Capítulo 1

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En esta epístola, el Espíritu de Dios distingue entre la manera en que Dios habló, o trató, en tiempo pasado y ahora. De esta manera, el apóstol habla en Romanos 3 acerca de Cristo, «a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados.» Ahí él aplica la muerte de Cristo a los pecados cometidos antes de Su venida. En Israel, el Día de la Expiación era para quitar los pecados pasados. Él había estado soportándolos durante todo el año, y luego, cuando llegaba el sacrificio aquel día, el pecado era quitado, y todo quedaba limpio en presencia de Dios. Hay un Día de la Expiación aún venidero para Israel como nación, cuando esta en su tierra. Luego la otra parte era «con la mira a manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.» Esto es para el tiempo presente. Al ascender delante de Dios en las alturas, establece una justicia presente—todos los pecados perdonados, y nosotros somos hechos justicia de Dios en Cristo. Romanos 3:25 nos lo da históricamente, porque los pecados de todos los que habían sido salvos en la época del Antiguo Testamento son quitados por este sacrificio; pero podemos aplicarlo de manera inmediata, y ver que no sólo nuestros pecados pasados han sido quitados, sino que estamos en pie en justicia para el presente.
Versículo 1. «Dios, habiendo hablado muchas veces», etc. Esto es antes que llegara el tiempo para Su propia revelación. Se enviaban mensajes por medio de otros. Tenían comunicaciones procedentes de Dios, porque Él les hablaba por medio de los profetas. Pero ahora tenemos la manifestación de Él mismo. El Hijo de Dios ha venido. «En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo.» Y así es exaltada la palabra. «Has engrandecido tu palabra conforme a todo tu nombre» (Sal 138:2, BAS). Hasta este tiempo Su nombre había sido exaltado. Se había dado a conocer a Abraham como el Dios Omnipotente, exhortándole a que confiara en Su poder, cuando tuvo que peregrinar como un forastero, sin nadie que se cuidara de él. Luego nuevamente se dio a conocer a Nabucodonosor como el Dios Altísimo, más alto que ninguno de los dioses de las naciones; y también a Abraham se reveló con este nombre, cuando volvía de la derrota de los reyes. Y volverá a asumir este nombre cuando venga el reino. También era conocido por el nombre de Jehová—«Yo soy»—cuyo sentido práctico es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.» Todos estos nombres eran gloriosos; pero Su palabra la ha engrandecido por encima de todas las cosas. La palabra es aquello que nos dice todo lo que es Dios—santidad, amor, sabiduría, etc. Su palabra expresa Sus pensamientos y sentimientos; es la revelación de Él mismo. Dios habla por medio de Cristo. Todo lo que hizo Cristo fue manifestación de Dios. ¿Quién podía limpiar a un leproso, sino solo Dios? «Quiero; sé limpio», son Sus palabras. ¿Y quién podía resucitar a los muertos, sino Dios? «¡Lázaro, sal fuera!» «Las palabras que me diste, les he dado» (Jn 17:8). Él nos ha entregado Sus palabras, para que seamos vasos de Su testimonio conforme a nuestra medida. «El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz» (Jn 3:33).
No sólo somos traídos ahora a Dios, sino a Dios revelándose a Sí mismo, a Dios manifestado en carne. Cristo vino declarando al Padre. «Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras» (Jn 14:11). ¡Qué maravilloso lugar tenemos en Cristo, teniéndole a Él como la revelación de Dios para nosotros! La mente de Dios nos es traída ante nosotros en Cristo. «Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón» (Ro 10:8). Esto es lo que hace tan preciosas las Escrituras. Son ciertamente la palabra escrita, pero son la revelación de Dios. «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada» (2 P 1:20). Tenemos la mente de Dios por escrito, y ahí esta, permanente e imperecedera, en contraste a tradi­ciones meramente transmitidas de mano en mano. La iglesia no puede hablar sin la Escritura. Si la iglesia puede decir cualquier cosa por sí misma, entonces las palabras de Cristo no sirven de nada. En tal caso, tengo otro amo encima mío. Con esto me refiero a la autoridad, no a los dones, que, naturalmente, existen en la iglesia para la exposición de la verdad. Pero la autoridad en la iglesia suplanta el señorío de Cristo sobre Su casa. Es una gran cosa atesorar en nuestras almas el hecho de que tenemos esta revelación de Dios en Cristo. Y el comienzo del siguiente capítulo nos lleva al terreno de su posesión. «Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos» (2:1). El apóstol estaba escribiendo a judíos, y ellos habían oído hablar al mismo Señor, y después a Sus apóstoles; ésta es la razón por la que Pablo no pone su nombre a esta epístola, a diferencia de las otras. Vosotros, los judíos, oíd lo que Dios mismo os ha dicho. Le habéis oído. Así, el apóstol sólo les está confirmando lo que Él había dicho. Es digno de observar como Pablo deja de lado su propio apostolado (y lo cierto es que él no era el apóstol de la circuncisión), y sólo habla de los doce que con­firmaron las propias palabras de Cristo.
En este capítulo tenemos primero la gloria de Cristo mostrada en que Él es «heredero de todas las cosas.» Él era el Hijo del Padre, y Padre Eterno, en virtud de Su propio poder; y Él tomará todas las cosas. Él lo heredará todo. Si Hijo, podemos decir, luego Heredero; porque esto se dice incluso de nosotros: «Si hijos, luego herederos.» Todo lo que es del Padre, es Suyo. «Él tomará de lo mío, y os lo hará saber.» En el capítulo 2 se hace alusión al Salmo 8, cuando en los consejos de Dios se designa que como Hombre tenga todas las cosas; pero en este capítulo tenemos a Éste mismo como el Hijo de Dios y «heredero de todas las cosas»; y por esta gloriosa razón Él «hizo el universo.» En Colosenses también tenemos esto: «Todo fue creado por medio de él y para él.» Allí tenemos Su derecho sobre toda la creación, pero como «la imagen del Dios invisible, el primo­génito de toda creación» (Col 1:1515Who is the image of the invisible God, the firstborn of every creature: (Colossians 1:15)ss.). Y aquí tenemos «heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.» Es distinguido de Dios Padre—la diestra de Su poder. Por sabiduría planeó, y ejecutó con poder. Cristo es aquella sabiduría y aquel poder.
Versículo 3. «La imagen misma de su sustancia.» Cristo era el resplandor de la gloria de Dios. Esto es más que el testimonio dado por los profetas en otras épocas. Juan 12:38-41, en relación con Isaías 6, muestra de manera muy destacable el fulgor de Su gloria. Véase también Génesis 1:26,27 en relación con esta palabra: «la imagen misma de su sustancia.»
«Quien sustenta todas las cosas,» etc. Natural­mente, ésta es una acción divina. ¿Quién podría mantener el universo en marcha? ¿Cómo podría todo mantenerse sin Dios, de manera que ni un gorrión caiga en tierra sin Él? ¿Cómo podría ser sin Aquel que lo hizo? Aunque Él ha establecido el orden de todas las cosas, es Él quien lo mantiene todo en marcha. El que en realidad lo actúa y posee todo es Cristo. Vemos Su gloria en todo ello.
Otra obra divina se menciona ahí en el hecho de que Él ha «efectuado la purificación de nuestros pecados»; y tan divina es la acción de purificar nuestros pecados como la de crear un mundo, y en cierto sentido es mucho más difícil, porque el pecado es una cosa tan odiosa para Dios. Para Él sería bien fácil crear otro mundo de la nada. Podría contemplar Su creación, y decir que todo era «bueno en gran manera»; pero Él es tan santo que no puede soportar el pecado. Por ello, hay algo que tiene que quitar, y Él viene para quitar los pecados. Hemos pecado contra Dios, y es imposible que nadie perdone el pecado sino la persona contra la cual el pecado ha sido cometido. Hemos pecado contra Dios, no primariamente contra el hombre, y el hombre no puede perdonar los pecados. Ésta es otra razón por la que Dios ha de ser el único que pueda perdonar pecados.
Observemos otra cosa. Él tiene que purificar antes que poder perdonar. Al pasar a través de este mundo, el hombre tiene que pasar por muchas cosas, y hacerlo lo mejor que pueda. Pero Dios no puede hacer esto. «Muy limpio eres de ojos,» dice la Escritura de Dios, «para ver el mal» (Hab 1:1313Thou art of purer eyes than to behold evil, and canst not look on iniquity: wherefore lookest thou upon them that deal treacherously, and holdest thy tongue when the wicked devoureth the man that is more righteous than he? (Habakkuk 1:13)). Así, si Dios quiere tener que ver con nosotros, tiene que purificar el pecado. Existe la terrible necesidad de que Dios ha de ocuparse de nuestros pecados. Y tuvo el suficiente amor y poder como para hacerlo. Si lo hubiera pasado por alto, tendría que haberse desprendido de Su santidad. Por ello, había esta necesidad moral de Su santidad de que si quería tener a tales míseros pecadores en Su presencia, nos tenía que purificar. Como también hay necesidad del lavamiento de pies si queremos tener parte con Cristo.
«Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo»—había de ser por medio de Sí mismo. Nadie podía ayudarle en esto. Los ángeles no podían tener parte alguna en esto, aunque fueran enviados a ministrarle mientras estaba dedicado a la tarea. El hombre no podía, por cuanto el hombre no puede hacer más que su deber; si hiciera más, estaría mal. La purificación de los pecados ha de ser una obra divina. Hay una necesidad divina en Dios para hacerlo; y esto por Sí mismo, por cuanto Él no podría permitir el pecado. Así es como soy purificado. Por cuanto Él no podía soportar el pecado, tiene que quitarlo Él mismo, y «la sangre de Jesucristo nos purifica de todo pecado.» Es una obra que ya ha sido consumada: no algo que tenga que hacer, y que pueda hacer. No es algo aún por hacer. Está consumado, y Él se ha sentado. Así, ya no tenemos más un profeta que nos venga a decir lo que va a hacer, sino el testimonio del Espíritu Santo de que ya ha sido llevado a cabo.
«El resplandor de su gloria», se dice, esto es, «de la gloria de Dios» como antecedente, no «de la gloria del Padre». El pecado tiene relación con Dios como Juez, no con el Padre. Él «se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas». Toda la obra está consu­mada, y de una manera tan perfecta que puede volver a tomar Su propio lugar, y ello con la bendita diferencia de que vuelve como Hombre, lo que nunca había sido antes. Esteban lo vio como el «Hijo del hombre» de pie a la diestra de Dios. Allí, Él «se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.» Él tomó nuestros pecados sobre Sí, y sin embargo está a la diestra del trono de Dios. Esto muestra que la justicia obrada es tan perfecta y divina que, aunque Él ha tomado nuestros pecados, podía sentarse en el trono de Dios sin ensuciarlo. Él tiene derecho, natural­mente, sobre la base de Su divina Persona; pero aquí tenemos aún más. La justicia divina es presentada delante de Dios, como una obra cumplida, así como el Hijo divino fue manifestado ante el hombre cuando descendió entre nosotros. Todo en esto es gloria divina.
En el Salmo 2 tenemos: «Besad al Hijo», etc. Bienaventurado el hombre que confía en Dios; pero maldito el hombre que confía en el hombre (Jer 17). Encontramos en los profetas ciertos rasgos en misterio, por decirlo así, para exhibir a la divina Persona de Aquel que venía en humillación. Véase Isaías 50:3-5. La misma gloriosa Persona que dijo: «Visto de oscuridad los cielos», etc., dice: «Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde», etc. En Daniel 7, otra vez, véase versículo 13—tenemos «el Hijo del Hombre» traído ante «el Anciano de días», y en el versículo 22 se presenta Él como «el Anciano de días». He 1:7: «El que hace a sus ángeles espíritus», etc., pero no se emplea la palabra hace acerca del Hijo. «Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo.» Véase Salmo 45:1-7; He 1:9. Aquel cuyo trono es eterno ha sido puesto a prueba; y Él amó la justicia y aborreció la iniquidad mientras estuvo entre nosotros, y nos ha sacado a nosotros, como sus compañeros, fuera de nuestra iniquidad. Véase el contraste en el contexto en que se menciona «compañeros» aquí, y en Zacarías 13:7, donde Jehová habla del hombre, Su compañero, que ha sido «herido en casa de sus amigos.»
Así, vemos la gloria de Cristo resplandeciendo continuamente a través del Antiguo Testamento, pero en este capítulo es expuesta de manera plena. Es reconocido como Dios, aunque hombre, y glorifi­cado por encima de todos.
Versículos 10,11, etc. Véase Salmo 102:24: «Por generaciones de generaciones son tus años», es en respuesta al versículo 23 y la primera cláusula del versículo 24. Es todavía más señalada y precisa. Jesús, en Su humillación, derrama Su corazón herido ante Jehová. El Salmo anticipa la reconstrucción de Sión. Si es así, ¿dónde iba a estar este Mesías herido? Si cortado en medio de Su día, ¿cómo iba a poder estar allí? La respuesta de Dios es que Él, el santo sufriente, es Jehová, el conservador y soberano de todas las cosas. ¡Qué testimonio de Su inmutable deidad!
Éste es el tiempo de la gracia, cuando los que han de ser Sus compañeros en la gloria están siendo recogidos («tus compañeros», v. 9).
Versículo 13. Los ángeles tienen un puesto y oficio de gran bendición, pero nunca se les dice a ellos: «Siéntate a mi diestra», etc. Pero Jehová lo dijo al hombre Cristo Jesús. Él tiene allí Su propio lugar.
¡Qué Salvador más bendito tenemos! El Señor mismo ha venido y ha tomado nuestra causa. Aquel a quien contemplamos, y en quien nos apoyamos como Salvador, es el Señor Jehová.
Luego, además de la gloria de Su Persona, tenemos la otra bendita verdad, esencial para nuestra paz, para ver cuán bendita es la salvación que tenemos: ¡Nuestros pecados completamente purificados! Hay en esta salvación una gloria maravillosa e inefable—el amor de Uno que no es como un ángel que sólo podría hacer Su obra cuando le fuera mandada.
Nuestras almas son así llamadas a adorar a Aquel que reviste de oscuridad los cielos, que ciertamente hizo todas las cosas: a Jesús, el hijo de Dios.