Echando Fuera Demonios
Después, las dos grandes armas de Su testimonio son mostradas, a saber, la expulsión de demonios, y la autoridad de Su Palabra. Él había manifestado el poder que echaba fuera demonios; ellos lo atribuyeron al príncipe de los demonios. Sin embargo, Él había atado al hombre fuerte; Él había saqueado sus bienes, y esto probó que verdaderamente el reino de Dios había llegado. En un caso tal como éste, habiendo venido Dios para liberar al hombre, todo tomaba su verdadero lugar; o bien todo era del diablo, o todo era del Señor. Además, si el espíritu inmundo había salido y Dios no estaba allí, el espíritu malo volvería con otros más malos que él; y el postrer estado sería peor que el primero.
La Autoridad De La Palabra Proclamada; Los Motivos De Los Que La Oían
Estas cosas estaban sucediendo en aquel momento. Pero los milagros no eran todo. Él había proclamado la Palabra. Una mujer, sensible al gozo de tener un hijo como Jesús, declara en voz alta el valor de una relación tal con Él según la carne; el Señor pone esta bendición, como lo hizo en el caso de María, sobre aquellos que oían y guardaban Su Palabra. Los Ninivitas habían oído a Jonás, la reina de Saba a Salomón, sin siquiera haberse obrado un milagro, y uno mayor que Jonás estaba ahora entre ellos. Había dos cosas allí—el testimonio claramente exhibido (vers. 33), y los motivos que gobernaban a aquellos que le oían. Si la luz verdadera resplandecía plenamente en el corazón, no quedaba ninguna tiniebla en él. Si la verdad perfecta era presentada conforme a la sabiduría propia de Dios, era el corazón el que la rechazaba. El ojo era maligno. Los conceptos y motivos de un corazón alejado de Dios solamente lo oscurecían: un corazón que no tuviera más que un objeto, Dios y Su gloria, estaría lleno de luz. Además, la luz no sólo se manifiesta, sino que ilumina todo a su alrededor. Si la luz de Dios estuviera en el alma, estaría llena de ella y no teniendo parte alguna de tinieblas.
En Casa Del Fariseo; Juicio Que Sigue Al Rechazo
Versículos 37-52. Invitado a la casa del Fariseo, Él juzga la condición de la nación, y la hipocresía de su pretendida justicia, poniendo Su dedo sobre la blanqueada ostentación y la codicia interior y el egoísmo, al hacer que la ley de Dios fuese una carga para otros, mientras ellos descuidaban su cumplimiento, anunciando la misión de los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento, el rechazo de quienes llenarían la medida de la iniquidad de Israel, y trae ante una prueba final a aquellos que hipócritamente construyeron las tumbas de los profetas cuyos padres habían dado muerte. Y entonces toda la sangre, con respecto a la cual Dios había ejercido su paciencia, enviando testimonios para iluminar al pueblo, y que había sido derramada a causa de esos testimonios, sería demandada finalmente de manos de los rebeldes. Las palabras del Señor no hicieron más que despertar la malicia de los Fariseos, quienes procuraban sorprenderle en Sus dichos. En una palabra, tenemos, por una parte, la palabra del testimonio establecida en pleno relieve, en lugar del Mesías cumpliendo las promesas; y, por otra, el juicio de una nación que había rechazado ambas cosas, y que rechazaría también incluso aquello que les sería enviado después para hacerles regresar.