El Estado Eterno
(Apocalipsis 21:18)
Mientras estamos en estos cuerpos mortales, nos es difícil, por no decir que imposible, concebir las condiciones y la plena bendición del estado eterno. Puede ser debido a esto que las referencias a este estado son pocas y breves.
El apóstol Pedro, en el tercer capítulo de su segunda epístola, en un breve versículo lleva nuestros pensamientos al estado eterno, cuando escribe: «Esperamos, según su promesa, cielos nuevos y tierra nueva». El contexto indica claramente que estas palabras no hacen referencia al milenio. En este pasaje el apóstol habla de tres mundos: Primero, en el versículo 6, mirando a los días antes del diluvio, habla de «el mundo de entonces», y nos recuerda que aquel mundo pereció, «anegado en agua». Segundo, en el versículo 7 se refiere a «los cielos y la tierra actuales». De este cielo y esta tierra presentes nos dice que están «reservados para fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos». Y nos dice que en aquel día «los cielos desaparecerán con gran estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas». Tercero, nos recuerda, en el versículo 13, que «nosotros»—los creyentes—que tenemos la certidumbre de la promesa de Dios, «Esperamos, según su promesa, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales habita la justicia». Leemos que durante los días del milenio «Reinará un rey con rectitud, y los magistrados gobernarán con justicia» (Is 32:1). En el estado eterno, la justicia habitará. Gobernar supone que hay mal al cual reprimir. En el estado eterno no habrá pecado que dañe los nuevos cielos y la nueva tierra. Allá cada uno tendrá una relación recta con Dios y unos con otros, de modo que se podrá decir con verdad que la justicia morará.
Además, el apóstol Pablo, en un breve versículo—1 Corintios 15:28—contempla el estado eterno. En aquel pasaje muestra cómo Cristo ha de reinar hasta haber puesto a Sus enemigos como estrado de Sus pies. Luego, cuando haya abatido todo gobierno, toda potestad, todo poder y a todo enemigo, incluyendo al gran enemigo, que es la muerte, y se haya llegado a cumplir el gran propósito del reinado milenial, entregará el reino a Dios Padre, y pasamos entonces al estado eterno en el que Dios será «Todo en todos». Dios será todo como un Objeto para llenar y satisfacer el corazón, y será «en todos» para que podamos gozar perfectamente de nuestras relaciones con Dios.
El apóstol apremia dos grandes verdades en cuanto al estado eterno: En primer lugar, antes de entrar en este estado, habrán quedado anulados todos los poderes opositores, todos los enemigos—incluso la muerte. De modo que en el estado eterno no habrá temor de intrusión de un enemigo, ni temor que la muerte eche jamás su sombra agostadora sobre aquella hermosa escena. Segundo, aprendemos que en el estado eterno, Cristo, Él mismo, quedará sujeto a Dios. Habiendo llevado todo a sujeción a Dios, Él entrega el reino a Dios, aunque Él, Él mismo, queda sujeto a Dios. ¿No nos dice esto que Cristo nunca dejará de ser Hombre por toda la eternidad, mientras que es igualmente cierto que jamás dejará de ser Dios—una Persona Divina? Así como en la tierra fue verdadero Hombre, y sin embargo uno con el Padre, así a lo largo de la eternidad será Hombre, aunque nunca dejando de ser el Hijo, uno con el Padre. Fue Jesús, Él mismo, quien estuvo en pie en medio de los Suyos el día de la resurrección; es el mismo Jesús a quien vemos por fe ahora coronado de gloria y honra; y será a Jesús, a Él mismo, a quien veremos cara a cara, y con quien estaremos por toda la eternidad.
(V. 1) Al llegar a los primeros ocho versículos de Apocalipsis 21, tenemos el testimonio del apóstol Juan acerca del estado eterno. Juan ha visto a «todos los enemigos» puestos bajo los pies de Cristo; la final condenación del diablo, y al «último enemigo», la muerte, lanzado al lago de fuego. Habiendo sido suprimidos todos los enemigos, surge delante de él esta gloriosa visión de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Estos cielos nuevos y tierra nueva de los que Pedro puede decir «esperamos», Juan puede hablar como habiéndolos visto, aunque en realidad sólo fue en visión. En esta visión nos dice que «el mar ya no existe más». El mar habla de separación, y cuántas veces la separación significa un amor destruido, esperanzas destrozadas y corazones rotos. En la tierra, el pecado separa, las circunstancias separan, la edad separa, el tiempo separa, y por encima de todo la muerte es el gran separador. Y así viene a suceder demasiadas veces que en la tierra los amigos más queridos se separan, los parientes más cercanos se dividen, las familias quedan rotas y los santos de Dios esparcidos. De toda esta separación, el símbolo es el mar. No es sorprendente que Jeremías puede decir que «en el mar hay turbación» (Jer 49:2323Concerning Damascus. Hamath is confounded, and Arpad: for they have heard evil tidings: they are fainthearted; there is sorrow on the sea; it cannot be quiet. (Jeremiah 49:23)). Pero si en ocasiones tenemos que despedirnos aquí de seres queridos, podemos mirar más allá, a la bienaventuranza del estado eterno, donde no habrá más separaciones, porque allá «EL MAR YA NO EXISTE MÁS».
(V. 2) Luego se le permite a Juan ver el especial lugar de la iglesia en el estado eterno. Al comienzo de Apocalipsis, Juan había visto la iglesia en su fracaso en la tierra. Más adelante, había visto la iglesia, bajo la figura de una esposa, presentada al Cordero en el cielo, toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante. Luego, llevado en espíritu más allá del reino milenial de Cristo, ve a la iglesia descender del cielo.
Ve, además, que la iglesia es «santa» en su naturaleza; «nueva» como enteramente diferente a la Jerusalén terrenal antigua; es «de junto a Dios» y por tanto es enteramente de origen divino; procede «del cielo», y por tanto es de carácter celestial. Aunque mil años han transcurrido, la iglesia sigue siendo igual de preciosa y hermosa a los ojos de Cristo como cuando fue presentada por vez primera a Cristo en toda su gloria. El tiempo no alterará el esplendor inextinguible que Cristo ha dado a Su iglesia. Por toda la eternidad la iglesia retendrá su hermosura nupcial y gran precio a ojos de Cristo.
(V. 3) Al contemplar Juan esta visión de la iglesia descendiendo de la gloria, oye una voz que dice: «He aquí el tabernáculo de Dios.» Se nos recuerda aquí, entonces, que en relación con Cristo la iglesia es contemplada bajo la figura de una esposa, mientras que en relación con Dios la iglesia es también contemplada como un tabernáculo en el que mora Dios. Así, el apóstol Pablo puede decir de los creyentes: «sois juntamente edificados para morada de Dios en el espíritu» (Ef 2:22).
Ha sido siempre el gran propósito de Dios de morar con los hombres. Este gran deseo se mostraba en el Huerto de Edén, cuando Jehová Dios paseaba por el Huerto al fresco del día. ¡Ay!, el pecado contaminó aquel hermoso Huerto y Dios ya no podía morar con el hombre. Luego, sobre la base de la redención, Dios moró en un tabernáculo en medio de Israel. ¡Ay!, Israel fracasó totalmente en andar de manera consecuente con la presencia de Dios. La nación cayó en la idolatría, finalmente rechazó a Cristo, y el Señor ha de decirle: «Vuestra casa os es dejada desierta». Pero Dios no abandona Su gran propósito, porque la iglesia es llamada a ser la casa de Dios. ¡Ay!, como en todas las otras eras, la iglesia se desmorona, y el desmoronamiento es tanto más terrible cuanto que la iglesia ha recibido la mayor luz y los mayores privilegios. Al final, aquello que profesa ser la iglesia se vuelve algo tan totalmente corrompido que en lugar de ser «morada de Dios en el Espíritu», se torna en «guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible» (Ap 18:2). Pero, ¡qué bueno aprender que ningún quebrantamiento por parte del hombre puede frustrar a Dios en llevar a cabo Su propósito! Porque mirando adelante a los nuevos cielos y a la nueva tierra, vemos que a pesar de todos nuestros fracasos, tal es la multiforme sabiduría y poder de Dios, al final el propósito de Dios será cumplido en una escena en la que nunca habrá ningún fracaso. Tres veces leemos que Dios estará con los hombres.
«He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres.»
«Él morará con ellos.»
«Dios mismo estará con ellos.»
Observemos también esta palabra «morar», porque implica un hogar, reposo y amor. Ya no será asunto de regir, gobernar o juzgar, porque no habrá pecado que suprimir ni enemigo que vencer. Por ello, «Dios mismo», sin intermediarios, como Moisés o Elías, «con ellos estará, como Dios suyo» (V.M.).
Además, es con «los hombres» que Dios morará. Ya no serán las naciones. Ningunas distinciones nacionales, políticas o sociales se entrometerán en este nuevo mundo. Será Dios, Él mismo, con los hombres, y los hombres serán Su pueblo, y Él será el Dios de ellos. Dios será «todo en todos».
(Vv. 4-5) Cuando por fin Dios, Él mismo, more con los hombres, todos los dolores de este mundo actual habrán pasado para siempre, porque leemos: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos». Un antiguo santo de un siglo pasado escribió: «Cristo nuestro Señor enjuga en este mundo las lágrimas de los rostros de Sus niños; pero después de esto lloran nuevas lágrimas. Nunca enjuga toda lágrima hasta ahora. ¡Aquí será nuestro último “buenas noches” a la muerte, “buenas noches” al llanto, y al duelo y al dolor! Estaremos al otro lado del agua, y más allá del río de la muerte, y nos reiremos de la muerte; porque Cristo tomará la muerte y el infierno y los echará a la cárcel de fuego (Ap 20:14). Y, por ello, nunca hasta ahora quedará enjugada “toda lágrima”.» (S. Rutherford).
Luego leemos que «las primeras cosas pasaron», y que Aquel que estaba sentado en el trono dijo: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas». Hoy, los hombres del mundo están intentando librarse de «las primeras cosas» y tratando de «hacer nuevas todas las cosas». Pueden romper corazones y llenar la tierra de muerte, dolor, llano y angustia, pero no pueden terminar los dolores del mundo, ni pueden hacer «nuevas todas las cosas» ni introducir un nuevo orden, como sueñan en vano.
Es Aquel que está sentado sobre «el trono», que está sobre todos y que tiene toda potestad. Sólo Él puede hacer que «las primeras cosas» se desvanezcan. Sólo Él puede hacer «nuevas todas las cosas».
Entonces, se nos recuerda que para el cumplimiento de todas estas bendiciones la fe puede reposar con una confianza inamovible en las palabras de Aquel que está sentado en el trono, porque «estas palabras son fieles y verdaderas».
(Vv. 6-8) La visión de la bienaventuranza del estado eterno concluye con una palabra de aliento y de solemne advertencia. ¿Despierta el desarrollo de estas glorias venideras una sensación de necesidad en alguna alma? Entonces que los tales escuchen el anuncio lleno de gracia: «Al que tenga sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de vida». El que responda a esta invitación y se vuelva a Cristo, venciendo todo obstáculo, heredará toda la bienaventuranza de la que habla la visión, y encontrará que Dios será su Dios y que él será uno de los hijos de Dios. Pero somos advertidos de que quien menosprecie la invitación de Dios tendrá su parte en el lago de fuego «que es la muerte segunda»—la separación eterna de Dios.