6: Hipo

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Bwana, sólo nos quedan dos cajas de vendas. No nos alcanzarán para más de dos meses con los ulcerosos y leprosos.
Casi no podía oír lo que decía porque tenía el estetoscopio en los oídos, auscultando el pecho de Mbuli.
—Ah, sí, que hay pocas vendas...
—Sí, Bwana.
—Bueno, atenderé eso cuando termine de revisar a estos chicos. Respira hondo —ordené.
Mbuli obedeció con presteza. Se podía ver su cara feliz en el espejo opuesto. Ahora sus ojos casi habían vuelto a la normalidad, y ya él sabía cómo usar el ungüento para curarlos.
—Date vuelta, Mbuli. Lo hizo con precisión casi militar. Le ausculté los lugares que corrían peligro semanas atrás, pero todo estaba normal. Le di una palmada en la cabeza:
—Bueno, viejito, no pasará mucho tiempo antes de que te puedas volver a tu casa.
Mbuli sonrió.
—Gracias, Bwana.
—Déjanos ahora, Mbuli, y haremos los arreglos para tu viaje.
Lo miré escabullirse y luego me fijé en la gente que estaba esperando en la galería. No había nadie para atender, de modo que me fui al depósito de ropa. Sentado en la máquina de coser, estaba Yohanna, el rengo Yohanna, que había perdido la mitad de sus “medios de locomoción” como resultado de las “atenciones” de un cocodrilo. Allí estaba en su máquina, pedaleando vigorosamente con su único pie, transformado las ordinarias sábanas del hospital, de tal modo que el medio quedase en los bordes. Abrí la ventana en la esperanza de que la brisa hiciera algo para renovar el insoportable calor tropical.
Bwana, aquí hay cuatro sábanas en las que he puesto el costado por el medio—dijo Yohanna—, entonces han sido remendadas muchas veces y me parece que ahora no sirven más que para vendas.
—Magnífico, magnífico —dije—. Necesitamos vendas. Córtalas en tiras de cinco centímetros de ancho, y mandaré alguna de las muchachas de la escuela misionera para que las enrollen y las podamos usar como vendas en la clínica de ulcerosos.
Abrí la puerta del armario para verificar las existencias y había llegado hasta veinticuatro en la cuenta cuando oí un “hic”.
Me detuve, me di vuelta, pero sólo vi a Yohanna trabajando diligentemente en su máquina. Pensé que había oído mal, y puse la tercer docena de vendas en su lugar cuando un “hic” volvió a interrumpirme.
—Yohanna, ¿andas mal del estómago? —pregunté.
Con destreza Yohanna hizo girar la rueda con la polea de su máquina y me miró con aire de interrogación.
—Perdón, Bwana...
—Yohanna, ¿Andas...? —comencé.
— ¡Hic! —volvió a oír de nuevo de algún lugar muy cercano
— ¡Eso! ¿Lo has oído? —exclamé.
Como si fuera una respuesta, se oyó un nuevo “hic” desde afuera de la ventana. Yohanna disfrutaba del momento.
Yo yuli yunji mono yena zinhwikwi (Hay alguien con hipo).
Sonreí mientras el desagradable sonido volvía a pasar por la ventana.
—Quizá sea uno de los muchachitos que ha comido demasiado guiso, Yohanna.
Volví a mi cuenta de vendas. Pero encontré que me era difícil contar porque cada medio minuto, más o menos, se oía un persistente “hic”. La cosa llegó a un punto cuando, asomado a la ventana para satisfacer mi curiosidad, golpeé sin querer los vendajes cuidadosamente apilados, que se vinieron abajo como una catarata.
¡Kah! —exclamé disgustado.
— ¡Hic! —me contestaron de afuera.
Yohanna se reía a más no poder.
—Ve y fíjate quién es, Bwana. Yo recojo todo. Sentado en la sombra, había un hombre de mediana edad, que parecía como si su piel hubiera sido estirada sobre los huesos.
Mbukwa. (Buenos días) —dije.
Abrió la boca para saludarme, pero antes de que pudiera emitir una palabra, todas sus huesudas formas se sacudieron con un violento “hic”.
Yoh, Bwana, dijo por fin—, ¡mira cómo grita mi estómago! Yoh, hic, —se apretó las manos contra su flácido diafragma— mira, he estado quejándome día y noche por muchos días. Yo, hic...
Me miraba implorante. El espectáculo era gracioso pero procuré contener la risa. Llegó Daudi y le guiñe un ojo. Éste meneó la cabeza y no dijo nada.
—Cuéntame tu historia —le dije con energía al hombre— para que pueda ayudarte, para que pueda darte el remedio que haga callar la voz de tu estómago— y mirando a Daudi, agregué en inglés—. Dime, Daudi, ¿qué es lo que produce el hipo?
Bwana, no lo sé con seguridad, pero pienso que es el estómago.
—Por cierto que no: te has equivocado —le dije riendo—. Es un espasmo, una especie de retorcijón de los grandes músculos del diafragma con los que uno respira. Aparece algo que lo irrita. Puede ser el hígado, puede ser el estómago. Pronto descubriremos cuál es.
El hombre con hipo me miraba con curiosidad.
Bwana, estás diciendo palabras que no entiendo —dijo—. He venido buscando ayuda. ¡Qué deseos tengo de que mi interior se calle! Me resulta muy difícil dormir, porque aun cuando me quedo quieto y el sueño va viniendo despacito, de pronto... hic —abrió las manos dramáticamente—. Y ya ves lo que pasa, bwana. No tengo ganas de comer. Me duelen las piernas. ¡Yoh! Cómo me muerde el estómago y mi abdomen está lleno de serpientes inquietas, que se silban una a la otra y se pelean con violencia. Han ido pasando los días y las noches. No puedo descansar...hic...
—Ve al edificio de los pacientes externos —dijo Daudi— el bwana te examinará.
Lo mandé al laboratorio, donde Daudi coleccionó diversas muestras y se puso a trabajar con el microscopio. Cuando se echó sobre la camilla delante mío, le golpeé cuidadosamente las costillas y ausculté su corazón. Lo hacía con mucho cuidado, porque con seguridad su corazón estaría resentido. Estaba totalmente concentrado para descubrir alguno de esos débiles sonidos que fácilmente significan peligro cuando mis oídos fueron sacudidos por un “hic” del paciente. Pocas veces he oído un hipo tan fuerte. Mi paciente se divirtió grandemente por la expresión de susto de mi rostro. Se rió con todas sus ganas, aunque su diversión se interrumpía con el hipo. Cuando se reía, noté algo extraño. Justo debajo de las costillas tenía una inflamación que no era nada normal. Lo palpé con el mayor cuidado. Era imprecisa y sin forma. Cuando empujé la piel con la mano, lanzó gruñidos y quejas. Tenía todos los síntomas de una apendicitis, pero a la vez también todos los de una úlcera gástrica y no me podía decir cuál hasta que vino Daudi y me alcanzó un trozo de papel. En él había escrito con muy buena letra: “Hip-oh”. Me reí.
— ¡No, Daudi, no es “hip-oh”! Es “hipo”.
Yoh! ¿Por qué es un nombre tan raro?
La información que había logrado con el microscopio aclaraba todo el asunto. Nuestro paciente tenía disentería amebiana. Daudi estaba entusiasmado.
Bwana, se los puede ver nadando por todas partes.
Por supuesto tuve que ir a mirar. Cuando cruzaba la puerta, oí a mi paciente, lanzando un ruido que parecía un tiro de gracia. En el microscopio podía verse una buena muestra de criaturas que parecían gotas de petróleo. Se movían entusiasmante, esgrimiendo curiosas patas y recogiéndolas con la misma velocidad. Asentí y llamé a Sansón.
—Quiero un frasco de inyecciones de emetina. Emetina, Daudi —dije a modo de explicación— es la mejor medicina para matar a estos pequeños dudus. Se saca de una planta llamada ipecacuana.
Al oírlo, Daudi hizo girar sus ojos y dijo:
—Ip... ip... —y entonces con una sonrisa—: hic
—No, ipecacuana. Deletréalo.
—I-P-E-C...
Me reí esperando que no me pidiera lo mismo. Pronto nuestro paciente acomodado en la cama, Sansón llegó con su inyección, y se la puso. Esta fue seguida por dosis tras dosis de medicina. Pero sin resultado. El hombre hipaba, hipaba, hipaba. Su estado era cada vez peor. Por eso me decidí por un tratamiento enérgico.
­­—Amigo mío, tienes algo serio dentro tuyo —le dije—. Allí hay algo escondido que, si no lo sacamos, te producirá una vida desdichada.
El pobre individuo sacudió la cabeza.
—Realmente bwana, me va a matar, va hacerme morir. Bwana, sácamelo. Sólo tú, sólo tú puedes hacerlo.
Miró amargamente al paciente de la cama contigua.
Bwana, él me ha estado dando remedios durante muchos meses. “Él” es el muganga (hechicero). Él y mis parientes han fracasado —me tomó por el brazo—. Bwana sólo tú me puedes ayudar.
Murmuré algunas instrucciones a Daudi y pronto volvió con un complejo frasco con un tapón del que salían tubos de goma. Todo el mundo en la sala estaba interesado, pero un susurro de desaprobación se hizo oír apenas colocamos un biombo alrededor de la cama. Cuando estaba conectando los diversos tubos, tuve conciencia del ojo de Mbuli espiando por una rajadura y de su susurro explicando al resto de la sala lo que yo estaba haciendo.
—Está bombeando en un frasco —dijo en voz baja.
Abrí una llave y se oyó el silbido del aire al pasar.
— ¿Qué está haciendo? —dijo una voz grave.
—Está moviendo todo de aquí para allá —susurró Mbuli. Luego se hizo el silencio, interrumpido por un alarido.
— ¡Yoooh! Ha metido una aguja dentro; se ha...
Daudi se puso en acción y movió el biombo. El “informante” se detuvo de repente y oímos los pasos de pies desnudos que se alejaban.
Mi paciente estaba agarrado a los costados de la cama y hacía sus “hics” espasmódicos. Hubo un tirón en el tubo de goma y un chorro de fluido corrió al frasco. El hechicero de la otra cama se sentó con la boca abierta y los ojos despavoridos.
¡Yoh! —masculló.
Jiiih —dijo Daudi—, ¿un absceso? ¡En el hígado!
Miré ansiosamente a mi enfermo; pero él se mostraba radiante.
Yoh, Bwana, algo pasa. Jiii, eso ha hecho callar a mi estómago. Puedo sentir que las serpientes han dejado de pelear.
—Mi amigo, —le expliqué—, hemos quitado de tu cuerpo lo que lo irritaba.
—De veras, Bwana, sí que lo has hecho.
— ¿Querías que el bwana te lo hiciera? —preguntó Daudi.
¡Yoh! —dijo el paciente—. ¡Claro que sí!
—Sí, así me sentía yo cuando pedí a Jesús que me sacara el pecado de la vida —dijo Daudi— y mira, cuando él lo hizo me sentí como tú: aliviado. Pero eso fue sólo el comienzo. Él me ha hecho más fuerte y me ha ayudado de la misma manera que el bwana te ayudará a ti a ponerte fuerte.
¡Yoh! —dijo el enfermo.
Pensé que era un momento poco propicio para predicar, pero Daudi conocía las reacciones africanas mucho mejor que yo.
Una semana después, ya le habíamos dado seis inyecciones. Mi paciente estaba sentado en la cama, comiendo todo lo que se le ponía al alcance.
¡Yoh! Necesito dos cosas, Bwana —me dijo—: alimento para mi alma y alimento para mi cuerpo.
Tomó otra porción del guisado y con la boca casi llena, dijo:
Bwana, Santiago nos cuenta de Jesús todos los días. Nos explica con imagenes y ahora me está enseñando a leer para que yo pueda saber más de Dios. ¿Sabes? Desde ahora voy a servirle. Hace una semana, estaba casi muerto y ahora estoy vivo y feliz.
—Hic —hizo Daudi, detrás de él.
Mi enfermo hizo una mueca.
Yoh. Bwana, se burlan de mí, pero, mira, yo estoy contento porque son mis amigos y me han enseñado la palabra de Dios.
Sentí que me tocaban el brazo.
Bwana, he recibido noticias de que mi abuelo vendrá a buscar ventanas nuevas para sus ojos —oí decir a Mbuli, con una mirada contenta.
Levanté las cejas.
—Quiere decir anteojos, Bwana —dijo Daudi, sonriente.
Moví la cabeza, indicando que había entendido.
Bwana, ¿yo puedo...? —preguntó Mbuli.
—Sí viejito, puedes si...
— ¿Si qué, Bwana?
—Si no ocurre nada anormal, Mbuli.