El navío de mil toneladas navegaba haciéndonos sentir molestos y todos a bordo se sintieron más que agradecidos cuando desapareció la línea azul de la costa de Tanganica. Era muy difícil entender que estábamos en pleno centro del África y que, sin embargo, estábamos totalmente rodeados de agua. Era la última etapa de mi viaje alrededor del lago Victoria Nyanza.
Se me acercó uno de los oficiales de la nave.
—Doctor, me parece que vamos a llegar con unas tres horas de atraso. Eso significa que usted perderá el tren y que no habrá otro por varios días, de modo que usted tendrá algunos días de vacaciones adicionales y una buena oportunidad de conocer la vieja ciudad de esclavos de Mwanza. Trate de conocer la bahía donde el gran misionero Alejandro Mackay construyó el navío en que viajó por Uganda.
Llegamos muy pronto a donde veíamos el colmado muelle, con la hilera de palmeras a lo largo de la costa y los blancos edificios de la población en el fondo. Estaba recogiendo mi equipaje cuando vino un africano y me alcanzó un telegrama. Pues bien, los telegramas me hacen sentir incómodo. Al abrirlo, leí:
“Epidemia de sarampión en progreso. Treinta muertos en aldeas cercanas. Regreso suyo urgente”.
Contratando con rapidez tres wapagazi (changadores), me dirigí a la estación ferroviaria a una velocidad que ellos consideraban ridícula. Llegué para encontrar que no había actividad alguna en la estación. Me encontraba a quinientos kilómetros del lugar donde me necesitaban con urgencia. El tren de pasajeros había salido dos horas antes y no había otro hasta dentro de tres días. Miré hacia el este. Más allá, en las llanuras centrales, una epidemia hacía estragos y los niños morían, mientras parecía que yo no podía moverme de allí. Había una sola cosa para hacer: explorar toda posibilidad de viajar aquellos quinientos kilómetros.
Fui a ver al jefe de la estación, un hindú alto, de turbante, con barba oscura. Parecía profundamente interesado en la vista del agua azul y las islas verdes, que estaban enmarcadas en las pintorescas ramas de un gran árbol.
—Jefe, ¿no es posible encontrar otra forma de transporte hasta Dodoma?
Con un típico gesto hindú, sacudió sus manos desesperanzadamente.
—No hay tren de pasajeros; el transporte en servicio de camioneta es imposible.
—¿Y tren de carga? —pregunté—. ¿No puedo ir junto al conductor?
Sacudió su cabeza dubitativamente.
—Doctor, voy a averiguar sobre los trenes de carga.
Me quedé admirando el espléndido edificio de dos pisos que señalaba la estación terminal de la línea desde el océano Índico a más de mil kilómetros. El jefe salió de su oficina e inclinándose dijo:
—Doctor, debo informarle que hay un tren de carga, pero que es muy incómodo para viajar, con muy mala suspensión y escasa velocidad. Sin embargo, si usted está dispuesto a sufrir esos inconvenientes, puedo hacer arreglos para su viaje.
Así fue como aquella tarde, provisto de un farol, una cesta con mangos y medio kilo de bizcochos, me acomodé como pude en aquel tren de carga.
Con un sacudón el tren avanzó pesadamente por su vía de trocha angosta, marcada por durmientes de acero, tan necesarios para quitar el almuerzo a las hormigas blancas, coleteando ruidosamente detrás de nosotros. Miré hacia atrás, en las tinieblas; zigzagueando por centenares de metros se veía un surco brillante de chispas que salían del motor alimentando a leña. Era inútil tratar de leer. El farol se sacudía violentamente. Me recosté en mi asiento sólo para despertarme con un golpe cuando la lona del asiento, que aparentemente no era de los más nuevos, cedió repentinamente bajo mi peso. Tambaleando, me puse de pie y en ese momento, con un desparramo de brasas, el tren se detenía en una estación. Vi faroles que eran sacudidos y el parloteo de voces.
Caminé a lo largo del tren en el fresco de la noche, estirando las piernas y gozándome con la quietud. En otra parte del tren estaban descargando mercadería a la luz de faroles. Luego oí una voz detrás de mí.
—Perdón, Bwana doctor.
Miré y vi un alto askari africano y al conductor del tren.
—Bwana, ¿no querrá usted ir hasta la estación? —preguntó el policía en swahili—. Hay un muchacho abandonado, echado en el suelo y no está respirando muy bien.
Sospeché que aquella era una manera amable de informarme que esa persona, quienquiera que fuese, estaba muerta. Fui a verla y encontré a su lado a un viejo amigo, un tal Lubeni, que provenía de una región a centenares de kilómetros.
—Bwana, vive muy lejos de aquí —dijo, usando el idioma a que estaba más acostumbrado—. Primero tuvo sarampión y luego fue mordido por una hiena. El brujo lo trató por muchos días y luego fue enviado por nuestro jefe a uno de nuestros hospitales misioneros, pero se desmayó por el camino y lo encontramos abandonado en el matorral. Estaba exhausto y, yah, ¡qué olor tiene su brazo! Por eso lo traje sobre mis espaldas, confiando poder colocarlo en el tren. Y, bueno, se ha desvanecido y ahora me dicen que tú estabas en el tren.
Me incliné sobre el muchacho y sentí su pulso muy débil; apenas si estaba vivo. El brazo estaba en terrible condición. Lo colocamos sobre una estera nativa y, con la ayuda del policía y otros, lo llevamos hasta el tren. Tuvimos una pequeña discusión, que no fue del todo amable, con el conductor. No estaba dispuesto a llevar a otros pasajeros, especialmente enfermos, en su coche. Sin embargo, pasamos el trance y cuando el tren siguió su viaje serpenteando por el camino, no sólo iba a bordo nuestro paciente, sino también Lubeni.
—Bwana, ahora puede tragar —dijo éste.
Llenamos un tazón con leche y glucosa. El maestro africano lo colocó en los labios del muchacho. Trago a trago lo fue tomando a pesar de los saltos y el traqueteo del tren. Si el ruido había sido molesto antes, ahora parecía intolerable. Suspiraba por tener la quietud y, aunque más no fuera, lo más elemental de un hospital. Del lado de afuera, las tinieblas nocturnas parecían hablar de la esperanza del sufrimiento africano. Pensando en los días y noches que él había estado en aquel viaje, en su agonía y desesperación, cargué la jeringa con una droga que aliviaría su dolor y se la inyecté. Diez minutos después, un suspiro salió de sus labios.
—Bwana, se me ha ido el dolor —me dijo.
Pocos momentos después, dijo en voz muy débil unas pocas palabras que no pude entender, pero que Lubeni me explicó:
—Dice que es suficiente, que aun tiene sed.
Me alentó mucho aquella mejoría y le di otra copa. Al llegar la aurora, parecía haber un verdadero progreso. El muchacho se sentó y me agradeció por lo que había hecho, pero yo podía ver que estaba completamente exhausto. Cuando el tren alcanzó otra estación, conseguí agua caliente del motor y vendé su brazo. No era un trabajo atractivo. Nos ingeniamos para conseguir un par de esteras y una sábana de algodón por las que pagamos tres chelines.
Durante todo el día, el tren siguió su camino, deteniéndose en cada estación, al parecer por horas. Hacía un calor insoportable. Las paredes de hierro del coche lo transformaban en un infierno. Tomamos té y dimos un poco al muchacho. Todos estábamos tan cansados que era imposible mantenernos despiertos. Sin embargo, era imposible dormir por el calor y las moscas. El conductor era cada vez más hostil, y me temía que íbamos a tener problemas con él. Llegó el atardecer al que pronto siguió la oscuridad. Tomé el pulso del muchacho y levanté las cejas. Lubeni se me acercó. Con la mano tapándome a medias la boca le hablé en el oído lo más fuerte que me atreví.
—Es apenas un golpecito; apenas si podremos salvarlo. ¿Lo vigilarás y me llamarás si hay algún cambio?
El africano asintió.
Me senté en el piso contra la ondulante pared del compartimiento y me hundí en un profundo sueño lleno de pesadillas. Mis sueños tenían algo del horror de las actividades de los hechiceros. Me desperté súbitamente temblando de pies a cabeza. Lubeni tenía su mano sobre mi hombro.
—Bwana, creo que por fin está descansando.
Entre los dos, lo acomodamos lo mejor posible.
—Lubeni, ¿sabe el muchacho algo de Dios y del Camino de Vida? —pregunté en un susurro.
El africano sacudió la cabeza.
—No creo que comprenda, Bwana. Aún está demasiado enfermo para escuchar. Además, viene de un país donde adoran a sus antepasados y saben poco de Jesús y del Camino de Vida. Fue por eso que dejé mi casa y mis parientes en las montañas Uluguru y me vine aquí, al oeste, para poder contar a esta gente acerca de Jesús—que ha hecho de la vida algo que vale la pena.
Estuvimos en silencio un rato hasta que el tren se detuvo. De la parte del motor se oía un flop, flop, flop de leña que era cargada en el ténder. Más allá, entre el matorral, se oía el ruido de los palos y del golpear rítmico de un tambor en una aldea africana y luego el aullido agudo de un chacal.
A la luz del farol, vi que habíamos llegado a una estación a unos cien kilómetros de donde podíamos bajar para ir al hospital, pero apenas el tren se puso en movimiento sentí que el pulso del muchacho se apagaba y se detenía. Habíamos llegado tarde. Miré a Lubeni.
—Ya es demasiado tarde. Si por lo menos hubiéramos llegado a tiempo...
Cuando el tren llegó a la próxima estación, dejamos todo lo que quedaba de aquella tragedia de la vida africana, envuelta en una sábana barata. Pero yo sabía que delante de mí había semanas de frenética actividad que podían significar la salvación de decenas de otros enfermos con los medios más simples y muy baratos.