CUARTA CARTA: Marcas positivas para discernir la guía del Espíritu en la asamblea

 
El hombre que intentaría definir las operaciones del Espíritu en el despertar o en la conversión de un alma, tan sólo manifestaría su propia ignorancia y negaría, además, esta soberanía del Espíritu manifestada en estas conocidas palabras: “El viento de donde quiere sopla; y oyes su sonido, mas no sabes de dónde viene, ni a dónde va: así es todo aquel que es nacido del Espíritu”.
Y, sin embargo, abundan en las Escrituras señales por cuyo medio podemos reconocer a aquellos que han nacido del Espíritu y aquellos que no lo son. Otro tanto ocurre con el tema de esa carta. Espero ser guardado del peligro de usurpar el lugar del Espíritu Santo creyendo poder definir exactamente el modo de operar sobre las almas de los que dirige para obrar en la asamblea, bien sea en el culto, bien sea ejerciendo un ministerio en medio de los santos. En determinados casos, la cosa puede ser mucho más clara y sensible que en otros (quiero decir: sensible para aquel que es llamado a actuar por el Espíritu). Mas, por vano y presuntuoso que fuese el querer dar una verdadera y completa definición sobre el tema, la Escritura nos da amplias instrucciones acerca de las marcas o características del verdadero ministerio. Y es sobre algunas de estas características, las más evidentes y sencillas, que quiero llamar ahora vuestra atención.
Las hay que se aplican a la materia, objeto del ministerio, y otras referentes a los motivos que nos impulsan a obrar en el ministerio, o a participar de alguna manera en la dirección de las asambleas de los santos. Unas servirían de piedra de toque, por cuyo medio podrán juzgarse a sí mismos, y valiéndose de las otras, todos los santos podrán discernir lo que es del Espíritu y lo que procede de otra fuente. Unas servirán para señalar aquellos que son dones de Cristo a su Iglesia para el ministerio de la Palabra; y las otras ayudarán a los que poseen realmente estos dones para resolver la importante cuestión de saber cuándo han de hablar y cuándo no.
Tiemblo pensando en mi responsabilidad al escribir sobre semejante tema; pero me anima saber que “nuestra fuerza es de Dios” y que la Escritura es “útil para enseñanza, para reprensión, para corrección, para instrucción en justicia: a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, estando bien preparado para toda obra buena”. Con esta perfecta regla probad, examinad todo cuanto pudiera yo escribir, y si algo no podría resistir esta prueba, que Dios os conceda la gracia, amados hermanos, de ser lo bastante sabios para rechazarlo.
No es con ciegos impulsos y expresiones carentes de inteligencia como dirige el Espíritu, sino llenando el entendimiento espiritual de los pensamientos de Dios, tal como están revelados en la Palabra escrita, y obrando sobre los renovados afectos. Es verdad que, en los albores de la Iglesia, había dones de Dios, cuyo uso no podía estar ligado a la inteligencia espiritual. Me refiero al don de lenguas cuando no había intérpretes y, según parece, como ese don era (a los ojos humanos) más maravilloso que los demás, a los corintios les gustaba mucho usar y manifestarlo. Por eso les reprende el apóstol: “Gracias doy a Dios de que hablo lenguas extrañas más que todos vosotros; en la iglesia, empero, quiero más bien hablar cinco palabras con mi mente, para que instruya también a los otros que diez mil palabras en lengua extraña. Hermanos, no seáis niños en inteligencia: en la malicia, sin embargo, sed niños, mas en la inteligencia sed hombres” (1 Corintios 14:18-20). Por lo tanto, lo menos que se puede esperar de los que ejercen un ministerio es que conozcan la Escritura, que conozcan el pensamiento de Dios tal como está revelado en la Palabra. Notemos que este conocimiento y esta inteligencia pueden hallarse en algún hermano y no ir acompañados por ningún don de elocuencia, por ninguna aptitud para comunicarlos a los demás; pero sin ellos, ¿qué tendríamos que dar o comunicar?
Desde luego los hijos de Dios no se reúnen de vez en cuando en el nombre de Jesús para que se les presente meros pensamientos humanos o para repetir lo que otros han dicho o escrito. Un conocimiento personal de la Escritura, el entender su contenido, son, desde luego, cosas esenciales en el ministerio de la Palabra. Jesús les dijo: “¿Habéis entendido todas estas cosas? Ellos le dicen: Sí, Señor. Él, pues, les dijo: Por tanto, todo escribo admitido como discípulo en el reino de los cielos es semejante a un padre de familias, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Matthew 13:51-5251Jesus saith unto them, Have ye understood all these things? They say unto him, Yea, Lord. 52Then said he unto them, Therefore every scribe which is instructed unto the kingdom of heaven is like unto a man that is an householder, which bringeth forth out of his treasure things new and old. (Matthew 13:51‑52)).
Cuando nuestro Señor estuvo a punto de enviar a Sus discípulos para que fuesen Sus testigos, “les abrió la mente para que entendiesen las Escrituras” (Lucas 24:45). Y cuántas veces no leemos que cuando Pablo predicaba a los judíos, hablaba con ellos según las Escrituras (Hechos 18:2-4). Si el apóstol se dirige a los romanos como a cristianos capaces de exhortarse unos a otros, es porque puede decir de ellos: “Y yo también estoy persuadido, respecto de vosotros, hermanos míos, que estáis llenos de bondad, surtidos de toda clase de conocimientos, capaces también de amonestaros los unos a los otros” (Romanos 15:14).
En las porciones de la Escritura que tratan especialmente de la acción del Espíritu en la Asamblea —en 1 Corintios 12, por ejemplo—, esta acción no se verifica fuera de la Palabra. “Porque a uno por medio del Espíritu le es dada palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia, según el mismo Espíritu” (1 Corintios 12:8). Cuando enumera el apóstol las cualidades por las cuales él y otros se reconocen como siervos de Dios, encontramos lo siguiente en esta admirable lista: “Con ciencia.... con Palabra de verdad... por medio de la armadura de justicia.... a diestra y a siniestra” (2 Corintios 6), y si reparáis en lo que constituye esta armadura encontraréis que es la verdad, la cual es un cinto para los lomos, y la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios (Efesios 6:14,17). El apóstol, aludiendo a lo que ya había escrito a los efesios, dice: “Por cuya lectura podéis conocer cuál sea mi inteligencia en el misterio de Cristo” (Efesios 3:4). Cuando el mismo apóstol insiste para que los santos se exhorten unos a otros, vedlo que menciona ante todo como condición esencial y previa: “Habite ricamente en vosotros la palabra de Cristo, con toda sabiduría; enseñándoos y amonestándoos los unos a los otros, con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando con gracia en vuestros corazones a Dios” (Colosenses 3:16). Asimismo dice a Timoteo: “Si impusieres a los hermanos en estas cosas, serás un buen ministro de Cristo Jesús, nutrido en las palabras de la fe y de la buena enseñanza, que has seguido estrictamente”: y le exhorta diciendo: “Entretanto que yo vaya allá, aplícate a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza. Medita en estas cosas, ocúpate enteramente de ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Mira por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas cosas; porque haciendo esto a ti mismo te salvarás y también a los que te oyen” (1 Timoteo 4:6,13-16).
En la segunda Epístola exhorta a Timoteo de esta manera: “Y las cosas que has oído de mi parte, confirmadas por medio de muchos testigos, encomiéndalas a hombres fieles, que sean idóneos para enseñarlas a otros también” (2 Timoteo 2:2). Y en lo que se refiere personalmente a Timoteo, leemos: “Procura con diligencia presentarte ante Dios como ministro aprobado, obrero que no tiene de qué avergonzarse, manejando acertadamente la palabra de la verdad” (2 Timoteo 2:15).
En las cualidades requeridas para ser obispo o sobreveedor, tal como están mencionados en Tito 1, hallamos ésta: “Reteniendo firme la palabra fiel, que es conforme a la enseñanza, para que pueda así exhortar en la sana doctrina y convencer a los que contradicen”.
Todo cuanto antecede prueba con evidencia, hermanos míos, que no es sólo con pequeños fragmentos de la verdad —presentados cada vez que nos sentimos obligados a ello— como la iglesia podrá ser edificada1.
No; los hermanos por cuyo medio obra el Espíritu Santo para edificar, apacentar y guiar a los santos de Dios, son aquellos cuya presencia es generalmente ejercitada por la meditación de la Palabra; “aquellos que, por medio del uso, tienen los sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal” (Hebreos 5:14), como dijimos: lo que menos podemos esperar, de los que tienen un ministerio en la Iglesia, es que tengan semejante conocimiento de la Palabra de Dios.
Sin embargo, dicho conocimiento no basta; es preciso que la Palabra de Dios sea aplicada a la conciencia de los santos de tal modo que responda a sus necesidades actuales. Para esto hace falta aprender a conocer el estado de los santos, teniendo conversaciones con ellos, etc., (y dicho conocimiento siempre será muy imperfecto) o bien ser directamente dirigido por Dios.
Esto vale para los hermanos que, como evangelistas, pastores y maestros, son, en el sentido más amplio de la palabra, y más evidentemente, los dones de Cristo a Su Iglesia. Tan sólo Dios puede hacerles hallar las porciones de la verdad, que harán mella en las conciencias y que responderán a las necesidades de las almas. Tan sólo Él puede capacitarles para presentar esta verdad, de tal modo que produzca efecto. Conoce Dios las necesidades de todos en general y cada uno en particular, en las Asambleas, y puede dar a los que hablan la verdad que precisamente conviene, que es necesaria, conozcan o no el estado de aquellos a quienes se dirigen. Por lo tanto, ¡Cuán importante es el estar sincera y enteramente sujetos al Espíritu!
Una cosa que debería siempre distinguir al ministerio del Espíritu sería esas efusiones que proceden de un afecto personal para Cristo. “¿Me amas?”, tal fue la pregunta formulada por tres veces a Pedro; al mismo tiempo que le era mandado por tres veces también apacentar el rebaño de Cristo. “Porque el amor de Cristo nos constriñe”, dice Pablo. ¡Cuánto difiere esto de tantos motivos que pudieran influenciarnos! Cuán importante sería que pudiésemos decir con buena conciencia, cada vez que cumplamos algún ministerio: “No es el afán de destacarse, ni la rutina, ni la impaciencia (la cual no puede aguantar que no se haga nada), la que me ha llevado a obrar, sino es el amor para Cristo y para Su rebaño, a causa de Aquél que lo compró al precio de Su propia sangre”. Por cierto este era el móvil que faltaba al mal siervo que había escondido en la tierra el talento de su Maestro.
Además, tanto el ministerio del Espíritu como cualquier acción llevada a cabo, dentro de la Asamblea, bajo el impulso de este mismo Espíritu, ha de distinguirse siempre por un hondo sentir de responsabilidad hacia Cristo. Permitidme, hermanos míos, formularos a vosotros y a mí una pregunta: Supongamos que alguna vez se nos preguntase al finalizar una reunión: “¿Por qué indicó Ud. tal o cual cántico, o ha leído tal capítulo, o pronunciado estas palabras, u orado de este modo?” ¿Podríamos contestar: “He indicado yo este cántico porque estaba consciente de que respondía al propósito del Espíritu en aquel momento. He leído aquel capítulo o dicho estas palabras porque sentía claramente delante de Dios que este era el servicio que mi Dios y Maestro me indicaba. Oré de esta forma porque estaba consciente de que el Espíritu de Dios me inducía a pedir, como boca de la Asamblea, las bendiciones imploradas en esta oración”?
Hermanos míos, ¿podríamos contestar esto? (aunque son cosas que se conocen mejor después, que en el mismo momento). O bien, ¿no obramos a menudo sin ninguna noción de nuestra responsabilidad hacia Cristo? “Si alguno habla, sea como los oráculos de Dios”, dice el apóstol Pedro. Esto no significa que habla según la Escritura; aunque desde luego esto sea verdad también. Más bien, este pasaje quiere decir que los que hablan deben hacerlo como oráculos de Dios; como siendo Su boca.
Si no estoy seguro —en conciencia— de que Dios mismo me ha enseñado lo que digo a la Asamblea y de que lo hago en el momento oportuno, debo callarme. Desde luego, un hombre puede equivocarse al decir esto, y a los santos les toca juzgar por la Palabra de Dios de todo cuanto oyen; pero la sola convicción delante de Dios, de que Dios les ha dado algo que hacer o que decir; esta sola convicción no debería autorizar a nadie para hablar u obrar de otro modo en las reuniones. Si nuestras conciencias obrasen habitualmente bajo esta responsabilidad, sería tal vez un obstáculo para muchas cosas; pero, al mismo tiempo, Dios podría manifestar Su presencia, que a menudo no realizamos lo suficiente.
Cuánto sorprende este sentimiento de responsabilidad inmediata para con Cristo en el apóstol Pablo: “Pues aunque predico el evangelio, nada tengo de qué gloriarme; porque necesidad me está impuesta; pues ¡ay de mí si no predicase el evangelio!” Cuán conmovedoras son estas palabras que dirige a los mismos cristianos: “Y estuve con vosotros con debilidad, con temor y con mucho temblor” (1 Corintios 2:3). ¡Qué reproche contra la ligereza y la presunción, con las cuales, por desgracia, tratamos todos demasiado a menudo la Santa Palabra de nuestro Dios! “Pues no somos como muchos”, añade aún el mismo apóstol, “que hacen comercio de la Palabra de Dios; sino al contrario, como hombres de sinceridad, y como de Dios, delante de Dios, hablamos en Cristo” (2 Corintios 2:17).
Quisiera mencionar otro asunto: “No nos ha dado Dios Espíritu de cobardía, sino de fortaleza, y de amor, y de templanza” (2 Timoteo 1:7). “Un espíritu de templanza” (o sentido común). Cabe la posibilidad de que un hombre tenga poca o ninguna ciencia humana; es posible que sea incapaz de expresarse de modo elegante, o hasta correcto; puede ser que le falte todo eso y que, sin embargo, él sea “un buen siervo de Jesucristo”. Mas es preciso que él tenga un espíritu de templanza o de sentido común, y mientras estamos tratando este tema, ¿me permitiréis mencionar una cosa que algunas veces me ha entristecido mucho, tanto en otras partes como en medio de nosotros? Me refiero a la confusión que se hace entre las personas de la Divinidad, lo cual ocurre a veces en las oraciones. Cuando al empezar a orar, un hermano se dirige a Dios el Padre, y sigue hablando como si Él fuese quien ha sido muerto y resucitado; o bien cuando se dirige a Jesús, le da las gracias por haber enviado su Hijo Unigénito al mundo: os confieso que me pregunto: “¿Puede el Espíritu de Dios inspirar semejantes oraciones?” Es evidente que todos cuantos toman parte en el Culto necesitan también el espíritu de “sentido común” para evitar estas confusiones. Ninguno de estos hermanos creerá que el Padre ha muerto en el Calvario, ni que Cristo haya enviado a Su Hijo al mundo. ¿Dónde hallar el espíritu maduro, el espíritu inteligente que debería caracterizar a los que sobresalen como los “canales” del culto de los santos, cuando el lenguaje del cual se valen expresa en realidad lo que ellos mismos no creen, lo que sería “chocante” de creer?
Reservando aún los puntos para otra carta, quedo vuestro afectísimo en Cristo.
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A lo que dice aquí el autor referente a ciertos defectos en las oraciones —los cuales nunca pueden salir del Espíritu de Dios—, el editor toma la libertad de añadir unas palabras sobre el mismo tema.
1) Cuando un hermano, orando en la asamblea, se dirige al Señor diciendo ¡Dios mío!, esto tampoco puede provenir del Espíritu, el cual identifica a todos los hermanos con aquel a quien permite levantarse para ser la boca de ellos.
2) Cuando una oración, o acción de gracias, encierra largas exposiciones de doctrina tampoco puedo ver en ella una obra del Espíritu Santo. Quien ora habla a Dios, y no a los hermanos; y Dios no precisa que le prediquemos a Él (o sea, que Él sea enseñado por nosotros).
3) Dudo de que actos de culto sucediéndose siempre en el mismo orden, se deban siempre a los impulsos del Espíritu. ¿Acaso quiere el Espíritu que toda reunión termine por una oración, sin la cual nadie se atrevería a levantarse para salir? Por cierto que una oración final es muy conveniente, y, en su lugar, si ha sido inspirada por Dios. De lo contrario, sólo sería una pobre fórmula que no vale más que una liturgia.
 
1. ¡No quiera Dios que estos renglones desanimen a algunos hermanos para decir aunque fuesen sólo unas cuantas palabras de verdadera edificación! Mas aquellos a quienes el Señor utilice de esta forma, serían los últimos en suponer que su ministerio es el único ministerio, o aquel por cuyo medio Dios atiende mayormente a las necesidades de los santos.