Hasta que la Epístola a los Hebreos fue escrita, múltiples sacrificios de animales se habían ofrecido por más de cuatro mil años—desde el sacrificio hecho por Abel. Pero todo aquello fue anulado y el escritor inspirado (sin duda, Pablo) les estaba enseñando que la época de los tipos y figuras del sacrificio de Cristo había pasado y que los creyentes hebreos (o sea judíos) habían sido introducidos a lo que es “mejor” (He. 8:6). Ellos ahora iban a adorar a Dios “en espíritu” y en la misma presencia de Dios, dentro del velo (véase He. 10:19-20). La sangre de los machos cabríos y el sebo de los carneros, o cualesquiera de las diferentes ofrendas bajo la dispensación mosaica, ya no agradaban a Dios.
Tal vez se hubiera presentado a las mentes de los hebreos cristianos este pensamiento: “Pero ¿no tenemos nada que ofrecer? ¿No hay nada que presentemos a nuestro Dios?” ¡Sí! ahora era su privilegio ofrecer “a Dios siempre sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesen a Su nombre” (He. 13:15). No precisaban de ningún templo en el cual ofrecer este sacrificio, ni estaban limitados a ciertos días señalados de fiesta, sino estaban enteramente libres para poder adorar “a Dios siempre.” De ahí es evidente que solamente aquellos que son “hijos de Dios” por el nuevo nacimiento y en los cuales mora el Espíritu son capaces de presentar dichos sacrificios.
Tratando entonces del matrimonio, es importante hacer hincapié en que entre tantas bendiciones que Dios da a un hombre y su esposa en un hogar en esta tierra (en donde nuestro Señor no tuvo ninguno), debe abundar en él la voz de alabanza. La Epístola de Santiago nos recuerda que si estamos afligidos, oremos; pero si estamos alegres, cantemos salmos (Stg. 5:13). En otras palabras, debemos de recibir todo de Dios y llevar todo a Dios.
Un hogar cristiano, donde se disfruta del Señor Jesucristo y de Sus bendiciones, a menudo resonará con cantos de alabanza. Estos “sacrificios espirituales” son “agradables a Dios por Jesucristo” (1 P. 2:5). ¡Qué privilegio más grande es el del cristiano, muy superior al de los israelitas de antaño!
Y continúa el escritor: “de hacer bien y de la comunicación no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13:16). Son dos clases más de “sacrificios” que un cristiano puede y debe ofrecer a Dios:
1. El “de hacer bien.” Se presenta aquí un campo muy extenso, porque el cristiano de muchas maneras puede hacer el “bien a todos, y mayormente a los domésticos de la fe” (Gá. 6:10). Podrá ser en socorrer a un enfermo necesitado, ya sea un creyente o tal vez una persona inconversa con la cual se presente la oportunidad de testificarle de Cristo. Que tengamos un oído afinado para escuchar la voz del Señor y agradarle en hacer el bien. Tal vez nadie sabrá de ello sino solamente el Señor y la persona beneficiada; pero es mejor así, pues entonces nuestros corazones traicioneros y vanidosos no tendrán oportunidad de gloriarse.
2. El “de la comunicación.” Se trata de usar de nuestros bienes o dinero para la ayuda de otros, pues aun esto es un “sacrificio” agradable a Dios. Sabemos que se le exigía a Israel dar el diezmo, es decir, la décima parte de sus ingresos y aumento a Jehová. ¿Por qué entonces, no hay tal mandamiento dado a los cristianos? Precisamente porque no estamos bajo la ley, teniendo dicho mandamiento en vigor. Estamos bajo la gracia. No es ya una cuestión de dar obligatoriamente diez por ciento de nuestros ingresos, sino ¿qué vamos a hacer como fieles mayordomos del cien por ciento que el Señor ha entregado a nuestras manos? Lo que demos al Señor de lo material debe hacerse de un corazón rebosando de gratitud por Su tan grande amor para con nosotros: “porque ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico; para que vosotros con Su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Co. 8:9).
Hay una cuestión importante digna de consideración al establecer un nuevo hogar; es la de dar cristianamente. Probablemente el esposo y la esposa cada uno tenía su propia manera de hacer esto antes de casarse, pero ahora deben de ser de una sola mente en este aspecto importante de los sacrificios cristianos. Sabemos que hay una tendencia de evitar el mencionar este tema y de refrenarse de todo lo que parezca que se está poniendo a los santos de Dios otra vez bajo el yugo de la ley, en el cual se les obligaba a dar el diezmo, quisieran o no. Con todo esto estamos de acuerdo, pero ¿no ha de haber cierta reciprocidad hacia Dios quien ha hecho tanto por nosotros? ¿Hemos de disfrutar de todas sus bendiciones gratuitas, la salvación, la vida eterna y todo—y no ofrecerle nada en cambio? ¿O hemos de recibir todas las abundantes bendiciones temporales y consumirlas egoístamente para nosotros mismos y nuestros hogares? Responder “Sí” a estas preguntas seria el colocar al cristiano en una posición menos digna que la del judío de antaño. Si el judío tenía que dar de sus bienes al Señor, con mayor razón el cristiano debe desear hacerlo.
En cuanto a las ofrendas cristianas, hay principios expuestos en la Biblia. El cristiano debe ofrendar según Dios le haya prosperado. “Si primero hay la voluntad pronta, será acepta por lo que tiene, no por lo que no tiene” (2 Co. 8:12). Si Dios nos ha dado mucho, entonces conviene que ayudemos a los suyos que estén necesitados, y que ofrendemos para el adelanto de la obra del Señor. Dios no nos obliga a ofrendar, porque el cristiano no está bajo la ley mosaica (véase Ro. 6:14); pero le gusta ver al alma liberal: “el alma liberal será engordada” (Pr. 11:25). Pablo, escribiendo a los corintios acerca de ofrendar, terminó con esta exclamación: “Gracias a Dios por Su don inefable” (2 Co. 9:15). ¿Podrán otros donantes compararse con Él? ¡Nunca! “Más bienaventurada cosa es dar que recibir” (Hch. 20:35), y Dios ciertamente es el más bienaventurado, porque es el Dador supremo que dio a Su propio Hijo.
Dios no quiere “que haya para otros desahogo, y para vosotros [nosotros] apretura” (2 Co. 8:13), quiere decir, si ofreciésemos más allá que nuestra capacidad. Sin embargo, Pablo encomendó a “las iglesias de Macedonia” que habían ofrendado “conforme a sus fuerzas ... y aun sobre sus fuerzas ... para los santos” pobres de Judea (2 Co. 8:1-4); y el Señor Jesús había elogiado a la viuda pobre que “echaba” en el arca de las ofrendas “dos blancas.” Él dijo “ésta de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lc. 21:1-4). Ella hubiera podido ofrendar una blanca y guardar para sí la otra, donando la mitad de su pertenencia. No creemos que ella sufrió privación penosa como resultado de su abnegación. ¡Oh qué bueno fuera que los cristianos ofrendaran de sus bienes, haciéndolo como para el Señor!
Para el creyente como mayordomo de los bienes del Señor, hay esta instrucción: “Cada primer día de la semana cada uno de vosotros aparte en su casa, guardando lo que por la bondad de Dios pudiere; para que cuando yo llegare, no se hagan entonces colectas” (1 Co. 16:2). ¿Por qué en el “primer día de la semana”? No hay palabra de sobra en la Biblia. ¿No es porque fue en ese día que el Señor resucitó de los muertos? Su resurrección es la que nos asegura nuestra justificación ante Dios. Fue también en el primer día de la semana que los discípulos se juntaban para “partir el pan,” es decir, recordar al Señor Jesús en Su muerte: “haced esto en memoria de Mí” (Hch. 20:7; Lc. 22:19). Entonces el cristiano—con su corazón y mente ocupados con su bondadoso Señor, quien “se dio a Sí mismo por nuestros pecados” (Gá. 1:4)—en ese día especial está más sensible de cuán grande fue la deuda que Jesús pagó por él, y así más dispuesto a dar algo de corazón agradecido.
Un hermano en Cristo dijo que cuando tomó ese versículo (“cada primer día de la semana cada uno de vosotros aparte en su casa”) literalmente y empezó a poner aparte algo de sus ingresos para el Señor, su Salvador recibió mucho más que antes.
Así que—al establecer un nuevo hogar en un nivel de vida proporcionado a los ingresos—no debe descuidarse de la porción del Señor. “Honra a Jehová de tu sustancia, y de las primicias de todos tus frutos” (Pr. 3:9). Esta exhortación del Antiguo Testamento es relacionada con las del Nuevo Testamento. ¿No es cierto que Dios con derecho reclama las primicias de nuestro aumento? Todo vino de Él; era todo el don suyo, aun cuando nosotros trabajáramos por ello, porque ¿quién nos dio la habilidad y la fuerza para trabajar? Entonces ¿no debemos de tardar en reconocer Su bondad, devolviéndole las “primicias” de nuestros ingresos? Y cuando nosotros ofrendamos agradecidamente al Señor, no sufriremos por ello, porque Él es demasiado rico para ser deudor a hombre alguno.
Hay otro aspecto: debemos de ser justos antes de ser liberales. Si un cristiano debe dinero a otros, conviene que pague sus deudas antes que dar el dinero al Señor. Él no quiere recibir como ofrenda lo que no es nuestro, pues se debe a otros. Ahora bien, una pregunta: ¿Cómo es que yo estoy endeudado? La Escritura dice: “No debáis a nadie nada, sino amaros unos a otros” (Ro. 13:8).
A veces se hace la pregunta: ¿Debe de ponerse en la ofrenda de la iglesia en el domingo todo lo que damos al Señor? Es buena cosa ofrendar colectivamente para la obra del Señor, o para los santos que tengan necesidades, pero hay casos de emergencia o de otras categorías que no se hallan dentro de la responsabilidad de la asamblea cristiana. Si un cristiano, con regularidad, aparte en casa lo que por la gracia de Dios pueda, tendrá algo con que ayudar cuando se presentan casos particulares y como el Señor le dirija. Debemos de ser “ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad” comuniquemos (1 Ti. 6:18).
Aún hay otro sacrificio que los cristianos pueden ofrecer a Dios y se menciona en Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto.” Esta exhortación, a base de las misericordias de Dios, no de la ley mosaica, nos insta al sacrificio propio: a la entrega de sí mismo, como también nos exhortó nuestro Señor: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt. 16:24). De mil maneras podemos servir al Señor, en vez de vivir en la complacencia propia.