1: El Olor Del León

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Daudi se detuvo y olió.
— Bwana, por aquí hay un león. ¿Su nariz no le hace sentir ese olor a viejo?
Colocó un farol junto al suelo y allí vimos claramente, en la arena suelta, las marcas de las zarpas del león.
— Kah — dijo mi ayudante africano — . Bwana, esto es muy reciente, porque se puede ver dónde el polvo ha sido mojado por el rocío. Mira, son muy claras las marcas de las patas del león.
En voz baja, susurré.
— Escucha, Daudi, ¿qué es eso?
Daudi levantó el farol a la altura de su cabeza. En unos cinco metros a nuestro alrededor no podíamos ver sino un trozo de selva del Centro de África, con sus malezas a lo largo del sendero por donde íbamos caminando. Las sombras que lanzaba la luz del farol no hacían nada para tranquilizarnos, hasta que de repente, desde las sombrías ramas de un árbol baobab, que se extendía sin hojas sobre nosotros, algo oscuro atropelló al farol. Quedamos a oscuras. Rápidamente encendí un fósforo, a tiempo como para ver unas grandes alas que desaparecían en la noche.
Daudi levantó el farol.
— Bwana, era ituwi (la lechuza).
Afortunadamente no se había roto el vidrio del farol. Volví a encender la mecha.
— Koh — dijo Daudi — ¿sabes, Bwana, que aquí en Tanganica se dice que la lechuza es un ave de brujería? ¿Vio como me asusté cuando se acercó? Yoh, no tengo mucho miedo de la brujería, Bwana, pero eso de estar de repente en tinieblas no me gusta nada.
Sonreí.
— Sí, Daudi, entiendo lo que eso significa: todos los pelos de mi cabeza se me pararon cuando pasó la lechuza.
— Koh — dijo Daudi — . Bueno, Bwana, supongo que no nos pasará nada más. Por lo menos, estoy contento de que aun tengamos el farol.
Repentinamente la maleza se transformó en un montecito que nos llegaba a la altura del pecho y enfrente nuestro se veía a la luz de las estrellas una colina que parecía surgir de la nada en medio de la llanura. Grandes moles de granito, algunas de ellas grandes como una casa, se dibujaban sobre el cielo. Hice notar a Daudi un grupo especial de rocas enormes apoyadas una sobre otra, que eran de quince metros de altura.
— Yoh — dijo Daudi — Bwana, en nuestra tribu tenemos una historia sobre estas rocas. Se dice que  ...
El sendero por el que íbamos descendía y nuestros pies se hundieron en la arena de un río seco. Daudi se detuvo bruscamente.
— Koh — dijo — Bwana, otra vez ese olor  ...
En la brisa fresca que sopla antes del amanecer sentimos un fuerte olor a cosa vieja. Daudi no parecía dispuesto a seguir. Me aclaré la garganta y rompí aquel incómodo silencio.
— Daudi, ¿no me dijiste una vez que cuando oías a los leones rugiendo cerca de ti, no te asustas porque ningún león ruge si no ha comido?
— Jii — dijo el africano — así es, Bwana. ¿Es que oyes rugir al león ahora?
Podía ver el blanco de sus ojos resaltando en contraste con su cara negra. Aferrando su vara con la mano derecha, se adelantó lentamente y luego se detuvo.
— Bwana, ¿ves? — dijo.
Allí, marcada claramente en la arena, estaba la huella de la zarpa del león. Seguimos el rastro cuidadosamente por el lecho del río, por un largo sendero flanqueado por malezas que interrumpían la vista. Después el sendero volvía a abrirse en un claro y a la luz del farol pudimos ver los tallos quebrados de lo que poco antes había sido una cosecha de mijo de primera clase. Daudi se detuvo delante de mí y se quedó examinando cuidadosamente el suelo con el farol. Nos fijamos ambos en el suelo. Las plantas habían sido quebradas en lo que debió haber sido una terrible lucha. Entonces mi ayudante africano se inclinó señalando una mancha oscura.
— Bwana, es sangre.
Se veían marcadas con claridad las huellas de la zarpa del león y las marcas de un pie desnudo. Al borde del claro podían verse partes de una lanza quebrada. La senda que llevaba a la aldea estaba llena de huellas recientes de pies humanos.
— ¿Qué te dice esa arena, Daudi?
El africano respiró profundamente.
— Debe haber habido una lucha, Bwana. Me parece que el león ha sido muerto y quizás también el hombre. Mira, hay muchos pies que han vuelto durante la noche a la aldea de Ngombe.
— ¿Y qué ha sido del león? ¿Por qué no lo han dejado aquí?
— Jongo, Bwana, dicen los de nuestra tribu que la grasa de león es muy buena medicina.
Frunció la nariz, y con aire de desprecio, dijo:
— Jiii, es medicina para dar fuerza, es grasa de león.
Le di una palmada en el hombro.
— Vamos, Daudi, apurémonos. Quizás todavía podamos hacer algo bueno en la aldea. Quizás el hombre no esté muerto.
Palpé el bolsillo trasero de mi pantalón corto donde tenía una jeringa de inyecciones y una cajita de drogas inyectables de emergencia. Hubiera deseado tener algunos instrumentos de cirugía, pero lo más parecido a eso que teníamos era una navaja que siempre llevaba junto con mi Nuevo Testamento en el bolsillo de la camisa.
Daudi iba diciendo algo a medida que caminaba vigorosamente delante de mí.
— Lo siento — dije — . No oí lo que dijiste. ¿Puedes repetirlo?
— Bwana, te estaba explicando como Muganga (el brujo) usa la grasa de león como medicina entre la gente de nuestra tribu. Supongamos, Bwana, que tienes un dolor en el pecho; entonces llaman al brujo, él toma un par de sandalias, escupe y las tira al suelo. Las examina y te dice cuál es la causa de tu mal y entonces, quizás después que has pagado con una botija de grano por su trabajo con las sandalias, te dirá: “¿Me darás una vaca si preparo una medicina fuerte?”.
— ¿Y entonces qué pasa si se le paga con la vaca?
— Jondo, Bwana, Muganga junta hierbas y las mezcla con la grasa del león. Eso es la miti (medicina) con la que se da una friega. Yoh, Bwana, creen que la fuerza del león se te pasa y entonces se te va el dolor y kumbe, si el dolor no sale de tu pecho, Muganga dice que el hechizo que te han hecho debe ser muy poderoso.
— Kumbe, Daudi — Levanté las cejas — . ¡Una vaca para eso!
El africano sacudió la cabeza.
— Quizás el dolor esté en su estómago y ya ha tomado muchas medicinas. Entonces al final dirá: “Ah, bueno, es una cosa muy mala, necesita una medicina muy fuerte”. Entonces la parte dolorida es fregada otra vez con grasa de león, pero, ¡jongo! el dolor sigue, salvo que, por supuesto, Bwana, esté en la cabeza y no en el estómago del hombre.
— Koh, ¿y entonces tienes que pagar otra vaca?
— Por supuesto, Bwana — dijo Daudi — , así se hace en la tribu. Hasta que llegaron los hospitales aquí no había medicina. No sabían otra cosa.
Caminamos en silencio por un momento y luego Daudi dijo:
— ¿Recuerdas la epidemia de meningitis, Bwana?
— ¿Cómo no recordarla? — repuse — Nunca me he sentido tan cansado.
— La única medicina que el Muganga tenía para tratar la meningitis era la grasa de león. Nuestra gente llama a esa enfermedad “la enfermedad de la muerte” y de veras que lo es; aunque te frieguen con la medicina la cabeza y la columna, te mueres lo mismo.
Daudi encogió los hombros al decirlo.
— Pero ahora es distinto, Daudi, desde que empezamos con las sulfamidas.
Se estaba haciendo más claro el día y pude ver a Daudi moviendo su cabeza vigorosamente.
— Kweli, Bwana, por supuesto. Hemos ganado mucha confianza para nuestros hospitales y las operaciones y medicinas que tan buenos resultados, y con nuestra enseñanza y predicación cristiana. Yoh, Bwana, eso ha cambiado todo.