Santificación por la sangre de Cristo: Eterna

 
La gran tesis de la Epístola a los Hebreos es aquel aspecto de la santificación que se ha llamado posicional, o absoluta; en el que no se trata ya de una obra hecha en el alma por el Espíritu Santo, sino del glorioso resultado de aquella obra prodigiosa consumada por el Hijo de Dios cuando se ofreció a Sí mismo para quitar el pecado, en la cruz del Calvario. Por virtud de ese sacrificio, el creyente es apartado para Dios para siempre, su conciencia es purificada y él mismo es transformado de un pecador inmundo en un santo adorador unido en una relación permanente con el Señor Jesucristo; “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). De acuerdo con 1 Corintios 1:30 ellos están “en Cristo Jesús, el cual nos es hecho por Dios... santificación”. “Son aceptos en el Amado”. Dios los ve en Él, y mira a ellos como si mirara a Su Hijo. “Como Él es así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Este no es nuestro estado. Ningún creyente ha sido jamás enteramente semejante al Señor Jesucristo en lo que se refiere a conducta práctica. La experiencia mejor y más alta no alcanzaría esta meta. Pero en lo que respecta a nuestra posición, Dios estima que somos “como Él es”.
La base de todo esto es el derramamiento de sangre y el rociamiento de sangre de nuestro Salvador. “Jesús, para santificar al pueblo por Su propia sangre padeció fuera de la puerta” (Hebreos 13:12). Por ningún otro medio podíamos ser purificados de nuestros pecados y apartados para Dios.
El argumento principal de la epístola se desarrolla plenamente en los capítulos 8 al 10, inclusive. Allí se contrastan ambos pactos. El antiguo pacto demandaba del hombre lo que nunca obtuvo de él —esto es, perfecta obediencia— porque no estaba en el hombre darla. El nuevo pacto garantiza toda bendición por medio de la obra de Cristo; y del conocimiento de esto surge el deseo de obedecer, por parte del objeto de tal gracia.
En la antigua dispensación existía un santuario de orden terrenal; y conectadas con éste había ordenanzas de carácter carnal, las cuales, no obstante, prefiguraban bienes venideros —las mismas bendiciones en el disfrute de las cuales nosotros tenemos ahora el privilegio de entrar—. Pero en el Tabernáculo Dios se encerró a Sí mismo fuera de la vista del pecador, y habitó en el lugar santísimo. El hombre fue excluido de aquel lugar. Solo una vez al año un hombre representativo, el pontífice, entraba a la presencia de Dios, “pero no sin sangre”. Cada gran día de la expiación se llevaba a efecto el mismo ritual; mas todos los sacrificios ofrecidos bajo la ley no podían quitar un solo pecado “ni podían hacer perfecto, cuanto a la conciencia, al que servía con ellos”. La perfección de que habla la Epístola a los Hebreos, véase de paso, no es la perfección de carácter o de experiencia, sino perfección en cuanto a la conciencia. La gran cuestión con que nos enfrentamos aquí es, ¿Cómo puede un pecador inmundo, con una conciencia impura, procurarse una conciencia que no le acusa ya, sino que le permita ahora acercarse a Dios sin impedimento? La sangre de los toros y los machos cabríos no puede lograr esto. Las obras de la ley no pueden conseguir tan gran merced. La prueba de ello se manifiesta en la historia de Israel, pues los sacrificios continuos demostraron que ningún sacrificio que fuera suficiente para limpiar la conciencia, se había ofrecido aún. “De otra manera cesarían de ofrecerse, porque los que tributan este culto, limpios de una vez, no tendrían más conciencia de pecado” (capítulo 10:2).
¡Cuán poca penetración tienen, en palabras como estas, los profesantes de la llamada santidad! “¡Limpios de una vez!” “¡No más conciencia de pecado!” ¿Qué significan tales expresiones? Algo, amado lector, que de ser aceptado por los cristianos en general, los libraría de todas sus desconfianzas, todas sus dudas y todos sus temores.
Los sacrificios ofrecidos según la ley carecían del valor requerido para expiar el pecado. Comprobado esto plenamente, Cristo mismo vino a hacer la voluntad de Dios, como está escrito en el rollo del libro. Hacer esa voluntad significó para Él descender hasta la muerte y derramar Su sangre para nuestra salvación. “En la cual voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez” (Hebreos 10:10). Obsérvese, entonces, que nuestra santificación y Su única ofrenda permanecen o caen juntas. Creemos a la Palabra, y Dios declara “que somos santificados”. No hay crecimiento, ni progreso, y ciertamente no hay una segunda obra, en esto. Es un gran hecho, cumplido en todos los cristianos. Y esta santificación es eterna en carácter porque la obra de nuestro Gran Sacerdote está hecha perfectamente, y no ha de repetirse, según se insiste en los versículos siguientes: “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (capítulo 5:14). ¿Podrían ser más claras las palabras, o el lenguaje más expresivo? ¡Cualquiera que dude de esto, demuestra o que no quiere creer o que teme confiar en tan sorprendente verdad!
Ese sacrificio único efectivamente purifica la conciencia una vez por siempre, de modo que el creyente inteligente ahora puede gozarse en la seguridad de que está para siempre limpio de su culpa e inmundicia por el rociamiento de la sangre de Jesucristo. Así, y solo así, los santificados son perfeccionados para siempre, en lo que respecta a la conciencia.
Una sencilla ilustración puede ayudar a cualquiera que aún tenga dificultad en cuanto a esta expresión, peculiar a la Epístola a los Hebreos: “Una conciencia limpia”. Un individuo es deudor a otro, quien ha demandado una y otra vez el pago de la deuda. No pudiendo pagar, y porque ha malbaratado su hacienda de una manera insensata, y su acreedor está enterado de ello, se siente infeliz cuando está en presencia de él. Surge en el deudor el deseo de eludir el encuentro con su acreedor y este deseo le domina por completo. Su conciencia está inquieta y manchada. Sabe muy bien que tiene culpa, no obstante, se siente incapaz de arreglar el asunto. Pero aparece alguien que media en favor del deudor y salda la deuda del modo más completo, entregando al pobre hombre atribulado un recibo de saldo que lo exonera de todo. ¿Tiene miedo ahora de encontrarse con el acreedor? ¿Elude ahora encontrarse con él? No, en absoluto. ¿Y, por qué? Porque ahora tiene una conciencia perfecta, o limpia, con respecto al asunto que una vez le inquietaba.
Es así como la obra del Señor Jesucristo afrontó todas las demandas justas de Dios contra el pecador; y el creyente, descansando en el testimonio divino en cuanto al valor de esa obra, es limpio por la sangre de Cristo y “perfeccionado para siempre”, ante los ojos del Santo. Es santificado por esa sangre, y eso, por la eternidad.
Habiéndose vuelto del poder de Satanás a Dios, tiene el perdón de los pecados, y se le da seguridad de una herencia entre aquellos que son santificados por la fe que es en Cristo Jesús (Hechos 26:18). Pero hay una expresión, la cual se usa más adelante en el capítulo que puede aún dejar perplejos y desorientar a aquellos que no han comprendido que una cosa es profesión y otra es posesión. Para estar claros en cuanto a esto se hace necesario examinar todo el pasaje, el cual cito completo, poniendo en cursiva la expresión a que me refiero: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por el pecado, sino una horrenda esperanza de juicio y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que menospreciare la ley de Moisés, por el testimonio de dos o tres testigos muere sin ninguna misericordia. ¿Cuánto pensáis que será más digno de mayor castigo, el que hollase al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto, en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?” (versículos 26-29).
En lo que ya llevamos dicho hemos visto que aquel que es santificado por la única ofrenda de Cristo en la cruz, esto es, por Su preciosa sangre, está perfeccionado para siempre. Pero en este pasaje es igualmente claro, que uno que tiene por inmunda la sangre del pacto, por la cual fue santificado, será perdido para siempre. Para que no echemos de menos la eficacia de esto para nuestras almas es necesario que demos alguna atención a lo que ya hemos designado “santificación posicional”. De antiguo, todo el pueblo de Israel, al igual que todos los que estuvieron asociados con ellos, fueron apartados para Dios, tanto en la noche de la Pascua, como más tarde en el desierto. Pero esto no implicó, necesariamente, una obra del Espíritu en sus almas. Muchos se hallaban, indudablemente, en las casas rociadas con la sangre, aquella noche solemne, cuando un ángel destructor pasó por en medio de ellos para herir a los primogénitos no protegidos, quienes no tuvieron fe real en Dios. Pero aún así ellos fueron colocados, por la sangre del cordero, en un lugar de bendición, una posición en la cual participaron de muchos sagrados privilegios. Lo mismo sucedió más tarde en relación con aquellos que estuvieron bajo la nube y pasaron la mar, siendo bautizados a Moisés en la nube y en la mar. Todos estuvieron en la misma posición. Todos participaron de las mismas bendiciones exteriores. Pero el desierto fue el lugar de prueba, el cual demostró muy pronto quiénes eran verdaderos israelitas y quiénes no lo eran.
Dios no tiene una nación especial en el presente, aliarse con la cual implicará disfrutar de una posición de cercanía a Él, exteriormente. Pero sí posee un pueblo que ha sido redimido para Él, de todos los linajes, y pueblos, y naciones, por la sangre preciosa del Cordero de Dios. Todos los que se unen por profesión a esa compañía están, exteriormente, entre los refugiados bajo la sangre; en este sentido están santificados por la sangre del pacto. Esa sangre representa el cristianismo, el cual en su esencia misma, constituye la proclama de salvación por medio de la muerte expiatoria de Cristo. Asumir la posición cristiana es, por tanto, como entrar a la casa rociada por la sangre. Todos los que son reales, los que se han juzgado a sí mismos delante de Dios, y verdaderamente han confiado en Su gracia, permanecerán en esa casa. Si alguno sale fuera de ella, eso prueba su irrealidad, y el tal no puede hallar otro sacrificio por los pecados, pues todas las ofrendas típicas hallan su fin en Cristo. De éstos es que habla el Apóstol Juan en términos tan solemnes: “Salieron de nosotros, mas no eran de nosotros; porque si fueran de nosotros, hubieran cierto permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestasen que todos no son de nosotros” (1 Juan 2:19). Estos falsos profesantes fueron posicionalmente santificados; pero, como siempre estuvieron faltos de fe en el alma, “salieron”, y de este modo afrentaron el Espíritu de gracia y tuvieron por inmunda la sangre del pacto, con la cual fueron santificados. Estos pecan voluntariamente, no en el mero sentido de andar en rectitud, sin pifia, sino en cuanto a abjurar, o apostatar del cristianismo, después de estar familiarizados con el glorioso mensaje que éste trae a los perdidos.
Pero cuando ocurre de otro modo, y el alma está realmente reposando en Cristo, la santificación posicional se convierte en eterna; porque el santificado y el Santificador, como ya hemos visto, se unen por un lazo indisoluble. Cristo mismo les es hecho sabiduría, y esto de un triple modo: Él es su justicia, su santificación y su redención.
¡He aquí santidad! ¡He aquí una justicia inexpugnable! Esta es aceptación para con Dios. “En Él estáis cumplidos”, aunque necesitando humillarse cada día debido a las fallas de nuestra conducta. No es mi santificación práctica lo que me da derecho a ocupar un sitio entre los santos en luz. Es el hecho glorioso de que Cristo ha muerto y me ha redimido para Dios. Su sangre me ha limpiado de todos y cada uno de mis pecados; y ahora tengo vida en Él, una vida nueva, a la cual no podrá vincularse culpa alguna jamás. Estoy en Aquel que es verdadero. Él es mi santificación, y me representa delante de Dios, tal como en la antigüedad el Pontífice llevaba sobre su mitra las palabras: “Santidad a Jehová”, y sobre sus hombros y su corazón los nombres de todas las tribus de Israel. Él las representaba a todas en el lugar santo. Él era, típicamente, su santificación. Si era aceptado de Dios, así lo eran ellos. El pueblo era visto en el Pontífice.
Y de nuestro Pontífice eterno podemos muy bien cantar:
En Cristo habiendo hallado Pontífice real,
Por Él a Dios llegamos con libertad filial
Y al Santuario entramos, el único lugar
En donde a nuestro Padre podemos alabar.
Himnario Mensajes del Amor de Dios, no 354
Que debe existir una vida de correspondiente devoción y separación para Dios por parte nuestra, ningún creyente enseñado del Espíritu puede negar por un solo momento. Y ahora pasamos a considerar el siguiente tema: Santificación por la Palabra de Dios: Resultados externos.