senda perfecta, Cristo fue el exacto contraste de todo lo que la carne es. Él se despojó de toda Su gloria; la carne en nosotros desearía cubrirle con gloria en sí mismo, si no en el mundo, en los círculos religiosos. Mas Él tomó la forma de un siervo; pero a la carne en nosotros le gusta ser servida. Él se humilló a Sí mismo; pero a la carne en nosotros le gusta exaltarse a sí misma. Él fue obediente a la voluntad de otro. A nosotros nos gusta hacer nuestra propia voluntad.
En Cristo vemos el perfecto amor que se hace nada a Sí mismo con las miras de servir a otros. El amor se deleita en servir; al yo le gusta ser servido, y piensa que es exaltado cuando otros esperan algo de él. Andando en el espíritu de Cristo, desaparece la vanagloria, y la humilde gracia de Cristo será manifestada.
Adquiere un corazón humilde,
Y habiéndolo adquirido, ¡vigila!;
No sea que te ensanches de orgullo
Por ser humilde; ¡ten cuidado!
Cristo Nuestro Objeto (Cap. 3:13-14)
Si el segundo capítulo nos ha presentado a Cristo en Su senda humilde, como el modelo para nuestro caminar, el tercer capítulo nos presenta a Cristo en gloria, como a Aquel hacia el cual proseguimos adelante en nuestro camino. Dios pone delante de nosotros a Cristo en gloria como el perfecto Objeto de nuestras almas, y nos dice que somos llamados a lo alto para estar con Él y como Él. Con este futuro brillante delante de nosotros, podemos olvidarnos de las cosas que quedan atrás y pasar por encima los pesares y aflicciones del presente y proseguir nuestro andar a las cosas que están delante.
En la luz de la gloria eterna que nos es puesta ante nosotros, las cosas presentes pierden su valor, y las penas y aflicciones que aparecen en el camino son vistas solamente como pasajeras. Comparadas con las cosas venideras, las cosas que son ganancia para la carne, son contadas por el apóstol, no solamente sin valor alguno, mas como basura. Habiendo visto su inutilidad, Pablo no solamente las deja tras de sí, sino que las olvida. Es como si él dijera, “No vale la pena hablar de ellas, ni de condenarlas: yo me olvido de ellas” (v. 13).
Cristo ha asido de Pablo con el expreso propósito de tener al apóstol como Él y con Él en la gloria, y Pablo dice, “Lo que yo deseo es asirme a Cristo en gloria—al premio que me espera al fin de la jornada.”
Es una gran bendición para todos los creyentes, jóvenes y ancianos, conocer que, si no nos hemos todavía asido a Cristo en la gloria, Cristo nos ha asido fuertemente a nosotros, y sabemos que Aquel que ha empezado la buena obra en nosotros, la cumplirá hasta el fin. No importa cuán áspera sea la senda, cuantas puedan ser las pruebas, cuán profundas las aflicciones, cuán poderoso el enemigo, Cristo no nos soltará. Él tiene “el poder con el cual puede también sujetar a Sí mismo todas las cosas,” para así, tenernos al final semejantes a Él y con Él en gloria.
¡Cuál Tu Hijo!, ¿es cierto que yo lo he de ser?
¿Por mí esta gracia obtuvo al padecer?
“Padre de gloria,” ¡excelso es Tu pensar,
Que hemos—con Él—Su imagen de llevar!
Cristo Nuestra Esperanza (Cap. 3:20-21)
El apóstol mira hacia arriba al cielo y ve a Cristo en la gloria, y realiza que los creyentes van a ser transformados a la imagen del Hijo de Dios en gloria. Es posible andar como Él anduvo, y en este sentido ser moralmente igual a Cristo ya ahora, pero para ser transformados a Su imagen, debemos esperar a la gloria venidera. Estamos todavía en estos cuerpos de humillación, sujetos a la enfermedad, las necesidades, y expuestos a muchos peligros y muerte.
¿Cómo, pues, vamos a ser liberados de estos cuerpos de nuestra humillación? Miramos a Cristo en el cielo, y sabemos que vamos a ser como Él es: nuestra ciudadanía—el hogar de nuestros afectos—está en los cielos, y hacia el cielo miramos para el cambio de nuestros cuerpos. “De donde también,” escribe el apóstol: “esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria Suya” (vv. 20-21). Una vez Él vino como Salvador para librarnos de nuestros pecados y el consiguiente juicio, por medio de Su muerte en la cruz. Él vendrá una segunda vez como Salvador, para librarnos de nuestros cuerpos de humillación.
Una cosa falta para efectuar este gran cambio—la venida de Cristo. Cristo es nuestra esperanza, y a Su venida a la cual hemos estado esperando como cosa futura en esperanza, será cumplida en gloria. En el abrir y cerrar de un ojo, seremos cambiados, semejantes a Cristo, y con Cristo.
Un momento estar aquí, y al otro contigo en gloria,
¡Oh, Señor, que gloriosa perspectiva es esta!
Transformados en un momento, libertados de esta carne,
Tomados todos juntos arriba para estar contigo.
Cristo Nuestra Fortaleza (Cap. 4:12-13)
Cuán bendito es “mirar hacia atrás” y ver la gracia de Cristo en Su vida humilde. Y es bendito también “mirar hacia arriba” y ver a Cristo en la gloria, como objeto glorioso ante nuestras almas. Y muy bendito es también “mirar al futuro,” y ver que Cristo va a venir para transformarnos a Su imagen. No obstante, si “miramos a nuestro alrededor,” somos emplazados en las circunstancias a través del camino—prósperas circunstancias que nos hacen estar sin ningún cuidado y satisfechos en sí mismos, o penosas circunstancias por las cuales podemos ser abatidos y sentirnos descontentos. Así pues, ¿cómo podremos alzarnos sobre nuestras circunstancias, sean brillantes o tristes?
Para responder a esta pregunta, el apóstol nos presenta sus propias experiencias. Él conoció lo que era estar en necesidad, y asimismo estar en prosperidad: Pablo había estado satisfecho, y había padecido hambre; él había disfrutado abundancia y padecido necesidad. Pero en todas las circunstancias él encontró su apoyo en Cristo. Así Pablo pudo escribir: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (v. 13). En circunstancias de flaqueza el Señor le dijo: “Bástate Mi gracia; porque Mi poder se perfecciona en la debilidad” (2ª Cor. 12:9). Por lo tanto Pablo había aprendido, no importa en el estado que se encontraba a tener contentamiento.
Que Cristo era su fortaleza, para Pablo no era meramente una absoluta verdad a la cual él asentía, sino que era una verdad que él había prendido por experiencia. A causa de la fortaleza de Cristo, Pablo fue hecho superior a todas las circunstancias, fueses éstas prósperas o penosas.
Nosotros podemos decir que Cristo puede hacer esto por todos los santos, y es verdad. Pero Pablo podía decir, por así decirlo, “El Señor lo ha hecho por mí, por lo tanto yo he aprendido por experiencia que yo lo puedo todo en Cristo que me fortalece.”
Así pues, con Cristo ante su alma como siendo su vida, su modelo, su objeto, su esperanza, y su fortaleza, el apóstol adquirió todas estas benditas experiencias que son propias de un cristiano en el poder del Espíritu Santo, a despecho de todas sus muchas y penosas circunstancias las cuales eran aflictivas y descorazonadoras.
Sabiendo pues que Cristo permanece y que siempre es el mismo (Heb. 1:11-12), es todavía posible, en medio de toda la confusión y obscuridad de estos últimos tiempos, para el más pequeño de los creyentes, gozar la misma verdadera experiencia cristiana—ese “gozo” en el Señor, “confianza” en el Señor, “paz” en el Señor, en medio de las pruebas y aflicciones, “amor” que fluye de los santos, “esperanza” que aguarda la venida de Cristo, y la “fe” que confía sobre el apoyo del Señor para hacernos pasar por encima de todas las pruebas de nuestro camino.
Pon tu mirada en Jesús,
Fíjala en Su maravillosa faz;
Y las cosas de este mundo perderán todo valor
A la luz de Su gloria y gracia.

El Huerto Del Señor

“Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía; fuente cerrada, fuente sellada. Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves, de flores de alheña y nardos; nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso; mirra y áloes con todas las principales especias aromáticas. Fuente de huertos, pozo de aguas vivas, que corren del Líbano. Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas. Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta. Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía; he recogido mi mirra y mis aromas; he comido mi panal y mi miel, mi vino y mi leche he bebido. Comed, amigos; bebed en abundancia, oh amados” (Cant. 4:12-5:1).
Con estas palabras escogidas del Cantar de los Cantares, el Esposo compara a Su esposa a un huerto de delicias. Probablemente todos los creyentes, con corazones abiertos para entender las Escrituras, estarán de acuerdo que en el Esposo, o en el “Amado” del Cantar de los Cantares, tenemos una hermosa figura de Cristo. La mayoría concederán también que, en la interpretación del Cantar, la esposa presenta al pueblo terrenal de Cristo.
Además de esto, si debemos descubrir en ese huerto las excelencias que Cristo encuentra en Su esposa celestial, ¿no debemos al mismo tiempo aprender lo que el amor de Cristo espera encontrar en el corazón de aquellos quienes componen la esposa? Podemos, pues, por un poco de tiempo meditar sobre este huerto, con su fuente, sus frutos, sus especias, y sus aguas vivas, como describiendo lo que el Señor quisiera que nuestros corazones fuesen para Él.
En primer lugar, notemos que el Esposo siempre habla del huerto como “Mi huerto,” a la vez que la esposa se deleita en asumir que dicho huerto es “Su huerto.” “Levántate, Aquilón, y ven Austro; soplad en mi huerto,” dice el Esposo. A lo que replica la esposa: “Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta” (v. 16). En respuesta, el Esposo dice: “Yo vine a mi huerto” (cap. 5:1). La aplicación es clara—el Señor pide nuestros corazones para Sí mismo. Dice el predicador en Prov. 23:26, “Dame, hijo mío, tu corazón.” Mientras que un apóstol nos exhorta, diciendo: “Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones” (1ª Ped. 3:15). Y de nuevo otro apóstol ora ante el Padre del Señor Jesucristo para que “habite Cristo por la fe en vuestros corazones”—nuestros corazones (Efes. 3:17).
No es solamente nuestro tiempo, nuestros medios, nuestros cerebros, y nuestro activo servicio lo que el Señor desea de nosotros; sino que en primer lugar y por encima de todas las cosas, Él pide nuestros afectos. Podemos dar todos nuestros bienes a los pobres, y nuestros cuerpos para ser quemados; pero si no tenemos amor, de nada aprovecha. El Señor continúa diciéndonos: “Dame, hijo mío, tu corazón.”
¡Cuán solemne la exhortación del Señor a la iglesia de Efeso: “Has dejado tu primer amor” (Apoc. 2:4). Fue una grave palabra la cual significaba que no importa cuantas excelencias podían poseer los creyentes a los cuales les era dirigida dicha palabra, habían cesado de ser el huerto del Señor. Como alguien dijo: “La esposa puede cuidar con esmero de su casa, y cumplir todos sus deberes, de tal manera que no queda nada por hacer por lo cual su marido no puede encontrar falta alguna; pero si se ha desvanecido su amor por él, ¿podrán todos sus servicios satisfacerle, si su amor por ella es el mismo que al principio?” (J. N. Darby).
Y sobre todas estas cosas, el Señor nos pide nuestros íntegros afectos de nuestro corazón. El huerto debe ser Su huerto. Además, si el Señor pide que nuestros corazones sean un huerto para Su deleite, los tales deben tener las trazas del huerto que está de acuerdo a Sus pensamientos.
Al leer esta hermosa descripción del huerto del Señor, notaremos cinco remarcables facetas las cuales manifiestan en figura lo que el Señor desea que sean nuestros corazones para Él. En primer lugar, el huerto del Señor es un huerto cerrado. En segundo lugar, es un huerto regado con su “fuente cerrada,” su “fuente sellada.” En tercer lugar es un huerto fructífero—un “paraíso de granados, con frutos suaves.” En cuarto lugar es un huerto fragante, con “árboles de incienso ... con todas las principales especias aromáticas.” Y en quinto y último lugar, es un huerto refrigerante del cual fluyen “aguas vivas,” y la fragancia que sus especias exhalan, se extiende alrededor del mundo.
El Huerto Cerrado
Si nuestro corazón debe ser guardado como un huerto para el deleite del Señor, tiene que ser como un “huerto cerrado.” Esto nos habla de un corazón separado del mundo, preservado del mal, y apartado para el Señor.
Podemos decir con toda certeza que en la última oración del Señor vemos que el deseo de Su corazón es que Su pueblo sea como un “huerto cerrado.” Le oímos dirigirse al Padre, diciéndole que los Suyos son un pueblo separado, por lo cual podía decir: “No son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo.” Y también Él desea que sean un pueblo preservado del mal, pues Él ora diciendo: “Que los guardes del mal.” Y sobre todas las cosas, el Señor ora para que sean un pueblo santificado, pidiendo al Padre: “Santifícalos en Tu verdad” (Juan 17:14-17).
También el predicador nos exhorta a mantener nuestros corazones como un “huerto cerrado,” cuando él dice: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (Prov. 4:23). Así mismo haremos bien en atender las palabras del propio Señor: “Estén ceñidos vuestros lomos” (Luc. 12:35). A menos que ciñamos la verdad a nuestros afectos y pensamientos, cuán rápidamente nuestras mentes serán extraviadas por los pensamientos de este mundo, y cesará entonces el corazón de ser un “huerto cerrado.”
De nuevo, el apóstol Santiago desea que nuestros corazones sean preservados del mal, cuando nos advierte: “Pero si tenéis celos amargos, y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis a la verdad ... porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa” (Stgo. 3:14-16). Nunca ha surgido ninguna escena de confusión y celos en medio del pueblo de Dios que no tenga su raíz escondida en las envidias y contiendas del corazón. Podemos estar seguros que el corazón que mantiene amargura, envidia y contienda, nunca será un huerto para el Señor.
Cuán necesario es, pues, mantener nuestros corazones apartados del mundo y preservados del mal. No obstante, el rechazo del mundo y la carne no serán suficientes para hacer que nuestro corazón sea un “huerto cerrado.” El Señor desea que nuestros corazones sean santificados, o separados para Su placer, estando éstos ocupados con la verdad y todo lo que está de acuerdo con Cristo. Vemos como el apóstol Pablo expone a los Filipenses lo que es un “huerto cerrado”—un corazón santificado para el Señor, cuando les dice: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre: si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil. 4:8).
Si tenemos el corazón lleno de cuidados y estamos malhumorados a causa de daños y sinrazones, y lleno de amargura hacia aquellos que han podido obrar mal para con nosotros; si estamos ocupados con malas imaginaciones, pensamientos maliciosos, y sentimientos de venganza hacia cualquier hermano, será totalmente cierto que nuestros corazones no serán un huerto para el Señor.
Si queremos tener nuestros corazones libres de las cosas que los contaminan y los convierten en estériles lugares deshabitados, ahogando el huerto con hierbajos, atendamos a las instrucciones del apóstol, cuando nos dice: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Fil. 4:6). Habiendo derramado nuestros corazones delante del Señor, como lo hiciera Ana de antiguo (1º Sam. 1:9-18), y descargando nuestras mentes de todo cuidado, penas y pruebas que presionan nuestros espíritus, descubriremos que “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Siendo así liberados de todo cuanto puede interponerse entre nuestras almas y Dios, nuestros corazones serán libres para “en esto pensad” (Fil. 4:8)—en estas cosas santas y puras las cuales deben caracterizar a aquellos cuyos corazones son un “huerto cerrado.”
Un Huerto Regado
El corazón que está apartado para el Señor tendrá su fuente escondida para su refrigerio y gozo. Será un huerto con una “fuente cerrada” y una “fuente sellada.” Una fuente es una provisión inagotable; una fuente mana desde su manantial. El profeta puede decir de uno que anda de acuerdo a la mente del Señor, que su alma será “como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan” (Isa. 58:11). A la mujer de Sicar, el Señor le habló de darle aguas vivas—“una fuente de agua que salte para vida eterna,” para estar dentro del creyente (Juan 4:5-14). El mundo se encuentra enteramente dependiente de las circunstancias que le rodean para su gozo pasajero; el creyente tiene una fuente dentro de sí—la vida interior—escondida—en el poder del Espíritu Santo.
Como la fuente de vida, el Espíritu Santo provee para todas nuestras necesidades espirituales, guiándonos a “toda la verdad”; como la fuente de la vida, ocupa nuestros corazones con Cristo en gloria. El Señor puede decir: “El Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, Él dará testimonio acerca de Mí” (Juan 15:26)—Cristo está en Su nuevo lugar en la gloria. Así Él, como la Fuente, refrigera nuestras almas con la verdad; como la Fuente manando su caudal, ocupa nuestros corazones con Cristo.
Permítasenos, sin embargo, recordar que el manantial el cual es el cauce de bendición, es una “fuente cerrada,” y la fuente es una “fuente sellada.” Esto nos hace recordar que la fuente de bendición en el creyente está sellada para este mundo, y totalmente separada de la carne. El Señor habla del Consolador como “al cual el mundo no puede recibir, porque no Le ve, ni Le conoce; pero vosotros Le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:17). También leemos: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí” (Gál. 5:17).
¡Ay!, pueden llegar a importarnos las cosas de la carne y volvernos al mundo, para encontrar solamente que hemos contristado al Espíritu, por lo que nuestros corazones, en vez de ser un huerto irrigado, viene a ser un seco y arruinado erial.
Un Huerto Fructífero
Las “fuentes” harán que el huerto del Señor venga a ser un huerto fructífero—un “paraíso de granados, con frutos suaves.” Si no entristecemos al Espíritu, éste producirá en nuestros corazones “el fruto del Espíritu,” del cual el apóstol nos habla, diciendo que el tal “es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gál. 5:22-23). ¿Cuáles son, por cierto, estos preciosos frutos del Espíritu, sino la reproducción del carácter de Cristo en el creyente? La fuente fluyendo de su manantial, se ocupa de Cristo y Sus excelencias; y contemplando la gloria del Señor, nosotros somos transformados de gloria en gloria a la misma imagen de Cristo (2ª Cor. 3:18). Es así como el corazón se convierte en un huerto del Señor, produciendo suaves y delicados frutos para el deleite de Su corazón.
Un Huerto Fragante
No solamente es el huerto del Señor un huerto de frutos suaves, sino que es también un huerto de especias de las cuales se esparcen gratas fragancias. El huerto en las Escrituras nos habla siempre de las excelencias de Cristo, pero las especias con su fragancia nos habla de la adoración que tiene a Cristo por objeto. En la adoración no cabe ningún pensamiento de recibir bendiciones de Cristo, sino solamente el rendir el homenaje de nuestros corazones a Cristo. Cuando los magos del Oriente se encontraron en la presencia del “divino niño,” se postraron delante de Él, y “Lo adoraron,” y Le “ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mat. 2:11). Cuando María ungió los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio,” no estaba como en las otras ocasiones, a los pies del Señor para recibir instrucciones o hallar Su simpatía en su dolor; ella estaba a los pies de Jesús como donante, para rendir la adoración de un corazón lleno del sentimiento de Su belleza y gloria. Es bueno estar a los pies del Señor para escuchar Su Palabra, y también estar a Sus pies para recibir consuelo, cuando estamos en dolor, pero en ningún caso de estos leemos del ungüento con su fragancia. Mas cuando María estuvo a los pies del Señor como adoradora, con su precioso perfume, leemos que “la casa se llenó del olor del perfume” (Juan 12:1-3).
Los santos de Filipos en su don al apóstol, mostraron sin duda alguna, algunas de las excelencias de Cristo—su consolación de amor y compasiones—y así produjeron fruto que abundaría en su cuenta; pero también en ese don había el espíritu de sacrificio y adoración, el cual fue como un “olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Fil. 2:1; 4:18).
Si en nuestros días nuestros corazones tienen que ser un huerto para el Señor, no nos olvidemos que el Señor no solamente busca los suaves frutos del Espíritu, reproduciendo en nosotros algo de sus hermosos rasgos, sino que busca el espíritu de adoración que sube hacia Él como un suave olor.
Un Huerto Refrescante
Por último, el Señor quiere tener Su huerto como una fuente de refrigerio al mundo que se rodea. Que sea un huerto del cual fluyan “aguas vivas.” De esta manera el Señor puede hablar del creyente, en el cual mora el Espíritu Santo, como siendo una fuente de bendición a un mundo necesitado, como Él dice: “De su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38-39).
Así que somos enseñados del Cantar de los Cantares, que el Señor estará contento de poseer nuestros corazones como un huerto de delicias para Sí mismo. Él está a la puerta de nuestros corazones y llama, por cuanto Él desea entrar y morar en ellos. Si somos tardos en dejarle entrar, Él dirá, como dice el esposo en el Cantar: “Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas.” Él puede permitir circunstancias adversas, pruebas y aflicciones, con el propósito de conducirnos hacia Él, a fin que digamos como dice la esposa, “Venga mi amado a su huerto.”
Si abrimos las puertas al Señor, experimentaremos la verdad de Sus propias palabras, cuando dice: “Si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc. 3:20). En el mismo espíritu, cuando la esposa dice, “Venga mi amado a su huerto,” a la vez responde el Esposo, “Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía; He recogido mi mirra y mis aromas; He comido mi panal y mi miel.”
Así pues, si el corazón del creyente es guardado separado del mundo, preservado del mal y apartado para el Señor, vendrá a ser como un “huerto cerrado.” En este huerto se encontrará una fuente de gozo secreto y refrigerio, como una fuente fluye de su manantial. La fuente, manando de su manantial, producirá frutos suaves: las excelencias de Cristo. Los frutos que hablan de los rasgos morales de Cristo en el corazón del creyente le conducirán a la adoración que sube como un suave olor al corazón de Cristo. Y el corazón que adora a Cristo vendrá a ser una fuente de bendición para el mundo alrededor.
A la luz de estas Escrituras, bien podemos elevar la oración del apóstol cuando él dobla sus rodillas ante el Padre, y pide: “Que os dé, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por Su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efes. 3:14-17).
Sería cosa mezquina tener nuestro corazón
Como una atestada ruta, o una populosa calle,
Dónde cada ocioso pensamiento se alzara para encontrar
Pausas, o deambular en un abierto mercado;
O como algún charco al lado del camino sin ningún arte,
Para guardar al ganado que no se salga
Y se ensucie con una multitud de pies,
Hasta que los cielos no pudiesen volverlos atrás.
Guarda pues, tu corazón con santa solicitud,
Ya que él quisiera andar libre, andar solo;
Mas aquel que quisiera beber del manantial de vida,
Debe poder llamar a ese torrente, torrente suyo;
Guarda tu corazón bien cerrado, sellado,
Un huerto vallado una cerrada fuente.
R. C. Trench

“Permaneced En Mí”

En esta emotiva ocasión tenemos al Señor a solas con Sus discípulos, que al expresarles Sus reconfortantes palabras de despedida, e impartiéndoles Sus últimas instrucciones, Él insiste una y otra vez la gran necesidad y también la gran bendición de permanecer en Él. Aquí Le oímos decir: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en Mí, y Yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de Mí nada podéis hacer. ... Si permanecéis en Mí, y Mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:4-7).
Años más tarde, el amado apóstol quien escuchó estas palabras de despedida de los propios labios del Señor, las transmite a los creyentes en su epístola, donde leemos: “Él que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo.” “Y ahora, hijitos, permaneced en Él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en Su venida no nos alejemos de Él avergonzados.” “Todo aquel que permanece en Él, no peca” (1ª Juan 2:6,28; 3:6).
Así pues, si estos versículos establecen ante nosotros la bienaventuranza de permanecer en Cristo, vale la pena que nos paremos para indagar “cómo” tenemos que interpretar las palabras del Señor: “Permaneced en Mí.” ¿No implican éstas un caminar en una proximidad con Cristo de tal manera que el alma se deleite en todas Sus preciosas y morales excelencias, y así hallar en Él nuestro objeto y perfecto modelo?
De nuevo, el permanecer en Cristo, ¿no presupone un corazón en perfecta comunión con Cristo, de tal manera que éste se deleita en confiar en Él y aprender de Él?
Una Constreñidora Influencia
Y por encima de todo, el permanecer en Cristo, ¿no implica una vida vivida bajo la influencia de Su presencia, realizada ésta por la fe? Si un santo y cristiano hombre visita nuestro hogar, ¿no producirá su presencia una constreñidora influencia sobre cada persona presente en dicho hogar? Probablemente seremos más cuidadosos en nuestras palabras y maneras, de lo que usualmente lo somos. Y si este es el efecto de la presencia de un hombre con las mismas pasiones que las nuestras, ¿cuál no será el efecto de realizar la presencia del mismo Cristo? Algunas veces se han producido escenas muy tristes aun entre el pueblo de Dios, en las cuales cada uno de nosotros hemos podido tener nuestra humillante parte, allí donde ha prevalecido la envidia y la contienda, donde los creyentes, de manera irreflexiva, o aun maliciosamente se han herido unos a otros con amargas palabras ofensivas. Tal vez después nos excusemos por haber usado de palabras fuertes. Pero, ¿no sería mejor preguntarnos qué habría sucedido si el Señor en silencio, pero visible se hubiera presentado en medio de nosotros? ¿No debemos confesar que bajo la influencia de Su presencia, muchas de las palabras amargas y ofensivas nunca se hubiesen pronunciado?
Cuán bueno sería entonces si nosotros pudiéramos siempre recordar que, aunque el Señor no es visible a nuestra mirada, con todo, Él oye, Él ve, y Él conoce todas las cosas. Por ello, muy bien el salmista se pregunta: “Él que hizo el oído, ¿no oirá? Él que formó el ojo, ¿no verá? ... ¿No sabrá el que enseña al hombre la ciencia?” (Sal. 94:9-10).
Entonces, si somos conscientes que Él oye nuestra voz, que Él ve cada acto nuestro, que Él lee nuestros pensamientos, debemos andar bajo la bendita influencia de Su presencia, permaneciendo así en Él.
Y más que todo esto, estas escrituras que nos exhortan a que nosotros permanezcamos en Él, nos hablan así mismo de la bendición que gozaremos si permanecemos en Él.
Mucho Fruto
Lo primero que aprendemos es que permaneciendo en Cristo llevaremos mucho fruto. La importancia de esto nos es remarcada en ser ésta presentada en negativo y en positivo; se nos dice que a menos que permanezcamos en Cristo, no podremos llevar fruto (v. 4). Luego se nos dice que si permanecemos en Cristo y Él en nosotros, entonces llevaremos mucho fruto (v. 5). En otra escritura se nos dice que el “fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gál. 5:22-23). Y ¿cuáles son estas hermosas cualidades sino una descripción del precioso carácter de Cristo? Así que podemos decir con toda seguridad que el fruto del cual Cristo nos habla es la reproducción de Su propio carácter en las vidas de nosotros, los creyentes.
El fruto del cual se nos habla en este pasaje no se refiere al servicio o ejercicio de cualquier don, aunque éstos sean importantes en su debido lugar. Los dones que necesitamos son conferidos a unos pocos, pero el fruto aquí mencionado es para todos, sean jóvenes o ancianos en igual manera, para expresar algo de las bellezas de Cristo en sus vidas. Cualquier pequeña manifestación de las gracias de Cristo suben arriba como fruto para el Padre, y es un testimonio ante el mundo. Este es pues el gran objeto por el cual somos puestos en este obscuro mundo, para brillar como luminarias, al exhibir algo del precioso carácter de Cristo. Esto solamente será posible si permanecemos en Cristo. Nunca podremos exhibir el carácter de Cristo por simplemente tratar de ser como Cristo. Pero si nosotros buscamos en alguna manera Su compañía, y nos allegamos a Él bajo Su influencia, por el permanecer en Él, seremos cambiados a Su imagen de gloria en gloria (2ª Cor. 3:18).
Si, por tener afectos más constantes,
Vivir pudiera mi alma en gratitud,
Mirar Tus glorias, aun las más brillantes,
Podría mi ojo ungido de virtud.
Tus perfecciones célicas ya en calma
Conocería así yo aun mejor,
Y adorándote con gozo mi alma,
Creciendo iría yo en Tu dulce amor.
Respuesta a La Oración
En segundo lugar, las palabras del Señor nos muestran claramente que, permaneciendo en Cristo, nuestras oraciones tendrán Su clara respuesta. Si estamos bajo la bendita influencia de Su presencia, con Sus palabras permaneciendo en nuestros corazones, nuestros pensamientos serán entonces formados por Sus pensamientos y nuestras oraciones estarán de acuerdo con Su mente. Orando de esta manera, seguro que obtendremos una respuesta positiva a nuestras oraciones.
Ausencia De La Voluntad Propia
En tercer lugar, el apóstol Juan nos dice en su epístola que “permaneciendo en Él,” nos conducirá a “andar como Él anduvo” (1ª Juan 2:6). Y, ¿cómo anduvo Cristo? De Él leemos que no “se agradó a Sí mismo” (Rom. 15:3). Hablando del Padre, el Señor dijo: “Yo hago siempre lo que Le agrada” (Juan 8:29). Esto es el modelo perfecto del caminar del creyente, como Pablo pudo decir: “Os conviene con­ducir­os y agradar a Dios” (1ª Tes. 4:1). De nuevo el apóstol exhorta a los creyentes, diciéndoles: “Andad en amor, como también Cristo nos amó” (Efes. 5:2).
Siendo esto así, ¿no debemos nosotros decir que las características de la senda del Señor fueron la total ausencia de Su propia voluntad, al cumplir la voluntad del Padre, y servir a los demás en amor? Para nosotros solamente nos será posible el caminar en alguna medida en esa senda de perfección, si permanecemos en Cristo. Cuán bueno será entonces que, como María siglos ha, sentarnos a Sus pies y escuchar Sus palabras. De esta manera, bajo Su influencia, andar en Su senda, seguir Sus pisadas, escuchar Sus palabras de amor y gracia, al ver Su mano extendida para bendecir, y detrás de todo, Su andar perfecto, y Sus caminos y palabras, y discernir el Espíritu de Aquel quien siempre puso a un lado Sus propios intereses y Su “yo,” con miras de servir a los demás.
Podemos conocer mucha doctrina cristiana, podemos mantener correctamente las principales verdades esenciales de nuestra fe, pero, como alguien ha dicho: “Ningún acopio de conocimiento, por más que éste sea correcto cien por ciento, ningún acopio de inteligencia, por más que sea exacta, podrá nunca poner en nuestras almas la huella o la traza de la mente del Señor Jesucristo.” Si queremos llevar las trazas o las marcas de Cristo—si, mientras seguimos nuestro camino, queremos tener algo de la mente del Señor, debemos estar en Su compañía y caminar con Él. Toda persona, se caracteriza generalmente en sus rasgos, según la compañía que tiene: el carácter de aquel en cuya compañía andamos es el carácter que vamos a reflejar. Debemos pues permanecer en Cristo, y así andar con Cristo, si hemos de ser como Cristo y andar como Él anduvo.
Preservados
En cuarto lugar, el apóstol Juan nos dice más adelante que si permanecemos en Cristo, nuestro andar debe ser de tal manera que no tengamos que avergonzarnos delante de Cristo a Su venida. A menudo hay mucho en nuestro andar, maneras, hablar, y obrar que es corriente entre los hombres y aun entre el pueblo de Dios, de todo lo cual lo estamos juzgando muy ligeramente, midiéndolo con la escala de valores humanos. Si por el contrario, tenemos que juzgarnos cada uno de nosotros, nuestras palabras, y maneras en la luz de la gloria venidera a la aparición de Cristo, ¿no es cierto que encontraremos mucho que tengamos que condenar y confesar con vergüenza, como muy indigno, medido en valores de la escala de gloria?
Solamente si permanecemos en Cristo, bajo la influencia de Su presencia, y así andar juzgándonos cada uno de nosotros, seremos preservados de todo cuanto puede causar vergüenza en el día de gloria.
El No Pecar
En quinto lugar, el apóstol Juan nos recuerda que “todo aquel que permanece en Él, no peca” (1ª Juan 3:6). De lo que leemos en los versículos precedentes, entendemos lo que el Espíritu de Dios nos declara qué es pecado, pues leemos en el versículo 4: “Él pecado es infracción de la ley.” La esencia del pecado es el hacer uno su propia voluntad, sin cuidarse de Dios o de hombre alguno. El mundo a nuestro alrededor se distingue por su creciente desobediencia—haciendo cada uno lo que es correcto a sus propios ojos. Siendo el resultado de todo ello, que a pesar de la civilización, educación, y legislación, el sistema del mundo se está descomponiendo, y la sociedad y las naciones se están desintegrando. Allí donde prevalece el espíritu de la desobediencia, le sigue la desintegración, sea en el mundo, o entre el pueblo de Dios. Como creyentes, estamos siempre en peligro de ser afectados por el espíritu del mundo que nos circunda. Tanto es así, que ha sucedido, que a causa de la falta de vigilancia de los hijos de Dios, el mismo principio de desobediencia que está destruyendo el sistema del mundo, ha producido división y dispersión entre el pueblo de Dios.
Si en una escuela, fuera permitido a cada discípulo hacer su propia voluntad, inevitablemente la escuela se desintegraría. Si cada miembro de una familia siguiera su propia voluntad y camino, ésta se destruiría. Y si cada individuo de una compañía de creyentes persiste en hacer su propia voluntad, ésta va a desembocar en rompimiento. El espíritu de desobediencia, que se manifieste en cualquier esfera, conducirá a la desintegración de la misma, y cuan mayor sea la sinceridad de aquellos que persisten en su propia voluntad, mayor será el daño que causen. No existe otra mayor causa de dispersión entre el pueblo de Dios que la determinada voluntad propia de un hombre sincero.
¿Cómo, pues, podremos escapar del principio malo de la desobediencia, o de la propia voluntad? Solamente si permanecemos en Cristo, como lo afirma el apóstol, diciendo: “Todo aquel que permanece en Él, no peca.” Solamente escaparemos si nos mantenemos bajo la influencia de Aquel que pudo decir “he descendido del cielo, no para hacer Mi voluntad, sino la voluntad del que Me envió” (Juan 6:38). De esta manera podremos escapar de nuestra propia voluntad, la cual es toda la esencia del pecado.
El Resumen
Estos son pues, los benditos resultados como nos son presentados en las Escrituras, del permanecer en Cristo. Si respondemos a las palabras del Señor, procurando permanecer en Él, nuestras vidas llevarán fruto, expresando en nosotros algo del precioso carácter de Cristo.
Si nuestras oraciones están de acuerdo con Su mente, recibirán una respuesta positiva.
Si es así, nuestra senda manifestará algo de la belleza de Su andar.
Nuestros caminos y actuaciones serán consecuentes con la gloria venidera de Cristo.
Nuestro andar será preservado de la desobediencia de la carne, la cual tiene su origen en el diablo, y la cual es la raíz que ha causado la caída del hombre y de todas las desgracias que padece la humanidad.
Cuán conveniente, pues, es escuchar la Palabra del Señor: “Permaneced en Mí ... porque separados de Mí nada podéis hacer” (Juan 15:4-5). Podemos ser muy dotados y tener mucho conocimiento y celo; podemos poseer una gran experiencia, pero con todo, la verdad que permanece es que sin Cristo, no podemos hacer nada. Los dones, el conocimiento y el celo, no son el poder. Todas estas cosas nos capacitarán para vencer la carne, para rechazar al mundo, o para escapar a las astucias y artimañas del diablo. Podemos poseer todas estas cosas, y sin embargo no tener a Cristo, por lo cual, si esto es así, tropezaremos en los más grandes males.
Así pues, si “sin Cristo” no podemos hacer nada, procuremos ardientemente permanecer en Cristo, y no nos arriesguemos a seguir adelante ni un día más, o a dar un sólo paso sin Él.
A mi alma guarda junto a Tu seno,
Y si Te huyese, infiel, mi buen Pastor,
Hazme oír Tu llamamiento tierno,
Volviendo presto a Ti, mi Protector.

Epístolas De Cristo

2ª Corintios 3
En el tercer capítulo de la segunda epístola a los Corintios, el apóstol Pablo nos presenta a Cristo ante nuestras almas en tres distintas maneras.
Primero, Cristo es presentado como escrito en los corazones de los creyentes que formaban la asamblea en Corinto (v. 3).
Segundo, Cristo es presentado como manifestado a “todos los hombres” por esta asamblea (vv. 2-3).
Y tercero, Cristo es presentado como una Persona Viviente en la gloria—siendo Él el Objeto delante de estos creyentes (v. 18).
Siendo esto así, nos presenta ante nosotros la intención de Dios que, durante la ausencia de Cristo en este mundo, existirán reuniones de creyentes en la tierra, los cuales tendrán a Cristo escrito en sus corazones, será Cristo manifestado en sus vidas, y tendrán ante ellos a Cristo como su Objeto en la gloria.
Mientras leemos las conmovedoras últimas instrucciones del Señor a Sus discípulos, y mientras escuchamos reverentemente la oración del Señor al Padre, somos conscientes que lo fundamental de ambos de los discursos y la oración es que mantengamos siempre la gran verdad que los creyentes somos dejados en este mundo para representar a Cristo—el Hombre que ha ido a la gloria. Es la intención de Dios que, aunque personalmente Cristo ya no está aquí en el mundo, sin embargo, Cristo puede ser visto moralmente en Su pueblo. Además de esto, es bien manifiesto que todas las epístolas nos constriñen e insisten que nuestro privilegio y responsabilidad como creyentes es presentar el carácter de Cristo a un mundo que Le rechazó y Le echó fuera de sí.
En las cartas a las siete iglesias en Apocalipsis, se nos permite contemplar al Señor andando en medio de las iglesias, tomando nota de su condición, y dándonos Su juicio en qué han respondido positivamente, y en lo que han fracasado y fallado, y caído en su responsabilidad. En consecuencia aprendemos que la gran masa de aquellos que profesan Su nombre, no solamente han fracasado totalmente en representar Su carácter delante del mundo, sino que han venido a ser rematadamente corruptos e indiferentes al Señor, y que al final, ellos serán vomitados de Su boca, y así por último serán rechazados. No obstante, también aprendemos que en medio de esta vasta profesión habrá, hasta el fin de la historia de la iglesia en la tierra, algunos quienes, a pesar de que tienen poca fuerza, responderán a Su mente, presentando algo de la belleza y hermosura del carácter del Señor.
Viendo, pues, que todavía es posible, aun en un tiempo de ruina, poder expresar algo del carácter de Cristo, seguramente que cada uno que ama al Señor querrá decir, “Yo deseo responder a la mente del Señor y ser del número de quienes, en alguna pequeña medida, manifiestan algo de los hermosos rasgos de Cristo en este mundo alrededor.”
Es verdad que también es posible que en el mundo se pueda tener una cierta estimación de Cristo, por medio de la Palabra de Dios—pero aparte de la Palabra—la cual pueden poner en cuestión, o que no la entiendan a pesar de que la lean—la intención de Dios es que las vidas de Su pueblo en esta tierra, venga a ser una manifestación de Cristo “conocida y leída por todos los hombres” (v. 2).
Siendo esto así, se alza una escrutadora pregunta para todos nosotros, y es esta: “Si los hombres de este mundo tienen que formarse su impresión de Cristo por medio de las reuniones de Su pueblo, ¿qué conclusión van a sacar de Cristo, al considerar nuestras vidas individuales, como la colectiva vida del pueblo de Dios?” Recordemos las escrutadoras palabras del Señor, diciendo: “En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Apliquemos esto como piedra de toque a la reunión con la cual estamos conectados, y no tendremos que agachar la cabeza con la vergüenza, recordando ocasiones cuando la envidia, maldición, y calumnias eran más evidentes que la mansedumbre y gentileza de Cristo. Recordemos que cualquiera que sean las circunstancias—aunque tengamos que afrontar reproches e insultos—nuestra respuesta a ello debe ser siempre manifestar el carácter de Cristo. Alguien ha dicho: “Es mejor perder tu capa que perder el carácter de Cristo.”
Si queremos pues responder a la mente de Cristo y manifestar Su carácter ante el mundo, haremos bien en atender la enseñanza del apóstol Pablo en esta porción de la Palabra.
La Epístola De Cristo
Así pues, permítasenos notar primeramente que el apóstol habla de estos creyentes como “la epístola de Cristo.” No dice “epístolas,” sino la “epístola,” por lo que él no está pensando simplemente en lo que es verdadero en los individuos, sino en toda la compañía, aunque obviamente, la compañía se compone de individuos.
Permítasenos también notar que el apóstol no dice, “Vosotros debierais ser carta de Cristo,” sino que dice: “Sois carta de Cristo.” Si abrigamos erróneamente el pensamiento que debemos ser epístolas de Cristo, vamos a tratar de ser tales por nuestros propios esfuerzos. Esto no solamente nos conduciría a una ocupación legalista en nosotros mismos, sino que excluiría la obra del “Espíritu del Dios vivo” en nosotros. La realidad es que venimos a ser epístolas de Cristo, no por nuestros propios esfuerzos, sino por el Espíritu de Dios escribiendo a Cristo en nuestros corazones.
Un cristiano es aquel para quien Cristo le es precioso por la obra del Espíritu, en su corazón. No es simplemente un conocimiento de Cristo en la mente, lo cual un inconverso puede tener, lo que convierte a un hombre en un cristiano, sino el tener a Cristo escrito en el corazón. Como pecadores, descubrimos nuestra necesidad de Cristo, al sentirnos cargados con nuestros pecados; y sentimos un gran alivio cuando descubrimos que Cristo, por medio de Su obra propiciatoria, ha muerto por nuestros pecados y que Dios ha manifestado Su aceptación de esta obra—Dios ha quedado satisfecho en Su justicia—por haber sentado a Cristo a Su diestra en la gloria. Entonces descansamos en la satisfacción de Dios en Cristo y en Su obra, y manifestamos nuestros afectos a Aquel por el cual hemos sido tan grandemente bendecidos. “Para vosotros, pues, los que creéis, Él es precioso.” Es de esta manera que Cristo es escrito en nuestros corazones, y que venimos a ser la epístola de Cristo. Por tanto, si no somos la epístola de Cristo, no somos de hecho cristianos.
Cristo Manifestado a Todos Los Hombres
Habiendo establecido la verdadera compañía cristiana como compuesta de creyentes sobre cuyos corazones Cristo ha sido escrito, el apóstol presenta la segunda gran verdad cuando dice: “Sois carta de Cristo,” pero también “siendo manifiesto que sois carta de Cristo,” “conocidas y leídas por todos los hombres.”
Una cosa es para una congregación de creyentes ser una epístola de Cristo, y toda una otra cosa es para una congregación de creyentes estar en una tan buena condición, que por este hecho, manifiestan a todos los hombres algo del carácter de Cristo. La responsabilidad de toda congregación de santos no es andar bien para que vengan a ser una epístola, sino que, puesto que ellos son una epístola de Cristo, andar bien para que esta epístola sea leída de todos los hombres. Si alguien escribe una carta de recomendación, es para encomendar a la persona nombrada en la carta. Así cuando el Espíritu de Dios escribe a Cristo en el corazón de los creyentes, es para que todos ellos juntos vengan a ser una epístola de recomendación para encomendar a Cristo a todo el mundo en rededor. Para que por su caminar santo y de separación, por su mutuo amor los unos para con los otros, su amabilidad, su mansedumbre, su gentileza y gracia, ellos puedan manifestar el hermoso y perfecto carácter de Cristo.
Así fue escrito a los santos de Corinto. Estos, desde luego, habían estado andando de una manera desordenada: pero como resultado de la primera carta del apóstol Pablo, se apartaron de iniquidad, echando el mal afuera de ellos, de tal manera que el apóstol pudo decir, que no solamente como una asamblea eran una epístola de Cristo, sino que eran una epístola “conocidas y leídas por todos los hombres.”
Mas ¡ay!, a veces su escritura puede venir a ser vaga y confusa, pero no deja de ser una carta porque ésta sea borrosa y manchada. Los cristianos somos a menudo como la escritura de alguna lápida de una anciana tumba. Tienen borrosas indicaciones de una inscripción, alguna letra mayúscula todavía perceptible, indicando aquí y allí algún nombre, que una vez fue escrito en la piedra. Pero todo ello está tan deteriorado, y tan sucio, y tiznado, que es muy difícil descifrar dicha escritura. ¡Ay!, así puede ser con nosotros. Cuando al principio el Espíritu escribe a Cristo sobre los corazones de una compañía de santos, sus afectos son calurosos y su vida colectiva habla muy claramente de Cristo. La escritura, siendo recién hecha y clara, es conocida y leída por todos los hombres. Pero a medida que pasa el tiempo, si no hay mucha vigilancia y el juzgarse a sí mismo, muy pronto se deslizarán adentro la envidia, las contiendas y amarguras, y la congregación cesará de dar ninguna verdadera impresión de Cristo.
Sin embargo, a pesar de todo nuestro fracaso, los cristianos somos la epístola de Cristo, siendo siempre la gran verdad que es la gran intención de Dios que todos los hombres puedan ver manifestado el carácter de Cristo en Su pueblo. Aquí pues tenemos una bella descripción de la verdadera compañía cristiana, cuya compañía se compone de creyentes individuales, reunidos a Cristo, en cuyos corazones Cristo ha sido escrito “no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (v. 3). Como fue de antiguo escrito en las tablas de piedra, para que los hombres pudiesen leer qué era lo que la justicia de Dios demandaba a los hombres bajo la ley, así ahora el mundo pueda también leer en las vidas de quienes componen el pueblo de Dios, lo que el amor de Dios ofrece al hombre bajo la gracia.
Cristo El Objeto En La Gloria
Podemos pues preguntarnos, ¿cómo es la escritura de Cristo en los corazones del pueblo de Dios para que sea conservada clara y legible, de tal manera que en la reunión del pueblo de Dios pueda ser manifestado el carácter de Cristo a todos los hombres?
La respuesta a esta pregunta nos lleva a la gran verdad de este capítulo 3, de la segunda epístola a los Corintios. Solamente será Cristo manifestado a todos los hombres, si tenemos ante nosotros al viviente Cristo en gloria como nuestro único Objeto. Así que Pablo escribe: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (v. 18). Existe un poder transformador al contemplar al Señor en gloria. Este poder transformador es válido y efectivo para todos los creyentes—tanto los más jóvenes como los más ancianos: “Nosotros todos”; no solamente “nosotros los apóstoles” mirando la gloria del Señor, “somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen.” Esta transformación no se logra por nuestros propios esfuerzos, ni por esforzarnos a ser como el Señor en nuestra conducta. Tampoco es por procurar imitar a ningún santo devoto. Sólo lo es por contemplar la gloria del Señor. No hay ningún velo en Su faz, y mientras Le contemplamos, no solamente todo velo u obscuridad desaparecerán de nuestros corazones, sino que moralmente vendremos a ser gradualmente como Él, transformándonos de gloria en gloria. Contemplando al Señor en la gloria, somos levantados y puestos por encima de nuestras flaquezas y fracasos que podemos encontrar en nosotros, y de todo el mal que nos rodea, para descubrir y deleitarnos en Su perfección. Como la esposa en el Cantar de los Cantares puede decir: “Bajo la sombra del deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar” (Cant. 2:3).
En el curso de esta epístola el apóstol nos da algo del sabor de este precioso gusto. Si pasamos al capítulo 5 de esta epístola a los Corintios, leemos en el versículo 14: “Porque el amor de Cristo nos constriñe.” Aquí el amor de Cristo nos es presentado como el verdadero motivo para todo ministerio, sea para con los santos, o para con los pecadores. La más grande expresión de este amor ha sido Su muerte: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Y también leemos: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella” (Efe. 5:25). Con un tal amor ante su alma, el apóstol puede bien decir: “Para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2ª Cor. 5:15). A la luz de esta Escritura debemos bien retar a nuestros corazones a que sean motivados para actuar en esta luz en todo nuestro servicio. ¿Es el amor de Cristo que nos constriñe, o es el amor propio por nosotros? ¿Estamos viviendo para nosotros, o vivimos para Él, y así, como Él hizo, olvidarnos de nuestro yo en vistas a servir a otros en amor? El hermano Darby escribió: “¡Ay!, cuán a menudo tenemos que reprocharnos el haber estado vagando alrededor de un deber cristiano con fieles intenciones generales, pero no manando éstas de la genuina realización del amor de Cristo en nuestra alma.”
Pasando al capítulo 8, versículo 9, tenemos otra hermosa característica de Cristo, cuando leemos acerca de “la gracia de nuestro Señor Jesucristo.” El apóstol está rogando en nombre de los pobres creyentes judíos, urgiendo a los ricos santos corintios a que ayuden a los pobres creyentes a proveer para sus necesidades. En los versículos 6-7, en ambos, Pablo habla que donen como una “gracia.” A continuación presenta ante nosotros a Cristo como Aquel en quien tenemos un trascendental ejemplo de la gracia de dar. El Señor era rico, sobrepasando a toda riqueza, y para ayudarnos en nuestra gran necesidad, no solamente da, sino que tal es Su gracia que se hace pobre, para darlo todo, como nos lo declara el versículo 9 del capítulo 8 de esta epístola: “Por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con Su pobreza fueseis enriquecidos.” Cristo vino a ser pobre en Su encarnación, y Su pobreza queda testificada en el pesebre de Belén, y Su humilde hogar en Nazaret, y por lo que Él mismo dijo en los días de Su ministerio: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Luc. 9:58). Él se hizo pobre para ganar a una mujer caída, y para traer y dar los mejores dones celestiales a los pobres pecadores de este mundo; para alcanzar esto, anduvo como un necesitado y como un hombre solitario, como aparece junto al pozo de Sicar (Juan 4:4-18). En el mismo momento cuando Él nos está enriqueciendo con una fuente de agua manando para vida eterna, Él se hizo pobre a Sí mismo, tan pobre, que tuvo que pedir un sorbo de agua (Juan 4:7,14).
Pasando al capítulo 10 de esta segunda epístola a los Corintios, encontramos algún fruto más consolador, que marcó la vida de Cristo. De entrada leemos en el primer versículo de “la mansedumbre y ternura de Cristo.” El apóstol está corrigiendo el espíritu de rivalidad que había estado obrando entre los santos de Corinto, por lo cual algunos de los servidores dotados, se estaban midiendo los unos con los otros, y procurando encomendarse a sí mismos. Así que haciendo esto, estaban andando según la carne, y peleando según la carne, gloriándose de sus dones, hablando de sí mismos, alabándose de su trabajo, y empequeñeciendo al apóstol. Para corregir su vanidad y propias alabanzas, Pablo les presenta la “mansedumbre y ternura de Cristo,” quien nunca defendió Sus derechos ni a Si mismo, quien cuando Le ultrajaban, Él nunca ultrajó a nadie. El príncipe de los sacerdotes podía difamarle, pero Jesús guardó silencio. Él fue acusado falsamente ante Pilato, pero “Él nada le respondió.” Fue escarnecido por Herodes, pero “Él nada le respondió.” Será también bueno para nosotros si sufrimos difamación e insultos injustamente, poder manifestar algo del espíritu del Señor y mostrar la mansedumbre que rehusa establecer y defender nuestros derechos, nuestra dignidad y defensa propia.
Después el apóstol habla de la “ternura de Cristo”: otra de las hermosas cualidades que Él siempre exhibió en presencia de la oposición. Procurando obedecer la Palabra del Señor y manteniendo la verdad, pronto nos daremos cuenta que existen aquellos quienes se oponen y presentan cuestiones que conducen a disputas y contiendas. Pero el servidor del Señor “no debe ser contencioso,” antes actuar en el espíritu del Señor, y ser “amable para con todos, apto para enseñar, sufrido.” La dulzura de Cristo nos habla de la manera en la cual Él actuó y habló. Cuán a menudo entre nosotros, aunque nuestro motivo sea correcto, y los principios que defendemos son verdaderos, todo queda estropeado a causa de que nuestras maneras adolecen de la gracia y la dulzura necesarias. Permítasenos citar las constreñidoras palabras del salmista: “Tu benignidad me ha engrandecido” (Sal. 18:35). Nuestra vehemencia puede degenerar fácilmente en violencia, a causa de lo cual nos empequeñecemos a los ojos de los demás; en cambio, la dulzura nos engrandecerá. La violencia engendra violencia; pero la dulzura es irresistible: “El fruto del Espíritu es ... benignidad” (Gál. 5:22-23).
Finalmente, en el capítulo 12, versículo 9, de esta segunda epístola a los Corintios, leemos “del poder de Cristo.” El apóstol habla de las flaquezas del cuerpo, como fueron los insultos, necesidades, persecuciones y aflicciones. Él había aprendido por experiencia propia, que todas estas cosas son una ocasión para la manifestación “del poder de Cristo,” para preservar al creyente a través de las pruebas, elevándole por encima de ellas. Así aprendemos que cualquiera sea la prueba, “Bástate mi gracia,” y “Mi poder se perfecciona en la debilidad.”
Así que, con nuestra mirada en Cristo en la gloria, el apóstol nos recuerda las perfecciones de Cristo mientras éstas pasan ante nosotros, y son: “El amor de Cristo,” “la gracia de nuestro Señor Jesucristo,” “la mansedumbre de Cristo,” “la dulzura de Cristo,” y “el poder de Cristo.”
Contemplando a Cristo en la gloria y admirando estos hermosos rasgos morales que se nos presentan en toda su perfección, en Cristo, experimentamos que Su fruto es dulce a nuestro paladar; y casi sin apercibirlo nosotros, empezaremos a exhibir algo de Su carácter benigno, empezando así a ser transformados a Su imagen.
De esta manera el Espíritu Santo, no solamente escribe a Cristo en el corazón para que vengamos a ser epístolas de Cristo, sino que por unir nuestros corazones con Cristo en gloria, Él nos transforma a Su imagen, y de esta manera mantiene clara dicha escritura para que pueda ser leída por todos los hombres.
Qué maravilloso testimonio será si el mundo puede mirar a cualquiera pequeña compañía del pueblo del Señor y ver en ellos “amor,” “gracia,” “mansedumbre,” “dulzura” y “poder,” que les capacita para poder pasar por encima de todas las circunstancias.
Quiera Dios que podamos realizar en una más grande medida que es la mente de Dios que Su pueblo venga a ser una epístola de Cristo, para manifestarle a todos los hombres, por medio de tener a Cristo en gloria ante nosotros como nuestro único Objeto.

Siguiendo Sus Pisadas

“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis Sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en Su boca; quien cuando Le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1ª Ped. 2:21-23).
“Llevad Mi yugo sobre vosotros, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga” (Mateo 11:29-30).
En tanto que el Señor Jesús es el gran tema de todas las Escrituras, con todo, cada distinta porción nos presenta algún aspecto especial de Su Persona u obra. Los pasajes que aparecen más arriba nos presentan de manera muy bendita la apacible gracia que marcó Su senda de sufrimiento como el Hombre perfectamente sumiso a la voluntad de Dios.
En uno de los pasajes somos exhortados por el apóstol Pedro a que sigamos Sus pisadas; en el otro, los creyentes somos invitados por el mismo Señor a que aprendamos de Él. Cuán bueno será para cada uno de nosotros atender dicha exhortación y responder a Su compasiva invitación. Más para poder hacer esto, necesitamos inquirir reverentemente cuales son Sus pisadas las cuales somos exhortados a seguir, y que es lo que el Señor quiere que aprendamos de Él.
“Sus Pisadas” (1ª Pedro 2:21-23)
Primeramente oigamos la exhortación del apóstol. Llegó el día en la historia de Pedro cuando el Señor le dijo a Su restaurado discípulo, “Sígueme” (Juan 21:19). Ahora el apóstol nos pasa esta palabra a cada uno de nosotros al decirnos: “Que sigáis Sus pisadas.” En el cristianismo y aun entre los verdaderos cristianos, las palabras “que sigáis Sus pisadas” son usadas de una manera vaga y descuidada. También entre los inconversos se toman estas palabras, malinterpretándolas para apoyar el pensamiento de que si los hombres observan y llevan a cabo los preceptos expuestos en el sermón del monte, ellos serán unos buenos cristianos, y, por tanto, pueden estar seguros de la salvación de sus almas. Probablemente los que tan ligeramente dicen esto, en cuanto a seguir Sus pisadas, les parecerá una pérdida de tiempo el mirar las Escrituras en las cuales se habla de esta exhortación, y mejor prefieren su propia interpretación de tales palabras, antes que inquirir el significado con que son usadas por el Espíritu Santo.
Volviendo al pasaje donde ocurre la exhortación, aprendemos de una vez por su contexto que estas palabras son dirigidas a los creyentes—a aquellos de los cuales el apóstol puede decir: “Obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas” (1ª Ped. 1:9). Es pues evidente que en esta Escritura no hay ninguna exhortación para que un pecador siga Sus pisadas con miras de obtener la salvación. Aparte de la muerte expiatoria de Cristo, y la fe en Su preciosa sangre para la purificación de los pecados, no puede haber salvación para el pobre y desvalido pecador. En las Escrituras, Dios nunca usa “Sus pisadas” para poner de lado “Su obra.”
La exhortación “que sigáis Sus pisadas” es pues dirigida a los creyentes, y además es usada con un muy distinto significado. Cual sea este significado lo aprendemos de cuatro distintos pasos que se nos presentan ante nosotros. Es evidente que la gran obra que el Señor hizo en Su maravillosa vida, nosotros jamás la podríamos llevar a cabo, ni se nos pide que la hagamos. Él hizo obras portentosas, aun hasta resucitar a muertos; Él habló como ningún hombre había hablado jamás. Es claro pues que en este aspecto no somos llamados ni exhortados a seguir Sus pisadas. Los cuatro pasos a los cuales somos exhortados a seguir son posibles llevarlos a cabo por los creyentes, desde el más joven al más anciano.
“No Hizo Pecado”
Primero, se nos recuerda que Él “no hizo pecado.” También sabemos que Él “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38); y en esta misma epístola somos exhortados una y otra vez a que hagamos buenas obras, y practiquemos el bien. Pero aquí la exhortación toma una forma negativa; debemos seguir Sus pisadas al respecto de que Él no hizo pecado. Suceda lo que suceda, en cualquiera circunstancias que se puedan presentar, cualquier desaire que podamos recibir, cualquier daño que tengamos que sufrir, cualquiera sean los insultos que tengamos que soportar, nosotros no debemos pecar. Es comparativamente fácil hacer el bien, como benefactores, proveer a las necesidades de los demás; pero considerando que la carne está todavía en nosotros, muchas veces es difícil no pecar. Es algo más grande no cometer pecado al tratar con circunstancias negativas (v.g. cuando nos insultan, nos dañan, etc. etc.), que hacer el bien en las circunstancias que nos son fáciles. El Señor fue perfecto en todas las circunstancias, y cualquiera que sean las circunstancias por las cuales tengamos que pasar, nuestro primer cuidado debe ser seguir las pisadas del Señor, y mantener Su carácter en nosotros a este respecto para no pecar. Es mejor sufrir el daño que pecar; mejor perder nuestra capa que abandonar el carácter de Cristo.
“Ni Se Halló Engaño En Su Boca”
En segundo lugar, leemos: “Ni se halló engaño en Su boca.” Aunque fue tratado violentamente por los hombres malvados, Él no presentó ninguna protesta, ni respondió con violencia; ni una palabra salió de Su boca, manteniéndose imperturbable ante el daño que recibía. ¡Ay!, cuantas veces se esconden la envidia y malicia en nuestras blandas palabras cual la mantequilla y suaves cual el aceite. Con Él, nunca se escondieron ningunos malos motivos detrás de Sus buenas palabras. En cambio, sí que fueron palabras fraudulentas las de los religiosos fariseos, al preguntarle, “¿Es lícito dar tributo a César, o no?”—pues leemos: “Los fariseos .  .  . consultaron cómo sorprenderle en alguna palabra” (Mat. 22:15-18). Con la carne morando en nosotros es posible tratar de sorprendernos el uno al otro con suaves discursos, y aparentemente inocentes preguntas. ¡Ay!, también podemos atacarnos encubiertamente unos a otros en las propias palabras que dirigimos a Dios en públicas oraciones. Cuán conveniente es, pues, y necesaria la exhortación de seguir en esto las pisadas de Aquel en quien no fue hallado “engaño en Su boca.”
“No Respondía Con Maldición”
En tercer lugar, se nos hace memoria de que el Señor fue Aquel “quien cuando Le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba.” En presencia de insultos, falsas acusaciones y maliciosas imputaciones, Él guardaba silencio. Cuando fue acusado ante el consejo judío, “Jesús callaba” (Mat. 26:63). Ante las acusaciones de los judíos, en presencia de Pilato, “nada respondió.” Y al mismo Pilato “Jesús no le respondió ni una palabra.” Aunque Herodes, quien Le menospreció, y se burló de Jesús, Le hiciera muchas preguntas, “Él nada le respondió” (Mat. 26:63; 27:12,14; Luc. 23:9). Cuán bueno será para nosotros que, siguiendo Sus pisadas, al hallarnos en presencia de palabras maliciosas de parte de la gente, vengan de donde vengan, guardemos silencio. De acuerdo a lo que tenemos en otras Escrituras, es claro que los cristianos deben “redargüir,” “exhortar,” y aun “reprender,” pero nunca deben maldecir, injuriar ni amenazar.
“Encomendaba La Causa ... ”
En cuarto lugar, el Señor “encomendaba la causa al que juzga justamente.” Él no hacer pecado, no haber engaño en Su boca, guardar silencio en presencia de palabras maliciosas, tienen un carácter negativo. Esta última pisada, si guardamos silencio en presencia de insultos, no es que no haya una respuesta al mal y a la malicia, pero más que una respuesta, es dejar el asunto en manos de Dios. Nunca debemos intentar tomar venganza contra el que nos ofende. Dios tiene en Sus propias manos la venganza. Él ha dicho: “Mía es la venganza, Yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a Su pueblo” (Heb. 10:30). Nuestra parte es pues seguir las pisadas del Señor Jesús, y en presencia de insultos, encomendarnos a Él quien juzga justamente, acordándonos de la palabra que dice: “No os venguéis vosotros mismos ... sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, Yo pagaré, dice el Señor” (Rom. 12:19). Una vez más debemos recordar las palabras del profeta, diciendo: “Bueno es Jehová a los que en Él esperan, al alma que Le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová” (Lam. 3:25-26).
Aquí tenemos, pues, cuatro pasos andados por el Señor con toda perfección, a los cuales somos exhortados a seguir. En todas estas pisadas no tenemos ninguna mención hecha sobre el ministerio, ni a ninguna forma de servicio que pueda ser una manifestación en este mundo, o que pueda hacernos prominentes entre el pueblo de Dios. Siendo esto así, podríamos decir a la ligera, al leer estas exhortaciones, que el no hacer el mal, el no hablar con engaño, guardar silencio ante los insultos, y encomendarnos a Dios, no parece que sea ello una gran cosa. Pero, sin embargo, si llevamos todas estas cosas a la práctica, y seguimos Sus pisadas, será visto, con toda seguridad, que nuestros hermanos no estarán descontentos de nosotros. Siguiendo pues nosotros estas pisadas, los demás podrán ver en nosotros la más maravillosa visión que puede ser contemplada en este mundo y en un cristiano—podrán ver A UN HOMBRE SEMEJANTE A CRISTO.
La Necesidad De Las Cuatro Pisadas
No quiera Dios que seamos demasiado limitados en el verdadero servicio para Cristo, pero no olvidemos que podríamos viajar a lo largo y ancho de este mundo en nuestro servicio para Él, y predicar el evangelio a millares de seres, y ser nuestros nombres bien conocidos en los círculos religiosos, y nuestro servicio aparecer en los periódicos, y con todo esto, contar poco para la mirada de Dios, si carecemos de las antes mencionadas cuatro pisadas. Permítasenos recordar que podríamos hablar en lenguas de ángeles, y con todo, ser nada. Es posible que en los días venideros, que miles de nuestros sermones, de los cuales, tal vez, nos enorgullecemos, y por los cuales nuestros hermanos nos han alabado, vengan a no ser otra cosa que polvo y cenizas, si nos hemos olvidado enteramente de que cualquier pequeño rasgo de Cristo brilla en nuestras vidas, con toda su belleza y reciba su brillante recompensa. Es posible que estas cuatro pisadas no nos coloquen a la mirada o consideración en el día de hoy, pero éstas nos introducirán en el reino de la gloria futura. Hay una palabra que debemos recordar muy bien: “Muchos primeros serán postreros, y los postreros, primeros” (Mar. 10:31).
“Aprended De Mí” (Mateo 11:29-30)
Nos ayudará mucho a cumplir la exhortación del apóstol para que “sigamos las pisadas del Señor” si atendemos a las palabras dichas por Jesús: “Aprended de Mí.” Para aprender del Señor, debemos considerar “a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo” (Heb. 12:3).
En los primeros capítulos del evangelio de Mateo, vemos al Señor en medio del pueblo de Israel, derramando gracia y poder en cada mano, liberando a la gente que estaba bajo cualquier presión de la cual se encontraban. El Señor Jesús sanó a los enfermos, alimentó a los hambrientos, vistió a los desnudos, libertó del poder de Satanás, perdonó pecados y resucitó a los muertos. Como resultado de ello, los hombres lucharon contra Él sin causa alguna, devolviéndole mal por bien, y Le odiaron por Su amor (Sal. 109:5). Se rieron de Él con escarnio, y dijeron de Él que “por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios,” y que era un “comilón y bebedor de vino” (Mat. 9:20-34; 11:19).
En presencia de la contradicción de los pecadores, del aborrecimiento que menospreció Su amor, y del daño que desdeñó Su bondad, ¿cómo actuó el Señor? Leemos que en presencia de tal enemistad, Él se entregó a Sí mismo a la oración: “En pago de Mi amor Me han sido adversarios; mas Yo oraba” (Sal. 109:4). En vez de revoltarse contra Sus enemigos y en vez de injuria a los que Le injuriaban, Él se volvió hacia Dios en oración, y se encomendó a Sí mismo a Aquel quien juzga justamente.
Ante el desprecio, desdén, e injurias,
Tu gracia paciente se mantuvo fiel:
La malicia del hombre desbordada
Te hizo gustar la amarga hiel.
Así pues, en esta maravillosa escena descrita en Mateo 11, la cual resume el efecto de Sus vehementes palabras en medio de Israel, se nos permite ver cómo el Señor obra cuando es rechazado y despreciado por los hombres, y Le oímos decir: “Sí, Padre, porque así Te agradó” (v. 26). Él se somete enteramente a la voluntad del Padre, aceptando todo cuanto viene de Su mano. Entonces, teniendo ante nosotros a Él mismo como perfecto ejemplo, Le oímos decirnos: “Llevad Mi yugo sobre vosotros, y aprended de Mi” (v. 29).
El significado que siempre tiene en las Escrituras el “yugo” es la sumisión a la voluntad de otro. Desde su principio hasta el final de la maravillosa senda del Señor a través de este mundo, el Señor, como el Hombre perfecto, estuvo aquí para cumplir la voluntad del Padre. Viniendo a este mundo, pudo decir: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer Tu voluntad.” Pasando a través de este mundo, pudo decir: “He descendido del cielo, no para hacer Mi voluntad, sino la voluntad del que Me envió”; y aun una vez más dice: “Yo hago siempre lo que Le agrada.” Y al partir de este mundo también dijo, teniendo la cruz ante Sí: “No se haga Mi voluntad, sino la Tuya” (Heb. 10:7,9; Juan 6:38; 8:29; Luc. 22:42).
Nuestras cotidianas circunstancias, por penosas y dolorosas que puedan ser, no son nada, comparadas con las que el Señor tuvo que afrontar. Pero cualquiera que sean las circunstancias que hayamos de atravesar, somos exhortados a llevar el yugo del Señor, sometiéndonos a lo que el Padre permita, sin réplicas ni quejas.
“Manso Y Humilde De Corazón”
Además el Señor nos dice, “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”; Él no fue solamente manso y humilde en Sus maneras, sino que Él fue “manso y humilde de corazón.” La justa manera en que el hombre puede ver es comparativamente fácil llevarlo a cabo, pero la buena condición del corazón, la cual solamente el Señor puede conocer, solamente se puede obtener acudiendo al Señor en oración y sometiéndose a la voluntad del Padre. Por naturaleza, no somos mansos y humildes. En vez de ser mansos, dando lugar a otros, nos imponemos a nosotros mismos; en vez de pensar con humildad acerca de nosotros, estamos por naturaleza inclinados a considerar nuestra propia importancia. Para corregir todas estas tendencias naturales de la carne, el Señor nos exhorta a que hagamos como Él ha hecho, al decirnos: “Aprended de Mí.” Contemplando al Señor, y admirando esas preciosas cualidades Suyas, sin apercibirnos de ello, somos transformados a Su imagen. Venimos a ser como Aquel al cual admiramos. Pero, ¡ay!, el hecho de que muy a menudo somos tan poco parecidos a Él, manifiesta muy claramente, cuán poco Le tenemos a Él mismo ante nuestras almas y cuán poco aprendemos de Él.
Tomando Su yugo y aprendiendo de Él, hallaremos el descanso para nuestras almas. Si estamos ocupados con nuestras circunstancias por las cuales podamos pasar, angustiando nuestras almas por los insultos que pueden caer sobre nosotros, los disgustos que nos pueden causar los falsos amigos, la malicia de personas envidiosas, el tomar Su yugo, sometiéndonos a la voluntad del Padre, ésto nos dará el descanso a nuestras almas. Sometiéndonos a lo que el Padre permita que pasemos, y asiéndonos al bendito espíritu de Cristo en toda Su mansedumbre y humildad, aprendiendo de Él, gozaremos del descanso de espíritu, lo cual fue siempre la porción de Cristo en un mundo agobiado.
Además, si tomamos Su yugo, sometiéndonos así a la voluntad del Padre, comprobaremos que Su yugo es fácil y ligera Su carga. Siguiendo Sus pisadas, no cometiendo pecado, hablando sin engaño, no dando respuesta a los insultos, y encomendándonos a Dios, tendremos Su apoyo como unidos a Su yugo en sumisión a la voluntad del Padre. Y con Su apoyo y en sumisión con Él, realizaremos que en verdad son ciertas Sus palabras que nos dicen: “Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga.”
Entonces, mientras leemos estas Escrituras, somos hechos conscientes que el apóstol Pedro no nos exhorta a que demos pasos imposibles; y el Señor no nos pide que aprendamos lecciones imposibles de aprender. Pedro nos exhorta a “no cometer pecado,” “no hablar con engaño,” “permanecer callados ante los insultos” y “encomendarnos a Dios.”
El Señor nos pide que aprendamos de Él, en sujeción a la voluntad del Padre, en mansedumbre, pensando en los demás, y en humildad la cual no piensa sólo en sí mismo.
Maravillados de verte humilde,
¡Oh haznos ser más cual Tú, Jesús!
Nuestro descanso y placer sublime
Hallando en Ti, al mirarte en la cruz.

A Sus Pies

De todos los discípulos de Cristo que han pasado ante nosotros en la narración de los evangelios, tal vez no haya habido ninguno tan destacado por un tan singular devoto corazón para Cristo como María de Betania. Nunca la vemos procurando algo para su propio “yo,” sino buscando siempre a Cristo; por tanto, en las tres ocasiones que nos es presentada, la encontramos a los pies de Jesús.
La vemos por primera vez en el hogar de su hermana en Betania, cuando el Señor de la vida entró en ese hogar, y María se sentó a Sus pies como un discípulo ante su maestro (Luc. 10:38-42). Más tarde, cuando la muerte visitó ese hogar, la vemos a Sus pies como una persona dolorida (Juan 11). Y por último, cuando unos pocos de Sus amados hicieron una cena para el Señor, quien acababa de manifestar el poder de Su resurrección y gloria, la encontramos a Sus pies como un adorador (Juan 12:1-9).
Ella no solamente sabía que el Señor era el Gran Maestro que venía de Dios, Aquel quien podía sentir simpatía por nosotros en nuestras penas, y el Objeto de nuestra adoración, sino que había experimentado Sus enseñanzas, sentido Su simpatía por nosotros, y adorado a Sus pies.
Cuán bueno será para nosotros si, como el apóstol Pablo, podemos cada uno de nosotros decir que el deseo de nuestro corazón es, y cuanto hagamos sea “a fin de conocerle” (Fil. 3:10). Podemos conocer mucho acerca de Cristo, pero en orden a conocerle a ÉL MISMO, debemos estar en Su compañía y a Sus pies, conocer Su mente por medio de Su Palabra, experimentar Su simpatía, y adorarle y reverenciarle en Su presencia. Es verdad que el Señor se deleita en honrar a aquel que Le honró en el día de Su rechazo, pues Él mismo dijo “que donde quiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mat. 26:13; Mar. 14:9). Pero la historia de María ha sido también narrada para nuestro provecho, pues que toda la Escritura es dada por Dios para nuestra instrucción. Tratemos pues nosotros, al leer la historia de María, sacar provecho de su humilde y devota vida.
A Sus Pies Como Discípulos (Lucas 10:38-42)
Si como pecadores hemos estado a los pies del Salvador, descubriendo que a pesar de todos nuestros pecados, Él nos ama y murió por nosotros, entonces, si queremos progresar espiritualmente—si queremos ser un vaso e “instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2ª Tim. 2:21)—la “una cosa necesaria” (v. 42) como creyentes es tomar nuestro lugar a Sus pies y escuchar Su Palabra.
Esta sencilla pero importante verdad nos es presentada en un ambiente hogareño, en los últimos cinco versículos de este capítulo diez de Lucas. Se nos dice que andando en Su camino hacia Jerusalén, el Señor llegó a una aldea y que cierta mujer llamada “Marta Le recibió en su casa” (v. 38). Esta mujer abrió gustosamente su casa al Señor, e inmediatamente se ocupa en servirle en sus necesidades corporales. Esto fue, desde luego, algo precioso y correcto en su debido lugar; y también la narración nos muestra claramente que había mucho del “yo” de Marta en su servicio. Ella no deseaba que todo el peso de este servicio recayese sobre ella, y se sentía apesadumbrada por haber sido dejada sola para servir. No se daba cuenta que omitía una cosa importante en su servicio.
La cosa necesaria—una cosa que le faltaba a Marta—era sentarse a los pies de Jesús y escuchar Su Palabra. Sin duda alguna, Marta amaba al Señor y servía al Señor con toda su energía y mejor celo; pero su celo no era conforme con el conocimiento. Ella se ocupó de inmediato con su trabajo sin haber estado primeramente un rato en la compañía del Señor, y en comunión con Él, y por consiguiente sin haber sido instruida en la mente del Señor por medio de Su Palabra. Como resultado de todo ello, Marta estaba “afanada y turbada” con “muchas cosas” de tal manera que se quejaba acerca de su hermana, incluso pensando en sí misma que el Señor era indiferente a sus ocupaciones.
¡Ay!, ¿no es verdad que nosotros actuamos muchas veces como Marta? Sentimos que debemos ejercer nuestro servicio de acuerdo a nuestros propios pensamientos, o bajo la dirección de otros. Desde la mañana hasta la noche procuramos ocuparnos en un continuado círculo de actividades, y con todo ello, descuidamos la “una cosa necesaria”—estar a solas con el Señor, y en comunión con Él, escuchar Su Palabra y conocer Su mente. Por tanto, no es de maravillar que estemos “distraídos, afanados, y turbados con muchas cosas,” y nos quejamos acerca de otros. Por desgracia, la verdad es que nos es más fácil ocuparnos días enteros en un ámbito de activo servicio que pasar media hora a solas con Jesús.
En cambio, en María vemos al creyente que “ha escogido la buena parte.” Algunas veces ha sido dicho que María escogió la mejor parte, como siendo la parte de Marta buena, pero que la de María era mejor. No es esto lo que el Señor dice. Él dice definitivamente que la parte de María era “la buena parte,” por cuanto ella escogió la “una cosa necesaria”—sentarse a Sus pies y escuchar Su Palabra.
Entonces queda claro que María tuvo una más penetrante percepción de los deseos del corazón de Cristo que su hermana. Alguien dijo que la mirada de Marta vio Su cansancio, y quiso dar algo al Señor. Mas la fe de María vio y percibió Su plenitud, y quise recibir de Él.
Marta pensó solamente del Señor que era uno que requería algo de nosotros; en cambio María discernió que más allá de todo servicio del cual Él es tan digno, el deseo de Su corazón, y el gran propósito de Su venida a este mundo ha sido el darnos alguna cosa a nosotros, “La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17), y al final de Su senda, el Señor pudo decir: “Las palabras que Me diste, les he dado” (Juan 17:8). La salvación nos ha sido traída por la Palabra de Dios (Hech. 13:26), por esta misma Palabra somos nacidos de nuevo (1ª Ped. 1:23), por la Palabra de Dios somos santificados (Juan 17:17), y por la Palabra de Dios somos instruidos en toda la verdad de Dios: “A fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2ª Tim. 3:15-17).
No queremos decir que Marta quiso hacer buenas obras sin haber sido antes instruida enteramente por la Palabra de Dios. De María aprendemos esa comunión con Cristo y que la instrucción en la Palabra de Cristo debe preceder a todo servicio que sea aceptable a Cristo. Él se deleita en esto; que a su debido tiempo y manera lo sirvamos a Él; pero por encima de todo, Él se deleita el tenernos en Su compañía para que podamos recibir algo de Él.
Habiendo María escogido la buena parte, el Señor no aceptó que su hermana hiciese ninguna queja que pudiese minimizar dicha elección—la cual no le sería quitada. Así también en los últimos tiempos de la historia de la iglesia sobre la tierra, el Señor alaba a los santos de la iglesia de Filadelfia, no por grandes actividades que le pudieran dar un lugar prominente ante el mundo, sino por que ellos guardaron Su Palabra (Apoc. 3:8). Como siglos ha hizo María, ellos se ocuparon más en Su Palabra que en sus obras. No es que María no hubiese hecho obras, pues habiendo escogido esta “buena parte,” a su debido tiempo el Señor la alabó por haber hecho “una buena obra” (Mat. 26:10). Así también a los santos de Filadelfia, a quienes alabó por “haber guardado Su Palabra,” puede decirles: “Yo conozco tus obras” (Apoc. 3:8).
Ya de antiguo y de esta misma manera, Moisés pudo decir del Señor: “Aun amó a Su pueblo; todos los consagrados a Él estaban en Su mano; por tanto, ellos siguieron en Tus pasos, recibiendo dirección de Ti”—recibiendo Sus palabras (Deut. 33:3). Esto nos presenta una preciosa figura de la verdadera posición del pueblo de Dios—sostenidos por la mano del Señor, sentados a los pies del Señor, y escuchando las palabras del Señor. Seguros en Sus manos, descansando a Sus pies, y conociendo Su mente. Procuremos pues todos nosotros escoger esta “buena parte,” y a su debido tiempo y orden hagamos las buenas obras.
A Sus Pies Como Dolientes (Juan 11:32)
En la conmovedora escena que nos presenta el capítulo once de Juan, de nuevo oímos de las dos hermanas, Marta y María. Una enfermedad terminó en muerte, proyectando sus sombras sobre este hogar. Lázaro, el hermano de Marta y María, fue arrebatado por la muerte.
En su tribulación ellas acuden directamente al Señor como su infalible recurso, y muy afectadas ellas, Le recuerdan el amor del Señor por Lázaro su hermano, pues ellas Le envian un mensaje, diciendo: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (v. 3). Esto era cierto en verdad; el Señor amaba a Lázaro, pero también se nos dice por añadidura que “amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5). Y mientras la narración va siguiendo, nos es dado ver el camino que el amor usa en orden a manifestar, de un lado, la gloria del Hijo de Dios, y del otro, las compasiones del corazón de Jesús.
Más adelante, vamos a ver de nuevo la diferencia que existe entre estas dos piadosas mujeres. Marta, quien en la primera ocasión había estado turbada a causa de su servicio, cuando el Señor de la vida y la gloria visitó su casa, se encuentra ahora desdichada e inquieta cuando la muerte ha llegado a su hogar. María, quien en el primer día estuvo escuchando Su Palabra, puede ahora quietamente esperar al Señor para hablar y actuar de acuerdo a lo que Él dictamine. Así que leemos: “Entonces Marta, cuando oyó que Jesús venía, salió a encontrarle; pero María se quedó en casa” (v. 20). Mas tan pronto como le fue dicho a María: “El Maestro está aquí y te llama” (v. 28), María actúa enseguida en obediencia a Su Palabra, pues leemos de ella: “Cuando lo oyó, se levantó de prisa y vino a Él” (v. 29).
“María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró a Sus pies” (v. 32). Por segunda vez, esta devota mujer es hallada en una posición humilde, sobre un terreno de sumisión, a los pies de Jesús. Los judíos, malinterpretando su acción, dicen, “Va al sepulcro a llorar allí” (v. 31). Ella estaba haciendo algo mucho mejor; aquello que solo la fe puede hacer; ella fue a llorar a los pies de Jesús. El ir a llorar ante el sepulcro de un ser querido es algo que también el mundo puede hacer, pero ello no proporciona ningún consuelo al corazón doliente. Pero llorar a los pies de Jesús es hallar el consuelo de Su amor, porque llorando a los pies de Aquel que, a Su debido tiempo, puede resucitar a nuestros muertos, puede también en el entretanto consolar nuestros corazones. Así aconteció que María, quien había estado a Sus pies como un discípulo, es hallada ahora a Sus pies como una doliente.
Es una cosa a remarcar que en esta conmovedora escena no se registra que ninguna palabra fuese pronunciada por el Señor a María. Lo único que se nos dice es que, en presencia de este gran dolor, “Jesús lloró” (v. 35).
Los judíos malinterpretaron esas lágrimas, como siendo una muestra del amor del Señor por Lázaro, diciendo: “Mirad como le amaba” (v. 36). Sin duda alguna que El amaba a Lázaro, pero no había aquí ninguna necesidad de llorar por alguien que estaba a punto de ser resucitado de los muertos. Era el dolor de Jesús por los vivos que Le hizo derramar Sus lágrimas, de acuerdo a lo que leemos: “Jesús entonces, al verla llorando ... se estremeció en espíritu y se conmovió” (v. 33), y tal emoción halló su desahogo en lágrimas, pues, “Jesús lloró.”
Leemos ya de antiguo acerca de Jehová que “El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas” (Sal. 147:3). Y con el propósito de sanar a los quebrantados de corazón, el Señor fue hecho carne, y derramó Sus lágrimas para enjugar las nuestras, e hirió Su corazón para vendar nuestros corazones quebrantados.
Y Jesús es todavía el mismo: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Heb. 13:8). En nuestras penas y duelos, y cuando nuestros seres queridos nos son arrebatados por la muerte, siempre aprendemos que nuestro único, real, y permanente consuelo se encuentra en arrodillarnos a Sus pies, y derramar nuestro dolor en la presencia de Aquel que una vez lloró con aquella mujer cuyo corazón estaba quebrantado por el duelo y el dolor.
A Sus Pies Como Adoradores (Juan 12:1-8)
Esta hermosa escena que nos es presentada al principio del capítulo doce de Juan tiene lugar exactamente seis días antes de la cruz. La devota vida del Señor, en la cual el “yo” siempre fue puesto de lado, para servir a los demás en amor, se acerca a su fin. En cada paso de Su senda, el Señor fue derramando bendiciones—esparciendo un festín, por así decirlo, por todo el mundo. Ahora aquí, cercano al fin de Sus días en este mundo, unos pocos de los Suyos a quienes amaba Le hicieron una fiesta, o como leemos: “Le hicieron allí una cena” (v. 2).
Cristo vino a este pobre y necesitado mundo como el Gran Dador, sin embargo no fue común que alguien Le diera algo a Él. Una vez, al principio de Su camino, unos magos “Le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra,” y postrándose a sus pies, “Lo adoraron” (Mat. 2:1,11). Y aquí, al final de Su senda tenemos que estos amados del Señor Le hicieron una cena, y de nuevo, una persona es hallada a Sus pies con sus dones como adoradora.
Y también es verdad que en otra ocasión, “Leví Le hizo gran banquete en su casa.” Allí el Señor se sentó entre “mucha compañía de publicanos y de otros” (Luc. 5:29), en orden a dispensar bendiciones a los pecadores. En cambio en la casa de Betania donde ahora Le vemos Él se sienta en compañía de unos pocos de los Suyos para recibir el homenaje de estos santos.
Ellos hicieron esta cena expresamente para Cristo—siendo para cada corazón Él el Centro y el Objeto de la fiesta. Lázaro y otros estaban presentes, pero leemos “que estaban sentados a la mesa con Él” (v. 2). La cena era para Él, y los invitados estaban “con Él.” La gloria y la grandeza de la ocasión era que el Hijo de Dios estaba presente.
De nuevo las dos hermanas, Marta y María, están presentes. Marta sirve, pero ahora ya no se halla turbada por su servicio, o quejándose de los demás. Ella piensa solamente en Aquel para quien ellos hacen la cena. Y por tercera vez María es hallada a los pies del Señor, ya no para recibir Sus palabras y simpatía, sino para ofrecerle la adoración de un corazón que Le ama, por medio de sus dones, sus actos, su actitud, y por la liberalidad de su espíritu de adoración.
Dirigida por su apego al corazón de Cristo, María se sentó a Sus pies, escuchó Sus palabras y aprendió algo de Su mente. Así que ahora vemos que ese afecto para con Cristo es el secreto de todo verdadero servicio. Movida por ese amor por Cristo, ella hace lo que es correcto en el momento preciso. Ella pudo dejar el ungüento en el frasco de alabastro, y ofrecérselo tal cual a Cristo, pero eso no hubiera producido el mismo honor para el Señor. María derrama el perfume sobre Sus pies, haciendo así lo que es correcto para esta ocasión. María podía haber derramado el ungüento más pronto en la vida de Cristo, pero ella espera hasta que la hora de Su partida hacia la cruz y hacia la sepultura han llegado. Movida por los instintos del amor lleva a cabo el apropiado acto en el momento requerido, como el mismo Señor puede decir: “Para el día de Mi sepultura ha guardado esto” (v. 7). Cristo era el todo para María. Cristo era su vida, y todo cuanto ella tenía se lo ofreció a Él: el costoso ungüento “de mucho precio,” y los cabellos de su cabeza—la gloria de la mujer (1ª Cor. 11:15)—son usados para el honor de Cristo. Aquí María no Le honra por todo cuanto Él había hecho, o por lo que iba a hacer, sino que ella se postra a Sus pies como una adoradora a causa de todo lo que el Señor es.
Actuando de esta manera, ella honra a Aquel que el mundo había rechazado y que iba a clavarlo en una cruz. Por tanto, ella se olvida de sí misma y en Sus bendiciones, y piensa solamente en Cristo. Qué gran bendición será, si cuando nosotros Le preparamos una cena, podemos en un mismo espíritu de adoración cada uno de nosotros pasar por alto el mirarnos a nosotros mismos y nuestras bendiciones, y no ver a nadie más, sino a sólo Jesús y Su gloria.
Actuando nosotros así, como lo hizo María en su día, seremos incomprendidos por el mundo, y aun por muchos verdaderos discípulos, pero nosotros debemos también como María, tener la aprobación del Señor. A los ojos del mundo, su acto fue un mero despilfarro. Así mismo en el cristianismo de hoy, la cristiandad es vista meramente como un sistema para hacer del mundo un lugar mejor y más hermoso. Para ellos, la primera y gran meta es el beneficio del hombre; todo lo demás es para ellos un inútil despilfarro. En una de Sus parábolas el Señor compara el reino de los cielos como a “un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo.” Es en el espíritu de esta parábola que los discípulos Le hicieron una cena al Señor, y María honró al Señor. Y aunque el mundo puede condenarlo, el Señor lo aprueba, diciendo: “Buena obra Me ha hecho” (Mar. 14:6). Y de manera tan alta el Señor aprecia esta obra de María que Él añade: “Dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mat. 26:13).
Y sobre esto el Señor puede decir: “A Mí no siempre Me tendréis” (Mat. 26:11). Será nuestro privilegio y gozo nuestro el adorarle a Él en la gloria, pero fue el privilegio de María, y también es el nuestro, el adorar al Señor en este mundo en el cual Él es rechazado, y en faz del menosprecio y reproche de los hombres. María tomó la ocasión de rendirle este homenaje y precioso servicio. Como alguien ha dicho: “Ella nunca podría repetirlo en la eternidad. ... El amor encontrará entonces nuevas maneras de expresarse a sí mismo al Señor. Pero ello no es lo que Él espera ahora de nosotros. Allí no habrá el ‘yo’ para ser negado, ninguna cruz que tomar, ni mundo que renunciar, ningún reproche que soportar entonces.”
Cuán bendito fue también que el efecto de su acto de devoción por Cristo, como leemos: “La casa se llenó del olor del perfume” (v. 3). Lázaro podía mantener dulce comunión con Cristo, y Marta podía servirle, pero el acto de adoración de María, el tal fue tan precioso para el corazón de Cristo, que fue también un gozo para todos aquellos que estaban en la casa. Todo cuanto rinde honor a Cristo, conlleva bendición para los demás.
Podemos conversar bien con Cristo acerca de muchas cosas, como podemos servirle bien de muchas maneras, pero la adoración que hace de Cristo “el Todo,” sobrepasa en mucho todo lo demás en el día que le hacemos a Él una cena. De esta misma manera lo será en aquel gran día cuando todos los redimidos serán reunidos en el hogar, en la casa del Padre. Será cantada una nueva canción, la cual rendirá alabanza al Señor por todo cuanto ha hecho. Cielo y tierra se unirán para celebrar Su gloria, pero sobre todas las cosas leemos de aquellos quienes “se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos” (Apoc. 5:14). Mucho más allá de toda la gran obra que Él ha efectuado, y mucho más allá de toda la gloria que Él ha adquirido, Él será adorado por todo cuanto Él es. Entonces nosotros podremos cantar:
El corazón es satisfecho; no puede pedir más;
El “Yo” es anulado, y todo humano pensar;
Cristo es el claro Objeto que llena el corazón
En excelso amor que adora—su eternal porción.

El Señor Es Tu Guardador

Salmo 121
En este precioso salmo tenemos las experiencias de un creyente el cual, estando en medio de pruebas y tribulaciones, encuentra en el Señor su ayuda y sus inagotables recursos. El primer versículo que es realmente una pregunta, dice: “Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro?”
Este temeroso hombre de Dios se encuentra enfrentado a pruebas, tribulaciones, y dificultades, dándose cuenta que no tiene ningún poder en sí mismo para afrontar tales circunstancias, y siente la necesidad de “ayuda.” El gran recurso de la debilidad, cuando se encuentra delante de la prueba es, muy a menudo, la confianza en sí mismo, la cual nos conduce a pensar que podemos afrontar la prueba con nuestras propias fuerzas y con nuestra propia sabiduría. No obstante, tenemos que aprender, y puede que sea como lo fue de antiguo, por el apóstol Pedro, por medio de amargas experiencias, que, ante las pruebas y tentaciones, no tenemos ningún poder en nosotros mismos. En cada paso que damos en ellas, necesitamos un ayudador que nos sustente en la prueba y que nos conduzca a través de ella.
Una vez comprendida por el salmista esta necesidad de ayuda, la cuestión es para él, “¿De dónde vendrá mi socorro?” Parece ser que él se encuentra rodeado de montes, que se muestran fuertes y poderosos, imponentes e inamovibles, como si los tales fuesen aparentemente lo único en el mundo firmemente establecidos en fortaleza, e inexpugnable a cualquier enemigo. Pero, ¿podemos confiar en cualquier criatura, o recursos humanos, para que nos ayuden? El profeta Jeremías nos dice: “Ciertamente vanidad son los collados, y el bullicio sobre los montes; ciertamente en Jehová nuestro Dios está la salvación de Israel” (Jer. 3:23). Una vez realizada por el salmista su necesidad de ayuda, y sabiendo que toda ayuda por parte del hombre es vana, el hombre temeroso de Dios huye de la criatura, y acude al Creador, y muy piadosamente asegura: “Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra” (v. 2).
El salmista no se extiende en argumentos sobre su conocimiento de la verdad cardinal que en Dios hay pronta ayuda, sino que simple y llanamente dice en su fe personal, “Mi socorro viene de Jehová.”
En el resto de los versículos de este salmo, el Espíritu de Dios responde ampliamente a esta fe simple, dándonos toda una exposición de Sus bendiciones para aquel quien acude al Señor para que le ayude. El principal pensamiento en estos versículos es el constante cuidado del Señor. El término “guardar” es la palabra característica de este salmo. Debemos notar que esta reconfortante y consoladora palabra aparece seis veces en los seis últimos versículos. A continuación, entremos a considerar siete importantes promesas de bendición.
1. “No Dará Tu Pie Al Resbaladero” (V. 3).
Lo primero que el alma aprende es que, buscando la ayuda del Señor, será guardada en medio de todos los peligros. Pueden venir días en que tenga que afrontar repentinos peligros, el fruto de los cuales sea alguna desolación; entonces, cuán bendito será escuchar la voz del Señor confortándonos, decir: “No tendrás temor de pavor repentino, ni de la ruina de los impíos cuando viniere, porque Jehová será tu confianza, y Él preservará tu pie de quedar preso” (Prov. 3:25-26). Si apartamos nuestra mirada del Señor, y nos ocupamos en considerar la pasajera prosperidad del impío, es posible que tengamos que exclamar, como el hombre del Salmo 73:2: “En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos.” Por el contrario, si miramos al Señor, regocijándonos en Él, podremos exclamar con alegría, como hizo Ana siglos ha: “Mi corazón se regocija en Jehová. ... Él guarda los pies de Sus santos ... porque nadie será fuerte por su propia fuerza” (1º Sam. 2:1,9).
El camino que estamos atravesando puede que sea escabroso en algunos tramos, ya que el enemigo tratará de oponerse a nuestra marcha con sus insidias, artimañas y astucia; pueden abundar las tentaciones y aparecer dificultades—siendo todas éstas, pruebas que el Señor puede permitir—pero existe una cosa que Él no permitirá; Él no dejará que los pies de aquellos que confían en Él se salgan del camino que conduce a la gloria. Así, en el salmo siguiente, y en respuesta a lo dicho por el Señor: “No dará tu pie al resbaladero,” el alma temerosa de Dios puede responder con plena confianza: “Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas, oh Jerusalén” (Sal. 122:2). (La versión de 1977, como algunas otras, tienen: “Ahora ya se posasen nuestros pies dentro de tus puertas, oh Jerusalén.”) Las últimas palabras del Señor a Pedro fueron: “Sígueme tú” (Juan 21:22). Con estas palabras el Señor ha mostrado el camino a cada cristiano, y si con nuestra mira puesta en la Persona de Cristo, como siendo Él nuestra ayuda infalible, Le seguimos, ello nos introducirá dentro de las profundidades insondables de la gloria a donde Él mismo ha ido.
Pues la senda en que anduvo el Señor
Le condujo a Su Padre y Su Dios,
Y de allí—hoy sentado en honor—
Nos da fuerza a seguir de Él en pos.
2. “Ni Se Dormirá El Que Te Guarda. He Aquí, No Se Adormecerá Ni Dormirá El Que Guarda a Israel”
(Vv. 3-4).
En segundo lugar, aquel que con genuina fe acude al Señor comprueba que Su cuidado por nosotros es incesante. Un apóstol puede dormirse en el monte, delante de la gloria demasiado resplandeciente para el ojo humano, y también puede dormirse en el huerto de Getsemaní, en presencia del dolor demasiado profundo para que la criatura humana lo pueda soportar; pero Aquel quien es nuestro guardián nunca “se adormecerá ni dormirá.”
Un santo reincidente, como Jonás de antiguo, puede estar “dormido profundamente,” aunque el Señor esté trabajando, el viento arreciando, el mar bramando, el barco hundiéndose, y los hombres del mundo estén temblando, pero existe UNO, quien habiendo amado a los Suyos que estaban en el mundo, los ama hasta el fin, con un amor que nunca deja de cuidarlos por Sus propios medios en todas las tempestades de la vida.
Tú sigues siempre, ¡oh! Cristo en Tu bondad:
Aunque en Tu pueblo ves debilidad;
A tiempo, la palabra nos darás
De aliento que habla al corazón solaz.
3. “Jehová Es Tu Guardador; Jehová Es Tu Sombra a Tu Mano Derecha” (V. 5).
En tercer lugar, acudiendo al Señor para que Él nos ayude, el alma tiene la seguridad que la ayuda del Señor está pronta para asistirnos. Un amigo a nuestra mano derecha es un amigo a nuestro lado, a quien podemos acudir en todo momento de necesidad. Es por ello que David podía decir: “A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido” (Sal. 16:8). El hombre malo, confiando en sí mismo, “dice en su corazón: No seré movido jamás,” para al fin caerá bajo el juicio de Dios: “Jehová se ha hecho conocer en el juicio que ejecutó; en la obra de Sus manos fue enlazado el malo” (Sal. 10:6; 9:16). El hombre piadoso, confiando en el Señor a su mano derecha, no solamente puede decir simplemente, “No seré conmovido,” sino más que esto, lo puede decir con toda la confianza, porque si el Señor ha dicho: “No te desampararé, ni te dejaré. ... Podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (Heb. 13:5-6). Cuán bueno es poder comprobar que tenemos un Amigo a nuestro lado a quien podemos acudir—un tal Amigo con toda sabiduría para guiarnos en cualquier dificultad, con todo el poder para vencer toda la oposición, con toda Su simpatía en todas nuestras aflicciones y penas y con toda Su gracia en todas nuestras flaquezas y debilidades y con misericordia para suplirnos cualquier necesidad que tengamos.
La tempestad puede rugir a mi alrededor;
Mi corazón puede amedrentado estar,
Pero cercándome Dios con Su amor,
¿Podré yo desmayar?
4. “El Sol No Te Fatigará De Día, Ni La Luna De Noche” (V. 6).
En cuarto lugar, cuando el creyente acude al Señor en busca de ayuda, tiene la seguridad que será preservado de todo mal en todas sus circunstancias. Estando en un mundo de total oposición contra el cristiano, tendremos que afrontar continuamente muchos peligros, tanto durante el día como durante la noche. El Señor no dice en ningún momento al creyente, “Tú no tendrás que afrontar esos terrores como los demás,” pero sí que nos dice, “Si tú te refugias en Mí, y en Mí pones toda tu confianza; (mi Dios en quien confiaré),” entonces: “No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya” (Sal. 91:1-2,5-6).
5. “Jehová Te Guardará De Todo Mal; Él Guardará Tu Alma” (V. 7).
En quinto lugar, el creyente que acude al Señor para que le ayude será guardado de todo mal. En este tiempo cuando el mundo, como en los días de Noé, está caracterizado por el aumento de corrupción y violencia, el mal puede tomar varias formas. Las Escrituras nos hablan de malos pensamientos, toda imaginación de mal, malas acciones, malas palabras y hacedores de mal. El cristiano, siendo bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales, se encontrará, de manera especial, en oposición contra “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes,” las cuales actúan entre bastidores. Con todo ello, con los ojos puestos en el Señor, el creyente podrá “en el poder de Su fuerza” resistir todos los ataques del enemigo “en el día malo” siendo así guardado “de todo mal” (Efe. 6:10-13).
Además de esto, en un mundo en el cual no sabemos lo que cada día traerá, cuán bendito es saber que para uno que acude al Señor para que le ayude, puede decir: “No tendrá temor de malas noticias; su corazón está firme, confiado en Jehová” (Sal. 112:7). El apóstol Pablo nos advierte que estamos viviendo en un tiempo en el cual “los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2ª Tim. 3:13). También el apóstol encontró en sus días a esos hombres que le causaron “muchos males,” pero confiando en el Señor, pudo decir: “El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para Su reino celestial” (2ª Tim. 4:14,18).
Nadie podrá estorbar nuestra senda;
Más que vencedores seremos en luz,
Si ponemos en Ti nuestra mira,
Cual sea el peligro, ¡bendito Jesús!
6. “Jehová Guardará Tu Salida Y Tu Entrada” (V. 8).
En sexto lugar, el alma que acude al Señor en busca de ayuda puede contar con la infalible asistencia del Señor en todas las circunstancias. “Salida” y “entrada” no hablan de las cambiantes circunstancias que caracterizan a un mundo inquieto y sin sosiego. En los días del Señor en este mundo, Él pudo decir a Sus discípulos: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer” (Mar. 6:31). El Señor, en Su compasión y cuidado, nos dará siempre tiempos de descanso “aparte” del presente agitado y bullicioso mundo; pero debemos saber que mientras estemos aquí abajo, nuestro descanso sólo será por un tiempo—“descansad un poco” son las palabras del Señor, las cuales indican que debemos entrar de nuevo en actividad. En cuanto al descanso eterno, debemos esperar sobre lo que nos dice la Palabra de Dios: “Queda un reposo para el pueblo de Dios.” Y de aquellos que han entrado en ese reposo, leemos: “Nunca más saldrá de allí” (Heb. 4:9; Apoc. 3:12). En el entretanto, y en medio de todo el tumulto de esta vida presente, llena de penas y sinsabores, para aquel que acude al Señor en busca de ayuda, puede contar sobre el Señor, quien le guardará en todas las circunstancias de esta presente amarga vida.
Por dondequiera que el Señor me guía
No hay nada que me hará retroceder,
Pues mi Pastor me apacienta siempre,
Y es para mí “el todo” hoy cual ayer;
Despierto está Su ojo omnipresente,
Su vista nunca ofuscada está;
Ya mi sendero el Salvador conoce,
Y yo andaré con Él doquier que va.
7. “Desde Ahora Y Para Siempre” (V. 8).
Finalmente aprendemos que el que acude al Señor en busca de ayuda tiene la seguridad que será guardado a través de todo el tiempo, para siempre, en este mundo. Sin ninguna duda que el salmista en este salmo tenía en mente el Reino del Milenio; pero el cristiano puede hacer una más amplia aplicación a estas palabras, mientras tiene ante sí una feliz y dichosa eternidad para ser disfrutada para siempre jamás con Cristo, y en semejanza de Cristo, en la casa del Padre a donde el Señor ha ido a preparar un lugar para Su pueblo celestial. El Señor puede decir de Sus ovejas: “Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de Mi mano” (Juan 10:28). En el evangelio de Lucas tenemos la preciosa figura del Buen Pastor salvando a una de Sus ovejas perdidas, a quien la busca y “la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso,” y la lleva a casa (Luc. 15:5). Nada menos que Su casa es el hogar de Sus ovejas. Nosotros nos podemos extraviar, pero Él encuentra a Sus ovejas, las ayuda con Su fortaleza en este deambular por el tiempo, y al final Él conducirá a todas sus errantes ovejas al hogar celestial para “ESTAR SIEMPRE CON EL SEÑOR.”
Es de esta manera que aprendemos en este precioso salmo que confiando en el SEÑOR, y acudiendo a Él para que nos ayude, realizaremos que:
Él nos guardará de todo peligro;
Su cuidado de nosotros será incesante;
Su ayuda está pronto para socorrernos;
Él nos guardará en todas las ocasiones y circunstancias;
Él nos guardará de todo mal;
Él nos guardará en cada momento;
Él nos guardará en todo tiempo, para siempre jamás.
A mi alma guarda junto a Tu seno,
Y si Te huyese, infiel, mi buen Pastor,
Hazme oír Tu llamamiento tierno,
Volviendo presto a Ti, mi Protector.

Los Quebrantados De Corazón

Salmo 147:2-4; Lucas 4:18
En el capítulo 4 del evangelio de Lucas, tenemos un conmovedor relato de la entrada del Señor Jesús a Su ministerio público en este mundo de pecado y dolor; y aprendemos de Sus propios labios el carácter de Su ministerio. Citando la profecía de Isaías concerniente a Él mismo, dice: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, por cuanto Me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón” (Luc. 4:18).
El mundo está lleno de corazones quebrantados, aunque éstos se esfuerzan en esconder su dolor con alegrías y risas; mas la realidad es, como leemos en el libro de los Proverbios: “Aun en la risa tendrá dolor el corazón” (cap. 14:13). Debajo de todo su regocijo que exteriormente el mundo pueda manifestar, existen amarguras, angustias secretas, y corazones quebrantados.
Volviendo ahora sobre la palabra de Dios, descubrimos para nuestro consuelo que Dios no permanece indiferente para estos corazones quebrantados. El salmista nos dice que Dios es Aquel quien “sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas.” Además, el salmista inmediatamente añade: “Él cuenta el número de las estrellas; a todas ellas llama por sus nombres. Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder” (Sal. 147:2-5). El número de las estrellas es demasiado grande para que nosotros las podamos contar; el dolor de un corazón quebrantado es demasiado profundo para que lo podamos sondear; pero Dios puede contar las estrellas en el cielo y sanar los corazones quebrantados en la tierra. En la inmensidad de Su amor, Él dio a Su unigénito Hijo, para que viniese a este mundo a sanar a los quebrantados de corazón.
Cuando miramos a Jesús, vemos, por lo menos, a un Hombre perfecto quien vino a este mundo en busca de corazones quebrantados. El diablo, sin duda alguna, trató de desviarlo de Su búsqueda, ofreciéndole a cambio todos los reinos de este mundo y su esplendor; pero rehusando al mundo, a sus honores y a sus riquezas, el Señor Jesús escogió ser un Hombre pobre, buscando a los hombres quebrantados de corazón, con el propósito de enjugar sus lágrimas y vendar sus heridas.
Al escudriñar la senda del Señor a través de este valle de lágrimas, en busca de corazones quebrantados, Le vemos en el evangelio de Lucas sanando al corazón quebrantado de un pobre pecador, vendando las heridas de un corazón quebrantado de un santo, y enjugando las lágrimas del corazón quebrantado de una viuda. Además de todo esto, aprendemos que era tal la maldad y dureza del corazón del hombre que al final Su corazón fue quebrantado. Todos nosotros quebrantamos el corazón de Aquel quien vino para sanar nuestros corazones quebrantados.
De esta manera descubrimos que los corazones son quebrantados por los pecados del pecador, por los fracasos de los santos, por la muerte de nuestros seres queridos, y por encima de todo, por un amor no correspondido.
El Pecador Con Corazón Quebrantado (Lucas 7:36-38)
En la conmovedora escena que tuvo lugar en la casa de Simón el Fariseo, se nos permite contemplar ese maravilloso cuadro—el encuentro entre el Salvador y el pecador. Una pobre mujer que era conocida en la ciudad como pecadora—por lo que debemos considerar que era una mujer de mala vida—quien había oído de Jesús: había oído decir a la gente que Jesús era “amigo de publicanos y de pecadores” (Luc. 7:34). Tal vez, ella misma hubiera oído de Sus propios labios aquella amorosa invitación: “Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar” (Mat. 11:28). Cansada de su horrible vida, con el peso en su conciencia de sus muchos pecados, y sin ningún amigo en el mundo, esta pobre mujer oyó de Jesús, el Hijo de Dios, y lo que la hace decidir venir a Él es el haber oído que Jesús es amigo de los pecadores.
Acuciada por su necesidad y atraída por Su gracia, esta mujer pecadora acude a Jesús; y por medio de esta hermosa escena nos es permitido ver el resultado de cuando un pecador acude al Salvador. Ella siente que a toda costa debe comparecer en la presencia de este maravilloso Salvador. Así que ella se presenta sin más, y entra en la casa del Fariseo y va directamente a los pies de Jesús. Ninguna palabra es pronunciada al principio, pero ocurren, según leemos, dos cosas: “Estando detrás de Él a Sus pies, llorando” ella “besaba Sus pies.” Esas lágrimas manifiestan un corazón quebrantado, y sus besos un corazón que ha sido ganado.
¿Qué fue lo que quebrantó su corazón, y lo que lo ganó? Con toda certeza fue el considerar su vida con todos sus pecados, al estar en la presencia del Señor, cuyo corazón estaba tan lleno de amor y de gracia. Al contemplarlo, descubrió que Su gracia era mucho más grande que sus pecados, y que aunque Él conocía hasta lo más peor de ella, a pesar de todo, Él la amaba, y no la rechazó, ni la dijo ninguna palabra de reproche. Esta pobre mujer pecadora pudo mantenerse firme ante el desprecio de los hombres, y los pecados del Fariseo; pues un amor tal como el del Salvador partió su corazón. No es la maldad del hombre, sino la bondad de Dios que conduce al arrepentimiento (Rom. 2:4). Habiendo sido quebrantado el corazón de ella por Su gracia, Él venda el corazón de esta mujer con Sus palabras de amor, pues le dice: “Tus pecados te son perdonados. ... Tu fe te ha salvado, vé en paz” (vv. 48-50).
El comportamiento de esta mujer quebrantada de corazón es todavía hoy el cauce de bendición para cualquier pobre pecador.
En primer lugar somos hechos conscientes de nuestros pecados y necesidad.
En segundo lugar, Dios en Su gracia nos presenta las buenas nuevas de Aquel único quien puede suplir nuestra necesidad. Oímos del Salvador quien vino a este mundo para salvar a los pecadores, quien se dio a Sí mismo en rescate por todos, el cual se ofreció a Sí mismo sin mancha a Dios, satisfaciéndole de esta manera por Su obra eficaz en la cruz, por lo cual Dios puede anunciar el perdón de los pecados a un mundo de pecadores, invitándolos a todos a que crean en Jesús.
Y en tercer lugar aprendemos que, creyendo en Él, podemos saber con toda certeza, basados sobre la autoridad de la Palabra de Dios, que nuestros pecados nos han sido perdonados.
Cuán bendito ha sido el momento en que habiendo sentido nuestra necesidad, y habiendo oído del Señor Jesús, creímos y vinimos a Él, para encontrarnos a solas en Su presencia, conscientes de nuestros pecados, pero dándonos cuenta que, a pesar de conocer todos nuestros pecados, Él nos ha amado. Tal amor quebrantará nuestros corazones ganándolos para siempre.
El Santo Con Quebrantado Corazón (Lucas 22:54-62)
Hemos considerado a una pecadora con corazón quebrantado en la casa del Fariseo Simón; ahora nos permitiremos considerar a un desleal con corazón quebrantado en casa del Sumo Sacerdote. Podemos verdaderamente tener nuestros pecados perdonados, y amar al Señor con todo el ardor y sinceridad, como era con el apóstol Pedro, y con todo, a no ser que seamos guardados por la gracia del Señor, podemos, como el apóstol, caer y negar al Señor. A través de la tormenta y del buen tiempo, este devoto siervo había seguido tenazmente a su Maestro durante los años de Su maravilloso ministerio; pero aquí llegó el día cuando Pedro siguió al Señor de lejos. Andando distante del Maestro, pronto se encontró en compañía de enemigos de su Maestro. Así leemos que cuando los enemigos del Señor hubieron “encendido fuego” y “se sentaron alrededor; y Pedro se sentó también entre ellos.” Sentándose entre los enemigos del Señor, no tardó mucho en entrar en la tentación. Desde luego, parece que sea una pequeña tentación, ya que provenía de “una criada.” Pero ¡ay!, fuera del Señor y en mala asociación, cualquier pequeña cosa es suficiente para hacernos tropezar. La criada podía ser más pequeña y más débil que Pedro, pero ella tenía ventaja sobre el pobre Pedro, porque lo había visto “sentado al fuego.” Todo cuanto ella dice es: “También éste estaba con Él.” Pedro huele el peligro, de tal manera, que sin vacilación, aquel hombre que afirmado en la confianza en sí mismo había dicho: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Luc. 22:33), ahora llanamente niega al Señor, diciendo: “Mujer, no lo conozco.”
Por tres veces Pedro niega al Señor, y entonces, de acuerdo a las palabras del Señor: “el gallo cantó.” Pedro negó al Señor; pero ¿cambió el corazón del Señor respecto a Pedro? Bendito sea Su nombre, Su amor es un amor invariable: “Como había amado a los Suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). Ocurrió que en el mismo momento cuando Pedro se había apartado del Señor, el Señor volvió a Pedro, pues leemos: “Vuelto el Señor, miró a Pedro.” Podemos entristecer Su corazón, pero no podemos cambiar Su amor. Podemos estar seguros que esa mirada fue una mirada de Su amor infinito que parecía decir a Pedro, “Tú Me has negado a Mí, Pedro; tú has dicho que no Me conoces, pero a pesar de todas tus negaciones, Yo te amo.”
¿Cuál fue el efecto de esa mirada? Esta partió el corazón del desleal Pedro, pues según leemos: “Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente.” Como el pecador caído en Lucas 7, el desleal santo en Lucas 22 ve sus pecados en la luz del amor del Señor; y este amor, que levanta el corazón por encima de sus pecados, quebranta su corazón.
Sabemos también que en el día de la resurrección, el canal de amor tocó a este corazón quebrantado, y enjugó sus lágrimas. De esta manera, en todas nuestras infidelidades, Él restaura nuestras almas, quebrantando corazones y ganándolos con Su invariable amor.
La Viuda Con Corazón Quebrantado (Lucas 7:11-15)
La historia de la viuda con su corazón quebrantado por la muerte de su hijo nos recuerda que por encima de las más prósperas y bellas escenas de la vida en este mundo, subyacen las obscuras sombras de la muerte. Naín significa “Placentero”; y la ubicación de esta ciudad era hermosa, pero la muerte estaba allí. Pero para nuestro consuelo sabemos que en este mundo de muerte, el Señor de la vida nos ha visitado, y no solamente con el poder de resucitar a los muertos, mas con el amor y simpatía que puede sentir por nosotros en nuestras penas y dolores, para enjugar nuestras lágrimas, y sanar a los quebrantados de corazón. “Aconteció” que Jesús fue a la ciudad de Naín: “e iban con Él muchos de Sus discípulos, y una gran multitud.” Esta compañía, con el Señor de la vida en medio de ellos, se encontraron con otra compañía con un cuerpo sin vida entre ellos; así, mientras el Señor se acercaba a la ciudad, “he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad.” Cuán conmovedora es la manera que el Señor usa para sanar su quebrantado corazón. Movido a compasión, primeramente enjuga sus lágrimas, y después elimina la causa de su dolor. Si nosotros tuviéramos el poder, probablemente hubiésemos resucitado al muerto, y después hubiéramos dicho a la mujer, “No llores.” Pero Jesús lo hace de otra manera—de una manera mejor—que hace que esta historia esté llena de consuelo para todos nosotros. Primeramente dice a la madre de corazón quebrantado, “No llores,” y después resucita al muerto. De esta manera la mujer podía decir: “En mi gran dolor Él vino tan cerca de mí, que enjugó mis lágrimas. No solamente me libró de mis dolorosas circunstancias, sino que Él anduvo a mi lado en ellas.” Así Él manifiesta por Su compasión y simpatía que Él puede secar nuestras lágrimas antes que nos resucite de nuestra muerte. Este caso nos conviene, pues Jesús se ha ido de este mundo, y todavía no resucita a nuestros seres amados cuando son quitados por la muerte; pero tiene palabras de consuelo para nuestros quebrantados corazones, nos enjuga las lágrimas, mientras esperamos el día cuando Él resucitará a nuestros queridos seres que han dormido en Jesús. Sus compasiones van delante de Su misericordia. Tenemos el consuelo de Su amor mientras esperamos la manifestación del poder de Su resurrección. Entonces se cumplirán las palabras: “Enjugará Dios toda lágrima ... y ya no habrá muerte” (Apoc. 21:4).
Los años muy pronto habrán de pasar,
También su dolor, el sufrir y el llorar;
Las lágrimas Dios nos las enjugará,
Y el Hijo de Dios nos resucitará.
El Salvador Con El Corazón Quebrantado (Lucas 19:41-48)
Hemos podido considerar que nuestros pecados e infidelidades vistos a la luz de Su amor pueden quebrantar nuestros corazones, y que la muerte puede arrojar sus sombras sobre las más brillantes circunstancias, y quebrantar nuestros corazones. Pero en esta emotiva escena del Monte de las Olivas, vemos todavía un dolor más profundo—el dolor de un no correspondido amor. Puede que en alguna ocasión se nos parta el corazón a causa de un amor no correspondido; pero como el amor del Señor se levanta por encima de todos otros amores, así, cuando Su amor es menospreciado en Su cara, el Señor experimenta en una medida mucho mayor que cualquier otra el dolor de un no correspondido amor. La intensidad de Su dolor puede únicamente ser medida por la grandiosidad de Su amor.
Así pues leemos: “Cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella.” El Señor había prodigado Su amor sobre esta pobre gente, pero ellos sólo Le devolvieron mal por bien, y odio por amor (Sal. 109:5). Cuando el Señor les dijo que Él había venido para sanar a los quebrantados de corazón, todo ellos “en la sinagoga, se llenaron de ira; y levantándose, Le echaron fuera de la ciudad” (cap. 4:28-29). Cuando Él perdonó los pecados, Le acusaron de blasfemo (cap. 5:20-21). Cuando Él sanó a un pobre que tenía la mano seca, los Judíos se llenaron de furor (cap. 6:6-11). Cuando Él recibía los pobres pecadores y comía con ellos, decían de Él que era un comilón y bebedor de vino (cap. 7:33-34). Cuando se disponía a resucitar a una muchacha, se reían de Él, y se burlaban (cap. 8:49-53); y cuando arrojó fuera el diablo a un endemoniado, los judíos decían: “Por Beelzebú, príncipe de los demonios, echa fuera los demonios” (cap. 11:14-15).
Los judíos abrieron su boca para decir mal de Él; hablaron contra Él con lengua mentirosa, y pelearon contra Él sin causa, y a causa de Su amor, ellos fueron Sus enemigos (Sal. 109:2-5). Sin embargo, y a pesar del tratamiento cruel y desalmado que dieron al Señor, no hubo ni la más pequeña expresión de indignación por parte de Cristo, ninguna palabra áspera ni ninguna acción vengativa, ni maldición alguna salió de Sus labios. Cuando Él fue traicionado, no respondió con una traición, y cuando Él sufría, no amenazaba. La dureza de nuestros corazones solamente Le ocasionó un dolor que halló su expresión en Sus lágrimas. Finalmente Le quebrantamos el corazón, por lo que el Señor exclamó: “Porque Yo estoy afligido y necesitado, y Mi corazón está herido dentro de Mí.” Y habiendo quebrantado Su corazón, procuramos darle muerte “al quebrantado de corazón” (Sal. 109:16,22). En relación con esto, leemos: “Los principales sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo procuraban matarle” (v. 47). ¡Qué espectáculo! Fuera de la ciudad de Jerusalén, el Señor con Su corazón quebrantado llorando por causa de los pecadores; dentro de la ciudad, los malvados pecadores procurando matar al Señor—tratando de derramar la sangre de Aquel que estaba llorando por causa de ellos.
Pero dentro de poco tiempo habrá una respuesta gloriosa a esas lágrimas, ya que muy pronto el Señor será rodeado por una gran multitud de pecadores con corazones quebrantados, salvados por gracia, y de desleales santos restaurados por gracia, en esa escena en la cual “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4). Entonces el Señor “verá el fruto de la aflicción de Su alma, y quedará satisfecho” (Isa. 53:11).
No es posible contar cuán silenciosamente Él sufrió,
Cómo con Su silencio Él favoreció este valle de lágrimas,
O cuán quebrantado fue Su corazón en la cruz ...
La corona dolorosa en Sus treinta y tres años.
Pero una cosa yo sé: Él sanó al corazón quebrantado,
Borró nuestros pecados y calma nuestro secreto temor,
Y nos libera del pesado fardo de nuestra carga,
Porque todavía el Salvador, el Salvador del mundo, está aquí.