Habíamos recorrido, bajo fuerte lluvia, nuestro último kilómetro y medio. Habíamos tenido que vadear tres torrentes de roja agua barrosa que bajaba de las colinas. Al último yo me había resbalado y estaba completamente embarrado. Mientras ya en la orilla hice una pausa para recuperar el aliento, Daudi repentinamente dijo:
—Ulange Wuzeru, Bwana (veo una luz, señor).
—Debe ser el hospital –dijo Mika—. ¿Dónde sino allí habría luz a esta hora de la noche?
A mi lado, sentí a Mubofu que se ponía firme.
—Si ahora puedes ver, ya no necesitas más que te guíe —dijo.
—Todavía te necesitamos mucho, wayiko (viejo), porque la luz es como una estrellita —le respondí.
Nos pusimos otra vez en camino y la luz fue aumentando, a la par que Mubofu guiaba sin titubeos por el sendero, advirtiéndonos de vez en cuando sobre alguna raíz o piedra. La luz de la colina resultó ser, no la del hospital, sino la de mi propia casa. Me encontré con la puerta de la cocina abierta y una tetera hirviendo alegremente en el fuego. Mubofu estaba temblando y se puso lo más cerca posible del fuego. El agua se escurría por su empapado taparrabos. Hice té y serví una taza a cada uno de mis compañeros. Daudi le echó cuatro cucharadas de azúcar. Puse una cantidad similar en la taza de Mubofu. El calorcito de la bebida fue muy confortante. Me dirigí a Mubofu:
—Imagino que querrás quedarte en el hospital esta noche, amigo. Te daremos una manta y una estera y podrás dormir en la sala donde Daudi prepara las medicinas.
El africanito sacudió vigorosamente su cabeza.
—N’go, n’go (no, no), Bwana. Debo volver a mi aldea. Es que allí tengo trabajo. Mi tarea la de traer al hospital a la gente enferma. ¡Tengo que hacer mi trabajo de noche!
—Pero estás con frío y es una noche muy mala para andar afuera. ¿No sería mejor para ti que hoy descansaras un poco aquí y ... ?
—No, Bwana —me interrumpió el muchacho—, debo hacer esa obra. ¿Quién hay fuera de mí en Chibaya que piense en Dios? ¿No viste esta noche? Vaya, ¿no estarán dormidos de borrachos antes de mucho? Y entonces quizá, mientras duermen, quizá yo pueda encontrar a aquellos que necesitan ayuda del hospital y que vendrían durante la noche. Mira, los llevaremos al hospital, Bwana, y quizá tú puedas ayudarles.
—Linji (quizá) —dije— pero hemos visto a Chikoti y es un hombre malo. Si haces eso en silencio, ¿no se enojará mucho y vendrá al hospital con mucho ruido?
—No, Bwana —Mubofu sacudió la cabeza—. No creo que haga mucho ruido, pero sí que traerá muchos problemas.
—Kah, me temo que saldrán muchos matata (problemas) de esto.
—Bwana —dijo el cieguito, poniéndome la mano en el hombro—, ¿tienes temor de los problemas cuando eso significa que mi gente será salvada de muchas enfermedades y que tendrás la oportunidad de hablar de Dios a la gente de mi aldea?
—No, mi amigo —respondí—, no tengo temor de matata ni de sus consecuencias para mí, pero ¿qué de ti?
—Kah, Bwana, ¿es que sólo debo mostrar mi gratitud a Jesús por caminos seguros? Si hay dolor en el camino, ¿no hubo dolor cuando mataron a mi Maestro?
Hubo silencio en la cocina. Unas pocas polillas golpearon sus alas contra el vidrio del farol; grandes gotas de lluvia caían desde el baobab al techo de zinc.
Mubofu fue el primero en hablar.
—Bwana, hace un momento, cuando puse la mano en tu hombro, sentí cicatrices.
Al mirarme el brazo, vi allí las marcas de la vacuna.
—Sí, son las marcas de las vacunas que me muestran que no tengo por qué temer una enfermedad llamada viruela que es mucho peor de lo que pudiera ser el sarampión.
—Hongo, Bwana, ¿cómo puedes estar seguro de eso?
—Bueno, cientos y miles de personas que han sido tratadas con esa vacuna. Se ha comprobado que da resultado por lo que ha ocurrido con ellas. Han andado por zonas donde corrían mucho peligro de contagiarse, pero no se contagiaron.
Mubofu sacudió la cabeza.
—Pero, kah, Bwana, esto es cosa maravillosa. Dime, ¿cómo actúa?
Así fue que nos sentamos frente al fuego y le conté la historia del Dr. Janner y de cómo descubrió la vacuna. El cieguito estaba muy interesado y quería saber detalles.
—Pero, Bwana, ¿cómo actúa? ¿Cómo hacen esas cosas?
—Toman un ternero —expliqué— y le dan ese preparado. Luego le sacan lo que se llama linfa, pinchan tu brazo con una aguja y ponen un poquito de esa linfa en tus venas. Bueno, luego tienes un poco de molestia y después ya estás libre de esa enfermedad, la viruela.
—Kumbe, Bwana, pero ¿qué pasa con el ternero?
—Ah, cuidan muy bien al ternero y se aseguran que no sufra innecesariamente.
—Pero, Bwana ¿el ternero no debe morir por la enfermedad?
—Sí, quizá sí, pero no es probable.
—Pero, Bwana, si eso la pasara y pudiera saberlo, ¿no te parece que sería muy feliz por haber salvado a la gente de una enfermedad tan mala?
—Mubofu, ¿te das cuenta que eso es exactamente lo que hizo Jesús? Los terneros no pueden entender, pero Jesús sabía antes de venir a este mundo que él moriría para curarnos de la peor enfermedad, la enfermedad del pecado que nos aparta de la vida eterna.
—Entiendo —asintió Mubofu— y es porque entiendo que vuelvo esta noche a mi aldea.
Su dedo se movió lentamente por mi brazo.
—Bwana, me gustaría tener en el brazo cicatrices como las tuyas. Me darían tranquilidad y no me dejarían tenerle miedo a la viruela.
Le serví otra taza de té.
—Escúchame, amigo mío, y te contaré la historia de un hombre que vivió mientras Jesús estaba en la tierra. Él decía que, a menos que tocase las cicatrices de las manos de Jesús y la herida de la lanza en su costado, no creería que él había resucitado.
—Kah, Bwana, —dijo Mubofu— pero Jesús murió y fue enterrado. ¿O no murió? ¡No está vivo!
—Allí está la cuestión— respondí—. ¿No es verdad que muchos de los wadindi (árabes) siguen a un profeta llamado Mahoma? Era un hombre y murió. Pero Jesús declaró ser el Hijo de Dios; mientras estaba en la tierra, dijo que se levantaría de los muertos tres días después de ser sepultado. Y lo hizo. ¿Sabes que fue visto por cientos de personas?
—Kah, eso es maravilloso. ¿Está vivo?
—Seguro que sí. Servimos a un Maestro que vive, no a un recuerdo muerto. ¿Sabes que uno de sus seguidores que se llamaba Tomás que no quería creer ni siquiera cuando oyó las palabras de aquellos que habían visto vivo a Jesús? No creía y dijo: “Si no pusiere mis dedos en las cicatrices de sus manos y en las cicatrices de su costado, no creeré”.
Seguí diciendo:
—Una noche, muchos de los seguidores de Jesús estaban juntos en una pieza. Entre ellos se encontraba Tomás, el incrédulo. Las puertas estaban cerradas, pero de repente Jesús apareció entre ellos. Los saludó y luego se volvió a Tomás directamente y le dijo: “Toca las cicatrices de mis manos y las cicatrices de mis pies y la cicatriz de mi costado”, en un segundo desaparecieron las dudas de Tomás y exclamó: “Mi Señor y mi Dios”.
El muchacho quedó en silencio. Luego vi que su mano se movía lentamente hacia su rostro y tocaba sus ojos, palpaba la huella de la enfermedad y la desesperanzada futilidad de la medicina y el tratamiento nativo. Daudi puso su mano en el hombro del muchacho.
—Mubofu, no hay ninguna vergüenza en una cicatriz. Quizá tu cicatriz sea el camino de salud para aquellos que están enfermos y que en este momento están sufriendo.
Mubofu buscó el palo que estaba a su lado, lo levantó y dijo:
—Bueno, Bwana, debo volver a mi aldea. Porque tengo trabajo que hacer.
—Antes de que te vayas —dije—, hablemos todos a nuestro Maestro viviente y contémosle de nuestros trabajos y dificultades.
Unos minutos después lo observé caminando con confianza en las tinieblas. Había andado sólo unos pasos cuando se perdió en la oscuridad de la noche. Nos quedamos mirando por la puerta, y de repente todo el lugar se iluminó con un relámpago. Ya bien en su camino, en el centro del sendero, iba Mubofu, caminando confiadamente hacia una de las más siniestras aldeas de toda la llanura central de Tanganica.