Enviando a Los Doce Discípulos; Un Testimonio Categórico Contra El Pueblo
En el capítulo 9 el Señor encomienda a los discípulos la misma misión en Israel que Él mismo cumplió. Ellos predican el reino, sanan a los enfermos y echan fuera demonios. Pero se añade esto: que su obra tome el carácter de una misión final. No que el Señor hubiera cesado de obrar, pues Él también envió a los setenta, sino que final en este sentido, en que esta obra se convertía en un testimonio categórico contra el pueblo si éste la rechazaba. Los doce tenían que sacudirse el polvo de sus pies al dejar las ciudades que los rechazaran. Esto es entendible en el punto donde hemos llegado en el Evangelio. Se repite, con un énfasis todavía mayor, en el caso de los setenta. Hablaremos de ello en el capítulo que se relaciona con su envío. La misión de ellos viene después de la manifestación de Su gloria a los tres discípulos. Pero mientras el Señor estuviera allí, continuó Su ejercicio de poder en misericordia, pues esto fue lo que Él era aquí en persona, y la bondad soberana en Él estaba por encima de todo el mal con el cual Él se encontraba.
La Fama De Las Obras Maravillosas Del Señor
Siguiendo con nuestro capítulo, lo que viene a continuación del versículo 7 muestra que la fama de Sus maravillosas obras había llegado a oídos del rey. Israel se quedaba sin excusa. Por muy pequeña que fuese la conciencia, ésta sintió el efecto de Su poder. El pueblo también le siguió. Apartado con los discípulos, quienes habían regresado de su misión, Él pronto es rodeado por la multitud; nuevamente, el siervo de ellos en gracia, sin importar cuán grande fuese la incredulidad de ellos, Él les predica y sana a todo el que lo necesitaba.
Aquel Que Satisface a Su Pueblo Con Pan: Una Prueba Especial De Su Divino Poder Y Presencia
Pero Él les daría una prueba nueva y muy especial del poder divino y de la presencia que se hallaba entre ellos. Se había dicho que en el tiempo de la bendición de Israel de parte del Señor, cuando Él haría retoñar el poder de David, Él saciaría a los pobres con pan (Salmo 132:15,17). Jesús lo hace ahora. Pero hay más que esto aquí. Hemos visto a través de este Evangelio que Él ejercita este poder, en Su humanidad, mediante la inconmensurable energía del Espíritu Santo. De ello se desprende una bendición maravillosa para nosotros, otorgada conforme a los consejos soberanos de Dios, a través de la perfecta sabiduría de Jesús al seleccionar Sus instrumentos. Él hará que los discípulos lo hagan. No obstante, el poder que lo lleva a cabo es todo de Él. Los discípulos no ven nada más allá de lo que sus ojos pueden estimar. Pero, si Aquel que los alimenta es Jehová, Él siempre toma Su lugar en la dependencia de la naturaleza que ha asumido. Él se retira con Sus discípulos, y allí, lejos del mundo, Él ora. Y, al igual que en los dos notables casos del descenso del Espíritu Santo, y la selección de los Doce, aquí también Su oración es la ocasión de la manifestación de Su gloria—una gloria que era propiamente de Él, pero que el Padre le dio como Hombre, y en relación con los sufrimientos y la humillación, bajo los cuales, en Su amor, padeció voluntariamente.
El Sufriente Hijo Del Hombre
La atención del pueblo fue estimulada, pero ellos no fueron más allá de las especulaciones de la mente humana con respecto al Salvador. La fe de los discípulos reconoció sin vacilación al Cristo en Jesús. Pero Él ya no iba a ser más proclamado como tal—el Hijo del Hombre tenía que sufrir. Consejos más importantes, una gloria más excelente que la del Mesías, debían ser comprendidos; pero tenía que ser a través del sufrimiento—sufrimiento que, en cuanto a las pruebas humanas, los discípulos iban a compartir al seguirle a Él. Pero, al perder su vida por Él, la ganarían; pues al seguir a Jesús, el asunto era la vida eterna del alma, y no meramente el reino. Además, Aquel que era ahora rechazado volvería en Su propia gloria, a saber, como Hijo del Hombre (el carácter que Él toma en este Evangelio), en la gloria del Padre, pues Él era el Hijo de Dios, y en la de los ángeles como Jehová el Salvador, tomando lugar sobre ellos, aunque era (sí, como) hombre: Él era digno de esto, porque Él los creó. La salvación del alma, la gloria de Jesús reconocida conforme a Sus derechos, todo les advertía de que le confesaran mientras era rechazado y menospreciado. Ahora bien, para fortalecer la fe de aquellos a quienes Él haría columnas, y a través de ellos la fe de todos, Él anuncia que algunos de ellos, antes de que gustasen la muerte (no debían esperar ni la muerte, en la que sentirían el valor de la vida eterna, ni el regreso de Cristo), verían el reino de Dios.
La Transfiguración; La Nueva Gloria Y Bendición Dependientes De La Muerte De Cristo
Como consecuencia de esta declaración, ocho días después Él tomó a los tres que más tarde fueron columnas, y subió a un monte a orar. Allí Él es transfigurado. Él aparece en gloria, y los discípulos la ven. Pero Moisés y Elías la comparten con Él. Los santos del Antiguo Testamento tienen parte con Él en la gloria del reino fundamentado sobre Su muerte. Hablan con Él de Su muerte. Ellos habían hablado hasta ahora de otras cosas. Habían visto establecerse la ley, o habían intentado hacer volver al pueblo a ella, para la introducción de la bendición; pero ahora que esta nueva gloria es el tema, todo depende de la muerte de Cristo, y sólo de eso. Todo lo demás desaparece. La gloria celestial del reino y la muerte están en relación inmediata. Pedro ve solamente la entrada de Cristo en una gloria igual a la de ellos; relacionando mentalmente esta última con lo que ellos dos eran para un judío, y asociando a Jesús con ella. Es entonces cuando los dos desaparecen completamente, y Jesús queda solo. Era a Él solo a quien tenían que oír. La conexión de Moisés y Elías con Jesús en la gloria dependía del rechazo de su testimonio por parte del pueblo, al cual ellos se dirigieron.
Los Discípulos Asociados En La Tierra Con La Morada De La Gloria
Pero esto no es todo. La Iglesia, propiamente dicha, no es contemplada aquí. Pero, la señal de la gloria excelente, de la presencia de Dios, se muestra—la nube en la que Jehová habitaba en Israel. Jesús trae a los discípulos a ella como testigos. Moisés y Elías desaparecen, y, habiendo Jesús acercado a los discípulos a la gloria, el Dios de Israel se manifiesta como el Padre, y reconoce a Jesús como el Hijo en quien tenía complacencia. Todo es cambiado en las relaciones de Dios con el hombre. El Hijo del Hombre, a quien se le dio muerte en la tierra, es reconocido como el Hijo del Padre en la gloria excelente. Los discípulos le conocen así por el testimonio del Padre, y son asociados a Él, y, por decirlo así, son introducidos a la relación con la gloria en la cual el Padre reconoció así a Jesús—gloria en la que se encuentran el Padre y el Hijo. Jehová se da a conocer como Padre revelando al Hijo. Y los discípulos se hallan asociados en la tierra con la morada de gloria, desde donde, en todo tiempo, Jehová mismo había protegido a Israel. Jesús estaba allí con ellos, y Él era el Hijo de Dios. ¡Qué posición! ¡Qué cambio para ellos! Es, de hecho, el cambio de todo lo que era muy excelente en el judaísmo a la relación con la gloria celestial, que fue obrado en aquel momento, para hacer nuevas todas las cosas.
La Gloria Celestial; La Intimidad De Los Tres Discípulos Con El Señor
El provecho personal de este pasaje es grande, en cuanto nos revela, de manera muy sorprendente, el estado celestial y glorioso. Los santos están en la misma gloria que Jesús, están con Él, conversan familiarmente con Él, ellos conversan de lo que está más cercano a Su corazón—de Sus sufrimientos y muerte. Ellos hablan con los sentimientos que fluyen de las circunstancias que afectan al corazón. Él iba a morir en la Jerusalén amada, en vez de recibir ellos el reino. Ellos hablan como si entendieran los consejos de Dios, pues eso no había sucedido aún. Tales son las relaciones de los santos con Jesús en el reino. Porque, hasta este momento, se trata de la manifestación de la gloria tal como el mundo la verá, con el añadido de la comunicación entre los glorificados y Jesús. Los tres estuvieron en el monte. Pero, los tres discípulos, de esta manera, van más allá. Ellos son enseñados por el Padre. Les son dados a conocer Sus propios afectos por Su Hijo. Moisés y Elías han dado testimonio a Cristo, y serán glorificados con Él; pero Jesús permanece ahora solo para la iglesia. Esto es más que el reino, es la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesús (no comprendida, seguramente, en ese tiempo, pero lo es ahora por el poder del Espíritu Santo). Es maravilloso, esta entrada de los santos en la gloria excelente, en la Shekinah, la morada de Dios, y estas revelaciones de parte de Dios de Su propio afecto por Su Hijo. Esto es más que la gloria. Jesús, sin embargo, es siempre el objeto que llena la escena para nosotros. Observen asimismo que, para nuestra posición aquí abajo, el Señor habla tan íntimamente de Su muerte a Sus discípulos en la tierra, como a Moisés y Elías. Éstos no tienen más intimidad con Él de la que tienen Pedro, Santiago y Juan. ¡Dulce y precioso pensamiento! Y noten qué delgado velo hay entre nosotros y lo que es celestial.
La Falta De Poder De Los Discípulos; La Gracia De Cristo No Impedida
Lo que viene a continuación es la aplicación de esta revelación al estado de cosas aquí abajo. Los discípulos son incapaces de beneficiarse del poder de Jesús, ya manifestado, para echar fuera el poder del enemigo. Esto justifica a Dios en aquello que fue revelado de Sus consejos en el monte, y conduce a que el sistema judío sea desechado, para presentar el cumplimiento de estos consejos. Pero esto no impide la acción de la gracia de Cristo al liberar a los hombres mientras Él estaba aún con ellos, hasta que el hombre le hubiese rechazado finalmente. Pero, sin fijarse en el infructuoso asombro del pueblo, Él insiste con Sus discípulos sobre Su rechazo y sobre Su crucifixión; haciendo avanzar este principio hasta la renunciación del yo, y a la humildad que recibiría aquello que fuese más pequeño.
Diferentes Rasgos De Egoísmo Y De La Carne Contrastados Con La Gracia Y Devoción De Cristo
En lo que resta del capítulo, desde el versículo 46, el Evangelio nos presenta las distintas características del egoísmo y de la carne que están en contraste con la gracia y la consagración manifestadas en Cristo, y que tienden a evitar que el creyente camine en Sus pisadas. Los versículos 46-48; 49 y 50; 51-56, respectivamente, presentan ejemplos de esto; y, desde el 57 al 62, tenemos el contraste entre la voluntad engañosa del hombre y el llamamiento eficaz de la gracia; el descubrimiento de la repugnancia de la carne, cuando hay un llamamiento verdadero; y la renunciación absoluta a todas las cosas, a fin de obedecerlo, nos es presentada por el Espíritu de Dios.
El Señor (en respuesta al espíritu que procuraba el engrandecimiento de la propia compañía de ellos, olvidándose de la cruz), expresa a los discípulos lo que no ocultaba de Sí mismo, la verdad de Dios, de que todos estaban de tal manera contra ellos que, si alguno no tenía esta actitud, es que estaba definitivamente por ellos. Así de minuciosa era la prueba a la cual la presencia de Cristo sometía al corazón. La otra razón, presentada en otro lugar, no se repite aquí. El Espíritu, en relación con esto, se limita al punto de vista que estamos considerando. Así rechazado, el Señor no juzga a nadie. No toma venganza por Sí mismo: Él vino a salvar las vidas de los hombres. El que un Samaritano rechazara al Mesías era, para los discípulos, digno de destrucción. Cristo vino a salvar las vidas de los hombres. Él se somete al insulto, y se va a otro lugar. Había quienes deseaban servirle aquí abajo. Él no tenía ningún hogar al que llevarlos. Entre tanto, por esta misma razón, la predicación del reino era la cosa única para Su amor inagotable; los muertos (para Dios) podían enterrar a sus muertos. Aquel que había sido llamado, que estaba vivo, tiene que ocuparse de una cosa, del reino, para dar testimonio de él; y hacerlo sin mirar atrás, la urgencia del asunto elevándole por sobre todos los otros pensamientos. Aquel que había puesto su mano en el arado, no debía mirar atrás. El reino, en presencia de la enemistad—la ruina—del hombre, de todo lo que se le oponía, requería que el alma fuese absorbida plenamente en sus intereses por el poder de Dios. La obra de Dios, en presencia del rechazo de Cristo, demandaba una completa consagración.