Volví a mi casa para seguir con mi libro de registro diario. En un cuarto de hora, sólo había escrito tres o cuatro líneas. Algo pasaba que no me dejaba concentrar. Tambores, tambores, tambores. Resonaban desde la aldea de Chikoti. Golpeaban como el pulso en una cabeza enferma. Arranqué una hoja de papel del block y la tiré al canasto y volví a probar. Pero no mejoraron las cosas. Hice lo mejor que pude para describir la situación. Traté de trazar un cuadro de la sala, llena hasta su capacidad de niños amontonados en cada rincón del hospital, muchos de ellos en el piso, con parientes que no estaban dispuestos a hacer lo que se les indicaba... pero no venían las palabras necesarias y todos mis esfuerzos terminaban en un desmañado montón de frases. Aun cuando intenté contar la historia de los chicos de la escuela, esforzándose por construir la sala nueva, todo salió sin sentido. No podía sacarme de la cabeza los tambores: retumbaban y retumbaban. Hice a un lado mi lapicera y me dije: “Vaya, éste es un pobre espectáculo. Prepárate una taza de té y ponte a escribir”.
Me hice la taza de té y me puse a escribir, pero sin resultado. No estaba como para escribir, ni como para dormir. Continuamente me llegaba el trasfondo de los ruidosos tambores. También podía oír las voces de la gente allá en el matorral. El sonido de los tambores subía y bajaba con las oleadas del viento nocturno. El trabajo era la única respuesta a ese tipo de irritación nocturna. Así fue como encendí mi farol y me preparé para ir al hospital. Era la una de la mañana. Tomando un palo para el caso de que aparecieran víboras en el camino, camine aquellos doscientos metros hasta el hospital. Estaba cerrando la puerta detrás de mí, cuando se oyó un ruido de algo que se quebraba y una explosión de voces enojadas y luego, de repente, la oscuridad de la sala fue iluminada por el resplandor. Surgió entonces un coro de alaridos. Atravesé rápidamente la puerta y allí me topé con una estera de palma ardiendo como una gigantesca antorcha y enviando nubes de humo negro. Tomando el extremo de la estera que no se había encendido, la arrastré a través de la sala. Iluminó agudamente la sala y vi varias caritas negras espiando con terror por encima de las sábanas. No hice ningún intento por salvar la estera, ya que estaba arruinada y aunque hubiera sido nueva, las esteras no costaban más de cuatro peniques cada una. Cuando las llamas quedaron reducidas a un apagado resplandor, tomé mi farol y comencé las investigaciones sobre la causa de lo ocurrido. Descubrí que había empezado cuando una vieja africana había entrado a la sala de niños a esa hora de la madrugada. Cómo había llegado, era un misterio. Al ver a su nieta echada en la cama, a pesar de su temperatura más de 40º y seriamente enferma de neumonía, la anciana la había levantado, colocado en el suelo y tranquilamente había comenzado a dormir en la cama de la niña. El hecho de que la niña estaba inconsciente era la causa de que no hubiera habido llanto. La enfermera nocturna había estado en otra sala, administrando el tratamiento a los enfermos de los ojos y cuando volvió para comprobar si todo andaba bien, descubrió a la abuela y se llenó de justa indignación.
Había procedido a arrancar de la cama a la vieja africana. En defensa propia, la abuela se había aferrado a una lata de keroseno que servía de mesa de luz, al lado de la cama. Así se cayó el farol, rompiéndose y derramando el keroseno sobre la estera y de allí el fuego y todo lo demás. Con amabilidad, pero con firmeza, saqué a la anciana y le mostré dónde podía dormir. Luego hice una recorrida por las salas. Algunos de los chicos estaban aterrorizados, otros habían seguido durmiendo durante todo el episodio. Pronto todo volvió a estar quieto. En un rincón de la sala estaba Mazengo, el chiquillo que Mubofu había traído. Estaba muy grave. Decidí correr el riesgo y darle una inyección en la vena. Parecía el único camino de salvar su vida.
Me pareció sabio estar cerca para el caso de cualquier reacción, de modo que, cerrando suavemente la puerta, me fui a mi escritorio. Entonces descubrí que no me era difícil escribir. Las palabras fluían de mi pluma y página tras página las fui agregando a un gran sobre color café, el que tenía escrito afuera: “El médico y el ciego”. Cerrando el block, bostecé. A las tres sonó el viejo despertador de la sala. Necesitaba irme a la cama pero cuando levanté el farol, la enfermera nocturna entró como una exhalación.
—Bwana, tres hombres entraron a la sala, se apoderaron de Mazengo y desaparecieron. No pude hacer nada —dijo jadeando.
Levanté el farol e hice un cuidadoso registro del terreno del hospital, pero todo lo que encontré fue un agujero en el cerco. Me detuve escuchando y percibí un crescendo de tambores por encima de la llanura.
Era como si Chibaya celebrara una victoria.
El día siguiente era terriblemente tranquilo, pero con la calma que parece preceder a las tormentas.
Por primera vez en una quincena no había oído el “Hodi” de Mubofu antes el amanecer, y lo que era más notable, no había visto a ninguna de aquellas dolientes procesiones de enfermos que venían al hospital cruzando la planicie. Habían sido muy evidentes durante la última frenética quincena.
En el hospital no había las carreras y actividad que eran habituales. Daudi se me acercó:
—Bwana, ya ha ocurrido —dijo—. Ven a ver.
Del lado de afuera de la puerta principal del hospital, en el polvo del sendero había dibujado un círculo y dentro del círculo la cabeza de un gallo, dos palitos cruzados, el fruto seco de un baobab y el cráneo de un mono. Miré con asombro.
—¿Qué quiere decir eso, Daudi?
—Significa, Bwana, que el hechicero de la aldea de Mubofu ha lanzado un encantamiento contra el hospital. Y el encantamiento ha tenido éxito. La gente estará muy intranquila y difícil, porque los corazones de pacientes y muchos niños han sido llevados en brazos de sus parientes. ¿Viste el gran agujero abierto en los alambres del cerco? El día de hoy será muy intranquilo y difícil, porque el corazón de la gente está llenos de temor. Y, Bwana, tienen más temor a los encantamientos que a la enfermedad.
Ocupamos un tiempo muy dificultoso en la sala explicando a todos los familiares que no tenían nada que temer del encantamiento. Me miraban como si yo fuera un chiquito de quien no se espera que comprenda el peligro cuando lo ve. Sólo dos o tres personas vinieron pidiendo remedios, y no el centenar que era común. Toda la región hacía eco a una campaña de rumores. “Ve al hospital y morirás”, era el patético slogan que pasaba de boca en boca.
Reuní al personal. Los enfermeros se sentaron en el suelo con sus blancos uniformes, mientras que las enfermeras, con sus gorritos, ocuparon un banco. Todos me miraban con atención.
—Escuchen. Una vez vivían en un país tres hombres, donde el rey no seguía los caminos de Dios. Era muy orgulloso y mandó hacer una gran imagen de oro. Ordenó que todos, en el reino entero, se inclinaran delante de la imagen de oro cuando sonara mucha música de diversos instrumentos. Los jóvenes hablaron entre sí y decidieron que no se inclinarían delante de la estatua de oro del rey, aun cuando él había dicho que todos los que no la adoraran, serían arrojados a un gran fuego. El gran día llegó. El enorme fuego fue preparado, la música sonó y todo el mundo en el reino se inclinó delante de la estatua de oro, excepto los tres jóvenes. Bueno, el rey estaba realmente lleno de rabia. Ordenó que los tres jóvenes fueran llevados delante de él y les dijo: “Inclínense ante la imagen” y ellos dijeron: “No, nuestro Dios es el único Dios verdadero”. “Si no se inclinan delante de la imagen”, dijo el rey, “los haré echar en el gran fuego”. “Oh rey”, dijeron, “no podemos adorar tu imagen, y queremos que sepas clara y definitivamente que nuestro Dios, a quien servimos, es capaz de librarnos y él nos librará y, aunque no lo hiciera, queremos que sepas claramente, oh rey, que no nos inclinaremos ante la estatua de oro”. Pues bien, el rey estaba furioso. Ordenó que el fuego fuera encendido siete veces más fuerte. Ordenó que se atara de pies y manos a los muchachos y se los arrojara al gran fuego. Todo el mundo vio cómo los echaban y dijeron: “Miren, éste es el fin de aquellos que no obedecen al rey”. Pero entonces miraron y justo en el centro del fuego vieron, no a tres hombres, sino a cuatro. El rey mismo miró y dijo: “Vaya, el cuarto es como el hijo dios”. Así fue como llamó en alta voz y los tres jóvenes salieron del fuego y no tenían ni siquiera una quemadura, aunque los hombres que los habían arrojado se quemaron mucho.
—Pues bien, hoy en nuestro hospital enfrentamos una prueba. ¿Creemos en Dios y le servimos como los tres jóvenes? ¿Creemos que ese Dios a quien servimos puede librarnos y que lo hará?
Daudi asintió.
—Bwana, yo lo creo.
—Yo también —dijo la vieja Sechelela—, lo creo con todo mi corazón.
—Cuando hay que luchar —dije— es bueno tener armas. ¿Se acuerdan cuando Jesús fue tentado por el diablo, que él lo venció en todos los casos con el Libro de Dios? Escuchen, éste es un versículo que usaremos en esta lucha. Está en el libro de Isaías y dice: “No temas, porque yo soy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios. Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”. ¿Saldremos al ataque, mis amigos?
Todas las cabezas se movieron asintiendo. Fui a la puerta del hospital y allí, delante de mí, estaba el círculo con los encantamientos del hechicero. Con mi pie los lancé al polvo, los aplasté con los pies y borré el círculo. El personal estaba alrededor, mirando con reverente temor. Comencé el himno: “¡Estad por Cristo firmes, soldados de la cruz! ¡Alzad hoy la bandera en nombre de Jesús!”.
Se unieron al canto con placer.
—Vamos —dije—, no estamos defendiendo el hospital; estamos al ataque. Pues bien, tengo muchas ideas que exponerles. Reúnanse en la galería cuando oigan el sonido del gran tambor.