PRIMERA CARTA: Dios presente en la asamblea

Amadísimos hermanos:
Hay varios puntos relacionados con nuestra posición de creyentes congregados en el solo nombre de Jesús, acerca de los cuales siento la necesidad de hablaros. Utilizo el método epistolar por cuanto os ofrece mayor facilidad para examinar y meditar detenidamente lo que os comunicaré, que la que probablemente hubiérais tenido en una charla o libre discusión, a la cual asistiríais todos. Estaría muy agradecido si semejante discusión pudiera llevarse a cabo —caso de que el Señor dispusiese vuestros corazones a ello— una vez que hayáis examinado y considerado, en Su presencia, cuanto tengo que deciros.
Quisiera mencionar y recordar, ante todo, la misericordia de Dios hacia nosotros, congregados en el solo nombre de Jesús. Tan sólo puedo inclinar la cabeza y adorar al recordar los numerosos momentos de verdadero refrigerio y gozo sincero que juntos hemos experimentado en Su presencia. El recuerdo de dichos momentos, al llenar el corazón de adoración ante Dios, hace que aquellos con quienes hemos gozado de tales bendiciones nos sean extrañamente queridos. El vínculo del Espíritu es un vínculo real y, en la confianza que me da en el amor de mis hermanos, quisiera, como hermano y siervo vuestro en el amor de Cristo, expresaros lo que me parece ser de suma importancia, tanto para la continuación de nuestra felicidad y de nuestra común ventaja, como para lo que es mucho más precioso aún: la gloria de Aquél en cuyo nombre estamos congregados.
Cuando en el pasado mes de julio fuimos llevados por el Señor a sustituir la acostumbrada predicación del evangelio, el domingo por la noche, por reuniones donde había libertad para que el Espíritu actuase, ya me figuraba todo cuanto pasaría después. Os confieso que el resultado no me sorprendió en lo más mínimo. Hay enseñanzas acerca de la guía práctica del Espíritu Santo, que sólo puede aprenderse por la experiencia; y muchas cosas —que ahora, por la bendición de Dios, podéis apreciar por vuestro discernimiento espiritual y en vuestras conciencias— os hubieran resultado entonces completamente ininteligibles, de no haber aprendido a conocer las clases de reuniones, a las cuales dichas verdades se refieren.
Dice el refrán que la experiencia es la madre de la ciencia. Muchas veces tendremos motivos para dudar del mismo, pero no podremos negar que la experiencia nos hace sentir ciertas necesidades, que sólo la enseñanza divina puede originar o crear para nosotros. Ya me creeréis si os digo que el hecho de ver a mis hermanos mutuamente descontentos de la parte que toman (unos y otros) en las asambleas, no constituye para mí un motivo de gozo. Pero si este estado de cosas contribuiría —según confío que lo hará— a que abriésemos todos nuestros corazones a las enseñanzas de la Palabra de Dios (cosas que de otro modo no hubiéramos podido aprender tan bien), dicho resultado sería, por lo menos, motivo de agradecimiento y de gozo.
Desde hace varios años estoy plenamente convencido de que la doctrina de la morada del Espíritu Santo en la Iglesia sobre la tierra —y, por consiguiente, de Su presencia y guía en las asambleas de los santos— es, si no la gran verdad de la actual dispensación, por lo menos una de las más importantes verdades que caracterizan la presente economía. La negación real o teórica de dicha verdad constituye uno de los más serios rasgos de la apostasía que se ha manifestado. Lejos de menguar en mí, esta convicción aumenta más bien conforme vaya pasando el tiempo.
Reconozco llanamente que hay amados hijos de Dios en todas las denominaciones que nos rodean, y que quisiera tener mi corazón abierto a todos; más también he de confesaros que ya no me sería posible estar en comunión con un cuerpo u organización cualquiera de cristianos nominales, que sustituiría formas clericales o litúrgicas de cualquiera clase a la soberana guía del Espíritu Santo; como tampoco —de haber sido israelita— hubiera podido tener comunión con los que levantaron un becerro de oro en lugar del Dios vivo.
Que esto se haya verificado en toda la cristiandad, y que el juicio de Dios se avecina sobre ella, tanto por este pecado como por muchos otros, es cosa que hemos de reconocer con dolor, humillándonos por ello ante Dios, como participantes juntamente con todos, y como siendo un solo cuerpo en Cristo con gran número de cristianos, los cuales —aún hoy día— permanecen en este estado de cosas y se glorían del mismo. Pero las dificultades que entrañan la separación con este mal, dificultades que ciertamente hubiéramos tenido que ver de antemano, y que todos empezamos a sentir, no pueden debilitar mis convicciones en cuanto a ese mal, del cual Dios, en Su gracia, nos ha hecho salir: y no despiertan en mí el más mínimo deseo de volver a esta clase de posición y de autoridad humana y oficial la que se atribuye cierta clase de personas, lo que caracteriza la Iglesia profesante1, y contribuye a apremiar el juicio que caerá pronto sobre ella.
Pero, amados hermanos, si estamos convencidos de la verdad e importancia de la doctrina de la presencia del Espíritu Santo, y dicha convicción nunca podrá ser suficientemente profunda, no olvidemos que dicha presencia del Espíritu Santo en las asambleas es un hecho que va de par con el de la presencia personal del Señor Jesús (Mateo 18:20). Lo que necesitamos es una fe sencilla en esto. Estamos propensos a olvidarlo. Y el olvido o ignorancia de estos hechos es la principal causa de que nos reunimos sin sacar provecho alguno para nuestras almas. ¡Si sólo nos reuniésemos para estar en la presencia de Dios! ¡Si sólo, al estar reunidos en uno, creyésemos que el Señor está realmente presente! ¡Qué efecto no tendría en nuestras almas! El hecho es que, tan realmente presente era Cristo con Sus discípulos en la tierra, tan verdaderamente Él está ahora presente, así como Su Espíritu, en las asambleas de los santos. Si dicha presencia pudiera de algún modo manifestarse a nuestros sentidos —si pudiésemos verla como los discípulos veían a Jesús— ¡cuán solemnes sentimientos experimentaríamos y cuán llenos estarían nuestros corazones de ello! ¡Qué calma más profunda, respetuosa atención y solemne confianza en Él no resultaría de esto! Cualquier precipitación, cualquier sentimiento de rivalidad, de agitación resultaría imposible si la presencia de Cristo y del Espíritu Santo fuese, de otro modo, manifestada a nuestra vista y a nuestros sentidos. Y el hecho real de dicha presencia, ¿tendría acaso menos influencia por tratarse de un asunto de fe y no de vista? ¿Acaso Cristo y el Espíritu son presentes en una menor medida por ser invisibles?
Es el pobre mundo incrédulo que no recibe estas cosas, por cuanto no las ve. ¿Vamos, pues, a tomar el lugar del mundo y abandonaremos el nuestro? “Porque donde están dos ó tres congregados en Mi nombre, allí estoy en medio de ellos”, dice el Señor; y añade en otro lugar: “Y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: Al Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce: mas vosotros le conocéis; porque está con vosotros, y será en vosotros” (Juan 14:16-17).
Estoy cada vez más persuadido que lo que más nos falta es la fe en la presencia personal del Señor y en la acción del Espíritu. ¿No hubo épocas en que esta presencia se manifestaba en medio de nosotros como un hecho cierto? y ¡cuán benditos eran aquellos momentos!
Podía haber entonces momentos de silencio, y los había; pero ¿cómo eran utilizados? En depender verdaderamente de Dios, en esperar seriamente en Él. Estos momentos no transcurrían en una inquieta agitación para saber quién oraría, o quién hablaría; ni tampoco en hojear las biblias y los himnarios, con el fin de encontrar algo que pareciese conveniente leer o cantar.
Tampoco transcurrían en ansiosos pensamientos acerca de lo que pudieran pensar de este silencio aquellos que estaban allí como meros asistentes. Dios estaba allí. Cada corazón era ocupado de Él. Y si alguien hubiera abierto la boca con el único fin de romper el silencio, se hubiera considerado como una interrupción. Cuando se rompía el silencio, era por una oración que encerraba los deseos y expresaba los anhelos de todos los presentes; o por un cántico, al cual cada uno podía unirse de todo corazón; o por una palabra que hacía mella poderosamente en nuestros corazones. Y aunque varias personas pudiesen ser utilizadas para indicar aquellos himnos, pronunciar estas oraciones o aquellas palabras, era tan patente que un solo y mismo Espíritu les guiaba en todo este culto que el programa del mismo parecía haber sido determinado de antemano y que cada uno tuviese su parte en él. Ninguna sabiduría humana hubiera podido establecer semejante plan. La armonía era divina. Era el Espíritu Santo quien obraba por medio de los distintos miembros, en sus diversos lugares, para expresar la adoración o para responder a las necesidades de todos los presentes.
Y ¿por qué no sería siempre así? Amadísimos hermanos, vuelvo a repetir que la presencia y la acción del Espíritu Santo son hechos concretos y no una mera teoría doctrinal. Y desde luego que, si de hecho, el Señor y el Espíritu están presentes con nosotros cuando estamos reunidos en asamblea, ninguna cosa puede alcanzar igual importancia. Dicha presencia es el hecho transcendental que prima sobre los demás; el hecho que debería caracterizarlo todo en la asamblea.
Aquí no se trata sólo de una negación. Dicha presencia no significa solamente que la asamblea no ha de ser regida por un orden humano y forjado de antemano; significa más que esto: si el Espíritu Santo está allí es preciso que dirija la asamblea (iglesia local). Su presencia no significa tampoco que todo el mundo tiene la libertad de participar en el culto o las reuniones. No; dicha presencia significa todo lo contrario.
Es verdad que no debe haber la menor restricción humana; mas si el Espíritu está presente, nadie debe participar de modo u otro en el culto, salvo en aquello que le indica el Espíritu, y para lo cual éste le califica. La libertad del ministerio se origina en la libertad del Espíritu Santo de repartir a cada uno particularmente como quiere (1 Corintios 12:11). Mas nosotros no somos el Espíritu Santo, y si resulta intolerable la usurpación de Su lugar por un solo individuo, ¿qué diremos de la usurpación de Su sitio por determinado número de personas, obrando porque hay libertad para actuar, y no porque saben que sólo se conforman a la guía del Espíritu Santo actuando como lo hacen? Una fe verdadera en la presencia del Señor pondría orden a todo esto.
No se trata de guardar silencio o de abstenerse de obrar únicamente a causa de la presencia de tal o cual hermano. Preferiría que hubiese toda clase de desórdenes, a fin de que se manifestase el estado real de cosas, mejor que de sentirlo refrenado por la presencia de un individuo. Lo que debemos anhelar es que la presencia del Espíritu Santo sea realizada de tal modo que nadie rompa el silencio sino bajo Su dirección; y que el sentimiento de Su presencia nos guarde así de todo cuanto sea indigno de Él y del nombre de Jesús, que nos reúne.
Bajo otra dispensación, leemos la siguiente exhortación: “Guarda tu pie cuando entres en la Casa de Dios, y acércate para escuchar Su voluntad, más bien que para ofrecer el sacrificio de los insensatos, porque ellos no saben que hacen mal. No hables temerariamente con tu boca, y no se apresure tu corazón a proferir cualquiera cosa delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra: por tanto sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:1-2; Versión Moderna).
Y, por cierto, si la gracia en la cual estamos nos ha dado libre acceso a la presencia de Dios, no debemos usar esa libertad para excusar la falta de respeto y la precipitación. La verdadera presencia del Señor, en medio nuestro, debería ciertamente ser motivo de más santa reverencia y piadoso temor que el pensamiento de que Dios está en el cielo y nosotros sobre la tierra. “Así que, tomando el reino inmóvil, vamos á Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:28-29).
En espera de tratar nuevamente este tema, quedo, amados hermanos, vuestro indigno siervo en Cristo.
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APÉNDICE A LA PRIMERA CARTA
Por importante que sea la doctrina de la presencia y obra del Espíritu Santo en la Iglesia, no hay que confundirla, sin embargo, con la presencia personal del Señor Jesucristo en la asamblea de los dos o tres reunidos en Su nombre.
Algunos pensaron que el Señor estaba presente en la asamblea por medio de Su Espíritu, no distinguiendo entre la presencia personal del Señor y la del Espíritu Santo. Éste dirige y administra; no es soberano. Es el Señor quien es soberano.
Jesucristo dijo del Consolador, el Espíritu de verdad: “No hablará de Sí mismo... Él Me glorificará..., tomará de lo Mío y os hará saber...”. Pero el Señor promete estar, Él mismo, allí donde dos o tres están reunidos en Su nombre. Está en medio de aquellos para los cuales se entregó a Sí mismo, mientras que el Espíritu Santo ha sido dado y no se entregó a Sí mismo.
Es de suma importancia retener la verdad de la presencia y obra del Espíritu Santo en la asamblea. Este hecho ha sido perdido de vista por la Iglesia, y es lo que motivó su ruina: ha sustituido el clero a la presencia y acción del Espíritu Santo.
Sería una gran pérdida para el alma y para la asamblea si la presencia personal del Señor, como Señor, fuese sustituida por la del Espíritu Santo, el cual no es Señor, sino Paracleto; esto es: Aquel que dirige y administra.
En Efesios 4:4-6, tenemos, en el versículo 4, la unidad vital; en el versículo 5, la unidad de profesión; en el versículo 6, la unidad exterior y universal; la primera en relación con el solo Espíritu; la segunda con el solo Señor; la tercera con el solo Dios. La primera unidad abarca a todos cuantos tienen la vida; la segunda a todos cuantos profesan el nombre de Cristo; los que tienen la vida se hallan, pues, allí en primer plano; mas esta segunda esfera puede abarcar lo que no es vital. La tercera unidad, versículo 6, abarca universalmente a todos los hombres, pero los hijos de Dios están allí en primera fila; Dios es su Padre y está en ellos, si bien exteriormente encima de todo y por doquier. Decimos que la segunda unidad (versículo 5) está relacionada con el único Señor; tiene autoridad sobre cuantos invocan Su nombre, tengan la vida o tengan tan sólo la profesión. “Todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y el nuestro” (1 Corintios 1:2).
En 1 Corintios 12:4-6, volvemos a hallar las tres mismas cosas: el Espíritu, el Señor y Dios. Hay diversidad de dones, pero es el mismo Espíritu Santo. Y, si hay diversidad de dones, hay, por consiguiente, diversidad de servicios, y el mismo Señor. Los siervos han recibido del Espíritu Santo la distribución de sus dones (versículo 11), y desempeñan sus servicios bajo la dirección del Espíritu; mas como servidores están bajo la autoridad de su Señor, el cual no es el Espíritu, sino Jesús. El Espíritu reparte y dirige los servicios o ministerios, pero los servidores lo son del Señor.
Asimismo, si se trata de la Cena, es la cena del Señor. Es la muerte del Señor la que allí se proclama, es la copa del Señor, es la mesa del Señor (en contraste con la de los demonios). Es, pues, Él quien tiene allí autoridad para determinar quiénes deben participar en ella (1 Corintios 11).
Notemos, sin embargo, que es sólo por el Espíritu Santo como podemos decir: “Señor Jesús” (1 Corintios 12:3).
Pero, sin quererlo, podemos no reconocer la autoridad del Señor en la asamblea y sustituirla por la del Espíritu Santo, que no es Señor, sino el que administra de parte de quien es Señor.
La iglesia medieval cayó en otro extremo; sustituyó la administración del Espíritu Santo por la del hombre.
Conviene notar que, en Mateo 18:18-20, no habla el Señor del Espíritu. Se trata de Su autoridad de Señor, de Su nombre y de Su presencia personal. Por cierto, todo eso se realiza bajo la dirección del Espíritu Santo, pero no estamos reunidos en el nombre del Espíritu Santo, ni alrededor de Él. Si tan sólo se repara en la presencia del Espíritu Santo, perderemos la verdad de la presencia personal del Señor en la asamblea, y nos vemos obligados a hacer Señor al Espíritu Santo. Pero, por el contrario, no podemos tener la verdad de la presencia personal del Señor como soberano, sin tener la de la presencia y acción del Espíritu como Aquel que administra de parte del Señor que es soberano, y entonces tenemos todo cuanto precisamos.
Otra observación que hará resaltar lo que distingue la presencia del Espíritu Santo de la presencia personal del Señor en la asamblea de los dos o tres reunidos en Su nombre, es que el Espíritu Santo puede hallarse —¡contristado, por desgracia!— allí donde el Señor no puede hallarse. En una asamblea sectaria, los santos que la componen tienen, sin embargo, el Espíritu Santo en ellos y con ellos. Pueden ignorar, o tan sólo pensar en Su influencia, y Él está allí contristado, pero de hecho no los deja, no se marcha: “Permanece con vosotros y será en vosotros”. Pero, en cambio, el Señor Jesús no puede estar presente en una asamblea sectaria. No se trata en Mateo 18:20 de Su omnipresencia, porque —en este sentido— Él está presente por doquier indistintamente; pero si se trata de asambleas religiosas, el Señor no prometió estar en todas, sino exclusivamente allí donde Su nombre es el centro y fundamento de la reunión: “Donde están dos ó tres congregados en Mi nombre, allí estoy en medio de ellos”. Y si Él está presente, es el que posee la autoridad, y el Espíritu la administración.
¡Ah!, si tuviéramos la íntima convicción de que el Señor está allí como Señor, que estamos allí en Su casa, ¡cuán solemne influencia no ejercitaría sobre nuestros corazones!, y al mismo tiempo, ¡qué seguridad y qué descanso! Cuán libre sería entonces el Espíritu Santo de administrarnos los beneficios de Cristo, tomando de lo que pertenece al Señor para dárnoslo a conocer.
¡Qué inmenso privilegio de ser reunidos por el glorioso nombre de Aquél que vino, de Aquél que murió, de Aquél que resucitó, de Aquél que está glorificado a la diestra de Dios, de Aquél que nos envió al Consolador, de Aquél que desde allí viene a buscarnos!
Sí, es este glorioso nombre el fundamento de la reunión de la cual dice: “Allí estoy yo en medio de ellos”. Este Señor, corporalmente ausente, se halla espiritualmente presente de modo positivo (y no sólo por Su Espíritu) en medio de los que Su nombre ha reunido. Está allí y no en otra parte, si se trata de asambleas, y ¡cuánta seguridad por cuanto allí Él sea Señor!
 
1. Nota del traductor: “Iglesia profesante” entiéndase la que exteriormente dice, o profesa, ser cristiana.