Lutero, en cumplimiento de un voto para consagrar su vida al servicio de Dios, dejó la universidad a los 22 años y se hizo monje. Su diligente estudio de las Escrituras lo llevó a su profunda convicción de pecado, y trató repetidas veces, pero en vano, de reformar su vida. Sus esfuerzos y mortificaciones fueron tan fervientes e intensos como infatigables, pero no surtieron efecto, e incluso lo aproximaron a las puertas de la muerte. Lutero estaba ciertamente aprendiendo lo amargo de aquella falacia que pronto sería llamado a destruir. Pero no estaba destinado a permanecer oculto en un oscuro convento. Después de haber estado dos años en el claustro, fue ordenado sacerdote, y un año después de esto fue nombrado profesor de filosofía en la Universidad de Wittenberg. Fue entonces que surtió en su alma un poderoso efecto el famoso texto «el justo por la fe vivirá». Cuando resplandeció la luz divina en Lutero, y se convirtió verdaderamente a Dios, era todavía un esclavo de Roma, y no fue hasta haber visitado la ciudad papal que comenzó a darse cuenta de sus corrupciones y a ser sacudido de su adhesión a ella. El mal y la profanidad que Lutero observó en Roma hicieron una profunda impresión en él. Volvió a Wittenberg lleno de dolor e indignación y continuó refutando fielmente el error entonces prevalente de las iglesias de que los hombres podían, por sus obras, merecer la remisión de los pecados. La firmeza con la que Lutero se apoyó en las Sagradas Escrituras impartió una gran autoridad a su enseñanza, y se hizo evidente que no se podía seguir evitando el fatal choque con Roma.