13: Tácticas

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Sechelela apagó el calentador primus al mismo tiempo que yo volvía a su cajita la jeringa y las agujas. La anciana enfermera africana levantó una ceja como preguntando algo.
— Vamos a ver a Perisi, para comprobar si está en condiciones de volver a Makali.
Asentí y juntos subimos varios escalones y entramos a la pequeña sala, donde hice un cuidadoso examen. Mirando a los inquisitivos ojos de la muchacha, dije:
— Todo anda bien, Perisi.
Sonrió y abrió la boca para decir algo, pero antes de que pronunciara una sílaba, escuchamos una áspera carcajada justamente detrás de los árboles de pimienta.
— Jongo — se oyó una voz cascada — , el Bwana ha detenido mi dolor. Ijego (el diente) ya no está más, pero ese es un trabajo insignificante.
— ¡Kah! Mudala (vieja), el Bwana es extranjero y no conoce nuestras costumbres — contestó una voz más juvenil — , pero sus medicinas son buenas.
— Jongo, eso podrá ser en algunas cosas como los dientes — dijo la anciana — , pero en cuestiones de mujeres sus medicinas no tienen fuerza. Mira, él preparó remedios para Perisi, la esposa de Simba, pero serán tan inútiles como el agua.
— Kumbe, pero ¿por qué? — volvió a oírse la voz joven.
— ¿Acaso ella no se ha negado a usar alrededor del cuello el hechizo que la protegerá de la medicina que ha hecho Dawa, el brujo, y acaso no confía sólo en las palabras del mzungu (el blanco)?
Entonces la vieja Majimbi miró alrededor y, no viendo a nadie, escupió.
Perisi me tocó en el hombro, sonrió y, en un murmullo, me dijo:
— Confío más bien en las palabras del Dios Todopoderoso.
Levanté un dedo, mientras Majimbi volvía a hablar:
— ¿Acaso no has seguido tú, hija mía, mis palabras antes que las del Bwana, en estos días antes de que nazca tu hijo? ¿No te has puesto hechizos alrededor de tus tobillos y de tu cintura?
— Nghiih, pero ¿qué de las medicinas que tú colocaste a lo largo del camino que debe recorrer Perisi? — respondió la voz de Nhoto.
Volvió a oírse una quebrada carcajada.
— Su hijo no llegará a ser alguien, se morirá y será considerado como nada, como basura: ella sufrirá la vergüenza y tristeza, y será motivo de burla para las mujeres de la tribu.
Había un profundo sentimiento de venganza en las palabras de la anciana. Miré a Perisi. Ella tembló un poquito y luego sonrió. Mirándome dijo:
— Bwana, ¿no es cierto que en nuestras luchas tribales nuestros hombres se protegen con un escudo?
Moví la cabeza asintiendo.
— Bueno, Bwana, yo también usaré el escudo que Dios nos da, ese escudo que se llama “fe”. Creeré en él, creeré que ha de protegerme a mí y a mi hijo.
— Lo hará, Perisi. No te olvides que Majimbi trata de hacer olvidar la medicina que te haría quedar sin hijos. Como ha fallado, ¿se ocupará de hacer otra cosa?
La muchacha negra asintió. El sol se estaba poniendo y Perisi señaló el resplandor de su colorido.
— Bwana, ¿acaso no oramos Simba y yo, el uno por el otro, cuando hay color en las nubes y acaso Dios no escucha nuestras palabras y responde a ellas?
— Mira, Perisi, cuando oramos hay un poder que se hace nuestro. Así como un fosforito (cerillo) puede encender un gran fuego, nuestras oraciones también harán grandes cosas.
En ese momento oímos un sonido, primero como de un desgarrón y luego como de un tejido de alambre que se rompía. Nos fuimos hacia la puerta de la sala siguiente y vimos una nudosa mano negra que entraba por el orificio que había sido hecho con un cuchillo. La mano tomó una manta doblada y con no poca dificultad comenzó a arrastrarla a través de la ventana.
Sobre la mesa había un rollo de cuerdas africanas, que se usaban para elásticos de camas. Hice un lazo y con un movimiento sujeté la muñeca, hice un nudo firme y la até a la pata de una cama. Desde afuera se oyó un gran movimiento y apareció otra mano con el cuchillo manoteando salvajemente. La cuerda había sido cortada a medias, cuando Sechelela dio a la segunda mano un fuerte golpe con el borde de un plato esmaltado.
— ¡Ya, ya gwe, ya, ya, gwe! — gritó una voz.
Sechelela sonrió ampliamente, levantó un lápiz y en voz baja dijo:
— Bwana, enciende esto en el fuego y toca esa mano, de modo que dejemos la marca de una quemadura a su dueño y sepamos quién es.
— Ya, ya, ya, ya, ya, — gritaba la voz. Sonreímos. De repente, se quebró la soga y corrimos a la ventana a tiempo como para ver a la vieja Majimbi corriendo a toda velocidad hacia los portones del hospital.
— Kah, eso es gratitud — dijo Sechelela — . Le has sacado el diente, y con el diente, el dolor y ahora ella trata de robar una manta.
— Jongo, tiene confianza en la medicina que usa alrededor de la muñeca para protegerse de ser capturada — sonrió Perisi.
— Kumbe — dijo Sechelela — , ¿no digo, Bwana, que es cosa muy difícil para una cebra el sacarse las rayas? Puedes estar seguro de que aun oirás muchas cosas de la lengua de esta parienta cercana de los hechiceros.
Daudi y yo estábamos mirando una polvareda a unos cinco o seis kilómetros en la llanura.
— Kah, Bwana — dijo Daudi — , mira, viene alguien. Quizá es Bwana Schamba, el oficial agrícola.
— Jiih — dije — , o quizá es Sulimani.
— Jeh, si es él, Bwana — dijo Daudi — , es para llevar a Perisi de vuelta a su casa.
Mientras hablaba, pudimos distinguir una camioneta que venía por la colina.
— Ah, de veras que es Sulimani — dijo Daudi. Salí para encontrar a Perisi, que estaba sentada al sol.
— Ven, junta tus cosas — le dije — . Mira, Sulimani, el hindú, viene en esa camioneta y esa será una oportunidad para que vuelvas a tu casa.
— Bwana — dijo, poniéndose de pie, con alguna dificultad — , será una alegría muy grande volver a estar con mi marido y con salud. Mira, teníamos mucho miedo cuando llegamos aquí. Kah, Bwana, pero el poder de Dios ha sido mayor que el poder de Shaitani (el diablo).
— Siempre lo será, Perisi — dije — , siempre que hagamos las cosas según el camino de Dios. Mira, ¿consigues hacer té cuando sólo vuelcas agua caliente en la tetera?
— Bwana, la única forma de hacer té — dijo — es tener tetera caliente y echar agua hirviendo sobre las hojas de té.
— Muy bien y la única forma de tener la ayuda de Dios — dije — es obedecerle en todo y entonces...
— Lo sé, Bwana — dijo, asintiendo — . Voy a seguir de todo corazón las palabras de su Libro.
Mientras hablaba había estado atando sus pertenencias en un trozo de tela colorida. Se lo puso sobre la cabeza y caminó lentamente conmigo hasta el portón. Sulimani entró con un chillido de frenos.
— Salaam — dijo — , ¿tengo la oportunidad de agregar algo a tu conveniencia hoy, señor?
— Ciertamente que sí — dije — . Sulimani, ¿encontrarás lugar en tu valioso coche para llevar a Perisi? Quiere volver a su aldea. Ya está mejor, pero fíjate, amigo mío, que si la llevas, deberás conducir con cuidado. Es una carga muy preciosa. No dejes que tu pie llegue hasta el piso cuando lo pongas en el pedal que tiene escrito “acelerador”.
Sulimani sonrió.
— Bwana, manejaré con habilidad, cuidado y gran velocidad y la entregaré a su esposo en buen estado y con salud.
Sulimani volvió a sonreír mostrando los dientes, sorprendentemente blancos. Un minuto o dos después, la gran camioneta partía hamacándose por su camino sobre el angosto sendero, rumbo a las azuladas colinas que se podían ver a la distancia, más allá de los árboles baobabs.
— Jeh, Bwana — dijo Sechelela — , allí va una joven con gran valentía y fe en Dios.
— Jongo — dijo Daudi — y por eso su vida ha tenido grandes satisfacciones. ¿No dice en el Libro: “Los que aman tus caminos tienen gran paz y nada perturbará su paz”?
Sacó un montón de papeles de su bolsillo y dijo:
— Bwana, ¿Puedes venir al laboratorio? Quiero que mires una serie de placas que he preparado esta mañana, todas ellas de lepra.
Así transcurrió el día, como muchos otros en nuestros hospitales, obteniendo victorias en las batallas contra las enfermedades tropicales, diagnosticándolas en el laboratorio, preparando medicinas en el dispensario, recorriendo las salas dando inyecciones o dosis de medicina, colocando vendajes. Luego vinieron dos horas frenéticas en la sala de operaciones, luchando por salvar vidas, y luego la última parte de la tarde fue utilizada para los bebés de la sala de maternidad.
El lugar parecía lleno de bebés, de todas clases y tamaños. Toda la sala resonaba con el quejoso lamento de los recién nacidos. Observé a las jóvenes africanas enseñando hábilmente los cuidados maternales a gente de su propia tribu: las enfermeras africanas ocupándose hábilmente de la rutina y los problemas normales, mientras que otras enfermeras cargaban con toda la responsabilidad de traer niños normales al mundo. Luego, al ponerse el sol, me fui a mi casa. ¡Qué tremenda comodidad era gozar del lujo de una ducha tibia!, aunque sólo consistiera de dos tarros de agua caliente echados en una regadera suspendida de un gancho en el techo. Luego de cambiar de ropa y de la habitual comida de un atlético pollo tanganicano, me senté a descansar en un sillón, que una vez había sido un cajón de embalaje y escuché una mezcla de música clásica e interferencias estáticas de la B.B.C.
Apagué el farol y comencé a dormitar. En la aldea nativa, los tambores comenzaron a sonar y un coro de sollozos parecía mantener el ritmo con ellos. Luego oí el ruido de un timbre de bicicleta y el sonido de una bocina, tocada con apremio. Se oyó una voz a la puerta.
— Bwana, ¿jodi, jodi?
— Karibu — respondí — ¿Nani juyu? (¿Quién es?).
 — Mimi, Bwana — exclamó una voz profunda muy cerca de mí.
 — ¡Simba! — me paré, bien despierto ahora — . Jeh, tú, Simba, ¿qué pasa? ¿Ha pasado algo a Perisi? ¿Algo anda mal?
Simba me miró e hizo girar sus ojos.
— Bwana, todo eso es lo que yo quiero preguntarte. Mira, Perisi llegó a mediodía. Estaba bien y ya está en la nueva casa. Kah, terminé el techo a tiempo y todo anda bien, Bwana, porque nunca ha habido una casa como la mía en todo el país de Ugogo. ¿Acaso no tiene un cimiento sólido? ¿Acaso no hay lugar para poner libros? Y mira, Bwana, tiene luz y aire. Yah ...
— Sí, sí — dije — , ¿pero para qué has venido?
— Bwana, recibí un mensaje que me trajo un muchachito diciendo que tú querías verme de inmediato. Que no debía ni siquiera detenerme para comer, que tenía que correr muy ligero. Bwana, ocurrió que Mwalimu, el maestro, estaba llegando a la aldea. Le dije de tu mensaje, le pedí prestada su bicicleta y me vine para aquí, Bwana, muy ligero.
Mi mente voló rápidamente a lo que Daudi había dicho a la mañana sobre la vieja Majimbi, de que había oído un rumor en cuanto a que estaba preparando un hechizo que no sería para bien de Perisi. ¿Acaso se trataría de un plan para alejar a Simba del camino, mientras los caminos de la hechicería progresaban? Puse mi mano en el hombro del africano.
— Simba, trae la bicicleta y vamos, ponla en el portaequipaje del auto. Vamos a tu aldea, a una velocidad que no hemos ido nunca. Yo no te he mandado ningún mensaje. Esta es obra de Majimbi y de su pariente, Dawa, el hechicero. Seguro que están planeando algo malo. Te han sacado del camino, quizá para dañar a Perisi. Apúrate y búscate a Sansón, Daudi y Sechelela. Yo voy a poner en marcha el auto. Es muy urgente.
Simba había salido antes de que yo terminara de hablar. Diez minutos después, manejando a una velocidad que difícilmente podía considerarse segura, viajamos a través de los baobabs, chozas africanas y matas espinosas.
Varios africanos de un safari salieron apresuradamente de delante del veloz vehículo. Nadie tomó en cuenta a tres o cuatro jabalíes que trotaron gruñendo al salir del camino del Ford mientras prácticamente volábamos. Las aves nocturnas levantaban vuelo cuando las luces de los focos iluminaban la oscuridad. Nadie decía una palabra. Cruzamos sin comentarios el río donde no mucho antes el auto había sufrido tanto.
— Yah, Bwana,— dijo luego Sansón — , el auto ha pasado el lugar en que se tomó un baño.
— Jiih, y buen trabajo que dio secarlo por dentro — respondí.
— Bwana, maneja más ligero — dijo Simba — ; no hables.
Podía ver sus manos apretando y aflojando el pesado y nudoso bastón que llevaba.
— Jeh, mira Bwana — dijo Sechelela — ; dentro de mí tengo temor de que ya a esta hora haya problemas.
De repente, el viejo automóvil comenzó a rezongar como un avión.
— Jeh, perdimos el caño de escape — dijo Sansón — . Detente, Bwana, detente.
— Fíjense en el lugar — dije — y al volver lo recogeremos.
— Jeh, allí está la cosa — dijo Simba.
Seguimos adelante por el camino. A ambos lados se veían fuegos y luego apareció la aldea. Nos detuvimos cerca del lugar del mercado. Pasamos al duka de Sulimani, donde se puede comprar desde repuestos hasta azúcar negra, y luego seguimos colina arriba hacia la casa de Simba. El camino terminaba de improviso, y entonces bajamos y apagamos el motor. En el repentino silencio se oyó un agudo grito.
— Iiiiiiiiih ... era la señal de alarma del África. Simba corría como una liebre, aún antes de que hubiéramos detenido el auto.
— Bwana, esa no era la voz de Perisi — dijo, por sobre el hombro.
— Daudi, tú ven caminando con Sechelela — ordené — ; yo correré con Simba.
Llegamos a la casa donde encontramos la puerta totalmente abierta y a Perisi de pie, con una gran cacerola en la mano y lágrimas que le corrían por las mejillas.
— Yah, ¿qué ha pasado? — dijo Simba.
Entonces comprendimos para nuestro alivio que las lágrimas eran de risa y no de pena.
— Yah, vean, la última hora ha sido una de esas en que ocurren muchas cosas — dijo la joven — . Oí pasos extraños alrededor de la casa. Oí el ruido de un hacha y me asusté, pero, Bwana, en mi fuego — señaló con orgullo el hogar que Simba le había hecho, bien a la moda, según nuestro estilo — , Bwana, en mi fuego había agua, en la cacerola que tú me regalaste. Me acerqué silenciosamente a la puerta y la volqué.
Miré con interés hacia la puerta. Había sido antes un tanque para contener cemento que había sido luego estirado y bien trabajado. Perisi siguió contando:
— Y, Bwana, cuando yo quise abrirla, alguien la empujaba. Empujaba con fuerza, Bwana, y no parecía que iba a aflojar, pero cedió algo y cayó hacia adentro. Bwana, cuando ocurrió eso, le eché el agua caliente encima, Kah, y comenzó vociferar. Bwana, no hace muchos minutos que ocurrió eso.
— Jiih, lo oímos — dijo Simba — . ¿Dónde está ése? Déjenme que lo agarre.
— Yah, desapareció entre la maleza — dio Perisi — con la velocidad de nhwiga (la jirafa).
La habitación volvió a llenarse con su risa tan alegre. De repente, apareció en su rostro una mirada muy peculiar. La anciana Sechelela que estaba a mi lado, me dijo:
— Bwana, llévate a Simba, Daudi y Sansón afuera. Yah, ha sido cosa buena que me trajeras.
Salimos. El rostro de Simba era un espectáculo. Dijo:
— Bwana, ¿qué pasa ahora?
Como si fuera una respuesta apareció la voz de de Sechelela:
— Bwana, si hemos venido rápido hasta aquí, más rápido tendremos que volver.
Simba levantó a su esposa como si fuera una criatura y la llevó al auto.
Una vez más la acomodamos sobre un viejo colchón y la envolvimos en mantas. Los focos del auto volvieron a buscar su camino a través de la medianoche de Tanganica.
Sechelela abrazaba a la joven, temiendo un salto; luego comentó:
— Bwana, si no hubiera sido por los hechos de Majimbi, no hubiéramos tenido que hacer este safari y ¡yoh ... !
No era necesario decir más porque todos entendíamos que la seguridad de dos vidas dependía de aquel apresurado viaje en la noche tropical.
— Kumbe, Dios usa las acciones de los que luchan contra él para poner en práctica sus planes — dijo Perisi.
Asentí al observar con alivio las luces del hospital en la colina a menos de un kilómetro.
Eran las cuatro de la mañana, unas tres horas después de haber llegado al hospital, salí silenciosamente de la sala de maternidad.
Simba levantó la vista ansiosamente, destapándose la cara que se había tapado con las manos, pero no dijo una palabra.
— Mi amigo — le dije — , eres el padre de un hijo, quizá el niño más pequeño que haya nacido en el hospital.