13: Se Deshace El Hechizo

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Ya más avanzada la tarde, vino a verme un grupo de jefes.
—Mira, Bwana, nos damos cuenta que tú tienes el camino de la sabiduría —dijo uno—. Explícanos para que podamos entender que no es magia lo que causa mucho de nuestros problemas.
— ¡Muy bien! Vengan que les mostraré algunas cosas oportunas en nuestro laboratorio —les contesté—. Se las mostraré y ustedes las comprobarán con sus propios ojos.
Preparamos dos microscopios. Cortando una pulgada de piolín la coloqué sobre una placa, lo enfoqué y pedí a dos de ellos que miraran. Desde ese momento tuvimos toda su atención. Los otros hacían cola con ansiedad para dar una ojeada.
Kumbe —dijo uno—, es tan grande como mi brazo.
Kah, me gustaría ver un trozo de tela —dijo otro.
Expresé mi deseo de satisfacerlo. Rasgué una tira de una venda y la coloqué debajo del microscopio. El jefe principal abrió muy grandes los ojos y miró.
Yoh, parece un trozo de bati (hierro forjado) —dijo uno.
Con creciente interés, inspeccionaron con el microscopio otros objetos de uso diario: un poco de polvo, la cabeza de una mosca, algunos granos de sal de fruta y luego les dije:
— ¿Recuerdan a Mbuli, el muchachito que vino aquí hechizado? Vengan y les mostraré la causa de su mal.
Tomé una placa del armario. Teníamos en ella una preparación hecha en el momento cumbre de su enfermedad. Enfoqué el microspio y les mostré los gérmenes de la neumonía.
— ¡Aquí está! Este dudu fue el que le causó todo su mal —dije.
Hubo andanadas de “¡Yoh! ¡Kumbe! ¡Jongo!”, a medida que iban mirando por el lente.
Kah, parecen dos porotos (frijoles) mirándose uno al otro —dijo uno.
Kweli, y tienen alrededor el mismo ibululu (patio) —agregó otro.
Heh —dijo el jefe— ¡éstas son palabras de sabiduría! El bwana nos ha mostrado cuál es la causa de la enfermedad. Yo siempre había pensado que era el resultado de un hechizo. ¿Acaso no llamamos ihoma (enfermedad que apuñala) a la neumonía?
Daudi hizo a un lado los microscopios.
Wawaja (Grandes), yo creía en la magia —dijo—, hasta que trabajé aquí y vi las cosas que hacen el daño, hasta que las vi con mis propios ojos.
En ese momento hice entrar a Mbuli. Se produjo uno de esos silencios que parece que se pueden palpar.
— ¿Lo conocen? —pregunté.
Silencio.
— ¿Estuvo hechizado? –seguí preguntando.
Se hizo un silencio incómodo.
—Dinos, Bwana —dijo el jefe de la aldea de Mbuli—, ¿es que tenía ihoma (neumonía) como nos mostraste?
Heya (sí), pero ¿quién fue la anciana que puso miti (remedios caseros) en su wubaga (cereales) cuando parecía que iba mejor?
Profundo silencio y un nerviosismo electrizante en el aire.
— ¡Si la magia pierde su poder, démosle un poco de ayuda! ¿No? –pregunté tranquilamente.
Los rostros que estaban delante de mí parecían de estatuas.
—Mis amigos, eso no resulta —dije—. Ya lo ven, Mbuli está vivo y más fuerte de lo que haya estado jamás. El demonio ha estado trabajando y ha tenido ayudantes entre ustedes, pero mi Bwana, mi Maestro, el Señor Jesucristo, es más fuerte que el demonio.
—Aquí está Mbuli —agregué poniendo mi mano sobre el hombro del chico— que es una prueba. ¿No es mejor que cambien de maestro, oh padres de la tribu?
Desde afuera se oyó el sonar de un tambor. Era la señal de que el té estaba listo. Con eso, se alivió la tensión. Los jefes se sentaron en círculo bebiendo ruidosamente de sus tazas y discutiendo las cosas en general.
Kumbe, nuestros pensamientos tienen de qué alimentarse hoy —dijo el jefe principal.
Les di las manos a todos y les deseé cawalamusa (buenas tardes).
Se pararon en pequeños grupos y se fueron, en fila india, por los serpenteantes senderos entre el erguido maizal. Nuestro espectáculo para los jefes había terminado.
Daudi estaba detrás de mí.
— ¿Quieres ser nuestro huésped esta noche, Bwana, y comer wugali con nosotros?
Le agradecí y una hora más tarde me encontraba sentado frente a un fuego comiendo un potaje de mijo. Compartí con el personal africano un tazón de aquel alimento ordinario, seco y nada apetitoso. Cada uno tomaba alternativamente, un poco con la mano, lo modelaba en forma de pelota de golf, le clavaba los pulgares y después lo rociaba con algunos porotos (frijoles) hervidos y sazonados, que sacaba de un pequeño pote de arcilla.
Acaparé la mayor parte de la conversación, porque descubrí que de esa manera, podía comer menos de aquella comida que no sólo me era muy satisfactoria, sino que además me resultaba pesada para aquella parte en que mis pantalones cortos salían al encuentro de mi camisa. Inevitablemente, una comida africana producía dentro de mí, una serie de sonidos que difícilmente hubieran sido considerados buena etiqueta en una cena europea, pero que para los africanos era sólo una expresión de estar satisfecho. ¡No dudo que habrán pensado que en esta ocasión yo estaba bien satisfecho!
Al fin terminó la comida. Daudi me echó agua en las manos para limpiarlas. Nos sentamos juntos, alrededor del fuego pequeño y pronto se nos acercó otra media docena de personas del hospital. Uno de ellos era el pequeño Mbuli. Junto a él estaba Mukombi. Éste se sentó con la mano sosteniéndole el mentón.
¡Yoh! Me alegro que el espectáculo haya acabado —dijo Sansón—; fue demasiado trabajo.
—Por cierto, pero ahora debe haber un millar de fuegos por toda la región donde estarán comentando acerca del hospital y toda su obra —dijo Daudi.
Kefa levantó repentinamente la mano, la mantuvo en esa posición y luego se golpeó la pierna desnuda, con fuerza y puntería. Después levantó los restos de un mosquito.
—Era un anopheles —dijo—. Vi sus patas flotando en el aire.
Daudi atizó el fuego y dijo:
—¿A quién preferirían tener en su kaya (casa): a izuguni (el mosquito) o a simba (el león)?
El viejo que tenía la mano en el mentón escupió desdeñosamente en el fuego.
Yoh, el dudu es un gran peligro. —dijo— Voy a sacar mucho provecho de todo lo que he observado estos días.
Daudi meneó la cabeza.
— ¿Entonces no prefieres tener el mosquito?
El viejo volvió a escupir. Creía que no era necesario responder. Era algo obvio.
Daudi se inclinó en su banquillo. La fogata hacía alargar su sombra sobre la blanqueada pared del dispensario. Mbuli se acurrucó entre su abuelo y yo, con su carita refulgente. Levantando la mano como para pedir silencio, Daudi comenzó su cuento.
—Escuchen, una vez había un cazador. Era un hombre muy hábil con ipinde (la flecha). Sujeto a su pierna con un trozo de cuero de cebra, tenía su cuchillo. Sobre la espalda llevaba el carcaj y cruzaba la selva tan silencioso como una sombra. Miró por el costado de un baobab y allí delante de él vio a un leopardo, descansado en el sol. Escogió su mejor y más pulida flecha, estiró el arco y avanzó lentamente alrededor del árbol. ¡Ping! La flecha salió volando. ¡Plop! sonó al dar en el blanco. El cazador se escondió. Miró cuidadosamente un momento después y vio a la gran fiera muerta, atravesada en el corazón. Sacó su cuchillo y despellejó diestramente al leopardo. En el momento en que iba a levantar la piel, vio algo que se movía en un trozo de luz solar. Saltó hacia atrás, y...
Bwana —oímos que decía una voz—, el muchacho de la pierna quebrada tiene mucha tos. ¿Qué hacemos?
—Dale jarabe para la tos, el de color café —y agregué, mirando a Daudi—: ¿Qué era, Daudi?
—Era un pequeño leopardo, Bwana. Sólo una pelotita peluda de cuero. De modo que el cazador tomó su hacha.
—Oh, Daudi, ¿lo mató? —dije—. ¡Pobrecito!
Una gran sonrisa iluminó el rostro de mi amigo africano.
—No, Bwana, no lo mató, sino que tomó su hacha y cortó una ramita fina de un árbol. Usándola como si fuera una soga, la ató al animalito y se fue, con la piel del leopardo colgando de la cola, por sobre un hombro, y sobre el otro, el leopardito sostenido por la soga. Hubo alegría cuando llegó a su casa, y todo el mundo se quedó mirando cuando el cazador estaqueó la piel de su caza en el sol para que se secara. Los chicos tomaron al animalito y lo dejaron que compartiera su guiso. Se reían cuando se revolcaba en el suelo. Lo pellizcaban y él jugaba muy divertido. Una tarde vino el jefe, vio a la fierecilla y levantó un palo. Pero el cazador le dijo: “No lo lastimes, jefe, que es muy pequeño; divertirá a mis hijos”. “Pero”, dijo el jefe, “¿no te das cuenta que los leopardos chicos se transforman en leopardos grandes y que los leopardos grandes matan?”. Pero el cazador se rió: “¡Es una cosa tan chiquita! ¡No puede hacer daño!”
“Muy bien, yo ya te he advertido”, dijo el jefe.
—El leopardito creció día tras día. Día tras día, venía y se sentaba con los chicos y se alimentaba con su comida. A la tarde más avena, siempre avena, nada más que avena, ¡pero crecía! Le salieron uñas en las zarpas, sus dientes se hicieron muy largos y agudos, su piel dejó de ser flácida y pronto le aparecieron las manchas. Pero siempre, día tras día, comía avena. Y crecía y crecía. Hasta que un día cuando el jefe fue a visitar la aldea, iba doblando la esquina de una casa, cuando allí se le presentó un leopardo joven. Levantó la lanza e iba a arrojarla, cuando los chicos se amontonaron a su alrededor, diciendo: “¡No lastimes a nuestro leopardo! Mira, es bueno; no lastimará a nadie; mira qué ojos buenos tiene”. “Sí, pero los leopardos tienen dientes y uñas para matar”, dijo el jefe, “tienen sed de sangre”. “¡Yoh! ¡Pero éste no come más que avena!” “Escuchen mis palabras de sabiduría y advertencia: los leopardos chicos se transforman en leopardos grandes y los leopardos grandes matan”.
—Los chicos no le hicieron caso y el leopardo siguió comiendo avena y creciendo y creciendo, más y más grande cada vez. Sus mandíbulas eran largas y agudas, sus dientes eran como dagas, pero sus ojos eran tiernos. Y creció tanto que tres chicos podían andar sobre su espalda. Les gustaba tirarle de las orejas, colgársele de la larga y peluda cola, hacerle cosquillas debajo del mentón. Había comido siempre avena. Tenía ojos tiernos. Pero entonces vino un aviso del jefe: “Ese leopardo ha crecido. Es un peligro. Debe ser muerto. Si no lo matan ustedes, él los matará a ustedes”. Pero se rieron y dieron al leopardo una ración doble de avena.
—Y llegó el día cuando el niño menor estaba jugueteando con el leopardo. Y por casualidad una de sus uñas rasgó la carne de la pierna. El niño gritó de dolor. El leopardo lo miró con ternura en los ojos y lamió la sangrienta herida. De repente, una mirada penetrante apareció en sus ojos. Una sacudida recorrió todo su cuerpo. Con una zarpa, desmayó al niño sacándolo del paso y entró a la casa donde el cazador estaba fabricando flechas nuevas. “Sal de aquí”, gritó el hombre, dando un golpecito al leopardo sobre la cabeza, como era su costumbre. Pero con un rugido, el animal saltó. Hubo una dura lucha por un momento y luego el cazador cayó muerto. El pequeño leopardo se había transformado en un gran leopardo y había matado a un hombre.
Daudi hizo una pausa.
—Vean ustedes —agregó—, hay peligro en las cosas pequeñas.
—Pero, ¿los parientes del cazador no mataron al leopardo? —preguntó Mbuli, echándose ansiosamente hacia delante.
¡Yoh! Llamaron al jefe y él vino, y peleó con el leopardo y quedó seriamente herido al matarlo. Y sus palabras de sabiduría encontraron eco en muchas fogatas del país. Tengan cuidado, porque los pequeños leopardos se transforman en leopardos grandes y los leopardos grandes matan.
Daudi miró a los enfermeros.
— ¿Cuál era el nombre del leopardo? —preguntó.
Jiiii, ¿el nombre del leopardo? —dijo Kefa—. ¿Cómo voy a saberlo?...
Todos se quedaron a la expectativa, y de repente el viejo, que se sostenía el mentón con la mano dijo:
—Yo sé la respuesta: su nombre es “pecado”.
Daudi asintió.
— ¡Sí! ¿Acaso el pecado no empieza con las cosas pequeñas? Pequeñas mentiras, pequeños hurtos, pequeños pensamientos malos y, entonces, bueno, crecen despacio y suavemente hasta que tienen un poder que no se puede dominar. Y sólo el Jefe, el Señor Jesús, el Hijo de Dios, puede quebrar el poder del pecado.
Bwana —volvimos a oír que decía alguien desde la sala—, el hombre del paludismo está mal otra vez. Tiene temblores.
Fui hasta la sala y tomé un frasco con una solución para ojos. Estaba cubierta con un pedazo viejo de goma, sujetado con un alambre.
Llené mi jeringa con su contenido y le di una inyección. La medicina era una respuesta cierta para la enfermedad. Cuando volví al grupo de fogón, dije:
—Vean, acabo de inyectar una medicina a un hombre que está muy enfermo. Fue picado por un pequeño mosquito y si no tuviéramos la respuesta para su mal, se moriría.
El viejo asintió.
—Ahora entiendo. El pecado trae la muerte y hay un solo camino de quebrar su poder. He visto eso una y otra vez mientras oigo la Palabra de Dios aquí.
Bwana, entiendo eso de Jesús —me dijo Mbuli, tocándome la mejilla con el dedo.
Le puse la mano en el hombro.
—El próximo paso es seguirlo, viejito.
Silenciosamente movió la cabeza diciendo que sí.
Observamos el fuego. Del leño espinoso salían pequeñas llamaradas azules. Yo estaba ensimismado en mis pensamientos. Me cruzaba por la mente un cuadro tras otro de la lucha por la vida de mi amiguito. La voz del viejo interrumpió mis pensamientos.
Mbeka (ciertamente) el niño Mbuli ha salido de entre los muertos.
Asentí.
—Mañana tú y él podrán volver a casa.
Me levanté para irme, di las buenas noches a todo el mundo y seguí a Daudi, que me iluminaba el camino con su farol. En el portón nos detuvimos. Nos dimos un apretón de manos.
—De veras, Bwana, la Palabra de Dios trae mucha luz a los hombres —dijo Daudi, mirando al grupo que seguía alrededor del fuego—. Quita todas las tinieblas.
Por la ventana se veía la silueta de un hombre sosteniendo un frasco de medicina. Sonriendo, Daudi señaló con el mentón.
—Y, Bwana, de veras que la medicina es un ejemplo muy útil para mostrarles el camino a Dios.