15: Vida Frágil

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Sechelela y yo fuimos juntos a la sala de bebés. Leí cuidadosamente el termómetro que Sechelela me alcanzó. Temperatura normal.
Perisi me miró ávidamente desde su cama.
— Bwana, ¿no puedo volver a ver a mi recién nacido? Me dicen que no me lo traen porque es orden tuya y que lo tienen que alimentar por un tubo.
— Jiih, eso es lo que ordené — dije.
— Pero, Bwana, ¿qué es lo que anda mal? — dijo la joven madre, con los ojos llenos de lágrimas.
— Perisi, así está el asunto. Tu hijito pesa menos de un kilo. Cuando nació lo envolví en algodones desde la cabeza hasta los pies... y no necesité mucho algodón porque es tan pequeño. Todo lo que se podía ver era su nariz asomando. Jiih, anoche Mwendwa y yo tuvimos que ponernos al trabajo de prepararle una camita. Ya sabes que no tenemos cama especial para bebés prematuros y tuvimos que recurrir a la caja en que se guardan los pedacitos de astilla para la estufa. Echamos toda la leña al suelo, pusimos en el fondo una manta como colchón y otra para que todos los lados fueran mullidos y entonces envolvimos al bebé muy cuidadosamente en los trozos de manta más suave y suavemente lo acostamos de costado en esta caja.
— Bwana, mi hijo es un varón, no una cosa, — dijo Perisi, mirándome — . Pues bien, su nombre será Yohanna.
— Muy bien — me reí — . Bueno, colocamos a Yohanna de costado y luego encendimos la estufa, llenando dos grandes botellas de agua caliente, y poniéndolas con cuidado dentro de la caja de modo que la mantuvieran caliente porque, ya sabes que un bebé de ese tamaño no tiene medios de controlar su propia temperatura, como tenemos tú y yo con nuestra respiración y transpiración y todo lo demás. Por eso lo mantenemos debidamente calentito.
— Kah Bwana, pero ¿tendrá bastante para comer a través de ese tubito? ¿No va a llorar?
— Aja, uh, Perisi, no va a llorar, porque debes pensar que Yohanna es demasiado chico aun para eso. Debe estar echado muy tranquilo durante seis horas y entonces, bueno, vendré y te mostraré cómo puedes alimentarlo tú.
Del lado de afuera de la sala se oyó el agudo cacareo de las viejas que estaban examinando el espléndido niño que había tenido Nhoto.
— Yah, mira, ¿acaso no tiene las orejas del padre? — dijo una vieja. El bebé emitió un grito de placer.
— Vaya — dijo Sechelela, desde su punto de observación en la puerta — . ¡Eh, espero que el niño no tenga la lengua de su abuela, ni sus hábitos de ladrona!
— Jeh — se rieron algunas de las viejas que había oído la historia de cómo Majimbi, la abuela de la criatura, había tratado de robar mantas del hospital.
Escuché esta conversación desde la sala y me volví hacia Perisi.
— Oye, me voy a mi casa para leer en mi libro las palabras de qué debe hacerse con un chiquito del tamaño del tuyo. Porque no es un caso común en mi trabajo, de modo que buscaré alimento para mi memoria, y así haremos sólo lo que conviene, para que crezca y se ponga fuerte.
Perisi asintió. Recorrí mi camino hacia mi casa y saqué del estante un libro sobre cuidados maternos. Tomé un trozo de papel y con un lápiz anoté los distintos puntos. Leí por unos momentos, y luego escribí:
1. Solución esterilizada de azúcar y leche. Luego en el extremo del papel hice unos pocos cálculos de calorías y gramos y el peso del bebé. Pronto tuve una tabla de la cantidad exacta que nuestro diminuto amiguito debía recibir de aquella solución. Anoté entonces el punto siguiente:
2. Los bebés prematuros no pueden chupar o tragar y deben ser alimentados por un tubo muy delgado. Afortunadamente, teníamos un tubo así, apartado para alguna emergencia. Luego escribí:
3. Vigilar la respiración del niño. Puede detenerse de repente. Luego anoté una serie de cosas diferentes:
Un bebé prematuro es muy susceptible a la infección y, por lo tanto, debe usarse barbijo y lavarse las manos como si tratara de una operación quirúrgica.
El niño debe ser movido lo menos posible.
Se le debe cambiar de lado en la cama cada tres horas.
La temperatura del cuerpo debe mantenerse constante y cuidadosamente controlada.
Luego leí las instrucciones de cómo debe prepararse una cuna para bebés prematuros. Con un calentador primus y un par de platillos de balanza preparé cuidadosamente la solución de azúcar, la esterilicé y me fui al hospital con la solución en la botella en una mano y el papel con las instrucciones en la otra. Fui directamente a Perisi. De acuerdo con la costumbre de las mujeres africanas, había dejado la cama y se había sentado al sol.
— Ven — le dije — , vamos a dar su comida a Yohanna.
Tres o cuatro enfermeras se acercaron para observar lo que hacíamos. Era algo completamente nuevo para ellas. Todas tenían sus barbijos, como también Perisi. Me puse un barbijo y un guardapolvo y me lavé las manos. Abrí con mucho cuidado los pequeños labios del bebé y muy suavemente empujé el tubito por su garganta.
— Bwana, ¿cómo puedes estar seguro que ese tubo va a su estómago y no a sus pulmones? — dijo Perisi.
— Debes escuchar y si oyes sonidos de respiración, entonces lo sacas y pruebas de nuevo y luego empujas un poquito más cuando crees que estás en buen camino. Bueno, aquí andamos bien. Fíjate, pongo sólo una gota de la solución, para que el bebé no tosa.
Muy lentamente medí la solución y la alcancé a Perisi. Con una sonrisa que iluminó su rostro la echó muy lentamente por el embudo adosado al tubo de goma. Las enfermeras dejaron escapar una risita nerviosa y Perisi me sonrió cuando el bebé hizo unos simpáticos ruiditos.
— Kah, Bwana, ha recibido la primer comida de manos de su madre.
— Jongo, Perisi, seguro que nunca has visto a una vaca alimentar a su ternero de esa manera — me reí — . Jiih, debemos darle la cantidad precisa de líquido. Su piel no debe estar arrugada, ni mostrar las otras señales de no tener suficiente líquido en su cuerpito.
— Lo vigilaremos con cuidado — dijo la joven madre — . Bwana, tú nos dices cómo.
Miró al pequeño bebé y dijo:
— Kah, hijo mío, mira que eres chiquito. Tengo miedo de que te marchites como una flor.
Las últimas gotas del líquido corrieron por el tubo hasta el bebé. Nos quedamos vigilando. De repente, pareció que se detenía su respiración.
— Rápido — dije — , dame ese tubo.
Aquella vez me cuidé de pasarlo no a su estómago, sino a través de la laringe hasta los pulmones del niño. Aspiré una bocanada de aire y soplé. Hubiéramos necesitado oxígeno, pero no teníamos oxígeno en nuestro hospital misionero en la selva, de modo que hice lo mejor que pude, dándole aire de mis pulmones. La tensión en el cuarto era casi palpable. La mano de Perisi me apretaba el hombro. Parecía que el niño no volvería a respirar.
— Bwana, se ha ido — murmuró la madre.
Pero apenas habían salido las palabras de sus labios cuando el niño emitió un suspiro. Trabajamos quizá por cinco minutos y por fin Yohanna volvió a respirar. Perisi se dejó caer en un taburete, con la transpiración que le brotaba como perlas en la frente.
— Kah, Bwana, tengo miedo...
— Tienes que vencerlo, porque, quizá eso volverá a repetirse y si ocurre ya sabes lo que debes hacer.
— Jiih, Bwana, te he visto hacerlo, pero ¿yo podré?
— Levántalo muy despacito y dalo apenas vuelta. Cada tres horas debes cambiar el lado sobre el que está acostado. Asegúrate de acolchonarle las mantas, hazlo poner cómodo. Simba y yo haremos una cuna antes que la luna crezca mucho.
Al hablar me acerqué a la ventana. Sentía necesidad de un poco de aire fresco después de aquella tensa media hora. Vi a Majimbi, la anciana abuela del espléndido hijo de Nhoto, acechando en un rincón con un cacharro lleno de potaje nativo que, estaba seguro, introducía de contrabando en el hospital para alimentar a su flamante nieto. Saqué la cabeza por la ventana.
— Yeh, ¿qué tienes allí? — dije.
— Jiih, Bwana, es sólo wubaga (un potaje).
— ¿Y qué? ¿No sabes que está prohibido traer potajes a la sala de bebés? ¿No sabes que hay que alimentar a los bebés de manera natural? ¿No sabes que la leche es la comida de los bebés?
— Yah, ¿qué sabes tú de bebés? — replicó la vieja, torciendo el labio. — Tú eres hombre, nada más que un hombre.
Oí la voz de Sechelela desde más lejos en la galería.
— Jiih ... ¿Y qué sabes tú de cuidar bebés? ¿Acaso no se murieron siete de los tuyos y sólo vivió uno?
Sonreí y volví hasta donde Perisi estaba sentada, vigilando su bebé.
— Bwana, después de todo es un chiquito gracioso. Caramba, el algodón parece que va a cubrirlo del todo.
— Perisi, ten mucho cuidado, tu hijo no es fuerte. Necesita el mayor de los cuidados.
— Bwana, le daré todo el cuidado que una madre pueda dar — y agregó — : Bwana, ¿cuándo puedo bañarlo?
— Jeh, pasarán muchos días. Veamos, dentro de tres días podrás frotar su cuerpo con aceite tibio, pero mira que hay muchos dudus y microbios que pueden meterse en su cuerpito en esta etapa si no tienes muchísimo cuidado. Ahora, Perisi, debes darle vuelta cada tres horas. Aliméntalo como he escrito en el papel. Pues bien, eso le dará fuerza.
— Bwana, ¿no he pedido a Dios un hijo a quien amar, a quien pueda enseñar su camino? Tú sabes que le he pedido un hijo con fuerza. Yo...
Sacando un Nuevo Testamento de mi bolsillo, dije:
— Escucha, éstas son las palabras de Dios. “Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Llamad y se os abrirá”.
— Bwana, eso es lo que he hecho. He pedido a Dios, le he pedido su fortaleza. Y Bwana, ¿sabes? He orado con tanta fuerza hasta que he tenido sudor en mi cuerpo. He buscado con todo empeño y Dios me ha dado este pequeñito. Bwana, yo estaba muy triste hasta que me explicaste que ésta era una oportunidad para mostrar a la gente con mi propio hijo cuál es el mejor camino.
— Todo eso es cierto, Perisi. Oye, leamos más de lo que dice este Libro. Oye esta pregunta: “¿Qué hombre de vosotros, si su hijo le pidiere pan, le dará una piedra para comer y si le pidiere pescado le dará una serpiente?”
— Kah, nadie haría eso, ni siquiera Majimbi.
— Bueno, escucha otra vez — dije — . “Y si vosotros, hombres con pecado en vuestras vidas, sabéis cómo dar buenos regalos a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en el cielo, dará buenas cosas a los que se las pidan”.
— Kah, ya lo veo. Este pequeño Yohanna es una respuesta muy especial a mi oración.
— Jiih, y te ha sido dado a ti, Perisi, porque Dios siente que puede confiar en ti.
Hubo entonces una sonrisa llena de paz en el rostro de la muchacha. Miró a su bebé, todo envuelto en algodones y palpó el cajoncito que era su cunita especial. Se había olvidado de mí y yo podía oír las palabras que hablaba en voz baja.
— Mi Padre, este es el don que me has dado. Ayúdame, oh, ayúdame, en los días que han de venir.
Mientras salía en puntas de pie de la habitación, estaba seguro de que su oración sería contestada.