Santificación relativa

 
Nada establece con más claridad la tesis en que hemos insistido a través de lo que hemos expuesto —o sea, que la santificación no es la erradicación de nuestra naturaleza pecaminosa— que el modo en que se usa la palabra, relativamente, donde es positivamente cierto que no se contempla que obra alguna haya tomado lugar en el alma de aquel que es santificado. Habiendo considerado cuidadosamente los aspectos absoluto y práctico de la santificación, sin los cuales, es irreal toda profesión, podría ser de provecho en este instante, tomarle el peso a lo que Dios tiene que decir sobre esta santidad que es meramente exterior o relativa.
En el capítulo sobre la santificación por la sangre ya hemos visto que una persona puede, en cierto sentido, estar santificado por asociación, y a pesar de eso, ser irreal todo el tiempo, sólo para convertirse al fin en un apóstata.
También es cierto que en otro sentido se dice que personas santificadas por asociación, quienes son sujetos de oración ardiente y fervorosa, y con todo eso pueden —y con toda probabilidad son— verdaderamente salvas. Pero son santificadas antes de esto, y en vista de ello.
El capítulo 7 de 1 Corintios es el pasaje que debe ocupar nuestra atención ahora. Contiene la instrucción más completa en cuanto a las relaciones matrimoniales, que tenemos en la Biblia. Comenzando con el versículo 10, leemos: “Mas a los que están juntos en matrimonio, denuncio, no yo, sino el Señor; que la mujer no se aparte del marido. Y si se apartare, que se quede sin casar, o reconcíliese con su marido, y que el marido no despida a su mujer”. En cuanto a esto, el Señor ya ha dado instrucción explícita, según se registra en Mateo 19:1-12.
Debido a la difusión del evangelio entre los paganos de los gentiles había surgido una condición en muchos lugares que las palabras del Señor no parecían suficientes para afrontar, ya que esas palabras habían sido dirigidas a los judíos, que eran un pueblo íntegramente apartado para Jehová. La cuestión que pronto comenzó a agitar la Iglesia fue esta: Supóngase un caso (y había muchos como tales) en que una mujer pagana se convierte a Dios, pero su esposo permanece siendo un idólatra inmundo, o viceversa; ¿puede el cónyuge cristiano permanecer en la relación matrimonial con la esposa o el esposo inconverso, y no contaminarse? Para el judío, sólo pensar en tal condición constituía una ofensa. En los días de Esdras y de Nehemías algunos del remanente de los transmigrados se habían tomado mujeres de las naciones amalgamadas que les rodeaban, y el resultado fue la confusión. “Sus hijos la mitad hablaban asdod, y conforme a la lengua de cada pueblo; que no sabían hablar judaico” (Nehemías 13:24). Este estado de cosas era abominable para los piadosos directores del pueblo, quienes no reposaron hasta que las esposas extranjeras habían sido expulsadas de en medio de ellos, y juntamente con ellas, sus hijos, los cuales fueron tenidos igualmente por inmundos, y como una amenaza a la pureza de Israel.
Contando sólo con el Antiguo Testamento, ¿es extraño que algunos celosos y bien intencionados legalistas de Jerusalén hubiesen ido como ascuas a través de las asambleas de los gentiles predicando una cruzada contra toda contaminación de esta índole, y disociando familias por todas partes, aconsejando a los esposos convertidos a despedir a sus esposas inconversas y a negarle reconocimiento a sus hijos, como productos de una relación inmunda, al igual que surgían de las mujeres cristianas que rehusaran los abrazos de sus esposos idólatras, y, no importa lo que ellos implicaba para sus afectos, abandonaran el fruto de sus vientres como un supremo sacrificio al Dios de santidad?
Fue en evitación de que las cosas llegaran a extremos semejantes que los versículos que siguen a los que ya hemos considerado fueron escritos por inspiración del Dios de toda gracia. El Señor no había hablado concerniente a esta anomalía, porque el tiempo de hacerlo no había llegado aún. Por tanto, Pablo escribe: “Y a los demás digo yo, no el Señor: Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone.
Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos (o santificados). Pero si el incrédulo se separa, sepárese; pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso, sino que a paz nos llamó Dios. Porque ¿qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, oh marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (versículos 12-16).
¡Qué ejemplo tenemos aquí del trascendental poder de la gracia! Bajo la ley, el cónyuge inmundo contaminaba al que estaba santificado. Bajo la gracia el que Dios ha salvado santifica al inmundo.
La familia es una institución divina, más antigua que las naciones, antes de Israel, anterior a la Iglesia. Lo que hallamos aquí, al igual que en otras partes de las Escrituras, claramente indica que es la voluntad de Dios salvar a Su pueblo por familias. Él no desea violentar los nexos naturales que Él mismo ha creado. Al salvar a un individuo que es cabeza de una familia Él está indicando que reserva bendiciones para toda la familia. Esto no afecta la responsabilidad individual. La salvación, claro está, “no viene por linaje”, pero es, generalmente hablando, el pensamiento de Dios liberar las familias de Su pueblo juntamente con ellos. Por esto Él declara que la salvación de uno de los padres santifica al otro, y que los hijos también son santificados.
¿Será que ha ocurrido cambio alguno dentro de dichas personas? Ninguno en absoluto. Pueden estar completamente no regenerados aún, amando sólo su vida de maldad, despreciando la gracia, sin ningún temor al juicio de Dios. ¡Pero, no obstante, están santificados!
¿Cómo concuerda esto con el punto de vista de los perfeccionistas sobre la santificación? porque, si es evidente que según se usa el término aquí, no puede significar una limpieza interior, su sistema se derrumba. El hecho es que el perfeccionista le ha endilgado al vocablo un significado arbitrario, el cual es etimológicamente incorrecto, escrituralmente incierto y experimentalmente falso.
En el caso que nos ocupa ahora, la santificación es clara y completamente relativa. La posición del resto de la familia es cambiada por la conversión de uno de sus padres. Ese no es ya un hogar pagano a la vista de Dios, sino un hogar cristiano. Esa familia no mora más en las tinieblas, sino en la luz. No deseo que se me entienda mal en este punto. No hablo de luz y de tinieblas como implicando capacidad o incapacidad espiritual. Me estoy refiriendo a responsabilidad exterior.
En un hogar pagano todo es tinieblas; en él no brilla la luz, en absoluto. Pero, conviértase uno de los cónyuges a Dios; ¿qué sucede, entonces? Inmediatamente se enciende un candelabro en aquella casa, el cual, quiéranlo ellos o no, ilumina a cada uno de sus miembros. Ocupan ahora un lugar de privilegio y responsabilidad al cual habían sido extraños hasta hoy. Y todo esto, sin que obra de Dios alguna se haya efectuado en sus almas todavía, sino sencillamente, con vista a la conversión de ellos. Porque la conversión del cónyuge fue el medio para Dios manifestar Su deseo de mostrar gracia a toda la familia como en el caso del carcelero de Filipo. Él hizo que Sus siervos declararan: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo, tú y tu casa”. Las últimas palabras no garantizan la salvación a la familia, pero llevan al instante al corazón del carcelero la convicción de que el mismo camino que se abrió para su salvación, está abierto para la salvación de su familia, y que Dios quiere que cuente con Él a ese fin. Los miembros de su familia fueron santificados en el momento en que él creyó, y pronto el gozo inundó toda la casa, al responder todos a la gracia proclamada.
Esta es, en breve, la enseñanza de las Sagradas Escrituras, en cuanto a la santificación relativa, un asunto con frecuencia ignorado o pasado por alto, pero de profunda solemnidad e importancia para los miembros cristianos de familias en las cuales aún se hallan miembros inconversos. “¿De dónde sabes, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? o ¿de dónde sabes, oh marido, sí quizá harás salva a tu mujer?” Trabajad, orad, vivid a Cristo delante de la familia de día en día, sabiendo que por medio de ti Dios los ha santificado y espera salvarlos cuando vean su necesidad y confíen en Su gracia.
No puedo extenderme más sobre este tema en estas páginas, ya que distraería la atención del tema principal que nos ocupa; mas confío que el más sencillo y menos instruido de mis lectores podrá ahora comprender que la santificación y la impecabilidad deben, por la naturaleza misma del caso, ser términos antitéticos.
Con esto pongo fin al examen del uso del término, intrínseco, santificación, en las Escrituras. Pero esto en modo alguno agota el tema. Resta examinar otros términos1, cuyos significados los perfeccionistas estiman ser sinónimos de éste y enseñan su teoría favorita de la completa destrucción de la mente carnal en aquellos que son santificados.
 
1. [Nota del Editor:] Hasta aquí llegó la traducción al español del escrito original en inglés (el cual se extiende por varios capítulos más). Se puede consultar la obra completa en inglés en la biblioteca digital de Bible Truth Publishers: https://bibletruthpublishers.com/henry-allan-ironside/holiness-the-false-and-the-true/h-a-ironside/lub127-1149