Sol brillante y nubes

 
Por algunas semanas, después de la inusitada experiencia antes descrita viví tan feliz como en un estado de ensoñación, gozándome en mi imaginada impecabilidad. Una gran idea habíase posesionado de mi mente; y ya fuera que estuviera ocupado en mi trabajo o ya en mis horas libres, pensaba muy poco en otra cosa que no fuera el maravilloso suceso que había ocurrido. Pero gradualmente empecé a “poner mis pies en la tierra”, por así decirlo. Me empleaba para ese entonces en un estudio fotográfico, donde me mezclaba con personas de hábitos y gustos distintos, algunas de las cuales ridiculizaban, algunas toleraban y otras simpatizaban con mis ideas radicales en materia religiosa. Noche tras noche concurría a los servicios, hablando, tanto en la calle como en los locales, y pronto noté (al igual que otros, sin duda) que un cambio se había operado en mis “testimonios”. Antes yo siempre había ensalzado a Cristo y señalaba a los perdidos hacia Él. Mas ahora, imperceptiblemente, mi propia experiencia se había convertido en el tema de mi predicación, presentándome a mí mismo como un ejemplo notable de consagración y santidad. Esta era la nota característica predominante de los breves mensajes dados por la mayoría de los cristianos “adelantados” en nuestra compañía. Los más jóvenes en la gracia glorificaban a Cristo. Los “santificados” se glorificaban a sí mismo. Un himno favorito que solíamos cantar pone de relieve esto que acabo de decir mejor que lo que pueden hacerlo mis palabras. Helo aquí:
Yo sé que algunos no viven santamente;
Batallan contra el pecado inconquistado,
Sin atreverse a consagrarse plenamente;
De otro modo plena salvación habrían ganado.
Su lucha contra la malicia es constante;
De la duda librarse es su afán,
Se quejan de las cosas circundantes;
¡Gloria a Dios que no estoy donde ellos están!
¿Me creerá el lector cuando afirmo que cantaba esta monstruosa estulticia sin pensar que estaba dando riendas a mi orgullo pecaminoso? Yo estimaba que era mi deber dirigir constantemente la atención hacia “mi experiencia de salvación plena”, según se le denominaba. “Si no testifica a favor de ella usted perderá su bendición” era aceptado como un axioma entre nosotros.
A medida que transcurrió el tiempo volví a tener conciencia de que había en mí deseos de pecar y pensamientos perversos. Me hallaba perplejo. Acudí en demanda de ayuda a un conspicuo maestro, quien me dijo: “Estas no son sino tentaciones. La tentación no es pecado. Usted sólo peca si accede a la sugestión pecaminosa”. Esto me dio paz por un tiempo. Hallé que este era el modo general de excusar tales manifestaciones, las cuales evidencian una naturaleza caída que se suponía haber sido eliminada.
Gradualmente fue descendiendo a un plano cada vez más bajo, hasta acceder a incurrir en acciones que una vez hubiese repudiado; y aun observé que todos los que me rodeaban hacían lo mismo. Las primeras experiencias extáticas apenas habían durado. El éxtasis había desaparecido, y los “santificados” eran muy poco distintos a sus hermanos, quienes se suponía fueran “justificados tan solo”. Nosotros no cometíamos ostensibles actos de maldad, éramos, por tanto, impecables. La concupiscencia no era pecado, a menos que se sucumbiera a ella; de aquí que fuera muy fácil seguir testificando que todo marchaba bien.
Los cuatro años que siguen los reseño brevemente y hago esto adrede, ya que primordialmente se trata de temporadas de servicio feliz, así estimado por ignorancia. Era yo joven en años y en gracia. Mis ideas sobre el pecado así como sobre la santidad eran muy rudimentarias e imperfectas. Por tanto era, en general, fácil pensar que estaba viviendo sin el uno y manifestando la otra. Cuando las dudas me asaltaban, las consideraba tentaciones del diablo. Cuando me encontraba inequívocamente consciente de que había pecado realmente, me persuadía a mí mismo de que por lo menos no era un pecado voluntario, sino más bien un error de la mente antes que una acción intencional del corazón. Entonces recurría a Dios en confesión y oraba para ser limpio de las faltas ocultas.
Sólo contaba dieciséis años cuando era yo un cadete, esto es, un estudiante que me preparaba para la oficialidad en el Ejército de Salvación. Mientras pasaba la prueba en la guarnición de adiestramiento de Oakland tuve más dificultad que en ninguna otra época. La recia disciplina y la obligada asociación íntima con jóvenes de tan variadas inclinaciones y tendencias, así como de distintos grados de experiencia espiritual, resultaba muy duro para una persona de temperamento suprasensible como yo. Vi muy poca santidad en aquel sitio y me temo que la que yo demostraba fuera mucho menos que la que allí viera. En efecto, por los últimos dos meses de mi término de cinco en aquella institución, me hallaba sumido en un estado de perplejidad, y no me atrevía a profesar santificación en absoluto, debido a mi bajo estado espiritual. Me atormentaba el pensar que yo hubiese apostatado y pudiera perderme eternamente después de todas mis felices experiencias anteriores acerca de la bondad del Señor. Dos veces salí sigilosamente del edificio mientras todos dormían y me dirigí a un punto solitario donde pasé la noche en oración, rogando a Dios que no alejara de mí Su Santo Espíritu, sino que me limpiara otra vez completamente de todo el pecado innato. Cada vez “asumía tenerla por fe” (esto es, la impecabilidad), pareciendo más brillante por unas pocas semanas, pero caía otra vez, inevitablemente, en la duda y en la melancolía, con conciencia de haber pecado, tanto en pensamiento como de palabra, y a veces por acciones impuras que me producían terrible remordimiento.
Por fin recibí la comisión de Teniente. Otra vez pasé la noche en oración, pensando en que no podía emprender la tarea de enseñar y dirigir a otros a menos que yo mismo fuera puro y santo. Impulsado por la idea de estar libre de la restricción a que por tanto tiempo había sido sometido era comparativamente fácil esta vez creer que la obra de completa limpieza exterior estaba de seguro consumada, y que yo estaba ahora, si no lo estuve antes, libre, de hecho, de toda carnalidad. ¡Cuán prestos estamos a engañarnos sumisamente, nosotros mismos, en cuestiones como esta! De allí en adelante me convertí en un abogado más ferviente que nunca de la segunda bendición, y recuerdo que con frecuencia le rogué a Dios que diera a mi querida madre la bendición que me había dado a mí, y que la hiciera tan santa como lo había venido a ser su hijo. ¡Esa santa madre mía había conocido a Cristo antes de nacer yo y conocía demasiado bien su propio corazón para hablar de impecabilidad, si bien es verdad que vivía una vida cristiana consagrada! En mi año de Teniente y entonces como Capitán (el “Capitán” estaba encargado de un cuerpo o misión, y el “Teniente” asistía al “Capitán”), me complacía completamente mi trabajo y con gusto sufría molestias y privaciones (las cuales creo que ahora evadiría) ya que confiaba en que estaba viviendo la doctrina de perfecto amor a Dios y al prójimo, asegurando más, de este modo, mi propia salvación final. No obstante, al lanzar una mirada retrospectiva, ¡cuán graves fracasos puedo percibir! ¡qué insubordinada voluntad! ¡qué falta de sujeción a la palabra de Dios! ¡cuánta autosatisfacción y complacencia de mí mismo! ¡Ay!, “el hombre en su mejor condición es todo vanidad”.
Me encontraba a la sazón entre los dieciocho y los diecinueve años, cuando comencé a abrigar serias dudas respecto a si en realidad había alcanzado aquel nivel tan alto de vida cristiana como había profesado poseer, y el cual el Ejército de Salvación y otros movimientos con igual credo sobre la santidad demandaban como el único cristianismo verdadero. Qué me condujo a dichas dudas fue de una naturaleza muy personal y privada para revelarlo; pero ello resultó en una lucha y en grandes esfuerzos dirigidos a crucificarme a mí mismo, lo cual me produjo decepción y angustia muy punzantes; pero me demostró más allá de toda duda que la doctrina sobre la muerte de la vieja naturaleza es un sofisma desdichado y que la mente carnal era aún parte de mi ser.
Siguieron casi dieciocho meses de lucha constante. En vano escudriñé mi corazón para ver si había hecho una rendición entera de mis afectos pecaminosos y tratar de abandonar todo aquello que me fuera conocido y que pareciera en algún sentido malo o dudoso. En algunas ocasiones por intervalos de un mes y a veces más, podía persuadirme a mí mismo de que al fin había, en verdad, recibido de nuevo “la bendición”. Pero he aquí, que de un modo invariable, a las pocas semanas, me enfrentaba una vez más con aquello que demostraba que en mi caso particular todo era un engaño.
No me atrevía a abrir mi corazón a mis ayudantes en la obra o a los “soldados” que estaban bajo mi dirección. Pensaba que de hacer tal cosa, perdería toda influencia sobre ellos, y sería visto como un apóstata. Así fue que peleé mis batallas solo, y en secreto, y nunca concurrí a una reunión de “santidad” sin persuadirme a mí mismo, de que al menos ahora, estaba completamente entregado, y por tanto, debía tener la bendición de la santificación.
Algunas veces yo la llamaba entera consagración, sintiéndome así más aliviado. No parecía estar exigiendo demasiado. No tenía un concepto entonces de la hipocresía envuelta en todo esto. Lo que hacía mi angustia más punzante era el conocimiento que tenía de que yo no estaba sufriendo solo. Otro, a quien yo estimaba mucho, compartía mis dudas y mis ansias debidas a lo mismo. Para esta referida persona estas ansias y dudas eventualmente significaron completo naufragio de su fe; y una de las almas más nobles que jamás haya conocido se extravió hasta el extremo de perderse en los laberintos del espiritismo. ¡Dios conceda que no sea para siempre, sino que pueda alcanzar misericordia del Señor en aquel día!
Ahora comenzaba a ver la fila de desengañados y renunciantes que esta enseñanza sobre la santidad había dejado a su paso. Podía contar por veintenas las personas que habían terminado en una absoluta incredulidad por causa de esta enseñanza. Todas daban siempre la misma razón: “La he sometido a todas las pruebas y he hallado que es un fracaso. De modo que he llegado a la conclusión de que la enseñanza de la Biblia era todo un engaño, y que la religión era una cuestión meramente emocional”. Muchas más personas (varias de las cuales conocí íntimamente) rodaron paulatinamente hasta la locura, después de haber estado por años revolviéndose en el pantano de esta religión emocional; porque la gente decía que el estudio de la Biblia los había vuelto locos. ¿Cuán lejos estaban de saber que fue precisamente la falta de conocimiento bíblico el responsable de su precario estado mental; más aún, ¡el uso absolutamente antibíblico de pasajes aislados de la Biblia!
Terminé por hallarme tan atribulado que no podía continuar con mi trabajo. Llegué a la conclusión de que debía renunciar del Ejército de Salvación, y así lo hice, pero fui persuadido por el Coronel (quien equivale al obispo en otras denominaciones) de que debía esperar seis meses antes de que la renuncia tuviera efecto. Él me sugirió, y yo accedí, a abandonar el trabajo en los cuerpos y salir en una excursión especial —ya que en el cumplimiento de estos menesteres no había necesidad de tocar la cuestión de la “santidad”—. Pero yo predicaba a otros muchas veces, cuando estaba atormentado por el pensamiento de que yo mismo podía finalmente ser perdido, porque, “sin santidad nadie verá al Señor”; y, por más que traté, no podía estar seguro de poseerla. Hablaba con cualquiera que me pareciera tener realmente la bendición que yo tanto anhelaba; pero eran muy pocos los que, después de intimar con ellos, demostraban ser genuinos. Observé que el estado general de “los santificados” era tan bajo, si no más bajo que el de aquellos que ellos describían desdeñosamente como “sólo justificados”.
No podía resistir más, y pedí ser relevado de todo servicio activo, y por solicitud mía propia, fui enviado a la Casa de Descanso Beulah cerca de Oakland.
De seguro ya era tiempo de tomar este descanso; cinco años de trabajo activo con solo dos licencias breves habían arruinado mis nervios, gastado mi cuerpo, y me habían dejado en una aguda crisis mental.
El clamor de mi alma atribulada después de los años que pasé predicando a otros era: “¡Oh, si supiera dónde encontrar a Cristo!”. No pudiendo hallarlo, sólo veía tinieblas y desesperación delante de mí, pero aún así conocía muy bien Su amor y solicitud, lo cual impidió que cayera en completo abatimiento.