Jueces 17: Micaía de Efraim

Judges 17
“Hubo un hombre del monte de Efraim que se llamaba Micaía, el cual dijo a su madre: los mil y cien ciclos de plata que te fueron hurtados por lo que tú maldecías oyéndolo yo, he aquí que yo tengo este dinero; y la había tomado” (versículo 1). Este hombre hurtó; la Ley dice: “No hurtarás”. Cuando la madre se entera de la acción de su hijo, contesta: “Bendito seas de Jehová, hijo mío ... yo he dedicado este dinero a Jehová, para que hagas una imagen de talla y de fundición” (versículo 3): Dios dijo: “No tendrás dioses ajenos delante de Mí; no te harás imagen”. Y cosa peor que la simple idolatría, esa mujer une el nombre de Jehová a sus ídolos; ella se hace un culto a su manera, al cual su hijo se asocia plenamente; en todo esto la conciencia no ha hablado y la Palabra de Dios tampoco les ha dicho nada.
El culto del mundo religioso de hoy no difiere mucho de la idolatría de la casa de Micaía; el nombre de Cristo, del Espíritu Santo, de los santos, de la virgen, están mezclados a los objetos que el corazón codicia: el arte, el oro, la plata, las imágenes, etc., adornando lo que se llama “el servicio de Dios”. En fin, Micaía tuvo una casa de dioses: “E hízose hacer un efod e ídolos domésticos” (versículo 5); asociaba los falsos dioses al efod, lo que, como hemos visto, era una prenda del culto levítico, pero sin valor, pues no había nadie para llevarlo. Sin embargo esta necesidad encontró una solución: “Micaía consagró a uno de sus hijos para que fuese su sacerdote”. Más que nunca la Palabra de Dios está olvidada, hasta pisoteada; y la conciencia quedó callada.
Un hecho nuevo surge. Un levita de Judá, y como tal teniendo vínculos con la casa de Jehová, pero sin ningún derecho al sacerdocio, pasa por ventura por esos lugares, buscando sitio donde morar: “Vino a casa de Micaía, para allí hacer su camino”; este hombre está guiado solamente por sus propios pensamientos. Micaía aprovecha esta ocasión porque este levita dará a su culto una apariencia de autoridad religiosa levítica y una jerarquía de mucho valor puesto que este levita es un descendiente directo de Moisés: “Quédate, conmigo, y séme padre y sacerdote, y yo te daré diez siclos de plata al año, el ordinario de vestido y tu vitualla” (versículo 10). Micaía ha progresado; ha establecido en su casa un levita auténtico quien vale mucho más para él que su propio hijo; le paga y le da su mantenimiento. Esto es el clero israelita sobre cuyos principios están constituidos todos los cleros de nuestros días.
Reparemos al pasar con qué sencillez Dios cuenta estas cosas, y con abundancia de detalles; no censura, no se indigna; relata los hechos poniéndolos ante nuestras miradas. El lector espiritual descubre la enseñanza que Dios le quiere dar y aprende a ser tan extraño como lo es Dios mismo a todos estos principios idolátricos. Pero un día esa situación atraerá el juicio que merece la desobediencia a Dios. El hombre carnal permanece en su ceguera como Micaía, porque ni la Palabra de Dios ni su conciencia le hablan: hace lo que mejor le parece; y está convencido de conciliarse el favor de Jehová. “Y Micaía dijo: ahora sé que Jehová me hará bien, pues que el levita es hecho mi sacerdote” (versículo 13).