1 Tesalonicenses 1

 
[Nota del Traductor: Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (“ ”) y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RV60) excepto en los lugares en que además de las comillas dobles (“ ”) se indican otras versiones mediante abreviaciones que pueden ser consultadas al final del escrito.]
La venida del Señor caracteriza ambas Epístolas, las cuales son la sede principal, por decirlo así, de esa gran verdad. De fecha temprana entre los escritos del apóstol, estas dos Epístolas indican simplicidad, frescura y vigor en los santos a quienes son dirigidas. Ellas responden afectuosamente, desbordantemente, a sus corazones, en tonos afines, pero de tal manera como para enseñarles el camino y para que profundicen. De ahí la manera informal de entretejer, no didácticamente sino de forma práctica, esa bendita esperanza con cada tópico, con cada deber, con todas las fuentes o motivos de gozo o dolor, para imbuir el hombre interior y las maneras exteriores de todos los santos día a día.
Los de Tesalónica, como se puede leer en Hechos 17:6,7, habían tenido desde el principio fuertes impresiones del reino. Pero ellos necesitaban enseñanza sobre ese amplio y fructífero tema, el cual, al igual que toda otra verdad revelada, proporciona un amplio espacio no sólo para el error poco inteligente sino también para el error funesto. Con el tiempo ambos errores fueron forjados entre estos santos; y así como la primera epístola reemplazó aquello que brotó de la mera ignorancia, la última corrigió lo que era inequívocamente falso y dañino. En las dos epístolas la presencia o venida del Señor es cuidadosamente diferenciada del día del Señor, siendo expuestos claramente sus verdaderos caracteres y explicada la debida relación de lo uno con lo otro. La necesidad de esto es tan urgente ahora como lo era entonces; pues aunque el error era entonces tanto reciente como activo, se demuestra que está fundamentado en una cierta preparación del corazón para ello, en vista de que hasta el día de hoy existe la misma propensión a desviarse de manera similar, y la misma dificultad en apropiarse de la revelación de Dios. Los antiguos y modernos comentaristas son tardos para darse cuenta de los diferentes aspectos de la verdad tal como el Espíritu los ha dado, y aunque es solamente en nuestro día que la principal mala traducción (2 Tesalonicenses 2:2) ha sido corregida, por todos lados la verdad que debería haber sido aclarada por la corrección parece entenderse tan poco como siempre. El curso de las cosas en la Cristiandad, del mismo modo que en el mundo antiguo antes que asumiera esa nueva forma, indispone la mente de aquellos que están ligados con sus intereses para recibir lo que se enseña aquí. La venida del Señor como una esperanza viva y constante aparta el corazón de cada cosa como un objeto en la tierra: porque Él está viniendo, no sabemos cuán pronto, pero lo sabemos, para recibirnos a Él en lo alto. Como es el Celestial, así son también los que son celestiales (1 Corintios 15:48) y como éste es el carácter en que Cristo y el cristiano están correlativamente, la esperanza corresponde exactamente. Es algo independiente de los acontecimientos terrenales y no se trata de una cuestión de tiempos u ocasiones. En un momento intencionalmente no revelado, para que los que son Suyos puedan siempre esperar verdadera e inteligentemente por Él, Él vendrá por ellos para que puedan estar con Él en la casa de Su Padre.
El día del Señor, por otro lado, está conectado en sí mismo con asociaciones terrenales de una clase solemne, de las cuales la profecía en el Antiguo y el Nuevo Testamento hablan igualmente; y esto tiene también su lugar apropiado en estas epístolas. Está, en efecto, adaptado eminentemente, tal como es la intención, para tratar con la conciencia; pues ese día tratará con el orgullo del hombre y el poder del mundo, con la religión mundana y con la ausencia de ley en todas sus formas. Además, se trata de una prueba en un sentido para los afectos, para ver si es que realmente amamos Su manifestación, siendo Él quien quitará el mal y establecerá todo en orden conforme a Dios.
Pero nos volvemos a las palabras del apóstol en su orden y en su detalle.
“PABLO, y Silvano, y Timoteo, a la iglesia de los Tesalonicenses, que es en Dios el Padre, y en el Señor Jesu Cristo. Gracia a vosotros, y paz de Dios Padre nuestro, y del Señor Jesu Cristo” (versículo 1—RVR1865).
Tal es la dedicatoria, con sus marcadas y hermosamente apropiadas peculiaridades. Por un lado, está la marcada ausencia de una posición relativa o, de hecho, de cualquier posición oficial en el mensaje del apóstol o de la asociación de sus compañeros, quienes son presentados amablemente del mismo modo que él mismo, sin forma. Por otro lado, se dice aquí y en la apertura de la segunda epístola, que la asamblea Tesalonicense, está “en Dios el Padre y en el Señor Jesu Cristo”, lo cual no se afirma de ninguna otra. ¿Qué puede armonizar tan bien con santos recién nacidos, recién liberados de muchos dioses y de muchos señores del paganismo, y traídos a la relación consciente de niños que conocen al Padre? Para nosotros, los cristianos, “hay un solo Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas y nosotros somos para Él; y un Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por medio del cual existimos nosotros” (1 Corintios 8:6—LBLA). Pero, ¡qué expresión de ternura y de relación cercana hablar así de la asamblea de Tesalonicenses en Dios el Padre y en el Señor Jesucristo! ¡Cuán dulce para ellos que se les hable de esa forma como siendo incluso igualados en la comunión de tales amor y luz! Pero tal es el principio en la manifestación de los divinos modos de la gracia. Así incluso está escrito en los consoladores modos del profeta judío, “ Como pastor apacentará su rebaño, en su brazo recogerá los corderos, y en su seno los llevará; guiará con cuidado a las recién paridas” (Isaías 40:11—LBLA). Aquellos que están más necesitados reciben especial cuidado y consolación.
Para la joven asamblea caracterizada de esta forma era suficiente decir las breves pero significativas palabras, “Gracia a vosotros y paz”. Para otros una forma más plena era conveniente, aquí no fue necesaria debido a lo que se dijo antes.
“Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros, haciendo mención de vosotros en nuestras oraciones; teniendo presente sin cesar delante de nuestro Dios y Padre vuestra obra de fe, vuestro trabajo de amor y la firmeza de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo; sabiendo, hermanos amados de Dios, su elección de vosotros, pues nuestro evangelio no vino a vosotros solamente en palabras, sino también en poder y en el Espíritu Santo y con plena convicción; como sabéis qué clase de personas demostramos ser entre vosotros por amor a vosotros.
Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, habiendo recibido la palabra, en medio de mucha tribulación, con el gozo del Espíritu Santo, de manera que llegasteis a ser un ejemplo para todos los creyentes en Macedonia y en Acaya.
Porque saliendo de vosotros, la palabra del Señor ha resonado, no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también por todas partes vuestra fe en Dios se ha divulgado, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada.
Pues ellos mismos cuentan acerca de nosotros, de la acogida que tuvimos por parte de vosotros, y de cómo os convertisteis de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de entre los muertos, es decir, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (versículos 2-10—LBLA).
El gozo del corazón del obrero se derrama en constante acción de gracias a Dios por todos ellos, y esto no es hecho vagamente sino con especial mención en la ocasión de orar. Respondía al gozo de ellos quienes habían sido así sacados últimamente de las tinieblas a la maravillosa luz de Dios; pero tenía el carácter profundo de elevarse a Aquel que bendice desde la bendición, ya que la bendición misma tenía el sabor de la comunión con esa fuente de bendición. Así había obrado Pablo con Dios en Tesalónica, no meramente con algunos de los judíos quienes fueron persuadidos y se juntaron con él y Silas (o Silvano), sino que especialmente con un gran número de Griegos piadosos: una obra poderosa y permanente en un tiempo bastante breve. ¿Conocemos nosotros tal acción de gracias a Dios? ¿Hacemos una mención personal similar en una ocasión similar? ¿Recordamos nosotros incesantemente el fruto de la bendición del Espíritu en los santos? Sabemos lo que es orar por los santos en el dolor, vergüenza, peligro, necesidad: ¿nos derramamos en gozo delante de Dios ante la obra de Su gracia en aquellos que Él ha salvado y congregado al nombre de Jesús? ¿No han sido nuestros corazones angustiados por las circunstancias bajas y quebrantadas y aisladas de los santos que una vez estuvieron unidos? Nosotros somos rápidos para excluir, para quitar de en medio, para retirarnos, para evitar, y para toda forma de mostrar repulsión; pero somos lentos e impotentes en la gracia que ve y disfruta la gracia en los demás, que gana, ayuda, da la bienvenida, y restaura. No era de este modo con el apóstol y sus compañeros. Indudablemente se necesita gran gracia para apreciar la gracia pequeña. Es como Cristo es.
“Teniendo presente sin cesar delante de nuestro Dios y Padre vuestra obra de fe, vuestro trabajo de amor y la firmeza de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (versículo 3—LBLA). Es un hecho que aquí entre los Tesalonicenses, especialmente cuando la primera epístola fue escrita, había tanto poder de vida como había simplicidad con falta de conocimiento. Los tres grandes elementos espirituales, de los que oímos a menudo en el Nuevo Testamento y notablemente en los escritos del apóstol, eran manifestados y en el vigor ferviente del Espíritu Santo: no sólo fe, sino “la obra de fe”, no sólo amor sino el “trabajo de amor”, y esperanza de nuestro Señor Jesucristo en su paciencia o paciente constancia. Y así como Cristo es el objeto de fe el cual ejercita el corazón y lo fija sobre cosas invisibles, del mismo modo Su gracia produce amor, y la esperanza alegra a lo largo del camino, y cuánto más cuando todo está en la luz de Dios, “delante del Dios y Padre nuestro” (RVR1865) (“Sin cesar acordándonos de vuestra obra de fé, y trabajo de amor, y paciencia de esperanza en el Señor nuestro Jesu Cristo, delante del Dios y Padre nuestro”; versículo 3—RVR1865). Él es Nuestro Padre, y si nosotros somos “hijitos”, le conocemos como tal (1 Juan 2:13); pero Él es Dios, y en nuestra vida, en nuestros caminos, estamos delante de Él, y le serviríamos aceptablemente con reverencia y piadoso temor. Él, delante de quien la nueva vida en Cristo es ejercitada así mediante motivos que tienen su manantial y poder en Cristo, es el Dios que eligió a los Tesalonicenses en Su gracia para que fuesen Sus hijos amados por Él, como se ha dado testimonio así a las conciencias y afectos de los que Le sirven, “sabiendo, hermanos amados de Dios, su elección de vosotros” (versículo 4—LBLA). ¿Qué prueba práctica de nuestra elección puede haber para los demás si no es en el poder manifiesto de la vida que tenemos en Cristo, mantenido de la única forma que puede ser mantenido, a saber: procurando tener en todo una conciencia sin ofensa delante de Dios y delante de los hombres? Que nosotros reunamos evidencia de ello es mera justicia propia, así como la incredulidad que desprecia el testimonio de Dios a Cristo y a Su obra, la teología estéril de la Cristiandad apresurándose al juicio divino.
Pero Dios ha obrado siempre la bendición mediante la revelación de Sí mismo. “Por eso es por fe, para que esté de acuerdo con la gracia” (Romanos 4:16—LBLA), “porque la ley produce ira” (Romanos 4:15a—LBLA); “porque donde no hay ley, allí tampoco hay transgresión” (Romanos 4:15b—RVR1865). Pero las buenas nuevas predicadas por Pablo y aquellos que estaban con él, “nuestro evangelio” (versículo 5), es el testimonio pleno de lo que hay en Cristo para los perdidos. Esto se les había hecho ver claramente a los Tesalonicenses en la energía del Espíritu Santo. “Pues nuestro evangelio no vino a vosotros solamente en palabras, sino también en poder y en el Espíritu Santo y con plena convicción; como sabéis qué clase de personas demostramos ser entre vosotros por amor a vosotros” (versículo 5—LBLA). Esta asamblea joven pero consagrada, perseguida y no obstante feliz, era el testimonio viviente a Dios y a Su Cristo. El evangelio había llegado, no en palabras solamente sino en poder, y como fue en el Espíritu Santo y no en una exhibición carnal, del mismo modo fue “con plena convicción” (LBLA), o “plena certidumbre (RVR60). La Palabra fue hablada con todo denuedo y ciertamente por hombres cuyos caminos eran su resplandeciente y genuino reflejo en amor. Esto produjo los resultados correspondientes en aquellos que la recibieron. Porque Pablo y sus compañeros no eran como los que parecen incapaces de apreciar la gloria de Cristo en el evangelio así como en la iglesia; que nunca se cansan de exaltar una parte de la verdad para descrédito de otra, como si todo no se centrase en nuestro Señor: almas de vista muy corta y malévolas, que pasan por alto los elementos más sencillos de la verdad en su vanidad, y que presionan sobre otros, de manera similar a un ropavejero, acerca del valor de sus propias mercancías. Si todos fueran maestros, ¿dónde estarían los evangelistas? Si no hubiese nadie que despertase las almas, dónde estarían las ovejas a ser alimentadas y apacentadas.
Los Tesalonicenses llevaron la huella del poder que obró en sus corazones y conciencias. “Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, habiendo recibido la palabra, en medio de mucha tribulación, con el gozo del Espíritu Santo, de manera que llegasteis a ser un ejemplo para todos los creyentes en Macedonia y en Acaya” (versículos 6-7—LBLA). Ellos sufrían amargamente por la verdad que llenaba sus corazones de gozo; igual que Pablo muriendo diariamente mientras vivía; igual que el Señor que murió como ningún otro, y sin embargo vivió el ejemplo perfecto y la plenitud de gozo en Dios Su Padre con el rechazo absoluto aquí abajo.
Cuán diferente eran los de Tesalónica de sus hermanos en Corinto quienes les siguieron en breve tiempo, quienes menospreciaban los asuntos más importantes de la gracia práctica mientras se gloriaban en sus exhibiciones más vistosas de los dones de señales y del poder exterior. ¡Y qué diferencia en el testimonio moral! Nunca oímos de los Corintios como un modelo a seguir para alguno en Macedonia o en Acaya. Con todo, el corazón del apóstol se conmovía en amor sobre sus últimos hijos en la fe, testarudos y rebeldes como ellos eran, para que el don inefable de la gracia de Dios produjese el fruto apropiado, aunque tardío, en ellos también.
Tampoco esto era todo: el mundo estaba lleno de noticias extrañas y esto más allá de toda Grecia, donde los creyentes fueron impresionados con el celo y el poder moral de la asamblea Tesalonicense. “Porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada” (versículo 8). Los hombres estaban hablando del cambio y hecho singulares en ese importante centro comercial que estaba ubicado en la línea directa entre el Oeste (Occidente) y el Este (Oriente). Que un cuerpo de personas hubieran abandonado sus dioses falsos, y fueran llenas del conocimiento del único Dios verdadero en un gozo que ningún sufrimiento podía enfriar (tan distinto de los judíos como de los paganos, y aún más diferenciado en una vida totalmente absorbida por la fe, el amor, la esperanza, nunca vista así antes allí), no podía más que sorprender a mentes tan agudas, especulativas, y comunicativas como las de los Griegos. El sonido de ello sonaba como una trompeta tocando en todas direcciones, no sobre milagros o lenguas, sino sobre la fe de ellos hacia Dios: ciertamente un testimonio bello, admirable, un testimonio de gracia había salido a la luz en medio de idólatras. Pues ello estaba completamente en contraste con el legalismo duro y soberbio de los judíos, tan decididamente como con las locuras oscuras e indecentes del mundo gentil. De hecho, el efecto fue tal que el apóstol declara “no tenemos necesidad de hablar nada”. ¿Por qué predicar lo que el mundo mismo, en cierta manera, predicaba? Predicar tiene como objetivo dar a conocer el Dios desconocido y Su Hijo, para despertar a los durmientes, para ganar el oído de los indiferentes para las buenas nuevas de Dios. Aquí los labios de los hombres estaban llenos de esta cosa verdaderamente nueva en Tesalónica; y desde su activo centro de comercio el informe salió por todas partes acerca de una asamblea Macedonia que había renunciado a los dioses Griegos, Zeus (Júpiter, nombre romano), Hera (Juno, nombre romano), Artemisa (Diana, nombre romano), Apolo (Febo, nombre romano), y a todo el resto, sin adoptar la circuncisión o las instituciones de Moisés.
Tampoco había allí algo vago o pretencioso, sino la sobriedad de la gracia y la verdad. “Pues ellos mismos cuentan acerca de nosotros, de la acogida que tuvimos por parte de vosotros, y de cómo os convertisteis de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de entre los muertos, es decir, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (versículos 9-10—LBLA). Es un gran objetivo de Satanás combinar el mundo con Dios, permitir la carne mientras se imita al Espíritu, y caer así realmente bajo sus propios engaños mientras se profesa a Cristo. El reverso de toda esta confusión Babilónica es visto en la clase de acogida que el apóstol tuvo entre los Tesalonicenses, y la ruptura completa hecha para sus almas, de todo lo que es opuesto a Dios conocido en luz y amor. Ellos se volvieron a Dios de sus ídolos en lugar de cristianizarlos y burlarse de Él; ellos no sirvieron a formas o a doctrinas o a instituciones, sino a un Dios vivo y verdadero; y ellos esperaban de los cielos a Su Hijo, no como un Juez terrible y temido, sino como su Libertador de la ira venidera, a quien Él resucitó de entre los muertos, la garantía de la justificación de ellos y el modelo de la nueva vida por la cual ellos vivían para Dios en la fe de Él.