La epístola a los Filipenses es la epístola de la experiencia cristiana, porque en ella es presentada de una manera muy impactante la experiencia de un creyente que vive la vida cristiana en el poder del Espíritu Santo.
Aunque escrita por el apóstol Pablo, él no nos habla de su apostolado, ni se dirige a la asamblea de los Filipenses como un apóstol, sino como un siervo de Cristo Jesús. No habla de los dones y facultades que pertenecen solamente a un apóstol, sino más bien antes de las experiencias que son posibles para cada cristiano. Así pues, según leemos la epístola, cada uno puede decir, “Esta es la experiencia que yo puedo disfrutar si vivo la vida cristiana en el poder del Espíritu Santo.”
Además, las benditas experiencias presentadas ante nosotros son totalmente independientes de las circunstancias, sean las mismas brillantes o tristes. Cuando el apóstol escribió la epístola, sus circunstancias eran tristes y dolorosas. Él estaba preso desde hacía cuatro años. Era conocedor que dentro del círculo cristiano había quienes estaban tomando el servicio del Señor, y predicando a Cristo, unos por envidia, y otros por contienda, suponiendo con ello añadir peso a sus aflicciones (cap. 1:15-16); afuera del círculo cristiano había adversarios que maquinaban contra su vida (cap. 1:28). Tal era el estado de la profesión cristiana, que Pablo tuvo que decir: “Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (cap. 2:21); y el estado de algunos era tan bajo que, en vez de ser un testimonio de Cristo y Su obra, vinieron a ser “enemigos de la cruz de Cristo” (cap. 3:18).
Tales eran las circunstancias: Pablo preso; dentro del círculo cristiano, envidias, contiendas, disputas; afuera del círculo cristiano, adversarios, perros, y obradores de maldad.
Con todo, en medio de estas calamitosas circunstancias, el apóstol disfruta de la más bendita experiencia cristiana.
Pablo tiene un profundo y continuo “gozo” en el Señor, y en todas aquellas cosas que son del Señor en los santos (cap. 3:1,4; 4:10).
Su “confianza” es inamovible en el Señor. Él se gloría en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne (cap. 1:6; 3:3; 4:13).
Él mismo es guardado en la “paz” que sobrepasa a todo entendimiento (cap. 4:7).
Su “amor” emana de los santos, y el apóstol aprecia el amor de los santos para con él (cap. 1:8; 4:1; 1:17).
Su “esperanza” es inquebrantable ya que él espera la venida del Señor Jesús de los cielos (cap. 3:20).
Su “fe” confía en el Señor, en cualquiera puedan ser las circunstancias en las que se encuentre (cap. 4:12-13).
¿Cuál pues es el secreto de tan benditas experiencias en medio de tales conflictivas circunstancias? En una palabra es “Cristo.” Todas las experiencias que se nos presentan en la epístola son el resultado de un creyente teniendo a Cristo delante de su alma.
El apóstol puede ver claramente que Cristo está en la presencia de Dios para representar a los creyentes; y que los creyentes son puestos en este mundo, por un tiempo, para representar a Cristo aquí abajo. El apóstol ve que Cristo es nuestra justicia delante de Dios y el premio al fin de la jornada; y él tiene solamente a Cristo delante de sí en cada paso de su camino. Para él, Cristo era el todo, fuese “por vida o por muerte.” Teniendo a Cristo delante de sí, él disfrutaba de todas las benditas experiencias de las cuales nos habla en su epístola, con el deseo que nosotros podamos disfrutar también las experiencias que Pablo expone, de poner a Cristo delante de nosotros.
“Cristo” nuestra vida (cap. 1:20-21).
“Cristo” nuestro modelo (cap. 2:5).
“Cristo” en gloria, nuestro objeto (cap. 3:13-14).
“Cristo” nuestra esperanza (cap. 3:20-21).
“Cristo” nuestra fortaleza (cap. 4:13).
Cristo Nuestra Vida (Cap. 1:20-21)
Con toda verdad, Pablo podía decir: “Para mí el vivir es Cristo.” Cristo era el todo en su vida. Si él vivía era por Cristo y para Cristo. Y si la muerte fuese su porción, él quería morir por Cristo. Sobre un tal cristiano no tenían poder los fuertes adversarios, Satanás ningún punto de ataque, ni la muerte ningún terror. La malicia de los envidiosos humanos no podía herirle, y el bajo andar de aquellos que estaban ocupados con las cosas terrenales, solamente podía hacerle derramar lágrimas. Su yo desapareció como motivo; los insultos y deserciones, no le producían amarguras ni rencores; las circunstancias, aunque duras, no producían ninguna queja. Su único objeto no era defenderse o exaltarse a sí mismo, o desacreditar y empequeñecer a otros, sino que en todas las circunstancias, fuese en vida, fuese en muerte, magnificar a Cristo.
Cristo Nuestro Modelo (Cap. 2:3-5)
En el segundo capítulo de la epístola, Cristo es visto, no como ascendiendo a la gloria, sino como descendiendo a la cruz; y vemos la humilde disposición que Le caracterizó en cada paso que Le condujo a la cruz. Así Cristo, en toda la humilde gracia de Su senda desde la gloria a la cruz, nos es presentado como nuestro perfecto modelo para producir en nosotros una vida de humilde gracia.
La carne en nosotros es engreída; y el esfuerzo del yo para exaltarse, conduce al querer empequeñecer a otros. Esta vanidad conduce siempre a la contienda. Así leemos cerca de los discípulos: “Hubo también ... una disputa sobre quien de ellos sería el mayor” (Luc. 22:24). Y muy a menudo, desde aquel día, la raíz de todas las disputas entre el pueblo de Dios ha sido que alguien ha querido ser el más grande entre los demás. Pero el apóstol dice: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (v. 3). Debemos pensar en ocasiones en esta dificultad, pues como uno ha dicho: “Es fácil que veamos gran vanidad u orgullo en otros, y que uno está andando realmente mejor que esta o aquella persona”; pero si andamos cerca de Cristo, aunque andemos comparativamente bien, sentiremos en Su presencia nuestra propia inutilidad, y veremos a nuestro hermano en Cristo, y todo lo que es de Cristo en él, antes que ver sus faltas. De esta manera no nos será difícil a cada uno, estimar a los demás superiores a nosotros.
También el apóstol desea que seamos todos de un mismo parecer (v. 2); y desea que nuestro parecer sea en humildad (v. 3); y la disposición humilde ha sido manifestada perfectamente por Cristo (v. 5). La disposición de Cristo nos libertará de todo sentimiento de nuestra propia importancia de la carne, y nos conducirá a cada uno a estimarnos como siendo el último de todos.
Necesitamos la “mente” de Cristo si queremos exhibir la humilde gracia de Cristo. Es posible aparentar unas maneras humildes y usar palabras amables delante de los hombres; pero si queremos que la gracia de Cristo sea vista en nosotros, necesitaremos la humilde disposición que tuvo Cristo. Por eso el apóstol pone su mirada en Cristo. Los hermanos devotos pueden ayudarnos con sus vidas, su ministerio, y sus recursos; pero solamente Cristo puede ser el modelo perfecto para el caminar del cristiano.
En toda Su senda perfecta, Cristo fue el exacto contraste de todo lo que la carne es. Él se despojó de toda Su gloria; la carne en nosotros desearía cubrirle con gloria en sí mismo, si no en el mundo, en los círculos religiosos. Mas Él tomó la forma de un siervo; pero a la carne en nosotros le gusta ser servida. Él se humilló a Sí mismo; pero a la carne en nosotros le gusta exaltarse a sí misma. Él fue obediente a la voluntad de otro. A nosotros nos gusta hacer nuestra propia voluntad.
En Cristo vemos el perfecto amor que se hace nada a Sí mismo con las miras de servir a otros. El amor se deleita en servir; al yo le gusta ser servido, y piensa que es exaltado cuando otros esperan algo de él. Andando en el espíritu de Cristo, desaparece la vanagloria, y la humilde gracia de Cristo será manifestada.
Adquiere un corazón humilde,
Y habiéndolo adquirido, ¡vigila!;
No sea que te ensanches de orgullo
Por ser humilde; ¡ten cuidado!
Cristo Nuestro Objeto (Cap. 3:13-14)
Si el segundo capítulo nos ha presentado a Cristo en Su senda humilde, como el modelo para nuestro caminar, el tercer capítulo nos presenta a Cristo en gloria, como a Aquel hacia el cual proseguimos adelante en nuestro camino. Dios pone delante de nosotros a Cristo en gloria como el perfecto Objeto de nuestras almas, y nos dice que somos llamados a lo alto para estar con Él y como Él. Con este futuro brillante delante de nosotros, podemos olvidarnos de las cosas que quedan atrás y pasar por encima los pesares y aflicciones del presente y proseguir nuestro andar a las cosas que están delante.
En la luz de la gloria eterna que nos es puesta ante nosotros, las cosas presentes pierden su valor, y las penas y aflicciones que aparecen en el camino son vistas solamente como pasajeras. Comparadas con las cosas venideras, las cosas que son ganancia para la carne, son contadas por el apóstol, no solamente sin valor alguno, mas como basura. Habiendo visto su inutilidad, Pablo no solamente las deja tras de sí, sino que las olvida. Es como si él dijera, “No vale la pena hablar de ellas, ni de condenarlas: yo me olvido de ellas” (v. 13).
Cristo ha asido de Pablo con el expreso propósito de tener al apóstol como Él y con Él en la gloria, y Pablo dice, “Lo que yo deseo es asirme a Cristo en gloria—al premio que me espera al fin de la jornada.”
Es una gran bendición para todos los creyentes, jóvenes y ancianos, conocer que, si no nos hemos todavía asido a Cristo en la gloria, Cristo nos ha asido fuertemente a nosotros, y sabemos que Aquel que ha empezado la buena obra en nosotros, la cumplirá hasta el fin. No importa cuán áspera sea la senda, cuantas puedan ser las pruebas, cuán profundas las aflicciones, cuán poderoso el enemigo, Cristo no nos soltará. Él tiene “el poder con el cual puede también sujetar a Sí mismo todas las cosas,” para así, tenernos al final semejantes a Él y con Él en gloria.
¡Cuál Tu Hijo!, ¿es cierto que yo lo he de ser?
¿Por mí esta gracia obtuvo al padecer?
“Padre de gloria,” ¡excelso es Tu pensar,
Que hemos—con Él—Su imagen de llevar!
Cristo Nuestra Esperanza (Cap. 3:20-21)
El apóstol mira hacia arriba al cielo y ve a Cristo en la gloria, y realiza que los creyentes van a ser transformados a la imagen del Hijo de Dios en gloria. Es posible andar como Él anduvo, y en este sentido ser moralmente igual a Cristo ya ahora, pero para ser transformados a Su imagen, debemos esperar a la gloria venidera. Estamos todavía en estos cuerpos de humillación, sujetos a la enfermedad, las necesidades, y expuestos a muchos peligros y muerte.
¿Cómo, pues, vamos a ser liberados de estos cuerpos de nuestra humillación? Miramos a Cristo en el cielo, y sabemos que vamos a ser como Él es: nuestra ciudadanía—el hogar de nuestros afectos—está en los cielos, y hacia el cielo miramos para el cambio de nuestros cuerpos. “De donde también,” escribe el apóstol: “esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria Suya” (vv. 20-21). Una vez Él vino como Salvador para librarnos de nuestros pecados y el consiguiente juicio, por medio de Su muerte en la cruz. Él vendrá una segunda vez como Salvador, para librarnos de nuestros cuerpos de humillación.
Una cosa falta para efectuar este gran cambio—la venida de Cristo. Cristo es nuestra esperanza, y a Su venida a la cual hemos estado esperando como cosa futura en esperanza, será cumplida en gloria. En el abrir y cerrar de un ojo, seremos cambiados, semejantes a Cristo, y con Cristo.
Un momento estar aquí, y al otro contigo en gloria,
¡Oh, Señor, que gloriosa perspectiva es esta!
Transformados en un momento, libertados de esta carne,
Tomados todos juntos arriba para estar contigo.
Cristo Nuestra Fortaleza (Cap. 4:12-13)
Cuán bendito es “mirar hacia atrás” y ver la gracia de Cristo en Su vida humilde. Y es bendito también “mirar hacia arriba” y ver a Cristo en la gloria, como objeto glorioso ante nuestras almas. Y muy bendito es también “mirar al futuro,” y ver que Cristo va a venir para transformarnos a Su imagen. No obstante, si “miramos a nuestro alrededor,” somos emplazados en las circunstancias a través del camino—prósperas circunstancias que nos hacen estar sin ningún cuidado y satisfechos en sí mismos, o penosas circunstancias por las cuales podemos ser abatidos y sentirnos descontentos. Así pues, ¿cómo podremos alzarnos sobre nuestras circunstancias, sean brillantes o tristes?
Para responder a esta pregunta, el apóstol nos presenta sus propias experiencias. Él conoció lo que era estar en necesidad, y asimismo estar en prosperidad: Pablo había estado satisfecho, y había padecido hambre; él había disfrutado abundancia y padecido necesidad. Pero en todas las circunstancias él encontró su apoyo en Cristo. Así Pablo pudo escribir: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (v. 13). En circunstancias de flaqueza el Señor le dijo: “Bástate Mi gracia; porque Mi poder se perfecciona en la debilidad” (2ª Cor. 12:9). Por lo tanto Pablo había aprendido, no importa en el estado que se encontraba a tener contentamiento.
Que Cristo era su fortaleza, para Pablo no era meramente una absoluta verdad a la cual él asentía, sino que era una verdad que él había prendido por experiencia. A causa de la fortaleza de Cristo, Pablo fue hecho superior a todas las circunstancias, fueses éstas prósperas o penosas.
Nosotros podemos decir que Cristo puede hacer esto por todos los santos, y es verdad. Pero Pablo podía decir, por así decirlo, “El Señor lo ha hecho por mí, por lo tanto yo he aprendido por experiencia que yo lo puedo todo en Cristo que me fortalece.”
Así pues, con Cristo ante su alma como siendo su vida, su modelo, su objeto, su esperanza, y su fortaleza, el apóstol adquirió todas estas benditas experiencias que son propias de un cristiano en el poder del Espíritu Santo, a despecho de todas sus muchas y penosas circunstancias las cuales eran aflictivas y descorazonadoras.
Sabiendo pues que Cristo permanece y que siempre es el mismo (Heb. 1:11-1211They shall perish; but thou remainest; and they all shall wax old as doth a garment; 12And as a vesture shalt thou fold them up, and they shall be changed: but thou art the same, and thy years shall not fail. (Hebrews 1:11‑12)), es todavía posible, en medio de toda la confusión y obscuridad de estos últimos tiempos, para el más pequeño de los creyentes, gozar la misma verdadera experiencia cristiana—ese “gozo” en el Señor, “confianza” en el Señor, “paz” en el Señor, en medio de las pruebas y aflicciones, “amor” que fluye de los santos, “esperanza” que aguarda la venida de Cristo, y la “fe” que confía sobre el apoyo del Señor para hacernos pasar por encima de todas las pruebas de nuestro camino.
Pon tu mirada en Jesús,
Fíjala en Su maravillosa faz;
Y las cosas de este mundo perderán todo valor
A la luz de Su gloria y gracia.