2. Las Consolaciones Del Piadoso En El Día De Ruina

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(2 Timoteo 1)
El Espíritu de Dios está a punto de presentarnos la ruina de la Casa de Dios y el fracaso creciente de la profesión cristiana a través de todo el transcurso de la dispensación con su culminación del mal en los días postreros. Semejante terrible retrato del colapso de la Cristiandad bien puede espantar al corazón más resuelto. Por consiguiente, antes de describir la ruina, el Apóstol busca establecer nuestras almas y fortalecer nuestra confianza en Dios antes de presentarnos nuestros recursos de ayuda en Dios. Por lo tanto, en este primer capítulo, pasan allí ante nosotros, la vida que es en Cristo Jesús (versículo 1); las cosas que Dios nos ha dado (versículos 6-7); el testimonio de nuestro Señor (versículo 8); la salvación y el llamamiento de Dios (versículos 9-10); el día de gloria, mencionado como “aquel día” (versículos 12, 18); y las sanas palabras de verdad que ningún error pueden afectar (versículo 13).
(V. 1). Pablo comienza la Epístola presentando sus credenciales. Él escribe con toda autoridad como “apóstol de Jesucristo.” Es bueno para nosotros, entonces, leer la Epístola como trayéndonos un mensaje de Jesucristo por medio de Su enviado. El apostolado de Pablo no es por ordenación o voluntad de hombre, sino “por la voluntad de Dios.” Además, Pablo fue enviado por Jesucristo para servir en este mundo de muerte teniendo en cuenta el cumplimiento de la promesa de la vida, la vida que es contemplada en toda su plenitud en Cristo Jesús en gloria. Como sucede a menudo con el Apóstol Pablo, “la vida” es contemplada en su plenitud en gloria, y, en este sentido, puede ser mencionada como una promesa. Ninguna ruina de la Iglesia puede tocar esta vida que es en Cristo Jesús y que pertenece a todo creyente.
(Vv. 2-5). El Apóstol puede dirigirse a Timoteo como su “amado hijo.” Qué consuelo es que en un día de ruina existan aquellos a quienes podemos expresar nuestro afecto sin reservas, y ante quienes, con toda confianza, podemos desahogar nuestros corazones. Dos características principales en Timoteo motivaron el amor y la confianza de Pablo. Primero, él se acordaba de sus lágrimas; en segundo lugar, él recordaba su fe no fingida. Las lágrimas de Timoteo demostraban que él era un hombre de una profundidad y de un afecto espiritual que sentía la condición baja y quebrantada de la profesión cristiana: su fe no fingida demostraba que él podía elevarse por sobre todo el mal en obediencia a, y con confianza en, Dios.
De hecho Timoteo puede haber sido de una naturaleza tímida y en peligro de haberse angustiado por el mal que estaba entrando en la Iglesia; como él se caracterizaba por lágrimas y fe, el Apóstol fue estimulado a enseñarle y exhortarle sabiendo que él tenía las cualidades que le capacitarían para responder a esta instancia. Y no es de otra forma hoy en día. Las enseñanzas de esta conmovedora Epístola encontrarán poca respuesta a menos que haya lágrimas que hablen de un corazón tierno que puede lamentarse sobre las desdichas del pueblo de Dios, y la fe que puede tomar el camino de separación de Dios en medio de la ruina.
Pablo se complacía en recordar en sus oraciones a este hombre de lágrimas y fe. Que alegría para todo santo que tenga el corazón quebrantado por la condición del pueblo de Dios, saber que hay santos consagrados y fieles que le recuerdan en oración. La fidelidad en un día de deserción une a los corazones en los lazos de amor divino.
(V. 6). “Por causa de lo cual, te amonesto que avives el don de Dios que hay en ti, por medio de la imposición de mis manos” (Versión Moderna). Habiendo expresado su amor para con Timoteo y su confianza en él, Pablo pasa a la exhortación, al estímulo y a la enseñanza. Primero, le exhorta a avivar “el don de Dios” que le había sido impartido para el servicio del Señor. En su caso este había sido dado a través del Apóstol. En presencia de dificultades, peligros e infidelidad general, cuando pareciera haber pocos resultados del ministerio, existe el peligro de pensar que es casi inútil ejercitar el don. Por lo tanto, necesitamos la advertencia contra dejar caer el don en desuso. Debemos avivarlo; y, en un día de ruina, debemos ser más insistentes en su uso. Poco tiempo después el Apóstol puede decir, “que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo” (2 Timoteo 4:2).
(V. 7). Habiendo hablado de dones que son especiales para el individuo, el Apóstol pasa a recordarle a Timoteo el don que es común a todos los creyentes. Dios da a algunos un don especial para el ministerio de la palabra, Él da a todo Su pueblo el espíritu de poder, y de amor, y de dominio propio. Difícilmente podría parecer que la referencia es al Espíritu Santo, aunque el don del Espíritu se implica. Es más bien el estado y el espíritu del creyente que es el resultado de la obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, participa del carácter del Espíritu, como el Señor dijo, “lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Timoteo puede haber sido tímido por naturaleza, y retraído en cuanto a la disposición, pero el Espíritu Santo no produce espíritu de cobardía, sino de poder y de amor y de dominio propio. En el hombre natural nosotros podemos hallar poder sin amor, o amor degenerándose en un mero sentimiento. Con el cristiano, bajo el control del Espíritu, el poder se combina con el amor, y el amor es expresado con dominio propio.
Así, no obstante lo difícil del momento, el creyente está bien equipado con poder para hacer la voluntad de Dios, para expresar el amor de Dios, y para ejercitar un juicio sobrio en medio de la ruina.
(V. 8). Habiéndonos recordado el espíritu de santo denuedo que nos ha sido dado, el Apóstol puede decir de inmediato, “No te avergüences pues del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, preso suyo” (Versión Moderna). El testimonio de nuestro Señor es el testimonio de la gloria de Cristo establecido como Hombre en poder supremo después de haber triunfado sobre todo el poder de Satanás. Pedro no se avergonzó del testimonio de nuestro Señor, pues él testificó con denuedo, diciendo, “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Como alguien ha dicho, ‘Después que el diablo hubo conducido al hombre a llevar a cabo todo lo que pudo hacer contra Cristo, he aquí que, después de todo, Jesús es coronado con gloria y honra. Ahora bien, ¡con toda seguridad eso es victoria!’
De modo que, en este día, cuando la ruina ha entrado entre el pueblo de Dios, cuando el triunfo de Satanás es tal que Pablo está encarcelado, los santos le han abandonado y el mal está aumentando, el Apóstol, aunque esté sintiendo profundamente todo esto, es sostenido a través de todo y elevado por sobre todo ello por la comprensión de que el Señor Jesús está en el lugar supremo de poder sobre toda influencia de Satanás. El Señor en gloria es su recurso. Por consiguiente él dice, “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” y, “El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial” (2 Timoteo 4:17-18).
Nosotros hablamos mucho, y debidamente, de Cristo en Su senda terrenal, de Cristo en la cruz, y de Cristo regresando, pero cuán raramente hablamos de Cristo donde Él está actualmente en la gloria de Dios, y con todo, este es el testimonio del Señor — el gran testimonio que se necesita para el momento, el testimonio del cual se nos advierte que no nos avergoncemos.
No obstante la magnitud de la ruina, no obstante el fracaso entre el pueblo de Dios, cualesquiera sean las dificultades que debemos enfrentar, no obstante el abandono de los santos (2 Timoteo 1:15), la voluntad propia de aquellos que se oponen (2 Timoteo 2:25-26), o la maldad de los que puedan procurar causarnos mal (2 Timoteo 4:14), nuestro recurso infalible es que nos encontramos en el Señor Jesús a la diestra de Dios. Mirándole a Él encontraremos, como el Apóstol, que seremos elevados por sobre todos los fracasos, ya sea en nosotros o en los demás. ¡Lamentablemente! en nuestras dificultades podemos empeorar las cosas procurando corregirlas en nuestra propia fuerza; mientras que si nos volviésemos al Señor hallaríamos, como Pablo, que el Señor está con nosotros para fortalecernos y para librarnos de toda obra mala.
Cuán necesario es, entonces, que rindamos un testimonio claro a la presente posición del Señor en el lugar de supremacía y poder como un Hombre en la gloria, en quien está todo recurso para sostenernos en los días más oscuros.
Además, cuidémonos de avergonzarnos de aquellos que, en un día de alejamiento, buscan con denuedo dar al Señor Su lugar; y estemos preparados para soportar el mal, si es necesario, en el mantenimiento del evangelio, conociendo que podemos contar con el poder de Dios para sostenernos.
(Vv. 9-10). Habiéndonos advertido de que no nos avergoncemos del testimonio del Señor, ni de uno que testifica de Su lugar supremo como Señor y sufre oprobio a causa de su testimonio, y habiéndonos estimulado a participar de las aflicciones del evangelio, el Apóstol procede a recordarnos la grandeza de ese evangelio, que es poder de Dios para los que se salvan y para los llamados (1 Corintios 1:18, 24). La comprensión de la gloria del Señor y la grandeza del evangelio nos guardará de avergonzarnos del testimonio y nos prepara para soportar aflicciones con el evangelio.
Queda claro a partir de estos versículos que los dos grandes temas del evangelio son la salvación y el llamamiento. Por una parte el evangelio proclama la manera de ser salvo; por otra parte nos presenta el propósito de Dios para el cual somos salvados. Nosotros somos propensos a limitar el evangelio al importante asunto de nuestra salvación; pero haciendo esto perdemos la bendición mucho más profunda conectada con el propósito eterno de Dios, y de esta manera nos privamos de entrar en el llamamiento celestial. Es claro que el primer gran objetivo del evangelio es nuestra salvación, y Dios no iba a dejar al creyente en incertidumbre en cuanto a esta salvación, como leemos en esta Escritura, Él “nos salvó.” El efecto bendito de la muerte y resurrección del Señor Jesucristo es situar al creyente fuera del juicio que se merece a causa de sus pecados, y librarle de la maldición de este mundo. Por lo cual leemos que Él “se dio a Sí Mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo” (Gálatas 1:4). Aunque por ahora estamos, de hecho, en el mundo, nosotros no somos, al estar libres de su poder e influencia, moralmente de él.
Esta es la primera parte del evangelio, y con esta parte la mayoría del pueblo de Dios procuraría estar satisfecha. No obstante, el evangelio proclama bendiciones mucho mayores, pues nos habla del llamamiento de Dios. No sólo Dios nos ha salvado, sino que leemos que Él nos “llamó con llamamiento santo.” En este pasaje el llamamiento es mencionado como un “llamamiento santo”; también se habla de él como de un “llamamiento celestial” (Hebreos 3:1), y de un “supremo llamamiento” (Filipenses 3:14). La salvación nos libra de nuestros pecados y del mundo condenado a juicio: el llamamiento nos une con el cielo y con todas esas bendiciones espirituales que Dios ha determinado para nosotros en los lugares celestiales en Cristo. Por lo tanto, las bendiciones del llamamiento de Dios son “no conforme a nuestras obras,” ni a nuestros pensamientos, ni a nuestros méritos, sino “según el propósito suyo y la gracia.”
No se trata solamente de que todas nuestras deudas han sido pagadas, y que hemos sido librados de la influencia y el poder de la escena en la cual incurrimos en las deudas, sino que aprendemos para nuestra admiración que, conforme al propósito de Dios, hay cosas preparadas para los que le aman que “ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre” (1 Corintios 2:9). En el llamamiento de Dios se nos revela el secreto de Su corazón mientras Él despliega ante nosotros una vasta perspectiva de bendiciones celestiales, y nos asegura que toda esta bendición fue determinada para nosotros en Cristo antes de la fundación del mundo. Aprendemos así que mucho antes de que nosotros hubiésemos pecado, o incurrido en una sola responsabilidad, Dios tenía un propósito establecido para nuestra eterna bendición. Ningún mal que nosotros hayamos hecho, ningún fracaso en responsabilidad en la Iglesia, pueden alterar el propósito de Dios, del mismo modo que ningún bien que podamos hacer puede conseguirlo.
Este propósito eterno ahora ha sido manifestado por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio. Cristo al morir ha enfrentado, para el creyente, el juicio de muerte que permanecía sobre nosotros, y nos abrió una nueva escena de vida e incorrupción. La muerte ya no puede evitar que el creyente entre en esta escena de vida y bendición conforme al propósito de Dios. No se trata solamente de que el alma pase de muerte a vida, sino que el cuerpo se vestirá de incorrupción. De este modo, por medio del evangelio, es traída a la luz una esfera de vida e incorruptibilidad que nunca más podrá ser estropeada por la muerte o la corrupción. En el poder del Espíritu se puede disfrutar de esta nueva escena incluso ahora.
(V. 11). Además, se nos ha dado a conocer este evangelio en toda su plenitud por medio de un instrumento especialmente designado — uno que viene a nosotros como Apóstol de Jesucristo a los Gentiles. Viene, por lo tanto, con la autoridad adecuada a través de un Apóstol que habla por revelación e inspiración.
(V.12). Al mismo tiempo, fue a causa de su fiel testimonio que Pablo tuvo que sufrir. No fue ninguna maldad lo que le llevó al sufrimiento y al oprobio. Su celo como heraldo, su consagración como Apóstol enviado por Cristo, su fidelidad a la Iglesia como maestro, le permitió decir, “por causa de lo cual también padezco estas cosas” (V. 12 — Versión Moderna). La prisión fue sólo una de “estas cosas” que este siervo fiel tuvo que padecer. Hubo otros sufrimientos sentidos de forma más penetrante por su sensible corazón, pues “estas cosas” incluyeron el abandono de aquellos que él amaba que estaban en Asia y entre quienes había trabajado por tanto tiempo. Además, también, él padeció por la oposición de profesantes que, como Alejandro, le causaron muchos males al Apóstol (2 Timoteo 4:14). No obstante, viendo que estaba sufriendo por su fidelidad como siervo de Jesucristo, él puede decir, “no me avergüenzo.” Además, no solamente no se avergonzaba, sino que él no fue derribado, tampoco ninguna palabra de enojo resentido escapó de sus labios a causa de la injusticia del mundo, y el abandono, ingratitud, e incluso oposición de parte de muchos cristianos. Él es elevado por sobre toda depresión, todo resentimiento y todo rencor, ya que está persuadido de que Cristo puede guardar su depósito hasta aquel día. Cuando a Cristo “le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con justicia (1 Pedro 2:23 — LBLA). En el espíritu de su Maestro, Pablo, en presencia del padecimiento, del abandono y los insultos, encomienda todo en manos de Cristo. Su honra, su reputación, su carácter, su defensa, su felicidad, todas estas cosas son encomendadas a Cristo sabiendo que, aunque los santos puedan abandonarle, e incluso oponérsele, con todo, Cristo nunca le faltará. Él está persuadido de que Cristo puede cuidar sus intereses, defender su honra y corregir todo mal en “aquel día.”
En la luz de “aquel día” Pablo puede pasar triunfalmente a través del “día de hoy” con todo sus insultos, burla y vergüenza. Podemos preguntarnos porqué se permitió que el consagrado Apóstol fuera abandonado y recibiera oposición incluso de parte de los santos; pero nosotros no nos preguntaremos en “aquel día” cuando todo lo malo será corregido, y cuando se hallará que toda la vergüenza y el padecimiento y el oprobio resultarán en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo. Los fieles en el día de hoy pueden realmente ser una minoría pequeña e insignificante, como el Apóstol Pablo y los pocos que estaban asociados con él al final de su vida; no obstante, en “aquel día” se hallará que fue mucho mejor haber estado con los pocos despreciados que con la mayoría infiel.
La vanidad de la carne gusta de ser popular y darse importancia a sí misma, y hacerse prominente ante el mundo y los santos, pero en vista de aquel día, es mejor tomar un lugar humilde no atrayendo la atención sobre uno mismo, que tomar un lugar público y hacerse notar, pues allí se hallará que los primeros serán postreros; y los postreros, primeros.
De hecho, nosotros podemos padecer a causa de nuestro propio fracaso, y esto debería humillarnos. Sin embargo, con el ejemplo del Apóstol ante nosotros, hacemos bien en recordar que si hubiéramos andado en fidelidad absoluta, nosotros habríamos padecido aún más, pues siempre permanece como una verdad que “todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12 — Versión Moderna). Si somos fieles a la luz que Dios nos ha dado, y procuramos andar en separación de todo aquello que es una negación de la verdad, nosotros hallaremos, en nuestra pequeña medida, que tendremos que enfrentar persecución y oposición, y, en sus formas más dolorosas, de nuestros compañeros cristianos. Y que bueno es para nosotros, cuando viene la prueba, si podemos, como Pablo, encomendar todo al Señor, y esperar su vindicación en aquel día. Demasiado a menudo nosotros somos iracundos e impacientes en la presencia de males, y procuramos corregirlos en el “día de hoy,” en lugar de esperar “aquel día.” Si, en la fe de nuestras almas, la gloria de aquel día resplandece ante nosotros, en lugar de ser tentados a rebelarnos ante los insultos y males que puedan ser permitidos, nosotros nos gozaremos y alegraremos porque, dice el Señor, “vuestro galardón es grande en los cielos” (Mateo 5:12).
(Vv. 13-14). Contemplando, entonces, que este gran evangelio, con su salvación y su llamamiento, llega a Timoteo a través de una fuente inspirada, él es exhortado a retener “el modelo de las sanas palabras” (1:13 — RVR77) que había oído del Apóstol. Las verdades comunicadas a Timoteo en “sanas palabras” tenían que ser sostenidas por él en una forma ordenada, o en un modelo, de modo que el pudiese declarar clara y ciertamente lo que él sostenía. Teniendo este modelo, las verdades transmitidas por las “sanas palabras” serían contempladas en relación correcta las unas con las otras. Para nosotros este modelo (o forma) se encuentra en la Palabra escrita, y muy especialmente en las Epístolas de Pablo. Así, en la Epístola a los Romanos, hay una presentación ordenada de las verdades concernientes a nuestra salvación, mientras sus otras Epístolas entregan un modelo respecto a la iglesia, la venida del Señor y otras verdades. En la Cristiandad este modelo se ha perdido en gran parte mediante el uso de textos aislados aparte de su contexto. Este modelo (o forma), presentado en la Escritura, debe ser guardado celosamente. Hombres sinceros pueden intentar formular su creencia en confesiones religiosas, artículos de religión, y credos teológicos: sin embargo, tales expedientes humanos, cualquiera sea el uso que puedan tener en su lugar, resultan siempre ser insuficientes para alcanzar la verdad y no pueden tomar el lugar del modelo inspirado presentado en la Escritura.
Por otra parte, este modelo de sanas palabras recibidas del Apóstol, debe ser sostenido, no como un mero credo al cual podemos otorgar nuestro asentimiento, sino en fe y amor en Cristo Jesús, la Persona viviente de quien la verdad habla. No es suficiente tener un modelo (o forma) de sanas palabras. Si la verdad ha de ser efectiva en nuestras vidas, ella deber ser sostenida “en la fe y amor que es en Cristo Jesús.” La verdad que cuando es presentada por primera vez al alma es recibida con gozo, perderá su frescura a menos que sea mantenida en comunión con el Señor. Además, si la verdad debe ser sostenida en comunión con Cristo, solamente puede ser en el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, toda la extensión de la verdad contenida en el modelo (o forma) de las sanas palabras que había sido dado a Timoteo, debía ser guardada por el Espíritu Santo que mora en nosotros.
(V. 15). La inmensa importancia de mantener el modelo de la verdad en comunión con Cristo, mediante el poder del Espíritu, es enfatizada por el hecho solemne de que aquel por medio del cual la verdad había sido revelada fue abandonado por el cuerpo principal de santos en Asia. Los mismos santos a quienes habían sido revelados el llamamiento celestial y toda la extensión de la verdad cristiana, se habían apartado de Pablo. No se trata de que estos santos se habían apartado de Cristo, o que habían renunciado al evangelio de su salvación; pero la verdad del llamamiento celestial revelada por el Apóstol no había sido sostenida en comunión con Cristo, y en el poder del Espíritu. Por lo tanto, ellos no estaban preparados para estar asociados con él en el lugar exterior de rechazamiento en este mundo que la verdad plena del cristianismo implica.
Es evidente, entonces, que nosotros no podemos confiar en los santos más iluminados para el mantenimiento de la verdad. Es solamente del modo que Cristo ordena los afectos en el poder del Espíritu que nosotros guardaremos el buen depósito que nos ha sido encomendado.
(Vv. 16-18). La referencia a Onesíforo y su casa es muy conmovedora. Demuestra que la indiferencia y el abandono de la mayoría no condujeron al Apóstol a pasar por alto el amor y la amabilidad de un individuo y su familia. De hecho, el abandono de la mayoría hizo que el afecto de los pocos fuese mucho más precioso. Cuando la gran mayoría afligía el corazón de Pablo, había por lo menos uno de quien él podía decir, “muchas veces me confortó.” Los demás podían avergonzarse de él, pero de este hermano él podía decir que “no se avergonzó de mis cadenas.” Cuando los demás le abandonaron aún había uno de quien él puede escribir, “me buscó solícitamente y me halló.” Cuando los demás no se ocupaban de él, Pablo puede reconocer con placer a este hermano que “tantos servicios” le prestó “en Éfeso” (V. 18 — Versión Moderna).
Cuán gratificante debe haber sido para el corazón del Apóstol, en el día de su abandono, comprender la compasión y las consolaciones de Cristo hallando su expresión a través de este hermano consagrado. Si Pablo no olvida esta expresión de amor en el día de su abandono, el Señor no la olvidará en “aquel día” — el día de la gloria venidera.