Capítulo 4: El cristianismo en contraste con el judaísmo

 
Estamos plenamente persuadidos de que la aceptación de instrumentos musicales en la adoración y el testimonio cristiano se debe básicamente al fracaso espiritual de los creyentes en no reconocer la distinción entre las dos dispensaciones: la ley y la gracia. Una de las afirmaciones más interesantes de nuestro Señor, cuando aún estaba en la tierra, se halla al final de Lucas 5: “Y nadie echa vino nuevo en cueros viejos; de otra manera el vino nuevo romperá los cueros, y el vino se derramará, y los cueros se perderán. MAS EL VINO NUEVO EN CUEROS NUEVOS SE HA DE ECHAR; y lo uno y lo otro se conserva. Y ninguno que bebiere del añejo, quiere luego el nuevo; porque dice: El añejo es mejor” (versículos 37-39).
¡Cuán impresionante es esta declaración! ¿Qué quiso enseñarnos nuestro Señor con esta alegoría hogareña? Creemos que es sencillamente lo siguiente: el judaísmo y el cristianismo no se mezclan; se excluyen mutuamente. Tratar de unirlos es la pérdida completa del significado de cada uno de ellos.
El sistema judaico brota de la promesa hecha a Abram, estando éste aún en la tierra de Ur de los Caldeos: “Y haré de ti una nación grande... y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:2,3). Posteriormente el Señor renueva Su promesa en las palabras: “Yo soy JEHOVÁ, que te saqué de Ur de los Caldeos, para darte a heredar esta tierra” (Génesis 15:7). Cuando Abram cuenta con noventa y nueve años, de nuevo Dios se le aparece, le cambia su nombre por el de Abraham, y reafirma Su promesa con estas palabras: “Y te daré a ti, y a tu simiente después de ti en sus generaciones, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos” (Génesis 17:8).
Encarecemos al lector tomar nota de manera cuidadosa de las tres promesas antedichas. No se dice ni una sola palabra acerca del cielo, ni acerca de la vida venidera. Todo está relacionado con esta tierra, en especial a una región llamada “Canaán”, y las promesas sólo tienen que ver con la prosperidad temporal aquí abajo.
Más tarde, después de que la nación de Israel fuera sacada de Egipto y conducida a la tierra prometida de Canaán, la hallamos tratando de actuar concorde con la promesa hecha mediante Moisés al efecto que “por haber oído estos derechos, y guardado y puéstolos por obra, JEHOVÁ tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres”. Viene después una promesa detallada sobre prosperidad terrenal, gran crecimiento de la familia, rebaños y cosechas, así como apartamiento de enfermedades y plagas de entre ellos, y también la certidumbre de victoria sobre sus enemigos. (Léase el pasaje completo en Deuteronomio 7:9-18). En todo ello no hay sugerencia alguna de bendiciones más allá de esta vida. El asunto de cielo e infierno no se debate; todo es terrenal.
Cuando llegamos a examinar las disposiciones dictadas por Dios para la adoración formal por Su pueblo terrenal, quedamos sorprendidos por el gran contraste de aquello con lo que encontramos en la cristiandad. Ya en el relato detallado de los planes de la adoración en el tabernáculo (Éxodo 25–30) o en la inauguración de la adoración en el templo (2 Crónicas 2–7), encontramos un sistema de adoración divinamente sancionado, externo, formal, ritualista y terrenal en cada uno de sus detalles.
Notamos en la Epístola a los Hebreos que no es tanto una comparación de las dos dispensaciones de la ley y la gracia, como un contraste entre las dos. No obstante todas las solicitudes que Dios ha tenido para mostrarnos las diferencias esenciales y básicas entre esos dos modos de tratar con la humanidad sobre la tierra, la cristiandad ha rehusado observar la línea de demarcación y de manera bastante desastrosa ha tratado de combinar ambos.
Señalamos brevemente algunos de los contrastes divinamente marcados que existen entre las dos dispensaciones. En contraste con la promesa judaica de bendiciones terrenales, está la promesa de bendiciones celestiales para los cristianos. Véase Efesios 1:3: “Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda BENDICIÓN ESPIRITUAL en LUGARES CELESTIALES en Cristo”. Nuestro Señor nos mostró la perspectiva: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33). “Mas porque no sois del mundo, antes Yo os elegí del mundo, por eso os aborrece el mundo” (Juan 15:19). En ello no existe la promesa de una victoria sobre los enemigos temporales, sino todo lo contrario.
En el sistema judaico no existía acceso a la presencia de Dios, sino por mediación del sumo sacerdote, y esto únicamente una vez por año (véase Hebreos 9:7-9). Pero en el cristianismo tenemos el bendito privilegio del acceso al lugar santísimo por medio de la sangre de Jesucristo (véase Hebreos 10:19). En el primer sistema, solamente una clase especial de personas, la tribu de Leví, podía ministrar las cosas divinas, pero entre nosotros tenemos la certidumbre de que todos somos real y santo sacerdocio, para ofrecer sacrificios espirituales, y para anunciar Sus alabanzas. (Compárese 1 Pedro 2:5,9). En el sistema anterior no existía el conocimiento de la aceptación para con Dios, pero nosotros nos regocijamos en el conocimiento de nuestros pecados perdonados (compárese Efesios 1:6 con Hebreos 10:1-3). En el primer sistema existía la constante repetición de los sacrificios, año tras año, y el sacrificio de los corderos, día tras día, en su continua inmolación (Éxodo 29:38-42). Pero en la Epístola a los Hebreos leemos, “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14).
Llegamos ahora a aquel aspecto del judaísmo que tiene una conexión especial con el asunto de este estudio. Nos referimos a la grandeza externa del culto en el templo. Sabemos de la descripción de la dedicación del templo, tal como la encontramos en 2 Crónicas 2–7, que el esplendoroso edificio, construido a un costo aproximado de mil millones de dólares,1 fue sin lugar a duda la más costosa y primorosa estructura jamás edificada por la mano humana. En imitación de lo precedente, la cristiandad ha tratado de copiarlo en sus basílicas, templos y catedrales. Mas cuando consideramos la enseñanza del Espíritu para la época de la Iglesia, no hallamos sino completo silencio con relación a cualquier estructura física santificada para ser morada de la Iglesia. No; más bien encontramos este pronunciamiento directo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). Y otra vez leemos, “En el cual vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios en Espíritu” (Efesios 2:22). Igualmente en otra epístola: “Vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual” (1 Pedro 2:5, versión Nácar-Colunga). Ojalá que en nuestras mentes sea bien clara y patente la idea de que no existe hoy en la tierra un edificio físico, bien fuere de madera, de piedra o de mármol, etc., que tuviere alguna santidad ante los ojos de Dios.
Consideremos el culto en el templo tal como nos es reseñado en 2 Crónicas 5:12-14: “Y los Levitas cantores... vestidos de lino fino, estaban con címbalos y salterios y arpas al oriente del altar; y con ellos ciento veinte sacerdotes que tocaban trompetas. Sonaban pues las trompetas, y cantaban con la voz todos a una, para alabar y confesar a Jehová; y cuando alzaban la voz con trompetas, y címbalos e instrumentos de música, cuando alababan a JEHOVÁ, no podían los sacerdotes estar para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había henchido la casa de Dios”.
Aquí, hermanos, tenemos divinamente sancionado el orden de la adoración para la vieja dispensación, el judaísmo, los siglos del trato de Dios con su pueblo terrenal, antes de la cruz. Aquí tenemos el vino añejo en su mejor calidad. Aquí vemos el templo divinamente decretado; el coro divinamente establecido y vestido, y el sacerdocio divinamente estatuido. Poco podemos maravillarnos que nuestro Señor dijera: “Y ninguno que bebiere del añejo, quiere luego el nuevo; porque dice: El añejo es mejor” (Lucas 5:39). Si queremos una explicación de todo cuanto vemos hoy día en la cristiandad que nos rodea, aquí la tenemos. El fracaso de no haber observado la distinción entre el culto externo judaico realizado carnalmente por el hombre, y la adoración espiritual cristiana en el “santuario” (véase Hebreos 10:19), ha producido el estado corrupto de la cristiandad actual. Esto lo describe nuestro Señor en Sus mensajes a las siete iglesias de Asia, bajo la apariencia de la última de las siete, Laodicea. Dirigiéndose a Laodicea, solemnemente le advierte: “Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de Mi boca” (Apocalipsis 3:16).
De esta manera, vemos que nuestra cuestión sobre los instrumentos musicales en la Iglesia va mucho más lejos que la misma cosa en sí, pues ella es solamente un elemento en el fracaso general de no haber guardado el vino nuevo en cueros nuevos. Si no lo conservamos en ellos, vamos a perderlo. Entonces nos preguntamos: ¿Nos arriesgaríamos a perder la preciosidad de aquel nuevo vino, volviendo otra vez a “flacos y pobres rudimentos” (Gálatas 4:9) de un “santuario mundanal”? (Hebreos 9:1). ¿No es preferible oír la voz de nuestro bendito Señor cuando se dirige a la iglesia en Filadelfia: “He aquí, he dado una puerta abierta delante de ti, la cual ninguno puede cerrar; porque tienes un poco de potencia, y has guardado Mi Palabra, y no has negado Mi Nombre” (Apocalipsis 3:8)?
 
1. Véase el Westminster Bible Dictionary [Diccionario bíblico de Westminster], artículo de Down y Gehman sobre “Templo”, pág. 594.