Capítulo 7

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El apóstol, hallándose ahora sobre el terreno del sacerdocio, muestra la excelencia del sacerdocio de Cristo según el orden de Melquisedec, y lo emplea para traer a estos hebreos desde aquello que era según el «mandamiento carnal» (7:16, V.M.) a aquello que era «conforme al poder de una vida inmortal» (V.M.).
El orden del sacerdocio es según Melquisedec, pero siguiendo la analogía de Aarón—no habiendo aún salido del Lugar Santísimo. Se sacan argumentos de la Escritura para mostrar que este sacerdocio es mucho más excelente que el de Aarón. Un punto importante es que es otro—«según el orden de Melquisedec se levanta un sacerdote distinto»: esto implicaba la abolición del otro. De manera directa, el sacerdocio aarónico se ha desvanecido, todo el sistema relacionado con él ha desaparecido: porque ésta era su clave. Según sus propias escrituras iba a haber otro, y ahora éste ha llegado. Y siempre que se trata de Cristo, el Espíritu de inmediato derrama toda la hermosura y excelencia de ello.
Génesis 14 y Salmo 110. Estas escrituras nos hacen entrar mucho en la historia de Melquisedec. Son todo lo que tenemos acerca de él, mostrándonos el misterio de su persona y gloria. El pueblo, cuando Cristo estaba en la tierra, no podían comprender que fuera Hijo de David y Señor de David. En el Salmo 110:4, es Jehová, y no en el versículo 7. «Del arroyo beberá en el camino»; al haberse humillado a sí mismo, Su cabeza será levantada.
La historia de Abraham es enormemente interesante en Génesis 13 y 14—habiendo terminado enteramente con el mundo, mientras que Lot, de modo egoísta, gustaba del mundo, y escogió el mundo siendo un creyente. Abraham no hace esto; abandona el mundo en el poder de la fe. Lot estaba bajo el mundo; Abraham tenía un total poder sobre el mundo porque lo había dejado. No estaba dispuesto a tomar de él ni un hilo ni una correa de zapato. Y entonces Dios le dice: «Yo soy tu escudo», etc. Tenía a Dios. Dejando el mundo logró la victoria sobre él, y tiene a Dios como su escudo.
Es después de la victoria que Melquisedec le sale al encuentro. En el futuro esto se verá con Cristo saliendo a Su pueblo; se aplica ahora a nosotros de una manera celestial. «Sacerdote del Dios Altísimo.» En esta palabra se expone todo el peculiar carácter de Melquisedec. Abraham había vencido por la fe. Conocía a Dios por la fe. Ahora Él se da a conocer a Abraham como «poseedor de los cielos y de la tierra». Los poderes gentiles ya quebrantados, Dios rige y hace lo que bien le parece; y Nabucodonosor le da a Dios el título de «el Dios Altísimo». Él toma para Sí Su gran poder, y reina como el Altísimo. Este no es el nombre conocido por la fe de Abraham; era Shaddai: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí», etc. (Gn 17:1). Abraham fue llamado a andar delante de Dios, y Él no permitió que nadie le hiciera mal alguno al pasar a través del mundo. Jehová, el Dios único y verdadero, trajo a Su pueblo a una relación consigo mismo—todos los demás eran falsos dioses. Nosotros tenemos la relación del Padre en contraste con estos; pero todos estos nombres son para que sean reconocidos por la fe. Altísimo es otra cosa; Poseedor, etc.; para «reconciliar consigo todas las cosas» (Col 1) y «reunir todas las cosas en Cristo ... así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1). Él será el poseedor de los cielos y de la tierra. Sacerdote según el orden de Melquisedec, en este carácter de sacerdote del Altísimo, Él ha ganado la plena victoria sobre el poder del mundo. El Heredero de la promesa es el gran vencedor del Salmo 91. El que ha alcanzado el secreto de quién es este Altísimo (nunca aparece en Hebreos el nombre de Padre; se habla del «trono de la gracia») obtendrá las bendiciones del Dios de Abraham. Así Ezequías, escarnecido por el enemigo con: «¿Acaso algunos de los dioses de las naciones ha librado su tierra de la mano del rey de Asiria?» (2 R 18:33). Yo tendré a Jehová el Dios de Israel, ahora menospreciado, pero Él vencerá en medio de los dioses de las naciones (Sal 91:2). No hay secreto ahora en Su nombre (cf. v. 9). Y Él dice: «No tentarás al Señor tu Dios» (Lc 4:11,12). Tentar a Dios es probar si Él es fiel a Su palabra—para ver si es verdad. No pondrás a prueba a Dios. El conocimiento del Altísimo que como Jehová es el Dios de Israel (v. 9). Cuando Cristo haya tomado Su verdadero poder, Él será sacerdote según el orden de Melquisedec: al final será Sacerdote sobre Su trono. El consejo de la paz, por lo que respecta a esta tierra, tiene lugar entre Jehová y este Sacerdote en Su trono—«la justicia y la paz se besaron» (Sal 85:10). Aarón jamás fue rey.
Melquisedec trajo pan y vino tras la victoria. No hay pensamiento de un sacrificio para conseguir bendición cuando se vive una vida de fe, pero él trae refrigerio para el vencedor, pan y vino, eucarístico, acompañado de acción de gracias: pan, el símbolo de lo que fortalece; y vino, de lo que da refrigerio al corazón del hombre. El pueblo de la tierra es introducido plenamente en bendición. Melquisedec bendijo al Dios Altísimo de parte de Abraham, y bendijo a Abraham de parte de Dios.
El sacerdocio terrenal asume el carácter de gozo y alegría por la victoria lograda. Melquisedec era rey de Salem y rey de justicia. Esto no dice nada acerca de la justicia divina: es la justicia establecida. Rige en conformidad a ella—mientras la justicia mira desde el cielo—justicia en Su persona, y misericordia mostrada a aquellos que no la merecen. «He aquí que para justicia reinará un rey.» «Y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión» (Is 32:1,2), «la justicia y la paz se besaron»; la justicia es el carácter del gobierno, y su efecto es paz. Ahora tenemos esto de una manera más elevada, divina. Lo tenemos en nuestras almas; pero tendrá lugar en la tierra, en Melquisedec, rey de justicia y rey de paz. En el Salmo 110 Cristo está sentado a la diestra de Dios, y nosotros estamos vinculados a Él durante el tiempo en que Él está sentado allí—«hasta» que Sus enemigos sean hechos estrado de Sus pies. Su pueblo lo será de buena voluntad en el día de Su poder. «Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder.» Nosotros, por la gracia, somos hechos bien dispuestos ahora (cf. v. 3). «Tienes tú el rocío de tu juventud»; todas las nuevas generaciones de Israel cuando venga la refrescante bendición a la tierra (naturalmente, una figura). Él vendrá con poder, y regirá sobre Sus enemigos—Él juzgará a los paganos. «Del arroyo beberá en el camino», esto es, dispuesto a conseguir refrigerio por el camino, en perfecta dependencia. «Las palabras que me diste, les he dado»; y esto es recompensado con la exaltación. Contemplado como Su título, es según el poder de una vida inextinguible; pero esta vida no es ejercitada aun en conformidad a esto. Lo será cuando se hayan besado «la justicia y la paz». Era necesario que se hiciera la expiación. Los judíos habían rechazado la promesa al igual que la ley, y ahora tenían que acudir libremente, por Su gracia, como cualquier otro mísero pecador.
Pero hay más en el aspecto dispensacional: tenemos la cuestión del nuevo pacto. Tenemos que ver cuál es nuestra parte en él; el nuevo da por viejo el primero. Aquel viejo pacto fue establecido en Sinaí; se dirigía al hombre en la carne, haciéndole unas demandas. El nuevo pacto está sobre la base de que la ley es puesta en su corazón, y el otorgamiento del perdón. El nuevo pacto se hizo con Israel y Judá. ¿No tiene que ver nada con nosotros, entonces? No, no digo esto. Su sangre ha sido derramada. «Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada.» Todo lo que Dios tenía que hacer para dar entrada a los judíos, fue hecho: su entrada queda suspendida por causa de su incredulidad. Entonces, ¿qué tenemos? Él fue ministro del nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu. Nosotros tenemos la ley en nuestros corazones, y perdón. Tenemos todas las bendiciones del nuevo pacto—la parte de Dios de manera exhaustiva. Tenemos a Cristo, en cuyo corazón estaba guardada la ley; no la letra, la cual fue establecida con Israel y Judá, aunque ahora estén fuera. Tenemos otra cosa: Yo soy uno con el Mediador del nuevo pacto. Como parte de la iglesia, soy miembro de Su cuerpo (esto no es expuesto aquí, pero mientras Él ha ido adentro—no visto en el carácter aarónico), estoy asociado con Él. Él ha derramado la sangre sobre la que todo esto se basa. Él ha entrado para afirmar aquella parte que está en el cielo, y mientras tanto yo estoy vinculado con Él. Gozo del efecto de la sangre. El está ahí en el trono, como prueba de que ha sido aceptada. Él es el precursor en la gloria a la que yo me dirijo. Él es sacerdote para siempre, mientras yo estoy aquí abajo en debilidad. Él es sacerdote, diferente de aquellos sacerdotes que morían, por cuanto Él lo es «según el poder de una vida indestructible.» Mientras Él está sentado esperando hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies, lo ha hecho todo por Sus amigos, y ha enviado al Espíritu Santo para que nos asocie con Él en el cielo, y mantenernos en comunión hasta que salga de allí. No se emplea aquí ninguna figura del templo: todo trata del tabernáculo en el desierto. Aquel que es Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec ha entrado. Se ha proveído algo mejor para nosotros, y nosotros obtenemos esta vinculación celestial con Él.
En Hebreos 7 se muestra la superioridad de Su sacerdocio (v. 3). «Para siempre» es desde luego una cosa de suma importancia para nosotros, siendo que se insiste tanto sobre ello. La constancia de nuestra posición aparece en los capítulos 9 y 10. El sentido de esto es que es sin interrupción alguna, no sólo para siempre. El sacerdocio de Aarón pudo quedar interrumpido, y pasar de un hombre a otro, pero éste es un sacerdocio intransmisible. Tiene en su misma naturaleza la estampa de la eternidad; de manera que el valor de Su sangre es para siempre: el sentido es continua o perpetuamente. ¿Y qué encontramos hoy día en el estado de las almas en general? ¿Es continua su paz? ¿O desean, cuando están con­scientes de fracaso, ser rociados otra vez? El judío necesitaba un sacrificio para cada pecado, pero para nosotros hay un sacrificio ininterrumpido en su eficacia—no interrumpido. El sacerdocio prosigue de manera continua. Nosotros fracasamos, y ahí tenemos al Abogado, a Jesucristo el justo. Es conforme al poder de una vida indestructible—no como la de Aarón, ni en el templo, sino en «aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre». Siempre ahí, intransmisible, «perpetua­mente», totalmente. «Viviendo siempre para interceder.»
Melquisedec era, indudablemente, un hombre como todo otro—un personaje misterioso que aparece en escena sin un origen conocido. ¿De quién era hijo? Se han hecho todo tipo de suposiciones sin llegarse a conclusión alguna. ¿Por qué? Porque la Escritura nos deja a oscuras acerca de esto. Como Sacerdote, Cristo era sin genealogía, no como hombre. Su madre es conocida. Una vez más, no debía ser desechado al llegar a una cierta edad, como aquellos sacerdotes. Él queda para siempre. «Hecho semejante al Hijo de Dios»—solamente como Sacerdote. La realeza está vinculada con el sacerdocio. Que Abraham pagara diezmos a Melquisedec constituye otro punto impor­tante. Dios les había dado el sacerdocio aarónico, las promesas, etc., pero había algo mayor, algo en el trasfondo, que estaba por encima y más allá de todo ello. Leví pagó diezmos en Abraham, mostrando ello la superioridad de Melquisedec sobre Leví (vv. 9,10). Tienen que dejarlo todo como aplicable a Aarón.
En los versículos 18-20 tenemos el secreto de toda esta cuestión. Había la abrogación de todo lo que había venido con anterioridad, por cuanto no era perfecto, y se introducía una mejor esperanza. ¿Y cuál es el resultado de esto? Nos acercamos a Dios (v. 19). ¿Hicieron esto los judíos? No. «Todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas.» Pero tenemos la introducción de algo mejor: «Nos acercamos a Dios.» Se ha hecho una perfecta expiación—el velo es rasgado—el Sumo Sacerdote está en el cielo: y cuando venga de allí, nosotros vendremos con Él.
Hay un tiempo para el verdadero Melquisedec cuando Él vendrá en gloria. Estar sentado en el propio trono de Dios es lo más sublime. Ahora está sentado a la diestra de Dios en toda la plenitud y el resplandor de Su gloria; y mientras está allí, obtenemos todas nuestras asociaciones con Él—muertos con Él, etc. Y cuando Él se manifieste, nosotros seremos manifestados con Él. Podemos tomar esto en cuanto a nuestra unión y asociación con Él en sacerdocio; Él es el Sumo Sacerdote, y nosotros somos sacerdotes. El Espíritu Santo, enviado del cielo, nos asocia con Él, mientras que Él esta en el cielo. No podíamos recibir el Espíritu Santo hasta que Jesús fuera glorificado. Luego, poseyendo una perfecta justicia, somos sentados con Él.
Versículo 25. Él «puede también salvar perpetua­mente a los que por él se acercan a Dios.» Nosotros no acudimos a Él (el Sacerdote), sino que Él va a Dios por nosotros, y nosotros vamos a Dios por él. Como Señor, acudimos a Él; pero no como Sacerdote. Él intercede, y nos retorna cuando hemos fracasado. Él está siempre atento—pensando en nosotros cuando nosotros no pensamos en Él.
Versículo 26. «Porque tal sumo sacerdote nos convenía», etc. ¿Por qué esto? ¡Nos convenía a nosotros! Los judíos tenían culto en la tierra; nosotros vamos más allá de los cielos. Nuestro sacerdote está ahí, a la diestra de Dios. Esto marca el carácter de nuestro culto. «Más sublime que los cielos» es el lugar de nuestro culto. Él se santificó a Sí mismo en el sentido más pleno (Jn 17) cuando subió a las alturas. En lugar de un sacerdote unido a nosotros en el lugar del pecado y de sus consecuencias (lo cual no podría ser—Él era santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, pero llevó el pecado en la cruz) Él lleva nuestros corazones fuera de la presente escena del mundo a la escena donde Él está. Lo que hace idóneo a Cristo para el ejercicio de Su sacerdocio es que Él me puede llevar allí donde no está el pecado. Él ha llevado mis pecados. El pecado no fue quitado bajo el servicio judío; pero no es éste el carácter de nuestra relación con Dios. Estamos muertos—muertos al pecado; no podéis conectarlo con vuestro puesto en la tierra. Él ha sido hecho «más sublime que los cielos».
Los judíos tenían sacerdotes débiles; pero al ir al lugar santísimo, no podríamos ir mediante ellos. Tiene que haber Uno capaz de mantenernos en el lugar donde nos ha establecido la justicia divina. El sacerdote tiene que ser santo, inocente, y separado de los pecadores; esto es, la obra es cumplida fuera de la región donde persiste el pecado, habiéndonos transportado a aquel lugar la obra de Cristo en la cruz. Él es separado de los pecadores (en cuanto a su propio estado, moralmente, Él es siempre un nazareo, pero) Él se a puesto aparte como Nazareo en relación con nosotros. Él está allí donde prosigue el culto de adoración.
Los fracasos son medidos por el lugar en el que nos encontramos. En relación con Israel, se ordenó a los sacerdotes: Vosotros llevaréis «las faltas cometidas en todas las cosas santas.» Nosotros somos todos sacerdotes—no hay casta sacerdotal separada—y todas nuestras faltas y fracasos son medidos por el lugar en el que estamos. El lugar al que pertenecemos, y donde llevamos a cabo nuestro culto, y donde está nuestro Sacerdote, está fuera del alcance del pecado. Cuando estemos realmente allí, podremos dejar sueltos nuestros pensamientos y sentimientos; no necesitaremos entonces nuestras conciencias. Ahora tenemos que vigilarlo todo aquí abajo. Pero hay una plena libertad delante de Dios, y puede haber la más libre y plena expresión de pensamiento y sentimiento para con Él.
El otro punto de diferencia entre nuestro Sumo Sacerdote y aquellos otros sumos sacerdotes es que Él se ofreció a Sí mismo una vez, no por Sus propios pecados, sino por los de Su pueblo—por los de la Iglesia e Israel. Lo ha hecho en manera plena, definitiva, de una vez por todas; no se puede repetir. Una vez para siempre, esta declaración expresa el carácter pleno del sacrificio de Cristo. Esto nos da un lugar muy distintivo. Traídos en la luz como Dios está en la luz, donde nunca más puede repetirse el sacrificio, hay allí un Sacerdote, por virtud de una condición inalterable, en la presencia de Dios. Si Cristo no ha quitado nuestros pecados, jamás serán quitados. Su sangre fue derramada, no sólo rociada. Si has sido rociado una vez por la sangre de Cristo, ¿hay algo que la haya quitado? ¿Acaso la sangre ha perdido nunca su valor? No podemos hablar de que pueda ser rociada de nuevo, si la sangre no ha perdido su valor. Puedo tener mis pies lavados con agua para renovación de la comunión; pero en cuanto a la persona como tal, ni siquiera es lavada de nuevo con agua, aunque los pies puedan precisar de frecuente limpieza.
Había en Israel tres casos de rociamiento con sangre: el pacto, el leproso y el sacerdote. El pacto fue rociado una vez por todas; nunca fue renovado, pero es echado a un lado por otro mejor. El leproso era rociado una vez, y no más, y lo mismo tenemos en el caso del sacerdote. No había nada que pudiera suplantar el poder de aquella sangre. «Si andamos en luz, como él está en luz ... la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.» Esto no cambia en absoluto: es de carácter celestial, purificando y haciendo apto para Dios en luz; y es eterna en su eficacia. Es un nuevo lugar donde somos establecidos, y establecidos para siempre.
Permite que me detenga un momento para preguntarte: ¿Hasta dónde has olvidado esto? ¿Cuánto te has alejado dentro de un terreno judaico? Esto está conectado con «la plena certidumbre de fe.» Tenemos que estar limpios antes que estemos ahí, porque Dios está en luz. Es un lugar distinto de aquel en el que se pudiera suscitar alguna cuestión acerca de cuál sea mi estado. ¿Cómo llego allí? Por medio de la cruz. Pero si vengo mediante la cruz, ¿estoy contaminado o incontaminado? Soy introducido en presencia de Dios, y no puedo estar allí sin haber sido purificado. Cristo vino a nosotros en nuestros pecados, o no tendríamos esperanza: pero es en virtud de Su sangre que acudimos a Dios. ¿Cómo vas ante Él: purificado o no purificado? ¿No sabemos si estamos purificados o no? Podemos desconocernos a nosotros mismos, pero sabemos si hemos sido purificados o no. La manera en que accedemos a Su presencia es siendo purificados. Esto es muy diferente de la posición de aquellos cuyo caminar era sobre la tierra—encontrando un pecado y purifi­cándolo, encontrando un pecado, y purificándolo. Los frutos de la luz son unas cosas muy concretas. Si somos hechos hijos de luz, no es para disminuir la luz, sino para juzgarlo todo por medio de ella. Éste es el efecto de estar ahí.