Capítulo 6: La Única Manera De Entrar Al "Hogar, Dulce Hogar"

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Esa semana fue muy larga y triste para Treffy y para Cristi. El anciano casi ni hablaba, excepto para susurrar las palabras tristes del himno, o para decirle a Cristi, con total desaliento:
—Ya todo acabó para mí, Cristi; para mí no hay hogar.
Treffy ni se acordaba de su organillo. Cristi se lo llevaba de día, pero de noche quedaba guardado contra la pared, sin que lo tocara. Ahora Treffy no aguantaba oírlo. Una noche Cristi había empezado a tocarlo, pero la primera tonada fue “Hogar, dulce hogar”, y Treffy había dicho con amargura:
—No toques esto, Cristi, no hay un “Hogar, dulce hogar” para mí; nunca volveré a tener un hogar, no, nunca.
Así que Treffy no tenía nada que lo consolara. Aun su viejo organillo parecía haberse puesto en su contra: su propio y querido organillo que tanto había amado, ahora lo hacía sentir todavía más desgraciado.
El doctor lo había vuelto a visitar, según lo había prometido, pero dijo que no podía hacer nada por Treffy, que era cuestión de tiempo. No había medicamento que pudiera salvarle la vida.
Era terrible para el viejito Treffy estar cada día más cerca de la muerte, cada día la cadena de su vida aflojándose más y más, y acercándose cada día más a un futuro desconocido.
Treffy y Cristi contaban ansiosamente los días hasta el domingo, cuando oirían acerca de la segunda estrofa del himno. Quizá después de todo podría haber algo de esperanza, alguna manera de entrar en la ciudad luminosa, alguna entrada al “Hogar, dulce hogar”, por la cual hasta el alma manchada de pecado del viejito Treffy pudiera entrar.
Por fin llegó el domingo. Era una noche húmeda y lluviosa, el viento tormentoso soplaba con fuerza, y la pequeña congregación en el salón de la misión era más pequeña que de costumbre. Pero se leía en el rostro de algunos una gran determinación, y, el predicador, al observar a los pocos reunidos y cuando leyó su texto sintió que muchos no habían venido por mera curiosidad, sino con un anhelo sincero de escuchar la Palabra de Dios. Y elevó su corazón en una oración muy sentida, pidiendo que para muchos en ese salón la Palabra que estaba por compartir fuera de bendición eterna.
En el salón de la misión hubo gran silencio cuando el Sr. Wilton leyó su texto. Cristi fijó su vista en él, y escuchó atentamente cada palabra.
El texto era éste: “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”.
Primero, el predicador les recordó el sermón del domingo anterior, de la luminosa ciudad de oro donde todos anhelaban ir. Les recordó la primera estrofa del himno:
“Hay una ciudad radiante,
Cerradas sus puertas están al pecado”
Y luego preguntó suavemente y con cariño:
—¿Hay alguno que ha llegado esta noche a este salón anhelando saber la manera como él, un pecador, puede entrar en la ciudad? ¿Hay alguno así?
—Ay, sí, yo –dijo en voz baja el pequeño Cristi.
—Intentaré, con la ayuda de Dios, mostrarles la manera –dijo el predicador—. Ustedes y yo hemos pecado. Un pecado es suficiente para cerrarnos las puertas del cielo, pero hemos pecado, no sólo una vez, sino cientos de miles de veces. Nuestras almas están cubiertas de las manchas del pecado. Pero hay una cosa, sólo una cosa, por medio de la cual el alma puede volver a ser blanca, clara y pura. El texto nos dice que es “La sangre de Jesucristo.”
Luego pasó a explicar cómo es que la sangre de Jesús puede limpiar el pecado. Habló de la muerte de Jesús en el Calvario, de la fuente que allí abrió para limpiar el pecado y lo sucio. Les explicó que Jesús es el Hijo de Dios, y que, por lo tanto, su sangre que derramó en la cruz es de valor infinito. Les dijo que, desde aquel día en el Calvario, miles han acudido a la fuente, y cada uno ha salido de ella más blanco que la nieve, habiendo desaparecido todas las manchas del pecado.
El predicador les dijo que cuando los que han sido limpiados llegan a las puertas de perlas, éstas se abren de par en par para recibirlos, porque no hay ni una mancha en sus almas, pues están libres de pecado. Y luego su rostro se puso muy serio, e inclinándose hacia delante, rogó a los presentes que acudieran a la sangre para poder ser lavados y limpiados. Les rogó que se fijaran en la segunda estrofa del himno, y dijeran de todo corazón:
Salvador, vengo a ti,
Cordero de Dios, escúchame,
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
—Hay una palabrita en mi texto –siguió diciendo el predicador—, que es un gran consuelo. Me refiero a la palabra todo. ¡Todo pecado! Eso incluye toda mala palabra, todo mal pensamiento, toda mala acción. Eso incluye la mancha más negra, la más oscura, la más profunda. Todo pecado, cada pecado, todos los pecados. Ningún pecado es demasiado malo como para que no lo alcance la sangre. Ningún pecado tan grande que no lo pueda cubrir la sangre. Y ahora bien, cada alma en este salón es salva o no salva, está limpia o sucia.
Continuó el predicador:
—Quiero hacerles, mis queridos amigos, una pregunta muy seria. En su alma ¿está el pecado o la sangre? Está el uno o el otro. ¿Cuál es?
El predicador hizo una pausa al hacer esta pregunta, y el salón estaba tan quieto que se hubiera oído caer un alfiler. ¡Cuántos estaban reflexionando en la condición de su propio corazón! Y Cristi se decía en lo más profundo de su corazón:
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
El predicador terminó su sermón exhortando a todos que acudieran esa misma noche a la fuente. ¡Con cuánta intensidad les rogaba que no demoraran más, que dijeran ya mismo: “Señor, vengo a ti”! Les rogó que cuando llegaran a sus casas, en sus propios cuartos, se pusieran de rodillas sintiendo que Jesús se encontraba de pie junto a ellos.
—Eso es “venir a Jesús” –dijo el predicador.
Les dijo que le contaran todo a Jesús, que le entregaran a él todos sus pecados, que le pidieran que los cubriera todos con su sangre, para esa misma noche poder acostarse a dormir más blancos que la nieve.
—¿Lo harán? –preguntó—. ¿Harán esto?
Y el pequeño Cristi se dijo: “Sí, lo haré”.
Al terminar, el Sr. Wilton se paró en la puerta, saludando amablemente a cada uno al salir. Parecía muy cansado y ansioso después de su sermón. Lo había predicado con mucha oración y emoción, y anhelaba, sí, anhelaba intensamente saber que había bendecido a alguna alma.
Algunos de la pequeña congregación que iban saliendo lo hacían con rostro serio y reflexivo, y al pasar cada uno, el Sr. Wilton elevaba una oración pidiendo que la semilla en esa alma brotara y diera fruto. Pero había otros que ya empezaban a conversar con sus vecinos, que parecían haber olvidado todo lo que habían oído. Verlos entristeció el corazón del joven predicador. “¿Se ha perdido la semilla, querido Señor?” dijo sin fe, porque ya estaba muy cansado y agotado, y cuando el cuerpo es débil es fácil que nuestra fe también se debilite.
Pero vio algo en el rostro de Cristi al salir del salón que lo impulsó a llamarlo para hablar con él. Había notado la atención del muchacho durante el sermón, y quería saber si había comprendido lo que había oído.
—Mi muchacho –dijo el predicador con bondad, poniendo una mano sobre el hombro de Cristi—, ¿puedes decirme cuál fue el texto de esta noche?
Cristi lo recitó correctamente, y el predicador pareció complacido. Le hizo a Cristi varias preguntas más sobre el sermón, y luego lo alentó a hablar. Cristi le contó acerca del viejito Treffy, quien tenía un mes más de vida, y que anhelaba saber cómo podía ir al “Hogar, dulce hogar”. El predicador prometió ir a visitarlo, y anotó el nombre de la calle y el número de la casa en su libretita. Antes de que Cristi se retirara se arrodilló con él en el salón vacío, y oró pidiendo que esa misma noche el querido Señor lavara el alma de Cristi con su sangre preciosa.
Cristi se retiró pensativamente, pero muy contento porque esta noche tenía buenas noticias para el viejito Treffy. Apuró sus pasos al ir acercándose a la pensión, y corrió escaleras arriba al ático, ansioso de contarle todo al pobre anciano.
—¡Señor Treffy! ¡Qué hora maravillosa he pasado! Fue hermoso, señor Treffy, y me estuvo hablando el predicador, y viene a verlo a usted, sí viene aquí –dijo Cristi triunfalmente.
Pero Treffy anhelaba tener mejor noticia que ésta.
—¿Y qué me puedes decir del “Hogar, dulce hogar”, Cristi? –preguntó.
Hay una manera de llegar, señor Treffy –dijo Cristi—. Usted y yo no podemos entrar con nuestros pecados, pero “la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado”. Eso dice la Biblia, señor Treffy, y fue el texto del predicador.
—Cuéntame más –dijo Treffy con voz trémula.
—No hay nada fuera de la sangre de Jesús que pueda limpiarnos del pecado, señor Treffy –dijo Cristi—, y lo único que tenemos que hacer usted y yo es acudir a él, pedírselo y lo hará esta misma noche, dijo el predicador. He aprendido otra estrofa del himno, señor Treffy.
Cristi se arrodilló junto al anciano y recitó con reverencia:
Salvador, vengo a ti,
Cordero de Dios, escúchame,
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
Treffy repitió las palabras después de él con voz temblorosa.
—Yo quisiera que me limpiara, muchacho –dijo.
—Entonces lo hará, señor Treffy –dijo Cristi—. Jesús nunca rechaza a nadie.
—Ay, pero soy viejo, Cristi, y he sido pecador toda mi vida, y he hecho algunas cosas muy malas, Cristi. Nunca lo había pensado hasta la semana pasada, pero ahora lo sé. No creo que me lave de mis pecados; son tan grandes, muchacho.
—¡Pero sí lo hará! –dijo Cristi con entusiasmo—. Eso es justo lo que dijo el predicador. Hay una palabra para usted en el texto, señor Treffy. “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”. Todo pecado, todo pecado, ¿no le basta esto, señor Treffy?
—Todo pecado –susurró el viejito Treffy—, ¡todo pecado! Sí, Cristi, creo que eso me basta.
Después de esto, ambos quedaron en silencio. Cristi contemplaba el fuego. Luego, dijo de pronto:
—Señor Treffy, vamos ahora mismo y pidámoselo.
—¿Pedir a quién? ¿Al predicador?
—No –respondió Cristi—, al Señor Jesús. Está aquí en el cuarto, el predicador dijo que lo estaba. Pidámosle que nos lave a usted y a mí, ahora mismo, señor Treffy.
—¡Ay, bien! Pidámosle eso, Cristi.
Entonces el anciano y el muchacho se pusieron de rodillas, y con una fuerte percepción de la presencia del Señor, el pequeño Cristi oró:
—Señor Jesús, venimos a ti, yo y el señor Treffy. Tenemos muchos pecados que hay que lavar, pero el predicador dijo que tú no nos rechazarías, y el texto dice todo pecado. Creemos que se aplica a nosotros, Señor Jesús, a mí y al señor Treffy. Por favor lávanos hasta quedar blancos como la nieve. Queremos ir al “hogar, dulce hogar”. Por favor, lávanos esta noche en la sangre. Amén.
Enseguida el viejito Treffy, con voz temblorosa agregó:
—Amén, Señor, lávanos a los dos, a mí y a Cristi, lávanos hasta que seamos blancos como la nieve. Por favor, hazlo. Amén.
Después de esto, se levantaron, y Cristi dijo:
—Ahora podemos acostarnos, señor Treffy, porque estoy seguro que ya nos ha escuchado.
Así fue que el hombre a las puertas recibió al anciano tembloroso al igual que al niño pequeño, y al entrar habían oído en lo más profundo de su corazón, la Voz llena de gracia diciéndole a cada uno, una y otra vez:
“Confía, hijo, tus pecados te son perdonados.”