Observaciones sobre el movimiento de santidad

 
Desde mi separación de las sociedades perfeccionistas, con frecuencia se me ha preguntado si he hallado una norma tan alta guardada por la generalidad de los cristianos que no profesan poseer “la segunda bendición” como la he visto guardar por aquellos que profesan tenerla. Mi respuesta es que después de haber considerado cuidadosamente, y creo que sin prejuicio, a unos y a otros, he visto una norma más alta mantenida por los creyentes que rechazan inteligentemente la teoría de la erradicación del pecado innato, que entre aquellos que la aceptan. Son ellos cristianos serenos, modestos, que conocen tan bien sus biblias y sus propios corazones, que serían incapaces de permitir que sus labios hablaran de impecabilidad y de perfección en la carne, no obstante caracterizarse por una completa devoción al Señor Jesucristo, amor a la palabra de Dios y santidad de vida y de obra. Mas estos benditos frutos surgen, no de la ocupación consigo mismos, sino de la ocupación con Cristo, en el poder del Espíritu Santo.
No tengo en cuenta al emitir mi juicio y criterio sobre estas cosas al gran cuerpo de profesantes, quienes apenas están claros o definidos sobre nada. Me refiero, más bien, a aquellos entre las varias denominaciones, y los que están fuera de tales agrupaciones, quienes confiesan a Cristo valientemente y procuran ser un testimonio en favor de Él en el mundo. Comparados con éstos, repito, existe una norma de vida cristiana mucho más baja entre la llamada “gente de santidad”.
No es menester ir muy lejos a buscar las razones para esto; porque en primer lugar la profesión de “santidad” induce a un sutil orgullo espiritual que a menudo raya en el mismísimo fariseísmo, y con frecuencia conduce a la más manifiesta confianza en sí mismo. Y en segundo lugar, afirmar que yo vivo sin pecado trae como secuela la conclusión de que nada que yo haga es pecado. De aquí que la enseñanza de santidad en la carne tiende a endurecer la conciencia y hace que el profesante de ella reduzca la norma cristiana de vida al nivel de su pobre experiencia personal. Quienquiera que frecuente mucho entre las personas que hacen esta profesión pronto empezará a reconocer como priva entre ellas las condiciones que he descrito. Los profesantes de la “santidad” a menudo son personas mordaces, maledicentes, despiadadas y duras al juzgar a otros. Exageraciones, las cuales constituyen una monstruosa deslealtad a la verdad son inconscientemente alentadas y con frecuencia consentidas en sus reuniones para “testimonio”. La mayoría de ellos no están más libres de las vulgaridades, expresiones callejeras y la liviandad en el hablar que las personas ordinarias que no hacen tal profesión; al tiempo que muchos de sus predicadores son muy dados a sermones sensacionales y de entretenimiento, que de todo tienen, menos de seriedad y de edificación. ¡Y todo esto, percátese usted, sin que pequen!
El Apóstol Pablo pone énfasis en que la envidia, la contienda y las divisiones son evidencia de carnalidad, y las designa “obras de la carne”. ¿Dónde han sido las divisiones, con todo su tráfago de males, más corrientes que entre las rivales organizaciones de la “santidad”, algunas de las cuales denuncian rotundamente a todos los adeptos de las otras como “apóstatas” y “en camino del infierno”? Yo he podido escuchar tales denuncias en muchas ocasiones. El rencor existente entre el Ejército de Salvación y los varios desprendimientos del mismo: Los Voluntarios de América, el desacreditado Ejército de Salvación Americano, el ahora difunto Ejército Evangelístico, y otros “ejércitos” son la mejor prueba de este aserto, y las otras sociedades de “santidad” tampoco cuentan con un historial más brillante que este. He notado que la deuda y su hermana gemela, la preocupación, son tan comunes entre estos profesantes como entre otros. En efecto, la pecabilidad de la preocupación parece ser raramente percibida por ellos. Los abogados de la “santidad” tienen todas las poco agradables maneras que tanto afligen a muchos de nosotros. Ellos no están más libres de tacañería, chismes, maledicencia, egoísmo y flaquezas semejantes que sus prójimos.
En cuanto a la perversidad y la impureza abyectas, me apena decir que los pecados de positivo carácter moral se encuentran con más frecuencia en las iglesias y misiones vinculadas al movimiento de la “santidad” y en las brigadas del “Ejército de Salvación” que lo que las personas ajenas pudieran posiblemente pensar. Sé de qué hablo; y sólo un deseo de salvar a otros de las amargas decepciones que yo tuve que afrontar me impele a escribir del modo que lo hago. Generalmente existen fallas entre los cristianos que horrorizan y herirían la sensibilidad de muchos, las cuales se suceden de tiempo en tiempo, por no velar en oración. ¡Pero de seguro que tales fallas si acaso ocurren entre los militantes en este movimiento de la “santidad” debe ser a intervalos muy escasos! Ojalá fuera así. ¡Ah, es todo lo contrario! El sendero del movimiento de “santidad” (incluyendo, desde luego, al Ejército de Salvación) está salpicada de esos derrumbamientos morales y espirituales. No me atrevería a contar de las veintenas, y aún cientos de soldados y oficiales “santificados” quienes, según me consta por conocimiento personal, fueron licenciados o abandonaron “el Ejército” en desgracia durante mis cinco años de oficialato. Podrá objetarse que tales personas habían “perdido su santificación” antes de caer en estas malas prácticas; pero ¿qué valor tiene una santificación que deja al que la posee tan inerme como cualquier otro que no reclama poseer nada semejante?
Por otra parte admito con gran regocijo que entre los rangos de la organización militar-religioso a la cual pertenecí, como en otras organizaciones de “santidad”, hay muchos, muchos hombres y mujeres, piadosos y devotos, cuyo celo por Dios y su abnegación son ostensibles, quienes serán recompensados en “aquel día”. Pero no se ciegue nadie por esto, al extremo de creer que ha sido la doctrina de “santidad” lo que ha hecho de éstos tales cristianos ejemplares. La refutación de esa creencia está en el hecho sencillo de que la gran mayoría de los mártires, misioneros y siervos de Cristo, quienes a lo largo de la historia del cristianismo “no han amado sus vidas hasta la muerte”, jamás soñaron con abrogarse tales privilegios, sino por el contrario, reconocieron cada día su pecaminosidad natural y su constante necesidad de la abogacía de Cristo.
Los testimonios de muchos que figuraron en un tiempo en otras organizaciones en las cuales la santidad en la carne es predicada y profesada están contestes con el mío en cuanto al gran porcentaje de “retrogradación” de la virtud y la pureza personal.
La superstición y fanatismo más groseros tienen su albergue entre los abogados de la “santidad”. Nótese el actual “movimiento de las lenguas” con todos los engaños e insanias correspondientes. Un insaciable e insano deseo de nuevas y estremecientes sensaciones religiosas, y reuniones emocionales de naturaleza muy excitante producen este resultado inmediato. Por el desconocimiento de una paz segura y suponer que la salvación final depende de progreso en el alma, la gente llega a depender tanto de “bendiciones” y “nuevos bautismos del Espíritu”, que así llaman ellos estas experiencias, que caen de súbito presas de los engaños más absurdos. En los últimos años cientos de reuniones de “santidad” a través del mundo se han tornado literalmente en pandemonios, donde las demostraciones dignas de una casa de locos o de una concentración de derviches aullando se llevan a cabo noche tras noche. No en balde se nota entre ellos un fuerte contenido de demencia y escepticismo como el resultado corriente de esto.
Estoy bien enterado de que muchos maestros de la “santidad” repudian toda relación con estos fanáticos, pero parecen no echar de ver que son sus mismas doctrinas la causa directa de los frutos repudiables que he estado comentando. Predíquese un Cristo integral, proclámese una obra consumada, enséñese, escrituralmente, la verdad de la morada del Espíritu Santo en el creyente, y todas estas experiencias extravagantes desaparecerán.
Quizá lo más lastimoso del movimiento al que me he estado refiriendo es la larga lista de naufragios en la fe, los que han de atribuirse a lo insano de su instrucción. Gran número de personas buscan “la santidad” por años sólo para hallar que han tenido como meta delante de ellos lo inalcanzable. Otros profesan haberla recibido, pero al fin han sido obligados a reconocer que estaban equivocados. El resultado es que a veces la mente sucumbe al esfuerzo denodado, pero con mucha más frecuencia la incredulidad en la inspiración de las Escrituras es el resultado lógico. Es para las personas que se acercan peligrosamente a los escollos del escepticismo y de las tinieblas que he escrito estas páginas. La palabra de Dios es verdadera. Él no ha prometido lo que no ha de cumplir. Eres tú, querida alma turbada, quien has sido extraviada por una falsa enseñanza sobre la verdadera naturaleza de la santificación y los efectos propios de la morada del Espíritu Santo en el creyente. No permitas que la incredulidad tenebrosa ni la decepción melancólica te impidan leer los capítulos que siguen, y escudriñar las Escrituras diariamente, para ver si estas cosas son así. Y que Dios, en Su rica gracia y misericordia conceda a cada lector egocéntrico que mire sólo a Cristo, “Quien nos es hecho para Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”.