En nuestro hospital misionero había un pequeño edificio con techo de barro. En ese edificio la gente planchaba la ropa del hospital. Una gran palmera, que parecía una sombrilla, extendía sus hojas tres metros sobre la entrada, dando sombra a los que trabajaban dentro. Yo me encontraba en nuestro laboratorio mirando unas placas con muestras de sangre investigando si había personas con paludismo, cuando vi a Simba descendiendo por el sendero. Bajo su brazo llevaba varias piezas de ropa. Estaba vestido con un corte de un metro de una vieja sábana, que había sido cosida por el medio. Llevaba una calabaza llena de carbones calientes. Los colocó en una de esas antiguas planchas de hierro que aún se usan en Tanganica. La sacudió por el aire hasta que se calentó y los carbones brillaban dentro. Entonces comenzó a planchar las ropas que había traído.
En primer lugar, se puso a trabajar con una camisa de color rosa pálido. Parecía tener considerable dificultad con el cuello. La puso a un lado cuidadosamente y comenzó a planchar un par de pantalones cortos, del mismo color.
Puse el microscopio en su caja, miré por la ventana y dije:
— Jah, Simba, ¿por qué has elegido ese color?
El cazador africano rió.
— Bwana, cuando el pasto está verde, bueno, los árboles son verdes. Cuando hay sequía, la tierra y el pasto son del color del té con leche. Mira, le traje a Perisi ropas de color rojo pálido. Por eso, tengo que usar yo también ese color.
Lo decía muy seriamente, de modo que tuve que contener mi sonrisa. Sopló cuidadosamente las ascuas de su plancha, la colocó en su debida posición y se puso la ropa planchada sobre el brazo.
— Bwana, rápido, ven a la sala de niños, ¡hay un bebé con convulsiones! — dijo una voz anhelante en la puerta.
Alcance a mi gorra ya al salir corriendo, vi a Perisi.
— ¡Perisi, rápido! ¡Ven conmigo, hoy verás algo que te ayudará en tu nueva vida! ¡Rápido!
En un instante, teníamos al bebé en un baño caliente. Di instrucciones para el tratamiento y cuarenta minutos después, la madre, con lágrimas que le caían por las mejillas, tomó a su bebé en brazos y lo envolvió en una sábana. El peligro había pasado. Perisi estaba detrás de mí.
— Bwana, hay un trabajo de gran satisfacción en el hospital aquí. Esa mamá escuchará con muy buena disposición mis palabras. Viene de la aldea donde iremos a vivir Simba y yo. Habrá mucha alegría cuando yo pueda ayudar a la gente de una manera como nunca se imaginaron.
Perisi se sentó junto a la mujer en los escalones de la galería del hospital y las vi conversando. Una hora después, todavía hablaban.
Al atardecer, cuando crucé los portones del hospital, Perisi me esperaba.
— Bwana, tengo alegría en el corazón. Esa mujer me ha dicho que cuando comencemos nuestro hospital y nuestra escuela, ella será una de los que ayudarán, aunque no sea más que llevando agua. Dice que lo que ha visto hoy ha sido como una gran luz; tal como se alegra cuando sale el sol el que camina en las tinieblas antes del amanecer.
— Perisi, ¿y tú cómo te sientes? ¿Te has recobrado de tu enfermedad? ¿Tienes la fuerza de antes?
— Bwana — repuso la muchacha — , hay algo de debilidad en mis piernas, pero es poca cosa. Algunas veces siento como si tuviera hormigas andando en el cuerpo por donde me cosiste, pero eso también es poca cosa. Mira, me siento bien, estoy fuerte.
Pasaron tres días, como siempre en el hospital, llenos de ajetreo. Operaciones, enfermos externos en cantidad, inyecciones a centenares y bebés, bebés, bebés. Eran alrededor de las tres de la tarde. De repente, oí el tambor mayor. Yo tenía puesta la máscara en la cara y los guantes de goma en las manos. El trabajo que estaba haciendo me retendría por buena parte de una hora. Miré a la vieja Sechelela.
— Kah, Seche, cómo he estado esperando estar en el casamiento de Perisi y Simba esta tarde y, ¡kah! no puedo dejar lo que estoy haciendo. ¡Qué desilusión!
Tan pronto como pude, me fui rápidamente a la aldea al lado de la colina. Cuando llegué allí, me encontré con Daudi, el padrino de la boda.
— Bwana, esperamos hasta que llegaras. Mira, tanto Perisi como Simba decían que no podían celebrar el casamiento hasta que tú llegaras. ¿Acaso no salvaste la vida de ambos? Y quieren que toques el órgano.
Pues bien, mil y un dudus africanos y una serie de roedores no habían ayudado precisamente a mejorar aquel órgano. Ni tenía yo tampoco una técnica muy pulida, pero de alguna manera extraje del viejo instrumento la bien conocida música de la marcha nupcial y vi caminando por el medio de nuestro templo, entre un verdadero gentío, a mis dos amigos africanos, que estaban en el umbral de esta nueva etapa de sus vidas.
Por alguna razón, comencé a divagar en la primera parte de la ceremonia nupcial. Me volvían los recuerdos de los últimos meses. Sabía que debajo de los pantalones rosados, Simba usaba también la cicatriz del león. Había un pliegue donde mi cirugía, no muy experta, había cambiado lo que hubiera podido significar ceguera, en una vista normal, y sentí que me volvía el sudor cuando pensé en aquellos días oscuros en que la vida de Perisi había estado en la balanza. Volví otra vez al presente en el momento preciso cuando la voz profunda de Simba respondía al pastor africano.
— Jih, vyo notendo (Sí, lo haré).
Y entonces las palabras repetidas suave pero firmemente en chigogo por la voz de Perisi.
— ¿Tomas a este hombre como tu legítimo esposo?
En mi mente traduje las palabras del chigogo a mi propio idioma.
— “Para vivir juntos, en el camino de Dios, en el santo estado del matrimonio, le obedecerás, le servirás, le amarás, le honrarás y le cuidarás, tanto en enfermedad como en salud ... ”
Hubo una brevísima pausa. Perisi, con una sonrisa en su hermoso rostro, miró a Simba, y le devolvió la sonrisa. Lenta y claramente, dijo:
— Sí.