Capítulo 8

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«Se sentó a la diestra de la majestad en los cielos.» ¿Y esto por qué? Porque si no hay nada más que hacer por nosotros, Cristo no tiene más que hacer (no me refiero a la obra sacerdotal, sino a quitar los pecados). Él se ha sentado—está reposando, sin tener más que hacer (cap. 10). La ofrenda ha sido presentada, y no puede ser repetida (cap. 8:3). Todo el oficio sacerdotal es ejecutado a cabo en el cielo mismo. La ofrenda era otra cosa. El ofrendante traía la víctima, y el sacerdote recibía la sangre y la llevaba adentro. El día de la expiación era una cosa distinta: el sacerdote tenía que llevarlo a cabo todo por sí mismo—no llevar a cabo la obra intercesión, sino la de representación del pueblo. Cristo tomó este puesto. Él podía decir «mis iniquidades», etc., porque Él llevó nuestros pecados. Nosotros nunca podemos hablar de llevar nuestros pecados: Él, que era sin pecado, los llevó por nosotros. Él fue la víctima, y al mismo tiempo el confesor, reconociendo todos los pecados como propios. Luego, como obra sacerdotal, Él lleva la sangre dentro, habiéndose ofrecido a Sí mismo sin mancha a Dios (en este sentido, el holocausto). Él fue «hecho pecado». Se ofreció a Sí mismo libremente, y los pecados fueron puestos sobre Él; primero Él toma aquella copa terrible, y luego va y rocía aquel lugar. Su sacerdocio tiene enteramente lugar en el cielo. El tabernáculo estaba en la tierra; había el patio del tabernáculo, y dentro el patio estaba fuera del mundo y no dentro del cielo. Él fue levantado (Jn 12) para atraer a todos a Él.
Cristo, rechazado por los judíos, era presentado por Dios—el Cristo muerto—como centro de atracción para todo el mundo. Al entrar en Su servicio y misión en la tierra, vino entre las ovejas perdidas de la casa de Israel; pero cuando veo al Cristo crucificado, esto es para el pecador, y entonces obtengo un perfecto amor para el pecador y expiación por el pecado—una gracia perfecta. Luego Él pasa, en virtud de aquella sangre, a través del velo rasgado y al lugar santo; y yo entro allí en espíritu en la misma presencia de Dios—no en la tierra. Aquellas cosas eran ejemplos y sombra de cosas celestiales, y nuestro lugar es ahora el Lugar Santísimo.
No se encuentra lugar alguno para el primer pacto. Obsérvese que ha menudo se da una gran confusión entre el pacto de la gracia y la ley. La ley fue dada en el Sinaí. Todas las promesas fueron dadas sin condición alguna—incondicionales. Cuando el pueblo salió de Egipto, fue diferente. Entonces, el cumplimiento de la promesa se hizo depender de su obediencia; y se llegó al fin de todo porque no pudieron mantener la obediencia. ¿Por qué introdujo Dios un principio así? Con la promesa no se suscitaba la cuestión de la justicia; pero cuando se dio la ley, se le demandó algo al hombre: y el efecto de suscitarse esta cuestión fue la de que se manifestara directamente el pecado. ¿Por qué entró la ley? Porque somos unas criaturas soberbias, y nos pensamos que podemos hacer mucho.
La ley no era una transcripción de Dios, sino de lo que había de ser el hombre; y cuando fue aplicada al hombre como prueba, expuso el mal que existía. Dada a un pecador para decirle lo que debía ser, venía demasiado tarde—el hombre ya había fracasado; el becerro de oro fue levantado antes que recibieran las palabras de la ley. Cristo, en lugar de demandar justicia del hombre, lleva los pecados y obra la justicia. Lo que tenemos en Cristo es mucho más que lo que la ley demanda. La ley nunca demandó a nadie que pusiera su vida—y mucho menos que el Hijo de Dios pusiera Su vida. Él glorificó a Dios allí donde Dios había sido deshonrado, no sólo por Su andar justo en la tierra, sino que Dios fue glorificado en Él.
Supongamos que Dios hubiera barrido al hombre por el pecado, en justicia: ¿dónde se habría manifestado el amor? Si Él tan solo hubiera pasado nuestros pecados por alto, sin juzgarlos, ¿dónde habría estado la justicia? Había un amor infinito e indescriptible para los míseros pecadores, y una justicia infinita para con Dios. Toda la base del pacto del Sinaí se ha desvanecido—estamos muertos bajo él: ya no puede ir más allá. La ley pone al hombre bajo responsabilidad. ¿Estás manteniéndote sobre la base de tu responsabilidad? Estás perdido si es así.
La cuestión se reduce a los dos árboles del huerto del Edén: vida y responsabilidad. Cristo, como hombre, toma del bien y del mal, y muere bajo ello. Se pone así bajo el uno para darnos el otro, porque Él es vida.
Así, en el capítulo 8 tenemos un pacto enteramente nuevo, y el nuevo hace viejo al primero. En la letra, es establecido con la casa de Israel. Pero además hay gracia: no se trata de, no me acordaré de ellos, sino de: «nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades.» No me acordaré más de eso. Éste es nuestro lugar. Un pacto hecho con el hombre como hombre es una ruina cierta, porque se demanda su justicia, y se trata de que lo ha de guardar él. Pero aquí Dios dice: «Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré», etc. Si el hombre está bajo el viejo pacto, está bajo una condición. Si está bajo el nuevo, no hay condición. Este pacto de la letra está hecho con Israel, no con nosotros; pero nosotros recibimos sus beneficios. «Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada.» Con esto se eliminaba, mediante la muerte, el quebrantamiento de toda obligación. Al no aceptar Israel la bendición, Dios introdujo la iglesia, y el Mediador del pacto ascendió a las alturas. Estamos asociados con el Mediador. En el futuro será cumplido en Israel. Pablo fue su ministro en el espíritu, pero no podía serlo en cuanto a la letra. No necesitarán ministro para este pacto, porque todos lo conocerán cuando Dios lo escriba en sus corazones; quedará cumplido, siendo Dios su ministro (lo digo con reverencia) cuando lo escriba en sus corazones. Nosotros no lo tenemos en la letra, sino en su espíritu, y por ello lo poseemos en todo su valor, porque la manera en la que lo conseguimos es que el Mediador del mismo deviene nuestra vida—nos son perdonados nuestros pecados—somos asociados con el Mediador. Él es nuestra vida, y nosotros tenemos todas las bendiciones del nuevo pacto dentro del velo. Poseemos todas las bendiciones, por la misma razón de que no es ejecutado con el pueblo para el que fue hecho.
Ahora se suscita la pregunta: ¿Hasta dónde estamos firmes sobre este terreno? ¿Se aferra vuestra fe a este hecho de que Cristo ha resuelto todas las cuestiones que estaban pendientes contra vosotros, y que ha ido adentro por cuanto nuestros pecados han sido quitados? Ahora resplandece la luz verdadera: esto no podía decirse mientras había un velo y un sacerdocio terrenal.
¿Puedes estar en la presencia de Dios sin velo, sabiendo que cuanto más resplandece la luz sobre ti, tanto más evidente es que estás sin mancha sobre ti?