3ª Conf. - La asamblea y el ministerio: 1 Corintios 14

Narrator: Luiz Genthree
1 Corinthians 14  •  1.2 hr. read  •  grade level: 14
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Los dos temas que han de ocupar ahora nuestra atención pueden parecer a primera vista bastante divergentes; pero, en realidad, por mucho que parezcan divergentes, ambos surgen de Cristo. Los dos se hallan basados en Su obra, como un hecho cumplido; se derivan de Él en Su lugar actual exaltado a la diestra de Dios; están establecidos con el objeto expreso de magnificar al Señor Jesucristo, así como son llamados en una forma muy directa a estar bajo Su Señorío. Y este último punto es de una importancia inmensa. Porque, sea cual fuere el poder del Espíritu Santo en el ministerio, sean cuales fueran los privilegios de la asamblea, todavía el Señorío de Jesucristo es una verdad de carácter ciertamente elemental en la mente de Dios, pero de una importancia inmensa para la obra práctica del Espíritu de Dios, tanto en los miembros individuales, que son Sus siervos, como en la asamblea, el cuerpo del cual Él es la Cabeza. De ello podemos en el acto llegar a ver que, sean cuales fueren las diferentes líneas que bien el ministerio o la asamblea puedan tomar, con todo ello surgen ellas de una fuente común, y Dios tiene la intención de que ambas cosas se sujeten y sean el medio de exaltación del mismo Señor Jesucristo. Será mi ocupación esta noche la de dirigir nuestra atención al testimonio que tenemos en la Palabra de Dios en cuanto a estos dos temas, a fin de mostrar, hasta allí donde permita el tiempo, en qué difieren; en qué también los une un principio común; y por encima de todo el fin común que tienen, así como también la responsabilidad consiguiente del cristiano.
Primero de todo, en cuanto a la asamblea, podemos ser más breves, ya que ya hemos tenido ante nosotros el “un cuerpo”, así como el “un Espíritu”. Pero os puedo dirigir a unos cuantos pasajes que demuestran lo que acabo de adelantar, que la asamblea de Dios se halla basada sobre la obra acabada de Cristo, y Su exaltación a la gloria celestial.
Adelantemos que la palabra iglesia tiene el mismo significado que la palabra asamblea; por ello la palabra “asamblea” se utiliza a menudo, a fin de evitar malos entendidos. Pudieran suscitarse muchas cuestiones en cuanto al significado de la palabra “iglesia”: a duras penas es posible crear dificultades con la palabra “asamblea”. Y el hecho es que la iglesia es la asamblea. Asamblea es la palabra castellana adecuada, en lugar de “iglesia”, que ha venido a ser castellanizada, indudablemente, a partir de la palabra griega ecclesia que hallamos en el Nuevo Testamento, pero que con frecuencia sirve de vehículo a nociones no solamente imprecisas, sino incluso opuestas para mentes diferentes.
Ahora, en Los Hechos de los Apóstoles, comparado con Mateo 16, hallamos una clara luz. El Señor, en un punto muy crítico de Sus tratos con los discípulos, informa a Pedro más particularmente, pero de hecho a todos Sus seguidores, que Él iba a edificar Su asamblea. “Sobre esta roca”, dice Él, “edificaré Mi iglesia”. La razón de ello es que la incredulidad del pueblo judío quedaba completada, después de haberles dado la prueba divina más plena, tanto mediante milagros y señales, como en profecías cumplidas, y por encima de todo en el poder moral que siempre Le rodeaba — una corona de gloria más brillante que ningún milagro ni profecía. Pero cuando el Señor hubo agotado, por así decirlo, todos los medios que incluso Su bondad y sabiduría podían sugerir en dependencia a la voluntad de Dios el Padre, y cuando el resultado de Su paciente gracia fue que la incredulidad y el escarnio contra el verdadero Mesías se hicieron más y más patentes, haciéndose más mortífero el espíritu de hostilidad contra Él en su carácter, Él lleva todo a un punto de decisión preguntando quién decían los hombres que Él era. La respuesta mostró la total incertidumbre de Israel; que la única certidumbre era que los hombres, los mejores y los más sabios entre ellos, hablando humanamente, aquellos que Le habían visto más, estaban totalmente equivocados. Él apela entonces, no a un grande, sino a uno que tenía un corazón fiel — a Simón, el hijo de Jonás; y de sus labios sale la confesión por la cual el Señor mismo le pronunció bendito — bendito debido a que no era por sangre ni por carne, con su total debilidad y oposición a Dios. Era el Padre que estaba en el cielo quien había revelado a su alma esta gloriosa verdad, que debajo de aquella forma despreciada — aquel proscrito — el Nazareno era no solamente el Cristo, sino además el Hijo del Dios viviente. El Señor Jesucristo de inmediato acepta esta confesión y dice, con referencia especial a su última parte — que no era meramente el Mesías o Cristo, sino el Hijo del Dios viviente: “Sobre esta roca edificaré Mi iglesia”.
El Mesías, en vergüenza y humillación, era una piedra de tropiezo para Israel; pero el Hijo de Dios confesado era la roca sobre la que se edifica la iglesia. Esta era una confesión más plena y más profunda — y ciertamente nueva en toda su plenitud, y así tratada por el Señor. No solamente que, como sabemos, Cristo era el Hijo del Dios viviente desde toda la eternidad; sino que por vez primera unos labios humanos Le confesaban en este aspecto, y ello por un corazón enseñado por Dios el Padre. Entonces, el Señor Jesús, también por primera vez, intima que sobre esta confesión iba a ser edificada Su iglesia; y de inmediato les prohíbe proclamar que Él era el Cristo, mostrando que no se trataba ahora de una cuestión de ser recibido y de reinar como Mesías. Iba a ser rechazado, y a sufrir. De ahí, por Su rechazo de parte del pueblo, pero en base del reconocimiento de Su mayor gloria por parte del remanente representado por Pedro, tenemos Sus sufrimientos y muerte anunciados en el acto. Esto es lo que abrió la puerta para la nueva obra de Dios — la iglesia que iba a ser edificada sobre la confesión de Jesucristo “el Hijo del Dios viviente”.
Consiguientemente, pronto viene a continuación que el Señor muere en la cruz, y que es proclamado Hijo de Dios con poder por la resurrección de entre los muertos, y después glorificado, y, a su tiempo, enviando al Espíritu Santo del cielo. El segundo capítulo de Los Hechos de los Apóstoles, que muestra la presencia del Espíritu Santo, nos da por vez primera a la asamblea como un hecho existente en la tierra. Esto es digno de toda mención. El Señor, en Mateo 16, había hablado de Su asamblea como algo que tenía que ser todavía edificado: “Sobre esta roca edificaré Mi iglesia”. Pero ahora en Hechos 2 hallamos que la iglesia está en el proceso de ser edificada; como se dice al final del capítulo: “Y el Señor añadía cada día a la iglesia1 los que habían de ser salvos”.
Esta es una lección muy importante, y llena de resultados de gran peso. Demuestra que la iglesia no significa meramente personas salvadas, o en proceso de ser salvadas. La salvación era una cosa que existía ya antes de la asamblea. El Señor tomó a los que tenían que ser salvos, y los introdujo en la iglesia. Si no hubiera habido asamblea en la que introducirlos, esto no hubiera anulado el hecho de que aquellos eran de los “que tenían que ser salvos”.
¿Cuál es el significado de “los que tenían que ser salvos”? Significa aquellos en Israel destinados a salvación — aquellos judíos a los que la gracia estaba contemplando y obrando con sus almas. En la inminente disolución del sistema judío Dios se reservaba para Sí mismo un remanente según la elección de la gracia. Siempre existió este remanente, que una época de decadencia y de ruina servía meramente para definir. Así, durante la época de la vida del Señor, los discípulos eran el remanente, o “aquellos que tenían que ser salvos”. Todos aquellos que iban pronto a confesar a Jesús como Mesías por el Espíritu Santo eran “aquellos que habían de ser salvos;” pero no había todavía tal cosa como la iglesia a la que ser añadidos. Ahora, en la época a la que se refiere Hechos 2, la asamblea o iglesia existía ya, a la cual ellos podían ser añadidos. Coincidiendo con la presencia del Espíritu Santo, tenemos a la iglesia; y esto concuerda con 1 Co. 12:13,13For by one Spirit are we all baptized into one body, whether we be Jews or Gentiles, whether we be bond or free; and have been all made to drink into one Spirit. (1 Corinthians 12:13) donde se dice que “por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo;” esto es, la formación del cuerpo depende del bautismo del Espíritu. Hechos 1 muestra que el bautismo del Espíritu no había tenido lugar todavía; Hechos 2 muestra que ya había tenido lugar; e inmediatamente se hace evidente el hecho de que la iglesia estaba allí como una cosa que realmente se hallaba sobre la tierra, a la cual “los que habían de ser salvos” iban siendo añadidos por el Señor. Esto es, el Señor tenía ahora una casa sobre la tierra. Las piedras estaban allí antes — piedras vivas, pero estaban separadas; no había ninguna edificación de Dios en este sentido aquí abajo.
Ahora, el Señor actúa según Sus palabras: “Sobre esta roca edificaré Mi Iglesia”. Él reúne las piedras vivas; las construye en una sola casa — la casa de Dios, y esto no meramente por la fe, sino por el Espíritu Santo enviado del cielo. Sabemos que, antes de que fueran introducidos en la iglesia, había ciento veinte personas que son así expresamente mencionadas en Hechos 1. Ellos también eran de “los que habían de ser salvos”. Y no tengo duda alguna de que había un número considerablemente mayor de los que eran hermanos. Así, en 1 Co. 15:66After that, he was seen of above five hundred brethren at once; of whom the greater part remain unto this present, but some are fallen asleep. (1 Corinthians 15:6) oímos hablar de “más de quinientos hermanos” que vieron al Señor después de Su resurrección. Por ello, queda evidente que había bastantes creyentes en la tierra de Israel. Los “ciento veinte” eran aquellos que, durante o después de la crucifixión, vivían en Jerusalén. Pero, fuera cual fuera la cantidad de los hermanos a lo largo y ancho de la tierra, o de personas en Jerusalén, no había aun tal cosa como “la iglesia”, la asamblea de Dios, hasta que el Espíritu Santo fue enviado a dar unidad — a formarlos en una corporación que ahora existe, sea que uno la contemple como casa de Dios, o como cuerpo de Cristo. Hay diferencias muy importantes relacionadas con estas facetas de la asamblea; pero siempre es la presencia del Espíritu Santo que la hace bien el cuerpo de Cristo, bien el templo de Dios. En 1 Corintios se habla de ella como constituida por el Espíritu Santo, presente y operando en ella; allí recibe también el nombre de cuerpo de Cristo, como vemos del pasaje de las Escrituras al que acabamos de remitirnos: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”.
Es evidente que esto es extremadamente importante, debido a que lo que la gente piensa y habla acerca de la “iglesia invisible” — aunque las Escrituras nunca utilizan esta expresión — existía ya sustancialmente antes de “la iglesia” y, de hecho, fue a este estado invisible de cosas al que se estaba poniendo un punto final, cuando se formó la iglesia. En los tiempos del Antiguo Testamento, como todos sabemos, había una nación que Dios tenía en cuenta, y a la que llamaba Su pueblo, en medio de la cual había creyentes aislados, como es indudable que había otros creyentes entre los gentiles. Así, por ejemplo, tenemos a Job en los días remotos; y de vez en cuando, a través de las Escrituras, hallamos a uno u otro gentil que evidentemente manifestaban la posesión de la vida divina, y esperando al Redentor, afuera de los límites de Israel. Con todo esto, no había tal cosa como “la iglesia” — ninguna reunión de los creyentes esparcidos en uno, hasta la muerte de Cristo. Los hijos de Dios habían estado esparcidos, pero entonces fueron reunidos en uno. A partir de ahora los discípulos en Israel no estaban solamente destinados a la salvación, sino además reunidos en uno sobre la tierra. Ésta es la iglesia. La asamblea supone necesariamente una reunión de los santos en un solo cuerpo, separado del resto de la humanidad. No había un cuerpo así antes de ello. Por lo tanto, hablar de “la iglesia” en los tiempos del judaísmo, o en épocas anteriores, es un error redondo. La mezcla de creyentes con sus compatriotas no creyentes (esto es, lo que recibe el nombre de “iglesia invisible”) fue la cosa misma a la que el Señor estaba poniendo punto final — no iniciando — cuando Él “añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”.
El error frecuente acerca de este asunto es que la suma de aquellos que son salvos compone la iglesia. Pero lo contrario es lo que se evidencia de este pasaje y de muchos otros. Hasta este tiempo, “los que habían de ser salvos” no se hallaban en la iglesia. Ahora el Señor los toma y añade, reuniéndolos, día a día, formando un cuerpo reunido. Así, es bien evidente que “la asamblea” es una cosa, y ser salvo es otra. Cierto que la salvación es cosa cierta de aquellos que están y pertenecen en la iglesia. El Señor no deja a “los que habían de ser salvos” en sus antiguas asociaciones, sino que gradualmente los edifica juntos en la iglesia. Pero las dos ideas son tan totalmente distintas que, a través de todo el Nuevo Testamento, existían ya antes aquellos que “habían de ser salvos”, y a pesar de ello no había ninguna “iglesia de Dios” en el sentido que estamos ahora deduciendo de las Escrituras. Es indudable que había la asamblea de Israel, y ésta recibe el nombre de “la congregación de Jehová” — la “asamblea”, si se quiere, de Jehová; pero se trataba meramente de la nación, de la masa entera del pueblo judío. Fue de esta nación que se tomó el primer núcleo de “la iglesia;” y, habiendo acabado de descender el Espíritu Santo sobre aquellos que estaban ya allí, el Señor toma a los otros que fueron convertidos en Pentecostés o después, y los añade al cuerpo existente — la iglesia ahora en curso de formación. Por ello, es evidente que el primer estado, el del pacto antiguo, que estaba ahora listo para desaparecer, se corresponde con lo que la gente quiere decir cuando habla de “una iglesia visible e invisible”. Llamarían ellos a la nación judía la iglesia visible, y “los que habían de ser salvos” en medio de ella, la iglesia invisible. Bien, que hablen así, si quieren; pero todo lo que afirmo ahora es que, por lo que respecta a lo que el Nuevo Testamento llama “la iglesia de Dios”, este tipo de pensamiento y de lenguaje queda condenado por las afirmaciones claras y positivas de la Palabra de Dios. No hablaría de una manera tan decidida si las Escrituras dejaran la más mínima sombra de duda sobre este punto. Pero si la Palabra de Dios es expresa, me parece que es algo criminal por parte del creyente hablar dudosamente. No solamente no está haciendo todo lo que debiera hacer, sino que está en realidad dando su apoyo al espíritu de incredulidad que hay en el mundo. Le debemos a nuestro Dios el ser firmes allí donde Su Palabra es llana; Le debemos el no admitir componendas, así como el serle obedientes. Si la Palabra de Dios es así de explicita, que ahora por primera vez tenemos a “la iglesia”, formada por el bautismo del Espíritu Santo concedido a los creyentes, y que aquellos que estaban destinados a salvación, “los que habían de ser salvos”, fueron sacados de Israel y añadidos a la asamblea, entonces digo yo que la iglesia, en el sentido que el Nuevo Testamento da a la palabra, nunca existió ni pudo existir antes — que empezó a existir allí y entonces que consiste de personas salvadas tomadas de los judíos primeramente, y después de los gentiles, como sabemos, pero siendo ambos llevados al solo cuerpo existente sobre la tierra. Aquel cuerpo es, y recibe el nombre de, la iglesia, o asamblea de Dios.
A su debido tiempo el Señor empezó a extender la obra. Así, en Hechos 8, hallamos a Samaria recibiendo el evangelio, y que el Espíritu Santo fue a continuación dado a los creyentes. Tenemos después al eunuco etíope llevado al conocimiento de Cristo. Después es convertido el gran Apóstol de los gentiles a fin de llegar a ser el testigo más apropiado de la gracia, así como de la iglesia — una con Cristo en el cielo: como ciertamente en Colosenses 1 Se muestra él no solamente como ministro del evangelio, sino del cuerpo de Cristo. Sólo que trata de ella como el cuerpo de Cristo.
También, de pasada, quisiera señalar que Hechos 9:33And as he journeyed, he came near Damascus: and suddenly there shined round about him a light from heaven: (Acts 9:3)1 Tiene su sentido dañado, por decir poco, en el texto griego común y en la versión castellana. “Entonces las iglesias tenían paz”, leemos, “por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban, fortalecidas por el Espíritu Santo”. Pero las mejores copias y las versiones más antiguas dan “la iglesia”, no “las iglesias”. Admito plenamente que había iglesias en estos distritos; pero no hay nada peculiar en ello. Pero lo que el Espíritu Santo, estoy persuadido, escribió en este pasaje, es “la iglesia”. Ciertamente, las mentes quedaron confundidas bien tempranamente. La idea de la iglesia como una sociedad subsistiendo unida sobre la tierra queda fácilmente perdida de vista, particularmente cuando contemplamos distintos distritos y países, tales como Judea, Galilea y Samaria. La verdadera lectura de este pasaje nos devuelve en el acto a la unidad sustancial que pertenecía a la iglesia, o asamblea de Dios, aquí abajo. Pudiera haber tantas o cuantas asambleas a través de Judea, y Samaria, y Galilea, pero se trataba de la iglesia. Admito que oímos hablar a menudo de las iglesias de Judea, y de otros países, como por ejemplo de Galacia. Nadie pone en duda el hecho de muchas asambleas diferentes en estas tierras diferentes. Pero hay también otra verdad que no ha sido vista por la gran masa de los hijos de Dios — no solamente que Dios estableciera un cuerpo que no existía anteriormente, sino que allí donde pudieran existir asambleas, era todo ello la asamblea. No solamente constituyó Él la iglesia sobre la tierra, susceptible de crecimiento diario, sino que en tanto que extendía la obra, en tanto que Él formaba nuevas asambleas en este o en aquel distrito o país, era no obstante una y la misma iglesia fuera donde fuera que estuviera. Este pasaje, leído rectamente, aporta una poderosa prueba de ello; y ahora justamente añadiré que las mejores autoridades textuales no dejan duda alguna en mi mente acerca de ello. La palabra iglesias suplantó a la palabra iglesia en época ya muy temprana; y ello puede deberse a que muy tempranamente los copistas, como las otras personas, empezaran a perder de vista la unidad que Dios estaba estableciendo entre Sus hijos sobre la tierra. 2 Es mucho más natural concebir simplemente distintas iglesias, que asimilar la preciosa verdad de la iglesia allí donde ésta se encuentre sobre la faz de la tierra. Esto puede haber conducido a asimilar la verdadera frase a otra frase, más familiar, especialmente cuando el sentido de la unidad decayera y desapareciera.
Del relato histórico en Los Hechos de los Apóstoles, pasemos a la instrucción que el resto del Nuevo Testamento ofrece con respecto a la asamblea. En primer lugar, el Señor, en Mateo 18, había establecido el espíritu en que tenía que actuar la asamblea en asuntos personales, empezando con uno de sus miembros. Él había mostrado allí que el espíritu legal está totalmente fuera de lugar. Les señaló de la forma más hermosa como Él mismo era el Hijo del hombre que vino “a buscar y a salvar lo que se había perdido” — no meramente que Él era el Pastor de Israel, reuniendo a Su propio pueblo, sino que Él había venido en búsqueda de los perdidos, en la gracia pura, simple y plena de Dios. Tomemos un caso que Él sabía podía suceder en la asamblea que Él iba a erigir — el caso de un hermano pecando contra otro: ¿Cuál tenía que ser la pauta? No la ley, ni la naturaleza, sino la gracia. La justicia del hombre diría: “El hombre que ha hecho lo malo tiene que venir, y humillarse”. “No”, dice la gracia, “ve a buscarle”. “¡Qué! ¿Buscar al hombre que me ha hecho este mal?” “Sí, es exactamente lo que el Señor ha hecho”. Esto es, el Señor pone Su gracia propia como la pauta, y la energía, y el poder que han de gobernar al individuo, y naturalmente también ser el aliento vital de la asamblea. Por ello, leemos así: “Si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos”. Aquel que ha sido ofendido llega a ser en gracia la parte activa. Va, y ¿con qué propósito? Para decirle a su hermano en qué ha sido ofendido. ¡Qué llamamiento a la abnegación entregada del amor! Y si su hermano le oye, él ha “ganado a su hermano”. ¡Que alabanza, de parte del mismo Señor! Sería ciertamente una tristeza grande que el ofensor se extraviara todavía más. Así es que el amor, el amor divino, se reproduce en aquellos a los que el Señor no se avergüenza de llamar hermanos. Los llama a ser testigos, no del siervo por quien fue dada la ley, sino de Sí mismo, que estaba lleno de gracia y de verdad. Por ello, así, la gracia es una influencia enérgica que está a la obra; pero la verdad no se deja a un lado ni por un momento. Aun menos puede el cristiano entretener aquella soberbia de corazón que diría, “Bien, él ha actuado mal; yo estoy por encima de ello, y no lo tomaré en cuenta”. Esto constituiría un espíritu de duro olvido de Cristo y de Su gracia, así como de la indiferencia del mundo acerca del hermano de uno. Nada de ello es permitido en las palabras del Salvador. Otra vez, el principio legal, por correcto que sea en sí mismo, de tratar al hombre como el hombre se merezca, queda enteramente excluido. La gracia divina, tal como esta se ve en la persona y en la misión del Salvador de los perdidos, obra en el alma si seguimos Su voz. Bien sabemos cuán fácilmente esto pudiera dejarse en el olvido, y cómo el corazón pudiera empezar a razonar: “Debido a que él es mi hermano, es aún menos excusable — debiera tener más conocimiento”. Es indudable que hay razón en esto: Debiera haber tenido más conocimiento; pero si no ha sido así, uno puede por lo menos tener el sentimiento de cuál es su lugar y privilegio. “Ve y repréndele”, etc. Así, el Señor no establece una ley para que el culpable rehaga sus malos pasos, sino que llama al hombre que está en su derecho para que vaya, no en el espíritu de vindicación, sino en el de gracia, para ganar al que está equivocado; y si este último atiende a la llamada, el primero se ha ganado a su hermano. Si el ofensor rehúsa escuchar, el asunto tiene que ser expuesto delante de otros. “Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra”. Habría, por decirlo así, una acción combinada de la gracia actuando sobre el alma del ofensor, a fin de que éste no pueda resistirse más. Ya es bastante malo rechazar a uno: ¿Podrá rechazar a otro o a dos más? Bien, pero ¿qué pasa si rehúsa escucharlos a ellos, qué entonces? Toda la iglesia escucha y habla; todos los objetos y testigos de la gracia divina que se hallen en aquel lugar se ocupan atentamente del ofensor. ¿Puede rechazar a la iglesia? Si lo hace, “tenle por gentil y publicano”.
Hermanos, ¿qué sentencia hay que sea más terrible que la sentencia arrojada sobre el rechazo de la gracia y de la verdad? Y en ello se ve el triste error que se hace frecuentemente cuando se habla del amor, pero me temo que con poco aprecio de él. Tiene que haber un amor en actos y en verdad de Cristo mismo, para empezar y dedicarse a una obra como ésta. Pero observemos, la misma delicia en someterse a Cristo que puede hacer que uno persista en ir tras un ofensor personal de tal manera, no como cumpliendo con un deber, sino con un deseo ferviente de ganarle — este mismo espíritu de fe le considera, si se muestra refractario, como “gentil y publicano”. Puede que se trate realmente de una persona convertida; pero el que rechaza la gracia de Cristo brotando así conforme a la verdad no tiene que ser ya más considerado como un hermano. No importa que sea o no sea verdaderamente un hermano delante de Dios, él está rechazando al Señor, por así decirlo, en aquellos que le representan en la tierra en Su asamblea. “Tenle por gentil y publicano”.
Ésta es, así, la lección permanente y de peso que el Señor nos da antes de que la asamblea llegara a existir; pero no nos quedamos tan solo con estas preparaciones preliminares del Señor. En 1 Corintios, y más particularmente en el capítulo que hemos leído, aparece un relato muy completo de la manera en la que el Señor ordena la asamblea. Antes de llamar vuestra atención a ocuparse en ello, dejad que me refiera ante todo al capítulo 12, donde empieza el tema de las manifestaciones espirituales. Allí halláis al Espíritu Santo en operación activa. Se halla obrando en los varios miembros de la asamblea de Dios. Porque “hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada manifestación del Espíritu para provecho. Porque a éste le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu” — etc. Pero si tenemos aquí una actuación espiritual en la asamblea, observemos que el tema empieza con pruebas que deciden entre los espíritus que no son de Dios, y el Espíritu Santo. No se trata de establecer quiénes son cristianos y quiénes no, sino de discriminar entre lo que es del Espíritu Santo y lo que es de espíritus que se hallan opuestos a Él — los instrumentos del enemigo.
¿Y cuáles pueden ser estas pruebas? “Nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”. Así, el Santo Espíritu de Dios nunca trataría a Cristo en Su propia Persona, o relación con Dios, como bajo maldición. Ésta es una prueba muy simple y solemne, y debiera ser sopesada por nosotros creo que puedo decir, amados hermanos, especialmente por nosotros. Porque en nuestros días se ha puesto en marcha un esfuerzo de lo más audaz por parte del diablo. ¿Acaso no ha habido hombres que se han atrevido a afirmar que el Señor Jesús, en Su propia relación con Dios como hombre sobre la tierra, se hallaba bajo la maldición de la ley quebrantada? ¿Que Él se hallaba bajo los efectos, entre Su propia alma y Dios, de la distancia entre el hombre y Dios? En el acto discernimos cuál es este espíritu. “Nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús”. Por otra parte, “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”. Cuando hay un espíritu malo obrando, puede pronunciar muchas cosas que están muy bien; puede aparentar exaltar a Cristo y a Sus siervos, como vemos en los Evangelios y en Los Hechos de los Apóstoles; pero nunca reconoce a Jesús como Señor. Es la marca segura de un espíritu malo el rebajar a Jesús, al ponerle, de una u otra manera, bajo la maldición por Sí mismo. No estoy hablando ahora del hecho de que Él tomara aquel lugar, por gracia, en la cruz, sino en cuanto a Su propio lugar como hombre ante Dios, aparte de la expiación. La pretensión puede ser la de que así se incrementa Su simpatía hacia nosotros, o para magnificar Su triunfo ante las dificultades, y Su salida de ellas; pero nadie que hable por el Espíritu Santo dice que Jesús sea maldito. Tenemos entonces la contraprueba, que aquellos que reconocen el Señorío de Jesús le reconocen en el poder del Espíritu Santo. No se trata con esto de la salvación de las almas, sino de un medio de detectar qué forma de espíritu está en acción en la iglesia. Es la piedra de toque escritural para descubrir a aquellos que están bajo el poder de un mal espíritu, y de aquellos que hablan por el Espíritu Santo. Lo que es del Espíritu Santo exalta realmente a Cristo, y Le da Su lugar debido como Señor. El espíritu de error trata igual de ciertamente el rebajar a Su persona y frustrar Su obra.
El Espíritu Santo mantiene invariablemente dos cosas — la gloria de Cristo en cuanto a Su persona, y el Señorío de Cristo en cuanto a Su lugar: El uno apropiado para Su obra, el otro fluyendo de ella. Ahora, esto prepara en el acto el camino para la verdad importante y práctica que el gran objeto de la asamblea de Dios es el reconocimiento de Cristo como Señor. Por ello, no quedamos en el acto afrontando la siguiente cuestión: ¿Ha dado el Señor pautas a Su iglesia, o nos ha dejado a nosotros mismos? ¿Acaso no tenemos unos principios directores para la manera en que la asamblea de Dios se ha de conducir en este mundo?
¿Se halla la iglesia totalmente abandonada, por así decirlo, a sus instintos espirituales? ¿Tiene que ser moldeada por la época o país particular en que los santos puedan hallarse? Espero que nadie aquí presente concuerde con unos pensamientos tan meramente pertenecientes a la naturaleza como estos. ¡Qué! ¡La asamblea cristiana dependiente de una época o de un país! ¿Pueden los que así especulan o actúan creer realmente que la iglesia de Dios es después de todo una criatura del mundo; que Dios la ha dejado, como huérfana, para que sea una cosa aquí y otra allá? Instituciones de este tipo pudieran ser buenas o malas iglesias del hombre, pero ciertamente uno se queda sorprendido que puedan establecer ninguna pretensión de ser la iglesia de Dios. Es de la máxima importancia, entonces, que todos los creyentes, desde el más sencillo, tengan una comprensión de lo que está tan claro y patente en las Escrituras, y que se aferren a ello, que si hay algo que Dios aprecie en gran manera sobre la tierra, esto es Su iglesia; que si hay algo que Dios está celoso sobremanera en mantener en ella, es la gloria de Cristo; y que no es todavía en el mundo, sino en los hijos de Dios, que el mismo Dios está ahora activo por Su Espíritu, con el propósito de glorificar a Cristo. Pero, como es de costumbre en Sus caminos, todo lo que es establecido sobre la tierra es siempre probado primeramente aquí, y es después puesto en manos de Cristo, mediante Quien estos propósitos son llevados sin fallo alguno a la práctica. Hoy es el día de la prueba. Cuando vuelva Jesús, no habrá ya más prueba a este respecto. La iglesia entrará entonces en el lugar debido que le es reservado en el propósito de Dios. La hora de nuestra responsabilidad habrá llegado a su término. Pero ahora es el tiempo en el que los hijos de Dios son puestos a prueba.
Señalemos, además, que uno de los objetos de la Primera Epístola a los Corintios es el de mostrar que su iglesia era una iglesia de niños, una asamblea de personas ya no reunida aparte del mundo, y por ello con una gran ignorancia práctica. Les vemos asaltados por males que en estos días no constituirían normalmente una prueba entre los hijos de Dios. Evidentemente, había un estado muy bajo de pensamiento y sentimientos morales, y, en un caso por lo menos, una bajeza tan grande de conducta externa que ni se oía de tal cosa entre los gentiles. Parecería que el diablo se había tomado unos esfuerzos denodados para tomarse provecho de la feliz libertad de estos recientes cristianos. Se olvidaron totalmente acerca de la carne, al estar tan ocupados con el poder del Espíritu. No parecen haber reflexionado sobre los peligros de la carne. No andaban en juicio propio. Tenemos que recordar que ellos poseían pocas de las Escrituras del Nuevo Testamento todavía, y que el Apóstol no les había estado enseñando durante mucho tiempo. Naturalmente, después hubo una gran ganancia a través de su misma caída por la instrucción que el Espíritu Santo dio de ella a otros y, podemos tener la esperanza, a ellos mismos. Pero la epístola muestra con claridad que la infantil iglesia de Corinto tenía la responsabilidad de iglesia de Dios. Es la única a la que se dirigen expresamente estas palabras: “a la iglesia de Dios”. En esta época no había allí apóstoles ni parece tampoco que ancianos; pero tendré más adelante oportunidad de ocuparme más de este tema. No obstante, no había escasez de personas con dones; pero se debe señalar que el orden espiritual no se consigue mediante tales manifestaciones de poder, sino mediante la sujeción a Cristo como Señor. No es suficiente ser enriquecido en toda profecía y conocimiento. Pocas iglesias tenían dones más abundantes que la asamblea en Corinto. No obstante, se trataba de un espectáculo de lo más desordenado; y la razón era que estaban ejercitando estos poderes sin referencia a la voluntad del Señor ni a Su gloria, y, por ello, lo hacían para los propios fines de ellos. Se estaban complaciendo a sí mismos — exaltándose a sí mismos. En la exuberancia de su nuevo nacimiento, estaban dando rienda suelta a toda la energía espiritual que les había sido concedida, y la consecuencia es que hubo la necesidad especial de devolverles a los caminos de Dios.
Sea cual fuere el poder del Espíritu mediante y en los hombres sobre la tierra, debiera quedar siempre sometido a Cristo el Señor. Los corintios no comprendían esto, y se les tiene que recordar desde el mismo principio del capítulo 1 “los que [...] invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Así, a todo lo largo de esta epístola encontraremos que se da un gran énfasis a que Él es Señor. Lo tenemos aquí en referencia a la concesión y al carácter de estos dones. Así, tenemos de nuevo en el capítulo 14 el ejercicio de estos dones regulado en la asamblea. La iglesia se reúne en un lugar; allí los santos se reúnen como asamblea de Dios. ¿Hablaban ellos en una lengua? Era en vano que argumentasen que fuera indudablemente el Espíritu de Dios el que les capacitara para hablar así. De nuevo tenemos que no se suscita ninguna cuestión en cuanto a la cualidad del tema pronunciado en la lengua desconocida: podía ser algo totalmente verdadero, sano, y bueno; pero el Señor proscribe todo aquello que no edifica a la asamblea. Como norma general, en ausencia de uno que pudiera interpretar, el ejercicio de estas lenguas queda prohibido en la asamblea.
Éste es un tema de una importancia máxima con respecto a la práctica de los dones en la asamblea. No importa cuán verdaderamente una persona posea un poder que le venga del Espíritu Santo, no tiene que usarlo siempre; y más aún, tiene que usarlo siempre en obediencia a Cristo. Se establecen unas ciertas normas a las que se tiene que someter. El Apóstol toma en particular la profecía, debido a que se trataba de la forma más elevada de actuar sobre la conciencia; así como al mencionar los varios dones, sitúa (cap. 12:28) a los diversos géneros de lenguas en último lugar. Así reprendió la vanidad de los corintios; porque lo que ellos tenían en más el Apóstol lo reduce al último lugar.
“A unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas”. A continuación, después de la más maravillosa consideración del amor en el capítulo 13 (y ¡cuán necesaria en estos asuntos!) pasa al ejercicio debido de los dones en la asamblea en el capítulo 14. “Si, pues, toda la iglesia se reune en un solo lugar, y todos hablan en lenguas, y entran indoctos o incrédulos, ¿no dirán que estáis locos? Pero si todos profetizan, y entra algún incrédulo o indocto, por todos es convencido, por todos es juzgado; lo oculto de su corazón se hace manifiesto; y así, postrándose sobre el rostro, adorará a Dios, declarando que verdaderamente Dios está entre vosotros”. Obsérvese el peso del principio sobre el que insiste aquí el Apóstol. Dios ha formado la iglesia, la asamblea, como un testimonio a Cristo sobre la tierra — un testimonio de Su Señorío. La consecuencia de ello es que, todo aquello que fuera a dar un testimonio falso, o incluso vanaglorioso, todo aquello que impulsara a los hombres a decir, “Están locos”, queda prohibido, no importa lo verdaderamente que el poder, así mal utilizado, pudiera en sí mismo ser de Dios. El don de lenguas, por ejemplo, era evidentemente del Espíritu Santo, y no de la naturaleza; pero su utilización estaba sujeto a unas pautas divinas, como vemos aquí. Y esto tiene un amplio alcance: ciertamente, mantengo que éste es el gran criterio que cada cristiano tiene que aplicar tanto para su propia conducta como para juzgar la de otros. Pero, cuando hablamos de juzgar lo que otros hacen o dicen, ¿es acaso necesario añadir que nos conviene sopesarlo todo humildemente y en amor, completamente conscientes de que no estemos pensando en nosotros mismos, sino en la gloria del Señor? Pero si digo que estamos siempre obligados a pensar en la gloria del Señor; y que, por ello, no importa bajo cuáles circunstancias, no importa dónde, somos responsables de juzgar en sujeción a Él.
Contra lo que algunos puedan suponer, profetizar, aquí, evidentemente, no se refiere a predecir; ni tampoco, como otros dicen, a la mera predicación. Hay una buena cantidad de predicación que no constituye profecía. En realidad, se podría decir que la predicación del evangelio nunca es, considerándolo estrictamente, profecía; porque esto último es aquel carácter de enseñanza que deja a la conciencia desnuda ante la presencia de Dios, y que así acerca al hombre y a Dios, si puedo a aventurarme a expresarlo así. Así, esto es lo que el Apóstol contrasta con el ejercicio de una lengua. La lengua quedaba prohibida, si no había intérprete; y ello por la llana razón de que de otra manera la iglesia no sería edificada. El objeto de todo lo que allí se hace tiene que ser “para edificación”. Por ello, todo lo que no edifique no es adecuado para la asamblea de Dios, y no debiera ser permitido allí. Puede que la intención sea buena; puede ser, por lo que respecta a poder, del Espíritu Santo; pero todo lo que no sea inteligible, y que no posea el carácter de edificar a los santos de Dios, no es adecuado para la asamblea. Estas cosas pueden estar muy bien afuera de la asamblea; y además era su lugar adecuado, como testimonio a los incrédulos. Pero no tenían lugar en la asamblea, si su ejercicio no tendía a la instrucción, edificación, y consolación de la asamblea; y no podían ser para la edificación de la asamblea, a no ser que hubiera uno que tuviera el don de la interpretación de lenguas y que pudiera, así, darles la interpretación para la edificación de los santos de Dios en la gracia y verdad que vinieron por Jesucristo.
Ésta es, pues, la pauta por la que todo se ha de regir. “Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a los más tres, y por turno; y uno interprete. Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios”. Pero supongamos que sois profetas; supongamos que podéis hablar para edificación de esta forma poderosa: “Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen”. Aquí, el Apóstol toma el ejemplo de los profetas en contraste a las lenguas; porque todo lo que el profeta decía, lo decía con el propósito expreso de edificar. En tanto que así admite que están en la primera línea de importancia en los dones de edificación, se afirma con todo esta importante salvaguarda que no debían de hablar más de dos o tres en la misma ocasión. Es indudable que tenían que hablar uno después del otro; tenían que hablar en orden; sujetos mutuamente unos a otros, pero no más de dos o tres. ¿Y por qué así? Porque no se tendería a la misma edificación que constituía el gran objeto de la profecía; sería excederse, siendo más de lo que los santos podrían asimilar; y por ello estos son los límites que se definen. Queda concedido que los profetas constituyen el carácter más elevado de la instrucción cristiana; pero solamente tenían que hablar dos o tres, y los otros tenían que juzgar.
“Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero”. Pudiera haber entonces aquello que ya no existe más en la actualidad, como tampoco el hablar en lenguas: esto es, revelaciones. Esto se tiene que mantener cuidadosamente en mente. La verdad de Dios puede ser expuesta, de la forma más poderosa, haciendo el Espíritu Santo que actúe sobre la conciencia, a fin de que ahora, como entonces, se pueda introducir la más firme convicción, en un incrédulo que pueda entrar, de que Dios está ahí. No dudo que todo esto es perfectamente posible, y puede suceder ahora en cualquier momento; ¡Y quisiera Dios que así fuera siempre! Pero esto es algo totalmente distinto de una revelación. Dios puede utilizar la instrucción cristiana de un carácter poderoso, teniendo ésta su base en la Palabra escrita, como testimonio de Su propia presencia entre Sus hijos en la tierra. Pero no puede ahora esperarse ninguna nueva revelación. El Apóstol estaba instruyendo a estos santos antes de que el canon de las Escrituras quedara terminado. No toda la verdad de Dios estaba entonces registrada por escrito; y por ello me parece que es un hecho que, según el orden de Dios, hubieran podido entonces haber revelaciones positivas, en tanto que mucha parte de la palabra de Dios quedaba aun por escribir. En tanto que pretender en la actualidad la recepción de revelaciones constituiría una acusación contra la perfección de las Escrituras, y no tengo duda alguna de que ello demostraría pronto no ser nada más que el fraude o la necedad del hombre, y una trampa del diablo. Sea cual fuere el poder del Espíritu de Dios obrando en la actualidad, tiene que ser mediante el uso de la verdad ya revelada — verdad ya en las Escrituras. No se trata de algo añadido a lo que Dios ha dado, sino de la utilización poderosa, en manos del Espíritu de Dios, de aquello que ya ha sido entregado, permanentemente, para la ayuda de la iglesia en su peregrinaje a través de este mundo. Puede haber una recuperación de lo que ha quedado escondido debido a la infidelidad de los santos; pero está allí. Una nueva verdad, revelada ahora por vez primera, sería algo incompatible con las Escrituras como el libro completo de Dios.
Si tenemos ciertas cosas, incluso en este capítulo, que se refieren claramente a lo que estaba entonces en existencia y que ahora ya no, podría una persona sencilla, deseosa de comprender la Palabra de Dios, hacer la siguiente pregunta: “Por qué mantiene entonces que este capítulo tiene como misión la regulación de la asamblea en la actualidad? Está claro que no tiene ahora estas lenguas, y que no puede haber ninguna revelación de nuevas verdades. Si hay tales modificaciones, ¿por qué contiende que este capítulo constituye la regla permanente de Dios para Su asamblea?” La respuesta es bastante sencilla. De necesidad el Espíritu de Dios reguló lo que estaba allí ante Él; pero entonces el gran objetivo de toda la instrucción no lo constituyen los poderes milagrosos ni otras actuaciones transitorias, que tuvieron existencia evidentemente para el objeto especial del testimonio en los días tempranos del cristianismo. Ninguna de estas cosas forma el centro de estos capítulos. ¿Qué es lo que lo hace? LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU SANTO. Es a este punto que tiene que ir toda consideración seria y argumentación sobria de este tema.
¿Tenemos todavía este uno y mismo Espíritu? ¿Podemos contar con Su presencia? ¿Creemos que se digna Él de actuar incluso en la actualidad en la asamblea? Muchos son los que, día tras día, dicen: “Creo en el Espíritu Santo;” pero, ¿prueban ellos su fe por sus obras? Quisiera preguntaros, y quisiera preguntarle a cada santo de Dios, ¿Crees en la presencia real del Espíritu Santo como una persona divina, que está con la iglesia, que está en los santos, que está ahí expresamente para dirigir a la asamblea conforme a la palabra del Señor, y para mantener el Señorío de Cristo ahí? Si tenemos al Espíritu Santo; si Él está en y con los santos todavía; si ésta es una verdad segura, y no depende para su prueba de ninguna parte particular de las Escrituras donde se hable de milagros ni de señales, sino que queda claramente establecida donde estos no tienen lugar alguno; si se ha prometido que Él estaría con nosotros para siempre, entonces pregunto, ¿cómo actúa Él? ¿Se atreverá la incredulidad a hacer del Espíritu nada mejor que un ídolo mudo? Permitidme que os haga una o dos preguntas: ¿Ha abandonado el Espíritu Santo la palabra del Señor como Su única norma de nuestra práctica, así como de nuestra fe? ¿O es que se trata de que hay hombres que introducen razones ingeniosamente preparadas para evitar sujetarse a esta Palabra? ¿Pero es posible que haya hijos de Dios que se puedan contentar con ningunas razones para desobedecer? ¡Ay!, no es ninguna falta de caridad hablar de esta manera. Ellos pueden dedicarse a citar de continuo, “Hágase todo para edificación”, y “hágase todo decentemente y con orden”. Pero, ¿reflexionan ellos alguna vez que ni siquiera los corintios habían violado de tal manera el orden de la asamblea de Dios, con sus exhibiciones inconvenientes, como lo hacen ellos de día en día mediante una rutina que ellos mismos se han montado (fija o no), que no se parece en nada a la forma, como tampoco incorpora al espíritu, del orden divino? Éste es, por un lado, el mismo capítulo que ellos citan, por una parte; por otra parte, se hallan los hechos positivos y llanos de su práctica religiosa habitual.
Tenemos a la iglesia de Dios ya no más sobre el terreno de la una asamblea — ya no más manteniéndose en un principio tan fundamental como el de la libertad del Espíritu allí para edificar mediante aquellos que Él quiera. Tenemos diferentes asociaciones religiosas establecidas, a menudo peculiares de diferentes países, y no correspondiéndose en ningún respecto ya sea con la asamblea ni con las asambleas en la Palabra de Dios. Si un hombre pertenecía a la iglesia de Dios en Jerusalén, pertenecía a la iglesia de Dios en Roma. Se trataba de una mera cuestión de localidad. Él era un miembro de la iglesia de Dios y, por ello, allí donde ésta pudiera hallarse, si se hallaba en un cierto lugar pertenecía a la iglesia de Dios en aquel lugar. Las Escrituras no reconocen la membresía en una iglesia, sino en la iglesia. Si la iglesia de Dios está en un lugar determinado, el cristiano, a no ser que sea excomulgado, tiene su lugar dentro de ella. Nunca se halla, insisto, en las Escrituras, nada acerca de la membresía en una iglesia; se trata siempre de la iglesia. Ésta es una diferencia de la máxima importancia, ya que indica cómo se ha desviado la cristiandad de la Palabra de Dios. Porque en nuestros días, si uno pertenece a esta iglesia, no por esta razón pertenece a aquella iglesia. En lugar de constituir la membresía de uno en la iglesia de Dios la base de que uno sea miembro de ella en todas partes, bien al contrario, tan grande es el cambio, que ahora el hecho de pertenecer a una iglesia constituye la mejor prueba posible de que no se pertenece a otra. Si uno pertenece a la iglesia de Escocia, no se tiene relación con la iglesia de Inglaterra; si se es un Bautista, no se pertenece al mismo tiempo a la sociedad Wesleyana, ni a ningún otro de los cuerpos no conformistas. Pero la Escritura no conoce nada de este tipo.
Así, la revolución de la cristiandad está consumada. Se ha introducido un estado de cosas enteramente contrario a la Palabra de Dios. Han surgido sociedades religiosas, enteramente independientes unas de otras. No estoy refiriéndome en particular ahora a lo que se llama comúnmente el sistema Independiente o Congregacional, aunque allí el principio es llevado aún de una manera más antagonista que en cualquier otra forma frente a la unidad de la asamblea tal como la Escritura nos la presenta. Pero tomemos una de estas sociedades, o todas ellas; son todas ellas más o menos independientes. Así sucede en el sistema nacional establecido, en un alto grado. Por el contrario, en la época de aquellos que pusieron los cimientos de la asamblea de Dios, aquel que pertenecía en absoluto a la iglesia, pertenecía naturalmente a ella allí donde vivía; pero si se desplazaba o viajaba de uno a todo lugar. Podría haber en ciertos casos duda en cuanto a su realidad; porque la sutileza, así como la violencia, arrojaban sus embates contra los primeros cristianos. Por ello, llevaban cartas de recomendación, o se les visitaba: esto es, justo el principio de lo que ahora está a disposición puede verse en las Escrituras. Así, en el caso de Saulo de Tarso, cuando Barnabé oyó las noticias de su notable conversión, no creyó como otros discípulos que se tratara de algo demasiado difícil para el Señor: sino que, siendo un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo, está bien dispuesto a creer lo que la gracia podía hacer, y va y se encuentra con Saulo, que es así reconocido por la iglesia en Jerusalén. Así ahora, si un extraño pasa adelante, profesando ser creyente en el evangelio, le visitan personas en quienes todos pueden confiar; y así la iglesia, sobre el informe de ellos, acepta con plena consciencia y de todo corazón al confesor de Cristo.
Pero no quedamos confinados a ningún rígido canon, sea el que fuere. Hay luz divina en la Palabra de Dios para cada posible exigencia, y si no tenemos aquella luz, mejor que esperemos en el Señor, y veamos si la preciosa plenitud de las Escrituras no se puede aplicar, de una manera indudable, a la dificultad, por el poder del Espíritu, sin que presumamos añadir nada como una regla para afrontar el caso. No se quiere decir con ello que nunca vayan a haber perplejidades, y que no podamos sentir nuestra debilidad y falta de sabiduría. La humildad, la paciencia y la fe demostrarán antes de largo tiempo ser las mejores soluciones que todas las aplicaciones del arte humano. Dios ha tomado sobre Sí mismo el proveernos a través de Su Palabra; y el poder espiritual consiste en aplicar esta Palabra, por el Espíritu, sobre cada caso que venga ante nosotros.
El principal punto sobre el que no obstante insisto es éste que, según las Escrituras, el que viene a ser un miembro de la iglesia de Dios es un miembro de ella en todas partes. Puede que llevase cartas de recomendación a la asamblea a la que fuera. Pero, ¿por qué? Debido a que a través de todo el mundo se trataba de la iglesia de Dios. Ahora os pregunto, ¿debiéramos aceptar como asamblea de Dios nada sistemáticamente diferente del relato escritural que tenemos? ¿Debiéramos permitir otro principio contrario que gobernara sus servicios públicos? Si lo hacemos, ¿estamos realmente sujetos en ello a la Palabra de Dios? Podréis hablarme de los obstáculos que existen ahora para todo ello, y que os encontráis con tantas dificultades contra las cuales luchar. Todo esto se debe reconocer. Tan solo mantengámonos fieles en que aquí, como en todas las otras cuestiones, la voluntad de Dios es más importante que toda otra consideración. Si nos hallamos acreditando aquello que se opone a las Escrituras, lo que debemos hacer es dejar de hacer lo malo, y aprender a hacer lo bueno.
No es nuestro deber — ni mucho menos — formar una nueva iglesia, sino aferrarnos a aquella que es la más antigua de todas, y la única iglesia que es verdadera — la asamblea de Dios tal como esta se exhibe en las Escrituras. ¿Por qué dudáis? ¿No os satisface la iglesia de Dios? ¿Cuya iglesia, qué iglesia, preferís?
Pero alegaréis que han cambiado la época y las circunstancias, y ello de una manera total; y preguntaréis, con un aire triunfante, si acaso dos o tres cristianos reunidos aquí o allá pueden ser asamblea de Dios. Mi contestación a ello es: indudablemente que ha habido un triste cambio; pero la verdadera pregunta a hacerse es esta: ¿Ha cambiado la voluntad de Dios con respecto a Su asamblea? ¿Qué es lo correcto, aceptar el cambio del hombre, o volverse a la voluntad de Dios, incluso en el caso de que haya solamente dos o tres que se reúnen en sumisión a Su palabra? Si estoy con ellos, reunidos al nombre del Señor, reconociendo a los miembros de Su cuerpo, esperando en Dios para que Él obre mediante Su palabra y Espíritu, ¿no se halla Jesús en medio de nosotros? ¿Y dónde puede haber tanta consolación para nuestras almas? Espero demostrar, otra noche que nos reunamos, que esta es la expresa provisión del Señor para estos últimos días; pero, sea como fuere, todo lo que digo ahora es, que el principio de la asamblea de Dios, establecido por Dios en Su Palabra, es el de la libre acción del Espíritu entre los miembros reunidos de Cristo. No puede haber otro que Él apruebe. Bien estoy yo actuando conforme a ello, o no. Si estoy así tratando de ser fiel al Señor, bienaventurado soy, sea cual fuere mi tristeza por el estado de la iglesia. Si no lo soy, por lo menos debiera confesar mi falta de fe. La Palabra de Dios no nos deja con dudas de ningún tipo acerca de cuál es Su inmutable designio acerca de Su asamblea. El Espíritu Santo ha descendido para ser siempre el Guía de Su asamblea. Todo lo preciso es un espíritu de arrepentimiento y de fe. Hay obstáculos; hay lazos; se tiene que pagar un alto precio, en este mundo, para ser un seguidor del Señor Jesús. Pero, ¿soy de Él? ¿Tengo en algo Su amor? ¿Me es Él más valioso que cualquier otra cosa en este mundo? ¿Es una carga Su yugo? ¿Es dulce Su voluntad para mi alma? Con todo, digo, hay solamente un camino. Es en vano proclamar en voz alta nuestra buena disposición a ir con el Señor a la prisión o a la muerte. Puede que Él no nos vaya a pedir esto; pero Él sí demanda de cada cristiano que le sea fiel a Su propia gloria en la asamblea de Dios. No se trata de una cuestión de instituciones rivales pertenecientes a diferentes países, o a diferentes líderes; tampoco se trata de una cuestión de una escuela especial de doctrina, ni de un peculiar plan de disciplina y de gobierno. ¿Acaso los viejos hábitos, la tradición, el interés en esta vida, han de mantenerme apartado de la fidelidad a lo que Dios me muestra ser Su voluntad para Su asamblea?
Si veis cuál sea la voluntad de Dios, no dudéis otro día. No esperéis hasta que todo se aclare. No es fe, cuando Dios llama a alguien, que éste Le diga, “Muéstrame primero la tierra”. Apartaos de lo que sabéis que está mal; nunca sigáis en aquello que sabéis que es indudablemente contrario a la Palabra de Dios. “A aquel que tiene le será dado”, ¿Has renunciado a lo que sabes que no concuerda con la Palabra de Dios, sino que se opone a ella? No te aferres a nada, sino a la Palabra. Permite que te pregunte, por ejemplo, qué hiciste el último domingo. ¿Te hallabas, como cristiano, allí donde pudieras honradamente decir, “me hallaba en mi puesto en la asamblea de Dios?” ¿Fueron allí los varios miembros del cuerpo para reunirse esperando en la guía del Espíritu Santo, con una puerta abierta para este o aquel creyente, habiendo cada uno recibido su don, para ministrar el mismo unos a otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios? ¿O te reuniste con otros donde la pauta escritural hubiera sido considerada como un desorden? Si lo último, ¡quiera el Señor concederte que veas claramente que no te encuentras entonces dentro de Su voluntad ni de Su gloria en la asamblea! No digo que los tales son extraños a la gracia de Cristo, ni que están afuera de la obra del Espíritu Santo — lejos de mí el pensar tal cosa. Creo que Él bendice no solamente en asociaciones protestantes, sino incluso más allá de ellas. Creo que el Espíritu de Dios actúa, allí donde Él ve apropiado, para utilizar el nombre de Cristo, para el bien del creyente y del incrédulo. Por lo que a mí respecta, no dudo por un momento que Dios ha utilizado Su Palabra para la conversión y consuelo de almas entre los católicos romanos — sí, y de sacerdotes, monjes y monjas católicos romanos. Puede que en escasa medida, ya que evidentemente la oposición a la verdad es enorme, y ciertamente la apertura parece sumamente pequeña; pero en verdad así ha sucedido hasta nuestros propios días, y aún más clara y extensamente en el pasado.
Pero ya hay suficiente de esto. De lo que se trata no es si el Espíritu de Dios puede hacer que la verdad cause efecto en esta o aquella denominación. El principal tema que estamos tratando ahora es: ¿estamos dando honra a Cristo según la Palabra de Dios? ¿Estamos sujetos al Señor en la asamblea? ¿Estamos llevando a término Su voluntad hasta allí donde la conozcamos? Puede que fallemos al obrar — de cierto que todos fallamos. Cuando os reunís todos juntos, puede que algunos se hallen inquietos, otros que no hacen en absoluto lo que debieran; puede que oigáis a algunos que sería mejor que se callasen, y algunas veces veréis callados a aquellos que sería una bendición escuchar. Puede ser que estén cediendo a un sentido morboso de responsabilidad, y temor a la crítica, y muchas otras cosas que obstaculizan la expresión de lo que está en sus corazones. Todo esto bien puede ser así. Nadie niega la posibilidad ni el hecho de los fallos que existen. Pero, ¿cómo debilita esto en ningún sentido la verdad de Dios, ni el deber en el que se hallan Sus hijos?
Dejadme poner un ejemplo que entenderá todo creyente. El Espíritu Santo mora en ti, si eres cristiano; pero, ¿estás siempre obrando en el Espíritu? No. Y el Espíritu, ¿mora siempre? Ciertamente que sí. Tu eres siempre el templo de Dios; nunca puedes ser otra cosa, si eres miembro de Cristo; pero con todo esto podéis en ocasiones contristar al Espíritu Santo. No obstante, vuestra obligación nunca cesa. Así es con el Espíritu en la iglesia.
Que la asamblea se reúna. Supondremos que están convertidos, que han recibido el Espíritu Santo, y que realmente, como asamblea, esperan en Él para que sea el guía de ellos. Utilizo la expresión “como asamblea”, porque no se asume que cada miembro comprende la verdad acerca del Espíritu de Dios. Algunos de ellos pueden tener mucho desconocimiento. Puede ser más o menos una vergüenza de su parte, pero puede que existan tales casos, y de hecho los hay. Algunos santos habrán sido atraídos por instinto espiritual, que puedan haber recibido su instrucción en el no-conformismo o en las iglesias nacionales, y que se establecen en la asamblea con poco progreso en la comprensión. Estos pueden ser vehículos para la introducción de los efectos de la rutina en la que se habían criado espiritualmente, por así decirlo; y no es preciso decir que su experiencia no siempre les ayudará a ser siempre sumisos a la guía del Espíritu. No queda tampoco esto totalmente confinado a estos solamente; porque sabemos qué debilidades pueden hallarse entre aquellos que han sido alimentados con la verdad desde su infancia. El haber estado allí constándoles poco; no han conocido ningún sentimiento profundo de la ruina de la cristiandad. Sus almas no se han ejercitado enérgicamente. Les supongo convertidos, pero entrando en la verdad de la posición de la iglesia más bien mediante la instrucción paterna que mediante la pérdida de todo; y por ello hay la disposición a dar por sentado, sin ninguna convicción divina, que las cosas están bien. ¿Es acaso necesario señalar lo deseable que es que hubiera una inteligencia espiritual realmente ejercitada en cuanto a la operación del Espíritu Santo en la asamblea de Dios?
Pero entonces, teniendo en cuenta estos inconvenientes, y todo lo que se pudiera añadir, se mantiene el gran hecho, de que tan ciertamente como mora el Espíritu Santo en cada persona cristiana, igual de cierto es que Él mora en toda la asamblea — en la iglesia de Dios. Lo que tenemos que considerar es que, bien individualmente, o como asamblea, nos sometamos para ser conducidos por Él para la gloria de Cristo. En verdad, no puedo menos que juzgar como verdaderamente del antinomismo, en principio, que se descanse deliberadamente en que el ser cristianos es el asunto verdaderamente importante que si el Señor nos ha mostrado Su gracia, no es preciso tomarse demasiado en cuenta Su voluntad ni ninguna otra cosa. ¿Se ha llegado, entonces, a este punto, a que la gran masa del pueblo de Dios no solamente no conozca, sino que no le preocupe conocer, Su voluntad acerca de Su asamblea? ¿Os disgusta esta acusación? Entonces escudriñad y ved cuál sea vuestro deseo en cuanto a ello. ¿Es el de estar sujetos a Dios y a Su Palabra? ¿Puede haber una prueba más directa para mí, como cristiano, o una manera más evidente de probar mi lealtad a mi Señor, que en esta cosa misma? Si pertenezco a la asamblea de Dios, ¿no debiera renunciar yo a todo aquello que es incoherente con el relato y la normativa escritural de tal asamblea?
Además, dejad que os advierta a los que hayáis tomado tal posición, que pueden deslizarse hacia adentro principios erróneos, doctrinas falsas, malos caminos. Conocemos las tretas de Satanás; pero lo que algunos de nosotros podamos haber dicho antes de que estas fueran así manifestadas como tales, así podemos repetirlo con creciente énfasis ahora, que, así como el Espíritu de Dios es el Espíritu de verdad, asimismo es Él el Espíritu de santidad. Así, cuando la asamblea rehúsa inclinarse ante la Palabra de Dios, prefiriendo aceptar abiertamente la iniquidad antes de juzgarlo a causa de Cristo, ¿qué tiene que hacerse en este caso? Primero, naturalmente, se tiene que dar un testimonio pleno de ello, y advertencias, en privado y quizá en público, y una paciente espera en una lentitud y temor honestos, con el fin de rectificarlo todo. Pero supongamos que todo haya sido rechazado, y que la asamblea en algún lugar prefiera su propia comodidad o voluntad a la Palabra de Dios. ¿Qué entonces? El deber de separación es entonces todavía más perentorio que de las instituciones eclesiásticas ordinarias de la cristiandad; porque es un mayor pecado ante Dios que aquellos que han conocido la verdad de Dios, y que parecían estar andando en ella por la fe, abandonarla por la razón que sea. ¿No se debiera, entonces, separarse de los tales con una seriedad aun mayor y horror ante Dios, que como uno se separaría de las reuniones de aquellos que nunca han conocido el valor del nombre del Señor para la asamblea de Sus santos?
Al mismo tiempo, cuando se halla una asamblea — sea esta pequeña o grande — reunida, reconociendo su fe en la presencia del Espíritu Santo, no debiéramos ser prestos a acusarles de pecado. Ciertamente, tiene que haber más detenimiento en el juicio de una asamblea que en el de un individuo. ¿Vamos a suponer que nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, están necesariamente de acuerdo con los de Dios? Aquí hallamos la importancia suprema de esperar en el Señor. Pero con todo esto persiste el hecho de que, si el pecado público es cierto y evidente, y si se rechazan todas las advertencias, cuanto más tome la asamblea la postura de ser la asamblea de Dios, tanto más se tiene que lamentar su alejamiento de Él, y se le tiene que volver la espalda, debido a que se trata ahora, por lo menos, de una falsa profesión. Dios espera la verdad en Sus santos, pero la espera también de Su asamblea. Es el lugar en el que Él espera la manifestación de Su carácter ante los hombres, y no solamente donde Él lleva a cabo la edificación de Sus santos. En todas partes Él mantiene la gloria de Su Hijo. Admito todas las dificultades debido al surgimiento de los sistemas nacionales después de la gran apostasía romana, a partir de la extensión de los cuerpos no conformistas a continuación de ello, y debido a intentos más recientes de todo tipo. Pero permitidme que os apremie a todos los que me oís que no estamos defendiendo nada nuestro, sea que lo heredáramos de nuestros padres, ni una invención nuestra; no defendemos nada porque se trate de algo nuevo, ni porque se trate de algo viejo — ya tuviera la reciente edad de tres siglos, o los canosos cabellos de mil quinientos años. Volvemos al terreno que fue pecado nuestro — el pecado de la cristiandad — haber abandonado; volvemos a un camino que sabemos ser absolutamente bueno y verdadero, debido a que es el camino de Dios. Tomamos nuestro lugar sobre el único fundamento divino para la iglesia. No tenemos confianza en nosotros mismos, pero estamos ciertos que estamos en lo verdadero y en correcto al encomendarnos a Dios y a la palabra de Su gracia; y por ello podemos tener buen ánimo. Si el carácter de nuestras dificultades, peligros y pruebas nos demuestra cuánto precisamos de las Escrituras, aprendemos también como las Escrituras se aplican, siempre de una manera renovada y poderosa; y así nuestros corazones encuentran aliento para aferrarse más y más a Dios.
Me he ocupado hasta ahora de la asamblea, y ello en tanta extensión que no podré hablar mucho acerca del ministerio esta noche. Pero puedo ser breve, ya que tendremos ante nosotros en otra ocasión el tema de los Dones y de los Cargos. Permitidme entonces que haga unas cuantas observaciones llanas en cuanto al ministerio, antes de finalizar.
Hemos visto que la iglesia surge de Cristo resucitado y glorificado mediante el Espíritu Santo enviado del cielo para que anude y forme la asamblea sobre la tierra. Ésta es la única asamblea que Dios aprueba, y que por ello todo miembro de ella debiera aprobar, hasta que el Señor la saque de este mundo. Tenemos en el pasaje ya mencionado las palabras y operaciones del Espíritu de Dios en la asamblea. Vengo ahora a unos ciertos principios generales. Y, ante todo, así como la iglesia es una cosa divina, así lo es su ministerio. No surge éste ni del creyente ni de la iglesia, sino de Cristo, mediante el poder del Espíritu.
Ahora bien, esto despeja el camino totalmente. Es el Señor el que llama, no la iglesia; el Señor envía, no los santos; el Señor controla, no la asamblea. Hablo ahora del ministerio de la Palabra. Hay ciertos funcionarios que la iglesia elige o puede elegir: por ejemplo, la asamblea puede nombrar a las personas que vea adecuadas para tomar cargo de los fondos, y para distribuir sus recursos. La iglesia puede emplear a sus siervos, seleccionándolos según su mejor sabiduría; y el Señor reconoce esta elección. Así se hizo en la antigüedad, como leemos en Hechos 6, donde la multitud eligió, los apóstoles impusieron sus manos sobre aquellos elegidos para que tomaran cargo de las mesas. Así fue allí donde “las iglesias” (en 2 Co. 8) eligieron hermanos para que fueran sus mensajeros; y así, de nuevo, donde la iglesia de Filipos hizo a Epafrodito su mensajero para ministrar a las necesidades de Pablo (Fil. 2).
Pero nunca hallamos este tipo de selección allí donde se trata del ministerio de la Palabra. ¡Nunca! Al contrario, el mismo Señor contempló una vez a Su pobre, desalentado, y disperso pueblo, tuvo compasión de ellos, y les dijo a los discípulos que oraran al Señor de la mies, que envié obreros a Su mies (Mt. 9). El capítulo inmediatamente siguiente muestra que Él era el Señor de la mies, que consiguientemente los envía Él mismo. Después Él prepara a Sus discípulos para el carácter pleno de ministerio cristiano cuando Él los dejara. Así, en Mateo 25, donde aparece la parábola del Señor partiendo para un país lejano, tenemos la misma verdad — el Señor dando dones a Sus siervos. Bien, esto realmente decide el asunto. Porque la diferencia entre aquello que la Palabra de Dios reconoce, y aquello que se ve en la actualidad, recae en esto, que según las Escrituras el ministerio de la Palabra, en su llamamiento y en su ejercicio, es más verdaderamente divino que aquello que ahora tiene la cristiandad en su lugar. Así pues, se le daña su propia dignidad, especialmente la santa dependencia del hombre que es esencial para su debido ejercicio y, por encima de todo, para la gloria del Señor mismo. Si los predicadores son enviados por hombres, se trata de una usurpación de las prerrogativas del Señor, en detrimento de Sus siervos que se sometan a ello.
¿Cuál es el efecto del ministerio ejercido según las Escrituras? La libertad más perfecta para todo lo que da Dios para la bendición de las almas. Consiguientemente hallamos que la doctrina universal de las Epístolas confirma plenamente aquello que la historia muestra en Los Hechos de los Apóstoles. Pero tengo que referirme a ambas tan brevemente como pueda.
En 1 Co. 12:1414For the body is not one member, but many. (1 Corinthians 12:14) hemos visto que pertenece a la esencia de la iglesia, como asamblea de Dios, y el propósito de la presencia del Espíritu en ella: que Él tenga entera libertad para utilizar a aquel que Él quiera para la gloria del Señor y para la bendición de todos. La exhortación en 1 P. 4:10, 11,10As every man hath received the gift, even so minister the same one to another, as good stewards of the manifold grace of God. 11If any man speak, let him speak as the oracles of God; if any man minister, let him do it as of the ability which God giveth: that God in all things may be glorified through Jesus Christ, to whom be praise and dominion for ever and ever. Amen. (1 Peter 4:10‑11) y la caución en Stg. 3:1 Suponen la misma apertura y su susceptibilidad a ser abusada. Esto puede ser suficiente para “los de adentro”.
Con respecto a “los de afuera”, la voluntad de Dios es igual de clara. Así, en Hechos 8 oímos de la persecución que cae sobre la iglesia, y que todos ellos fueron esparcidos (excepto los doce), y que fueron por todas partes predicando la Palabra. Ahora bien, no digo que se tratara necesariamente de una actividad ministerial. Naturalmente que algunos de ellos eran ministros de la Palabra, y que otros no lo eran; pero todos fueron por todas partes evangelizando. Lo que esto demuestra es que el Señor reconoce a todo y a cada cristiano que sale a anunciar las buenas nuevas. (Comparar Hch. 9:19-2119And when he had received meat, he was strengthened. Then was Saul certain days with the disciples which were at Damascus. 20And straightway he preached Christ in the synagogues, that he is the Son of God. 21But all that heard him were amazed, and said; Is not this he that destroyed them which called on this name in Jerusalem, and came hither for that intent, that he might bring them bound unto the chief priests? (Acts 9:19‑21)).
Pero cuando vamos a los detalles, hallamos a Felipe en el mismo capítulo 8 predicando libremente. “Pero”, dirán algunos, “la iglesia lo había elegido”. Él no había sido elegido para que ministrara la Palabra. Al contrario, había sido elegido para poder dejar a los apóstoles que ministraran la Palabra, sin el embarazo que suponía servir a las mesas. Fue expresamente con el propósito de aliviar a los apóstoles del trabajo secular que fueron elegidos siete hombres por la multitud; la llamada de la iglesia fue a esto solamente. Fue el Señor el que había llamado a Felipe a predicar el Evangelio; y el Señor bendijo la Palabra, que se extendió a y más allá de Samaria. (Comparar Hch. 21:88And the next day we that were of Paul's company departed, and came unto Caesarea: and we entered into the house of Philip the evangelist, which was one of the seven; and abode with him. (Acts 21:8) para ambos puntos).
En Hch. 9 vemos a un hombre en el camino de Damasco con una comisión del sumo sacerdote para perseguir a los judíos cristianos. Ésta fue la única comisión que Pablo recibiera del hombre — un mandato no precisamente para predicar el evangelio, sino para extinguirlo, si tal cosa fuera posible. Pero el Señor, en gracia soberana, no solamente convirtió a Saulo de Tarso, sino que lo envió, directamente de Sí mismo, como predicador y Apóstol, y maestro de los gentiles en fe y en verdad. Así, Pablo viene a ser el ejemplo sobresaliente del ministerio cristiano. Aparte de los hechos milagrosos, constituyó un ejemplo viviente de las palabras, “Nosotros también creemos, por lo cual también hablamos” (2 Co. 4).
Hallamos después de esto al Señor introduciendo a otros a la obra, más particularmente a Apolos, que era “varón elocuente, poderoso en las Escrituras”, pero tan falto de conocimiento al principio, que nada conocía más allá del bautismo de Juan (esto es, el testimonio que se había dado de Cristo cuando Él vivía sobre la tierra). Pero si estaba en ignorancia en cuanto a la iglesia y en cuanto a la verdad plena del cristianismo, era un hombre convertido. Naturalmente, había almas convertidas antes de la venida de Cristo. Es mera ignorancia el ver dificultad en tal afirmación. Apolos había recibido por el Espíritu el primer testimonio con respecto al Señor, pero no conocía la obra de Cristo. Esto le fue enseñado por un buen hombre y su mujer, que le ayudaron a llegar a una comprensión más plena de las Escrituras, y salió más poderoso que nunca en la verdad, sin haber ni indicios de una inauguración humana antes de que empezara a predicar. Pero, con todo, el Apóstol Pablo escribe con todo respeto acerca de Apolos, poniendo a este hombre no ordenado entre sí mismo y Pedro (1 Co. 3). De nuevo les dice, en el último capítulo de esta epístola, que él había pedido a Apolos que viniera, pero que “de ninguna manera tuvo voluntad de ir por ahora”. ¿No indica esto un estado muy diferente de cosas de lo que los hombres sueñan que era la autoridad apostólica, así como del estado que existe ahora? Lo que realmente ilustra es la forma en la que el Señor mantenía Su lugar. Un Apóstol inspirado da su consejo a Apolos, el cual no accede. Esto el mismo Pablo lo registra sin censura de ningún tipo; y, de hecho, las Escrituras no nos dicen quien tenía la razón: puede ser probable que fuera el gran Apóstol, pero en este punto se nos deja totalmente a oscuras. En todo caso el registro deja patente la importante verdad de que es el Señor quien permanece el Señor y Director absoluto de Sus siervos. Al hombre le gusta sentar reglas; pero el Señor, a quien ciertamente estamos ligados por encima de todo, ejercita los corazones de Sus siervos, y les da en esta palabra un principio director para todo tiempo. ¿Es cierto esto de tu alma y de la mía? ¿Somos en la práctica siervos del Señor — del Señor solamente? ¿O estamos sirviendo a una denominación como sus ministros? Si solo somos ministros nacionalistas o no conformistas, nada tengo que decir; pero si somos realmente ministros de Cristo, guardémonos. “Nadie puede servir a dos señores:” si hemos estado luchando por servir a Cristo y a la secta a la que servimos como funcionarios, ¿a quién tenemos que apegarnos? ¿Qué es lo que tenemos que abandonar?
Así, juntamente con la asamblea de Dios, hay el ministerio de la Palabra, confiado soberanamente a algunos de sus miembros, no a todos, pero ciertamente para el bien de todos. Que la asamblea respete a los siervos en su lugar, y que los siervos respeten a la asamblea en su lugar. Que nadie confunda nunca las dos cosas con la más desastrosa de las consecuencias: ninguna de las dos partes tiene que ser sacrificada. Indudablemente, es el lugar de un siervo predicar o enseñar en sujeción a Cristo; es asimismo el lugar de un siervo orientar, guiar, gobernar, según el don que tenga del Señor. Pero sea cual sea la mente del siervo, su juicio, u orientación, nada disuelve la responsabilidad directa de la asamblea hacia Cristo. El mismo Jesús es Señor del siervo, pero Él es también reconocido como el Señor por la asamblea de Dios.
Tomemos de nuevo el caso que se muestra en Hechos 13. Bernabé y Saulo salen a un viaje misionero, dirigidos por el Espíritu Santo, y tomando con ellos a Marcos. Pero Marcos resulta ser un siervo indiferente, y se vuelve pronto a su casa. Salen de nuevo (Hechos 15), pero Pablo insiste en ir sin Marcos. Bernabé, que estaba emparentado con Marcos, no quería dejarlo de lado, y discute con Pablo acerca de ello por bueno que fuera — y ello de una manera tan fuerte que lleva a una separación de estos dos devotos y estrechamente unidos siervos de Cristo. Después Pablo toma a Silas consigo, y son encomendados por los hermanos a la gracia de Dios. La iglesia, o los obreros, estaban ciertamente convencidos de que Pablo estaba en lo cierto. Nada se dice de Bernabé en este sentido; la historia, por lo que a él se refiere, finaliza. Pablo entra en una esfera grande y creciente, y Silas va con él, tomando, por así decirlo, el puesto de Bernabé. Aquí hallamos no solamente un siervo individual en la obra, sino la acción de dos o más en el servicio del Señor. Bernabé pudiera haber estado tan equivocado al elegir a Marcos como Pablo en lo cierto al elegir a Silas; pero el principio está claro. Es preciso el discernimiento espiritual en la elección de un colaborador. La asociación obligada con uno que no creamos competente o deseable no está, evidentemente, conforme con la voluntad del Señor.
Así, en Su servicio existe la asociación, pero ninguna esclavitud en cuanto a ella. Bernabé estaba libre de predicar la Palabra tanto como antes. Evidentemente, no había escasez de santos para dar la bienvenida a Bernabé, ni falta de pecadores a quienes predicar. Pero Pablo no quería que se le obligase a llevar a Marcos consigo, y elige a otro; y éste es un ejemplo importante para nosotros. ¡Cuán completamente nos provee la Escritura tanto en cuanto a cooperación como para rechazarla! El Señor Jesús mantiene Su lugar propio, no solamente en relación con la asamblea, estableciendo cómo esta tiene que ordenarse, sino también en relación con el ministerio, mostrando cómo la obra tiene que ser llevada a cabo sobre la tierra. La Palabra de Dios suple toda necesidad.
Pero hay algo más que todos nosotros necesitamos. ¿Qué es? Una fe sencilla en el Señor, en Su gracia, en Su Palabra. Donde esto no existe, las almas quedan expuestas a verse abatidas por las dificultades. Entonces, cuando ven que las cosas se ven diferentes a como cuando fueron atraídas por ellas, empiezan a dudar de todo. ¡Cuán diferente si hemos decidido tener que ver con el Señor! Asegurémonos bien que estamos sujetos a Él. Naturalmente, no estoy negando la sujeción moral a “hombres principales” en el temor del Señor; ésta puede ser una parte de nuestra sujeción a Él; pero lo que tenemos que dejar sentado es que, en todo tiempo, y bajo las circunstancias que fueren, tenemos que complacer al Señor. Él estará con nosotros; nuestras circunstancias pueden parecer críticas y muy duras; pero hallaremos bendición infinita para nuestras almas — y ciertamente es en tiempos de prueba que probarnos la solidez de la bendición. Tened la certeza de que, así como el Señor fue a través de la cruz a Su gloria celestial, así hallaremos Su cruz estampada en cada servicio; pero, entonces, se trata del Señor y se trata de Su cruz. Por ello, que nuestros corazones tomen aliento.
Las dos líneas de verdad aquí bosquejadas — la asamblea de Dios, y el ministerio de Cristo — las hallaréis establecidas en la Palabra de Dios. Ambas fluyen de Cristo, en lugar de tratarse de meras asociaciones voluntarias: y en cuanto a ambas estamos bajo una responsabilidad que no se puede rehuir. La iglesia se halla obligada a recibir a los ministros de Cristo, en lugar de tener el derecho a elegir.3
De Cristo es de quien proviene el poder; es a Cristo que es inmediatamente responsable el siervo. Si un hombre es llamado a servir, que se goce en la verdad, pero que se incline también ante ella, de que tiene que servir al Señor Jesucristo. La consecuencia de llevar este servicio a cabo será que el mundo se desvanecerá; puede ser incluso que muchos de sus amigos cristianos le parezcan fríos. El ministerio de Cristo nunca ha sido designado para que obre en el sistema del mundo, como tampoco la asamblea de Dios; ambas cosas tienen como designio la exaltación del Señor Jesucristo, y constituir un ejercicio de fe para Sus santos y siervos. Y así tiene que seguir siendo. Más que esto, se ha dispuesto que en la iglesia y en el mundo sintamos las dificultades y las tristezas, así como los gozos, de la fe. No dudo del triunfo en Cristo; pero ciertamente que podemos contar con pruebas y tribulaciones en este mundo. Podemos hallar diferencias en cuanto al mundo. También algunas veces podrá haber fluctuaciones en la iglesia de Dios. Cada uno de los que ha servido a Cristo sabe algo de esto. Pero en cuanto a Aquel a Quien pertenece la iglesia, y a Quien servimos, Él permanece “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. La cuestión es, ¿estamos dispuestos a seguirle?
 
1. Se ha objetado que algunos editores, como Lachmann y otros, han omitido τγ εκκλησία aquí, en deferencia al Sinaítico, Vaticano, Alejandrino, y el Rescrito de París, y otros más recientes, con las versiones Vulgata, Cóptica, Etiópica, y Armenia; pero todos los otros unciales y cursivos, juntamente con las versiones Siríaca, Arabiga, y Eslavónica, para no hablar de citas tempranas, aceptan la palabra; y estos han sido seguidos por Griesbach, Scholz, etc., así como vacilantemente por Bengel. Tischendorf, que al principio había rechazado la lectura normal, la volvió a poner en sus ediciones posteriores, aunque es probable que le incline de nuevo en contra de ella. Pero debiera recordarse que la escuela de Lachmann, si bien la rechazan, separan έπίτό αύτό del capítulo 3:1, de forma que el pasaje tendría sustancialmente el mismo significado que si se leyera τγ εκκλησία, “a la iglesia”; esto es, “el Señor añadía diariamente aquellos que habían de ser salvos”. Así, en Hechos 4:2323And being let go, they went to their own company, and reported all that the chief priests and elders had said unto them. (Acts 4:23) se dice de Pedro y de Juan que, cuando se les dejó marchar, que se fueron a los suyos, o su propia compañía (πρόϛ τούϛ ίδίουϛ). Había ahora una nueva asociación a la que ellos pertenecían, y distinta de la antigua congregación de Israel; y esta asociación recibe el nombre de ή έκκλησία más allá de toda posible duda, en el capítulo 5, versículo 11, no como si fuera entonces originada, sino bien evidentemente ya existente y conocida. Está claro así que, independientemente de la frase en Hechos 2:47,47Praising God, and having favor with all the people. And the Lord added to the church daily such as should be saved. (Acts 2:47) la “asamblea”, en un sentido neotestamentario, empezó de hecho en Pentecostés, como lo confiesan Pearson, Whitby, y otros.
2. La autoridad externa se mantiene de la siguiente manera: El Alejandrino, el Vaticano, el Palimpsesto de París, y el Sinaítico son MSS del máximo valor, y que concuerdan en verter “la iglesia”, no “las iglesias”. En esto están apoyados por el cursivo más importante actualmente en existencia, en la actualidad en el Museo Británico, juntamente con una buena cantidad de otros. De las versiones antiguas, no hay tan solamente una autoridad de primera línea que no confirme el singular — la Siríaca peshito, la Cóptica, Sahídica, Vulgata, Etiópica, Armenia, y la Arábiga erpeniana. El uncial más antiguo que da la forma plural es el de Laud, en la Biblioteca Bodleiana, datado alrededor de los siglos sexto o séptimo, apoyado por otros dos del siglo noveno, con la gran masa de cursivos, la siríaca filoxeniana, y una versión arábiga. Pero incluso aquí se tiene que señalar que la copia más importante, la de Laud, está indudablemente equivocada al leer “todas las iglesias;” y las otras pueden haber recibido la influencia de Hechos 16:55And so were the churches established in the faith, and increased in number daily. (Acts 16:5). Ciertamente, es más fácil suponer que la forma menos usual pudiera haber sido cambiada por escribas a un tipo común, y no que las autoridades más antiguas se unieran en un error que la multitud de manuscritos más recientes evitaran después. Por lo general, la tendencia corre en la dirección exactamente opuesta.
3. La Conferencia Congregacional acerca de “La política eclesiástica del Nuevo Testamento”, por el Dr. S. Davidson, puede compararse con lo que hemos visto en las Escrituras. “Tomemos ahora una iglesia y sigamos sus varias actuaciones. Una cantidad de creyentes acuerda asociarse. En una capacidad unida resuelven confesar a Cristo, observar Sus preceptos, y seguir Su voluntad. Se eligen pastores, de los que juzguen poseer las cualidades descritas en el Nuevo Testamento. De esta manera el creyente elegido por ellos viene a ser una persona oficial tan pronto como acepta su invitación” (pág. 269). “El pacto en el que se ha entrado entre el rector y los regidos puede ser disuelto por una parte o por ambas. La unión formada entre pastor y pueblo puede ser deshecha” (pág. 271). “Un ministro es bien ministro de una iglesia, esto es, de aquella por la cual haya sido elegido, o bien no es ministro en absoluto. Cuando deje de ser pastor de una iglesia deja de ser ministro del evangelio, hasta que sea elegido por otra [...] No es hecho ministro por el acto de la ordenación, sino por el llamamiento del pueblo, y por su aceptación de este llamamiento, por virtud de lo cual se entra en un pacto solemne; y cuando cesa el acuerdo, deja de ser ministro [¡!]” (págs. 252, 253). No hay ningún principio que parezca más rotundamente opuesto a la Palabra de Dios que el radicalismo religioso.