1 Tesalonicenses 4

 
El conocimiento de Cristo es inseparable de la fe; sin embargo es, preeminentemente, una vida de santidad y amor, y no un mero credo, así como la mente humana tiende a hacerlo. Hemos visto de qué manera ello obró en los modos prácticos de los que predicaron el evangelio por primera vez a los Tesalonicenses, en bondad desinteresada y exponiéndose al sufrimiento (1 Tesalonicenses 1–2), así como en un profundo sentimiento después por los recién convertidos, llamados tan pronto a soportar lo arduo de la aflicción. El apóstol oró para que abundase en ellos el amor para santidad (1 Tesalonicenses 3). Él procede ahora a apelar a ellos mismos: “Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús que conforme aprendisteis de nosotros acerca de cómo os conviene andar y agradar a Dios, tal como estáis andando1, así sigáis progresando cada vez más. Ya sabéis cuáles son las instrucciones que os dimos de parte del Señor Jesús. Porque ésta es la voluntad de Dios2, vuestra santificación: que os apartéis de inmoralidad sexual (otra trad.: fornicación); que cada uno de vosotros sepa controlar su propio cuerpo en santificación y honor, no con bajas pasiones, como los gentiles que no conocen a Dios; y que en este asunto nadie atropelle ni engañe a su hermano; porque el Señor es el que toma venganza en todas estas cosas, como ya os hemos dicho y advertido. Porque Dios no nos ha llamado a la impureza, sino a la santificación. Por lo tanto, el que rechaza esto no rechaza a hombre, sino a Dios quien os da3 Su Espíritu Santo” (versículos 1-8; RVA).
Es una cosa inmensa para aquellos que una vez fueron meros hombres en la tierra, apartados de Dios y en espíritu el uno del otro por el pecado, unidos sólo cuando estamos unidos para objetivos de voluntad o gloria humana, ahora como Sus hijos con un propósito de corazón, andar de manera de agradar a Dios. No obstante, esto es el Cristianismo visto en forma práctica; y no tiene valor si no es práctico. Es verdad que hay en la luz y la verdad que Cristo ha revelado por el Espíritu Santo, el más rico material y el más pleno campo de acción para la mente y el corazón renovados. Pero en ‘el misterio’ no hay ninguna anchura ni longitud, ninguna profundidad ni altura, que no influya en el estado de los afectos o del carácter del andar y del obrar; y ningún error deshonra más a Dios o daña más al hombre que la teoría divorciada de la práctica. La Escritura las ata juntas indisolublemente, advirtiéndonos solemnemente contra aquellos que las separarían, como hombres malos, los enemigos seguros de Dios y del hombre. ¡No! la verdad no es simplemente para informar sino para santificar, y lo que hemos recibido de aquellos a quienes se les dio divinamente que comunicasen es “cómo os conviene andar y agradar a Dios” (versículo 1—RVA). En esa senda el creyente más novel anda desde el comienzo, esclavo o libre, Griego o Escita, sabio o no sabio; de esa senda nadie puede deslizarse salvo en el pecado y la vergüenza. No es, no obstante, una mera instrucción definida, como en una ley o en una ordenanza. Como se trata de una vida, la vida de Cristo, hay ejercicio y crecimiento mediante el conocimiento de Dios. Del estado del alma depende el discernimiento de la voluntad de Dios en Su Palabra, la cual es pasada por alto donde la ligereza caracteriza la condición interna, o la voluntad está activa y sin juzgar. “Si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22—VM). Solamente entonces hay certeza, espiritualmente hablando; y un sentido más profundo de la Palabra en la inteligencia surte como efecto una obediencia más plena. Uno conoce mejor la mente de Dios, y el corazón se cuida de agradarle a Él. Nosotros abundamos más y más.
Esta no era ninguna solicitud nueva del apóstol. Ellos sabían qué instrucciones él les había impuesto de parte del Señor Jesús (versículo 2). ¿Acaso no están involucrados Su voluntad, Su honor, en un andar que agrada a Dios? En la tierra Él podía decir, “yo hago siempre lo que la agrada” (Juan 8:29); en el cielo Él se ocupa ahora de aquellos que están siguiendo en la misma senda aquí abajo. Nosotros podemos fallar; pero, ¿es ése nuestro objetivo? Él no deja de ayudarnos mediante Su Palabra, así como Él también lo haría mediante Su gracia si le mirásemos a Él y nos apoyásemos en Él. ¿Escuchamos nosotros Su voz?
El apóstol fue perentorio especialmente sobre una cosa, la pureza personal de los que llevaban el nombre de Jesús; y cuánto más a causa de que los Griegos fracasaban completamente en ello. Sus costumbres y su literatura, sus estadistas y sus filósofos, todos ayudaban al mal; su misma religión conducía a agravar la contaminación consagrando aquello a lo cual la naturaleza depravada está inclinada. Unos pocos pueden tener alguna noción adecuada de los horrores morales del mundo pagano, o de la insensibilidad del hombre, generalmente, a las contaminaciones tan vergonzosas que Cristo cambió todo para los que creen en Él, dejando un ejemplo para que ellos siguieran Sus pisadas. “Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que os apartéis de inmoralidad sexual (otra trad.: fornicación); que cada uno de vosotros sepa controlar su propio cuerpo en santificación y honor, no con bajas pasiones, como los gentiles que no conocen a Dios; y que en este asunto nadie atropelle ni engañe a su hermano; porque el Señor es el que toma venganza en todas estas cosas, como ya os hemos dicho y advertido” (versículos 3-6; RVA). La santidad, por supuesto, va más allá de la libertad de la sensualidad. Con todo, tener claridad con respecto a lo que era aprobado en todas partes en la vida corriente no era poca cosa. Tampoco el apóstol se satisface con el deber negativo de la abstinencia, sino que llama a “que cada uno de vosotros sepa controlar su propio cuerpo en santificación y honor” (versículo 4), en lugar de dejarlo ir a la deriva libremente en el pecado y la vergüenza, “no con bajas pasiones, como los gentiles que no conocen a Dios” (versículo 5). Hechos 15 es una prueba positiva sobre el testimonio de la Escritura de aquella época, dolorosamente confirmado por los hallazgos arqueológicos de Pompeya y Herculano, de la degradación moral que penetró incluso la porción más civilizada del mundo pagano. Cuando Dios es deshonrado, el hombre es reprobado; y Dios, perdonando y rescatando de la ira venidera por medio de la muerte y resurrección de Cristo, da también una nueva vida en Cristo sobre la cual el Espíritu Santo actúa por medio de la Palabra para que produzca frutos de justicia por medio de Él para la gloria de Dios.
De ahí la exhortación ulterior, “y que nadie peque y defraude a su hermano en este asunto, porque el Señor es el vengador en todas estas cosas, como también antes os lo dijimos y advertimos solemnemente” (versículo 6—LBLA). No existe un terreno real para presentar un tópico nuevo aquí, confundiendo junto con Calvino y otros la expresión Griega τῳ πρ., con τοῖς πρ., y aún menos suponer junto con Koppe que τῳ enclítico = τινι, se traduce “algún”, como nuestra Versión Autorizada Inglesa (KJV1769 o “Authorized Version”). Es la forma delicada en que el apóstol se refiere a la misma inmundicia, especialmente en circunstancias de personas casadas donde los derechos de un hermano fuesen infringidos. Esto requería y recibe una atención especial. Debido a que la hermandad de cristianos les introducía en una relación libre y feliz, podía haber allí un peligro peculiar en estas mismas circunstancias, para que Satanás tentase donde la carne no era mantenida, por la fe, en el lugar de muerte, para que solamente el amor pudiese actuar en santos modos con Cristo delante de sus ojos. Quizás no existe otro peligro más seriamente recalcado. Son los modos por los cuales la ira viene sobre los hijos de desobediencia, y todas las palabras que hagan liviano el mal son vanas: el Señor venga todas estas cosas, y Dios juzgará al culpable. No es la verdadera gracia de Dios la que prescinde de las más fuertes y repetidas advertencias; pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación. Es claro que no hay ninguna bifurcación en el significado del texto hacia los tratos comerciales, o hacia la deshonestidad en los asuntos de todos los días. La impureza en las relaciones sociales de los santos es el mal aún tenido en consideración: y la conclusión es: “Por lo tanto, el que rechaza esto no rechaza a hombre, sino a Dios quien os da su Espíritu Santo” (versículo 8—RVA). De esta manera la gracia, llamando a un deber moral, se eleva enteramente por sobre la mera acción de hacer pesar tales motivos, cuando actúa sobre los hombres. No se trata de que la delicada consideración del hombre es omitida: el apóstol comienza con el desprecio del hombre en el asunto, pero él introduce inmediatamente también el inmenso y, sin embargo, solemne privilegio del cristiano, el don de Dios del Espíritu Santo. ¿Cómo le afectaría a Él la impureza, a Quien mora en los santos, y hace que el cuerpo sea en templo de Dios?
A continuación sigue un llamado a abundar en amor fraternal, en el cual el apóstol pasa suavemente a las convenciones conectadas del trabajo diario estimulado por la preocupación por los demás. “Pero con respecto al amor fraternal, no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis sido enseñados de Dios que os améis los unos a los otros. De hecho, lo estáis haciendo con todos los hermanos por toda Macedonia; pero os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando aún más. Tened por aspiración vivir en tranquilidad, ocuparos en vuestros propios asuntos y trabajar con vuestras propias manos, como os hemos mandado; a fin de que os conduzcáis honestamente para con los de afuera y que no tengáis necesidad de nada” (versículos 9-12; RVA). La posesión de Cristo liga maravillosamente a los corazones, y así como el afecto de los unos hacia los otros es un instinto espiritual, del mismo modo todo lo que es enseñado por Cristo profundiza inteligentemente en ello. La relación puede poner a prueba su realidad algunas veces, pero como un todo lo desarrolla activamente, y aún más al compartir la misma hostilidad del mundo. Aquí, también, el apóstol señala que ello debería abundar más y más, y junto con ello la aspiración diligente de vivir en tranquilidad y ocuparse de sus propios asuntos, lo cual el amor fraternal ciertamente promovería: exactamente lo contrario de esa disposición a entremeterse en los asuntos de los demás que fluye de la asunción de una superioridad en el conocimiento o en la espiritualidad o en la fidelidad. Además, el los llama a trabajar con sus propias manos, “como os hemos mandado” (y ¿quién podía hacerlo con una gracia tan bondadosa?), para que ellos pudiesen conducirse honradamente para con los de afuera y que no tuvieran necesidad de nada [o de nadie]. No hay un pensamiento tal como para estimular al necesitado a atraer la generosidad de los demás. Que sea la ambición de los que aman, y que guardarían el amor de los demás, no escatimar sus esfuerzos y evitar abusar de la ayuda de alguno, como para cortar completamente toda sospecha de los de afuera. El amor fraternal sería cuestionado si no se prestara atención a lo que conviene; éste florece y abunda donde hay también renunciamiento.
Habiendo exhortado así a los santos a la pureza personal, y habiendo conectado el amor divino con el tranquilo cumplimiento del deber diario, tan a menudo propenso a ser descuidado en base a la demanda misma y a la vana pretensión de maneras más elevadas, el apóstol dirige ahora su atención a la angustia y sorpresa excesivas de ellos ante la muerte de algunos de ellos. Tan llenos estaban ellos con la expectativa de la presencia del Señor, que no habían concebido la posibilidad de que algún santo durmiera en el Señor de este modo. Ellos solamente esperaban Su venida, y sacaron conclusiones que, no siendo del Señor, los expusieron, tal como todo razonamiento lo hace, al peligro. La necesidad, entonces, fue mantener la verdad, al mismo tiempo que había que protegerlos de una conducta impropia semejante; pero la gracia dispensó una luz nueva y más plena para ellos y para nosotros.
“Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen4, para que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de la misma manera Dios traerá por medio de Jesús, y con él, a los que han dormido. Pues os decimos esto por palabra del Señor: Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, de ninguna manera precederemos a los que ya durmieron. Porque el Señor mismo descenderá del cielo con aclamación, con voz de arcángel y con trompeta de Dios; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos y habremos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes, para el encuentro con el Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (versículos 13-18; RVA).
Los Tesalonicenses sabían, como una certeza establecida, de la venida del Señor y el reino. Ellos Le estaban esperando, al Hijo de Dios, desde el cielo como una esperanza constante, la esperanza más cercana de sus corazones. Ellos nunca habían tomado en consideración que Él podía demorarse conforme a la voluntad de Dios que reuniría almas nuevas a la comunión de Su amor, mientras deja que el mundo madure en iniquidad y ausencia de ley, ya sea en soberbia incredulidad o en vacía profesión, hasta que la apostasía venga y el hombre de pecado sea revelado. A ellos les faltaba enseñanza en cuanto a todo esto, habiendo disfrutado las enseñanzas del apóstol sólo por una corta temporada, y no habiendo sido escrita aún ninguna epístola. Esta es la primera carta que Pablo escribió; y mientras promueve el gozo y el crecimiento de la fe, de nada escribe él como una ayuda más necesaria para suplir una carencia, la cual, si no era suplida por revelación divina, dejaba a las mentes ocupadas abiertas al enemigo, a través de las especulaciones que él pronto sugeriría, para arruinar subrepticiamente la verdad ya conocida, o la confianza en Dios de sus almas.
La tristeza de ellos era excesiva como la del resto de los hombres, judíos, o más bien paganos, que no tienen esperanza. ¿Por qué tal dolor extravagante sobre los que, si fueron llamados desde aquí, conocieron el amor de Dios y la salvación en el Señor Jesús? ¿Es la vida eterna una cosa vana? ¿Es la remisión de pecados, o la posesión del Espíritu Santo? Ciertamente sólo puede ser ignorancia de parte de ellos, y no que cualquiera llamado por Dios a Su reino y gloria (para no hablar de la iglesia, el cuerpo de Cristo) podía anular muriendo, como ellos imaginaban, su bienaventuranza cuando el Señor Jesús venga. Y así fue que por falta de conocer mejor, ellos se entregaron a pensamientos que los habían sumergido en una tristeza deshonrosa para Cristo.
Incluso aquí, sin embargo, es notable que el apóstol no devele el estado de los espíritus separados, como vemos que se hace en Lucas 23:43, Hechos 7:59, 2 Corintios 5:8 y Filipenses 1:23. Él enfrenta plenamente el error de que la muerte de alguna forma destruye o disminuye la esperanza bendita del cristiano. El no dejaría que los santos siguieran ignorantes con respecto de quienes se podía decir muy verdaderamente que dormían; si ellos duermen, esto hace más evidente que tienen la porción de Aquel que murió y resucitó, tal como ciertamente creemos; pues ellos resucitarán si, en el entretanto, mueren. ¿Y es una resurrección semejante una perdida? “Así también traerá Dios con Jesús”, tal como se describe aquí hermosamente, “a los que durmieron en Él” (versículo 14). Ellos fueron puestos a dormir por Jesús; y, lejos de olvidar o incluso postergar su gozo y bienaventuranza de ellos, Dios los traerá con Jesús en ese día.
¿Pero cómo va a ser esto, puesto que ellos duermen en la muerte, y Él viene desde el cielo en poder y gloria? Acerca de esto sigue a continuación una comunicación muy esclarecedora y nueva, “en palabra del Señor”, que despeja la dificultad desplegando el orden de los sucesos, y así la forma por la cual los santos que duermen van a venir con Jesús. Los creyentes Tesalonicenses habían imaginado que los que partieron se perderían la dichosa reunión, o al menos, que irían detrás de los que quedaran vivos. Pero ello no es así. “Por lo cual os decimos esto por la palabra del Señor: que nosotros los que estemos vivos y que permanezcamos hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Pues el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo se levantarán primero. Entonces nosotros, los que estemos vivos y que permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes al encuentro del Señor en el aire, y así estaremos con el Señor siempre. Por tanto, confortaos unos a otros con estas palabras” (versículos 15-18; LBLA). Tal es la maravillosa indicación en este impresionante episodio que nos lleva parentéticamente a las palabras introductorias que les aseguraron a ellos que el Señor vendría, y los santos, incluyendo a los que duermen, junto con Él. Aquí aprendemos de qué manera esto puede ser: Él primeramente desciende por ellos, y después los trae con Él.
Pero hay detalles. Él mismo descenderá del cielo con “voz de mando”. La palabra empleada, siendo peculiar en el Nuevo Testamento a este pasaje, no puede más que tener una fuerza especial. Fuera de la Escritura es utilizada para una llamada de un general a sus soldados, de un almirante a sus marinos, o, algunas veces, más generalmente como una exclamación para incitar o animar.
Parece una expresión muy apropiada como transmitiendo una palabra de mando a aquellos que están en una relación cercana. No hay ninguna insinuación de un grito para que el mundo, para que los hombres en general, oigan. Aquí es para que los Suyos se reúnan con Él en lo alto. “Con voz de arcángel”, presenta a la más alta de las criaturas celestiales regocijarse por atender al Señor en esa ocasión trascendental. Si los ángeles ministran ahora a los santos, así como sabemos también que lo hicieron a Él, cuan conveniente es oír acerca de la “voz de arcángel” ¡cuando ellos se reúnen así alrededor de Él! Tampoco la “trompeta de Dios” permanece silente en un momento tal, cuando todo lo que es del hombre mortal en los Suyos será absorbido por la vida en la presencia de Cristo.
Como corresponde, “los muertos en Cristo resucitarán primero”. No es una cuestión del primer hombre sino del Segundo; y todos los que son de esa familia que hayan dormido “resucitarán primero”. Así de infundada era la desesperante angustia de los de Tesalónica. Hasta ahora ellos preceden a los santos vivos, al ser los primeros en experimentar el poder de vida en el Hijo de Dios. La verdad es, sin embargo, que la diferencia en el tiempo es apenas perceptible; pues “Entonces nosotros, los que estemos vivos y que permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes al encuentro del Señor en el aire” (versículo 17) El traslado de todos los santos transformados es simultáneo. El dolor de aquellos que dudaban de la plena bienaventuranza de los que duermen entretanto fue realmente ignorancia e incredulidad; pues incluso si ellos no podían anticipar la nueva revelación del Señor, ellos tenían que, debido al conocimiento divinamente dado de Su amor y Su redención, haber contado con Su gracia hacia los santos muertos no menos que hacia los vivos. Ellos podrían haber buscado la necesitada luz en cuanto a los detalles de los levantados y dados por el Señor para impartirla. Nosotros podemos, no obstante, concebir prontamente cuán de prisa obró injuriosamente en ellos como en nosotros. Pero qué misericordia inefable que la gracia satisfizo la necesidad para corregir el error entonces, ¡y para prevenirlo después! Así es habitualmente especialmente en las Epístolas, al igual que en toda la Escritura.
Es importante observar que ‘la resurrección general’ es tan extraña a esta parte de la Palabra de Dios como a toda otra parte. Sólo se habla de los fieles muertos, de los fieles vivos. No se trata de que no habrá una resurrección de los injustos así como de los justos. Pero no existe tal cosa en la Escritura como una resurrección de todos los hombres juntos. De todas las cosas, la resurrección separa muy distintivamente. Hasta entonces podrá haber más o menos mezcla del malo con el bueno, aunque ello es una deshonra para el Señor y un agravio para Su pueblo. Pero las apariencias engañan, y la separación absoluta no se encuentra, y Dios usa la prueba producida por ello para bendición de aquellos cuyo ojo es sencillo. Pero en Su venida, la separación será completa, en Su aparición ella será manifiesta. De ahí que, la resurrección de los santos que duermen es llamada una resurrección de los muertos, o de entre los muertos; lo que no podía decirse de la resurrección de los inicuos, pues después que ellos resuciten no quedarán más para ser resucitados. De esta manera, ambas clases son resucitadas separadamente. Daniel 12 habla de una resurrección de Israel, Mateo 25 habla del juicio del Señor de las naciones: ninguno de estos pasajes se refiere a los, literalmente, muertos.
Pero la consecuencia moral del error es tan positivamente mala así como la verdad santifica. Pues la acción de una resurrección general se conecta con un juicio general, y así se introduce la imprecisión en el espíritu del creyente, quien pierde por esto la verdad de la salvación como una cosa presente, y la conciencia de la posesión de vida eterna en Cristo, en contraste con ir a juicio. Comparen Hebreos 9:27,28 y Juan 5:24. Uno de los esfuerzos principales del enemigo es anular esta solemne diferencia: él sacudiría, si pudiera, el disfrute del creyente de la gracia de Dios en Cristo; adormecería al incrédulo en una calma fatal, indiferente igualmente a sus pecados y al Salvador. La primera resurrección de los santos, separada a los menos por mil años (Apocalipsis 20) de la del resto de los muertos, los inicuos que se levantan para el juicio y el lago de fuego, es la refutación más fuerte posible de la confusión que prevalece, una apelación inmensamente seria a la conciencia del incrédulo, un muy esperanzador consuelo para aquellos que consienten en sufrir con Cristo en el entretanto.
Además, es incuestionable que la muerte no es de manera alguna la esperanza del creyente, sino la venida de Cristo, cuando todo esfuerzo y todo rastro de muerte serán borrados de los muertos fallecidos, así como de los cristianos vivos, que tienen la mortalidad, al igual que los demás, obrando en ellos. Entonces lo mortal será absorbido por la vida; pues Él viene a recibirles a Él mismo, Aquel que es la resurrección y la vida. Así el creyente en Él, aunque esté muerto, vivirá; y el creyente en Él que está vivo no morirá jamás. La muerte no es el Esposo, sino meramente una sierva (pues todas las cosas son nuestras) para introducirnos, ausentes del cuerpo, a estar presentes con el Señor. Pero aquí no se trata del mero individuo yendo a Él después de la muerte, sino de Su venida, el Conquistador de la muerte, por todos nosotros, ya sea que estemos durmiendo o despiertos, para que podamos ser transformados a Su imagen gloriosa incluso en el cuerpo.
Pero hay otro privilegio, y en sí mismo mucho más precioso, señalado aquí. “Así estaremos siempre con el Señor”. Esto último es el gozo más profundo del estado separado cuando un santo parte: estar entonces con Cristo. Fue así incluso con el ladrón moribundo pero creyente: Cristo le aseguró que estaría ese día con Él en el Paraíso. Solamente que un estado tal no era más que intermedio e imperfecto, no obstante lo bendito que pudiese ser. Pues no se trataba del cuerpo glorificado; tampoco se trataba de todos los santos reunidos. En Su venida todo será completo y perfecto para la familia celestial, “y así estaremos siempre con el Señor”. ¿Qué puede faltar, o qué puede ser añadido, a tales palabras de gozo infinito y eterno? “Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (versículo 18). Sobre este párrafo, el Espíritu Santo no dice nada más. Aquello que es perfecto habrá venido entonces.
 
1. El Textus Receptus omite esta importante cláusula, tan alentadora para aquellos a quienes se habla. La autoridad para incluir esta cláusula es abrumadora.
2. Algunas copias insertan τό, otras omiten τοῦ, contrariando a los mejores textos.
3. También traducido “que también nos dio Su Espíritu Santo”. Incluso el Deán Alford piensa que δόντα fue cambiado a διδόντα, o una temprana ignorancia puede haberlo hecho sin intención.
4. Los manuscritos más antiguos tienen κοιμωμένων, la clase de aquellos que duermen, carácter, y no tiempo, como en σωζόμενοι, ἁγιαζόμενοι, etc. Más tarde, pero copias más numerosas apoyan κεκοιμημένων lo cual es exactamente correcto en 1 Corintios 15:20, pero que no se requiere aquí.