Cuán bendito es el haber encontrado en Cristo a un Amigo el cual nos ama con un amor que no nos dejará escapar, de acuerdo a lo que leemos: “Como había amado a los Suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1).
Tal amor—el eterno amor de Cristo que nunca abandona—no puede estar satisfecho hasta que no ha despertado nuestro amor hacia Él, en respuesta a Su amor. La plena respuesta a Su amor se realizará solamente cuando hayamos entrado en el eterno hogar del amor. Con todo, mientras estamos en camino hacia el hogar, el amor que aprecia a Cristo en este lugar de Su rechazo, y en el día de Su repudio, le es muy dulce a Su corazón. Este lo podemos aprender seguramente, por el valor que el Señor da al amor de María, a la cual dejó que Le ungiese Sus pies con el tan costoso ungüento.
Es de mucho aliento, y bueno para nuestras almas, el aprender los caminos de la gracia del Señor para con Su pueblo, para despertar, mantener, y ahondar el amor en nuestros corazones. Es en estos caminos de gracia del Señor que queremos describir brevemente en el Nuevo Testamento unas narraciones de dos devotas mujeres.
El Despertar Del Amor (Lucas 7:36-39,47)
En la gran escena que tiene lugar en la casa de Simón el Fariseo, vemos el despertar del amor para con el Salvador, en el corazón de una pecadora. El Señor, en la perfección de Sus caminos, convirtió en gracia con Su presencia la fiesta que el Fariseo le había preparado. Mientras estaban sentados a la mesa, una inesperada huésped, no invitada, entra en la casa, de la cual el Señor puede decir de ella que “amó mucho” (v. 47). ¿Cómo, podemos preguntarnos, fue despertado tal amor en su alma?
Aquí no se trata de cuál sea el carácter de la mujer. El Espíritu de Dios la describe como “una mujer de la ciudad, que era pecadora” (v. 37). Y además, su mala reputación era bien conocida, pues el mismo Simón estaba enterado de que era “pecadora” (v. 39). Ella era una pecadora y lo sabía. Además de eso, era una agobiada pecadora, y posiblemente había oído las maravillosas palabras del Señor: “Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar” (Mat. 11:28). Siendo así como debía ser, queda fuera de toda duda que ella vio en Cristo la gracia que podía bendecir aun a los indignos como ella. Así, impelida por su necesidad y guiada por Su gracia, con la simplicidad de la fe, ella entra en la casa del Fariseo y toma su posición a los pies de Jesús.
El Espíritu de Dios llama la atención a la exquisita escena que sigue con un “entonces”—o más bien escrito en otra versión: “He aquí” (v. 37). El quiere atraer nuestra atención, y nos dirige a que la fijemos en el gran hecho—el encuentro entre el pecador encadenado por el infernal diablo, y el celestial Salvador enviado por Dios. Sin duda alguna, los espectadores quedaron estupefactos y sin habla, atónitos, mientras contemplaban la escena que se les ofrecía a sus ojos. Seguramente se preguntaban lo que iba a suceder. ¿Es que el Señor expondría Su carácter, condenaría sus pecados y arrojaría a aquella mujer pecadora de Su presencia santa? ¡Claro que no! El fariseo orgulloso pueda condenar a la pecadora, y hallar a sí mismo desenmascarado por el Salvador. El Señor no condenará nunca a un pecador confeso.
La sabiduría de Sus caminos es tan perfecta como la gracia de Su corazón. De momento, no se pronunció ninguna palabra. Los huéspedes permanecen callados y maravillados, y el Señor permanece silencioso en gracia, mientras la mujer permanece muda en dolor y contrición. Ningún ruido rompe el silencio, aparte de los sollozos de la pecadora. No obstante, si nada es dicho, mucho es lo que allí tiene lugar, porque el corazón de la pecadora fue quebrantado y tal corazón fue ganado. Ella estaba “detrás de Él a Sus pies, llorando ... y besaba Sus pies” (v. 38). Las lágrimas hablan de un corazón que ha sido quebrantado, y los besos de un corazón que ha sido ganado.
¿Qué fue lo que quebrantó su corazón y lo que ganó al tal? ¿No fue que ella vio algo de la gracia y santidad del Salvador, y en la luz de Su gloria vio, como nunca antes la había visto, la grandiosidad de su pecado en su vida y corazón? Y aún más que ésto, ella sintió que a pesar que ella era una pecadora llena de pecado, había un Salvador lleno de gracia para tal pecadora como ella. Ella se encontró a sí misma en la presencia de Aquel que conocía toda su infame vida, y que con todo la amaba, y ésto ganó su corazón.
Cuán bueno será para cada uno de nosotros, si también hemos estado en Su presencia, cargados y desdichados por causa de nuestros pecados, y allí, descubrir que en El, hemos hallado a Uno que conoce lo peor de nosotros y todavía nos ama. Así, teniendo el amor de Cristo despertado en nuestras almas, podemos cantar:
He encontrado un Amigo, ¡oh que Amigo,
Quien me amó y que conozco!
Con cuerdas de amor me ha conducido,
Y ésto me ha unido a Él.
El Mantenimiento Del Amor (Lucas 10:38-42)
Ya hemos visto cómo es despertado el amor por Cristo, y es desde luego muy bendito cuando al comienzo de la vida cristiana es ganado el corazón por Cristo. Ahora pues debemos aprender cómo el corazón, en el cual el amor ha sido despertado, puede ser mantenido en la frescura del primer amor.
Todos sabemos que con el paso del tiempo, pueden interponerse muchas cosas entre el alma y Cristo. No necesariamente tienen que ser cosas groseras, las cuales podrían, desde luego, aprisionar el alma, con toda la desventura que ello trae consigo, sino por cosas pequeñas y aparentemente inofensivas, “las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas” (Cant. 2:15), y convertir nuestra vida para que sea infructuosa. El permitir que estas pequeñas cosas se interpongan entre el alma y Cristo, hará enfriar los afectos, y formarse gradualmente una capa de hielo sobre nuestro corazón, de manera que el Señor tendrá que decirnos: “Has dejado tu primer amor” (Apoc. 2:4). Así, vemos a menudo que por una u otra causa, mientras que el amor a Cristo ha sido realmente despertado en las almas, algunas de éstas, experimentan poco progreso en inteligencia o conocimiento espiritual, mientras que otras crecen en un profundo conocimiento del Señor y Su mente. Entonces pues, ¿cómo podemos mantener este amor que ha sido despertado en nuestros corazones?
Creemos que la casa de Betania nos da cumplida respuesta. En las dos hermanas, tenemos a dos santos en quienes el amor de Cristo y por Cristo ha sido realmente despertado; además vemos en una de las hermanas a una creyente creciendo en gracia y en el conocimiento del Señor Jesús, mientras en la otra, vemos a un santo quien es obstaculizado por sí mismo y estorbado por su servicio.
El amor de Marta se manifiesta por su procurar el atender las necesidades físicas del Señor como hombre. El amor de María se manifiesta por el deseo de satisfacer los profundos y vehementes deseos de su corazón por oír Su Palabra.
Marta estaba ocupada con las “muchas cosas” (v. 41), las cuales todas terminan con la muerte. María estaba ocupada con la “una cosa” (v. 42), la cual la muerte no le podía arrebatar. Alguien ha dicho: “Ninguna atención para con Él en la carne, aunque viniere de uno que lo amara y al cual Él amara también, podría reemplazar ésto. Las “muchas cosas,” acaban sólo con la frustración y la muerte, en vez de conducir a la vida eterna, como lo hacen las palabras de Jesús, manando de un corazón quebrantado, lo cual conducirá hacia el manantial de la vida.”
Así pues, si queremos saber cómo es despertado el amor, debemos en espíritu visitar la casa de Simón; pero si queremos saber cómo se mantiene el amor, entonces visitemos la casa de Betania. Estando a los pies del Salvador, en la casa de Simón, el amor es despertado en el corazón de una pecadora; sentada a los pies del Maestro, en el hogar de Marta, el amor fue mantenido. Estando a Sus pies, estamos en Su compañía; estando en Su compañía, oímos Sus palabras, y Sus palabras nos revelan Su corazón. De esta manera, somos aprendices en la escuela del amor. Preguntémonos cuánto conocemos de “la buena parte” (v. 42) escogida por María—ésto es, dejar de lado el apretado círculo de la vida, y todas las actividades del servicio, para estar a solas con Jesús, y más que ésto, acercarse a Él por el amor de estar junto a Jesús. Al Señor le gusta nuestra compañía; se deleita en tenernos en Su presencia. El puede renunciar a nuestro bullicioso servicio, pero no a nosotros. Solamente así, mantendremos el “primer amor,” y si lo hemos perdido, podremos recobrarlo. No podemos vivir en el pasado. Pasadas experiencias pueden haber despertado el amor, pero solamente la comunión presente con el Señor podrá mantenerlo.
La Profundidad Del Amor (Juan 11)
Pasando ahora a otro incidente en la historia de María de Betania, aprenderemos otra lección en la historia del amor. Si en Lucas 10 vemos cómo el amor es mantenido en el círculo común de la vida, en Juan 11 aprendemos cómo es sondeado o ahondado el amor en las tristezas de la vida. En el primer caso la vida fluía en su cauce normal, mientras en el segundo caso, el curso de la vida cotidiana es interrumpido a causa de un gran dolor. La enfermedad ha irrumpido en el círculo de Betania, y las sombras de la muerte se ciernen sobre aquel hogar. En la aflicción que ha sumido a todos en el dolor, ¿cómo van a actuar las hermanas de Lázaro? Movidas por la gracia, toman el mejor paso posible. Acuden al amor de Cristo. En Lucas 10, María estaba aprendiendo el amor de Cristo en la calma de una vida tranquila; en Juan 11, ella es conducida al amor que se manifiesta en medio de las tormentas de la vida. En el primer caso, María disfrutó de Su amor en Su compañía; en el segundo caso, ella usa Su amor en su dolor. Todo ésto es descrito sencillamente en la llamada que estas dos devotas mujeres hacen al Señor. Estas mandan a decir al Señor: “He aquí el que amas está enfermo” (v. 3). ¡Cuán radiantes brillan la fe y la confianza en el Señor de estas dos hermanas en este breve mensaje que le envían!
Ellas acuden a la Persona indicada: “Enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús” (v. 3). Ellas usan también la oportuna súplica, pues Le dicen: “Señor, he aquí el que amas está enfermo.” En este caso, las dos hermanas no alegan del débil amor de Lázaro por el Señor, sino el perfecto e infalible amor del Señor por Lázaro. Y también ellas ruegan al Señor de forma correcta, pues no sugieren al Señor lo que debe hacer; tampoco Le piden que sane al enfermo, ni que acuda a su casa; no hablaron ni una palabra en favor de Lázaro. Ellas simplemente derraman su dolor delante del Señor y se remiten a sí mismas a los ilimitados recursos del Señor y de Su infinito amor. ¿Es que tal amor iba a defraudarlas? ¡En ninguna manera! Pues el amor se deleita en responder al llamamiento de los corazones que son movidos también por el amor.
Sin embargo, el amor divino iba a tomar su perfecto camino. Un camino que puede parecer extraño a la naturaleza humana. Las hermanas se deleitaron en su corazón, por acudir y confiarse a Su amor; ahora, Él deleitaría sus corazones por ahondar en sus almas el sentido de Su amor, y de esta manera, sondear el amor de ellas por Él. Pues ésto es siempre así, cuanto más profundo es el sentido de Su amor, más profunda será la respuesta de nuestro amor. “Nosotros Le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1ª Juan 4:19).
Para cumplir Su obra de gracia, Él usará las amarguras de la vida, y, de esta manera, Su amor será más profundo en sus almas, habiendo Él primeramente profundizado en ellas el dolor. Los santos son llamados a la gloria de Dios, después que ellos hayan “padecido un poco de tiempo” (1ª Ped. 5:10); así, en nuestro camino hacia la gloria, a menudo captamos algunos resplandecientes rayos de Su gloria, después de pasar por un tiempo de sufrimientos. Ello fue así con las dos hermanas. Ellas tuvieron que sufrir “un poco de tiempo,” por la tardanza del Señor, sin que les llegara ninguna palabra del Señor. Los días iban pasando, Lázaro iba sucumbiendo en su enfermedad y la sombra de la muerte se cernía sobre aquel hogar. Al final llegó la muerte; Lázaro murió. Ellas sufrieron por un tiempo, pero después verían Su gloria—porque “esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (v. 4). A la vista humana, su enfermedad fue para muerte; pero en realidad, esta muerte fue usada para que la gloria de Cristo fuera manifestada y para acrecentar el triunfo de Su victoria sobre la muerte. ¡Cuán perfectos son Sus caminos para cumplir esos grandes fines!
El amor humano, pensando solamente en la curación del enfermo, hubiera empezado al instante por Betania. La prudencia humana, pensando solamente en sí misma, no hubiera nunca ido a Betania, como los discípulos dijeron: “Rabí, ahora procuraban los judíos apedrearte, ¿y otra vez vas allá?” (v. 8). El Señor, pasando por alto el amor humano y la humana prudencia, actúa de acuerdo al amor divino, movido por la divina sabiduría: “En cuanto a Dios, perfecto es Su camino” (2º Sam. 22:31).
Después, la paciencia obró su perfecto resultado; en amor y en su debido tiempo, el Señor se allega a las acongojadas hermanas, en Betania, y manifiesta el profundo amor de Su corazón, hablando con ellas, andando con ellas, y llorando con ellas. Él ha ido a ahondar Su amor por medio de Sus palabras de amor, caminos de amor y lágrimas de amor. ¡Qué profundidades de amor subyacen detrás de estas sublimes palabras, “Jesús lloró” (v. 35)! Es siempre conmovedor ver llorar a un pecador en presencia de Su amor; pero mucho más maravilloso es ver al Salvador llorando en presencia del dolor. Que nosotros tuviéremos que llorar a causa de nuestros pecados, no es gran maravilla; pero que Él llorara a causa de nuestro dolor, es una gran maravilla—una maravilla que manifiesta cuán cerca vino Él, y cuán cerca se encuentra Él de un santo doliente.
Podemos preguntarnos el porqué de esas lágrimas. Los Judíos, estando alrededor de la tumba, interpretan mal la causa de estas lágrimas, pues dicen: “Mirad como le amaba” (v. 36). Es verdad que el Señor amaba a Lázaro, pero las lágrimas no eran la expresión del amor por Lázaro. Las dos hermanas podían llorar por la muerte de su hermano; pero el Señor no tenía necesidad de llorar por uno al que iba a resucitar. No era por los muertos que Él lloró, sino por los vivos—no por la pérdida de Lázaro, sino por el dolor de María y Marta. En un momento, el amor iba a resucitar a Lázaro, pero primeramente el amor lloraría con Marta y María. Él quebrantó Su corazón para vendar nuestros corazones heridos, y derramó Sus lágrimas para enjugar las nuestras. Al hacerlo así, Él manifestó Su amor y profundizó nuestro amor. Así pues, Él usa las pruebas, las aflicciones, y los rudos caminos de la vida, para manifestar los tesoros de Su amor, y despertar nuestro amor para con Él.
Después de esta grande prueba, seguramente que las dos hermanas desearan decir: “Ya sabíamos que el Señor nos amaba, pero hasta que nos llegó la prueba, nunca habíamos sabido que Él nos amaba tanto, hasta caminar con nosotras y llorar con nosotras en nuestra aflicción.”
Reflexionando En Su Amor
A Sus pies, en Lucas 10, María fue aprendiendo Su amor; en Juan 11, ella realiza o comprueba el amor que ha aprendido, y va ahondando en el amor que experimenta.
Cuán santas y dichosas lecciones que podemos aprender de estas diferentes escenas. Aprendemos que a los pies de Jesús, como pecadores, el amor es despertado, a los pies de Jesús como discípulos, el amor es mantenido; y a los pies de Jesús, en nuestras pruebas y aflicciones, el amor es ahondado.